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MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOQUINTO

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LAS NOVELAS DE RUGIERO

EL ROBO DE ELENA

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- En estas y en las otras, -dijo Rugiero sacando un reloj cuya carátula estaba interiormente iluminada (sin duda por la electricidad),- son cerca de las cinco de la mañana; la luz comienza a salir y yo desearía dormir más bien en mi cama, que en las de este hotel. Además, estáis ya soñoliento, vuestros párpados se cierran, y me va a suceder lo que Mazepa, que, cuando acabó su historia, el rey se había dormido profundamente.

- De ninguna manera, -replicó Arturo,- y, por el contrario, tengo en este momento los ojos tan abiertos que parece que se me quieren saltar; continuad, pues os declaro que yo no me moveré de aquí hasta que no sepa la historia de las otras dos encantadoras muchachas.

Arturo, en efecto, abrió tanto los ojos porque observó la carátula luminosa del reloj de Rugiero, y sobreponiéndose al miedo que le causaban todas estas cosas repentinas y extrañas, continuó:

- ¿Qué hora es exactamente?

Rugiero sacó el reloj, y Arturo no vió otra cosa más que un buen reloj inglés de Riskell con su carátula de oro.

- ¡Qué necio soy! -dijo para sí,- siempre creo ver algo sobrenatural. Es claro que el reflejo de las luces y de la llama del ponche me han hecho ver una carátula de fuego.

Es de advertir que el ponche ardía constantemente, y que cuando estaba a punto de apagarse, ya el uno, ya el otro, le animaban con un poco de ron o de cognac.

- Decididamente permaneceremos aquí hasta que acabe de salir la luz, -prosiguió Arturo;- el aire es muy frío en las mañanas, y tiempo tendremos de dormir desde las ocho hasta el medio día.

- Pues que lo queréis, y nada os puedo negar, os contaré brevemente las desgracias de Elena y Margarita; pero antes os haré una pregunta. ¿Habéis encontrado, en el curso de vuestras aventuras, alguna mujer mística, de esas que pasan por impecables y hasta por santas?

- Pocas aventuras amorosas he tenido, y lo que me ha pasado hasta ahora, más bien es algo impensado y de fatal que no lo puedo comprender; pero, vamos al caso, ¿por qué me hacéis esta pregunta?

- Porque para un joven que busca emociones, novedades y entusiasmo, ninguna mejor que la mujer gazmoña. Entre una bailarina, por ejemplo, y una mujer devota, no hay que titubear, y os conformaréis en esta opinión cuando hayáis escuchado la historia que me habéis obligado a contaros.

- ¿La de Elena?

- Y la de Margarita; son hermanas o al menos por tales pasan en la sociedad.

- ¿Cómo? -interrogó Arturo;- ¿pues acaso sabéis que no son hermanas?

- En estas cosas y en otras muchas, lo mejor es dudar: ¿cómo podéis asegurar, que la madre de las muchachas? ...

- Vaya, -dijo Arturo,- esas son maliciosas inferencias: veamos la historia.

- Elena es la muchacha más rezadora, más dada a la devoción; y notad, mi querido Arturo, que en México la educación que se da a las mujeres es la más absurda que se puede concebir; se les enseña a coser, a bordar, a hacer curiosidades, y, cuando saben bien o mal estas cosas, se cree concluido todo; y entonces los novios, que las más veces son petimetres y casquivanos, vienen a completar la educación de las muchachas; pero ¡qué educación! ... Suele acontecer que cuando algunas ricas familias temen que su capital pase a manos de algún advenedizo disipado, que se instala en la casa bajo el modesto título de hijo, mantienen a las niñas en un perpetuo encierro y aislamiento; y entonces el confesor es el encargado de la educación ... Pero ninguna madre se dedica a formar el corazón de su hija, a enseñarle cuál es el camino de una virtud sólida y segura, indicándole con prudencia las sendas del mal, donde una niña puede perder su inocencia, su tranquilidad, la dicha de toda la vida: ninguna madre, en una palabra, procura educar el corazón de su hija, y todos quedan contentas con las exterioridades.

- Parecéis un Fenelón, -le interrumpió Arturo;- y una de las cosas que me llama más la atención, es ver, cómo en medio de la narración de una aventura amorosa, os ponéis a disertar sobre educación y sobre moral.

- ¿Qué queréis? todos los hombres tienen sus ratos, en que piensan seriamente sobre los males sociales; y como yo quiero que, tanto en amor, como en otras cosillas, seáis mi discípulo, fuerza es también daros estas lecciones, que no van fuera del camino de mi historia.

- Pues sigamos con la historia.

- Decía yo que Elena era muchacha ejemplar, que se confesaba y comulgaba cada ocho días, y que por la noche empleaba más de dos horas en rezar a todos los santos del cielo.

- ¿Y qué tiene eso de particular? -dijo Arturo;- ¿qué hay en esas prácticas que pueda ser un gran defecto?

- ¡Y cómo que hay! Cuando esos rezos y esas comuniones se hacen con fe viva y ardiente, son muy buenas; pero cuando se practican como lo hace la mayor parte de las mujeres, por costumbre o por diversión, entonces ...

- Entonces, -dijo Arturo,- son ... una hipocresía.

- No precisamente hipocresía, pero sí necedad ... pero no disertemos ya más sobre religión y pasemos al amor.

- Sí, al amor, al amor, -dijo Arturo,- que es la fuente de todas las historias divertidas de este mundo.

- La madre de Elena y Margarita era una mujer severa en su conducta, inflexible con sus hijas, cristiana del siglo de la Inquisición, que no admitía controversia alguna en puntos de creencia. Educó a sus hijas con arreglo a sus principios, y la casa presentaba el aspecto más austero y ejemplar. Todos los días muy temprano las niñas iban a misa y permanecían en la iglesia hasta que el sacristán sonaba las llaves; a las ocho de la noche se rezaba el rosario, se cenaba a las nueve y se acostaban a las diez. Cada ocho días confesaban y comulgaban todos, y se les preparaban sus desayunos llenos de flores y de diferentes clases de biscochos. Mientras las niñas fueron chicas, toleraron esta vida; pero cuando la edad fue desarrollando sus instintos amorosos, y percibieron que había teatros, y bailes, y paseos, y diversiones, su existencia les pareció insoportable, y no pudieron menos que manifestárselo a la madre, la que, inflexible en su conducta, no cedió un punto, y lo único fue concederles un maestro que les enseñara a tocar el piano, cuyo maestro era un joven artista de no mala figura, y de un corazón algo más que ardiente. Al cabo de un año las niñas estaban muy poco adelantadas en la música, pero bastante en materias de amor, pues el artista, entre los solfeos, solía hacerles algunas explicaciones, que servían más y más cada día para despertar esa curiosidad natural que viene con el desarrollo de la edad: cuando el maestro creyó que habían adelantado lo bastante se atrevió a escribir una carta a Margarita que decía:

Hermosa Margarita:

Un pobre artista, que no tiene en el mundo ni familia ni amigos, os adora, y morirá de pesar si no le concedéis una mirada compasiva. El artista no tiene más que a Dios en el cielo y un ángel hermoso en la Tierra, si este ángel le abandona, morirá de dolor. No digáis nada a vuestra hermana, ni a vuestra madre, ni a nadie: este secreto lo deposito en cuestro corazón, como se deposita un cadáver en una tumba, para no salir jamás. Adios Margarita: perdonad, y tened lástima de vuestro rendido amante.

A pesar de que la madre asistía las más veces a las lecciones, el maestro se dió modo de poner la cartita entre unos papeles de música, e indicar con los ojos a la muchacha dónde podría encontrarla. Margarita supo perfectamente comprender; y sin que lo notaran ni la madre ni la hermana, se apoderó de la cartita, y pretextó en el acto que había olvidado su pañuelo, para salir a otra pieza y leerla.

El astuto artista aprovechó esta oportunidad para decir a Elena en voz muy baja:

- Elena, yo adoro a V., y si no me corresponde, seré capaz de matarme. Piense V. en el modo de que tengamos una conversación a solas; pero no diga V. nada a Margarita, porque me perderá. Para disimular necesito decir que la quiero.

Elena se puso encarnada, porque era la primera vez que escuchaba un lenguaje semejante, y el maestro, sin turbarse, siguió solfeando. Este plan, tan neciamente concebido, y que era natural que hubiese puesto al artista en el último grado de ridículo, tuvo el mejor éxito, porque las dos muchachas, fastidiadas con el encierro, con tanto rezar, y con la severidad de una madre caprichosa e histérica, ansiaban por tener un amante: cada cual supo guardar su secreto; pero comenzaron a desconfiar mutuamete, y perderse poco a poco el cariño que antes se tenían. El artista, por su parte, formó este cálculo: si se llega a descubrir que enamoro a las dos, me retiro de la casa, y aquí acaba todo; si guardan el secreto, entonces estoy perfectamente, pues una de las dos, o las dos, me han de querer; pero si ambas me desprecian, entonces digo que ha sido acaloramiento, irreflexión, y quedo lo mismo que antes. Ya concebiréis, Arturo, que el artista no era hombre de los más escrupulosos, ni a quien asustaban los inconvenientes. Las cosas se prepararon de tal manera, que después de dos meses más, las dos hermanas le correspondían, las dos se odiaban y las dos, para infundir confianza a la madre, eran más exactas en el cumplimiento de sus deberes religiosos. La madre estaba contenta, no sólo con sus hijas, sino con el maestro de música, a quien le dispensaba ya su ilimitada confianza en atención a que muchas noches las acompañaba a rezar el rosario y las novenas.

El artista, encantado con el éxito de la tentativa, la conducía con habilidad grande: cuando daba la lección, se mostraba igualmente afable con las dos hermanas, haciendo a cada una sus señitas de cariño, cuando la otra se descuidaba. Elena era más ardiente, más confiada, más crédula que Margarita, la cual en cambio era más despierta, más cauta, más calculadora: así es que el maestro, habiendo hecho esta observación, todo su empeño lo redujo a que Elena le concediera una cita, para la que no cesaba de instarle; pero la muchacha, parte por temor, parte por imposibilidad, no se la había concedido. El artista iba, no sólo a las horas de lección, sino indistintamente a cualquiera del día; y una de tantas veces que pasó por la casa, entró en ella, y encontró que Margarita y la madre habían salido y que Elena estaba sola: vió que la ocasión se le venía a las manos y que no debía perder momento.

- ¡Oh! ¡Elena, Elena! Yo me muero de amor, -le dijo tomándole la mano,- y seré capaz de asesinar a V., a su mamá, a toda la familia, si V. no me corresponde, y no me otorga ese suspirado sí.

- ¡Calle V., por Dios, Sr. Miguelletti, -le dijo Elena asustada,- porque si entra la costurera o alguna criada, ¿qué van a decir? ...

- No, no, Elena. Elena mía, mi amor, mi delicia, mi eden, mi hurí, alma de mi vida, flor de mi existencia: yo te adoro, y perdería no sólo los veinticinco pesos que tu mamá me paga por la lección sino la existencia misma, por poseer tu cariño, tu amor, tu corazón.

- Pero, ¿por qué se llamaba Migueletti? -preguntó Arturo,- ¿era italiano?

- Mexicano, de Zumpango; pero como sabía música, le pareció que Miguel era un nombre demasiado prosaico, y lo convirtió en Miguelletti. Esto no es extraño, Arturo, pues muchos de vuestros paisanos, con una tez más que bronceada, pretenden pasar por ingleses o alemanes.

- Buen bribón era el tal Migueletti, -dijo Arturo.- Proseguid.

Elena, -continuó Rugiero,- que por primera vez en su vida se veía con un adorador a sus piés, se turbó, se puso, ya pálida, ya encarnada; experimentó, en una palabra, una especie de congestión cerebral que le embargó la voz, y sólo tuvo facultad para responder:

- Sí, sí, quiero a usted, Sr. Migueletti; pero aquiétese usted, por Dios, porque las criadas nos van a observar.

Migueletti obedeció, sacó su pañuelo, lo llevó a los ojos, y triste, y con pasos de héroe de drama, se dirigió al sofa, donde se dejó caer, exclamando con una voz lánguida: -¡También el placer mata, Elena!

- ¿Tiene usted algo? -le preguntó Elena.- ¿Quiere usted un vaso de agua?

- Tengo placer, y sus emociones me aniquilan. Quiero el amor de usted. ¡Oh, Elena, Elena, yo me muero!

Elena, asustada, y viendo que Migueletti quería desmayarse, se acercó, y con un candor digno de ser respetado por un hombre menos inmoral que el maestro de música, le dijo:

- Tranquilícese usted, por Dios; yo quiero a usted mucho, porque usted me quiere a mí.

Entonces el maestro, con mucha delicadeza, le tomó la mano y pasó un brazo por su delgada cintura.

- ¡Cáspita! -dijo Arturo,- el maestro era hombre que lo entendía.

- Ven, Elena, -le dijo el maestro;- acércate, porque tu aliento es el alma de vida. El picarón estrechó entre sus brazos a la muchacha, la que, fascinada, con las mejillas rojas, y casi sin aliento, no tenía valor para defenderse de estas caricias, y habría sido víctima, si no se hubiera escuchado el ruido de una carroza que paró a la puerta. Eran la madre y Margarita.

- ¡Mi madre, mi madre! -dijo Elena asustada, y desprendiéndose de los brazos del maestro.

- Bien, bien, Elena, recóbrese usted y vamos al piano pronto, muy pronto.

En un instante el maestro abrió el piano, desperdigó los papeles de música, y comenzó un duo de la Lucrezia. Elena se limpió con el pañuelo algunas gotas de sudor que corrían por su frente, y tranquila y calmada se puso a acompañar al pianista, teniendo cuidado de sonar la campana y de pedir a las criadas una lumbre, para que la llevasen a tiempo que la madre fuese entrando. Margarita fue la primera que entró; echó una mirada indagadora sobre la hermana y Migueletti, una sospecha penetró en su alma, frunció el entrecejo y se quedó pensativa. En cuanto a la anciana, tosiendo y ahogándose, llegó después, y encontrando todas las puertas abiertas, a la criada que entraba con la lumbre, y a Margarita sentada en un sofá, y al maestro de música encendiendo un cigarrillo, se contentó con decir entre dientes: estas niñas son muy apasionadas a la música.

- No cabe duda en que las mujeres son el mismo demonio, -dijo Arturo.

- Y los hombres no somos menos, -respondió Rugiero.

- El maestro, que notó el semblante un poco taciturno de Margarita, inmediatamente dejó su duo, y con la cara más alegre del mundo se dirigió a ella y le dijo:

- Vamos, señorita, se disipará esa tristeza con que cante usted una aria de la Sonámbula, y tomándole la mano, la condujo al piano.

Elena aprovechó esta oportunidad para retirarse, brincando como una chicuela, y diciendo que ya el maestro, la música, las arias y los duos la tenían fastidiada.

- Me he pegado el más solemne chasco, dijo el maestro a Margarita en voz baja, pues creí encontrar a usted en vez de Elena. Más de una hora he tenido que estar tocando y cantando para divertir a esta criatura.

Hubo algunas explicaciones más entre Margarita y el maestro, de lo que resultó que quedara enteramente tranquila, y que la madre cada vez siguienta más confiada en la virtud de sus hijas y en la honradez del maestro.

Pasados algunos días, se trató de un paseo a San Angel: no era época de temporada, y sólo debían ir la madre, las dos muchachas, un clérigo amigo de la casa y su hermano, que era un curial pobretón que se mantenía de agente de negocios de la iglesia. El maestro fue invitado al paseo, y perfumado y montado en un buen caballo, acompañó a la familia, que cuidó de llevar dentro del coche sus grandes canastas de almuerzo. El paseo fue de lo más fastidioso: llegados a Tizapam, se dispuso el almuerzo debajo de unos árboles. Los concurrentes dieron gracias a Dios porque les daba de comer; el padre bendijo la comida, y todos llenaron el estómago, rezando al concluir el Padre Nuestro. La conversación, en vez de ser de amores, de festines, de saraos, fue de monjas, de religión y de lo corrompido que estaba el siglo. El maestro de música supo llevar la cuerda tan perfectamente, que el clérigo, su hermano y la madre quedaron muy satisfechos; y sólo las muchachas se rieron en su interior, pues estaban perfectamente impuestas del fuego amoroso que abrigaba el alma del artista. Concluída la comida, las niñas importunaron tanto a la madre, que hubo de darles licencia para que montasen a caballo: el maestro estaba listo dando las más amplias seguridades de la mansedumbre del animal, y se condujo con tal prudencia, que sólo paseó a las muchachas sin perder de vista a la madre. Eran ya cerca de las seis de la tarde cuando se dispuso el regreso a México: Margarita se encaprichó entonces en venir a caballo: el hermano del clérigo apoyó este capricho, y la madre consintió en que el maestro fuese el caballero, con tal de que no se despegase de la portezuela del coche; y arreglada así la comitiva, emprendieron el camino admirablemente.

- ¿Con que es decir, -preguntó Arturo,- que el maestro tenía planes?

- Y cómo que sí: reunió ocho o nueve hombres, poniendo a su cabeza a un mozalvete calavera, a quien le gustaba Elena mucho; esta tropa de fingidos ladrones, debía colocarse en una encrucijada, donde se divide el camino para otros pueblos; asaltar el coche, amarrar al clérigo y a su hermano, asustar a la madre y apoderarse por veinte minutos de las muchachas; Margarita debía ser defendida por el maestro, y Elena robada por su nuevo París.

- En verdad, Rugiero, que esta historia me escandaliza y me irrita, y si yo encontrara a ese bribón músico, le había de dar cuando menos una buena paliza. ¡Pobres muchachas! Continuad, Rugiero.

El día había sido claro y hermoso; pero como sucede en México, repentinamente comenzaron a subir de detrás de las cordilleras unas nubes blancas, después pardas, y finalmente negras, preñadas de relámpagos. La calzada en momentos quedó oscura y goterones casi calientes caían con estrépito en las copas de los árboles. Los del coche comenzaron a rezar la letanía, para aplacar la tempestad, y Da. Beatriz gritó a Margarita ordenándole dejase el caballo y se metiera dentro del coche, pero ella se acercó con su caballero a la portezuela y prometió ir muy cerca del carruaje y entrar en él tan luego como arreciase la lluvia. La madre, que como todas las madres son al fin consentidoras, no insistió, y esta fue su falta y el motivo de una gran desgracia. Entretanto llegaron a la encrucijada: un ¡alto! acompañado de un juramento, hizo detener al cochero, e inmediatamente dos hombres enmascarados amagaron con el cañón de unas pistolas a los que iban dentro del coche. En un caso semejante la voz y el movimiento se suspenden, y esto aconteció a nuestros personajes, que no tuvieron aliento más que para encomendar su alma a Dios. Los supuestos ladrones amarraron al clérigo, a su hermano y a la anciana, y el nuevo París sacó de sus brazos a la hermosa Elena, casi desmayada del susto, mientras Migueletti prendía las espuelas al caballo, torcía por una de las encrucijadas, metiéndose por fin en una casa de adobe medio arruinada. La lluvia arreció en ese momento; los truenos se escucharon más fuertes y cercanos, y uno que otro pálido relámpago alumbraba rápidamente estas escenas verdaderamente terribles. Margarita, presa de un vértigo infernal, se retorcía, se desesperaba, clamaba a Dios, maldecía al maestro de música, y en medio de estas angustias, de estos tormentos, se encontraba aislada y en poder del artista.

Al cabo de media hora se escuchó la detonación de unas armas de fuego, que hizo estremecer a los que estaban amarrados dentro del coche; pero pronto apareció, para tranquilizarlos, el maestro de música, diciendo:

- Nos hemos salvado; los ladrones han huído, y Margarita y Elena están seguras.

Desató inmediatamente a las personas que estaban dentro del coche, quienes poco faltó para que se hincaran a darle las gracias.

- ¡Mis hijas!, ¡mis hijas! -fue la primera palabra que pronunció la madre.

- Voy en su busca, -dijo el maestro;- cuidé de esconderlas entre los magueyes, y se han libertado: el que se atrevió a tocar a Elena ha sido castigado por mi propia mano, y creo que va muy mal herido.

El maestro fue por las muchachas y volvió acampañado de ellas, diciendo que nada les había sucedido, fuera del susto que era consiguiente. Ya todos dentro del coche, y mirándose sanos y salvos, comenzaron a dar gracias a Dios y a registrar las bolsas para ver si algo les faltaba; pero con asombro miraron que sus relojes y dinero, así como los pendientes y gargantillas de las muchachas, estaban completos. El maestro contó entonces una historia, en que se hacían notables su valor y generosidad, como la de los caballeros antiguos; y Margarita tuvo que decir que todo era verdad.

En México se comentó de diferentes maneras la ocurrencia de los ladrones; pero el público, aunque malicioso y mordaz, jamás la interpretó desfavorablemente a las muchachas. Margarita amaneció al día siguiente con una fuerte calentura; y el maestro anunció también a la madre, que atacado, a consecuencia del pesar y de la impresión que recibió, de una enfermedad nerviosa, iba a tomar unos baños minerales, y suspendía las lecciones. A Elena, pálida y enfermiza después de este suceso, cada momento se le venías las lágrimas a los ojos.
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