Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoséptimo Capítulo vigésimononoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMOCTAVO

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UN BUEN SACERDOTE

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Arrullado por las ilusiones más bellas; rico y felíz con la esperanza de poseer a Teresa, el capitán se acostó y durmió en su pobre y desquebrajado catre un sueño profundo, tranquilo y delicioso; y muy de mañana se levantó y llamó a su asistente.

- ¿Sabes que tu capitán es muy rico? -le dijo en cuanto lo vió entrar.

- No sé nada, mi capitán, -contestó el asistente.

- Pues hoy mismo mudamos de casa, y vamos a vivir a la calle de San Francisco; tengo más de veinte mil pesos a mi disposición, y ya no tendrás necesidad de molestar a las vecinas para que te presten lavamanos y vasijas, y ...

- Y podrá decirme mi capitán ¿cómo ya hoy es rico, cuando ayer? ... -dijo el asistente, bailándole los ojos de placer.

- Eso no te importa a tí; lo que te importa es que yo te participe algo de mi fortuna; toma esos escudos para que te compres ropa.

Manuel sacó de la bolsa mucho oro y dió un puñado al asistente.

- Pero a mi capitán le hará falta, -dijo el soldado con timidez.

- Obedece y calla, -le interrumpió Manuel,- la Ordenanza manda que jamás repliquen los inferiores a los superiores.

- Está muy bien, mi capitán, -dijo Martín, tomando con una mano el dinero y llevando la otra a su frente en señal de respeto.

- Oye; no te marches aún, que tengo órdenes que darte.

- Mande usted, mi capitán.

- Traeme todo lo necesrio para lavarme, y cuando devuelvas los trastos, da estas seis onzas a esas buenas chicas, que tanta simpatía me tienen, y que me han favorecido en mi pobreza; y dile, que si no fuera porque estoy enamorado perdidamente de una linda muchacha, ellas serían mis preferidas y el ídolo de mi corazón. Reparte luego entre las vecinas estos muebles; tú aprovecha mi colchón y la poca ropa blanca que tengo; concluído lo cual, te irás a nuestra nueva casa, calle de San Francisco, adonde sólo llevarás mi montura y los enseres de limpiar los caballos.

- Pero, mi capitán, si no hay caballos que limpiar.

- ¡Tonto! hoy mismo buscarás un par de lo mejor que haya, cuesten lo que costaren. Demasiado sabes dónde hay caballos y los conoces como soldado viejo de caballería. Con el dinero, todo se facilita.

Martín abrió tamaños ojos, y meneaba la cabeza, como dudando, pareciéndole que era presa de una pesadilla.

- ¡Qué! ¿dudas? -le dijo Manuel.

- No, mi capitán, no dudo ... lo que sucede es que tengo mucho gusto ...

- ¡Bien! haz lo que te he dicho.

Manuel se lavó, se vistió y salió a la calle; recogió su dinero del montero; lo trasladó a una casa de comercio, pagó los gastos que había hecho el día anterior, y se fue a la casa de la calle de San Francisco, en donde ya estaban colocados los muebles más necesarios y el coche a la puerta. Arturo llegó a pocos momentos, y ambos se dirigieron a la calle del Puente Quebrado, a ver al eclesiástico.

Fueron introducidos por la anciana que los recibió la primera vez, a una pieza pequeña, cuyos muebles, que eran muy sencillos, estaban perfectamente limpios; en las paredes había algunas pinturas bastante buenas de Cabrera y de Ibarra, y en una mesa de carpeta de paño burdo azul, varios libros y un Santo Cristo hermosísimo de la famosa escultura guatemalteca; todo lo que había en el aposento estaba colocado con tal simetría y tan aseado, que daba la más perfecta idea del carácter y costumbres de su dueño. Los dos jóvenes se sentaron, y a poco salió el eclesiástico; el mismo que hemos visto asistir a la aventura de Teresa, y cuya dulce fisonomía y maneras suaves no habían cambiado en lo más mínimo; parecía que aquel hombre gozaba de una tranquilidad inalterable, y que las escenas tristes que había presenciado, no habían interrumpido la regularidad de su vida.

- Señores, -dijo al entrar,- disimúlenme ustedes que los haya hecho aguardar, pero estaba tomando una poca de sopa, que es mi alimento a estas horas. ¿Gustan ustedes de alguna cosa? el alimento será frugal, pero ofrecido de muy buena voluntad.

- Gracias, señor, -contestó Arturo,- nuestro objeto es tener una conferencia con usted, sobre asuntos importantes a la tranquilidad de mi amigo el capitán Manuel ...

- Servidor de usted, -dijo el capitán, haciendo una ligera cortesía.

- Y yo de usted, caballero, -contestó el eclesiástico; y luego, volviéndose a Arturo, le dijo:- estoy dispuesto a los que ustedes gusten; y aunque soy un pobre clérigo aislado y retirado del mundo, tendré el mayor placer de serles a ustedes útil en algo. Aquí vivo solo con una pobre anciana que me cuida; de suerte que nadie nos puede escuchar ni interrumpir.

- Pues, señor, -prosiguió Arturo, el capitán es el novio de Teresa.

- ¡Teresa! -interrumpió el padre algo alarmado.

- Sí, señor; de esa infeliz muchacha, que, engañada por su tutor, hubiera sido víctima una noche, a no haber sido por la intervención de usted.

- Pero ¿cómo es posible que sepáis? ...

- Estamos impuestos de una parte del suceso; pero no sabemos la manera con que logró libertarse. Lea usted, -dijo Arturo, presentándole la carta al eclesiástico;- ella misma se refiere a usted, no sólo para la explicación de lo que pasó, sino para que nos aconseje el modo de obrar.

El eclesiástico leyó con mucha atención la carta de Teresa, y devolviéndola a Arturo, dijo:

- Es un compromiso para mí.

- Creo que ninguno podrá resultar, -dijo Arturo,- porque el capitán ama sincera y lealmente a Teresa; usted juzgará, al ver dos jóvenes a la moda, como suele decirse, que se trata de una aventura escandalosa de amor; nada de eso; Manuel desea que Teresa sea su esposa, los amores que desde muchos años han tenido, son lícitos, y jamás ha imaginado manchar la inocencia de una joven desgraciada y por mil títulos respetable.

- Lo entiendo así, y sobre este particular ninguna objeción tengo que hacer; por el contrario, sería para mi una verdadera satisfacción el contribuir de alguna manera a la felicidad de dos personas que se aman; pero; caballero, cuando se hace un juramento, ¿no debe cumplirse?

- Ciertamente, -dijo Arturo.

- Pues yo he jurado no hablar con ninguna persona del mundo una palabra sobre este acontecimiento.

- Pero ¿merece un hombre infame, -interrumpió Arturo con valor,- que se le guarden esas consideraciones?

- El hombre es muy miserable, pero cuando se jura, se toma a Dios por testigo; y a Dios se ofende, si se viola un juramento.

- Es decir, señor, que no podremos saber nada, -dijo el capitán.

- Nada, -contestó el padre.

- El caso es grave, en efecto, -repuso Arturo. Figuraos, señor, una muchacha en un país extranjero, sin amparo ni protección alguna, y entregada a las maquinaciones de un hombre depravado; y además, señor, vos sabéis que en todos los países del mundo, y particularmente en éste, el dinero todo lo puede.

- Es verdad; el caso es grave, -dijo el eclesiástico reflexionando;- y yo no sé qué partido tomar.

- El que nosotros tomaremos, como jóvenes y calaveras, será matar al viejo, -dijo Arturo,- y marcharnos a la Habana: allí recogeremos a Teresa y ... lo demás Dios dirá. Tenemos también dinero, y somos absolutamente libres e independientes: si usted, pues, con prudencia y sabiduría, no se sirve darnos sus consejos, entonces no nos queda más remedio que tomar el partido indicado.

- No, no, de ninguna manera: eso de nada servirá, porque, según creo, ese hombre tiene tomadas sus medidas, y ustedes serían perseguidos en la Habana y en todas partes.

- Pues entonces ...

- Bien, -dijo el eclesiástico resueltamente,- yo debo tomar en todos casos la defensa del oprimido, porque así lo mandan Dios y la religión católica: voy, pues, a contar a ustedes lo que ha pasado; y Dios, que ve mis puras intenciones, me perdonará el haber quebrantado mi juramento.

- Muy bien, padre, -interrumpió el capitán Manuel,- usted es un hombre honrado, que puede servir de modelo al clero.

- ¡Hombre honrado! ¡Modelo! -dijo el padre.- No, señores; yo conozco que voy a cometer una falta, porque el hombre honrado jamás debe faltar a su palabra, y yo voy a hacerlo.

- Pero si lo hacéis, -interrumpió Arturo,- es para protejer a los perseguidos: esa no puede ser una falta, señor.

- Eso puede servir de disculpa; pero como yo conozco que ustedes podrán hacer lo que el mundo llama una calaverada, y la religión un crimen, quiero evitarlo, por una parte, y contribuir, por otra, a dulcificar la suerte de esa joven que me causa un vivo interés.

- Gracias, señor, mil gracias, -interrumpió el capitán algo conmovido y acercando su silla.

- ¿Ustedes saben parte del acontecimiento?

- Sí señor, -respondió Arturo,- yo ví cuando el viejo apoyó el cañón de una pistola sobre la frente de Teresa; yo ví cuando ella se arrodilló para confesarse ...

- Pero ¿cómo si usted lo vio, no procuró evitar? ...

- Desgraciadamente, no pude hacerlo, yo lo ví todo por el agujero de una puerta; pero la puerta estaba cerrada, y aun cuando yo hubiera sacado las fuerzas de un león para derribarla, me ví arrebatado violentamente por un amigo, que fue el que me llevó al paraje en donde pasó la escena. Salí como loco, y en la puerta encontré a un hombre que me impedía el paso, y tan preocupado estaba, que creí que quería asesinarme, alcé mi bastón, le dí un fuerte golpe en la cabeza, y reconocí después al capitán Manuel.

- Es el caso más singular que he oído en mi vida, -dijo el eclesiásticao.- Proseguid.

Arturo contó su viaje a Veracruz; su encuentro con Teresa en el camino; sus explicaciones con el capitán; en fin, todo lo que el lector sabe ya.

- ¡Terribles acontecimientos! -dijo el eclesiástico cuando acabó de oir la relación de Arturo;- y yo juzgo que ese amigo debe tener gran parte en ellos.

- Así lo creo yo, -interrumpió el capitán con cólera,- a ese maldito italiano, a ese aventurero pícaro, a ese Rugiero, que se mezcla en todos nuestros asuntos, le he de arrancar el corazón.

- Paciencia y calma, amigo mío, -dijo el padre,- la felicidad se consigue de otra manera, la violencia no les dará buen resultado. Teresa la aconseja.

- Pero, padre, -le contestó el capitán,- ¿puede haber paciencia para tolerar tamañas injurias?

- Usted habla como militar; pero yo, como eclesiástico, no debo predicar más que paciencia, resignación, confianza en Dios, ¿no es verdad, caballero?

- Es verdad, señor, -replicó Arturo,- además, yo puedo aclarar ese asunto con Rugiero, y acaso nos podrá servir de algo, porque es hombre de astucia y de talento. Si en efecto se ha portado mal, abandonaremos su amistad, y nos manejaremos en lo sucesivo con más cordura.

- Me parece muy bien, -continuó el eclesiástico,- la prudencia, repito, es siempre el mejor medio; y ahora que he escuchado a ustedes, estoy resuelto a decir lo que pasó.

El padre comenzó su relación:

- Fuí llamado para confesar un moribundo; y en cumplimiento de mi deber, acudí en el acto al lugar que se me indicó; me encontré con que en vez de un moribundo, se trataba de confesar una joven hermosa, que estaba en la flor de su vida, llena de salud.

- Todo esto lo sabemos, -interrumpió Arturo,- y también lo que dijo usted al tutor.

- Pues bien, -continuó el padre,- después de haber oído la confesión de la joven, y queriendo, aun a costa de mi vida, evitar el horroroso crimen que se trataba de cometer, salí a echarme a los piés del tutor, y a pedirle, en nombre de Jesucristo, que variara de resolución, y que restituyera a esa criatura a su casa, y la dejase obrar conforme a su voluntad y a su albedrío. El hombre, furioso, y poseído sin duda de Satanás, no quiso escuchar mis súplicas, y se lanzó con una pistola en la mano al cuarto donde estaba Teresa; yo me quedé un momento sin saber qué resolución tomar, pero escuché un grito, y entonces, involuntariamente e impelido por un movimietno nervioso, me lancé al cuarto y llegué a tiempo para desviar la pistola de la frente de Teresa, y que la bala fuese a dar en la mampara, desde donde usted, señor Arturo, probablemente había presenciado parte de la escena.

- ¡Fuego del cielo! -exclamó Arturo,- ¿conque quiere decir que bien me podía haber entrado la bala por el ojo con que yo miraba por el agujero de la mampara?

- Tal vez, -contestó el eclesiástico.

- Entonces, no cabe duda en que Rugiero me salvó la vida.

- Es muy posible, -contestó el padre.

- Continuad, señor, -dio Manuel, que sin mover los ojos estaba atento a las palabras del eclesiástico.

- Todo fue obra de Dios, -prosiguió:- Frenético el tutor, sacó inmediatamente otra pistola, y la dirigía ya contra mí, cuando un mocetón que tenía trazas de ser un sirviente doméstico, cogió fuertemente los dos brazos de D. Pedro, y sacudiéndolo con fuerza, hizo que el arma cayera de sus manos. ¿Cómo entró este hombre? ¿dónde estaba? es lo que yo no sabré explicar: después sólo he sabido que es criado de D. Pedro y que es mudo. D. Pedro, lleno de rabia, profería horrendas maldiciones, y como un endemoniado arrojaba espuma por la boca, y se retorcía como una culebra; pero todo en vano, porque el criado lo tenía asido como con unas tenazas de hierro; yo no sabía lo que pasaba por mí, y Teresa, pálida y temblando, estaba inmóvil como una estatua.

- ¡Pobre Teresa! -interrumpió el capitán.- ¡Oh! ¡padre, padre! ese hombre no paga, ni con mil vidas que tuviera; yo siento aquí en el corazón una cosa, que no me dejará ser felíz sin la venganza.

- La felicidad, caballero, está en la virtud únicamente. Hay en el cielo un Dios que nunca deja sin castigo los crímenes, y él castigará a D. Pedro, que es realmente un asesino; si no fuimos víctimas Teresa y yo, fue porque el Señor de los cielos no lo permitió.

- Proseguid, señor, -dijo Arturo, a quien, como debe suponerse, le interesaba también esta narración.

- Creo que como un cuarto de hora, que me pareció un siglo, permaneceríamos todos en la posición que acabo de describir, hasta que D. Pedro exclamó con una voz convulsa:

- ¡Oh! ¡me muero, me muero!

- Sus facciones se desencajaron; y, sin fuerzas, quedó como muerto en brazos del mudo. Yo, al principio creí que los esfuerzos que había hecho para desasirse, y la cólera que lo ahogaba, habían agotado sus fuerzas; pero notando que su respiración era trabajosa, y que arrojaba espuma por la boca, me acerqué, y le dije:

- La cólera, Sr. D. Pedro, ha originado sin duda este ataque; ya veis, Dios os ha castigado inmediatamente, por la abominable acción que ibais a cometer.

- No, no es la cólera, -respondió con una voz apagada,- es un veneno, sin duda, porque siento un infierno en el estómago; me muero; pero no es Dios el que me mata, sino la infamia de los hombres; este pícaro mudo, sin duda, me habrá envenenado ... ¡Oh! ¡qué ardores tan horribles! -exclamaba retorciéndose y dando gritos.

- Bien, Sr. D. Pedro, -le dije con cuanta dulzura y suavidad me permitía el estado de turbación en que me hallaba;- es preciso ahora arrepentirse de los actos de violencia que ha cometido usted contra la sociedad y contra Dios. Quizá pocos momentos quedan a usted de vida, y es necesario aprovecharlos: todo lo que existe en este mundo es humo y vanidad; y lo que sigue en la otra vida, después del juicio inexorable de Dios, es eterno.

Me pareció que estas palabras ablandaban el corazón de D. Pedro, y continué.

- Tampoco la felicidad de esta vida se consigue por medios violentos y criminales. ¿Cuál sería el remordimiento que destrozaría el corazón de usted si hubiera asesinado a esta niña inocente, o a mí, que venía en la creencia de ayudar a un moribundo a salir de esta tierra de duelo y lágrimas? No me he engañado, D. Pedro; y Dios acaso me ha conducido aquí para salvar su alma; vamos, amigo mío ... que esta niña vuelva a su casa; déjela usted obrar con libertad ... y yo oiré la confesión de usted, y abriré para su alma la misericordia de Dios: no hay pecados, por grandes que sean, que no los borre un arrepentimiento sincero.

- Sí, sí; haré todo lo que usted quiera, padre; pero antes es preciso que me jure usted, por Jesucristo, que lo que aquí ha visto, no lo revelará a nadie en este mundo.

Mirando que cada vez se debilitaba más la voz de D. Pedro, y temiendo que muriese impenitente, le respondí:

- Muy bien; juro por Jesucristo, que a nadie diré lo que aquí ha pasado.

- Ahora, para que pueda yo arrepentirme sinceramente, me dijo,- es menester que esta mujer me jure que nunca, nunca, se casara con ese pícaro y prostituido oficial que llaman el capitán Manuel.

El capitán al oír esto hizo un movimiento de cólera y se tiró fuertemente del bigote; Arturo, que lo observó, no pudo menos de sonreir; el eclesiástico continuó;

- Reflexione usted, Sr. D. Pedro, que al juez que juzga, no le imponen condiciones: su alma de usted está en peligro de eterna condenación, y el ministerio sagrado que ejerzo en la tierra me obliga a procurar su salvación.

- Pues en ese caso, -dijo D. Pedro,- prefiero mi condenación eterna: no, no quiero abrigar en este momento en mi cabeza la idea de que Teresa pueda ser de ese malvado capitán; y no uno, sino mil infiernos prefiero, a verla unida con él ... Retiraos, padre, idos de aquí.

- Yo, desesperado de convencer a esta naturaleza infernal y depravada, me levanté e hice un movimiento para marcharme; pero Teresa, que había permanecido inmóvil, mirando con los ojos fijos y espantados esta escena, me tomó por la mano y me dijo:

- ¿Os vais, padre? ¿os vais y me dejáis aquí sola, en esta casa con este hombre? ¡Oh, no! ... yo me condenaría también, si fuese la mujer de este malvado.

- Silencio, Teresa, no os abandonaré; pero es menester que hagamos algo por el alma de este infeliz: mirad, su rostro está muy desfigurado; y acaso esta noche morirá.

- Sí, padre, haré todo lo que queráis, menos jurar lo que este hombre desea.

- Padre, -dijo D. Pedro,- si Teresa juara no hablar nada de lo que ha pasado, ni ser esposa del capitán, yo la pondré en posesión de sus bienes; la amaré y la trataré con el cariño de un padre.

- No dirá nada de lo que ha pasado, -le contesté yo;- pero tampoco debe vivir con vos, después de esta escena, ni puede jurar el no casarse ... pero todo esto se arreglará después.

- Sí, después ... cuando esta mujer salga y vaya a denunciarme y a contarle todo a su amante para que a la hora de mi muerte tenga mi casa rodeada de esbirros y de escribanos ... No, no; quiero morir siquiera con el placer de la venganza, aunque una legión de diablos se lleve mi alma.

Al decir esto, hizo un esfuerzo violento para levantarse y tomar la pistola, que estaba en el suelo a poca distancia de él; pero el mudo lo volvió a sujetar fuertemente, y cayó de nuevo en un profundo abatimiento. Yo retrocedí espantado, pues no concebía que la depravación pudiese llegar hasta ese extremo: el mudo me hizo una señal de incredulidad, como si hubiera querido decirme: este hombre no está malo, y es una serpiente que en cuanto pueda mover la cabeza, morderá. Yo participaba de esa convicción; pero como veía su rostro horriblemente desfigurado, temía por su vida; y así, armándome de paciencia y queriendo sacar partido de las circunstancias, me acerqué, y continué:

- Sr. D. Pedro, sin duda el infierno se ha apoderado de su alma de usted, pues veo que aun intenta cometer un crimen, cuando positivamente está usted en las orillas del sepulcro, pues su fisonomía está cadavérica.

- Sí, sí, el estómago me arde, como si tuviera llamas dentro: este verdugo que me tiene asido me ha envenenado ... Lo perdono.

- Bien, muy bien, -le dije con mucha alegría;- esa palabra que ha salido de la boca de usted me hace concebir las esperanza de que la misericordia de Dios aun puede venir sobre el pecador. Ahora voy a proponer a usted un medio eficaz para que todo se arregle: esta señorita nada dirá de lo que ha pasado; yo la llevaré a una casa segura, donde permanezca en depósito, y allí no la verá nadie más que yo: cuando usted sane de este ataque, entonces determinaresmos con más calma sobre su suerte.

- No, en un depósito, no; el capitán le escribirá, la arrebatará de allí, y me pondrán pleito; y mi reputación ... ¡Oh, no! eso es lo mismo que nada ... dentro de pocos días todo se sabrá ...

- Pues vea usted; entonces entrará en un convento.

- Tampoco, tampoco, -dijo D. Pedro.

- Pues entonces, D. Pedro, -le dije resueltamente,- he cumplido con mi obligación, y dejo a usted; pero me llevaré a esta joven, porque también Dios me manda proteger al inocente y al perseguido.

Así que D. Pedro vió mi resolución, lo que no pudieron las palabras persuasivas de la religión, lo pudo el temor.

- Padre, -me dijo,- veo que usted tiene mi suerte y mi reputación en sus manos, y debo hablarle francamente: creo que estoy envenenado, pues sufro dolores agudísimos; pero creo que no moriré. De lo que estoy persuadido es que este lance se descubrirá, y de entonces ... Para evitar esto, lo que me ocurre y a lo que accedo es a que esta misma noche se marche Teresa en la diligencia de Veracruz y se embarque para la Habana, y que ustedes me juren de rodillas, y por el Dios que adoran, que nada se sabrá de esto: el mudo no puede hablar, y de ese nada temo. Si ustedes me prometen esto, yo juro, en cambio, arreglar los asuntos de Teresa; ponerla en posesión de sus bienes y dejarla en libertad para que se case con quien quiera. He cometido muchas faltas, arrastrado por mi insensata pasión a Teresa y por mis celos; pero todo se olvidará; de todo me arrepentiré.

En cuanto Teresa oyó este razonamiento del tutor, exclamó:

- Sí, yo todo lo olvido, todo lo perdono; no diré jamás, jamás, nada de lo que ha pasado; y me iré donde quieran; al fin del mundo, si fuere necesario, con tal de tener algún día una esperanza de felicidad.

- Ya lo oís, D. Pedro, -dije yo;- Teresa promete todo lo que queráis; Teresa se marcha ... ¡Pero sola, sin un compañero!

- Sí, sola ... sola ... dijo ella; de cualquiera manera.

- Pues bien, padre, -dijo D. Pedro;- a vuestro cargo queda disponerlo todo: id a mi casa por mi coche.

Yo lo que quería era que se concluyese esta penosa escena; y Teresa, que lo que ansiaba era huir de la presencia de su tutor, nos entendimos con una mirada, y haciendo señal al mudo para que se quedara, salí y volando fuí por el coche y volví inmediatamente. A don Pedro, casi en peso tuvimos que meterlo, y Teresa y yo entramos también en él: cuando llegamos a la casa, dejamos a aquel en su lecho y ordenamos que se llamase un médico. Teresa acomodó de prisa en un baul trajes y ropa blanca, se proveyó de la gaveta de D. Pedro del dinero necesario y nos marchamos a la Casa de Diligencias, donde felizmente se encontró un asiento en el coche de Veracruz.

- Y bien, señorita, -le dije a Teresa cuando estuvimos solos en uno de los cuartos,- lo que ha pasado me ha parecido una visión infernal; aun dudo si es cierto o si es un sueño.

Teresa no me contestó, sino que se echó a llorar.

- Pues si no queréis marchar, hay facilidad de poneros en una casa de respeto, en donde permaneceréis oculta, hasta tanto se toman providencias para vuestra futura seguridad.

- Recordad, señor, que hemos jurado no descubrir a nadie lo que acaba de pasar; y aun cuando lo debiéramos hacer, ¿cómo quedaría mi reputación en el momento en que los tribunales tomaran parte en este asunto? Manuel acaso me aborrecerá y mi tutor es capaz de inventar las más atroces calumnias.

Yo me quedé reflexionando un momento qué pruebas se podrían presentar en un juicio para acusar al tutor.

- ¡Y cómo que se pueden presentar pruebas! -interrumpió Arturo; yo y Rugiero podremos atestiguar que hemos visto ...

- Enhorabuena; eso podrá ser para más adelante; pero entonces yo ignoraba que ...

- Es verdad; soy un imbécil, -contestó Arturo.

- Padre, -me dijo Teresa,- yo tengo un horror invencible a mi tutor; y todavía, cuando un mar me separe de él, no me creeré segura. Es muy cruel separarse de un amante, aunque vos que sois un sacerdote, no sabéis lo que es un amor ardiente; pero no veo otro remedio ... Yo quiero huir lejos, muy lejos de aquí; y el cielo he visto abierto, cuando mi tutor propuso que me alejara. Aquí padre, indudablemente seríamos víctimas Manuel y yo; y aunque lo deje a él aquí, a él, que es mi alma, mi corazón y mi existencia, quiero partir sola, en diligencia, a pie, o como sea posible. ya que sois tan bondadoso conmigo, mi único encargo consiste en que procuréis que Manuel, venciendo cuantos inconvenientes encuentre, venga a reunirse conmigo a la Habana: yo le escribiré, si Dios permite que llegue con vida, y él os buscará: aconsejadle entonces lo que deba hacer.

Conocí que, en efecto, lo mejor era decidirse por este paso, y dándole cuantos consejos e instrucciones me parecieron convenientes, me despedí, deseándole en el fondo de mi corazón la felicidad y la calma. Al día siguiente me fuí a ver a D. pedro, y lo encontré aún bastante enfermo; luego que me vió entrar me tendió la mano, y me hizo seña de que me sentara.

- Teresa, -le dije,- a esta horas está muy lejos de aquí.

- ¿De veras, padre? -me interrumpió vivamente.

- Lo aseuguro; y también que ni una sola palabra sabrá ninguna persona de lo que ha pasado. Así, en cuanto a la sociedad, podréis estar tanquilo; pero en cuanto a vuestra conciencia, temo, D. Pedro, mucho, pues habéis ofendido a Dios gravemente.

- ¿Qué queréis, padre? yo estaba poseído de un frenesí, de un ataque de locura: y de veras estoy reconocido profundamente a vuestra caridad, pues vos me habeis salvado el honor, la vida y ... hoy os lo debo todo.

- Mucho me alegro de que penséis así; mi oficio es dispensar protección a los afligidos y ejercer la caridad cristiana con todos mis semejantes, sin tener derecho a su gratitud, sino sólo a que Dios me recompense con su infinita clemencia y misericordia.

- ¡Pobre Teresa! -dijo D. Pedro suspirando,- ahora me pesa que se haya marchado. Sería una buena muchacha, si no tuviera la loca pasión por ese capitán, que positivamente no haría más que tirarle todo su dinero y hacerla muy desgraciada. Y a propósito, ¿habéis visto al capitán?

- No le conozco, he oído hablar a esa niña de él, y nada más; pero yo de todas maneras opino que este asunto debe arreglarse dentro de casa, con calma y con meditación para obrar como sea justo.

- Decís muy bien, y repito que he sido un loco, un insensato, que he estado a punto de perderme.

- Recordad, D. Pedro, que habéis prometido poner a Teresa en posesión de sus bienes, y dejarla que obre con toda libertad. Yo no tengo interés en que se case con este o con el otro; pero sí, hablando francamente, creo que con vos nunca será felíz, ni vos con ella.

- Es verdad, -dijo D. Pedro con despecho,- soy viejo y de una figura desagradable, y ella es joven y hermosa.

- No es esa la principal causa, sino que su corazón, según he podido comprender de anoche acá, que es cuando conozco de ustedes, es de otro.

- Sí, de otro, de otro, -dijo D. Pedro con despecho;- pero luego, con mucha calma y resignación, continuó:

- Yo debo vencer mis pasiones, padre, y vuestros consejos me serán siempre de mucha utilidad: vos conocéis ya mi conciencia, mis pasiones, mis pecados, como si me hubiese confesado con vos. ¿Juráis ser mi amigo? ¿juráis hablarme siempre con la energía y verdad con que me habéis echado en cara mis faltas?

- De buena voluntad, le contesté.

- Gracias, -me dijo estrechándome la mano;- vos sois el consuelo de los desgraciados, y yo también soy desgraciado. En prueba de mi buena fe, os voy a suplicar que escribáis una carta, que irá por el paquete inglés, y que servirá a Teresa de recomendación a su llegada a la Habana.

Me senté, y D. Pedro me dictó una expresiva carta para uno de los más distinguidos personajes de la Habana, en que decía que siendo el viaje de Teresa motivado particularmente para mejorar su salud, asistiera en cuanto se le ofreciese, ministrándole el dinero que pidiera, cualquiera que fuese la cantidad. Con una mano trémula firmó, y después me dijo:

- Ya veis; un hombre que se porta así, no es una persona de quien se pueda desconfiar.

- Es verdad, D. Pedro, es verdad, -le respondí,- y os doy las gracias, por el interés que tengo en la felicidad de Teresa: creo que ya en lo de adelante no habrá motivo de desagrado, y que todo se arreglará bien.

- Tantos deseos tengo de ello, y tanta confianza en vuestra discreción, que os doy facultad para que si encontráis al capitán Manuel arregléis este asunto con él como creáis mejor, evitando siempre que llegue el extremo de un casamiento; pero si eso no fuese posible, con tal de poner en tranquilidad mi conciencia y de borrar mis culpas, accedo a que se casen, y les daré sus bienes, que para los pocos años que me restan de vida, con cualquier cosa me basta.

- Yo, entusiasmado con el lenguaje de D. Pedro, tuve impulsos de abrazarlo, pero entró el médico, y me despedí, prometiéndole que lo vería con frecuencia, y me dirigí a entregar la carta que he referido a la persona que me indicó. Mi primer cuidado fue buscaros, señor capitán; pero toda diligencia ha sido inútil, y lo único que logré saber fue que habíais sido despachado a Chihuahua por orden del gobierno, lo cual se me confirmó por un empleado del ministerio de Guerra, a quién pregunté.

Esto es lo que ha pasado, y ya que en obsequio de todas las personas interesadas en este suceso, he revelado un secreto que debía guardar eternamente en mi pecho, os exijo una sola cosa, y es la prudencia. Decidme, ¿qué juicio formáis de D. Pedro?

- El que yo formo, -dijo el capitán,- y hablando con la franqueza de un soldado, es que ese viejo es un pícaro y vil escarabajo, que debía ser matado a escobazos por una cocinera, porque no merece ni la honra de que le de la muerte la espada de un hombre de honor.

Arturo sonrió por la calificación que hizo el capitán, y a su vez, dijo:

- Lo que me parece que hay en el fondo del negocio es que el viejo queria quedarse con el dinero y con la muchacha, y que para eso se valió de una infamia, y quiso hacer una comedia que aterrorizara a la criatura.

- ¡Cáspita! -interrumpió Manuel;- ¿y el balazo que tiró, y que debió haberle entrado por el ojo?

- Todo eso fue farsa, Manuel, y nada más: el hombre nunca se habría atrevido a matar a Teresa; y si consintió en el viaje a la Habana, fue para quedar dueño del campo y disponer a su antojo del dinero, no dar cuenta y quedar riquísimo, más de lo que está.

- Yo no sé, -dijo el padre,- si sería comedia o no; lo que puedo asegurar es que ese hombre estaba frenético, y dispuesto, en mi juicio, a cometer cualquier crimen. Ahora se habrá arrependito, porque estas cosas son altamente ridículas para un hombre de su edad y de su reputación en el mundo; en cuanto a mí, creo que cumplí con mi deber.

- Lo que he dicho, padre, -replicó Arturo con mucha jovialidad, y dándole suaves palmadas en el hombro, -no es por ofenderos: os digo con verdad que sois un excelente eclesiástico, caritativo, amable, de talento, de discreción y de virtud.

El padre bajó los ojos y se sonrojó.

- Arturo dice la verdad, padre; y aunque hay una gran diferencia entre unos muchachos mundanos y un eclesiástico virtuoso, creo que seremos amigos: nosotros no tenemos mal corazón; y si cometemos faltas y calaveradas, esto no hará que nos rehuseis, ni vuestros consejos ni vuestra amistad.

- De ninguna suerte, -contestó el clérigo:- seremos amigos sinceros, y os ayudaré de buena voluntad a todo lo que sea justo y honrado; en cuanto a consejos, poca capacidad y experiencia tengo; pero ...

- Afuera cumplimientos, -dijo con tono de franqueza Arturo:- ya somos amigos, y por tanto la etiqueta no es necesaria; decidnos, pues, con franqueza cómo se debe obrar en este caso.

- Yo, por las visitas que he hecho posteriormente a D. Pedro, -respondió el eclesiástico,- me he convencido plenamente de que el hombre ha cambiado de ideas, y de que está expuesto a un avenimiento: el amor debe de haberse amortiguado con la ausencia, y en cuanto al dinero, que es la pasión que indudablemente lo domina, supuesto que ni Teresa, ni el capitán fijan su atención en él, se puede celebrar una transacción, que a él lo deje rico y que a los dos esposos les proporcione con qué vivir cómodamente, y hasta con lujo, sobre todo si este caballero corrige un poco sus calaveradas.

- Es fuerte cosa transigir así con un hombre tan malvado.

- Pero no hay otro arbitrio, -dijo el padre,- para que esto tenga un felíz término: si ustedes quieren llevarlo por las vías de la justicia, eso es otra cosa; pero creo que les costará mucho dinero, que ocasionarán escándalos, y por último, que el resultado se hará esperar mucho; y no sabemos cuál será.

- El padre dice muy bien, Arturo: yo en cuanto a dinero, tengo ahora lo bastante para algunos meses, y con tal de que Teresa sea mía, seré capaz de ceder al viejo, por mi parte, todo el caudal.

- Pues bien, padre, supuesta la voluntad del capitán, ¿qué le parece a usted que se haga?

- El paso es muy sencillo: el capitán, sin darse por entendido de lo que ha pasado, debe ir a casa de D. Pedro, y tener una explicación con él. Probablemente accederá, y entonces el capitán, con licencia del gobierno, se marchará a la Habana: allí se casará con Teresa, y después quedará libre, o para volverse a México, o para dirigirse a Europa.

- No puede ser más brillante para mí la perspectiva, -dijo el capitán;- pero es un paso muy duro tener que humillarse ante un malvado.

- No se trata de humillaciones ni de bajezas, -contestó el padre.

- Pues recordando yo lo que ha pasado, no podría contenerme, y entonces todo se echaría a perder.

- Vamos, -dijo el padre,- es menester una poca de calma; vos sois un hombre de mundo, y debéis dar este paso.

- Por la felicidad de Teresa a todo me resigno, -contestó el capitán.

- Pues bien; puesto que estamos convenidos en esto, -dijo el padre,- yo quiero que el Sr. Arturo me haga algunas aclaraciones.

- Las que usted quiera; y ahora deseo positivamente que usted me ocupa, para acreditarle mi amistad.

- Muy bien; se trata de un asunto que considero como mío; y en el que usted me puede servir de mucho ... pero ahora estamos ya fatigados, y yo tengo que practicar, antes que hablar con usted, algunas indagaciones más: permítanme ustedes, pues, que los cite para dentro de tres días, tiempo en que el capitán habrá tenido ya sus explicaciones con D. Pedro, y en que ya podremos hablar también de este otro asunto.

- Perfectamente, -dijeron los jóvenes; y repitiendo al buen eclesiástico sus protestas de amistad y reconocimiento, quedaron emplazados para reunirse a los tres días.

- Es un excelente clérigo, -dijo Arturo al subir al coche,- y aunque de costumbres y carácter distinto, debemos considerarlo como amigo.

- Estoy contento de él, aunque creo que podría haber evitado la marcha de Teresa, y puesto en apuros a ese malvado viejo.

- ¡Qué quieres! demasiado hizo, no siendo el interesado. Tú debes estarle muy reconocido ... Pero ¿a dónde vamos?

- A casa de D. Pedro, -dijo Manuel;- recuerda que el vapor sale pronto y yo de una vez quiero escribirle minuciosamente a Teresa lo que pasa.

- ¿Estás seguro de que no cometerás una torpeza en esta peligrosa entrevista?

- Sí lo estoy: un hombre rico, felíz y de mundo, como soy yo, no comete jamás torpezas, -contestó Manuel con una perfecta seguridad.

- Entonces no hay que contradecirte: esta noche a las ocho estaré en tu casa; tomaré cualquier friolera, y nos iremos en seguida a la tertulia de Aurora.

- Ve un poco más temprano, y juzgaremos de la habilidad de un cocinero francés que he tomado.

- Convenido.

El coche llegó a la casa de D. Pedro; Manuel entró, y Arturo se fue a la suya a concluir la lectura de El judio errante, obra que le tenía preocupado y entretenido sobremanera.
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