Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo Capítulo trigésimo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO PRIMERO

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ESPERANZA

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Gozoso, contento, lleno de ilusiones y de esperanzas y después de haber enviado al Ministerio de la Guerra una solicitud pidiendo su licencia absoluta, y dado varias disposiciones para su matrimonio, concurrió el capitán a la casa del eclesiástico, en compañía de su amigo Arturo, como debe suponerse. Ya hemos dado una idea de la fisonomía simpática del clérigo, de sus maneras dulces y llenas de suavidad, y de esa rectitud de conciencia y sólida virtud que guiaba sus acciones; todas dirigidas al punto céntrico de donde parten las virtudes celestiales, es decir, a la Caridad. No hay, por tanto, necesidad de expresar, que el clérigo, que se llamaba Anastasio, recibió a nuestros dos jóvenes mundanos, con la más cordial amistad, y sin esa reserva hipócrita que infunde a veces miedo y desconfianza.

- Tiene hoy el capitán una cara alegrísima, -dijo en cuanto los vió entrar. Siéntense, caballeros, y platicaremos.

- Los negocios han caminado viento en popa, de pocos días a esta parte, -respondió el capitán arrimando unas sillas,- y no parece sino que usted tiene un influjo mágico en mi suerte. Espero que dentro de dos o tres meses será usted, no sólo testigo de mi felicidad, sino el que me entregue la mano de Teresa.

- ¡Ojalá, y esto se verifique así! y ya he dicho a ustedes, que cooperaré muy gustoso. ¿Ha visto usted a don Pedro?

- Sí, y no he salido tan disgustado como creía al principio. Referiré a usted minuciosamente mi entrivista.

El capitán contó al padre, lo que el lector sabe ya.

- Perfectamente, -dijo el padre, cuando acabó de oir la narración del capitán.- Ahora, mi opinión es, que concluya usted el arreglo de todos sus negocios, y que sin dejar de ver a D. Pedro, una que otra vez, se marche usted a la Habana, procurando que D. Pedro no sepa el día fijo en que salga usted de aquí.

- ¿Es decir, padre, -interrumpió Arturo,- que usted teme que este hombre, aun pueda entorpecer el casamiento?

- Ni lo creo, ni lo dejo de creer, -respondió el padre con ingenuidad,- pero no será inútil el obrar con cautela.

- Efectivamente, -dijo el capitán,- el padre tiene razón, y estoy pensando marcharme en la próxima diligencia.

- No, no tan aprisa, ese extremo podría ser funesto. Consiga usted la licencia del gobierno, que quede libre de sus compromisos militares, y después ...

- Tiene usted razón en todo lo que dice, padre, y me sujetaré a ello.

- Ahora, -dijo el padre,- me permitirá el Sr. Arturo que le haga algunas preguntas, prometiéndome responder a ellas con franqueza.

- Responderé, como si estuviera en los últimos momentos de mi vida.

- Corriente, contestó el padre,- esa franqueza me gusta, y veo que, a pesar de esos saraos y de esa vida mundana de ustedes, tienen un corazón mejor que muchos que pasan por hombres inmaculados.

Los dos jóvenes se inclinaron sonriendo.

- Al caso, -dijo el padre, dirigiéndose a Arturo,- ¿conoce usted a una muchacha que se llama Celeste?

- Sí, la conozco, -dijo Arturo, poniéndose algo encarnado.

- Ese rubor, -continuó el padre, fijando la vista en el semblante de Arturo,- indica acaso que el conocimiento que ha tenido usted de esa muchacha, ha pasado de los límites de ...

- ¿Se trata de una confesión? -preguntó el joven sonriendo.

- Casi, casi, respondió afectuosamente el padre, y será más meritoria puesto que como David, confiesa usted sus pecados ante ... me equivocaba, pues el capitán y usted son una misma persona.

- Bien, padre, puesto que quiere usted que confiese, no tengo embarazo en decirle que lo que me hace ponerme ligeramente encarnado es que yo llegué a concebir una pasión loca por esa muchacha, que después ...

- No perdamos el orden en la discusión; y como yo soy ahora el juez y usted el reo, le mando que me responda categóricamente, -replicó el eclesiástico con un aire de afable gravedad que no permitía conocer si hablaba de chanza o de veras.

- Bien, responderé categóricamente, -dijo Arturo,- y con esto le daré a conocer que no soy un pecador envejecido en la maldad.

- ¿El cariño que usted tuvo a esa muchacha, nunca pasó de lo que se llama amor platónico?

- Jamás.

- ¿Por qué le regaló usted un prendedor de diamantes y algún dinero?

- Porque era una honrada muchacha, que mantenía a sus padres enfermos.

- ¿Y qué intenciones tenía usted al hacer esta acción?

- El dar a una infelíz algo de lo que a mí me sobraba.

- ¿Y nada más?

- He dicho que yo amaba a Celeste; pero su sencillez y su poca edad me hacían respetarla.

- Muy bien, usted es un joven lleno de nobleza.

- Gracias, mil gracias, padre.

- ¿Y podría usted ante un juez declarar la verdad para salvar a esta inocente?

- Tengo diverso concepto, padre, y creo que es una mujer del vulgo, con todos los vicios y defectos de esa gente.

- ¿Y si yo pudiera convencerlo de lo contrario?

- Volvería una ilusión a mi corazón, -dijo Arturo con entusiasmo.

- Cuidado con esa exageración de sentimientos, -repuso el padre;- una pobre criatura, que ha pasado ya muchos días en esa pocilga infernal que se llama cárcel, y que está próxima a ser sentenciada a presidio por diez años, o quizá a muerte, no puede convenir a un caballerito de educación, de fortuna y de buena posición social.

- ¡A muerte! ¿a presidio! -repitió Arturo;- esto es imposible.

- No cabe duda en esto, a no ser que se den pasos muy activos para salvarla, y esta es precisamente la obra de caridad que debemos hacer, sin pasar a más, porque borraríamos todas las obras meritorias pasadas.

- ¿Pero cómo, cómo ha llegado esa muchacha a ese extremo?

- Está acusada de ladrona y de cómplice en un asesinato, y de qué sé yo cuántas cosas más.

- Diré a usted, padre, que me vuelvo loco. Pues el fistol que yo regalé a Celeste, ha sido encontrado en poder de uno de los ladrones que asaltaron la diligencia en que viajaba el capitán, cuyo ladrón murió en la refriega.

- ¿Es posible? -dijo el padre.

- Evidente, -repuso el capitán.

El eclesiástico inclinó la cabeza, puso su mano en la frente y permaneció un rato sumergido en una cavilación profunda, de que no se atrevieron a distraerlo los dos jóvenes. Al cabo de diez minutos de silencio, levantó la cabeza, se dió con la mano en la frente y dijo:

- ¡Bendito sea Dios! -él me iluminó, y ahora veo claro lo que ha sucedido. Celeste fue acusada de ladrona por las vecinas; el juez de paz vino, la prendió y se apoderó del dinero y del fistol; pero en vez de presentarlo como cuerpo del delito al juzgado, dió otro de piedras falsas, y esto lo sé bien. El juez de paz fue asesinado, y no se le encontró ni en el vestido ni en su casa tal alhaja; así, es claro, que le dieron de puñaladas, por quitarle el fistol, y que ese ladrón fue también castigado por la mano invisible y poderosa de Dios. Esto es claro como la luz del día, y la criatura se ha salvado, se ha salvado indudablemente, con tal que me ayudéis, Arturo.

- Si se trata de mí, -dijo Arturo,- haré cuanto queráis, tanto más cuanto que ahora me inclino a creer que esta infeliz es inocente. No debo pensar, en efecto, en amarla. Esto no puede ser ya, pero mucho placer me daría el verla libre, felíz, y sobre todo inocente.

- Esos son buenos sentimientos, ¿no es verdad, padre? -dijo el capitán.

- Muy buenos, amigo mío, -respondió éste;- y yo espero ahora que Dios me ha de conceder el salvar a esta desdichada, por quien he concebido el más vivo interés.

- ¿Me permitiréis, padre, que os haga una pregunta, acaso indiscreta? -interrumpió el capitán.

- La que gustéis, amigo mío.

- Nos hemos confesado ya los dos, -continuó Manuel con afabilidad, y justo es que en compensación confesemos ahora al juez.

- Vamos, ¿y de qué confesión se trata? Capaces serán de volverme loco, -contestó el padre sonriendo.

- Cómo usted, joven, de talento, de imaginación, de tan finos modales, lleno de porvenir y de esperanzas, ha adoptado la vida molesta de un eclesiástico, es lo que yo no puedo comprender, -dijo el capitán.

- ¿Le sorprende a usted esto? ¿Y por qué? No todos los hombres han de adoptar la misma profesión. La obligación de usted es defender a su patria, combatir cuando su gobierno se lo manda, y sacrificar su vida en obediencia a la ley. La mía es consolar a los afligidos, curar el corazón de los desgraciados, encaminar a la virtud a los que están sumergidos en los vicios mundanos. Para cumplir esta misión de caridad y de paz, tengo que acudir al lecho de los moribundos, al calabozo de los presos, a los salones de los poderosos, a la choza de los infelices, al pie del cadalzo; en una palabra, donde quiera que se me diga que hay una alma enferma, allí debo acudir a derramar el bálsamo del Evangelio, a enseñar el camino del cielo. Este lenguaje parecerá a ustedes acaso hipócrita: creo que mi franqueza y mi modo de obrar dan testimonio de lo contrario.

- Jamás, -interrumpió Arturo,- creemos que las acciones que haceis provienen de hipocresía. Yo juzgo sinceramente que vos sois el tipo verdadero del buen sacerdote. Pobre, sobrio, caritativo, virtuoso, sin gazmoñería, no he visto en mi vida persona más amable que vos.

El padre Anastasio se puso encendido como unas granas, y no respondió sino con una modesta inclinación de cabeza, en señal de gratitud.

- No me trastornen la conversación, -dijo el capitán;- lo que yo quiero que el padre nos diga cómo en la edad en que se aman los placeres, las diversiones, la sociedad, él se ha consagrado a los deberes religiosos de una manera tan absoluta.

El padre suspiró ligeramente.

- Ese suspiro me indica, -continuó el capitán,- que ya nos conocéis, somos buenos muchachos; contadnos vuestras penas. ¿No somos amigos? ¿no hemos hecho de vos una ciega confianza?

- Mi historia es corta, pero triste, a la verdad. Os la voy a contar, sólo por convenceros, que no hay felicidad más que en la virtud y en el servicio de Dios. Pasé mi niñez en la escuela y parte de mi juventud en el colegio, y aprendí a mal escribir, a mal contar y a mal leer el latín. Cuando se trató de que pasara a los estudios mayores, mi padre, que era dependiente del Arzobispado, murió, y yo quedé disfrutando de una beca de gracia en el colegio; y en medio de la orfandad y de la pobreza, continué mis estudios. El verme solo y aislado en el mundo me hizo entrar en reflexión, y entonces comencé a estudiar de día y de noche, y a reparar el tiempo perdido. Aprendí entonces a escribir y a contar bien; el latín, fue mi estudio favorito; de suerte que llegué a entender perfectamente a los autores clásicos. Los demás estudios los continué con tesón, y tuve el mejor éxito en mis exámenes. En todo este tiempo no pense ni en Dios ni en el mundo, ni en las mujeres, ni en nada más que los libros. Yo comprendía que tenía necesidad de vivir, de formarme una carrera por mí solo, y esto me hizo prescindir de cualquier otra distracción. Concluido el curso de leyes, continué de pasante en casa de uno de los abogados de más crédito, el cual, observando mi constante dedicación, mi perfecta honradez, me dispensó todo su cariño y confianza y me proporcionó los medios de ganar algún dinero. Fue entonces la época de mi regeneración, pues pude vestirme decentemente, formar una librería, mudarme a una regular casa; en una palabra, respirar, vivir con más libertad, porque la pobreza es un mal que aniquila física y moralmente al hombre. En esta situación pensé ya en el porvenir. La soledad me espantaba, la vida sin afecciones, sin familia, sin lazos algunos, me era fastidiosa y molesta; y mi corazón, rebosando entonces en sentimientos de amor y ternura, tan largo tiempo comprimidos y sofocados por el estudio, necesitaba un objeto a quien dirigirse. Mi maestro tenía una hija que se llamaba Esperanza, linda como los serafines del cielo: lánguidos y apacibles ojos azules, pelo rubio, cutis finísimo, labios frescos y encarnados: parecía una virgen, un ángel bajado del cielo ... Les confesaré a ustedes mi pecado: era idéntica a esa infelíz criatura que está en la cárcel, y esta ha sido la causa principal de que tenga yo un empeño grande en salvarla. Continuemos.

Esperanza, además de ser bella, era modelo de la virtud; tenía el genio más amable del mundo y un corazón de palona. Sus padres habían procurado darle ese género de educación que no se conoce en México; es decir, formarle un corazón religioso y recto, y mostrarle la senda que deben seguir las mujeres que quieran gozar de una vida felíz y de una reputación sin mancha.

Excusado es deciros que todo el amor de mi corazón, toda la ternura de mi alma se concentraron en Esperanza; y mi pensamiento, largos años preocupado con el estudio, se fijó en ella, no más en ella. Queriendo portarme con mi maestro como un hombre agradecido y como un caballero lo primero que hice en cuanto conocí la fuerza de mis sentimientos fue confesarle francamente mi amor, expresándole que mis designios eran concluir mi carrera y casarme, contando con la protección que me había dispensado y con los clientes que tenía ya.

- Crea usted, -me dijo,- es el paso más doloroso para un padre el desvivirse, el tener largos años de afán y de nimios cuidados para criar una flor, y cuando esta flor se abre espléndida y hermosa, cuando forma el encanto y la delicia de toda una familia, ver que viene un desconocido, y la arranca, y se la lleva, y la marchita acaso ... No lo digo por usted; me he valido de una figura y nada más ... En fin, yo no soy un hombre necio y preocupado, y concibo que si no es usted, otro vendrá mañana y me arrancará a mi hija, y quizá no la hará feliz. Usted es joven, honrado y estudioso ... quizás progresará usted; y cuando muera, este bufete encontrará un sustituto y mi familia un apoyo ... Bien, yo protegeré a usted; yo acabaré de hacerlo hombre; pero todo esto bajo el concepto de que mi hija quiera a usted, pues por nada de esta vida he de forzar su voluntad.

Yo no tuve palabras para expresarle mi gratitud, porque la sorpresa y el placer me ahogaban ... Durante un año continué mis estudios, y procuré ganar el corazón de Esperanza, con esa multitud de finezas que saben emplear los amantes. Para no hacer fastidiosa mi narración, diré que cuando concluí mi carrera y podía llamarme todo un abogado, el corazón de Esperanza era enteramente mío. ¡Cuánta sería mi dicha y cuántas mis ilusiones al contemplar cerca el día en que iba a estrechar en mis brazos a Esperanza, a llamarla mía, a prodigarle toda aquella ternura que tantos años había permanecido oculta y encerrada en mi corazón. La suerte me ayudó de una manera prodigiosa, pues en esos días concluí felizmente un embrollado pleito de los herederos de un conde, y la transacción y arreglo me produjeron veinte mil pesos de honorarios. Comencé, con acuerdo de mi maestro, a poner una casa, y no había primor ni chuchería que encontrara en las tiendas, que no comprara inmediatamente, diciendo: para ella este curioso reloj. En su recámara pondré esta Virgen de Murillo; en su tocador, estas columnas de mármol; en su asistencia, estas cortinas de damasco, este sofá de seda, estas sillas doradas de Génova; en una palabra, no trataba ya más que de adivinar sus pensamientos y de sorprenderla agradablemente el día en que la condujeran a su nueva habitación. Concluida que fue, comencé a expeditar los trámites eclesiásticos, y después de habérsele tomado el dicho, quedó fijado el enlace para el día de Señor San José, cumpleaños de mi maestro. La víspera no parecí por la casa, pues me supuse que el sentimiento de la familia debía ser respetado, y yo, por más triste que quisiera ponerme, no podía menos sino de tener mi cara como una aleluya.

El día más cruel que puede enumerarse en la vida, es la víspera de un gran suceso, que va a cambiar enteramente el curso de la existencia. debéis, pues figuraos que vagué inquieto, sin plan fijo ni determinado; si un amigo me encontraba, le respodía maquinalmente; si me preguntaban sobre mi casamiento, respondía unas veces que estaba próximo, y otras que nunca me casaría. Me retiré a mi casa; tomé un libro; leí más de cien páginas, y nada pude comprender. Me acosté, y mi sueño fue fatigado, interrumpido constantemente; y cuando despertaba, tenía que contener con mi mano los latidos de mi corazón.

Amaneció, por fin, el día señalado para mi ventura, apenas salió la luz, cuando me vestí, me perfumé, mandé poner en orden todos los muebles de la casa, y me fuí a la de Esperanza, donde todo debía estar preparado para dirigirnos a la parroquia. Cuando llegué, el zaguán estaba cerrado; el portero salió a abrirme, y no sé qué cosa de triste y de siniestro observé en su fisonomía. El corazón me dió un vuelco; subí trémulo la escalera, pisando como si fueran espinas las flores con que estaba regada. Acabé de subir ... todo estaba silencioso; las vidrieras cerradas; las cortinas transparentes echadas ... Una criada, que me quería mucho, salió a recibirme, y noté que tenía un poco húmedos los ojos.

- ¿Qué tienes, hija mía? -le dije,- no llores; te irás a vivir con nosotros, y no abandonaras a Esperanza.

En cuanto pronuncié este nombre, la criada no pudo contenerse, y comenzó a sollozar.

- Vaya, hija, no llores; dime ¿dónde está mi maestro, dónde están los padrinos? ¿Esperanza está ya dispuesta y vestida?

La criada se reclinó contra la pared, y continuó sollozando sin reponderme.

- Es cosa de volverse loco, -dije entre mí,- no encontrar ni quien pueda responder. Abrí la puerta de la asistencia, y me senté un momento, porque la agitación no me permitía permanecer en pie.

Durante un cuarto de hora ví que pasaban y volvían a pasar las criadas; pero todas silenciosas, envuelta la cabeza con los rebozos. Me parecían fantasmas que se deslizaban por un arte diabólico; y aumentada mi preocupación, cerré los ojos, y comencé a ver esqueletos, sombras y visiones horribles, que se agrupaban a mi derredor. En medio de esos borrones amarillentos y rojos, que cruzan y se revuelven cuando uno cierra los ojos, y brotando de la multitud de visiones que se mezclaban en ese caos, ví elevarse ua figura aérea, celeste, que después fue tomando una forma humana y hermosa. Era Esperanza, que coronada de rosas, con un largo ropaje de sutil crespón, rodeada de lindos querubines, con sus alas de oro y esmalte, se elevaba de ese caos confuso, y volaba a una esfera, donde se percibía una viva luz de colores jamás vistos en el mundo. En este momento, amigos míos, no tendría más que cerrar los ojos, para volver a mirar esa visión celeste.

Cuando esa figura aérea y divina, en la que miraba yo el perfecto retrato de Esperanza, se desprendió de entre la multitud de fantasmas, yo sentí que se me descargaba un peso enorme del corazón; pero a medida que se iba elevando, mi alma se iba oprimiendo, me faltaba la respiración, y en mi corazón sentía agudos y desconocidos dolores. Cuando, finalmente, perdí de vista los últimos pliegues de su flotante y transparente vestidura, sentí que el aliento me faltaba, y que perdía la vida; dí un grito; volví en mí de esta especie de letargo; me toqué la frente, y las gotas de un sudor helado corrían por ella. A ese tiempo pasaba una criada; le pedí un vaso de agua, y cuando me lo trajo, noté que sus ojos estaban cárdenos de tanto llorar.

- ¿Dónde está mi maestro? ¿dónde está Esperanza? -le pregunté.- ¿Duerme todavía?

- No señor, -me respondió.

- ¿Pues dónde están?

- El amo no está en casa.

- ¿Y la niña?

- La niña ... la niña tampoco está en casa. Y acabando de decir estas palabras, comenzó a dar agudos gritos, y se retiró.

Yo temblaba, mi corazón quería saltárseme del pecho; pero tenía miedo de indagar la verdadera causa de este misterio. Con pasos lentos, y como si temiera despertar a alguno, me introduje a la otra pieza. Todo estaba en silencio. La siguiente, que era la recámara de Esperanza, estaba cerrada. me aventuré a tocar la vidriera, diciendo con una voz muy suave:

- ¡Esperanza, Esperanza! despierte usted, no se duerma en el día en que vamos a ser felices.

No obtuve ninguna respuesta, y cada vez más agitado, volví a decir:

- ¡Esperanza, no me haga usted padecer; respóndame!

Entonces, en vez de escuchar la dulce y sonora voz de la criatura, oí amargos sollozos. Ya no me pude contener; abrí la puerta; corrí hasta el lecho de Esperanza, sin hacer caso de las criadas que me detenían; descorrí las cortinas, y la encotré muerta ...

- ¡Muerta! -exclamaron Arturo y Manuel.

- Sí -repitió el eclesiástico.- Una neurisma la mató en un instante, murió en su cama sin que su familia lo supiese sino hasta el día siguiente, como os lo contaré.

Esperanza permaneció en su lecho como si estuviera durmiendo; sólo estaba más descolorida que en vida, pero conservaba la misma sonrisa angélica que la hacía tan seductora y tan amable.

Yo en el primer momento sonreí amargamente como un loco: toqué mi frente; palpé mi cuerpo; me acerqué de nuevo el lecho de Esperanza, y me quise persuadir de que no era cierto lo que pasaba, y me puse a reír. Algunos momentos después, toqué sus mejillas, y estaban heladas; abrí suavemente uno de sus párpados, y ví su pupila fija y sin brillo. Entonces me arrojé a llorar, y lloré como un niño, como una mujer; y sin estas lágrimas habría perdido el juicio.

Esperanza se acostó más temprando que lo de costumbre, con el objeto de levantarse de madrugada y estar dispuesta a la ceremonia. Cuando su camarera la ayudó a desnudarse, notó que estaba pálida; le preguntó qué tenía, y Esperanza respondió que sentía alguna opresión en el pecho y bastante trabajo al respirar, pero que creía que esto era causado por el temor y agitación que experimentaba naturalmente cuando iba a ejecutar un acto que influía en la felicidad de toda la vida. La criada no hizo objeción alguna; acostó y abrigó a su ama, y al cabo de un cuarto de hora, notó que dormía tranquilamente.

Al día siguiente se levantaron todos los de la casa muy temprano, y comenzó el quehacer inmenso, que en tales ocasiones se tiene en una casa. Unas criadas regaban de flores el patio y la escalera; otras disponían la comida; otras estaban ocupadas en preparar los trajes y adornos nupciales de Esperanza; en fin, todo era fatiga, pero de esa alegre y placentera fatiga de una boda. Los padrinos llegaron, encontraron ya listo y dispuesto a mi maestro, que, aunque apesarado, se había hecho el ánimo de acompañar a su hija al altar. Todo estaba dispuesto; sólo en la recamara de Esperanza reinaba el más profundo silencio, y nadie se atrevía a despertar a la niña hasta que fuera necesario. Acercándose la hora, su padre entró, levantó las cortinas, tocó a su hija, y la encontró helada, muerta. El infeliz abogado levantó la cabeza de su hija; la llamó mil veces por su nombre; tomó un espejo y lo puso junto a su rostro para observar la respiración, la estrechó en sus brazos, procuró infundirle calor ... todo en vano. Esperanza estaba muerta. Cuando mi maestro se cercioró de esta funesta verdad, salió de la estancia como loco, queriendo precipitar del corredor abajo; dando dolorosos alaridos, y culpando a Dios que tan repentinamente le había arrancado a su hija, al único ser en el mundo que formaba su encanto, su amor y su tesoro. La pompa se convirtió en luto; la alegría en llanto ... el tálamo nupcial en un fúnebre ataud. Los padrinos y demás personas convidadas, que presenciaron esta catástrofe, arrancaron a fuerza a mi maestro del lecho de su hija, y lo llevaron a otra casa; pero no hubo una sola persona que se acordara de mí, que procurara evitarme la terrible y profunda impresión que yo debía sentir al encontrar helada y fría la mano de la esposa que iba a estrechar delante del altar. Yo fuí superior a mí mismo, o más bien dicho, Dios me comunicó en esos momentos de angustia el don sublime de la fortaleza. Después de haber llorado, me puse en pié, me quedé fijamente mirando el cadáver de Esperanza, y me vino la idea de suicidarme. Pensé buscar un arma en la casa; pero casi al mismo tiempo se me presentó de nuevo esa visión sublime, subiendo al cielo envuelta en luz y rodeada de angélicos serafines. Entonces caí de rodillas, bendiciendo al Señor, y conformándome con su voluntad. Vinieron, pues, a sorprenderme en este éxtasis los amigos de mi maestro, para encargarse de las disposiciones necesarias para el entierro. Querían que se hiciera autopsia al cadáver; pero yo me opuse fuertemente, diciendo que quería que se respetase el pudor de Esperanza, aun después de muerta.

- Señores, -les dije, yo venía por ella para conducirla al altar, y debo cumplir con la voluntad de Dios, conduciéndola a la tumba. Me encargué, pues, de todos los más necesarios pormenores; y en la tarde, cambiando mis vestidos de novio por un traje de luto, me dirigí detrás del cadáver, al panteón de Santa Paula, en cuya capilla quedó depositada. me acuerdo; era una tarde pura y despejada; en la atmósfera diáfana parecía que circulaba un leve polvo de oro; las flores del panteón se mecían ufanas al tenue soplo del viento, y los pajarillos alegres y juguetones, saltaban sobre la multitud de calaveras que forman una fúnebre labor en las cornisas del panteón. Esta pompa de la naturaleza me hizo un fatal efecto y comprimió mi corazón de una manera horrible. Al día siguiente las arterias de las sienes parecía que se me reventaban, y mi frente ardía. A pesar de esto, tuve el valor necesario para ver cerrarse la tierra sobre el cuerpo de Esperanza, y me retiré a mi casa, presa de la más horrible fiebre. No sé cuántos días deliré, y siempre las mismas fantasías deformes, y la misma visión celeste que había visto elevarse a los cielos. Cuando volví en mí de la calentura y del sopor, estaba en la más perfecta tranquilidad; he aquí la interpretación que yo dí a estas visiones. Los fantasmas, las sombras deformes, eran los vicios, que abundan en el mundo. Esperanza no podía vivir en esta cárcel baja, oscura, como llama a la vida Fray Luis de León, y fue arrebatada por los ángeles al trono de Dios.

Con todo y esta teoría, que no deja de ser exacta, a mí realmente me disgustó de tal manera la existencia, que estudios, talento, dinero, amigos, todo, en fin, me pareció frívolo, inútil, vano. Esperanza había muerto en el mundo, era verdad; pero había sin duda resucitado a la vida eterna; así, mi único fin, el sólo afán que me propuse, fue hacer en la tierra obras tan meritorias, que me aseguraran en reunirme en el cielo con la mujer a quien con toda mi alma, con todo mi corazón había adorado en la tierra. En consecuencia de esta resolución, me encerré en una celda del convento de San Fernando, y poco después abracé la carrera eclesiástica, en la cual me he propuesto hacer cuantas obras de caridad sean posibles; todo en memoria de Esperanza, y para lograr un día salir de esta vida, que para mí hasta hoy no ha tenido más que espinas y dolores. Os he contado mi historia, jóvenes: acaso tiene mucho de risible; pero estas convicciones, esta creencia, que tengo arraigada en mi corazón, de que hay una existencia mejor que esta, me hace soportar mis padecimientos. El día que se me acabase la ilusión, sería el más desdichado, el más mísero de los mortales. Creed y esperad, os lo aconsejo, y seréis menos infelices.

Ya que satisfice vuestra curiosidad, no quiero que perdamos el tiempo, y espero que me haréis la gracia de acompañarme a la Acordada, para concluir el asunto de Celeste.

- ¿Me haréis el honor, padre, -dijo el capitán,- de entrar en mi carruaje?

- Con mucho gusto, -respondió el eclesiástico; y tomando sus sombreros, los tres amigos, pues este nombre debemos darles, salieron a la calle y se dirigieron a la cárcel de la Acordada.
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