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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO SEGUNDO
GRAN BAILE EN EL TEATRO VERGARA
Rugiero fue exacto a la cita, y Arturo por su parte estaba a la hora convenida con su elegantísimo vestido, lleno de perfumes y con los guantes puestos. Ambos amigos se dirigieron al baile.
- ¡Bellísimo edificio! -dijo Arturo a Rugiero, al entrar al pórtico del teatro nacional, situado en la ancha calle de Vergara. -¿Os agrada, Rugiero?
- Hay teatros mejores en Europa ...
- ¡Oh, indudablemente! Pero no deja de ser orgullo para un mexicano el poseer un teatro tan magnífico.
- ¡Oh!, en cuanto al orgullo, -respondió Rugiero irónicamente, ustedes los mexicanos tienen el bastante para no pensar que más valía un buen hospital y una penitenciaría que no el lujo de un teatro rodeado de limosneros y de gentes cubiertas de harapos y de miseria; pero no os incomodéis, Arturo: el teatro es en efecto magnífico y digno de llamar la atención; y por otra parte, más negocios hago yo en una noche en esta clase de edificios, que en todos los hospitales del mundo.
- Venid, Arturo; examinemos lo que nos rodea.
Arturo siguió paseando a voluntad de su compañero.
Las columnas del pórtico estaban adornadas de guirnaldas de laurel; multitud de luces, en vasos de todos colores, serpenteaban graciosamente por las columnas, y formaban en las elegantes cornisas caprichosas figuras, que, agitadas por el viento, ya se encendían y brillaban, o ya un tanto opacas dependían su claridad de una manera indefinible y fantástica. En el patio había distribuídos naranjos, dahalias, rosas, claveles, geranios y todo ese conjunto de hermosas y aromáticas flores que crecen en el clima de México al aire libre y sin necesidad de invernáculos. El elegante peristilo y los amplios decorados patios estaban alfombrados: de los artísticos barandales de fierro pendían lámparas, cuya luz vivísima se reflejaba en los cristales de la cúpula del patio. La luz, el aire impregnado con el aroma de las flores, y la elegancia y gusto con que se hallaba adornado el exterior del edificio, predisponían a recibir esas sensaciones desconocidas de amor y de placeres indefinibles, que sólo puede sentir el alma apasionada y ardiente de los jóvenes.
Arturo seguía a su compañero sin hablarle una palabra. Algo preocupado, comenzaba a sentir ya esa fascinación desconocida que se experimenta en una orgía.
- ¿Parece que estáis muy entretenido, Arturo? -dijo Rugiero: -mirad, mirad, -continuó, señalando dos jóvenes hermosas, que con unos vestidos de blonda y de leve crespón celeste y sus blancas espaldas mal veladas con transparentes chales blancos, se dirigían al salón, asidas del brazo de un caballero. Estas jóvenes iban dejando una atmósfera impregnada con el perfume del amor y del deleite.
- ¿No es verdad, -dijo Rugiero a su amigo,- que la belleza tiene perfumes; que una mujer se puede comparar a una rosa en su hermosura y en su aroma?
- Es verdad, -contestó maquinalmente Arturo, respondiendo a su pensamiento interior.
- ¡Mirad! Arturo ...
Arturo volvió la vista hacia donde le indicaba su compañero, y casi se rozó con los vestidos de un grupo de jóvenes. Eran tan hermosas como las primeras; la misma fascinación en sus rostros, la misma seducción en sus miradas, la misma gentileza en sus cuerpos esbeltos, la misma elegancia en sus trajes de seda y de terciopelo.
- ¡Oh! -exclamó Arturo,- son ángeles, ángeles.
Rugiero soltó una carcajada de burla, que hizo estremecer a Arturo.
- Entremos, Rugiero; entremos, -dijo Arturo, asiéndolo del brazo.
Rugiero y Arturo penetraron al salón. El foro y el patio estaban unidos y entapizados con rica alfombra; los palcos medio velados con transparentes y primorosas cortinas; multitud de quinqués, lámparas y candelabros de cristal pendían del techo, pintado curiosamente. las columnas relucientes de estuco de los palcos, adornadas con guirnaldas de rosas, sobresalían esbeltas y galanas, sosteniendo este gran salón. Enfrente del foro había una especie de trono con un dosel de terciopelo y seis sillones de damasco de china con franjas doradas.
La orquesta preludiaba una contradanza: una línea de jóvenes hermosas, vestidas con un arte encantador, sonreían a sus compañeros de baile, que con sus contorsiones, caravanas, movimientos y miradas, se esforzaban en competir en coquetería con sus bellísimas parejas.
Arturo acabó de fascinarse completamente y apartándose con su compañero a un pasadizo, le dijo:
- Rugiero, mi corazón es un volcán; circula fuego por mis venas, mi frente se arde. Amo a todas; a todas las veo seductoras y lindas, como los querubines: quisiera tener un talismán para avasallar estas voluntades, para mandar en todos esos corazones que laten altivos y orgullosos debajo de los encajes y terciopelo.
Rugiero se quitó su fistol de brillantes del pecho, y lo colocó en el de Arturo.
- Ve, joven; dí tu amor a las hermosas, declárate, y conseguirás victorias esta noche. No podrás triunfar de todas, porque el tiempo es corto; pero aprovéchalo.
Al decir estas palabras, Rugiero se confundió, y se perdió entre la multitud; y Arturo, confiado en su talisman, salió a la sala a poner en planta sus proyectos. Dirigiéndose inmediatamente a la joven del vestido de blonda, que tanto llamó su atención, cuando pasó por el vestíbulo cerca de él.
- Señorita: desearía tener la honra de bailar una contradanza con usted.
- Sírvase usted poner su nombre en mi librito de memoria, -le contestó sonriendo graciosamente, y sacando de su seno una preciosa carterita de marfil.
Arturo escribió su nombre, y devolvió la cartera, haciendo una graciosa cortesía, y significando a la joven su agradecimiento con una mirada expresiva.
- Es muy bonito el nombre de usted, caballero, -dijo la joven, recorriendo con la vista la cartera.
- Si fuera tan hermoso como el rostro de usted, no apetecería más en la tierra ...
La joven miró a Arturo con interés, y con voz cortada y baja le dijo:
- Usted me favorece.
- ¿Conque la quinta contradanza? -preguntó Arturo.
- La quinta es de usted, respondió la joven.
Arturo se retiró satisfecho, y no dejó de notar que la joven había dirigido a hurtadillas una mirada a su fistol de brillantes.
- Vaya, -dijo Arturo,- la primera a quien me he dirigido, es mía ya. Sigamos ...
Arturo dió un paseo por la sala, examinando cuidadosamente a todas las señoritas, hasta que llamó su atención una joven. Vestía un traje de terciopelo carmesí oscuro, que hacía resaltar los contornos y blancura de su cuello. Su rostro era pálido, y podía decirse, enfermizo; grandes eran y melancólicos sus negros ojos, y su cabello de ébano engastaba su doliente fisonomía: podía decirse que aquella mujer más pertenecía a la eternidad que al mundo; más a la tumba que al festín y a la orgía; más a los seres aéreos y fabulosos que describen los poetas, que a los entes materiales que analizan los sabios.
Arturo se quedó un momento inmóvil y casi sin respiración. La hermosura de la primera joven lo había enajenado; pero la fisonomía doliente y resignada de la segunda lo había interesado sobremanera.
- Señorita, -dijo Arturo con una voz tímida y respetuosa, -¿me daría usted el placer de bailar alguna cosa conmigo?
- Caballero; estoy algo indispuesta y me he negado a bailar toda la noche, excepto la primera cuadrilla con un individuo de mi familia; pero bailaré la segunda con usted.
- ¡Gracias, señorita!, ¡gracias por tanta deferencia! -contestó Arturo con acento conmovido.
Las señoras que estaban cercanas, sonrieron, y la joven pálida se puso ligeramente encarnada. En cuanto a nuestro paladín, las miró con desprecio, y dió la vuelta, satisfecho de los prodigios que obraba su talismán. Arturo recorrió dos o tres veces la sala; mas no hallando otra joven que le interesara, se resolvió a esperar la vez en que le tocara bailar con sus dos compañeras.
Rugiero le tocó el hombro y le dijo:
- Parece que hacéis muchos progresos. Dos jóvenes, las más lindas que hay en esta sala, se han comprometido a bailar con vos: cuidado con el corazón.
Arturo volvió sorprendido la vista para indagar de qué modo su amigo había sabido tal cosa; mas oyendo preludiar la quinta contradanza, de un salto se puso en medio de la sala, y comenzó a buscar a su compañera.
- Encontré a usted por fin, señorita, -dijo Arturo mirándola y tendiéndole la mano.- Las hermosuras aun en medio de un baile son como las perlas; se necesita buscarlas cuidadosamente.
- Riéndome estaba, -contestó la joven con desenfado y levantándose de su asiento, de ver cómo ha pasado usted tres ocasiones delante de mi sin verme.
- ¿Es posible?
- Y muy posible; y además, la fisonomía de usted expresaba una ansiedad grande; de suerte que si no me hubiera usted encontrado ...
- Probablemente habría tenido un malísimo humor el resto de la noche, -interrumpió Arturo, oprimiendo suavemente los dos deditos torneados que su compañera le había dado, según es de etiqueta en los bailes de tono.
- ¿Es posible? -preguntó la joven, dejando asomar una graciosa e irónica sonrisa.
Arturo quedó tan encantado de ver una línea de dientes blancos pequeños, que aparecían entre dos labios frescos y suaves como las hojillas de una rosa, que no pudo responder, y sólo fijó atentamente los ojos en su compañera.
Esta se quedó mirándolo también, y tuvo que taparse la boca con su abanico para no soltar una carcajada.
Arturo se puso rojo como una amapola, y dijo entre sí:
- Soy un completo animal en esto de amores.
La joven, como si hubiera penetrado su pensamiento interior, le preguntó con tono indiferente:
- ¿Ha traido usted su esposa al baile?
- No soy casado, señorita.
- En verdad, soy una tonta, -contestó la joven,- en hacer tal pregunta. Tiene usted muy poca edad, y probablemente lo que hará ahora, será decir palabras de amor a tres o cuatro a un tiempo; ¿mas tendrá usted hermanas?
- Tengo padre y madre.
- Es una fortuna: yo tengo madre solamente: a mi padre lo perdí siendo muy niña. Al decir esto, la joven inclinó la cabeza con profundo desconsuelo, y dió a su fisonomía un aire tan compungido, que Arturo, estrechando de nuevo los preciosos deditos que había tenido buen cuidado de no abandonar, -le dijo con voz tierna:
- ¿A qué recordar en una noche de placer y de alegría estas cosas tan tristes? ...
- ¡Atención!, ¡atención! ¡A una! -gritó un viejo elegante, que hacía oficio de bastonero ...
La música comenzó, y a compás rompieron el baile todas las parejas ... Era una cosa que tenía algo de mágico al ver moverse en graciosos giros todas esas criaturas, con sus espaldas y cuellos blancos, sus hermosas cabezas adornadas con diamantes y perlas, sus fisonomías encendidas; el respirar la atmósfera balsámica que brotaba de aquellos grupos; el percibir de vez en cuando los pies pequeños y pulidos, que ligeros apenas tocaban las flores de la alfombra; el adivinar acaso otros hechizos que apenas descubrían los trajes de seda al volar airosos como los celajes de oro y nácar que vagan en el azul de los cielos ... ¡Oh! un baile es en efecto espectáculo en que los hombres y las mujeres pierden la cabeza y a veces el corazón ...
Luego que la contradanza comenzó, la fisonomía de la joven volvió a su habitual alegría, y tomando a su compañero, se lanzó entusiasmada a bailar entre los mil grupos.
Cuando Arturo enlazó la flexible y graciosa cintura de su compañera; cuando su mano sintió el calor de la pulida y suave mano de la joven; cuando, en fin, respiro el mismo aliento que ella, y procuraba beber su respiración y el fuego de sus ojos, sintió que su corazón, se golpeaba violentamente dentro de su pecho, y que un vértigo le acometía: algunas gotas de sudor frío corrieron por su frente, y su mano temblorosa oprimía la de su compañera.
Esta, preocupada por el baile, sólo notó que Arturo había perdido el compás; y con voz dulce, le dijo:
- Parece que no os agrado mucho para compañera; estáis distraído, y hemos perdido el compás.
- ¡Ah! -exclamó Arturo,- saliendo con estas palabras de su enajenamiento; lo que tengo es que os adoro, que os amo, que sois mi vida.
- Apoyaos un poco en mi cintura para tomar bien el paso, -interrumpió la joven.- sin darse por entendida de las palabras de Arturo.
Este, obedeciendo a la insinuación de su compañera, tomó perfectamente el paso; y como era diestro en el baile, volaba materialmente en unión de la joven.
- ¿Está bien el paso señorita?
- Perfectamente.
- Dejadme ahora que os diga que sois mi tesoro, mi amor. ¡Oh! quisiera que la muerte me sorprendiera ...
- ¡Oh!, pues yo no: mucho mejor es bailar y vivir.
- Esa indiferencia me mata, decidme una sola palabra de consuelo.
La joven, enajenada completamente con el baile, o no escuchaba, o fingía no escuchar los requiebros del fogoso amante, y seguía girando rápida y fantástica como una silfide. Como había acabado de subir la contradanza, Arturo y su compañera quedaron de pié en la cabecera, y pudieron con más tranquilidad continuar su diálogo.
- Señorita, -volvió a decirle Arturo, con la voz sofocada por el ejercicio y por la pasión,- ¿tendrá usted la bondad de decirme, cuál es el nombre de usted?
- Aurora, caballero ...
- ¡Aurora! -exclamó Arturo; ¡Aurora!, ¡oh!, es un nombre poético, bellísimo; en efecto, ninguno podía convenir mejor a una criatura tan linda como una diosa!
- ¿De veras? ... -interrumpió Aurora, con una sonrisa medio burlona.
- Positivamente, -contestó Arturo, poniendo una cara tan sentimental, cuanto se lo permitía la agitación del baile.
- Crea usted, que en este momento soy feliz ...
- ¿Será posible? -interrumpió Arturo enajenado, oprimiendo dulcemente la cintura de su compañera ... y ...
- Positivamente, -respondió Aurora;- el baile es para mí una pasión. Cuando bailo, no me acuerdo ni del amor, ni de la desgracia, ni de nada más de que existo en una atmósfera diferente de la que respiro habitualmente. cada vuelta, cada giro del baile, me causa una sensación agradable; la música produce una armonía deliciosa en mis oídos; y en este momento, repito, el compañero que tengo a mi lado es sólo un instrumento necesario para mi diversión.
Arturo no contestó: el entusiasmo y aun el calor del baile se le aplacaron, como si hubiera recibido un baño de agua helada.
- Esta mujer es original, -dijo entre sí.- Con la mayor frescura me ha declarado que sólo soy un instrumento para la diversión ... ¡y este Rugiero que me dijo que conseguiría triunfos y victorias! ... ¡Maldita suerte!
- Estáis muy pensativo, ¿os ha fatigado el baile? -le dijo Aurora con una voz suave y dirigiéndole una mirada expresiva.
Esta muestra de cariño disipó inmediatamente el mal humor de Arturo: y con el mismo tono de voz respondió:
- Estoy, en efecto, algo fatigado, no del baile, sino de haberos hablado de mi pasión, sin haber recibido de vos respuesta alguna.
- ¿Qué queréis? -interrumpió Aurora.- el baile me enajena; y por otra parte, me parece cosa muy rara que acabándome de conocer, me habléis con ese calor, y me tengáis un amor tan vehemente.
- ¿Y lo dudáis, Aurora?
- Por supuesto que sí. He bailado esta noche con más de seis jóvenes, y todos me han dicho una cosa idéntica; y a fe que no les he dado más crédito que a vos; pero aguardad, se me ha desatado una cáliga y esto me impide seguir bailando. Sentémonos.
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