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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO TRIGÉSIMO CUARTO
EL PALACIO Y LA PLAZA MAYOR
Pues que los benévolos lectores han tenido la paciencia de acompañar a los esclarecidos personajes de esta verídica historia a Jalapa, a Puebla, a Veracruz, y aun de embarcarse con ellos para la Habana, a riesgo de naufragar, tendrán la bondad de seguir también a nuestro famoso e incansable D. Pedro al ministerio de la Guerra, donde tiene todavía asuntos muy urgentes que arreglar.
El ministerio de la Guerra está en el Palacio Nacional. Esto lo sabe todo el mundo y también los que nacen y viven en México, mayormente si son empleados, militares, cesantes, viudas, diputados o senadores, que visitan diariamente el Palacio, bien que no hayan estado ni en todos los patios, ni en las mil y cuatro piezas que contiene. Esto se escribe para los fuereños, que nunca han salido de su tierra, y no para los cortesanos de la muy noble y antigua ciudad de México.
El gran palacio, unas veces federal y otras nacional, ocupa todo el frente de la Plaza Mayor. Dos grandes puertas dan entrada, una al patio chico y otra al patio grande, y todavía hay una tercera, de menor dimensión y sin ningún adorno de arquitectura, que da entrada a un cuartel desmantelado, sucio, a pesar de la limpieza diaria que hacen los soldados, y donde se coloca siempre el regimiento de infantería que merece más la confianza del Presidente. Este cuartel le llaman de órdenes. Por el costado el Palacio mira al mercado de legumbres y flores, formando parte de la calle de la Acequia, porque efectivamente, en tiempos de antaño, había una acequía o más bien la prolongación del canal, y por una puertecita, casi disimulada, entraban y salían ocultamente los virreyes a hacer personalmente la policía, como Revillagigedo, o a sus asuntos personalísimos y reservados, como lo hicieron otros. Ya al fin de ese costado hay una puerta pequeña de otro cuartel, igualmente deaseado, desmantelado e incómodo, donde se aloja también un regimiento favorito. El Presidente, lo mismo que el ministro de la Guerra y los demás ministerios que se hallan dentro del Palacio, están rodeados de bayonetas, sin contar una guardia en la galería que da entrada a la Presidencia. En el costado izquierdo del Palacio hay anexo un severo edificio, que es la casa de Moneda.
Cada Presidente que va a habitar el Palacio intenta hacer, y hace en efecto, reformas; cierra y abre puertas, tapa ventanas, donde hay un techo lo manda derribar y donde no le hay lo manda construir, resultando que cada vez que se gasta una enorme cantidad de dinero, es de seguro para desfigurar el edificio y hacerlo más incómodo. La gran fachada que da a la Plaza Mayor, mal pintada de cal y colores, que tratan de imitar la canteria y el mármol, y manchada y descascarada por el sol y por las lluvias está perforada sin orden ni concierto. Una ventana pequeña con reja por aquí, otra más abajo sin ella por allá; repentinamente un ojo de buey, interrumpiendo el orden de las ventanas de los entresuelos, y esas ventanas en la mayor parte con gruesas rejas de hierro, donde se ven rostros atezados, cabezas mechudas, brazos y piernas bronceados de los reclutas y soldados del cuartel. En algunas de esas ventanas que dan luz a las oficinas el espectáculo es más apacible. Los empleados con la pluma en la oreja y un cigarrillo en la mano, como si nada tuvieran que hacer, miran tranquilamente salir de misa de once del Sagrario a las lindas muchachas, que, día por día, concurren a toda clase de servicios religiosos.
El Palacio, visto desde lejos, aunque elevado relativamente, con sus dos baluartes en las esquinas, su escudo de armas en el centro, su asta bandera, sus grandes almezas en las azoteas, su gran guardia con centinelas avanzadas, su cuartel lleno de soldados, parece un castillo pesado, macizo, imponente y en pie de guerra, como si esperase ser asaltado por el enemigo. La balconería regular del piso alto y los dos balcones principales con sus labradas chambranas de cantería y sus balaustres salientes de metal de China, que cuando están limpios parecen de oro (y efectivamente lo son en parte) es lo único que puede dar idea de que ese edificio es un palacio; pero en el conjunto, y no obstante los muchos agujeros que los arquitectos y las balas han hecho en la fachada, es una construcción pesada y severa que llama la atención y que da una idea de la especial arquitectura española y muy semejante a esas sólidas fortificaciones de los tiempos del duque de Alba, que suelen encontrarse todavía en Flandes.
El interior, digan lo que quieran los que creen que los palacios deben ser invariablemente de mármol y oro, es no solamente bello, sino grandioso, no obstante la incuria y el desaseo hasta el grado que se creería en próxima ruina. Los dos patios forman un cuadrado con una atrevida arquería, y otra encima de ella que sostiene el techo de gruesas vigas de cedro de los anchos corredores. En el patio grande hay en el centro una fuente de piedra chiluca. En el patio chico, casi al frente de la puerta una angosta escalera de bóveda, oculta en la arquería otra fuente, o más bien una alcantarilla, y puertas y portones de varias dimensiones sin simetría ni orden ninguno que dan entrada a oficinas, a cocheras o a bodegas húmedas y varías.
Entremos. El patio chico, limpio y barrido está casi solo con una pequeña guardia en la puerta. Esa puerta se llama de honor. Por allí entra y sale el Presidente y el ministro de Relaciones. El coche del ministro mexicano permanece toda la mañana como escondido debajo de un arco, el coche del plenipotenciario español casi siempre en el arco de la escalera. Todo diplomático español, ministro, o encargado de negocios, no tiene más ocupación que el arreglo de la convención española. El cupé del ministro inglés al menos dos veces por semana, y el landó del ministro francés también casi todos los días. Los diputados, senadores y gente de alguna importancia que suelen atravesar ese patio siempre frío y por donde corre en chiflón un viento glacial, nunca dejan de decir: Ese es el carruaje del ministro inglés que viene a hacer reclamaciones de súbditos británicos, o este es el coche del ministro francés que viene a reclamar daños y perjuicios hechos a súbditos franceses. Casi es inútil decir que todos los días está amenazado el gobierno directa o indirectamente con la venida de escuadras con más o menos cañones. El ministro español siempre dice que lo hará en último caso, pues al fin se trata de madres e hijos. Suele atravesar también el patio y subir precipitadamente la escalera un personaje con la cara roja como un camarón, vestido de negro, con un cuello blanco y tieso que tiene su límite en las orejas. Ese es el ministro norteamericano, que nunca anda en coche, ni amenaza de pronto con escuadras: sus asuntos son más sencillos y fáciles, quiere cogerse a Tejas, y si se puede, dos o tres Estados más, como quien dice una tercera parte de la República. Sus reclamaciones se cuentan por millones de millones; pero todo es posible arreglarlo sin que el tesoro mexicano desembolse un solo peso. Unos cuantos millones de acres de tierra y la República hermana, la tierra clásica de la libertad, donde hay cuatro millones de esclavos, será nuestra mejor amiga y nos beberá en un jarrito de agua.
Como ya no hay que ver, pasemos por el frío pasadizo de la arquería hasta el otro patio. Grande, de veras muy grande. En la pequeña fuente están bebiendo agua unos toscos caballos americanos, que se les nombra no se sabe por qué frisones, y que sirven para el coche del gobierno. Debajo de los corredores, atados a argolas clavadas a la pared, seis, ocho o diez caballos mexicanos, a cual más gordos y lustrosos, que pertenecen al Presidente, al Comandante general, o al Gobernador de Palacio, o a algún otro veterano que con cualquier pretexto manda encordar sus vucéfalos a las caballerías de la nación. En el ángulo derecho, y casi mirando a la puerta de la calle, hay una batería de cañones de a ocho custodiada ordinariamente por cuatro hombres y un cabo. Cuando hay amagos de pronunciamientos, entonces se refuerza el puesto, se cargan las piezas, los artilleros están con mecha en mano y un escuadrón debajo de las arquerías del patio chico. Los cuarteles de Ordenes y de la Acequia, de que hemos hablado, cierran sus puertas y la tropa se pone sobre las armas. Entonces los grupos de paisanos y curiosos que se forman en la calle se preguntan y se responden:
- ¿Qué hay, por qué están las piezas cargadas? ¿Qué va a pasar?
- Nada, cualquier cosa.
- Pronunciamiento, -responde otro u otros.
- ¡Ojalá, y que sea presto! -contesta un tercero;- pues por malos que sean los que vengan lo han de ser mejor que éstos.
Y muchos se quedan horas enteras esperando el pronunciamiento como se espera una procesión que va a salir de la Iglesia. Al día siguiente, y tal vez a las dos o tres horas, disipados los temores de pronunciamiento, los artilleros se van a la ciudadela, la caballería al cuartel de los Gallos y los grupos a sus casas, como chasqueados y tristes de que no hubiese habido bola, y todo quédase en paz por algún tiempo.
Debajo de las arquerías del gran patio hay dos puertas, que las llamaremos mezquinas, más bien cuadradas que no cuadrilongas; pero que llaman la atención. La una, desde las ocho de la mañana y no pocas veces hasta las diez de la noche, está llena de oficiales y soldados, y la otra de mujeres, de viejos, de cojos, de mancos y de tuertos, o con una venda de tafetán verde sobre los ojos. La primera de esas puertas es la de la oficina de la Comandancia General de la Plaza, la otra da entrada al gran salón de la Tesorería General, donde están sentados debajo de un dosel de terciopelo encarnado como dos virreyes antiguos de cartón, los dos ministros tesoreros. De uno y otro lado del salón, y garantizados del ataque de las viudas por una sólida barandilla de caoba, trabajan los empleados en sus bufetes, vigilados por el ojo derecho de un tesorero y por el ojo izquierdo de otro tesorero. Por lo común hablan todos quedo a primera hora de la mañana; pero a las dos de la tarde, en días de paga, aquello es una barahunda, un habladero, un ruido, un barullo, una como verdadera torre de Babel.
Hemos mencionado al comandante general de la plaza porque es el funcionario más importante del toda la máquina gubernamental. El comandante general de la plaza tiene en sus manos la vida del Presidente, de los ministros y de todos los habitantes de la ciudad de México es, en sustancia, una plaza fuerte, y el Palacio es el castillo, el baluarte, donde está como fortificado el gobierno. Tomando por asalto, o de cualquier otra manera, esa fortificación, la mitad por lo menos de la República está vencida. Ya tendremos ocasión de hablar más adelante del Palacio y de la Plaza Mayor en días de agitación y de guerra, de pronto le daremos un vistazo en momentos de paz y de tranquilidad. De nueve a diez de la mañana se forma en la plaza lo que se llama la parada, o el relevo de las guardias. La del Palacio sale con su teniente abanderado y la que entra lo mismo. Se forman, se transmiten las órdenes, tocan las cajas, los clarines y las músicas y las compañías o piquetes de los diversos regimientos van después desfilando y tomando su rumbo para sus puestos o cuarteles. Todo esto la mayor parte del año bajo un cielo azul purísimo, con un vientecillo fresco de los volcanes, para unos muy agradable, para otros constipante, y con una numerosa concurrencia de pueblo que nunca falta a ver la parada, a lo que se añade la multitud de lindas devotas de saya y mantilla que salen y entran de la Catedral y el Sagrario. En las noches, a las ocho en invierno y a las nueve en verano, vuelve la plaza a animarse. Bien que el frente de Palacio esté mal alumbrado y la inmenza plaza, negra y oscura, mirándose apenas como luciérnagas los pocos y malos faroles, las músicas y bandas de los regimientos (y a veces hay ocho o diez en la capital) van como saliendo de entre las sombras y a la sordina por los ángulos y boca-calles y haciendo alto en el frente de la puerta mayor. Los curiosos, los que pasan por casualidad y familias enteras con niños, abuelas y criadas particularmente los días festivos que consideran como obligación concurrir a la retreta, que no les cuesta nada, van reuniéndose y sentándose en las aceras, en las cadenas de la Catedral y gradas de las cruces, o se pasean, forman grupos y tertulias, fuman, comen dulces y alegan por dos o tres horas en esta parte de la ciudad. A las ocho en punto las marmotas se iluminan repentinamente y rompen las retretas a la vez, produciéndose un momento una extraña confusión de sonidos; pero no tardan en desfilar rumbo a sus cuarteles tocando las más escogidas piezas de maestros italianos, alemanes y mexicanos seguidas de los vecinos del barrio. Delante de Palacio quedan las músicas de artillería y de ingenieros con sus atriles, sillas, papeles y faroles, tocando alternativamente los más deliciosos valses y mazurcas. A las once los músicos apagan las luces, guardan sus cornetas en las fundas, cargan con su música y sus sillas, las pesadas puertas de la fortificación se cierran con estrépito, los centinelas entran con sus garitones y comienzan a gritar ¡quién vive!, las pocas luces de los faroles, faltos de aceite, van apagándose gradualmente, y la ancha plaza tenebrosa parece la boca temible y profunda de un túnel colosal.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo tercero
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