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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO DECIMOSEXTO
EN EL LENCERO
Era poco más de la una de la tarde: el cielo limpio y despejado, y sobre el azul transparente vagaban algunas nubes: el viento que venía de las praderas y bosques de Jalapa, estaba impregnado de aromas, y el paisaje que presentaban las lomas cubiertas de un fino césped recamado de florecillas blancas y nácares, era encantador. A la derecha se descubría aislada en una loma, una casa pintada de encarnado, con portalería; sus miradores tenían vidrieras y persianas verdes; en la misma dirección, una espesa serranía, y al frente un horizonte profundo que terminaba con una línea blanquísima, que se confundía con el azul del firmamento. Con el auxilio de un anteojo se podía descubrir, no sólo el mar, sino también las casas de la ciudad de Veracruz y los buques anclados en la bahía. Era la casa de piedra, de antigua construcción; tenía una tienda de cuatro puertas bien surtida y una extensa caballeriza de mampostería al costado: ésta es la hacienda llamada el Lencero, propiedad del general Santa Anna.
Algunos mozos, con unos cordeles en la mano, estaban de pie a poca distancia de la casa, aguardando las dos diligencias: la de México no tardó, pues a poco rato se percibió descendiendo la loma y apareciéndose y ocultándose entre los matorrales y arbustos, según el terreno más o menos quebrado por donde corría. Por fin llegó tirada por ocho hermosas mulas prietas; y por la limpieza y lustre de su caja y ruedas, y por la tranquilidad de los pasajeros, no se echaba de ver que había pasado uno de esos lances terribles que son frecuentes en los caminos de México. No obstante, como la noticia del robo había llegado al Lencero, los pocos habitantes se agruparon al carruaje, y comenzaron a preguntar con ansia a los pasajeros lo que les había acontecido: Juan Bolao fue el primero que descendió, cantando su ópera favorita, e instalado en una banca de madera de la tienda, con un vaso de buen aguardiente catalán en la mano, y con su enorme puro habano en la boca, comenzó su narración, para satisfacer al noble auditorio que, como si fueran perlas, recogía las palabras que salían de la boca del dependiente de Fernández. Mientras que Bolao charla, y los demás pasajeros, o escuchan o registran sus maletas, digamos una palabra sobre Arturo.
A las pocas horas de haberse separado Rugiero de él, se vistió, y a pesar de su debilidad, se dirigió a una casa de comercio, a negociar una libranza contra su padre. Como éste era hombre bastante conocido entre los negociantes, y el comercio de Veracruz conserva mucho todavía de su antigua franqueza y generosidad, no le pusieron dificultad alguna, y el joven pagó sus gastos de hotel, de medicinas y facultativos; compró la ropa blanca, que le era necesaria, y ajustó su pasaje a bordo de la goleta que estaba próxima a darse a la vela para la Habana el día siguiente a las cuatro de la tarde: arreglados ya todos sus negocios, se retiró en la noche al hotel a disfrutar de un tranquilo sueño.
- Vamos, -decía al desnudarse,- este Rugiero en el fondo es un bribón, pero tiene gran talento y habla la verdad: Teresa me amará con el tiempo, y tendré a mi lado una de las mujeres más ideales y más seductoras que existen en la tierra: escribiré a mi padre, me mandará dinero, y entonces llevaré a Teresa a Francia, a Italia, a ese Nápoles tan encantador, que los viajeros describen como la tierra de las delicias y de los amores.
Si alguno lo hubiera observado, cuando fabricaba estos castillos en el aire, habría notado que una sombra velaba su frente, y que a pesar de estas ilusiones, sostenía una lucha con su conciencia que le gritaba: Asesino, traidor, mal amigo. Se acostó, y al tomar un libro de la mesa de noche para leer algunas páginas, puso la mano sobre un papel, lo desdobló, pasó por él los ojos, y una viva emoción se pintó en su semblante, pues era la carta de su madre.
- No, -dijo Arturo,- yo no abandonaré a mi madre: este vacío horrible que tengo en mi corazón, este remordimiento que me atosiga, estas gentes desgraciadas hasta lo infinito que se han reunido a mí, y cuya memoria me atormenta ... todo lo olvidaré al lado de mi madre, que quizá pocos días más vivirá sobre la Tierra. Adiós, Teresa, para siempre te perdiste entre las brumas de la mar, y tu belleza y tu dolor pasaron para mí como un sueño ... Si aun viviera Manuel, el bueno, el generoso joven que tanto te amaba, podría ser felíz, contribuyendo a tu dicha ...
Arturo se dejó caer en la almohada, y acordándose de Celeste, exclamó:
- ¡Oh! esa memoria me atormenta. ¡Miserable! ¡Confundida con los ladrones y asesinos la que yo creía un ángel!
Después le vino a la memoria la brillante Aurora, y volvió a exclamar:
- ¡Frívola, coqueta! ... ¡Oh! mi madre, mi madre; no tengo más que mi madre en el mundo, -murmuró al tiempo de cerrar los ojos y dormirse.
Al día siguiente se levantó, triste, pero tranquilo, pues abandonando toda idea, se había fijado en la única y exclusiva de ver a su madre. Deshizo su contrato, perdiendo, como es costumbre, la mitad del pasaje; tomó un asiento en la diligencia, y en vez de embarcarse para la Habana, caminaba a las once de la noche para México, justamente dos días después de que había partido del callejón de Dolores la diligencia, cuyas aventuras se han referido en los dos anteriores capítulos.
Aquellos que hayan caminado de Veracruz a México, se acordarán de que se pasaba una infernal noche; mas, sin embargo, los primeros momentos en que se sienten las auras marinas son agradables. La noche estaba limpia y estrellada, y del mar sereno se desprendía un poético murmullo: las ondas venían dulcemente a morir en la playa, y con sus limpias aguas mojaban las llantas de las ruedas y las patas de las mulas, que tiraban penosamente del carruaje. Este paisaje tranquilo acabó de sanar completamente a nuestro joven, quien, orgulloso y satisfecho con la buena resolución que había tomado, se recostó y se durmió. Al día siguiente, cerca de las dos de la tarde, la diligencia de Veracruz llegó al Lencero, es decir un cuarto de hora más tarde que la que en que venían nuestros intrépidos viajeros Juan Bolao y el pasajero del capote azul.
Los viajeros de Veracruz descendieron del carruaje, y se mezclaron inmediatamente con los que platicaban, para imponerse de las ocurrencias de México y del camino: Arturo no se mezcló en la conversación, y descendió de la loma para hacer un poco de ejercicio y recobrar el uso de sus miembros entumidos. Al llegar al punto de donde parte el sendero para la casa del general Santa Anna, divisó una figura pálida, y que inmóvil estaba apoyada contra un arbusto: Arturo creyó que era un sueño, o que la fiebre se volvía a apoderar de él: siguió andando; pero a medida que se acercaba, las facciones del fantasma se le aparecían más visibles y distintas, y su agonía crecía por momentos. El fantasma se movió lentamente de la posición en que estaba, y como empujado por la brisa, se dirigió a encontrar a Arturo.
Arturo se limpió los ojos; pero el fantasma se acercaba más.
Arturo no pudo tenerse más en pie, y se sentó en una piedra: el fantasma se aproximó.
Arturo sintió que unas gotas de sudor le brotaban de la raíz del cabello.
- Por última vez, -dijo el fantasma con voz ahogada y solemne,- os doy prueba de que soy un caballero. Tomad; -y diciendo esto, tiró al suelo el capote azul, y presentó una pistola a Arturo, quedándose con otra.
- ¡Manuel! ¡Manuel! -exclamó Arturo, tendiéndole los brazos sin tomar el arma.
- Vamos, caballero, tomad pronto esta pistola, o si no, me obligaréis a que os asesine, como vos quisisteis hacerlo conmigo.
- Manuel, dadme los brazos, -dijo Arturo con emoción, y sin atender a la rabia concentrada que se pintaba en las facciones lívidas del capitán.
- Quitad, quitad; no me obliguéis a que os mate como una vil sabandija, -dijo el capitán, dando con el puño en el pecho de Arturo.
- ¡Oh! -gritó Arturo, arrebatando la pistola de manos de su contrario:- esto es demasiado.
Un pensamiento infernal pasó por su mente; pero fue rápido como el relámpago, porque casi al mismo instante arrojó la pistola, y con voz solemne dijo:
- Capitán, ¿amáis a Teresa?
Manuel contestó con un grito de desesperación.
- Teresa vive, capitán; os ama con delirio, y en su nombre os pido que me escuchéis. Después ... lo que queráis ... Ya sabéis.
- ¡Teresa vive y me ama! -murmuró el capitán.
- Sí, Manuel, lo juro, -dijo Arturo conmovido.
Las facciones de Manuel se desarrugaron, porque tenía un excelente corazón; y si bien había sufrido desgracias en la vida, el amor de Teresa lo tenía siempre dispuesto a la indulgencia y a la moderación.
- Manuel, -continuó Arturo,- ¿me negarás un favor?
- Habla, Arturo, -respondió el capitán con tono moderado.
- Me has quitado tú un peso increíble del corazón: durante un mes he estado agonizando de fiebre, y eras tú, sangriento y pálido, el que veía yo constantemente a la cabecera de mi lecho. ¿No te parece, Manuel, que cuando se vuelve a tener delante a aquel amigo que creíamos muerto? ... ¡oh! ... pero yo deliro ... ¡Figúrate, Manuel, lo que Caín habría sentido si hubiera visto volver a la vida a su hermano ... Arturo tendió los brazos al capitán, sin osar acercarse, y éste lleno de emoción, lo atrajo a su seno, diciéndole:
- Ven, ven, amigo mío; un hombre que habla así, no puede ser un traidor: más adelante me contarás todo; y te doy mi palabra de creerte como creería a mi madre.
- ¡Gracias, Manuel! -exclamó Arturo respirando;- ¡gracias!
- ¡Lo que por mí pasa es incomprensible! -dijo el capitán, después de un rato de silencio, y dándose una palmada en la frente:- mirá, Arturo.
El capitán sacó del bolsillo el retrato de Teresa y la cajita con el fistol.
- ¡¡¡Teresa!!! -exclamó Arturo abriendo la caja.
- Sí, Teresa.
- ¡El fistol de Rugiero! -continuó Arturo, abriendo la otra cajita, y cada vez más sorprendido.- Dime, dime, por Dios, ¿dónde has encontrado esta alhajas?
- En poder de unos bandidos, con quienes hemos combatido cerca del pueblo de Amozoc.
- ¡Oh! la miserable Celeste estaba complicada con ellos, -exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente.
- ¿Qué dices? -preguntó Manuel.
- Nada, nada, amigo mío, sino que estoy próximo a perder el juicio.
- ¿Y Teresa? -preguntó tímidamente Manuel.
- ¡¡¡Teresa!!! Es una noble criatura, que te ama, capitán; es angélica, es digna de tí.
- ¡Ohe! ¡ohe! -gritaron los cocheros;- las mulas están puestas, y no podemos aguardar más.
- Vámonos, -dijeron los dos amigos,- pues estos malditos cocheros nos urgen.
- Pero ¿a dónde vas, Manuel? -preguntó Arturo.
- En verdad, ahora no lo sé; mi viaje no tiene ya objeto.
- Acaso sí tendrá, -dijo Arturo.
- ¿Cómo? ...
- Sí, porque Teresa ...
- Acaba.
- ¡Ohe! ¡ohe! -gritaron otra vez los cocheros.
- Ven, ven, -dijo Arturo; vamos a Jalapa, y allí procuraremos dar orden a nuestras ideas, y obrar mejor.
- Vamos, -dijo el capitán; y recogiendo las pistolas del suelo, ambos amigos se enlazaron del brazo, y montaron en la diligencia que venía para México, en la cual había algunos asientos vacíos.
Presentación de Omar Cortés Capítulo decimoquinto
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