Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoctavo Capítulo trigésimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMONONO

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ACTO DE CONTRICIÓN

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Para que no se pierda el hilo de esta historia, necesitamos imponer al lector de algunos pormenores relativos a D. Pedro.

Luego que estuvo en su recámara, donde hemos visto que lo dejó el eclesiástico, llamó a la cocinera y a la ama de llaves, y fingiéndose muy enternecido, les dijo:

- Muchachas, tengo que darles la funesta noticia de que su ama, la virtuosa Teresa, ha partido para San Luis Potosí esta noche misma; el pesar me ha puesto en un estado tal, que me ha sido imposible acompañarla.

- Pero señor, -dijo María Asunción, que era el ama de llaves, ¿cómo tuvo su merced valor de dejar ir sola a la niña?

- ¿Qué habría de hacer, hijas mías? Es necesaria su presencia en San Luis, para que entre en posesión de una valiosa finca de campo que le pertenece, y un solo día de dilación habría ocasionado el que el negocio se perdiera; yo no tengo más fin que dejar a esta criatura rica y felíz, cuando me muera; con eso no omito sacrificio; y aun el de mi vida haré si es preciso.

- ¡Pobre niña! -dijo María Asunción;- ¿cuándo la volveremos a ver?

- Muy pronto, -contestó D. Pedro;- pero yo, quién sabe si lograré esa dicha, porque soy ya de una edad avanzada, y me siento muy malo ... Ya se ve, el golpe ha sido terrible ...

- Está su merced muy desfigurado, -le dijo María Asunción.

- Sí, hija mía; estoy bastante malo: haz que entre el médico.

- Sí, señor.

- Ustedes retírense. ¡Ah! ... se me olvidaba, ¿ha venido el mudo?

- No, señor.

- Bien; retírense, y yo las llamaré cuando sea necesario.

El médico entró, tomó el pulso a D. Pedro y le preguntó lo que sentía.

- Es una fuerte indigestión, -contestó el médico, después de haber escuchado la narración, y creo que hay también alguna bilis.

- Todo se ha reunido, doctor, -contestó D. Pedro,- pues un hombre que, como yo, tiene que lidiar con abogados y con jueces, no deja de hacer sus cóleras, a pesar de que yo, por naturaleza, soy hombre pacífico.

- Eso, y el haber comido tanta cantidad de sopa de rabioles, ha puesto a usted en este estado; pero aun es tiempo de calmar el mal. Voy a recetarle a usted de pronto un vomitivo y unos pozuelos, que tomará usted cada dos horas; que inmediatamente vayan a la botica.

D. Pedro sonó la campanilla y corrieron; María entró a la botica por la medicina.

- Con que dejo a usted, D. Pedro; si alguna novedad hubiere, me mandará usted avisar.

- Gracias, doctor, gracias; me siento un poco mejor en este momento, y creo que con las medicinas y con un rato de sueño, me restableceré.

Como debe suponerse, las medicinas fueron administradas a D. Pedro con tal eficacia y cariño de parte de las criadas, que a cosa de las dos de la mañana logró conciliar el sueño. Al dia siguiente amaneció bastante estropeado del combate que había sostenido, pero demasiado tranquilo respecto de su vida, pues la escena de la noche anterior, no fue más que una comedia, para intimidar a Teresa, y procuró que el eclesiástico mismo le abriera un camino para terminar de la mejor manera posible la peligrosa tentativa que había hecho.

- Vamos, -dijo el viejo, apoyando su cabeza en la cabecera de la cama;- soy el hombre más imbécil del mundo, y prometo no volverme a guiar nunca por ajenos consejos. En resumidas cuentas, ¿qué he hecho yo? Nada; correr el inminente peligro de aparecer como un asesino, caer tal vez en manos de un juez, cosa que me habría perjudicado bastante, a pesar de que mi reputación está bien sentada, y de dar materia a esa turba de chismosos y enredadores, que se llaman periodistas, para que entretuviesen al público a mi costa. Por lo demás, estoy tranquilo; tengo oro, y este es el medio de ganar los corazones. Si naufraga la muchacha, entonces ya no hay cuestión; la fortuna será enteramente mía, y esto me consolará un tanto de su pérdida; pero si llega sana y salva a la Habana, no dejará de escribir al pícaro del capitán y a todos sus conocidos, y quién sabe si entonces habrá algún resultado ... Lo mejor es alejarla lo más que se pueda; yo arreglaré mis negocios y me marcharé a Europa ... Pero es menester actividad.

D. Pedro sonó la campanilla, María de la Asunción entró.

- Mira, hija mía, tráeme una taza de atole y un poco de azúcar; envía un recado a D. Juan Alonso Quintanilla, diciéndole que me hallo enfermo, y que necesito verlo, y después haz que llamen a D. Pascual el barbero.

- ¿Se va su merced a rasurar?

- No; mañana acaso lo haré, pero necesito hacerle el encargo de que me busque hoy unas navajas inglesas.

- Muy bien, señor; ¿y cómo se siente su merced?

- Mucho mejor, María; te lo agradezco. Haz lo que te he dicho.

La criada salió a ejecutar las órdenes de D. Pedro, y le introdujo a poco rato en una curiosa charola, y en brillantes trastos de porcelana, el alimento que había pedido.

Quintanilla no dilató, pues vivía cerca de la casa de D. Pedro.

- ¿Qué es eso, amigo? ¿Usted en cama? ¿Qué ha sucedido?

- Una indigestión fuerte; pero estoy mejor.

- Me alegro. ¿Qué se ofrecía?

- Voy a hablar a usted de un asunto, pero en mucha reserva.

- Lo que usted quiera, vamos ... ya sabe usted que soy su amigo.

- Pues ha de saber que Teresa, de quien sabe usted que soy tutor, y a quien he mirado como una hija, ha cometido la locura de enamorarse de un oficial borracho, jugador y tormentista; de un oficial que es, no sólo un calavera, sino de pervertidas costumbres. Como no había medio de evitarlo, y temía yo que la muchacha fuese deshonrada; y mi casa, donde hace muchos años no hay más que recogimiento y virtud, teatro de escándalos my graves ... me pareció prudente enviarla a la Habana; anoche formé una resolución pronta sobre esto, y ya la tiene usted en camino para Veracruz. Ya ve usted, en este país no hay justicia ... estos militares la echan siempre de altaneros y de matones, y luego el fuero ...

- Muy bien pensado, -dijo, Quintanilla, que era un español viejo, de ideas absolutamente cerradas y añejas, y que no concedía a las muchachas libre albedrío para disponer de su corazón y de su mano.

- ¿No le parece a usted que no había más recurso?

- ¡Cómo si había! -dijo Quintanilla.- Yo la habría encerrado en un cuarto, y condenado a pan y agua, y ya habría visto usted cómo el hambre le hubiera quitado el amor. En cuanto al calavera, lo que usted debe hacer es procurar en la comandancia general que lo manden a un presidio, a la frontera o a los infiernos.

- Qué quiere usted, Quintanilla, yo soy muy blandito y muy compasivo; yo no puedo contrariar mi corazón.

- Conmigo habían de topar esos amores; acuérdese usted de lo que hice con Micaela, la huérfana; la sumí en el convento, y la hice profesar; ella lloró, se desesperó, hizo mil protestas y dijo que se había de matar y ... qué sé yo cuántas cosas; pero el caso es que hoy es una santa, y estoy firmemente persuadido de que me deberá su salvación.

- Para evitar medidas extremas, lo que yo deseo es alejar más a Teresa, porque el capitán es hombre resuelto, y muy capaz de marcharse a la Habana. Los viajes y la ausencia distraerán a Teresa, y quizá en España le podremos proporcionar un marido que haga su felicidad.

- Bien, bien; una vez que piensa usted así, hágalo; ¿en qué puedo servirle?

- Quiero que me proporcione usted una persona que vaya a la Habana, y que haga que Teresa se embarque para Cádiz, y la acompañe. Pero que esta persona sea de mucho secreto y resolución.

. Pues cabalmente yo puedo proporcionar a usted una que ni mandada hacer; se llama Bolao; es hijo de aquel gaditano muy honrado y muy gracioso, que tenía la antigua tienda de abarrotes de la calle de Venero. Es dependiente de la casa de nuestro amigo Fernández, que ha sido víctima en la quiebra de la casa de Revuelta, lo manda justamente a la isla de Cuba a arreglar ese asunto; yo le hablaré a su amo, y él se encargará gustosamente de servirnos.

- Vea usted; sería bueno no decirle una palabra, sino darle instrucciones por escrito y en carta cerrada, que no deberá abrir, hasta que se halle en la Habana.

- Bien, bien, -dijo Quintanilla;- todo lo que sea procurar el mayor secreto, es mejor.

- Le pagaremos muy bien; llevará carta abierta para la Habana, -dijo D. Pedro;- pero lo único que temo es que no se vaya a enamorar de Teresa.

- No, no haya cuidado; y sobre todo, ese peligro también existe en la Habana, donde hay tanto mozalvete; así es, que para evitarlo, lo mejor sería que usted fuese en persona.

- Imposible, por ahora; estoy lleno de complicaciones; las cuentas sin concluir; y sobre todo, tengo un pleito en San Luis, pendiente de fallo, que perdería si me separara de aquí; y ¡vamos! en el asunto se versan ciento cincuenta mil pesos.

- Bien, bien, -respondió- Quintanilla, los negocios son primero que nada; pero no tenga usted cuidado; ponga usted las cartas, y de mi cuenta corre allanar lo demás.

- Perfectamente, fío en usted. Las cartas las tendrá usted mañana; y agite usted para que el Bolao salga lo más pronto posible.

- Bien, bien, será usted servido. ¿Se ofrece otra cosa, D. Pedro?

- Que no economice usted tanto sus visitas.

- Bien, bien, veré a usted seguido, cuando me lo permitan los negocios.

El Sr. Quintanilla salió, y el maestro barbero entró en seguida.

- Sr. D. Pedro ... ¿qué ha sucedido? ... pobrecito de mi amo, que se halla en cama. ¿Hubo anoche alguna novedad?

- No, ninguna, maestro: una indigestión muy fuerte, es todo; pero estoy mejor. Vamos, dame cuenta de la policía.

- Pues, señor, hay cosas muy importantes.

- Dí, ¿cuáles?

- Pues, señor, en las inmediaciones de la casa que usted sabe, un hombre dió a otro un fuerte bastonazo en la cabeza y lo lastimó.

- ¿Y quienes eran esos hombres?

- A uno no lo conozco; pero al herido sí lo conocí, pues el sereno y yo lo vimos con el farol.

- ¿El sereno? ...

- Sí, el sereno, -dijo el barbero,- pues ya sabe usted que como le doy sus galitas, y él es un buen muchacho, hace todo lo que le digo.

- ¿Y quién era el hombre herido?

- ¡Quién había de ser! el capitán a quien mi amo aborrece de muerte.

- ¡El capitán! -interrumpió D. Pedro, azorado;- y ¿quién lo hirió?

- Ya dije a mi amo que el otro no lo conozco ... pero mi amo sabrá ...

- ¡Cómo sabrá! ... Gran pícaro, pues ¿qué crees que soy un asesino? Si tú y el sereno lo hubieran acabado de matar, era otra cosa ...

- Mi amo no se enfade, pero como no ha dicho nada ...

- Ni soy capaz de decir; yo lo único que te he encargado, y para lo cual te doy más dinero del que puedes gastar en tus vicios, es que observes ciertas cosas que poco me interesan, pero que ... necesito saber, para la tranquilidad de una casa virtuosa y recogida como esta.

- Mi amo me perdonará, pero yo no lo sirvo por dinero, sino por agradecido, porque siempre me acuerdo de que su merced me libró de la muerte ...

- No hablemos de eso; ¿qué sucedió con el capitán? murió, o ... Apuesto a que tú y el sereno serían tan infames, que en lugar de socorrerlo, le darían otro palo.

- Ya dije a su merced, que como no había dicho nada ...

D. Pedro echó una mirada colérica al barbero, y éste tuvo que bajar los ojos.

- Responde a lo que te pregunto, sin meterte en más. ¿Qué sucedió con el capitán?

- Pues a poco rato se levantó; y como un borracho, agarrándose de las paredes, se fue.

- ¡Se fue! -repitió D. Pedro con cólera;- ¿y a dónde?

- A su casa, -dijo el barbero.

- ¡A su casa! ¡a su casa! -repitió D. Pedro, colérico;- ¿y dónde es su casa?

- En la calle de ...; yo le seguí.

- ¡Ah! eso es otra cosa, -dijo D. Pedro, afectando mucha calma,- tenía interés en saber donde era su casa, porque me gusta hacer bien a los desgraciados. ¡Qué sería de tí, si yo no te hubiera libertado de la horca! Acaso podré dispensarle algún beneficio al capitán. Te encargo que no me lo pierdas de vista, y que procures hacer estrecha amistad con Mariana la lavandera. En cuanto haya algo de nuevo, ven a avisarme.

- Sí, señor, lo haré así ... Pero quería yo rogar a mi amo que me sacara de un compromiso; tengo una deuda de veinte pesos, y es necesario que la pague hoy ...

- ¿Eso es todo?

- Sí, señor, y además otros diez pesos que me cobra el tuerto Caralimpio y ...

- Toma, toma el dinero; pórtate bien y, por ahora, vete de aquí.

El barbero quiso besar la mano a D. Pedro; pero éste la escondió, y lo despidió con una seña.

El lector debe saber, que este barbero, por un asesinato y dos asaltos en camino real, había sido condenado a muerte por el juez de letras Puchet, quien rara vez dejaba de aplicar la ley a los criminales; esta sentencia había sido aprobada por el tribunal superior, y revisada por la corte de justicia; y el reo habría ido indudablemente al palo, a no haber sido porque D. Pedro, de quien era antiguo criado, formó capricho en salvarlo. Pero no surtieron efecto en los tribunales sus recomendaciones; y entonces ocurrió al Presidente, general D. Anastasio Bustamante, hombre, como todo el mundo sabe, de excelente corazón, quien lo indultó, sentenciándolo a diez años de presidio; escapóse luego del camino de Veracruz, en donde estaba trabajando en cumplimiento de su condena; cambió de nombre y de traje, y se mudó en un barrio distinto; y como en México cuando se fuga un reo, pocas o ningunas diligencias se hacen para buscarlo, nuestro hombre logró evadirse del castigo; y después de algún tiempo se volvió a presentar a D. Pedro, quien siguió protegiéndolo. Después de ser mesonero, arriero, tendero, vino a adoptar el oficio de barbero, y fue nombrado juez de paz de un cuartel; pero como no olvidaba sus antiguas costumbres, protegía a los rateros, mientras perseguía furiosamente a los ladrones de los otros barrios de la ciudad; tenía una parte en la dirección de los asaltos de las diligencias; auxiliaba a los contrabandistas a meter sus efectos por los canales que rodean la ciudad, y era el alma de los enredos del barrio; todo lo hacía con tal maña y talento, que a los ojos del Ayuntamiento pasaba por uno de los mejores alcaldes de barrio. Los vecinos, unos le tenían miedo, y no se atrevían a decir nada contra él, y otros le tenían cariño, porque, precindiendo de las pequeñeces que acabamos de decir, era hombre alegre, franco, amigo de fandangos y de almuerzos, y se llevaba bien con todos los que le ayudaban en sus inocentes picardías. Este hombre, pues, que por reconocimiento y por interés servía a D. Pedro, quien nunca le excusaba el dinero, era el fiel y ciego instrumento de que éste se valía, con arte y maña, para espiar los movimientos del capitán; y en caso necesario, lo habría empleado también para quitarlo de enmedio.

Dado a conocer el barbero, seguiremos con nuestra narración. D. Pedro, cuando volvió a quedar solo, comenzó a vestirse, diciendo:

- Es menester enmendar tanto absurdo y disparate como he hecho; el medio seguro para quedar yo tranquilo, habría sido desembarazarme de Teresa y del capitán; pero como a Teresa la amo, o más bien dicho, tengo por ella una ilusión, que raya en delirio, es menester trabajar, para que dinero y muchacha sean míos. Cuando lo consiga, prometo a Dios ser el mejor de los hombres; confesarme con todo mi corazón; entrar a ejercicios; dar muchas limosnas; edificar a la Virgen de los Dolores una capilla; fundar un hospicio ... Por otra parte, yo obro en esto con arreglo a mi conciencia. ¿Cómo había de permitir, que el dinero que con tanto afán he conservado, y aumentado, fuese a pasar a manos de un tunante, que lo disiparía en el juego y en los vicios más vergonzosos? ... ¿Ni cómo tampoco puedo permitir, que Teresa sea desgraciada? Ella entrará en razón, me amará algo, y todo se compondrá; yo me pasaré en Europa una vida llena de comodidades, y abandonaré este país de revoluciones y de picardías ... A la obra, y a trabajar activamente en el arreglo de todos mis negocios.

Mientras hacía estas reflexiones D. Pedro, acabóse de vestir; se puso una rica bata de seda, y abriendo un hermoso escritorio de madera de rosa embutida, se puso a escribir lo siguiente:

Señor marqués de Casa-Blanca.- México, etc.-

Amigo y señor de mi respeto:

Circunstancias graves de familia, que sería largo referir, me han obligado a enviar a mi tutoreada, la señorita Teresa N. ... a esa isla, en donde algunos años vivió de niña, en unión de su mamá (que de Dios goce). Con el fin de recobrar su salud, permanecerá algún tiempo en esa ciudad, y después irá a Cádiz, a donde, en breve, traladaré mi residencia.

¡Dichosos mil veces los cubanos, que disfrutan de un gobierno justo y paternal, bajo el manto soberano de S. M.! (Q.D.G.) En este país, donde se proclama la libertad, se experimenta la más horrible tiranía; y precisamente tengo que variar de residencia, por librarme de las diabólicas asechanzas de un militar, cuyo dañado intento es seducir a mi inocente hija, y arrebatarle su patrimonio. No será remoto que se atreva a seguirla a ese puerto; en cuyo caso, amigo mío, espero que usted empleará su influjo con ese señor capitán general, cuya justificación es alabada por todos los que le conocen, para que se le eche mano, pues es un tahur de profesión, ebrio consuetudinario, fullero de oficio, y digno de figurar en el gran catálogo de pillos, que el inmortal Tacón desterró de Cuba. Yo pongo a Teresa bajo la protección de usted y de las leyes de la isla; y le ruego que para coronar mis afanes de muchos años, no omita gasto ni sacrificio alguno, pues todo se lo recompensará, con una eterna y profunda gratitud, su atento afectísimo amigo Q.B.S.M. Por el dinero que facilite a mi recomendada y demás gastos que haga, puede girar a mi cargo a tres días vista.

P.

P.D.- Va una noticia circunstanciada de las señas del militar a que me refiero, y le suplico las haga conocer a la policía de la isla.

La carta que le acompaño, cerrada y sellada, suplico a usted que sólo la abra en el caso de que un encargado mío se presente a usted, y le enseñe unas instrucciones escritas de mi puño y letra.

Sres. Spolding Hermanos.

Señores míos:

El portador de ésta es D. Juan Bolao, que pasa a esa, con unos asuntos de la casa de los Sres. Fernández, de esta ciudad; y como también le he encargado un asunto mercantil, les suplico, que, cargándolo a mi cuenta, le faciliten el dinero que pida.

Soy, etc.

INSTRUCCIONES PARA EL SR. D. JUAN BOLAO

En cuanto llegue la fragata Correo de Cádiz, tomará pasaje a bordo para dos personas. Tres días antes de hacerse el buque a la vela, ocurrirá el señor marqués de Casa-Blanca, presentándole estas instrucciones. Tres horas antes de embarcarse, ocurrirá a la casa que le indique el señor marqués; y allí encontrará una señorita, a quien deberá poner a bordo, sin hacerle ninguna explicación. La acompañará hasta Cádiz, y allí la dejará en la casa que el mismo señor marqués indique. Concluído esto, cuando guste, podrá regresar a México el Sr. Bolao, y pedir para su uso, a la casa de los Sres. Spolding Hermanos, diez mil pesos, además de los gastos del viaje. Pero si el Sr. Bolao no cumpliere con estas instrucciones, puede contar con que será despedido de la casa de Fernández, y perseguido ante los tribunales, por el dinero que indebidamente haya tomado.

Si cuando llegue la fragata Correo, no hubiese el señor Bolao concluido su asunto con la casa de Revuelta, entonces tendrá cuidado de tomar pasaje en otro buque que vaya para Cádiz.

La siguiente carta es la que D. Pedro dirigió al señor marqués de Casa-Blanca, cerrada y sellada.

Amigo y señor de mi respeto:

Sabe usted que a las mujeres es menester hacerlas dichosas a fuerza. Para esto he comisionado a un sujeto de bastante honradez; pero ha sido necesario ponerle unas Instrucciones duras y precisas, a la vez que estimularlo a la recompensa. Si se portare bien, cuento con que usted le facilitará todo cuanto sea necesario para el viaje, recomendando a Teresa a una persona de respeto en Cádiz, para que viva en su casa, o lo que mejor sería, para que la haga entrar en un convento allí o en Madrid, hasta tanto yo acabo de arreglar mis negocios, y me pongo en camino. ¿Qué no hace un padre por la dicha de su hija? Yo soy viejo, y el día que Teresa fuera desgraciada, yo moriría; usted comprende bien mis intenciones, y me ayudará a llevar a buen fin este grave asunto de familia, ya que no hay más modo de conducirlo que el que le he indicado. Si mi encargado se maneja mal, le retirará usted el crédito de la casa de Spolding, y le recojerá las Instrucciones, dejándolo que se marche a donde quiera.

Dispense usted tanta molestia de su amigo Q.B.S.M.

Es menester que el lector sepa que este marqués de Casa-Blanca era un íntimo amigo de D. Pedro, y que debía a éste su fortuna, pues habiendo venido a San Luis a reclamar una herencia, D. Pedro con sus relaciones, sus consejos y sus intrigas, lo sacó airoso del pleito; el marqués se marchó al lugar de su residencia, que era la Habana, y nunca cesó de conservar estrechas relaciones con él. Luego que D. Pedro acabó de escribir, mandó poner el coche, se envolvió en su capa, y fue personalmente a poner sus cartas en manos de D. Juan Alonso Quintanilla, con lo cual quedó tranquilo.

Los lectores recordarán, que restablecido apenas el capitán Manuel, del golpe que le dió Arturo, por la equivocación que saben, fue a ver a D. Pedro, quien le dijo que Teresa se había fugado con un amante. Tan luego como el capitán salió, tomó su coche, y se fue a ver al Ministro de la Guerra; y como era hombre de dinero y de grandes polendas, como suele decirse, raras veces abría la boca, sin que todos se apresurasen a servirlo. México es un país muy singular bajo este aspecto, y D. Pedro conocía perfectamente a la mayor parte de nuestros hombres públicos.

- Dos minutos no más, señor Ministro.

- ¡Señor D. Pedro, mi amigo, mi antiguo amigo! usted nunca quita el tiempo a los que lo quieren bien.

- Dos minutos, dos minutos de tiempo, -repitió don Pedro, tomando la mano del Ministro y llevándola a su pecho.

- Diga usted, diga usted, mi amigo; y el Ministro servirá a usted en cuanto pueda.

- Es un asuntito de familia; se trata de alejar de aquí por unos cuantos días a un oficial calavera y maleta, que me anda inquietando a mi Teresa; el oficial creo que tiene su cuerpo en Chihuahua.

- Pues que marche, mi amigo y despejaremos la ciudad de tanto oficial sin ocupación, que no quiere más que andar en procesiones y en francachelas.

- Pero yo no quiero que se perjudique de ninguna manera, -dijo D. Pedro fingiéndose muy apesarado.- A la muchacha la he mandado por prudencia a que dé un paseo, y ... ¡pobres viejos! ¿buena guerra nos dan las muchachas!

- Bajo todos aspectos, -dijo riéndose el Ministro,- será usted servido. Yo ordenaré que se ponga ahora mismo una circular previniendo a todos los oficiales que se hallen en la capital, que marchen a reunirse con sus cuerpos.

- Aquí está el apunte de su nombre, -dijo D. Pedro,- pues yo no sabía cómo se llamaba, y apenas lo conozco.

- Que marche inmediatamente a prestar sus servicios a Chihuahua. ¿Desea usted otra cosa, señor D. Pedro?

- Gracias, mil gracias, señor Ministro, -respondió D. Pedro, estrechándole cordialmente la mano, y salió de la Secretaría.

- Toma, María, -dijo a la ama de llaves cuando entró a su casa,- haz que de mi parte lleven este sahumador de plata a casa del señor Ministro de Guerra, y que llamen al maestro barbero, pero que venga inmediatamente; mejor dicho, que tú misma vayas y vuelvas con él.

- Tengo un negocio muy urgente contigo, -dijo D. Pedro en cuanto vió entrar al barbero.

- Mi amo puede ordenarme lo que guste.

- Yo sé que tú intervienes en ciertas cosas. la diligencia que salió antes de anoche de aquí a Veracruz deberá ser asaltada.

- No señor, -respondió resueltamente el barbero; mas al instante, arrepintiéndose de su ligereza, dijo- yo no sé por qué su merced me hace esas preguntas, y para hablarle con verdad ... no sé.

- Tú lo sabes perfectamente, y no hay para qué negarlo, pues yo no te he de seguir ningún mal; lo único que quiero es, que me sirvas bien. El capitán está ya aliviado de su herida, y tú nada me has dicho.

- Señor: juro a su merced que he hecho cuantas diligencias han sido posibles; pero esa malvada lavandera no me ha querido decir ni una palabra: sabía yo que estaba en cama por Martín su asistente.

- Pues mira, probablemente el capitán se dirigirá en uno de esos días para Veracruz; y me importa que no llegue. No digo por esto que se le haga mal alguno; pero lo pueden tener por ahí oculto algunos días; en fin, que no llegue, es lo que importa; y tú sabrás de qué medios te vales para ello. Que no llegue el capitán a Veracruz, es todo lo que recomiendo.

El barbero se mordía un dedo sin responder.

- Parece que no te agrada mi encargo. Muy bien; entonces tomaré otras medidas; dejaré la cosa así, y será lo mejor.

- Es decir, mi amo quiere que si mis compañeros y yo podemos, le demos un tiro al capitán, cuando menos lo piense, o le rompamos las piernas, o le amarremos a un árbol en el monte.

- ¡Gran bruto! yo no he dicho eso; lo único que deseo es que al menos en uno o dos meses el capitán se vea imposibilitado de llegar a Veracruz.

- Es decir, -volvió a insistir el barbero,- que con darle una herida regularcita ...

- ¡Otra tontería! -exclamó D. Pedro, dando una fuerte patada en el suelo.- Será menester que dejemos el asunto por hoy; yo buscaré otra gente que me entienda.

- Si yo entiendo a su merced bien ... lo que sucede es, que yo preguntaba ...

- Bien, será menester que te procures informar con Martín el asistente, y que tú mismo vayas a hacer lo que te encargo, pues acaso otros irán a cometer una torpeza, y no quiero más, sino que no llegue a Veracruz.

- Muy bien, señor. ¿Me permite su merced que le enseñe a tres muchachos muy guapos, que pienso que me acompañen?

- Sí, sí, -dijo D. Pedro con indiferencia,- con tal de que se vayan breve.

El barbero volvió a poco, acompañado de tres mocetones de no mal parecer, regularmente vestido al estilo de los rancheros, y los presentó a D. Pedro.

- Vaya, -dijo éste,- buena gente, guapos muchachos. ¿Y qué oficio tienen ustedes?

- Pues, señor, somos picadores, vaqueros; buscamos la vida en lo que Dios nos da.

- Vaya, retírense, hijos; lo que se les ofrezca; yo soy amigo de servir a todo el mundo.

Mientras que D. Pedro decía esto, uno de ellos se acercó a tomarle la mano, y los dos restantes, cubriéndose uno con otro, extrajeron con la mayor agilidad y casi a la vista de D. Pedro y del barbero un par de cajitas. Despidiéronse, por fin, y cuando D. Pedro vió que bajaban la escalera, dijo:

- ¡Pobre capitán! no daría yo un octavo por su vida. Si escapa irá sin duda al Morro de la Habana.

Ese fue el acto de contrición de D. Pedro.

Es necesario decir que uno de los tres mocetones era el que asesinó al alcalde de barrio, y le quitó el fistol de Rugiero, y que todos, incluso el barbero, fueron los que asaltaron la diligencia en que viajaban Manuel y Juan Bolao. Las cajitas robadas de la casa de D. Pedro, contenían el anillo y el retrato de Teresa; y estos despojos se proponían los ladrones venderlos en Veracruz, o en un lugar muy lejos de México.

Al día siguiente fué Quintanilla a decirle a D. Pedro, que Juan Bolao había partido en la diligencia.

- ¿En la diligencia? -preguntó D. Pedro.

- Sí, ¿y qué?

- Soy el más solemne bruto, -gritó dándose una palmada en la frente.

- ¡Bien! ¡bien! ¿y qué ha sucedido? -preguntó alarmado Quintanilla.

- Nada, -dijo D. Pedro sonriendo,- que se me olvidó poner una cartita al conde de Pinillos.

- ¡Bien! ¿bien! ¿y qué? ... lo mismo da; irá por el próximo correo.

El barbero y los tres mocetones no volvieron a aparecer más. D. Pedro, por noticias fidedignas, que le comunicó Quintanilla, supo el terrible combate que tuvo Bolao y algunos pasajeros con los ladrones, y no le quedó la menor duda de que el capitán ayudó a la derrota. Vió frustrado uno de sus ardides malditos, y muchos días permaneció devorado de dudas e incertidumbres, que se aumentaron con la carta en que le decía Bolao, tantas y tantas cosas, tan diferentes unas de otras, que se devanaba la cabeza sin poder atinar con su verdadero contenido. Bolao expresamente había redactado su carta de modo que no pudiese ser comprendida, pero que tampoco lo comprometiera, concluyendo con manifestar que, teniendo aún pendientes multitud de negocios con la casa de Revuelta, le era imposible disponer nada para la salida de la fragata Correo.
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