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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO VIGÉSIMOCUARTO
LAS NOVELAS DE RUGIERO
UNA NOCHE DE BODAS
- ¡Qué redomado bribón! ¡Qué noche de bodas! -dijo Arturo reavivando con media botella de cognac, la ya vacilante y temblorosa llama de la ponchera.
- No la quisiera yo para vos, querido amido, -le contestó Rugiero,- ya veréis.
- Pero esta historia, o esta novela, porque parece más bien una invención vuestra, no está completa. ¿Cómo esa Da. Agustina que me pintáis, desconfiada y terrible, fue a entregar su dinero y su hija a un desconocido, al primer venido, sin informarse siquiera qué madre lo había parido? ¿Cómo es que Luis Cayetano no procuró, puesto que estaba enamorado de Florinda, estorbar el casamiento?
- Paciencia, no todo lo he de decir a la vez, ¿y quién os ha dicho que ha concluído esta verídica historia, que se repite diariamente, no sólo en México, sino en París, en Madrid, en todas partes donde hay mujeres crédulas y aventureros atrevidos?, pero humedezcamos un poco la garganta, que yo la tengo seca, a tanto hablar, y vos un poco más, por haber estado callado.
Hubo una pausa de quince minutos, como se concede en los conciertos a la concurencia para que fume, extienda las piernas y salga a los pasillos. Arturo y Rugiero bebieron una copa, encendieron una panetela de la vuelta de abajo, y acomodándose bien en sus sillones, continuaron platicando siempre en la tertulia y de las muchachas, hasta que Rugiero, de una manera natural y como enlazada con la conversación, continuó la historia.
- De veras, -dijo,- no se sabe si debe uno reirse o compadecer a Luis y a Florinda, que en cuanto a la respetable señora y al valiente Argentón, ya es otra cosa.
- Luis me interesa, sobre todo, -interrumpió Arturo.
- Vais a ver. En los primeros días no cabía en su ropa, tanto así lo había hinchado el orgullo, no precisamente el orgullo, sino la satisfacción de haber presentado a su grande y buen amigo Argentón, y a fe que motivos tenía para estar contento. Da. Agustina entregó ya por completo el gobierno de la casa a la ama de llaves; Florinda se esmeraba cada día más en complacerlo; lo detenía a almorzar; escogía el mejor bocado para él, y le guardaba yemitas y suspiros; le miraba algunas veces con tal intención y ternura, que Luis tenía que volver la vista a otra parte para que no observaran que sus ojos se humedecían. Da. Agustina jamás volvió a fruncir el entrecejo, ni a decirle una palabra que pudiera ofender su delicadeza, y en cuanto a Argentón, ni se diga, era para Luis no sólo el mejor amigo, sino su protector, porque lo ocupaba en cobros, en compras, en el comercio y en diversas comisiones que le producían más o menos dinero, de modo que pudo acabar de pagar su reloj inglés; se compró una capa con cuello de nutria, mandó forrar de nuevo los viejos muebles de la sala de su padre, y nunca con estos y otros gastos le faltaba un par de onzas de oro en el bolsillo. Cuando Luis se retiraba a su casa, después de la tertulia, que se componía de Argentón, la señora, de Florinda, de Luis y de vez en cuando de uno o dos señoritos de gran tono, Luis entraba en su cuarto, que estaba cada vez mejor surtido y adornado, componía los cepillos y los frascos de olores, preparaba su ropa para el día siguiente, apuntaba los negocios que tenía pendientes, la hora de las citas en los Juzgados y en la casa de los abogados, se comenzaba a desnudar con mucho método, y concluía por entrar en las sábanas, diciendo:
- ¡Qué fortuna!, ¡soy el más felíz de los hombres! -y apagaba la luz y seguía pensando y pensando.- Florinda me ama, y me ama de veras, no lo puede negar, sus ojos me lo dicen todas las noches, y apenas falto una, cuando me reconviene, y se enoja positivamente. ¿Estará celosa?, ¿creerá que yo tengo algún amor entre manos? ... yo procuro así, como en conversación, imponerla de cuanto hago en el día, desde que me levanto hasta que me acuesto, y luego ese guapo, ese generoso Argentón, me hace tercio, cada vez que puede me deja platicar a mi sabor con Florinda y él se dedica a Da. Agustina. ¿Si estará enamorado de Da. Agustina? La verdad es, pero no lo digo ni a mi sombra, que Da. Agustina si está enamorada de él, pasión de señora grande, y después Da. Agustina no es cualquiera cosa, se conoce que ha de haber sido en su juventud una mujer hermosa, pero muy hermosa, y mi padre que la conoció, me ha dicho que llamaba la atención ... pero que, ¡qué diablura!, jamás he podido declarar mi pasión a Florinda. Me propongo aprovechar una oportunidad y ... nada, se me anuda la lengua y le hablo del teatro, del cajón de los Tres Navíos ... sí de los Tres Navíos, todos los dependientes están enamorados de Florinda, particularmente Ibarrola, el Ibarrolita que traslada todo al almacén al coche cuando va Florinda a escoger sus sederías y terciopelos; pero nada, Florinda no piensa más que en mí, y en Argentón, pero como buen amigo de la casa, y lo aprecia porque ve que su mamá lo considera mucho, y luego Argentón es liebre corrida, ¿casarse él?, ni por pienso, demasiado tiene con la tertulia de la calle de la Cerbatana ... la diablura es que yo no puedo lograr todavía reunir un capitalito, a pesar de los buenos negocios que tengo y lo mucho que trabajo ... diez mil pesos ... veinte mil pesos ... ya con eso podía yo hacer frente a la situación. Con menos que eso, es seguro que Da. Agustina frunciría el entrecejo y me pondría de patitas en la
calle, no, ni pensarlo ... mucha prudencia ... sufrir un poco más de tiempo.
Con estas y otras mil ilusiones, Luis cerraba los ojos, y buenos sueños de pastorelas, de bailes, de funciones de teatro, venían a completar sus noches. Podía decirse que era dichoso, no sólo despierto, sino también dormido.
En la mañana siguiente, al marcharse de su casa, se despedía de su padre, y nunca dejaba de contarle sus negocios y el dinero que ganaba con la protección de Argentón.
- Hombre sin hombre, no vale nada en el mundo, -le decía el viejo abogado.- El Sr. Argentón es rico, muy rico, tiene muy buenos negocios y las mejores relaciones en México y en el interior, y si te da la mano, en dos o tres años haces fortuna, y tu padre tendrá el gusto de verte establecido antes de morir. Si yo hubiese tenido un Argentón en mi juventud otra serie nuestra suerte, pero nada, mi trabajo, mi puro trabajo únicamente, y ya ves, negocios de a cuatro reales, que apenas nos dan para mal comer. Si no hubiese sido por tí, ni sala tendría yo para recibir; todas las sillas rotas, el canapé amarrado por debajo con mecate ...
- Ya, ya cesará todo esto, -respondía enternecido Luis,- pronto tendrá usted una buena cama inglesa de bronce dorado, -y le besaba afectuosamente la mano, y bajaba las escaleras volando, lleno de brío y de fe, a expeditar sus negocios, a saludar a Argentón y tomar sus órdenes, y en las noches, a la deliciosa visita en casa de Florinda.
En los últimos dos meses, la familiaridad y confianza de Argentón en la casa de Da. Agustina, que era visible para todos, especialmente, para la ama de llaves, no dejó de alarmar a Luis; se dedicó a observar, y poco a poco vió más claro. Sus noches no eran ya tranquilas y medio fantásticas, como las de antes, y sus días llenos de zozobra, de ansiedad. A todas horas se encontraba con Argentón en la casa, y no faltó vez en que sorprendiera a Florinda en conversación, hablando los dos en voz muy baja. Sin creer, ni dejar de creer, y sin pensar tampoco en que había nada de formal, se decidió a tomar una resolución suprema. Tenía ya ahorrados unos seis mil pesos, estaba pronto a presentarse a examen para recibirse de abogado; era, en una palabra, un hombre de carrera. Una mañana, se vistió perfectamente, pero se revistió todavía más de una enérgica resolución. En un brinco estaba ya en casa de Argentón y sentado frente a él.
- ¡Tan de mañana! -le dijo el galán, sacando el reloj y tendiéndole la mano.- ¿Hay algo de nuevo y de urgente en nuestros negocios?
- Todos van bien, he cobrado y he pagado cuentas, aquí está el sobrante y el apunte de ellas.
Luis puso sobre la mesa unos doscientos pesos en oro y plata.
- Un asunto muy personal me trae aquí, -continuó Luis resueltamente,- y estoy seguro de que usted me servirá y le deberé mi posición y mi felicidad, usted es mi mejor amigo.
- Cabal que sí, y no hay miedo de que yo no haga cuanto pueda por un amigo que me ha servido tanto, y sobre todo, que me introdujo en la sociedad de la familia más amable de México. ¿Se necesita dinero?, ¿algún apurillo de esos que tiene la juventud, y que yo suelo tener también? ¿Se ha perdido acaso en los albures lo que se ganó en Panzacola?
- Precisamente, dinero no, con lo que he ganado, en mucha parte debido a usted, he podido ahorrar algo y tengo un cajoncito lleno de oro, guardado donde no lo encontraría ni el más diestro ladrón. Lo que yo deseo es una posición ...
- Posición la tiene usted, querido Luis, y muy buena ... estimado de la mejor sociedad de México, ganando dinero a manos llenas y en vísperas de tener un bufete que rivalice con el del sabio y afamado Esteva ...
- Voy a explicar a usted, y quizá me concederá la razón. El bufete de un abogado no se forma en un día. El Sr. Esteva, el Sr. Peña y Peña, el Sr. Madrid y otros, no son unos niños, y yo no puedo esperar a llegar a viejo para realizar mis planes. Me recibiré, sí, de abogado; dentro de un mes estaré ya en aptitud de presentarme a examen, y eso, precisamente, me servirá para lo que voy a pedir a usted.
- Veamos, veamos, tengo curiosidad ya de saber sus planes, pero, ¡qué diablo, hable usted con franqueza, eche fuera lo que tenga adentro!
- Sí que lo haré, y seré breve para no quitarle el tiempo, pero antes me resolverá usted dos preguntas que tengo que hacerle.
- ¿Tiene usted confianza en mí?
- Y como que la tengo, ilimitada.
- ¿Cree usted que puedo entender en negocios y manejar intereses con mediano éxito.
- No sólo con mediano, sino con mucho éxito, -contestó Argentón,- no he visto en mi vida muchacho más despierto, ni más juicioso.
- Gracias, muchas gracias, -prosiguió Luis muy animado.- Usted tiene casas, haciendas, negocios distintos en Chihuahua, y muchas veces me ha dicho usted que los administradores lo hacían mal, que sus encargados lo robaban, que, en fin, perdía usted al año una cantidad respetable, y muchas veces se veía usted en apuros.
- Desgraciadamente es verdad, -dijo Argentón suspirando.
- Pues bien, hágame usted su apoderado, su administrador general. Marcharé a Chihuahua, me haré cargo de todas sus haciendas, enviaré más número de carneros, más manadas de yeguas, más partidas de mulas, cuidaré de sus intereses mejor que si fueran míos, y usted no tendrá más que vivir en México, gastando y triunfando.
- ¡Qué idea! -le interrumpió Argentón,- explíqueme usted por qué quiere abandonar la capital, para irse a enterrar en unas haciendas, donde entran los indios bárbaros como Pedro por su casa; ya ve usted, prefiero yo tener un peso en México, que mil en mi propia tierra.
- Pues, Sr. Argentón, mi idea se reduce a hacer honradamente una mediana fortuna en dos o tres años, y eso, lo puedo lograr con provecho de usted. En una palabra, me quiero casar.
- ¡César!, ¿y con quién? -exclamó Argentón soltando una carcajada ... es usted todavía muy joven, amigo Luis, y no creía yo que estaban tan adelantadas las cosas ... ¡vaya, sepamos quién es la novia, no haya miedo que yo sea un obstáculo, o que me vaya a enamorar de ella! ... sin miedo, ¿quién es esa dichosa mujer?, porque será muy dichosa con usted.
- Por ahora es un secreto, y más tarde se lo diré a usted.
- Pues, que de casamiento se trata, yo también me voy a casar muy pronto, y seré más franco con usted.
- Usted, sí, que se chancea, -le dijo Luis,- usted es incasable ... ¿y aquí, entre nos, cómo deja usted a Felicitas?
- ¡Bah!, eso no quiere decir nada, ni es serio, es un pasatiempo de hombre soltero. Formalmente, Luis, me voy a casar dentro de ocho días, y usted ha de tener mucho gusto en ello; precisamente deseaba que platicáramos y diésemos una vuelta por las platerías. Para hacer lo que llaman donas, no hay ya tiempo, pero sí para comprar veinticinco o treinta mil pesos de diamantes ...
- Pero, si en efecto, no se chancea usted, ¿con quién se casa?
- No se necesitaba que yo se lo dijese a usted, ni le ha debido costar trabajo el adivinarlo. ¿Con quién ha de ser, sino con Florinda, con la encantadora Florinda?
En aquel momento terrible cayó la espesa venda que, durante seis meses, había completamente ofuscado la vista de Luis. ¿Engañado villanamente por Da. Agustina, por Florinda, por Argentón, por su misma tía, la ama de llaves, que todo observaba, que todo lo veía, que todo lo sabía? Sí, engañado por todo el mundo; instrumento vil de la avaricia de Da. Agustina, que buscaba un rico para casar a su hija; instrumento dócil de Florinda que, vanidosa e insensible, y aconsejada por la madre, no deseaba otra cosa más que un marido rico; instrumento mucho más vil de Argentón, que se había vendido su amigo y le había dado a ganar unos cuantos pesos, para que le pusiese en las manos un gran caudal y en su lecho mismo a la mujer que él adoraba.
Luis se quedó como petrificado al oir las últimas palabras que Argentón pronunció con una verdadera satisfacción y con el más sincero acento de verdad. No, no era una chanza, ni había necesidad de más explicaciones. Argentón se casaba con Florinda, era una cosa convenida, decidida desde la primera noche en que Luis tuvo la increíble ligereza de presentar a la mujer que él amaba al aventurero desconocido, pero rodeado de lujo y de las apariencias de riqueza.
- ¡Imbécil, mil veces imbécil! -dijo Luis a media voz, arrancándose con una mano crispada un mechón de cabellos.
Pasó por su vista una nube roja, como de sangre, sacó de sus bolsillos cuanto dinero traía y lo botó sobre Argentón.
- ¡Maldito, maldito dinero, ganado en un oficio que merece el desprecio y hasta la prisión, maldito el dinero y maldita mi vida y mi alma! ...
Y arrebatando el sombrero, salió como un furioso de la casa de Argentón.
- No comprendo, -dijo Argentón, que no esperando tampoco tal escena, se quedó estupefacto clavado en su sillón.- Este muchacho se ha vuelto loco ... pero ... ya caigo, -dijo después de un rato, y dándose una palmada en la frente ...- Luis, Luis, está enamorado, sí, enamorado, y enamorado loca y perdidamente de Florinda. ¡Qué animal soy yo! Debiera haberlo sospechado hace cuatro meses, y luego cree uno que es hombre corrido y de mundo, y no vé lo que tiene delante de los ojos ... lo mismo le ha sucedido a él ... no es extraño ... comienza a vivir, como quien dice, pero yo ... ¡qué me importa! ... con tal que esto no cause alguna complicación ... Si el casamiento no se verifica en la semana entrante, tal vez soy hombre perdido.
Argentón se levantó de la silla y se comenzó a pasear con mucha agitación por el cuarto. A la hora del almuerzo fue al comedor, apenas comió media costilla, una copa de vino, y regresó al cuarto a cavilar y a darle vueltas de uno a otro extremo, como una fiera cuando está rabiosa en su jaula.
Pasarían muy bien dos horas, y se disponía a salir, cuando se le presentó el coronel Uraga.
- No me agradezcas la visita, -dijo el coronel sentándose con llaneza en un sillón.- El asunto es desagradable, pero, por más que he hecho, no he podido excusarme. Se trata de un duelo, y de un duelo a muerte. Lee esta carta.
- Esto es ridículo, -dijo Argentón, devolviendo la carta al coronel.- ¡Batirme yo con Luis, con un estudiante que aún no sale de su colegio!,¿y por qué?
- Pretende que lo has engañado, que te has burlado de él, que lo has casi obligado a hacer un oficio tan vil y bajo que no se puede ni nombrar delante de las señoras.
- Ridículo, y no más que ridículo es todo esto. Yo no he hecho más que proteger a Luis, sacarlo de la oscuridad en que lo tenía su edad y su posición, proporcionarle negocios y darle a ganar dinero.
- Eso dices tú, y él me ha contado todo lo contrario.
- Entonces, te ha engañado.
- Bien, será así, pero esas son cosas para que ustedes las arreglen o no. Lo que por ahora hay, es que él te reta a un desafío a muerte, y tú no puedes excusarte. Si es un muchacho o un estudiante, nada importa, expone su vida lo mismo que tú.
- No sólo la expone, -interrumpió Argentón,- sino que puede darse por muerto. ya me has visto tirar la pistola, y en cuanto a la espada, ninguno mejor que tú lo sabe, pues no he dejado de darte uno que otro botonazo.
- Lo había yo previsto todo, -respondió el coronel,- pero como Luis pretende ser el ofendido, tiene el derecho de fijar las condiciones. El duelo será a tres pasos de distancia, una pistola cargada y otra no ...
Argentón palideció un poco, pero reponiéndose inmediatamente, soltó una carcajada nerviosa.
- Te repito, Pepe, todo esto es ridículo. No me batiré.
- Mira, Argentón, te conozco bien. Estás acostumbrado a burlarte de todo el mundo, y a mí no me dejas en ridículo. Te batirás conmigo, y como quieras, y no me volverás a decir que me has dado de botonazos. Me he dejado, y esto es todo, pero yo te lo preguntaré cuando tenga en la mano mi espada de Toledo sin botón.
- Cálmate, por Dios, cálmate, Pepe. Me batiré con Luis, contigo, con quien quieras, pero vuélvete a sentar y escúchame. Si después de haber oido toda la historia del principio al fin, le das la razón a Luis, ningún inconveniente tendré, o en hacerle cuantas explicaciones quiera, o en consentir en el duelo, y nombraré mis testigos.
- Eso es otra cosa, -contestó el coronel, sentándose y completamente calmado,- ahora nos podemos entender. Ese Luis es muy buen muchacho, y yo deveras quisiera servirlo. Habla.
Argentón le contó simplemente lo que había pasado desde el día en que fue presentado en la casa de doña Agustina, el singular afecto de la señora que casi le había ofrecido a su hija en casamiento, y la aceptación tácita de ésta explicada por multitud de palabras, de atenciones y de verdadero amor. Todo está arreglado, -añadió,- y cualquie cosa ocasionaría un gran escándalo en toda la República; así, tú que eres mi amigo, me harás un gran servicio en calmar a Luis, en persuadirlo, que si hay alguna falta, es de él,por no haberme hablado con franqueza, y sobre todo, por no haber con tiempo ganado la voluntad de Florinda, y sobre todo la de Da. Agustina.
- Tienes razón, -dijo el coronel,- yo no sabía estos pormenores, no hay mérito alguno para un duelo; ese muchacho está loco, frenético, y costará trabajo el calmarlo, pero haré lo posible y emplearé la influencia que creo tener con él. Cuenta conmigo.
- Cuanto contigo en todo y te buscaré mañana.
El coronel apretó la mano de Argentón, y salió haciendo dar vueltas entre los dedos a una varita con puño de oro que acostumbraba llevar, no sólo en la ciudad, sino en las más reñidas acciones de guerra.
- Ya hemos visto, -continuó Rugiero.- que el primero y natural impulso de Luis, fue desafiar a muerte a su rival. ¿Asesinarlo?, ni por pienso, no era su cuerda. El coronel Uraga, hombre de capacidad, de mundo, y muy presuasivo y simpático, platicó con Luis largamente, a su regreso de la casa de Argentón, y lo persuadió de que toda medida violenta no le podría dar resultado ninguno, y que estado las cosas tan avanzadas, el casamiento de Florinda y Argentón no podía estorbarse, ni él podría tener motivos legales para impedirlo.
El buen juicio de Luis quedó convencido, pero su corazón no. Tres o cuatro días vagó como un demente, como un desesperado por los lugares más solitarios de la ciudad, y en las noches, excusándose con los negocios por no afligir a su padre, entraba tarde a su casa y se encerraba en su cuarto a cavilar, a revolcarse de dolor en su lecho, a beber, solitario y a oscuras sus amargas y silenciosas lágrimas. Por fin intentó otro recurso desesperado, el último. Fuese derecho a la casa de Da. Agustina, y no paró sino hasta la recámara donde la severa dama estaba acabando su toilette, lo que fue un mal precedente.
- Señora, -le dijo echándose a sus pies, (y Luis no era farsante ni se arrodillaba fácilmente),- vengo a pedir a usted un favor, mejor dicho, a evitarle una gran desgracia. Por lo que más ame usted en el mundo, impida que Florinda se case con Argentón; sería infelíz para toda la vida, -y casi ahogado por la emoción apretaba las manos a Da. Agustina, y de rodillas arrastrándose en el suelo la seguía, porque la buena señora quería huir instintivamente, y le parecía que corría un grave riesgo sin saber por qué.
- Deje usted, suelte mis manos, ¿se ha vuelto usted loco? Si usted sigue poniéndome esa cara, que da miedo, llamaré a los criado ... vamos, diga usted ... levántese. ¿Qué quiere?, ¿por qué es esto?
- Argentón, señora, no es lo que usted cree ... he tomado informes y este casamiento es imposible ... imposible, no hará ... los mataré a los dos y vale más ...
- ¡Es ya demasiado! -gritó Da. Agustina, vuelta de su sorpresa,- levántese usted, le digo, siéntese y hable usted en razón. Parece usted un loco.
Luis se levantó obediente como un niño a quien regaña el maestro, y se dejó caer como desfallecido en la primera silla que estaba cerca.
Da. Agustina permanecía, ya tiesa, severa, frunciendo el entrecejo. Se había pasado el susto, y recobraba su imperio.
Luis, después de un momento de silencio, habló, ya no sólo con una voz más tranquila, sino hasta enternecido.
- El ciego Pérez me lo ha contado todo.
- Pero, ¿quién es el ciego Pérez? -preguntó con una voz dura Da. Agustina,- ¿y qué ha podido contar a usted ese ciego Pérez, que me pueda interesar?
- El ciego Pérez, que no es ciego, pero así le dicen sus amigos, es una persona de mucha experiencia, de un talento notable, relacionado con toda clase de personas, y conoce a todo el mundo. El, quizá el único, sabe quién es Argentón. Ni es rico, ni tiene tales haciendas, ni le han de llegar a México, ni dentro de seis meses, ni nunca, manadas de yeguas y pastorías de carneros. Su padre en efecto, tuvo una hacienda en Chihuahua que se llamaba Concepción, pero ahora no tiene nada; es un aventurero, jugador que anda de feria en feria poniendo partidas, que ha tenido fortuna algunos años, pero en Monterrey lo desmontaron, apeló a jugar con barajas compuestas y ha sido expulsado. Con lo que ganó en Panzacola, recién venido a México, ha sostenido su lujo, pero ahora está acribillado de deudas y no espera más que casarse para salir de una situación que podría muy bien conducirlo a la cárcel. Señora, señora, esta es la verdad, este es el fingido Argentón que probablemente se llamará de otra manera. El ciego Pérez lo sabe todo, él me contará más y yo se lo diré a usted, pero entre tanto que Florinda no se case, se lo ruego a usted por lo que más ama en el mundo.
Luis, con una voz nerviosa y concisa, había echado fuera lo que sabía con tal precipitación, y sin dividir siquiera las palabras, que Da. Agustina no pudo ni contestarle ni interrumpirle, ni dejar de oir lo que salía por la quejosa boca del mancebo.
Un momento de respiro, pues Luis se sofocaba ya, lo aprovechó Da. Agustina.
- Calle, cállese usted, -le dijo poniendole una mano en la boca ...- ni una palabra más, si no quiere que lo arroje a usted y a su tía a la calle en este mismo instante ... es tarde para todas estas infamias, que no sé quién le ha metido en la cabeza. Usted era un joven honrado y de educación, y ahora mismo, no es usted más que un grosero calumniador. Argentón es todo un caballero y además rico, muy rico, mal que a usted le pese, he tomado informes con todas las personas de México, y todas me lo han abonado como el mejor de los hombres y sobre todo, como muy rico ... además usted lo trajo a esta casa, yo no he ido a buscarlo, ni mucho menos Florinda, y no sé qué se le ha metido a usted en la cabeza para venir a poner en mal, al mismo que ha colmado usted de elogios durante seis meses. Si algo hay de cierto en todo lo que usted ha dicho, ninguno es culpable sino usted, y será la causa de mi muerte y de la desgracia de Florinda; pero ¡bah! estoy volviéndome yo loca, o mejor dicho, usted trata de hacerme perder la razón. Nada creo, calumnias, chismes, envidia, porque en este México todo son envidias. Siempre han envidiado las alhajas de Florinda y ahora le envidian el marido.
Luis bajó la cabeza, se levantó y lentamente como una sombra, fue saliendo de la recámara de Da. Agustina, diciendo:
- Tiene razón, yo soy el único culpable, no tengo ni a quien quejarme.
Al pasar por el corredor, una vidriera se abrió y una mano blanca y fría, pero nerviosa, asió a Luis del brazo y lo introdujo con violencia en el cuarto. Luis, Luis, -dijo Florinda, echándose precipitadamente un chal para cubrir su cuello, y recogiendo su bata para no dejar descubiertos unos pies desnudos y blancos, calzados con una pantufla de raso negro.
- Ni una palabra más, todo lo he oído. ¡Qué escándalo tan grande va a ser este! Vas a matar a mi madre y a mí; sí, nos matarás, y yo te ruego, sí, si me has amado mucho, si me amas, que vuelvas a tu casa, a tus ocupaciones, que no te mezcles en nada, que finjas un viaje ... las cosas no tienen ya remedio, no es hora de hacer ya indagaciones ... ya ves ... te tuteo ... por mí ... por mí ... todo por mí ... ve ... Sal por esta puerta ... ve Luis ... mi madre va a venir ... ve ... anda.
Florinda cogió con sus manos la cabeza de Luis y le imprimió en la frente un beso de fuego ...
A la semana siguiente, el pobre de Luis estaba con tifo en su solitaria recámara, y Argentón se dirigía en compañía de Florinda, de Da. Agustina y de los padrinos al Sagrario, donde el cura les dió las manos y bendijo esta desgraciada unión.
Como Santa Anita e Ixtacalco eran lugares muy ordinarios, y más ordinarios todavía los envueltos con choricitos, el pulque de piña y los frijoles gordos, se mandó hacer la comida a un restaurant, y se celebró la boda en casa de Da. Agustina con un esplendor regio, asistiendo a ella lo más granado de la aristocracia mexicana.
- ¡Qué redomado bribón! ¿qué noche de bodas! -volvió a decir Arturo.
- Vais a ver, -le volvió a responder Rugiero, y continuó.- Da. Agustina insistió mucho en que el matrimonio quedase viviendo en la casa, y aún había dado sus disposiciones para ello, arreglándoles una buena recámara, pero Argentón se empeño en que al menos los primeros días, y para no dar motivo a que la gente murmurase, habitara Florinda la suya, que estaba bien amueblada y ya dispuesta para una luna de miel, no pudiendo pasarla en los caminos y hoteles como se acostumbraba en Europa. Concluída la comida, se tocó un poco el piano, se platicó, se dijeron mil cumplimientos a los novios, se les pronosticaron muchas dichas en su nuevo estado, y las visitas, previos los abrazos y besos de costumbre bajaron las escaleras, las luces se apagaron, y el piano se cerró. Da. Agustina se retiró a su recámara, y al acostarse en vez de rezar un credo o una oración a San José, dijo:
- ¡Cuántas penas, cóleras y trabajo he tenido! pero gracias a Dios, al fin he casado a mi hija con un hombre muy rico. Las alhajas que ha regalado a Florinda, valen bien cuarenta mil pesos.
Argentón y Florinda montaron en el coche, y a los pocos minutos subían la escalera y entraban a lo que los poetas y los recién casados llaman el templo del amor, y que las pobres y vulgares gentes decimos una recámara.
- ¡Qué noche de bodas! -volvió a decir Arturo.
- Vais a ver, -volvió a responder Rugiero, y coninuó.
La singular belleza de Florinda no había ni siquiera tocado el corazón de Argentón. Buscaba el dinero, la posición social, que no había podido conseguir en la carrera de jugador, aventurero, ganando unas veces y perdiendo otras y asociado generalmente con gente de mala ralea. El ciego Pérez sabía su vida y milagros, lo había descrito exactamente, y ciertos eran los informes que dió a Luis, que desolado y verdaderamente fuera de sí, había procurado, bien que a última hora, estorbar el matrimonio. Argentón tenía otro motivo decisivo, y era que había concebido una loca pasión por una hija de la alegría, por Felicitas, grande y robusta muchacha que parecía haberse escapado del Puente de Triana para venir a México a hacer ruido y dar escándalo. Florinda y todas las mujeres de México eran indiferentes para Argentón. El juego y Felicitas eran los dos polos de su vida. Sin embargo, cuando se vió a punto de ser dueño y señor de una criatura, bajo todos aspectos seductora, se propuso siquiera en los primeros meses y aunque fuese en la apariencia, un modelo de maridos, hasta no acabar de ganar la confianza de su esposa, entrando así en la vida ordinaria de la vida doméstica, tomando plena posesión de los bienes, disponiendo sin ruido ni reserva del dinero, y dedicándose a empresas atrevidas y afirmando así su ingreso a la alta sociedad. Era el aspecto risueño de su negocio matrimonial, pero tenía otro que no era color de rosa. El día mismo que puso en el dedo torneado de Florinda el anillo nupcial, durante la ceremonia, después en la opípara mesa, en la noche entre las luces y concurrencia del salón, no veía otra cosa más que a Luis. Su rostro cadavérico, sus ojos fijos y saltones de loco, los escudos de oro que le había arrojado a la cara, sus ademanes extraños, todo lo tenía delante y le molestaba como si tuviese algún veneno en el estómago que no podía arrojar. ¿Que Florinda amará a Luis y no se habrá casado conmigo sino para adquirir una posición, que pueda cubrir y disimular sus relaciones secretas? ¿Seré yo un instrumento de ...? no, no es posible ... ¿pero quién sabe? las mujeres son así ... y supongamos, ¡qué me importa! ... tengo el dinero ... ¡Caramba! el dinero es todo, ¿pero el ridículo y el desprecio? y luego verme desde el primer día suplantado por un monigote ... Abandonemos estas ideas; y en efecto, trataba de reir, de parecer el más felíz de los hombres, pero las ideas negras no lo abandonaban a él. ¿Tenía celos? ¿era solamente cuestión de amor propio? La belleza, la juventud, el esplendor de Florinda, habían empujado un poco de su corazón a Felicitas, a esa muchacha perdida que era el encanto y la diosa de los toreros.
¿Quién sabe? El mismo no sabía lo que pasaba en su interior, pero no había remedio, adelante. Y poniéndose una máscara de alegría, tomó afectuosamente del brazo a su mujer, bajó las escaleras, como hemos dicho, de la casa de Da. Agustina, subió las suyas y entró, quizá alborotado, al misterioso templo del amor.
- Supongo que Florinda, -dijo Arturo,- tendría también que ponerse otra máscara.
Y los dos llegaron en traje de carnaval al mentado templo del amor.
- Con mucha más razón, -contestó Rugiero,- y voy a explicaros lo que pasó. Cuando Luis entró hasta la recámara de Da. Agustina a exponer su dolor y a tratar de impedir el casamiento, necesariamente se abrieron y cerraron puertas, se hizo ruido, se atravezaron palabras con los sirvientes, y como esto era a primera hora de la mañana, llamó la atención de Florinda, que acababa de despertar. En seguida oyó la voz de Luis, le pareció que suplicaba, que sollozaba. Dió un salto de la cama, recogió su camisa sobre su seno, y descalza, de puntillas, fue a pegar su oído a la puerta de la recámara de la madre, que estaba contigua a la suya. Todo lo oyó, todo lo vió por el agujero de la llave, y cuando Luis se retiraba, entreabrió, sin hacer ruido, su vidriera, y lo arrastró materialmente a su recámara, donde ya sabéis lo que pasó.
Mientras Da. Agustina había rechazado indignada a Luis y había juzgado que toda su narración no era sino una vil e infame calumnia, Florinda, como si se hubiese quitado también una venda de los ojos, creyó absolutamente todo lo que había oído. Luis la amaba, sí, la amaba hasta la locura, mientras el otro, ni era rico, ni era caballero, sino un miserable especulador, de modales bruscos y ordinarios, que había querido apoderarse de su dinero, alucinando, enamorando quizá a su propia madre, para exigirle el sacrificio de su hija; y ella, ella, ¿a quién amaba? ... a nadie, a nadie; había estado simplemente alucinada, como si le hubiesen dado una especie de hachis para hacerla soñar ... no, no amaba a nadie ... sí, sí ... a Luis ... a Luis ... Era un descubrimiento repentino, ella no lo sabía; hasta ese mismo momento ... ese beso en la frente que hubiera querido dárselo en los labios ... ¡qué horror! no era ella quien lo había dado, era como otra persona que habia salido de su interior ... ella, dar así un beso a un hombre, el primer beso que había dado en su vida; ¡qué vergüenza! Y Florinda entró en su lecho, casi loca, y cubrió su hermosa desnudez con todas sus ropas de tela y de seda, y se envolvió la cabeza, y quién sabe si lloró, si maldijo su vida y su belleza y su dinero; pero las cosas no tenían remedio, las vanas dispensadas, el cura del Sagrario avisado, la aristocracia convidada, los pavos y las trufas y el pescado blanco friendo en la sartén y asándose en el horno del restaurant, la ciudad toda no se ocupaba más que del matrimonio; no era ya tiempo. Con estas impresiones, tendió la mano Florinda en el curato a su magnífico marido y echo a su cuello la pesada cadena conyugal; y pensando en esto y en lo otro, por más que quería no podía, lo mismo que su marido, desviar su memoria de Luis, y lo veía en el salón, en el comedor, en las luces, en las copas de chapaña; pero tuvo que ponerse una máscara de alegría y así acepto el brazo de Argentón y entró al mentado y deslumbrador templo del amor.
- ¡Qué noche de bodas! -exclamó de nuevo Arturo. Me alegro mucho por el pícaro Argentón.
Y entraron, como lo hemos dicho, juntos y enlazados con su máscara de alegría, que no querían quitarse, pero que la fuerza de las cosas les hizo arrancar mutuamente.
- Tengo un dolor de cabeza, que me pasa a los ojos, parece que se me revientan,- dijo Florinda, dirigiéndose a la cama y tirando en el sofa su abrigo y su ridículo;- me voy a acostar, y quizá eso no pasará ...
Florinda desprendió de su cabeza los diamantes que tenía entrelazados en sus abundantes cabellos, se quitó anillos y pulseras, corrió las cortinas del pabellón y se comenzó a desnudar con el recato y modestia de una joven que, aunque coqueta, había sido honesta y pura desde que nació.
- Si volvieras la cara al otro lado, harías muy bien, -dijo a su marido.
Argentón, con un mal humor visible, volvió en efecto la cara, y dejó su sombrero en una silla; pero un espejo reflejaba en parte el lecho y los corinajes.
- Harías mejor, -volvió a decir Florinda,- ir un momento a tu gabinete, pues en el espejo estás mirando todavía mejor, y te repito, -continuó con visible mal humor,- estoy mala, muy mala, y necesito descansar.
Argentón, vivamente contrariado, tomó su sombrero, y sin responder, se dirigió a la puerta que daba para su gabinete.
- Antes de marcharte, dame mi pañuelo, que está en mi ridículo, sobre el sofá.
Argentón dejó el botón de la puerta, que ya había movido para abrirla, regresó al centro de la pieza; buscó el ridículo entre las ropas, cojines, abanicos y pañolones que había en el sofá, y habiéndolo encontrado, no sin algún trabajo, lo abrió, metió la mano, y al sacar el pañuelo, cayó al suelo un papelito. Argentón, con una mano tiró el pañuelo a la cara de Florinda y con la otra abrió violentamente el papel.
- ¿De quién es esta carta? -preguntó colérico.
Florinda, ocupada en desnudarse, cuidando de que Argentón no la viese, ni advirtió la grosería con que le había dado el pañuelo, ni vió caer la carta.
- ¿De quién es esta carta? -volvió a repetir.
- ¿Qué carta? -contestó tranquilamente Florinda.
- Esta, esta que tengo aquí en mis manos.
- Lo ignoro, -dijo todavía Florinda con calma, creyendo que era un papel cualquiera o una broma de Argentón,- yo no tengo quien me escriba.
- Ya veremos, contestó Argentón.
Y acercándose a un candelabro, despegó cuidadosamente la verde oblea simbólica con que venía cerrada, la abrió, y temblándole las manos y la voz, leyo:
Florinda idolatrada:
Te debo la vida; pero más que la vida, la razón, porque yo estaba loco. Tu ardiete beso ha regenerado mi alma ya muerta.
Desgraciada como eres en poder de ese aventurero infame, te amaré hasta la muerte.
Luis.
Todas las malas pasiones vinieron terribles y en tropel a apoderarse del alma de Argentón. El, el hombre de mundo, el aventurero audaz, cansado de engañar a las campesinas, de prometer casamientos a todas las muchachas a quienes su vida trashumante ponía en contacto en diversos Estados del interior del país; él, orgulloso con su figura, fatuo, con un barniz de talento y de frívola conversación ¿era engañado, burlado, por una verdadera niña sin experiencia? ¡Oh! era demasiado.
Restregó la carta entre sus manos, arrancó su corbata blanca, destrozó su camisa y chaleco y botones de brillantes; leontina, reloj y monedas de oro rodaron por el suelo, y buscando un arma en sus bolsillos, los registraba convulsamente, hasta que encontró por fin una pistola pequeña, que siempre cargaba, y trató de montarla.
Florinda vió todo esto pasmada, como quien ve una visión del infierno. Ella no sabía de tal carta, no la había recibido, pero sí sabía que había dado en la frente un beso a Luis; y en los ojos y en la fisonomía toda de Argentón veía ya la muerte cierta, irremediable: nadie la podía socorrer. Los criados estaban lejos, quizá dormían ya. Un terror pánico se apoderó de ella, y cuando vió que ya Argentón había montado el arma, lanzó uno de aquellos gritos desgarradores que penetran en el corazón de quien los oye, y cayó al pie de la cama, envolviendo su bello cuerpo, medio desnudo, por un instintivo sentimiento de pudor en su espléndido y blanco traje de novia.
- ¡Qué iba yo a hacer, desdichado de mí! -exclamó Argentón tirando la pistola, que al fin no pudo montar, pues tenía un muelle de seguridad que no le dejó tocar la cólera de que estaba poseído,- ¿qué iba yo a hacer? -repitió:- A perderme para siempre; a caer en un abismo, cuando he llegado a la cumbre de mi fortuna. Si esta pistola no hubiese sido de pelo, quizá habría hecho una barbaridad; y por otra parte, mientras yo tenga a Felicitas, para qué me sirve ésta ni ninguna otra mujer.
Argentón se acercó donde había un bulto de seda, de ramos de azahar, de blondas, de diamantes, y entre todo esto, sacó el cuerpo caliente y perfumado de Florinda, lo levantó suavemente, lo colocó en el lecho y lo abrigó con la holanda y las bordadas sobrecamas de China. No quiso despertar a los criados, ni menos intentó llamar médico: le convenía evitar el ruido y el escándalo, y calculó, y muy bien, que no era más que un desmayo, producido por el terror. Buscó en el tocador esencias y agua de colonia, frotó la frente y las sienes de Florinda, le dió a oler sales, arregló sus cabellos, que flotaban esparcidos en los almohadones, la dejó reposar, y él se sentó en un sillón, inclinó la cabeza y se puso a pensar en la regla de conducta que debería seguir y en la manera de terminar tan inesperado acontecimiento.
- ¡Qué noche de boda, -dijo Arturo;- si algún día llego a casarme, de veras que no la desearé para mí. Pero ¿cómo fue a olvidar Florinda esa carta en su ridiculo?
- Florinda, -le contestó Rugiero,- ignoraba que estuviese esa carta envuelta en su pañuelo; de modo que dijo la verdad cuando respondió a su marido.
- ¿Pues entonces?
- Luis, cuyos pasos y procedimientos habían sido los de un verdadero demente, apenas llegó a su casa después del memorable beso, cuando escribió la carta, y fue en seguida a rogar a su tía, el ama de llaves, que con el mayor secreto la pusiera en manos de Florinda. la pobre tía, que había observado el lamentable estado de su sobrino y temiendo que verdaderamente perdiese el juicio, en vez de contradecirle le prometió cuanto quiso; pero teniendo miedo y no queriendo mezclarse en amoríos ni en nada que le pudiera hacer perder su posición; lo que hizo fue envolver en un pañuelo la carta, y sin que Florinda lo notase, colocarlo en el ridículo.
- Me alegro infinito de cuanto mal le pueda sobrevenir a ese Argentón, -dijo Arturo;- me alegro que supiese que Florinda no le amaba y de que hubiese sabido también que a esas horas Felicitas, muy contenta, bailaba con Bernarde y Gavino y Mariano La Monja. ¿Pero en qué pararon las cosas? ¿cómo terminó esa memorable noche de bodas?
- Dos horas, tres horas, quién sabe cuanto tiempo pasó. Florinda no volvía en sí del desmayo, y Argentón, con las dos manos en las mejillas e inclinada la cabeza sobre una pequeña mesa que estaba junto a la cama; parecía desmayado o muerto. Las velas de los candelabros se acababan, y chisporroteando, repartían a intervalos luz y sombra sobre los cortinajes y los muebles, mientras el alba iluminaba los balcones. Era un cuadro sombrío, como los cuadros de Rivera o de Rembrand.
Florinda se removió al fin en el lecho, y Argentón, que lo notó, dejó su triste postura y se acercó.
- No haya miedo, Florinda, -le dijo;- todo pasó ya. Yo iba a cometer un acto, no sólo de cobardía, sino de tontera. Hablemos y entendámonos. Escucha con calma lo que te voy a decir. Hayas o no recibido esta carta, yo la encontré en tu pañuelo, ella te condena y es una prueba de tu mala conducta. Merecías la muerte, o que hoy mismo me presentara a pedir el divorcio.
Florinda se incorporó, quiso levantarse y hablar.
- No, no es necesario, quédate quieta; y te repito que nada temas. Tú seguramente sabes ya quien soy yo: yo sé ya quién eres tú. Nada de explicaciones, y esto basta. El divorcio es inútil. La iglesia nunca pronuncia el divorcio, y si lo hace es después de años. Lo que importa es no dar escándalo, no ocasionar un gran pesar a tu madre ... nada ... no hables, silencio, que ni los criados, ni las moscas sepan una palabra. Lo que ha pasado queda entre tú y yo. Delante de la sociedad apareceremos como el matrimonio más felíz; en la casa, tú en tu recámara, yo en la mía, como si jamás nos hubiéramos conocido; por otra parte, yo tengo necesidad de ir a mi país, de arreglar diversos asuntos de tu madre; pero por lo que tenemos de mortales, mandaré hacer una escritura que arregla nuestros intereses, mejor dicho, mis intereses. ¿La firmarás?
- Sí, -contestó secamente Florinda, se volvió del otro lado, cubrió con la sobrecama su cabeza y no contestó a otras preguntas.
Argentón no insistió contento con la primera respuesta, compuso el desorden de la recámara, pasó a su cuarto, se lavó, se perfumó y tomó su desayuno, como si nada de extraño hubiese ocurrido en la noche, y salió a la calle, con un envidiable aire de felicidad.
Los amigos de confianza a quienes encontró y que conocían la belleza de Florinda, le felicitaban, y chanceándose, le apretaban la mano y le decían al oído:
- ¡Bribón! ¡afortunado! La más hermosa mujer de México y con un millón de pesos. ¡Qué noche de bodas!
Presentación de Omar Cortés Capítulo vigésimotercero
Capítulo vigésimoquinto Biblioteca Virtual Antorcha