Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo Capítulo vigésimosegundoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOPRIMERO

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EL ANGEL DE LA GUARDA


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Celeste sufría sus martirios con resignación de una santa; y en dos cosas esperaba confiada: o en el auxilio que pudiera prestarle el sacerdote que la defendió de la brutalidad de los soldados en el día de su prisión, o en el último caso, en una sentencia de muerte. En cuanto al tinterillo, asustado por Macaria, por una parte, y temiendo, por otra, ser descubierto y separado del destino que ocupaba en la cárcel, dejó para más tarde el llevar a cabo su intento, pues era hombre que sólo se aventuraba en una empresa cuando estaba seguro de la impunidad: así, por este lado, Celeste estuvo tranquila algunos días, pues Macaria le contó lo acaecido, y le prometió cortar la cara con un tranchete al seductor si se atrevía a solicitarla otra vez. La presidente, por su parte, no se mostraba cruel con ella, la sacaba al sol, y muchas ocasiones le participaba de su comida.

Un día Macaria se acercó a Celeste, y abrazándole por la cintura con la tosca sinceridad con que demuestra su cariño la gente del pueblo, le dijo:

- Celeste: tengo que darte una buena noticia.

- ¿Cuál es? -preguntó Celeste.

- Que no te condenarán a muerte, porque a las mujeres nunca nos ahorcan en México.

- ¿Que no me condenarán a muerte? -volvió a preguntar la muchacha con muestras de profundo sentimiento.

- Cabal que no, -repuso Macaria con alegría;- y si lo hubieran hecho, merecían esos verdugos que los quemaran. ¿Por qué a mí, que tengo más delitos que tú, no me han ahorcado? Pues si a tí te ahorcaran, la ley no sería pareja.

- Es decir, -preguntó con temor Celeste,- que saldré pronto de la cárcel.

- Sí, pronto, -contestó Macaria- de aquí a diez años.

Celeste escuchó aterrada esta noticia, pues una de sus esperanzas, que era la muerte, acababa de desvanecerse; pero le quedaba aún la del auxilio del clérigo: si esta esperanza desaparecía también, no tenía ya delante de sí más que diez años de infierno en esta vida. Correspondió con algún cariño a las rudas demostraciones que le hacía Macaria, y se retiraba ya en silencio, cuando Macaria la llamó.

- ¿Quieres salir en libertad, Celeste? -le dijo.

Esta le dió a entender con los ojos que sí.

- Pues bien, yo tengo señores de mucho empeño que te sacaran libre; pero es menester que condesciendas en verlos y rogarles que se interesen por tí: te aseguro que no te engañarán, como a mí ese canalla de Zizaña.

Celeste con la cabeza hizo una seña negativa, y se retiró con las manos en los ojos. Una desesperación sombría se apoderó de la muchacha: cesó de rezar a la Virgen y de pedir a Dios; y al ver el puñal que le había dado Macaria, algunas ideas de suicidio pasaban por su cerebro. Los padecimientos habían alterado notablemente su salud: sus pequeños piés estaban hinchados por la humedad del separo; las formas de su cuerpo habían perdido su redondez; su rostro estaba amarillento y transparente; su frente llena de manchas, sus ojos apagados y sin más brillo que el de algunas lágrimas fugitivas que rodaban por sus mejillas descarnadas, y sus labios y uñas eran ya de un color amoratado; en una palabra, Celeste se había envejecido como si hubiera estado veinte años en la cárcel. Obligada a comer la indigesta ración de las presas, a dormir en la humedad del separo, o a respirar la atmósfera mefítica del dormitorio común, toda su hermosura se había marchitado. Celeste resolvió aguardar ocho días más, al cabo de los cuales, si el padre no se presentaba, el puñal de Macaria haría su oficio, pues estaba resuelta a abrir con él las venas de sus brazos, y a dejarse morir en el separo.

Desde el momento en que comenzaron a correr los ocho días, Celeste apareció más tranquila que antes; tanto, que la presidenta, riéndose, le dijo que le aconsejaba que siguiera sí, pues era el modo de que viviera felíz los diez o doce años de cárcel a que la condenarían: Celeste le aseguró que ya se iba acostumbrando, y rió como una loca, pues en verdad su razón no estaba muy sana.

El octavo día, señalado en su interior para su muerte, rogó a la presidenta que la pusiera en el separo: la presidenta, asombrada de tal petición, le hizo mil objeciones; pero ella le contestó que prefería estar sola, pues el ruido y las pulgas y chinches del dormitorio no la dejaban reposar. La presidenta accedió al fin, y Celeste se retiró al separo; y allí, en aquel silencio y en aquella oscuridad, vinieron en tropel a presentarse a su imaginación todas sus desgracias. ¡Diez años de cárcel! ¡Diez años! Esta idea le parecía inconcebible. ¡Permanecer diez años en la cárcel sin respirar el aire libre, sin ser amada de nadie, olvidada en el fondo de un calabozo, y condenada a oir el lenguaje indecente de las presas, y a soportar sus cóleras y sus caricias! ¿Pobre huérfana! ¡Tener que vivir diez años sin más familia que un crecido número de criminales! ¡Oh! ... Celeste retorcía sus manos, y cuando sus labios querían pronunciar una oración, los cerraba, porque le parecía que Dios la había olvidado, y que sus miradas no podían penetrar hasta aquella mansión inmunda. Entonces fue cuando sus recuerdos de niña volvieron a presentarse a su mente, vivos, ardientes y punzantes, como si fueran espinas que traspasaban su corazón.

Celeste tomó el puñal, y se regocijó tocando con sus dedos suaves la hoja helada: después aplicó la punta a la vena de su brazo; pero antes de herirse, quedó un momento con la respiración suspensa, con los ojos fijos, con la boca entreabierta, con las facultades, en fin, embargadas, como es natural. cuando multitud de reflexiones graves y terribles se agolpan en la mente; después arrojó el puñal en el suelo, y cayendo de rodillas, exclamó con una voz dolorosa:

- ¡Oh, Dios mío! Nunca, nunca lo haré.

Celeste tenía miedo.

Era la tarde: por la estrecha abertura de la puerta del calabozo apenas se percibía una línea blanquecina, cuya escasísima claridad se desvanecía entre las sombras. Cuando Celeste contenía un momento la congojosa respiración de su pecho, un moscón zumbando, volaba por el calabozo, y sólo este ruido pavoroso turbaba el silencio: diríase que era una tumba a donde sólo llegaban lejanos y cansados ecos de la vida.

Celeste tenía miedo; pero el demonio del suicidio quería ganar su alma, y le repetía incesantemente estas palabras: ¡Diez años de cárcel! ¡Diez años de cárcel! Entonces Celeste se arrastró por el calabozo, buscando a tientas el puñal; pero a este tiempo escuchó el ruido de una pisadas; y creyendo que fuese el infame tinterillo, buscó el puñal con más empeño, hasta encontrarlo: entonces se puso en pie en la puerta, determinada a morir mártir, pero no deshonrada. La puerta del calabozo se abrió, y en vez del seductor, apareció la figura apacible y santa del clérigo. Era como de treinta años; de tez muy blanca, grandes ojos negros, llenos de dulzura y de melancolía: de sus dos labios frescos un poco entreabiertos, manaba una sonrisa de bondad: era alto, bien proporcionado de miembros, y el traje negro de seda que caía hasta sus piés, le daba el aspecto religioso de una de esas obras maestras de escultura que suelen verse en los altares e los templos. Celeste, habituada a la oscuridad, pudo notar bien la fisonomía del sacerdote y reconocerlo; pero como él venía de la calle, sólo podía distinguir en la oscuridad del calabozo una forma blanca que, envuelta en un sudario, lo esperaba en la puerta de esa tumba.

Al cabo de un gran rato de silencio, pues Celeste no podía pronunciar una palabra, y el eclesiástico, conmovido, tampoco hallaba por donde comenzar, el carcelero que había servido de guía dijo con respeto:

- ¿Es esta la mujer a quien deseaba usted hablarle, señor cura?

El padre se acercó al oído del carcelero, le dijo algunas palabras, y éste se retiró inmediatamente, apartando también a varias presas que por curiosidad se habían acercado. Celeste y el clérigo quedaron solos. Acostumbrada más la vista del padre a la oscuridad y abierta totalmente la puerta, pudo notar las paredes carcomidas y llenas de agujeros, el suelo húmedo, la atmósfera mortífera del separo; y con voz pausada y aparente calma, preguntó a Celeste:

- ¿Aquí has estado, hija mía?

- Aquí, señor, -respondió Celeste.

- ¿Muchos días?

- Años, según creo.

- ¡Pobre muchacha! -murmuró el padre, y luego dirigiéndose a Celeste, continuó: - Habrás perdido acaso la memoria: ¿me conoces?

- Al momento os conocí: vos contuvisteis a los soldados que me daban de golpes, ¿no es verdad?

- Es verdad; pero entonces recordarás que no hace años, sino días que te hallas en la cárcel.

- Ah, sí, días; pero cada día es un año, un siglo para mí, señor.

- ¿Recuerdas que te prometí venir a verte?

- Sí. señor.

- ¿Me aguardabas?

- Sí, señor, hasta hoy.

- ¿Cómo?

- Mañana acaso habría sido tarde.

- ¿Por qué, hija mía?

- Porque mi desgracia quiere que no me hayan sentenciado a muerte, que era mi sola esperanza, y me dicen que estoy condenada a diez años de cárcel. ¡Diez años de cárcel! ¿No os parece, señor, que diez años de cárcel serán diez años de lágrimas, diez años de martirios, diez años de desesperación? ¡Oh! -prosiguió sollozando,- no soy tan pecadora, para que Dios me abandone y me castigue con tanto rigor.

- ¿Y querías fugarte acaso?

- No, fugarme no, pero ...

Celeste enseñó el puñal al padre.

- Con razón, -dijo el padre en voz baja,- tenía yo una inquietud mortal; si hubiera dilatado un día más, habría ganado Satanás un alma, y el cielo perdido un ángel.

Luego, dirigiéndose a Celeste, le tomó la mano, y con voz llena de dulzura le dijo:

- Pero, hija mía, tú has desconfiado de la misericordia de Dios. ¿No sabías que yo te había prometido venir a consolarte al menos?

- He sufrido y sufro tanto, que me creía olvidada de Dios y de todo el mundo.

- Eres muy desgraciada en efecto: la noche del día en que te pusieron presa, caí enfermo, y una calentura me ha tenido postrado en el lecho; pero he pensado en tu suerte continuamente, hija mía, y he venido a tiempo, ¿no es verdad? ¿Crees ahora en la misericordia y en el auxilio de Dios?

- ¡Oh! sí, sí, -exclamó celeste, bañando con su llanto las manos del padre.

- Ven, ven hija mía: este calabozo está muy lóbrego, y los hombres son en efecto muy crueles.

El padre llevó a Celeste al cuarto de la presidenta, y ordenó que los dejaran solos: el clérigo la miraba con atención, y apenas podía creer que fuese la misma muchacha que pocos días antes había visto; tanto así había cambiado.

- Ahora, Celeste, desahoga tu corazón conmigo, le dijo el padre, haciéndola sentar en una silla, y tomando él otra: si has cometido faltas, soy el representante de Dios en la Tierra, y te las perdonaré todas; pero ofrece, hija mía, estos sufrimientos a Dios: la desconfianza y la desesperación serían un nuevo crimen, que te cerraría la puerta del cielo, después de todo lo que has sufrido en la Tierra. Este mundo no es más que un valle de lágrimas, donde sólo se cosechan penas que, si las sufrimos con resignación, son el tesoro que ponemos en el cielo, para el fin de nuestra vida.

Las palabras dulces y religiosas del clérigo producían una viva impresión en el alma de Celeste, quien recordaba a Arturo involuntariamente, porque en su ignorada vida de dolores y de infortunios, sólo dos hombres habían comprendido sus penas y hablándole un lenguaje que, como un bálsamo, bañaba las heridas del alma.

- Así, hija mía, así, -dijo el clérigo, mirando que las lágrimas goteaban en los pobres vestidos de la muchacha,- nos es permitido llorar, pero no entregarnos a la desesperación.

- ¡Ah! -dijo Celeste interrumpiendo sus palabras con los sollozos, sólo usted y el Sr. Arturo se han dolido de mi desgracia.

El padre se quedó un momento contemplando a Celeste, y como ocupado con un solo pensamiento, dijo en voz baja:

- Sí ... sí, con sus mismos ojos, su misma voz, su mismo semblante, extenuado y pálido. ¡Oh qué memoria!

Celeste contuvo su llanto, y temiendo mortificar al eclesiástico, quiso sonreir.

- Como ella, como ella, tan resignada y tan buena, -murmuró el padre en voz baja.

- Acaso os molestaré, -dijo Celeste tímidamente;- pero no lloraré ya: todo puedo hacerlo, menos olvidar a usted y al Sr. Arturo, que me han hecho tantos beneficios.

- ¿El Sr. Arturo? -dijo el eclesiástico, poniéndose un dedo en la boca;- ¿y quién es el Sr. Arturo, hija mía?

- El Sr. Arturo es un caballero, -contestó Celeste con la mayor ingenuidad,- que quiso hacerme muchos beneficios, y por cuya culpa estoy aquí ... aunque no fue esa su intención.

- ¡Cómo! explícate, -repuso el clérigo,- porque esto necesita explicación; pero háblame la verdad.

- Pues la verdad digo, -contestó Celeste;- si no me hubiera dado el fistol, no estaría yo aquí.

- ¿Dices que te dió un fistol?

- Sí, señor, y que valía mucho dinero, según creo.

- ¿Y conocías antes a ese Arturo?

- Nunca lo había visto, hasta un día en que estando mi padre y mi madre enfermos, salí, y ...

- ¿Y qué hiciste, criatura? -interrumpió el padre alarmado.

- Pedi limosna, -dijo tímidamente Celeste, cubriéndose sus mejillas de un ligero tinte nácar.

- ¡Ah! -exclamó el clérigo respirando.

- El señor me dió limosna, me siguió, entró a mi casa, comprendió que no era yo una mujer perdida, y me dejó prendido en mi rebozo un alfiler de brillantes que tenía en su camisa.

- ¿Dices la verdad, muchacha? -preguntó el clérigo, mirando fíjamente a Celeste.

- La verdad, como a Dios se la diría.

El clérigo vió en su tranquila y franca fisonomía, que en efecto no mentía, y comenzó a creer en su inocencia.

- ¿Y este joven no volvió a verte? ¿no te citó para alguna conversación? ¿no te dijo palabras amorosas?

- ¡Oh, no, no! -dijo Celeste con un profundo acento de dolor.

- ¡Pobre muchacha! -murmuró el eclesiástico; y luego, dirigiéndose a Celeste, continuó: - Y dime, ¿tenias amistad con las vecinas de tu casa?

- Ninguna, padre; permanecía sola en mi pobre cuarto, porque su trato no me agrada. Cuando con el dinero que el Sr. Arturo dejó a mi padre compré alguna ropa, una de ellas entró a indagar de dónde adquirí estas cosas, y yo no le dije la verdad, porque no me hubiera creído.

- He aquí la envidia y la calumnia haciendo su oficio, -dijo en voz baja el padre.

- Cuando el alcalde me prendió, yo no pude decir nada, porque estaba fuera de mí.

Celeste refirió al padre toda la escena de la prisión, conforme la sabe el lector, y el eclesiástico, conmovido ya, tuvo que voltear la cara y al disimulo enjugarse los ojos con su pañuelo.

- ¡He aquí la justicia del mundo! -exclamó, volviendo a poner su rostro sereno para disimular su emoción.

- ¡Oh, sí, mucha injusticia, señor! -dijo Celeste;- yo no soy ladrona; nunca, nunca, ni aun para dar la vida a mis padres habría robado a nadie.

- ¿Pero cómo, hija mía, siendo inocente, has confesado crímenes en tus declaraciones?

- ¿Y qué sabe una mujer pobre, desvalida, ignorante como soy yo, para poderse defender?

- Pero si al menos hubieras dicho la verdad al juez, tu causa no estaría tan mala, pues según me he informado antes de entrar a verte, todas las pruebas están contra tí ...

- Mis martirios han sido tan crueles, que deseaba yo que se terminaran.

- ¿Pero cómo? ...

- Con la muerte.

- ¡Oh -dijo el padre, dejando a sus labios una amarga sonrisa,- pobre Celeste, te figuras que morir es un asunto tan sencillo: en este país a las mujeres muy rara vez las castigan así.

- Eso me han dicho, señor -contestó tristemente Celeste,- y mi sentencia será vivir diez años aquí, ¡aquí en este infierno!

- Pero vamos al caso: ¿Sabes dónde vive Arturo? Podré verlo; y si él declara la verdad, entonces saldrás libre.

- ¡Libre! ¡libre! -exclamó llena de alegría Celeste.

- Sí, libre, ¿y por qué no? -dijo el clérigo.

- ¡Libre! ... ¿y para qué? -continuó Celeste con abatimiento.

- No te comprendo, -interrumpió el padre asombrado.- ¿Con que te pesaría salir en libertad, recobrar tu honor y vivir considerada y amada de las gentes?

- ¡Amada! ... no tengo quien me ame.

- Vamos, Celeste, sé racional; dime dónde vive ese caballero: no puedo, ahora que casi tengo certeza de tu inocencia, estar conforme con que permanezcas en esta inmunda prisión, en compañía de tantas criminales. La misión que tengo en la Tierra es la de socorrer a los desvalidos y remediar sus penas, si es posible. Dios, al redicar su divino Evangelio, nos dió el ejemplo, y por eso los sacerdotes somos sus representantes en la Tierra.

Celeste alzó sus ojos y miró al eclesiástico con una indefinible expresión de reconocimiento.

- Vamos, muchacha, -le dijo éste con dulzura,- no seas caprichuda: ¿dónde vive ese señor?

- Recuerdo que en la calle de ... Pero es inútil, no lo veáis.

- ¿Por qué?

- Porque le he mandado una carta que me escribió Macaria, y no me ha contestado, y ya no querrá verme más: creerá que soy una mujer indigna de él.

- Es menester no desesperar del remedio, hija mía: este negocio lo tomo por mi cuenta, y desde hoy te prometo no abandonarte.

Celeste tomó las manos del padre y las llevo a sus labios.

- Ahora, hija mía, ¿me otorgarás un favor?

- Lo que queráis, señor.

- Ya te oí como un amigo; quiero escucharte ahora como un confesor. ¿Deseas tranquilizar tu conciencia?

- Con mucho gusto, señor.

Celeste se arrodilló ante el clérigo, y el amigo se convirtió en juez severo; pero tanto el amigo como el juez, o más claro, el caritativo eclesiástico, salieron convencidos de que los padecimientos de Celeste eran debidos a una de tantas injusticias que se cometen en los tribunales con todas las apariencias de legalidad y de justicia; y por consiguiente, se propuso no descansar, hasta conseguir la libertad de su protegida. Había también un motivo secreto de simpatía que arrastraba al eclesiástico, y que más adelante lo sabrá el lector.

Cuando el bondadoso clérigo se retiró, Celeste quedó como recogida en sí misma, resignada, quizá felíz en aquel breve instante. Le pareció que el ángel de su guarda había venido a visitarla y abierto de par en par las rejas de la prisión.
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