Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo cuarto Capítulo trigésimo sextoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO QUINTO

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EL MINISTERIO DE LA GUERRA

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Hemos dicho que el buen D. Pedro tenía forzosamente que hablar con personajes importantes en el Palacio. Incansable en su obra de caridad cristiana, patriota como el primero y amigo verdadero del capitán Manuel, como ninguno, no puede, no debe perder un momento. Mientras nosotros nos hemos ocupado de la parada y de la retreta, el día ha amanecido; D. Pedro se ha vestido con su ropa más seria y lujosa, ha almorzado, ha puesto en sus bolsillos el reloj, dinero y una caja de polvos, de oro con cerco de brillantes, ha salido de casa, ha oído con devoción su misa de once en el altar del Perdón, entra ya en el Palacio y se dispone a subir las escaleras.

El ministro de la Guerra sale del acuerdo con el Presidente. Pasa con majestad por la puerta de fierro de la galería, los centinelas echan con estrépito, golpeándolo contra sus hombros, el pesado fusil de la Torre de Londres, comprado por los grandes financieros del año 1824; dos ayudantes vestidos de rojo y de azul o de azul y rojo, con oro y plata en el cuello de la casaca, una reluciente espada de cubierta de acero, arrastrando y sonando en las baldosas y con dos gruesas carteras llenas de papeles siguen a diez pasos de distancia. El ministro, vestido de frac, pantalón oscuro, chaleco claro y sombrero negro alto, tiene por todo distintivo militar, una banda azul en la cintura con un bordado de oro en el centro, que demuestra de una manera irrecusable, que llegó al último escalón del ejército mexicano, que es, en una palabra, todo un general de división. El ministro y general de división, lleva la cabeza erguida, serio y grave de fisonomía, la vista adelante, fija en la entrada oscura y sucia de otra galería o corredor abierto que conduce a los ministerios de Guerra y Hacienda.

En los corredores del tránsito, hay una multitud de gente recargada en los barandales de fierro, o dando paseos arriba y abajo. Son militares; los unos con un gabán o saco deslustrado y viejo, pantalón azul con franja encarnada y sombrero alto color de ala de mosca; otros tienen un kepi de infantería, pantalón con galón de plata y frac negro, otros de sombrero aplomado jarano con una piqueta encarnada de caballería, y calzado con costras de lodo y con agujeros por donde suele salir un dedo con su correspondiente uña, más negra que blanca. Entre los numerosos concurrentes hay también algunos con dos muletas y gorra de cuartel; otros con una pierna de palo; ancianas viudas de militares con un ligero tapalito como tela de araña, un túnico de indiana que a cada paso se les entra por las piernas y calzado, completado, con remiendos y cintas atadas a la garganta del pie. También se encuentran entre la turba, coroneles con lujoso uniforme; caballeros elegantes con lente de oro, y hombres de dinero y banqueros con un traje serio, irreprochable. Hay de todo en la viña del Señor: una mezcla rara de tipos, de trajes, de fisonomías, de actitudes, de tamaños y de colores. Domina el rojo y el azul entre los hombres, el pardo, ceniciento y viejo entre las mujeres. A medida que el ministro avanza, se desprenden de los barandales los que han estado esperando y calentándose al sol, los que se pasean abren paso, se forman en fila y se tocan el sombrero en señal de respeto; los enemigos del gobierno y los periodistas de oposición (que suele haber a caza de noticias) voltean la cara, o tal vez la espalda. El ministro de la Guerra, no se apercibe de nada de esto, no ve ni a amigos, ni a enemigos, sino sigue imperturbable en la línea recta, pero cuando penetra en la polvosa y sombría galería, tiene ya detrás una cauda de cincuenta, de cien personas, y esta avalancha de quejosos, de aspirantes y de pretendientes, se detiene un momento en la estrecha puerta del ministerio de la Guerra. Allí los quebraditos contienen la invasión y verdaderamente se puede decir que con trabajo y dificultad, porque a uno le falta una pierna, a otro un brazo, al de más allá un ojo, y otro es sordo como una tapia, todos son viejos soldados, mutilados y hechos pedazos en las guerras extranjeras y en las discordias civiles, y forman el cuerpo de inválidos encargado de dar ordenanzas a los ministerios y oficinas generales. El quebradito que está en la puerta del gabinete del ministro, aunque con una cicatriz profunda que le divide la cara en dos mitades, es cuadrado, todavía fuerte y con el buen color en su cara morena que indica salud. El ministro entra casi abriéndose paso entre los muchos que se colaron, no obstante la oposición de los quebraditos; los dos ayudantes lo siguen y la puerta se cierra violentamente, dejando a todos con la boca abierta. ¿Hablaron al ministro de sus negocios? Seguramente que sí, pero hablaron todos a un tiempo mientras el ministro iba derecho a la polvosa galería, y ganaba con precipitación su gabinete como una liebre que acierta con su nido, como un reo de los que antes tomaban Iglesia. Ni les contestó, ni los vió, ni les hizo caso. Lo que quería era verse libre de ellos.

- ¡Uf! llegamos por fin, -dijo a los ayudantes, dejándose caer en el sillón del bufete,- ¡qué turba! ¡qué gentío! ¡imposible de andar por los corredores de Palacio, hasta levantan como un huracán el polvo colorado de los ladrillos!

Uno de los ayudantes sacó un pañuelo blanco y sacudió por un lado y por otro el frac del ministro, que en efecto, sea por el polvo de la Plaza Mayor, sea por el que se desprende con roce de los piés de los gastados ladrillos de los corredores, no estaba muy aseado.

- Gracias, -dijo el ministro,- que venga el sordo Nabor, con el cepillo, porque no puedo soportar el polvo, y usted, -dirigiéndose al otro ayudante,- diga al mayor que entre y que traiga la firma.

Mientras entra el sordo Nabor, que era uno de tantos ordenanzas quebraditos, con una jarra de agua fresca, un vaso limpio y un cepillo y ayuda a la toallette del general, daremos un vistazo al gabinete, y a fe que se necesitan pocos minutos. Una alfombra muy usada, bufete, dos estantes y un sofá de caoba, con forro negro de cerda, una consola y un espejo. En la pared un retrato, con marco dorado del general Santa Anna, otro de Washington, un mapa de la República, y algunas banderas españolas del tiempo de las guerras de independencia, y expedición de Barradas, y guiones y banderolas texanas ganadas en la frontera por el general Canales. Los estantes contenían folletos desorganizados, Ordenanzas y Táctica Militar, Memorias de la Secretaría de Guerra y colecciones de leyes. Lo más notable era la espléndida perspectiva que se gozaba desde los dos grandes balcones sombreados a la morisca, con cortinas de cotí de rayas blancas y encarnadas. Inclinando la vista, se encontraba con la espaciosa plaza, en cuyo centro había ya una base circular donde debía de erigirse una columna de mármol con el genio de la libertas en el capitel, emprendida esta obra hacía muchos años, estaba aún en su principio; seguían gastándose buenos pesos, y para que no olvidara la Tesorería de dar dinero, había enormes trozos junto al zócalo, y un cobertizo de tejamanil donde trabajaban dos o tres canteros. A la derecha aparecía la catedral con sus dos pesadas torres y su reloj con su carátula dorada en el centro, dando majestuosamente las horas; a la izquierda y al frente, las portalerías de las Flores y Mercaderes. Balcones abiertos arriba de las portalerías, y en la calle de los Flamencos, lindas muchachas asomadas, criadas limpiando vidrieras, regando macetas o colocando los cortinajes moriscos, azules, encarnados o blancos; gente, caballos y coches, circulando constantemente, los indios detrás de sus burros cargados de carbón y de fruta, las diligencias con sus ocho o diez fogosos caballos, atravesando con estrépito, una animación, unos ruidos y voces de todos los tonos agradables o rechinantes, una alegría en las gentes y en la atmósfera, y en ese cielo azul pusírimo, salpicado de polvo de oro, que no tiene igual más que en Nápoles y en Sevilla. Detrás de todo esto, un panorama de terrados con macetas de flores, de cúpulas de azulejos, de torres con sus cruces y veletas de fierro, de arboledas y de sembrados verdes, de trigo subiendo en el declive de las lomas, y como fondo e este cuadro, el soberbio Ajusco, como le llaman los poetas con un ligero matiz de blanca nieve en la cumbre, y coronado de nubes amenazadoras que avanzan por las tardes a la ciudad y escupen torrentes de agua y granizo.

- No se puede negar que este panorama es espléndido. Todos los días al entrar, me asomo al balcón, y no me canso de verlo. ¡Lástima que tan bello país esté siempre en revolución, y ahora los yanquees encima de nosotros! -dijo el ministro, cuando acabó Nabor de acepillarle la ropa, y le dió la toalla para que se secase las manos.

El oficial meyor entró.

- Buenos días, señor ministro; están preparando la firma y ya mandaremos avisar a las secciones.

- Buenos días, amigo muy querido, -contestó el ministro;- siéntese usted, y está bien que se detenga la firma; acordaremos lo más urgente.

- Como usted mande.

El oficial mayor salió, y al momento volvió con una carpeta llena de comunicaciones y de expedientes, y con los periódicos de la mañana.

Conoceremos, aunque sea así, de paso, al oficial mayor. Era de estatura mediana, grueso sin ser barrigón ni defectuoso, de cara llena y bien matizada, con una buena circulación de la sangre que anunciaba la salud, pero escaso y entrecano, que arreglaba con pomada y bandolina sobre su casco, para que no apareciese enteramente desnudo. Gastaba gafas de oro, con gruesos vidrios de miope, vestía con mucho aseo y corrección, y siempre su cara estaba rasurada y lisa como la de un inglés. De voz simpática, de modales suaves, conversación acomodaticia que huye de las disputas, y un buen conocimiento del mundo y especialista en el de los militares, desde el soldado hasta el general de división; lo hacían una buena alhaja para todos los ministros del ramo, y si se dijera que llevaba el ministerio en peso, no se mentiría.

- ¿Habrá ustes ya leído los periódicos? -dijo el mayor sentándose en la cabecera del bufete y abriendo su cartera, de donde brotaron papeles bastantes para llenar la mesa.

- Nunca leo los periódicos en casa. Ya lo sabe usted; no almorzaría, ni comería a gusto, y cuenta con que ya estoy acostumbrado a sus lindezas. Esta prensa se está desbordando, y si no se le pone un freno, nos va a precipitar a la revolución.

- Como que está furioso el artículo ...

- ¿Sobre qué?

- Sobre la campaña de Texas, y todo contra el ministerio de Guerra, como si pudiera hacer milagros. Aquí lo tiene usted, está marcado con lápiz rojo, -dijo el mayor, entregando al ministro un ejemplar del Liberal Furibundo, periódico de literatura, política, ciencias, artes y variedades.

- No, es inútil leerlo; ya conozco la canción: la campaña de Texas sirve para todas las oposiciones, la campaña de Texas es el estandarte revolucionario. ¿Qué más ha de hacer el gobierno? Ya mandó tropas, ya puso a su cabeza al general que los borbonistas dicen que es el más valiente. Debe salir mañana de Querétaro con la caballería. Pronto estará toda la división de San Luis. ¿Qué más?

- Es que, -volvió a decir el mayor,- acusan de traición a usted, al presidente y a no sé cuantos más.

- Déme usted el periódico, -dijo el ministro.

El mayor le entregó el pliego impreso y húmedo todavía.

- Esta es la única contestación, -respondió el ministro, haciendo mil pedazos el papel, pues por Dios, que no lo lea el Presidente. No tiene la misma calma que yo.

- Mira Jorge, -le dijo a uno de los ayudantes,- corre a la Presidencia y recoge todos los periódicos que haya en la antesala y dile al ayudante de guardia que no entregue ningún impreso al Presidente, sin traerlos antes para que sean revisados por mí. No permitiremos que lea más que los diarios que le hacen elogios.

- Y precisamente hay aquí uno que le hace a usted justicia y algo habla del Presidente.

- Lea usted, lea usted, -se apresuró a decir el ministro,- debe ser el semanario que redactan mis buenos amigos ...

- Sí, señor, El Imparcial.

- Lea usted, lea usted.

El mayor, leyendo:

La incansable actividad del pundonoroso ministro de la Guerra, está produciendo verdaderos milagros. Se puede decir que de debajo de la tierra ha hecho salir un valiente y pundonoroso ejército, que está en marcha para la frontera, y hará morder el polvo al feroz texano, y lo humillará, y recobrará el esplendor de nuestras armas.

¡Bien por el patriota y pundonoroso ministro de la Guerra! ¡loor a los valientes pundonorosos que van a batir al bárbaro texano y a arrojar a los desiertos a esa raza impura!

Eñ Excmo. Sr. Presidente, animado de los mismos deseos, con su crédito personal ha proporcionado los recursos indispensables para que se ponga en marcha esa pundonorosa división.

Aunque de oposición, porque nuestra alma noble detesta la adulación, tenemos que tributar nuestros más cumplidos elogios al Presidente y su pundonoroso ministro de la Guerra, y a fuer de imparciales, no podemos hacer otro tanto con el ministro de Hacienda, al que como amigo y hombre privado queremos mucho, pero juzgándolo como funcionario público no está a la altura de sus pundonorosos y dignos compañeros.

Corazón de fierro

- Eso es hablar en justicia, -dijo muy satisfecho el ministro, luego que acabó la lectura;- repite un poco la palabra pundonoroso, pero eso no es un defecto capital, pues que en lo demás está bien redactado. Corazón de fierro es un seudónimo, pero conozco al autor. Es un joven muy apreciable y verdadero Corazón de fierro. No transige con injusticias ni maldades, dice siempre la verdad, cueste lo que cueste. Precisamente recibí ayer una carta en que me dice que no pudiendo transigir con los manejos de mi compañero el ministro de Hacienda, está a punto de ser despojado de la plaza de escribiente. ¡Qué injusticia! Lo haremos capitán, señor mayor: apúntelo usted para que no se nos olvide.

El mayor, sonriendo imperceptiblemente, tomó la pluma y apuntó en un cuaderno de borradores: Extender el despacho de capitán a Corazón de fierro.

- ¿Está? -preguntó el ministro.

- Sí, señor; ¿de qué arma?

- De caballería, que tiene más sueldo, y creo que él monta bien a caballo. Las tardes que voy a paseo lo veo siempre en buenos caballos, y me saluda afectuosamente; pero ya me divagaba: vé Jorge, -continuó,- a la Presidencia, recoge los periódicos, como te he dicho, y personalmente entregas éste al señor Presidente. Después irás a la redacción de El Imparcial y le dirás a ese valiente Corazón de fierro que me vea mañana en casa, antes de las diez. ¿Tenemos mucho acuerdo, señor mayor?

- No deja de haber.

- ¿Urgente?

- Vaya, comencemos, y después traerán la firma.

- El comandante general de Zacatecas, por extraordinario violento, comunica que los indios bárbaros han llegado hasta las cercanías de Fresnillo, y que no salió a batirlos, porque no tenía recursos, que ocurrió al gobernador, y que éste le negó todo auxilio, y se han atravesado comunicaciones muy fuertes. Aquí están las copias de todas ellas.

- Al ministro de Hacienda, -dijo el ministro, acomodándose en su sillón,- para que el día de mañana situé veinte mil pesos en Zacatecas, y al comandante general se le prevendrá que mientras llegan los caudales que se le van a remitir ocupe las rentas públicas.

- ¿También las del Estado? -preguntó el mayor.

- Todas; y añádale usted que si el gobernador se resiste, lo ponga preso y lo mande a esta ciudad con una partida de caballería.

- Pero esto es grave, -observó el mayor.

- Es verdad; lo acordaré esta noche con el Presidente. ¿Qué otra cosa?

- El ministro de Hacienda dice en esta comunicación que el comisario de la división que marcha a la frontera, esta ocupado en San Miguel el Grande todos los estanquillos, repartiendo entre la tropa, por orden del general en jefe, los puros y cigarros, que esto es un desorden, y pide que se amoneste al general en jefe para que no permita tales desmanes, que acaban con la Hacienda Pública.

- ¡Qué candoroso es mi compañero el de Hacienda! ¿Cómo se ha de amonestar a un general en jefe que va a campaña? Conteste usted solamente de enterado, y yo lo veré también esta noche para decirle que si quiere evitar los desórdenes que envié las quincenas adelantadas. ¿Qué otra cosa urgente? porque ya es hora de la firma.

- Lo del Sur se pone muy malo. Todas son disputas entre las autoridades. El Ayuntamiento de Chilapa ha sido echado a la calle por el coronel viborita, que está viviendo en las casas municipales; ha puesto presos a los riquillos de la ciudad para sacarles un préstamo de seis mil pesos. Parece que esto ha desagradado al general Alvarez; y el capitán Braulio Conejo, ese revoltoso muy afamado del Sur, marcha con dos mil pintos sobre Chilapa.

- ¡Cáscaras! -dijo el ministro;- si D. Juan Alvarez está mezclado en esto, la cosa es grave, pero no lo creo. Mande usted al correo que prepare un extraordinario, y dígale al coronel Viborita que ponga en libertad a los presos y que se retire a Cuernavaca a esperar órdenes. El Sr. Presidente y yo escribiremos en lo particular al general Alvarez.

- Diré a usted, señor ministro, que el coronel Viborita será tal vez recibido a balazos, pues ha hecho muchos daños a los hacendados de la cañada de Cuernavaca, y ya le han escrito que están resueltos a defenderse.

- ¿Qué hacer entonces?

- No hay más sino ordenarle que venga hasta México, -contestó el mayor.

- No, a México, no, -interrumpió el ministro;- ese Viborita es muy reboltoso y muy atrevido. Por eso lo hemos mandado al Sur.

- También tiene usted razón, señor ministro.

- Que venga a Tlalpan y no entre en combate con sus pintos. Ordene usted que el regimiento N° 7 de caballería, que nada hace aquí, marche a Tlalpan para vigilar a Viborita, y si se pronuncia, lo bata y lo fusile. Montero lo sabe hacer.

- Se darán los acuerdos a las mesas, como usted lo ha mandado.

El mayor recogió sus expedientes, los colocó en su carpeta, y se disponía a salir del gabinete, pero el ministro lo detuvo.

- Quédese usted, porque acaso lo necesitará a la hora de la firma. Que el ayudante pida la firma.

El ayudante salió a pedir la firma y el mayor se volvió a sentar.

El ayudante recorrió las muchas y amplias piezas, enladrilladas y polvorosas, con estantes viejos de diversos colores: caoba, cedro, ébano, imitados con pintura al temple o aceite, de la más lamentable manera. Las paredes casi hasta el techo, estaban como tapizadas de armazones viejos llenos de legajos, cubiertos de polvo colorado, abrigadero de ratones, arañas y moscas.

- La firma, la firma quiere el señor ministro, -gritaba el ayudante, arrastrando su espada y rajando con ella no pocos de los ya gastados ladrillos.

En el acto los jefes de seccion rellenaron sus respectivas carteras de oficios y circulares, y entregándolas al oficial de guardia, se pusieron a la cabeza de una especie de procesión, que comenzaba en la última pieza y moviéndose lentamente terminaba a la puerta del gabinete del ministro.

Ya es tiempo de que nos encontremos con nuestro amigo D. Pedro.

Precisamente fatigado y jadeando, alcanzó el útlimo peldaño de la grande escalera, cuando el ministro pasaba por el corredor, seguido por la imprudente y numerosa turba.

En vez de mezclarse a ella, el cauteloso anciano, hizo un cuarto de conversión, y ganó el corredor del frente, que estaba solo. Cuando creyó pasado el nublado, se fue poco a poco acercando a la entrada del ministerio, que encontró lleno aun de oficiales y de viudas y vigilado cuidadosamente por los quebraditos.

Cuando la solemne comitiva de la firma fue introduciéndose al gabinete, cuya puerta tenía entreabierta por el interior el ordenanza cuadrado y robusto que ya conocemos, D. Pedro dijo:

- Esta es la mía; en cuanto el general me vea, suspenderá un momento su quehacer, me entrerá al cuartito reservado, y allí hablaremos, dejando a estos míseros empleados esperando de pie con sus pesadas carteras.

Con este bien fundado plan, avanzó con el último empleado, introdujo, en efecto, medio cuerpo, pero el ordenanza cuadrado lo desvió con una mano y con la otra le dió con la puerta en las narices.

- A la hora de la firma nadie entra, -dijo; y se oyó el rechinido de un pasador que aseguró la puerta.

D. Pedro retrocedió y llevó su mano a las narices. El portazo había sido clásico; algunas gotas de sangre comenzaron a destilar. Se mordió los labios de cólera, sacó su pañuelo, se limpió y se fue a sentar humildemente a una banqueta de madera, donde estaba un quebradito con la pierna de palo, fumando un apetitoso purito de a 18, del famoso Estanco. Dios confortó a este santo hombre, le dió resignación y esperó largas horas.

Por fin se hizo anunciar por medio del quebradito, a quien regaló un puro habano, y el ministro lo recibió.

- Señor ministro, -dijo D. Pedro, quitándose con la mano izquierda el sombrero y presentando la derecha, me perdonará usted que le venga a importunar, después de tantas horas de fatiga y de trabajo; pero un asuntillo un poco delicado y urgente, urgentísimo, me trae aquí.

- Pase, pase usted, mi buen amigo, y siéntese, -contestó el ministro;- no hay necesidad de disculpas, y ya otras veces le he dicho que usted tiene la llave dorada y puede entrar a todas horas y cuando guste, los ordenanzas tienen orden de abrirle las puertas de mi gabinete, de par en par.

D. Pedro agachó la cabeza y se rascó con el dedo gordo las narices; pero no quiso revelar al alto funcionario la exactitud con que se habían cumplido sus órdenes, y con una apariencia de calma, dijo:

- No quiero quitar a usted su tiempo, y como dice el adagio, harto ayuda quien no estorba, seré breve y al grano, mi señor ministro. ¿Qué sabe usted acerca de la revolución?

- ¿De revolución? Nada, señor D. Pedro; ni por ahora hay probabilidades, porque todas las medidas están tomadas. Acabo justamente de dictar providencias muy enérgicas e importantes; pero ya caigo: apuesto mis dos orejas, que ese aspirante, que ese incansable hablador, ese general Bamboya nos quiere armar un motín.

- La cosa no es por ese lado.

- Usted no conoce a los militares como yo, que lidio con ellos. Bamboya aspira, no solo a ser ministro, sino hasta Presidente de la República. Tan audaz es. Ya he dado la orden para mandarlo al castillo del Perote, y por consideración a su familia no va a San Juan de Ulúa.

- Lo supo a tiempo y se escondió, -respondió D. Pedro;- pero, repito, no viene por ese lado el peligro, señor ministro. El pobre Bamboya no ha pensado en conspirar, al menos por ahora.

- ¿Pues, entonces? ... ¿Hay por ventura otros conspiradores? Caerá sobre ellos la espada de la ley.

- No es muy fácil, señor ministro, porque varios cuerpos están minados y el gobierno se quedará solo, a poco más o menos.

- Eso no es posible, señor D. Pedro, -interrumpió el general sonriendo irónicamente;- yo tengo prestigio entre la tropa, y además tengo oficiales de confianza, son mis criaturas; yo los he sacado de la nada.

- Podrá ser muy cierto todo eso; pero si usted me quiere creer, le repito que esa tropa está ya muy vacilante.

- ¿Pero qué plan van a proclamar? ¿qué intentan? ¿qué quieren? ¿quienes son los directores?

- Plan, plan, -dijo D. Pedro,- cualquier plan es bueno y se hace en menos de una hora por uno de esos licenciado que no tienen bufete.

Se declara a los ministros traidores, se les acusa de hacer alianza con los texanos, se apela al pueblo para que nombre consejeros, diputados, próceres, cualquier farsa, se repican las campanas, se hacen salvas de artillería, se canta un Te Deum, y a los tres días todo sigue peor, los teatros se abren, Castro sigue haciendo el gracioso y ustedes ...

- Y nosotros, ¿qué suerte correremos? -dijo el ministro, como en tono de broma;- probablemente nos enviarán a nuestra casa o a pasear a Nueva Orleans.

- Algo más que eso.

- ¿Entonces, se nos reducirá a prisión?

- Algo más.

- ¿Entonces, un juicio? La Cámara nos juzgará, porque tenemos fuero.

- Un poquito más, -dijo D. Pedro, sin abandonar su tono entre verídico y socarrón.

El ministro, ya nervioso e impaciente, se levantó de un salto de la silla, dió una fuerte palamada en la mesa y se quedó mirando de hito en hito a D. Pedro un largo espacio de tiempo, y después con una voz hueca dijo:

- ¡Con mil rayos! acabe usted de explicarse.

- Calma, calma, señor ministro, -contestó el tutor, hablando en voz baja y acercándose;- fuera de toda broma, (y yo no me había de permitir esta libertad): se trata de una cosa muy seria, de asaltar el Palacio.

- Eso no es posible, -contestó el ministro, hablando ya muy quedo;- tenemos las guardias, las tropas del cuartel de órdenes, la artillería en el patio, en fin, siempre estamos con la barba sobre el hombro.

- Lo sé; más todo será inútil; si es la misma guardia, la misma tropa y la misma artillería, la que se encarga de dar el golpe y pronunciarse.

- Entonces, ¿es una traición horrible?

- Llámela usted como quiera; pero el complot existe, y a eso he venido precisamente.

- Este es un país de anomalías, donde sucede lo contrario de lo que debe suceder, -dijo el ministro, dejándose caer con desaliento en el sillón.

- Sin embargo, -repuso D. Pedro,- las cosas tienen todavía remedio.

- ¿Cuál, cuál? diga usted, -le interrumpió el ministro- pondremos todos los medios, se desplegará una energía que haga temblar a la ciudad.

- No se necesita tanto, y todo ello no vale un grano de anís. Ya verá usted; sólo exijo que se guarde el más profundo secreto; va mi vida y mi fortuna de por medio.

- Inviolable como el sepulcro; cuente usted con eso y hable por Dios, que los momentos urgen, -dijo el ministro estrechando las manos de D. Pedro.

- Nada valen mis pocas luces, y sólo he querido prestar un servicio desinteresado al gobierno, mejor dicho, a usted, amigo mío, a usted, a quien estimo por su arrojado valor y sus virtudes cívicas; pero hagamos todo eso a un lado y al caso. Hay un moro en campaña, y a ese lo considero terrible. Es necesario suprimirlo.

- Ya me lo figuraba yo; Bamboya, ese general Bamboya, que es mi sueño, mi pesadilla. En todas partes ven a Bamboya, y estos periódicos de oposición no tienen ya palabras bastantes para elogiarlo. Mas que sea un poco ordinario el lenguaje, diré a usted que ya Bamboya se me sienta en la boca del estómago.

- Está usted muy desorientado; ya se lo he dicho, no viene por ahí el mal. Aquí entre nos, el pobre de Bamboya es un mentecato, -dijo D. Pedro, bajando más la voz,- el gobierno le da más importancia de la que tiene: es gastador y necesita dinero; y esto es todo.

- Pero si se le han dado cuatro pagas en menos de quince días.

- No importa, siempre necesita dinero. Ya ve usted: su familia, y además tres familias extraordinarias, ya gastan plata; pero al caso, al caso; lea usted esta carta y se convencerá.

D. Pedro sacó una carta de un bolsillo y de otro la caja de polvos de oro cercada de brillantes. El ministro tomó un polvo y rompió precipitadamente la cubierta.

- Lea usted, lea usted, señor ministro.

El ministro leyó:

Mi amadísimo compañero y amigo:

Soy como soldado, leal y franco, y me dirijo al amigo y al soldado valiente, no al ministro. ¿Me comprende usted, compañero querido?

Soy franco -(otra vez),- no estoy muy contento con el gobierno, porque ha desconocido mis servicios y me tiene muerto de hambre. -(Se le han dado tres pagas, ya lo dije a usted, señor D. Pedro), dijo el ministro interrumpiendo la lectura.

- Continúe usted, señor ministro.

El ministro, acercándose al balcón, porque estaba ya obscureciendo, siguió:

Pero soy franco -(tercera vez);- de estar quejoso del gobierno a ser conspirador hay una gran distancia. Soy franco -(cuarta vez):- si conspirara lo diría a usted chiva a chiva. Soy hombre de orden, soy incorruptible, soy valiente; Dios me hizo así, y los valientes nunca conspiramos en secreto. Cuando queremos conspirar lo hacemos en el café, en las Cadenas, en el teatro Principal, y a nadie tenemos miedo.

- ¡Fantasmón e insolente, -exclamó el ministro;- ¿qué expresiones son esas de chiva a chiva cuando se escribe a un superior?

- Siga usted, señor miistro; falta la segunda parte.

El ministro prosiguió:

Pero, queridísimo compañero, recuerde usted que tengo familia; ¿qué va a ser de mi mujer y de mis hijos sin paga, y yo en Perote? Revoque usted esa orden, por el amor de su hija Isabelita. Todo esto va reservado y queda entre nos. El verdadero, el único conspirador es ese tronera del capitán Manuel, que le han trastornado la cabeza.

- Eso es imposible, -dijo el ministo interrumpiendo de nuevo la lectura.- El capitán Manuel jamás se ha pronunciado por nada ni por nadie; además, parece que está rico y que se va a casar con una muchacha de proporciones.

- Pues nada es más cierto, -dijo D. Pedro- ese es el verdadero peligro. El capitán ha dado su palabra de asaltar la guardia de Palacio, y la cumplirá; y en un lance de esos, nadie sabe lo que puede suceder, y no sería remoto que usted y el señor Presidente fuesen asesinados por la misma tropa; luego dispararan los fusiles y no saben ni a dónde van las balas.

- Ni lo diga usted, señor D. Pedro; ¡qué catástrofe! Mi pobre familia ¡cómo quedaría el día que yo les faltase, y luego métase usted a servir en este país, para que le paguen así sus sacrificios. Vale más ser carretero o sacristán, que ministro de la Guerra. Este capitán es resuelto, lo conozco, y si por cualquier motivo ha dado su palabra, la cumplirá.

- Y como que sí; y ha tomado para ello todas sus medidas. Aqui tiene usted la copia de una cartita que le dirigió la Junta Revolucionaria.

- ¡Junta Revolucionaria tenemos! -dijo el ministro arrebatando de manos del tutor el papelito y leyéndolo.

- Vale un grano de anís la Junta Revolucionaria. El todo es ese capitán a quien apenas conozco, gracias a Dios; pero me lo han pintado como terrible y atrevido.

- Es verdad, es verdad, -dijo el ministro guardando el papelito en el bolsillo;- ¿pero qué hacer?

- Mandarlo prender en el acto y enviarlo a Acapulco; pero acabemos con la carta de Bamboya.

El ministro, que en su cólera había estrujado la carta del furibundo Bamboya, la desdobló y continuó.

Querido compañero: mi suerte está en manos de usted, y lo que haga, lo doy por hecho. El Sr. D. Pedro, mi buen amigo y apoderado, arreglará lo que usted quiera. Soy franco y pongo mi espada al servicio de usted, y me repito con franqueza su humilde amigo y afectísimo compañero y seguro servidor,

Claudio Bamboya

- Ya ve usted, -dijo D. Pedro, cuando el ministro acabó la lectura.- La primera parte de la carta es terrible, pero la segunda no puede ser más humilde. Bamboya y otro compañero suyo, que vale menos que él, fueron a pedirme asilo, que no tuve dificultad en acordarles. General que conspira y se esconde, es moro al agua. El mismo se encierra en una prisión. Si los quiere usted fusilar, los tiene en mi casa, más seguros que en Santiago; y si los quere perdonar y servirse de ellos, nada es más fácil.

- ¿Qué me aconseja usted?

- Por supuesto, que los perdone, se reconcilie y se sirva de ellos. Una o dos pagas más y la promesa, que nada cuesta prometer, de la banda azul, o de alguna buena comandancia para más tarde ...

- Dice usted bien; la clemencia ...

- Con los insignificantes que nada valen ...

- Pero el rigor ...

- No el rigor, la justicia, -dijo D. Pedro,- con los que valen algo y pueden ser peligroso. A la víbora ...

- Se le machuca la cabeza y no la cola, -contestó el ministro,- y yo se la machucaré ...

- No lo digo por el capitán, -dijo D. Pedro bajando la voz y los ojos;- al fin muchacho y tronera ...

- Pues yo lo digo, -interrumpió el ministro muy alentado,- por todos los enemigos del gobierno.

- ¿Qué contestación daré a mis escondidos generales?

- Ya se supone, amigo y señor D. Pedro. Favorable, muy favorable. Que salgan de su escondite, que se hagan ver por la plaza y los portales, que ocurran a la Tesorería general por dos pagas cada uno, y que me vean en casa mañana por la tarde.

- Eso es conocer el mundo, señor ministro; eso es saber gobernar. Si todos los que se meten en esta desgraciada carrera política (yo siempre he huído de ella) fueran como usted, esta pobre nación, tan abatida, sería en dos o tres años más que Francia y que Inglaterra juntas, y hasta podríamos dar un paseo militar al Capitolio de Washington ... me voy ... me voy contento de usted, señor ministro.

El ministro tomó con sus manos la de D. Pedro, y le dijo con mucha expresión y al oído:

- El gobierno le debe a usted su salvación.

Y guiándolo hasta la puerta le dió otro apretón de mano y lo despidió con una amable sonrisa.

- ¡Qué frío hace al salir de este Palacio, -dijo D. Pedro;- y olvidé mi capa. ¡Cuerno! es ya de noche, y se me ha pasado la hora de la comida y del chocolate, pero en esta vez no se escapará el bribón del capitán. Las cosas se me han venido a las manos sin querer. Sin duda es la voluntad de Dios.

Entre tanto D. Pedro salía, Jorge, el ayudante, entraba al despacho del ministro.

- ¿Qué ha sucedido? ¿por qué tanta dilación?

- Mi general, tuve que esperarme a que el señor Presidente se desocupara para entregarle el periódico. Estaba con el ministro de Hacienda, y hablaban muy recio; parece que han tenido algún disgusto.

- Sí, por el dinero, ya se supone, por el dinero siempre disputan; pero el Presidente no se decide nunca a reemplazar a mi compañero. ¿Pero qué cara puso el Presidente? ¿leyó el párrafo?

- Eso iba yo a decir, mi general. Lo leyó tres veces y se puso muy contento, hasta se rió y me dió la mano.

- Vaya, es algo que el Presidente esté contento, es lo que importa; pero no hay que perder tiempo. Vé y dí al comandante general que suba en el acto, y al ordenanza que no deje entrar a nadie.

El comandante general no se hizo esperar.

- Compañero, -le dijo el ministro tendiéndole la mano, sin saludarlo,- estamos sobre un volcán.

- ¡Qué disparate, compañero! Nunca ha estado el gobierno más firme ni más seguro; tengo tomadas todas mis medidas en el caso que ...

. No importa, y ya hablaremos largo esta noche con el Presidente. Yo tengo, -continuó acercándose al comandante general y hablándole en voz baja,- mi policía secreta y mis amigos, y acabo de saber lo que pasa, o lo que va a pasar, si no lo evitamos.

El comandante general trató de responder, sin duda para disculparse; pero el ministro no lo permitió, y siguió hablando.

- Ya he dicho a usted, compañero, que hablaremos esta noche con el Presidente, y no falte a las nueve en punto. De pronto es necesario dictar medidas enérgicas. Que los cuerpos de la guarnicióm se pongan sobre las armas; que el regimiento de caballería esté montado y listo, con sable en mano; que se refuerce con una compañía la guardia de Palacio, y que cuatro o seis patrullas recorran la ciudad en todas direcciones; que el jefe del día visite dos o tres veces los cuarteles. hecho esto, en la madrugada, cuando esté durmiendo, se toma por asalto, si así es necesario, la casa del capitán Manuel, se le prende, se le hace montar en un caballo, y custodiado por un escuadrón de caballería, se le conduce a Acapulco.

- ¡El capitán Manuel! -exclamó el comandante general,- eso es imposible, ¡si jamás se ha pronunciado por nada, y es tan cumplido en el servicio! Además, ahora está rico, y hasta trata de separarse del servicio y de casarse.

- Eso mismo decia yo, compañero; pero no me cabe duda, tengo las pruebas aquí en la bolsa.

- Ya veo que no hay de quien fiar, -contestó el comandante general,- se hará en el acto lo que usted manda.

- Mucho cuidado y mucha precaución. Que el oficial que vaya a aprehender al capitán Manuel sea todo un hombre, porque es posible que se resista y haya un lance desagradable. Yo no quisiera que fueran a matar a ese muchacho, que quizá puede dar muchos días de gloria a su patria. Le han levantado los cascos y ha querido emprender una verdadera calaverada. Bastará tenerlo en Acapulco, mientras se desbarata esta conspiración, que no dude usted que es de los borbonistas y de los liberales exaltados. Todos contra nosotros, y nosotros contra todos. Tenemos las armas y el poder, y ya verán. Queda usted facultado para tomar cuantas providencias crea necesarias, y para reducir a prisión a los más que juzguen peligrosos. Conque no hay que perder tiempo.

- Ni un minuto, compañero.

El comandante general bajó precipitadamente las escaleras, entró a su despacho, se sentó en su sillón y tocó la campanilla.

Un quebradito se presentó.

- Que venga en el acto el mayor Garavito.

El mayor Garavito, que había visto entrar a su jefe, se presentaba en el mismo momento.

- Que nos dejen solos, y que no entre nadie.

El quebradito, con el único brazo que tenía hizo la seña militar de respeto y se retiró.

- Mayor Garavito, -continuó el comandante general,- estamos sobre un volcán.

- Mi general me permitirá que le diga que nunca hemos estado más fuertes que hoy ... ¡nos tienen un miedo! Sólo de verme en mi caballo prieto, hasta corren y se esconden.

- Será todo eso muy cierto, y usted se ha hecho temible, y el gobierno sabe que tiene en el mayor Garavito su mejor apoyo; pero yo tengo mis amigos y mi policía secreta, ya ya hablaremos esta noche antes de las nueve, en que debo tener una conferencia con el Presidente, y le recordaré el ascenso que me ha prometido para usted; pero de pronto es necesario tomar providencias muy enérgicas.

El comandante general transmitió sin faltar en una coma las órdenes que había recibido del ministro.

El mayor se retiraba a dar sus disposiciones.

- Lo mejor se me olvidaba. Es necesario que usted se encargue personalmente de la aprehensión del capitán Manuel. Ya sabe usted que no se deja, y acaso querrá resistir.

- Un balazo lo hace bueno ...

- Nada de eso. Es orden expresa del ministro de no tocarlo. Nombre usted un oficial de su confianza, y que, custodiado con un escuadrón de caballería, salga en el acto para Acapulco.

- Ese capitán Manuel, -contestó el mayor,- es medio altanero, y ya hemos tenido una de bofetadas en el Progreso, porque se atrevió a decirme ... cuando es él quien ha malversado los fondos de su compañía.

- Eso es imposible, mayor, -replicó el comandante general.- Es muy honrado y buen oficial; pero si de pronto se puede alegar también ese motivo, no será malo, porque a veces, en materia de conspiración, no siempre hay pruebas, aunque el ministro me dijo que las tenía en la bolsa.

- Está bien, mi general. Se hará lo que usted manda.

El mayor Garavito estaba ya en la puerta; pero el comandante general lo volvió a llamar.

- Se me olvidaba también otra cosa esencial.

- Lo que usted mande, mi general.

- Aprovecharemos la ocasión para encerrar en Santiago a media docena de esos oficiales borrachines e incorregibles, y dar un susto a esos licenciados y periodistas enemigos del ejército. Mande usted prender a ese Epiridión Cabrera que todos los días pone párrafos contra el ejército en ese sucio papelucho que se llama La Voz del Pueblo.

- ¿Y a ese fantasmón de D. Ambrosio, -añadió el mayor,- que habla siempre contra el gobierno en el pórtico del teatro Principal?

- Dice usted bien, ya sé de quién se trata, me choca mucho. A Santiago con él y con todos los que usted quiera, mayor. Mientras más presos haya, más ruido hará este negocio, y el crédito y el poder del gobierno se afirmarán. Vaya, vaya, que es ya tarde y no hay que perder momento. Yo voy a comer cualquier cosa a casa, para estar antes de las nueve en ls Presidencia. Quizá mañana tendrá usted un despacho de coronel.

Al día siguiente había soldados en la torre de la catedral; la guardia del Palacio reforzada; los artilleros del patio grande con mecha en la mano, y el escuadrón de caballería emboscado debajo de la Portalería del patio chico.

Grupos de gentes en las Cadenas, en el Empedradillo, en la Diputación y en las calles de la Monterilla, se preguntaban:

- ¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Qué hay?

Nadie daba exactamente razón, y se contentaban con alzar la vista para observar a los soldados que estaban en las torres de la Catedral y se acercaban a la puerta principal del Palacio para cerciorarse si los artilleros tenían efectivamente la mecha en la mano.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo cuarto Capítulo trigésimo sextoBiblioteca Virtual Antorcha