Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosegundo Capítulo vigésimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOTERCERO

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LAS NOVELAS DE RUGIERO

EL FAMOSO ARGENTON

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- Imposible de conciliar el sueño, -dijo Arturo después de un rato, levantándose del sillón y paseándose por el cuarto.- De todas las muchachas que han asistido a la tertulia, -continuó, como si platicase con su compañero que roncaba,- la que más ha llamado mi atención es Florinda; ¡qué guapa mujer! ¡con qué arte y gracia baila! y ¡qué ojos que despiden fuego! pero de ese fuego que quema el chaleco, la camisa, el pecho y hace cenizas el corazón. Quizá será la champaña y el ponche que hemos tomado, pero me siento con valor para desafiar, para aniquilar a ese infelíz marido de Florinda. ¡Qué ganga! muchacha bonita y con dinero, como dicen aquí en México. No le falta al dueño de esa encantadora mujer más que la gloria eterna. ¡Cuidado! que yo he visto en Londres muchachas bonitas, la que vivía cerca de mi colegio, por ejemplo, y que me desveló más de una noche, porque de veras, la quería, pero como Florinda ninguna. Qué sé yo qué cosas dijo el empleadillo, pues no fijé bien mi atención, pero no sería remoto que emprendiese yo una tentativa ... Como este Rugiero dice que sabe las historias de todo el mundo, será preciso que me cuente algo de Florinda, y si es una novela, lo mismo da. Todo es novela en este mundo, mejor dicho, todo es farsa en este mundo. Bretón de los Herreros tiene mucha razón. Despertemos a Rugiero, y si se enfada, tanto mejor, de algún modo se ha de concluir la noche.

Rugiero, acostado boca arriba, con las dos manos cruzadas sobre el pecho, continuaba roncando, pero se le figuraba a Arturo que tenía los ojos abiertos y que lo miraba de una manera extraña. Tuvo miedo y esto lo decidió más a despertarlo.

- ¡Hola! Rugiero, -dijo removiéndolo:- es preciso que me contéis alguna de esas historias; me lo habéis prometido; levantaos.

- ¡Qué ocurrencia! -contestó Rugiero levantándose poco a poco:- despertar a un hombre cansado de bailar, de jugar al tresillo y tocar el piano, cuando precisamente soñaba con Florinda.

- Pues yo soñaba despierto con ella, os hablaba de ella, -contestó Arturo,- sólo que estábais dormido, aunque me parecía que teníais los ojos abiertos. He tenido miedo.

- Es mi costumbre, yo tengo un diablo de naturaleza, y quizá por eso nadie me comprende. Lo mismo duermo con los ojos abiertos que cerrados. Es muy posible que os haya mirado como si hubiese estado despierto, pero vamos ¿qué queréis?

- Pasar el rato de la noche en agradable conversación, -le contestó Arturo,- y oir las historias que me habéis prometido, por lo menos la de Florinda. Me interesa mucho, es una guapa muchacha, casi puedo deciros que estoy enamorado de ella.

Rugiero sonrió:

- ¿Y Aurora? ¿y la jalapeña?

- ¡Bah! Ni quien se acuerde de ellas. La una es una verdadera inocente que haría bien su mamá de ponerla en el Colegio de las Niñas para que siquiera aprendiese a bordar, la otra una coqueta, sí una coqueta ... ¿pero habéis visto un ente más repugnante que ese D. Gustavo que dicen ... que probablemente se casará con ella?

- Pues ese D. Gustavo, tal como lo véis, es el ídolo de todas las muchachas de México. Se lo arrebatan como quien dice.

- ¡Qué mujeres! pero no nos divaguemos. Vamos a hablar de Florinda, que era la reina de la tertulia.

Arturo volvió a encender el ponche, y los dos amigos se sentaron cómodamente en los sillones. Rugiero tomó la palabra.

- Cuando vos queréis una cosa, es imposible resistir, así soñoliento y todo, voy a contaros algo de esa bella mujer que tanto os ha interesado, y que por cierto no es lo que dice ese empleadillo, que trata de hacerse el francés y que se figura que todas las muchachas se mueren por él.

Al padre de Florinda la fortuna lo hizo muy rico. Tenía una barra en las minas de Rayas y de Valenciana en Guanajuato, y cuando se encontró la bonanza, un río de plata corrió materialmente, y fue uno de los más aprovechados, compró fincas, impuso dinero a réditos sobre valiosas propiedades y se formó una renta segura. desgraciadamente no disfrutó mucho tiempo de su fortuna. A los dos años murió, dejando a su viuda un capital redondo y de fácil manejo y una hija de dieciséis años, fea tal vez, pero le bastaba su edad para que pareciese bonita e interesante.

- ¿Pues qué, le habéis conocido hace años? -interrumpió Arturo.

- Conocí mucho a su padre en mi segundo viaje a México, tuvimos muchos negocios, y cuando iba yo a su casa, nunca dejaba de hacer caricias a Florinda, que era muy niña, y de regalarle algún juguete, y os aseguro que era fea entonces. Ahora no hay necesidad de hacer su descripción, la acabáis de ver.

- Pero es muy singular, Florinda es ya toda una mujer hecha y vos no sois tan viejo.

- ¡Ah! más de los que pensáis. Casi tengo la misma edad que el viejo padre Adán cuando salió del paraíso con vuestra madre Eva, porque yo tengo otro padre y otra madre.

- Siempre de broma, -le dijo Arturo,- y queriendo hacer creer que sois el diablo.

- Estoy bien conservado, -le contestó Rugiero,- me cuido más que vos, y sobre todo de ninguna mujer estoy enamorado. Esto es todo, y no séais malicioso.

Al decir esto, hizo una caricia en el hombro a Arturo y éste se estremeció como si hubiese tocado una máquina eléctrica.

- Vamos, no hay que alarmarse, a la única mujer que he amado, es a la madre Eva, no me correspondió y la tenté. Sin esa aventura, vos no estaríais aquí. Continuemos la historia.

Cada chanza de estas hacía una impresión profunda en Arturo, aunque en el fondo creía que Rugiero lo trataba como a un chiquillo y quería divertirse con él. Disimuló, se acomodó bien en el sillón, bebió otra copa de ponche y dijo con mucha tranquilidad.

- Espero que el amante de nuestra madre Eva no interrumpirá ya la historia de mi adorada Florinda. Continuad.

Rugiero tomó a su vez otra copa de ponche, brindaron a sus amores futuros y prosiguió.

- La madre de Florinda era una mujer sólida, de las que hay pocas en México. El día mismo que se cumplían las rentas de las casas, o los réditos de las escrituras, enviaba el recibo, y si no le pagaban, mandaba poner su coche y ella misma iba a cobrar, a veces con palabras un poco duras que le ocasionaban disgustos que la postraban dos o tres días en cama. Desconfiada hasta el extremo, cerraba todos los armarios y roperos, sólo del ama de llaves tenía confianza. Económica hasta la mezquindad, reñía constantemente a la cocinera por el precio de la carne y del arroz, y todo le parecía malo y caro. Jamás daba ni un real de limosna ni directa ni indirectamente, y sucedía que a infelices inquilinos que se atrasaban dos o tres meses de renta, les hacía sacar los muebles o los obligaba a venderlos en el baratillo para cobrarse dos o tres pesos. Tenía por necesidad un abogado, pero de esos abogados ramplones que aceptan negocios de a doce reales. Ajustaba de antemano los honorarios y no firmaba ningún papel sin leerlo dos o tres veces. Cristiana y creyente como cualquiera, cumplía con oir su misa cada ocho días, procurando que fuera de padre dominico, que era más corta, y de noche persignaba todas las puertas para que Dios no permitiese que entraran los ladrones, y se acostaba, como dicen, en pelo, sin rezar la Magnífica, como generalmente acostumbran las señoras de esta tierra. Con esto y una fisonomía dura y descolorida, un entrecejo fruncido y un andar grave y pausado como si fuese una sombra empujada por el viento, la Sra. Da. Agustina era la persona más desagradable y antipática.

Tratándose de su hija, era otra cosa, no economizaba gasto ni molestia para que se presentara en público más elegante, más llena de alhajas que todas las muchachas de México.

Florinda llamaba la atención y causaba envidia a las mujeres y despertaba deseos en los hombres.

- Hija, -le decía a Florinda,- mañana es la famosa kalenda de D. Basilio Guerra en Santa Clara, y es menester que cantes una aria o un dúo. Hace quince días que te lo dije ...

- Pero mamá, si no la he ensayado ...

- Bien, bien, no cantarás, pero irás mejor vestida que todas las que canten. Es menester que te vean, porque alhaja que no es vista no es apreciada. Tú, la verdad, no eres bonita; más bien dicho, eres fea, la boca ... quizá tiene alguna gracia ... como la mía, cuando era joven ... el pelo abundante y fino, como el mío también ... todavía lo conservo ... manos chiquitas, aunque muy gordas y esto es todo ... no te alucines, pero la compostura y las alhajas suplen lo que te falta. A las diez hemos de salir de casa y la costurera traerá esta tarde el vestido de terciopelo negro que le diste a componer y que te sienta tan bien.

La señora abría un armario y sacaba alhajas y más alhajas que eran distribuidas en el peinado, en el pecho, en los dedos y en los pulsos de Florinda.

El Jueves Santo, con un traje de terciopelo granate y una rica mantilla blanca española, que era el supremo lujo, recorrían madre e hija las Siete Casas, y generalmente regresaban a la suya con una cauda de jóvenes que las seguían, es decir, que seguían a Florinda, que deslumbraba materialmente, y que, fea, como decía la madre, estaba espléndida, garbosa, simpática, cuando salía de su tocador y ostentaba en la calle su instintiva coquetería.

No había festividad religiosa a la que no concurriesen. La gran función de la Catedral el día de San Pedro, las tres horas en la Profesa, las Siete Palabras que con tanto lujo religioso hace el Dr. Aguirre en su curato de San Miguel. Al paseo de Bucareli los domingos y al teatro una o dos veces al mes o al beneficio de alguna actríz célebre. El palco, sin embargo, lo pagaba la señora todo el año y el coche estaba puesto en la cochera desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, aunque nadie se sirviese de él.

Después de la comida y cuando se servía el café y los criados se retiraban, era frecuente que la madre y la hija permaneciesen de sobremesa platicando casi de una misma cosa. De casamiento y de la maldad y falsía de los hombres. Cuantos conocía Da. Agustina le parecían despreciables.

Y sin embargo, continuaba:

- Es preciso que te cases. Yo, como quien dice, estoy jurando en falso, y ¿qué harás tú sola el día que yo te falte? Tú no has salido a mí, y ya debías haber aprendido a gobernar la casa; pero nada, gastadora y antojadiza, para comer, sólo en postres y pasteles para tí, se gasta más que lo que importa el resto de la comida. Tú perdonarías la renta a todos los inquilinos que te vienen a llorar, y que no son más que unos tramposos ... ya me has puesto en compromiso y por tí se perdieron siete pesos el mes pasado en la vivienda baja de los Arcos de Belén. Con estas cualidades y tu candor y tu buena fe, pronto te quedarás sin tener que comer, yo no lo deseo y debes suponer que, como madre te quiero, pero es menester que te cases.

- Pero mamá, -contestaba la muchacha,- ¿cómo me he de casar si no amo a nadie?

- Dios me libre que tú amaras a alguno. No te volvería a ver: te encerraría en un convento. Precisamente, por eso te debes casar, porque no amas a nadie. Bendito sea Dios que te ha preservado de semejante mal. ¿Pero de verdad no amas a nadie? -le interrogó doña Agustina frunciendo más el entrecejo.

- A nadie, a nadie. Ese pobre muchacho Luis Cayetano tan fino conmigo, que me adivina los pensamientos ...

- ¿Luis Cayetano? ... ni pienses en eso. Un muchacho, un verdadera muchacho que además no es de tu condición. Tú eres rica. Estamos relacionados con toda la aristocracia de México ... no faltaba más, que un pelagatos ... Verdad es que nos sirve mucho y que es honrado ... pero ni pensarlo ... un triste agente de negocios.

- Pero será dentro de poco abogado. El me lo ha dicho. Estudia todas las noches hasta la tres o cuatro de la mañana.

- ¿Será posible que tú te hayas fijado? ...

- Ni por pienso, -contestó Florinda con mucha tranquilidad.

- Desengáñate, -continuó la madre.- Es necesario que te cases con un hombre rico, muy rico. No nos falta qué comer, gracias a Dios, pero el dinero, el dinero es el todo en la vida, el dinero nunca sobra, y después, se gasta tanto: el coche y las cocineras que desperdician un caudal y los criados y tus trajes, tus trajes sobre todo. Seiscientos pesos he pagado en los Tres navíos por el que llevaste a la kalenda ... ya ves ... y además ya te lo he dicho, tú eres fea. Una eres cuando te acabas de levantar y otra cuando te pongo mis alhajas.

- ¿Pero a qué, interrumpió Florinda con visible desagrado,- estarme repitiendo todos los días que soy fea? Dios me hizo así, no lo puedo remediar ...

- No, no te enfades: lo de fea viene a lo que voy a decirte, pero nunca me dejas acabar.

Ninguno te ha de querer de buena fe, aunque fueses la diosa Venus.

- ¿Pero por qué?

- Porque eres rica, y las ricas tienen esa desgracia; las quieren por su dinero y nada más. Que se graben mis palabras, no es tu corazón sino en tu cabeza. El matrimonio es una cruz, y así lo tiene, según dicen, declarado la Iglesia. Si tu padre no hubiera sido rico, habríamos sido muy desgraciados, y tú hoy estarías viviendo en una mala casa de vecindad y tú y yo cosiendo ropa de munición, sirviendo como de esclavas a esos contratantes de vestuario que materialmente se hacen ricos con la sangre de las infelices. Desde que me casé tu padre me puso coche, palco en el teatro y lumbrera en los toros; bien vestida, bien comida y bien paseada, él se iba por su lado, yo por el mío y ni un sí, ni un no, tuvimos en nuestro matrimonio. Ya te casarás o yo te casaré, pero con un rico, muy rico, si es feo o bonito, nada importa, todos los hombres son feos y al mes de casada, todos son también iguales ... es decir insoportables. Al menos un marido rico gastará su dinero y no el tuyo, pero un pobre ... un pobre, mejor te quisiera ver muerta, o monja. Estos señoritos que vienen de visita no dan fuego ... ¿que nada te dicen?

- Nada mamá, ni una palabra.

- ¡Qué juventud la de México! para nada sirve. Los unos verdaderos trapalmejas, atizbando a las muchachas ricas, y los ricos andando tras de ordinarias y costureras. Se envejecen sin pensar en nada de formalidad.

Estos y otros argumentos formaban los más días el platillo de las conversaciones entre la madre y la hija. A esto añadía Da. Agustina una vigilancia; interrogaba frecuentemente a los criados con su ceño duro y su voz decisiva. Registraba las cómodas y roperos de Florinda, y cuando salía con ella, no descansaba disimulando cuanto podía, al hacer una continua observación, ya de las miradas de la muchacha, ya de los diversos pisaverdes que no cesaban de seguirlas y acompañarlas desde lejos hasta su casa, cuando regresaban de esas funciones solemnes de las iglesias de México, a donde casi nunca dejaban de concurrir.

En la casa de Da. Agustina no había tertulias, ni bailes, con excepción del día de cumpleaños de Florinda, pero no pasaba semana sin que recibiera las visitas de esta o de la otra familia, de esas que se llaman ellas mismas aristócratas, y los domingos alguna que otra amiga se quedaba a comer, y por la tarde iban en coche al paseo y en la noche a la ópera o a la comedia, pero ninguna amiga íntima, ninguna relación sólida. Todas eran, como se dice, visitas de cumplimiento. En las noches, de ocho a diez, solían frecuentar la casa algunos jóvenes de buenas familias, platicaban de los cómicos, del aire frío, del calor, y aún hablaban mal del prójimo, pero todas verdaderas simplezas; añadían tal vez una ojeada sin consecuencias y un pequeño apretón de manos al despedirse, con mil caravanas y monerías. No daban fuego, como decía Da. Agustina.

¿Florinda era felíz, estaba contenta con la posición y con el sistema de vida que le había impuesto la madre? De ninguna suerte; la pasaba, así, así, como quien dice. Halagaba, en verdad, su amor propio, el que la siguieran en la calle, que la mirasen con atención en las iglesias, que dijeran en sus oídos las palabras hermosa, encantadora, divina, y en efecto, se las decían los que la encontraban, no importa que fueran viejos o jóvenes, pobres o ricos. Se la quedaban mirando con una especie de asombro, porque es necesario advertir, que cada semana, cada mes, cada año que pasaba, no era sino para operar una especie de transformación. La madre, que todos los días le decía que era fea, concluyó por callarse y reconocer que su hija era, no sólo bonita, sino hermosísima. Yo, que la ví dos o tres años después, ya desarrollada, y con todo el vigor y el atractivo de la mujer, trabajo me costó reconocerla, y así se lo dije a doña Agustina, que ya había enviudado, y con la cual tenía que concluir algunos asuntos comenzados desde el tiempo de su esposo.

La cuestión de los novios y del casamiento de Florinda era para Da. Agustina cuestión de vida o de muerte. Tan pronto como se presentaba un candidato en la casa, y no dejaban de presentarse, llevados por los señoritos de la aristocracia, con quien conservaban relaciones, indagaba quiénes eran sus padres, cuántos hermanos eran, cuánto tenía el padre, o la madre, o el tío. Con estos datos, formaba a sus solas la cuenta de cuánto le tocaría de herencia o con qué dinero contaría de pronto, al tiempo de casarse. Si los informes eran satisfactorios, toleraba la visita y aún se fingía dormida en un rincón del sofá, para que pudiesen, Florinda y el galán, decirse algo de amor; si por el contrario, se cercioraba de que todo era bamboya y oropel, fruncía más y más el ceño, y concluía por espantar el moscón y hacer que abandonara la empresa. Florinda, simplemente, tontamente se divertía, pasaba la noche, pero no se interesaba su corazón, y cuando daban las diez, o cuando más las once de la noche y las visitas se retiraban, y el salón quedaba vacío, daba un frío beso en la frente a su madre, y se encerraba en su recámara, fastidiada, triste, nerviosa, diciendo:

- ¡Qué tontos, qué fatuos! creerán que me engañan, me quieren por mi dinero. Mi madre tiene razón. ¿Qué haré mañana? ¿en qué pasaré el día? ¡Bah! no me acordaba, hay función en la Capilla del Rosario. Llevaré mi mantilla francesa, mi vestido de gro negro, las medias caladas, los anillos de zafiros ... y así se dormía penosamente, sin ilusiones, sin esperanzas, sin los goces naturales y espontaneos de la juventud. Da. Agustina le había secado completamente el corazón.

Hemos oído que Florinda, en una de sus conversaciones, nombró a un Luis Cayetano. veamos quién era. Su padre, abogado de los que no tienen la fortuna de patrocinar mineros en bonanza, o casas extranjeras que pagan bien, o de hacer la hijuela de una complicada testamentaría, que les vale veinticinco o treinta mil pesos, apenas ganaba su vida demandando a inquilinos, drogueros, y patrocinando indios de los pueblos, que pagaban los honorarios con gallinas y verduras. Da. Agustina se había valido varias ocasiones de él para echar a la calle a pobres inquilinos, cuya renta era de tres o cuatro pesos al mes. Este viejo abogado, viudo, tenía dos hermanas, la una, monja de la Enseñanza, la otra, ama de llaves en la casa de Da. Agustina, señora honrada, económica y sufrida, con la que estaba muy contenta la terrible Da. Agustina, porque le sufría sus regaños y soportaba su entrecejo. Luis Cayetano estudiaba como externo en San Juan de Letrán, y entre tanto concluía su carrera de abogado, se dedicó a la profesión de agente de negocios, y logrando la confianza de buenos clientes, ganaba ya, no sólo para mantenerse y vestir bien, sino para auxiliar a su padre. Inclinado también a la poesía y a la literatura, solía publicar en los periódicos un soneto, unas décimas y hasta una novelita sentimental, y no del todo mal escrita. Bien relacionado por su misma profesión, había tenido tacto para ganar la confianza de personas de cierta importancia, y visitar casas de algún viso. Los negocios que el padre tenía con Da. Agustina, y el ser su tía la verdadera ama de la casa, pues la gobernaba, introdujeron, naturalmente, a Luis con Da. Agustina. No abusaba, cada una o dos semanas hacia su visita de media hora, se portaba con seriedad y compostura, y fue ganando la estimación de la familia, y él, un poco poeta, de imaginación viva y aspirando a grandes alturas, fue poco a poco, sin intención determinada, sin saberlo quizá, enamorándose de Florinda, hasta concebir una pasión loca, pero se guardaba bien de no mostrarla ni de lejos, pues temía ser rechazado por Florinda, y arrojado de la casa por la ceñuda Da. Agustina. Así estaban las cosas, cuando repentinamente, y como caído del cielo apareció en México un D. Pablo María de Argentón. Era más bien un hombre hecho y derecho que no un joven, pero un hombre guapo, elegante, con voz campanuda, con maneras audaces y desembarazadas, con una grande apariencia de riqueza. Se decía de Chihuahua, donde tenía varias haciendas, que aunque invadidas en cada invierno por los indios comanches, siempre le daban cada año unos treinta mil carneros, que vendía en México (baratísimos) a un peso, y quinientas mulas (regaladas) a cuarenta pesos. Era una bonita renta de cincuenta mil pesos, que se proponía gastar en la capital, en francachelas con los que quisieran ser sus amigos. Todo el mundo quiso, naturalmente, ser su amigo, y pronto se le vió del brazo de Pepe Uraga, Pepe Miñón, Pancho Ribeau, Barberi, los Suárez, Ibarrola y todo el resto de elegantes y calaveras de moda. Carretela con cuatro caballitos blancos, palco en el teatro, una buena casa en el Callejón del Espíritu Santo, ropa en casa de Urigüen, paseos y diversiones de bueno y de mal género. Argentón por aquí, Argentón por allá, no se hablaba de otra cosa. Los maridos estaban con la barba sobre el hombro, las muchachas se desvivían por conocerlo. Un domingo, Argentón, dió un día de campo en Panzacola, casa vieja, situada en la entrada de San Angel, pero con una huerta y jardín magníficos. D. Manuel Barrera puso dos mil onzas de monte y Argentón dió la comida. Canastos de frutas variadas, más de diez platos diferentes, pollos y pavos con profusión, champaña como si fuera agua tomada del río. Las bodas del rico Gamache, como dicen los franceses. Luis, que fue uno de los convidados, se sentó, por casualidad, en la mesa de juego junto a Argentón. Luis, que no era jugador, comenzó a apostar con timidez media onza y ganó muchos albures, sin aumentar la parada. Argentón, que observó la buena vena de su compañero, apostó a su oreja, como dicen los jugadores, y jugó a la dobla. Cuando se levantaron, Argentón había ganado ochocientas onzas, y Luis apenas veinticinco o treinta, pero esto bastó para que trabaran una estrecha amistad. Desde entonces Argentón y Luis eran inseparables, y esta estrechez se fundaba también en que Luis prestaba al elegante caballero multitud de pequeños servicios. Le compraba los más exquisitos puros, le proporcionaba criados y mozos honrados, sabía donde se vendían los mejores caballos y carruajes; era su mano derecha.

En las visitas que hacía Luis a casa de Florinda, desde que llegó Argentón a México, no hablaba más que de él. Argentón era muy guapo, más bien parecido que Uraga. Argentón era muy rico, riquísimo. Las haciendas le producían cien mil pesos cada año. Argentón era, además, todo un caballero, generoso, amable y atento con las damas; no había, en una palabra, otro como él. Doña Agustina desarrugaba el ceño y abría tantos ojos; Florinda tenía una curiocidad invencible y toda la noche hacía preguntas distintas a Luis. ¿Cómo eran sus ojos? ¿era blanco o moreno? ¿se vestía con elegancia? ¿tenía novias o era casado? mil cosas más. Luis estaba encantado porque con ese motivo hacia valer su importancia y su buena posición social. Florinda lo trataba con particular agrado, y la madre, contra su costumbre, lo detenía hasta las once y media o doce de la noche. Luis concluyó por pedir permiso a la señora y a Florinda, para presentarles a Argentón, el que de buena gracia le fue concedido.

- Veremos qué casta de pájaro es ese Argentón, -dijo la madre, al retirarse a su cuarto,- quizá encontré ya el hombre a propósito para casarte.

- Veremos, mamá, pero falta que me quiera.

- Te querrá, ya no eres tan fea, te has compuesto mucho.

- ¿Y si no me simpatiza? ¿si no lo quiero?

- Eso ya veremos, y si no lo quieres, lo mismo da. Con tal de que sea tan rico como dice Luis, todo se arreglará.

La madre contenta, y la hija curiosa, se despidieron con más afecto que el de costumbre, y por primera vez durmieron un sueño más sabroso y más tranquilo.

A la siguiente semana, Argentón, fue presentado por Luis. Da. Agustina y Florinda lo recibieron con amabilidad y cortesía, como grandes damas que eran, pero con sociedad y reserva. Argentón, como liebre corrida, se condujo de la misma manera. La visita no fue larga. Luis, Argentón, Da. Agustina y Florinda, quedaron medio contentos, quizás disgustados.

Mientras duró esta ceremoniosa tertulia, Florinda y la madre observaron cuanto tenían que observar. La fisonomía del célebre galán, sin perder una arruga. El color de los ojos, la forma de la nariz, el tamaño de las orejas, el grueso de los labios, el vestido, el calzado, hasta el sombrero.

- Tiene las orejas un poco grandes, -dijo Florinda a su madre,- en el instante en que habiendo salido del salón de las visitas, quedaron solas las dos damas.

- Y los labios muy gruesos, -contestó la madre,- y es mala señal. Todos los hombres de labios gruesos son ordinarios y de mal carácter.

- Pero las manos las tiene pequeñas y los dedos afilados, y esto es señal de nobleza.

- La botas no tenían bastante lustre, -interrumpió la madre.

- ¡Bah! el polvo de la calle ... pero la camisa muy limpia y unos botones de brillantes primorosos.

- Dicen que es muy rico.

- Sí, es verdad, Luis me ha dicho que tiene muchas haciendas por tierra adentro.

- Ya es algo, -repuso la madre con indiferencia.

- A primera vista, no es posible juzgar.

- ¿Pero te simpatiza? -preguntó la madre.

- Hasta ahora me es indiferente, quizá con el trato ...

- ¿Pero vendrá otra vez de visita?

- De seguro, no advirtió usted, que al despedirse dijo: hasta el jueves tendré el placer de saludarlas otra vez.

- No me fijé ... en fin, veremos ...

- Veremos, -dijo también Florinda.

Luis, por sus ocupaciones, dejo tres días de ir a la casa. Era esperado con impaciencia, y por su parte, quería saber el efecto que había causado su ilustre amigo.

Al cuarto día, Luis, se presentó a la hora de costumbre. Las dos damas lo rodearon inmediatamente y en esa noche Da. Agustina no frunció el entrecejo.

- No nos parece muy amable vuestro amigo, -dijeron caso al mismo tiempo las damas,- y no deja de darse más importancia que la que merece. Es rico, prosiguió Da. Agustina que se había quedado con la palabra,- pero nada tiene de particular, porque acá, sólo vienen ricos, y cansada estoy de ellos: el único pobre que visita nuestra casa, es usted, Luis.

- ¡Señora!

- No lo digo por ofender a usted. Ya sabe que lo estimamos mucho, y bastaría que fuese usted sobrino de la ama de llaves, que es tan honrada y que maneja toda la casa como suya.

- ¡Señora! se tratará, por ejemplo, de echarme en cara ...

- ¡Dale! -le interrumpió Da. Agustina frunciendo un poco la frente,- le repito, que no es para ofenderlo, y si toma así mis palabras, imposible es que sigamos hablando.

- Perdone usted, señora, pero cuando uno es pobre ...

- Está usted perdonado, y ninguna culpa tiene usted en ser pobre, y si trabaja y se recibe de abogado, será tal vez rico, pero nada de eso hace al caso, lo que deseamos es que nos platique usted de su amigo Argentón.

- Lo que usted quiera, señora, -contestó Luis ya más tranquilo con las últimas palabras amables de la terrible Da. Agustina.

- ¿De qué familia es? ¿cuáles son sus parientes? ¿cuánto dinero tiene?

- Respecto de su familia no sé gran cosa, -contestó Luis.- Parece que es de una de las principales de Chihuahua.

- ¿Tiene muchos parientes? -preguntó Florinda.

- Una hermana casada con un minero inglés, y viven en Nueva York.

- No es malo, -dijo la señora.- Los parientes siempre estorban. Nosotros tenemos esa ventaja, Florinda y yo solas, porque los parientes de mi marido ni qué contar con ellos. Unos viven en Guanajuato, otros en Guadalajara ... qué sé yo, ni nos oyen ni nos entienden, sólo cuando necesitan algún dinero ... los míos, mis parientes quiero decir, todos murieron. Florinda, cuando se case, no llevará más que su persona y su dinero.

Luis se chupó los labios. Se le paseó un momento en su imaginación que Florinda, andando el tiempo, podría ser su mujer, pero disimuló y continuó su conversación interrumpida.

- Ningún otro pariente, así me lo ha dicho él, que me contó, precisamente anoche, toda su vida. ¡Oh es guapísimo, franco, caso cándido, como un niño, cuando se le trata de cierta manera. Se educó en Alemania, y vea usted qué cosa, no habla francés, y es, según dice, porque odia a los franceses, desde que el almirante Baudin bombardeó el Castillo de San Juan de Ulúa, por una reclamación de sesenta mil pesos de pasteles.

- Ese es un mérito, -dijo la señora,- pero, ¿por qué se llama Argentón? ese es un nombre medio francés.

- Eso no sé, -contestó Luis;- así se llamaría su padre y tal vez desciende de franceses.

- Más mérito entonces, -respondió Da. Agustina,- hace bien en no saber francés, pero todo esto importa poco. ¿Cuánto cree usted que tiene? con toda verdad, pues de dinero y calidad ...

- No lo sé a punto fijo, señora, creo que mucho, mucho, y le prometo a usted informarme y darle noticias.

- Hará usted muy bien, pero ... increible parece cómo se va el tiempo ... van a dar las doce de la noche.

- Faltan diez minutos, -dijo Luis, sacando, para lucirlo, un buen reloj, que con mil penas y en abonos semanales había comprado a Philips. Despidiose Luis, muy satisfecho, de la confianza que le dispensaron las señoras, y ellas quedaron muy contentas con los informes adquiridos.

Durante dos meses Argentón se presentaba invariablemente los jueves a las nueve de la noche en la casa de Florinda, y se retiraba a las once en punto. Cada vez, más amable, más atento, más franco en su conversación, pero sin pasar esos límites y sobre todo sin decir una palabra de amor a Florinda, algunas ojeadas, frases sentenciosas y preñadas de misterio, verdaderos oráculos para que fueran interpretados por Florinda. Con Da. Agustina muy marcadas atenciones. A los seis meses Argentón era ya de la familia, le había cortado el ombligo a Da. Agustina. Entraba y salía en la casa a cualquier hora, almorzaba, comía o tomaba chocolate; el caso era que nunca faltaba a la mesa. Si Da. Agustina le hacia tantos agasajos, él correspondía con usura. Si la señora tosía, inmediatamente le acercaba la escupidera; si un inquilino o un deudor tenía alguna dificultad, él se encargaba de allanarla sin necesidad de abogado; si estaba indispuesta no se separaba de junto a la cama, y se permitía hasta hacerle algunos papachos, que, según decía Da. Agustina, la aliviaban mucho y jamás habían podido hacérselos iguales, ni Florinda no la tía de Luis.

Uno de tantos días en que Da. Agustina guardó cama, a consecuencia de un resfrío, Argentón y Florinda estaban como de costumbre en la cabecera, adivinándole los pensamientos. se habló de riquezas, de intereses, de casas y de haciendas. Argentón aprovechó la oportunidad para dar a conocer su posición.

- Precisamente, -dijo- acabo de recibir cartas de mi tierra, las cosas no van tan mal por allá. de la hacienda de la Concepción han salido unas pastorías con diez mil carneros, que llegaran a México dentro de seis meses. De la hacienda de Guadalupe van a salir dos partidas de mulas hermosísimas de siete cuartas, esas sí, andan más aprisa que los carneros, y llegarán dentro de tres meses. De la hacienda del Pilar debe haber salido ya una partida de yeguas para la trilla, esas tienen que venir más despacio, para que no se maltraten, y no podrán estar aquí antes de cuatro meses, además tengo cinco mil cargas de maíz en la hacienda de los Remedios, y como diez mil de cebada en el rancho de Covadonga, (Argentón tenía tantas haciendas cuantas advocaciones de la Virgen se encuentran en el Calendario), pero con eso ni cuento, porque las semillas no se pueden realizar en México, porque cuesta más el flete que lo que valen, pero ya ve usted, mi respetable señora Da. Agustina, tengo como cien mil pesos en camino, mientras mi capital aquí, es lo que traigo en la bolsa, pero así nos sucede a nosotros los hacendados. A veces una riqueza en los trojes, y ni un peso en la caja.

Al acabar de decir con mucho aplomo las últimas palabras, Argentón sacó del bolsillo del chaleco unas ocho o diez onzas de oro y pasó un paquete de cartas a doña Agustina y a Florinda, para que las examinaran y conocieran las ininteligibles firmas de los administradores de todas las haciendas de las diferentes vírgenes. Las señoras apenas pasaron su vista por los sobreescritos y se las devolvieron.

- No, no hay necesidad de que leamos las cartas, -se presuró a decir Da. Agustina,- basta con que usted nos haya referido lo que contienen, pero lo esencial es, que no carezca usted de dinero, mientras llegan los carneros y las yeguas. Por beneficio de Dios, yo siempre tengo poco, un pico, diez o doce mil pesos en casa de Cortina Chavez, puede usted disponer de lo que guste.

- ¡Qué disparate! -interrumpió Argentón,- ni por pienso, eso sería una falta de delicadeza, gracias mil, gracias, muy reconocido, y como si recibiera los diez mil pesos. Lo puede usted creer, señora, y por otra parte, yo tengo aquí buenas relaciones, Martínez del Campo, Mackintoch. D. Lorenzo Carrera, Garay, cualquiera, no tengo más que presentarme y tener cuanto dinero quiera; pero ya ven ustedes, cuando uno es del interior, es necesario no dar su brazo a torcer con los mexicanos, que pican maliciosos; ya, ya se remediará todo, venderé las yeguas en cuanto lleguen a Zacatecas, se perderá algo en el negocio, mejor dicho, se dejará de ganar, pero esto no quiere decir nada, hay paño de qué cortar, mi querida Sra. Da. Agustina, entre tanto con lo que tengo, basta y sobra.

Al decir esto, sonó el oro que tenía en el otro bolsillo del chaleco, y se arrellanó en el sillón con un aire supremo de satisfacción y de grandeza. Da. Agustina y Florinda quedaron convencidas de que Argentón era el hombre más rico, si no de México al menos de Chihuahua.

Al despedirse, y ya muy andadas las doce de la noche, Da. Agustina estrechó la mano de Argentón, y le dijo:

- Si sus ocupaciones se lo permiten, venga usted un poco antes del almuerzo, hablaremos de un asunto; y si yo no me levanto de la cama, acompañará a usted Florinda a la mesa.

- Hasta mañana a las diez, -contestó Argentón,- no faltaré; nada tengo que hacer más que esperar mis yeguas y mis mulas, pero aun cuando tuviera el negocio más urgente del mundo, millones que se versaran, los dejaría por complacer a ustedes.

- ¡Qué hombre tan cabal y tan cumplido! -dijo doña Agustina.

- ¡Qué guapo y qué amable! -añadió Florinda.

Antes de las diez Argentón tocaba, al día siguiente, la vidriera de la recamara de Da. Agustina, que no se había levantado de la cama.

- No he podido dormir en toda la santa noche, señor Argentón, -dijo Da. Agustina, incorporándose y tomándole las manos,- siéntese usted y escúcheme, que quiero pedirle un gran favor.

- Mi vida, mis cuantiosos bienes, todo está a la disposición de usted, mi respetable Sra. Da. Agustina, -respondió Argentón, estrechándole las manos y arrimando en seguida una cómoda poltrona.

- Cada jueves y domingo me dan estos resfríos, -prosiguió la señora, recostándose en sus blancos almohadones- y el día menos pensado, el resfrío se me vuelve una pulmonía ... soy ya grande, y ... lo único que sentiría al morirme, es dejar a mis bienes abandonados, sí, mis bienes que tanto trabajo y tantas cóleras me han costado el conservar, y a Florinda sola y sin experiencia y sin mundo ...

Argentón dió un salto de alegría.

- ¿Le sucede a usted algo, Sr. Argentón?

- No, nada, -contestó Argentón reponiéndose,- sin duda un alfiler estaba en el sillón, pero no es nada.

- Descuidos de las criadas ... decía que un día u otro puede la muerte ...

- ¡Bah!, ni pensar en esas cosas tristes, señora, usted está todavía guapa, fuerte, hermosa ...

- Pero supongamos, nadie tiene la vida guardada, y mejor es hacer las cosas con tiempo ... vaya, se lo diré a usted de una vez, quiero que sea usted mi apoderado, que se encargue de todos mis asuntos, porque yo al fin, hago veinte muinas al día y usted me allana en un instante lo que yo puedo arreglar en un mes.

Argentón en esta vez no dió un salto, y sujetó a sus nervios excitados con tan agradables emociones. La sopita se le caía en la miel. Era lo que había procurado lograr, la cosecha que debía producirle seis o siete meses de paciencia y de humillaciones. La mano de Florinda vendría a encontrarlo más adelante. El había trabajado bastante, y la gentil muchacha estaba ya, si no apasionada, sí completamente alucinada. Argentón no tenía más rival que Luis Cayetano, los demás pisaverdes que aún frecuentaban la casa, jamás se habían atrevido a declararse, aterrorizados con el entrecejo de la terrible doña Agustina y sin posibilidad tampoco de casarse. Lo mejor que pudo, volvió de su enajenamiento el magnífico Argentón, y con voz solemne, dijo:

- Señora, lo que usted me pide, es quizá lo único que pudiera negarle, a pesar del inmenso cariño que profeso a usted, que profeso a usted, -repitió acentuando estas palabras.- No me gusta manejar caudales ajenos. El mío lo gasto, lo echo por la ventana, pero a nadie tengo que dar cuentas ...

- ¿Y quién le dice a usted que tendrá que dar cuentas? ... con que convenido ... no me desaire usted, no me niegue el único, y acaso el último favor que pediré a usted.

- Señora ... pero ...

- Pero, no hay que vacilar. usted mismo irá a buscar al Escribano, le daremos los puntos para que extienda a favor de usted un poder amplio. Mientras usted va y vuelve, me vestiré ... me siento mejor, almorzaremos con tranquilidad.

Argentón no esperó a que se lo dijera la señora dos veces, y bajo precipitadamente la escalera, embriagado, casi loco con la fortuna que se le metía en casa.

Al cabo de una hora, solemne, grave, reflexivo, como un hombre que ha tomado sobre si una responsabilidad, y que ha hecho un gran favor, se presentó acompañado del notario D. Ramón de la Cueva.

El almuerzo fue opíparo. Se sacaron de la despensa unas botellas de Jerez y de Champaña. Se refirió a Florinda lo que había pasado. Florinda aprobó todo lo hecho por la madre, bebió Jerez y Champaña y se embriagó, pero no con el vino, sino con lo que se embriagan los jóvenes sin experienca, con el casamiento.

Un mes después, Argentón era el verdadero dueño de una gran fortuna y de la mano de la hermosísima, de la sin par Florinda.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimosegundo Capítulo vigésimocuartoBiblioteca Virtual Antorcha