Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo octavo Capítulo cuadragésimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO NONO

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VISIONES Y FANTASMAS

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Luego que los viajeros estuvieron solos en su cuarto, y persuadidos de que nadie los escuchaba, continuaron platicando.

- ¿Qué te parece, Manuel, de los inesperados acontecimientos de este día? -dijo Arturo.- ¿Sabes que esta criatura es un ángel, y que estoy verdaderamente enamorado de ella?

- Lo que me agrada más de estas aventuras, son los mullidos lechos que nos han preparado la caridad de este incomparable cura, -dijo Manuel con su ligereza acostumbrada, que no abandonaba aun en los mayores conflictos.

El capitán tenía razón, pues eran dos catres, cada uno con almohadones con finísimos calados, comparables a un encaje de Flandes, y probablemente obra de las manos de Celeste; con sábanas limpias, finas y olorosas, y con dos blanquísimas colchas de algodón fabricadas en Chilapa, y cuya finura es conocida. Tanto aseo, y lo mullido de los colchones, convidaban al descanso, y provocaban al sueño; así es que Manuel en un instante se desnudó, y se metió entre las sábanas, y pudo dar con toda experiencia la respuesta que hemos dejado consignada.

- Cualquiera diría que tú eres el hombre más feliz de la Tierra. ¿Sabes, que al verte tan ligero, alguna vez llego a creer, que no amas a Teresa?

- ¿Por qué?

- Es muy clara la razón: cuando te habla uno de amores y de pasión, contestas con el elogio de una cama.

- Es menester que te convenzas de que tú y yo representamos perfectamente el carácter mexicano; somos charlatanes, versátiles, apasionados y apáticos aun en las cosas de propio interés; olvidamos con facilidad los agravios, sin perdonarlos, y no tenemos energía para llevar a cabo nuestras resoluciones. ¿Crees tú que ese perverso viejo, que tantos daños nos ha causado, recibirá de nuestra mano el castigo merecido?

- Y mucho que lo recibirá, -respondió Arturo quitándose las botas,- eso lo he jurado, y lo he de cumplir tarde o temprano por mi parte. Temo que no hagas lo mismo, porque tu carácter ligero y verdaderamente mexicano, como tú dices, te hará pensar en cosas frívolas; y una buena levita de Lamana, una bailarina o un coleadero, te harán desistir del proyecto.

- ¡Bah! -dijo Manuel, recogiendo las ropas del lecho y acomodándose a todo su gusto,- ¿es acaso necesario para dar un balazo a un perro viejo, que no tiene ya ni alma que perder, estarse consumiendo de pesar, y poner una cara larga y romántica? ... Algún día lo tengo que encontrar, y entonces ya verás si cumplo mi palabra; y si antes se muere ... mejor, entonces ya nos evitamos ese trabajo.

- Bien, muy bien, -dijo Arturo,- eso me gusta, con tal de que lo cumplas; pero yo vuelvo a mi asunto. ¿Qué piensas de todo lo que nos ha pasado en este día?

- Pienso que soy un buen católico, -respondió Manuel.- ¡Qué diferencia hay de la casa de ese mentecato hereje de la tienda, a la de este virtuoso cura, que da más amplia hospitalidad a los huéspedes, que los antiguos sajones! Por lo demás, debes recordar, que según nos contó el cura, Celeste era una imagen de Esperanza, la muchacha que se le murió el día mismo en que debía casarse, y así, fácil es concebir que el cura es un infeliz, y que está, en mi juicio, profundamente enamorado.

Arturo dió un salto en su lecho.

- Eso no es posible, -exclamó con viveza,- sería una infamia, un crimen, abusar así de esta criatura.

- Yo no digo que haya abusado, pero después de haber vivido algún tiempo, en compañía de una joven tan linda y de tan recomendables cualidades, repito, que es muy natural que el padre Anastasio esté arrepentido de tener ese traje negro que le impide ser completamente felíz.

- Es verdad, -dijo Arturo con tristeza,- los impulsos de la naturaleza humana son irresistibles, y por eso, aunque no entiendo una palabra en materias religiosas, creo que los eclesiásticos serían mejores, si se les permitiera el casarse ... Pero soy un bárbaro ... sí, un bárbaro, continuó Arturo ... Me alegro mucho de que el padre Anastasio no pueda casarse, porque entonces ...

- Entonces, no tendrías esperanza de casarte con Celeste, a lo que te veo yo muy inclinado, ¿no es verdad?

- Así ... a casarme de pronto no, porque sería una falta de amistad el procurar yo ahora disfrutar de una vida regalada cuando aun no sabes la suerte de tu Teresa, pero lo que es enamorado, sí lo estoy, y como un tonto.

- ¿Y Aurora?

- ¡Oh! a Aurora, -respondió Arturo suspirando ...,- a esa la cuento perdida para siempre.

- El día que la vuelvas a encontrar, como encontraste a Celeste, entonces estarás más enamorado de ella, como la noche del baile. Mira, Arturo, yo te aconsejo que pienses con madurez, y que consultes con tu corazón; esta criatura es bien desgraciada, para que tú quieras hacerla más. ¿Qué porvenir, qué felicidad, puede esperar una mujer que vive de la caridad ajena, que tiene un falso nombre, y un falso parentesco, y que quizá mañana será víctima de la calumnia?

- Vamos, ¿pero no crees que sería yo muy dichoso con Celeste?

- Creo que tendrías una esclava que te adoraría, todo revela en ella que te ama, pero tiene la reflexión suficiente para conocer su posición.

- ¡Divina, divina! -exclamó Arturo con entusiasmo.- ¡Qué cuerpo!, ¿qué fisonomía tan apacible! Es una virgen de Rafael ... y luego, está educada como una inglesa: cose, borda, toca el piano y posee ya una suma de conocimientos que hacen su conversación muy agradable ... Te aseguro que estoy resuelto a confesarle al padre Anastasio mi pasión, para que al momento me case, esto es, si ella quiere, lo que será acaso difícil ... Pero no ... no, ya he dicho, que no te he de abandonar en tu desgracia. Mientras tú corres los mares en busca de Teresa, yo trabajaré para que tu mujer y la mía puedan presentarse al lado de Aurora, sin ruborizarse. No cambiemos nuestro propósito de ser hombres que no sufren un agravio ... adelante ... Pero, ¿te has dormido ya? ... ¡Y yo hablando como un perico!

Manuel, como en efecto se había dormido, no respondió; Arturo apagó la luz, se volvió del otro lado, y procuró dormirse arrullado con las más doradas ilusiones. La imagen de Celeste, que tenía siempre delante de sus ojos, y el timbre de su voz que resonaba en sus oídos, disiparon por un momento sus ideas de venganza y el recuerdo de sus desgracias, como la brisa de la mañana limpia de las neblinas, la tersa superficie de los mares.

La tormenta sólo había calmado un poco para volver a comenzar con más fuerza; los truenos resonaban con furia, repitiéndose en las concavidades de la Sierra, los relámpagos iluminaban sin interrupción la estancia donde dormían los jóvenes, que habían dejado una ventana abierta, para disfrutar del fresco, y la lluvia caía con estrépito a torrentes. Más de una hora había pasado ya, y cansados del camino y arrullados por sus esperanzas de amor, o narcotizados por sus pesares, dormían profundamente, cuando el estallido de un rayo, que iluminó la estancia con una rojiza luz, los hizo despertar, y saltar del lecho; se encontraron frente de un fantasma negro. De pronto quedaron petrificados, pero vueltos en sí, casi al momento maquinalmente buscaron ambos sus pistolas, que habían colocado en la cabecera de los catres.

- Quietos, quietos, muchachos, -dijo el fantasma,- no demos un escándalo que turbe el sueño de ese santo cura, y el reposo de la pobre Celeste.

Al mismo tiempo que el fantasma decía esto, tomó por el brazo con una mano a Arturo, y con la otra a Manuel, y les oprimía tan fuertemente que no pudieron ya moverse.

- Quietos, quietos, no hay que alarmarse por la visita de un antiguo amigo.

El desconocido estaba vestido de pieles negras de chivo, llevaba un gran sombrero jarano, y encajadas en el cinto un par de enormes pistolas.

- Quietos, vuelvo a repetir, porque es un amigo que viene a refugiarse de una tempestad horrorosa y a pasar el resto de la noche debajo de techo, en vez de pasarla en las barrancas de la Sierra. ¡Cáspita, es un infierno la Sierra! Vamos, caballeros, tranquilizáos ... ¿Me conocéis? Al decir esto, acercó a la ventana a los dos jóvenes, y les presentó el rostro, que aquellos vieron a la luz de un relámpago.

- ¡Rugiero! -exclamó Arturo.

- ¡Rugiero! -dijo al mismo tiempo el capitán.

- Sí, yo soy, -respondió con calma el fantasma,- ¿y qué motivo hay para asombrarse de esto? Ustedes siempre creen que yo obro por arte del diablo, cuando nada hay de misterioso ni de sobrenatural en montar un caballo, echar a andar por el camino, ser sorprendido por un chubasco y saltar por una ventana al cuarto, donde se sabe que duermen dos amigos muy antiguos y de toda confianza. Siéntense, siéntense, muchachos; fumaremos, y les contaré algo que los divierta.

Los jóvenes, al levantarse de la cama, tomaron precipitadamente las sábanas, y se envolvieron en ellas por miedo, o por el frío de la noche y así sentados dos bultos blancos en medio de un enorme bulto negro, parecían, cuando los relámpagos iluminaban rapidísimamente esta escena, tres fantasmas amenazadores, que habrían infundido pavor al hombre más osado. Sentados así nuestros personajes, Rugiero los proveyó de puros, y acercando un fósforo a los pelos de la piel de chivo de sus chaparreras ardió inmediatamente.

- Encenderemos la luz, -dijo Arturo con cierta timidez.

- No hay para qué, -respondió Rugiero,- demasiada luz tenemos con los relámpagos.

- Pero decidme, con mil diablos, -dijo el capitán, fumando su habano,- ¿cómo habéis entrado, siendo así que esta ventana tiene una sólida reja de fierro?

- Capitán, la casualidad me ha favorecido; una centella me hizo el favor de llevarse tres fierros de la ventana, y entonces pude calcular, que mi cuerpo cabría perfectamente, vean ...

- Cabal, -dijo el capitán,- después de haberse acercado a la reja de la ventana, y cerciorándose de que en efecto el rayo había dejado un hueco capaz de que penetrase por él un hombre.

- Es menester que mis caballos tomen algún pienso, para que antes de amanecer siga yo mi camino.

- Frente de la iglesia hay un amplio corral y un buen cobertizo, donde hemos dejado muy bien acomodados los nuestros.

- Pues allí irán los míos, -dijo Rugiero.

- Pero la dificultad consiste, -replicó el capitán,- en que la puerta está cerrada, y la tapia es un poco alta.

- ¿Qué altura tendrá?

- Cosa de una vara.

- Entonces no hay dificultad, los hijos de la noche son demasiado afectos a cenar bien, para que los detenga ese obstáculo, en cuanto oigan a los demás caballos remoler el grano, saltarán la cerca, y todo está dicho. El negro tiene fuertes piernas, y ya sabe su deber, que es el de estar siempre con sus caballos.

- ¡Ohé, Jack! -gritó Rugiero.

Jack, montado en un altísimo caballo negro como el azabache, se acercó a la ventana. Rugiero le habló unas cuantas palabras en inglés, y el negro se dirigió al corral indicado.

- Apuesto una buena botella de vino de Borgoña, -dijo Rugiero,- a que estáis formando mil conjeturas sobre mi llegada.

- En verdad, que una visita tan inesperada sorprendería a cualquiera.

- Pues, caballeros, el hecho es muy sencillo, casi desde San Luis he venido haciendo las mismas jornadas que ustedes, y siempre con deseo de alcanzarlos, pero en cada punto se han ofrecido quehaceres inesperados, hasta que la tormenta me proporcionó la ocasión de saludarlos. Esto es lo más sencillo y natural del mundo.

- ¿Y seremos indiscretos, Rugiero, si os preguntamos a dónde os dirigís?

- De ninguna suerte, y voy a decirlo, he fletado un bergantín y me aguarda en Tampico, ese buque me dejará en Orleans; allí recogerá un cargamento de algodón y regresará a desembarcarlo en la costa, porque los mexicanos están destinados a ser siempre la parte que padece, y allí habrá prevenidos algunos atajos de mulas, que levantarán el cargamento, y lo conducirán sano y salvo al interior. Este es un seguro y bonito negocio, que puede dejar setenta u ochenta mil pesos de utilidad, conque ya veis que se trata sólo de una especulación mercantil, mucho más productiva que la que el capitán intenta con su viaje a la Habana.

- Pero vos, que sois hombre sólo, y rico, ¿por qué razón andáis por estos caminos, pasando tantos trabajos, en busca de ganancias, que en nada aumentarán vuestra felicidad?

- ¡Bah!, ¿y qué queréis que haga? ¿leer? ... ¿y qué? Maldito lo que me importa saber que el agua se compone de oxígeno y de hidrógeno, para mí son viejos muchos de esos secretos. ¿Viajes?, yo he viajado por todo el mundo. ¿Novelas y amores? ... es bobera entretenerse con mentiras y desvaríos ... ¿Ciencias eclesiásticas? ... están reducidas a tener dinero y dominio. ¿Economía política? ... es el arte que los gobiernos han adoptado para esquilmar a los pueblos y gastar mal el dinero. ¿Guerra? ... acaso es lo más útil que se ha inventado, porque la naturaleza se ha espantado de su obra, y como no han bastado los medios que ella tiene para destruir a los hombres, ha sido necesario que éstos se desvelen en escribir libros para buscar los medios de matarse en regla ... Todo pasa así en el mundo, y como no hay medio de variar el curso de las cosas, y yo tengo muy arraigadas estas ideas, me dedico al comercio para entretener el tiempo y no estar ocioso.

Estas amargas palabras de Rugiero acompañadas de vez en cuando de una sonrisa sarcástica, hacían una profunda impresión en el alma de los jóvenes, y derramaban en ella la hiel del desengaño, permanecían silenciosos y cabizbajos.

- Parece que os cansa mi conversación, -dijo Rugiero ...,- si así fuere, hablaremos de otra cosa, para pasar la noche menos molestos.

- Os engañáis, Rugiero, vuestra conversación no fastidia, pero entristece ... mas dejando esto a un lado, vos estáis fatigado y mojado, y no será malo que descanséis un rato. Podremos quitar un colchón y uno de nosotros dormirá en el catre.

- Yo camino día y noche, y jamás me canso ... En cuanto a la lluvia, ningún mal me ha hecho, porque estos vestidos de chivo me han resguardado completamente; y como no tengo sueño, porque dormí una larga siesta, no hay que alterar el orden de este cuarto. Si vosotros queréis dormir, enhorabuena; yo me quedaré sentado en esta silla fumando y admirando esta horrorosa tempestad.

- Si es así, -dijo el capitán,- continuaremos platicando.

- Pero que sea de cosas menos melancólicas.

- Vaya, puesto que os queréis divertir, contribuiré a ello de buena gana. Venid, capitán.

Rugiero se levantó del asiento, y en unión del capitán, se dirigió frente de un espejo que estaba colgado en la pared, enmedio de los dos catres.

- Mirad, capitán, -dijo Rugiero.

- Bien, ya veo.

- ¿Y qué véis?

- Nada, absolutamente nada.

- Fijad bien la vista.

- ¡Ah! -exclamó el capitán.

- ¿Véis ahora algo?

- Sí, sí, veo mucho.

- Bueno, -dijo Rugiero, y puso la mano en el cerebro del capitán;- ahora divertíos.

Manuel reconcentró toda su atención, y no separaba sus ojos del espejo: poco a poco se fue presentando a su vista una playa lejana, el mar tranquilo y el cielo azul y sereno. En las riberas de una isla distinguía algunas palmeras y cedros y las torres y cúpulas de las iglesias de una ciudad que descollaban entre muchos edificios.

- ¡Ah!, esa es la Habana, la Habana -exclamó el capitán.- Yo no la he visto nunca; pero la reconozco.

- Perfectamente, -dijo Rugiero.- ¿Queréis ver más?

- ¡Oh!, sí, más, más, porque en esa ciudad debe estar Teresa, mi querida Teresa; la mujer que adoro con todo mi corazón.

- Bien, -contestó Rugiero,- entonces poned cuidado.

Como si el capitán estuviera a bordo de un barco, que el viento empujase para la hermosa bahía, la ciudad fue naciendo del seno de las aguas; y podía distinguir, no sólo el castillo del Morro, sino los edificios, y mirar esa multitud de negros en los muelles con sus camisas coloradas y azules, cantando tristemente, y ocupados en la descarga de buques, las elevadas palmas moviendo voluptuosamente sus penachos al impulso de la brisa, las pintorescas quintas y las cuadrillas de negros que salían a trabajar en las vegas sembradas de café y caña.

- La casa de Teresa, la casa que habita Teresa, es la que quiero ver, -exlcamó Manuel.

- La veréis; pero tened paciencia, capitán, -dijo Rugiero.

Este cuadro iluminado con los rayos de un sol ardiente, fue desvaneciéndose: los marineros se fueron retirando; los barcos permanecían silenciosos, meciéndose lentamente en la bahía, y aquel bullicio y movimiento era reemplazado por uno que otro bramido lejano de la mar, y por el ruido de la marejada que iba entrando y azotaba con su oleaje los costados de los buques y las peñas del castillo: las sombras de la noche descendieron sobre la ciudad, y los vivísimos rayos del sol fueron reemplazados por los débiles reflejos de la luz artificial. El capitán recorría con la vista ansiosa el cuadro que tenía delante, hasta que se fijó en una casa: su fachada era de una soberbia portalería delante de la cual había cuatro elegantes palmas: el interior de las piezas era de un lujo exquisito; mármol, vidrios de colores, fuentes de agua cristalina y flores aromáticas colocadas en vasos de porcelana dorada; y todo vacilante, iluminado por los reflejos de unas lámparas de alabastro. El capitán, extasiado, quería introducir su mirada por todas aquellas elegantes habitaciones, y buscaba diligente algo que valía más para él que todo aquel lujo y aquellos aromas de las flores.

- Nadie, nadie, -decía el capitán;- todo está solo y desierto.

Una mujer vestida de blanco, con un chal que en parte cubría su rostro, abrió la puerta de una alcoba, y atravesó silenciosa dos o tres de aquellos salones: parecía que la brisa la empujaba lentamente, y que sus pies apenas tocaban el pavimento de mármol. Abrió otra puerta de cristales azules; penetró en un gabinete, y allí abrió una papelera china, de donde sacó un bultito de cartas atado con un liston encarnado, que colocó en una canastilla que tenía colgada del brazo: después tocó ua campanilla, y una negra se presentó en el acto con otra canastilla con algunas piezas de ropa. La joven apagó la luz; cerró cuidadosamente el gabinete, y atravesó de nuevo las habitaciones, seguida de la negra con el mismo silencio: el capitán no había podido verle el rostro.

- ¡Es ella, es ella! -exclamó;- la he reconocido al momento ... ¡Oh!, ¡esto no es posible! -exclamó el capitán.- ¡Teresa no puede ser pérfida!, ¡no puede ser perjura! ... ¡Esa no es Teresa!, ¡no es Teresa!

La joven salió del pórtico de la casa, y se fue a colocar, en unión de la negra, debajo de una palmera: a ese mismo tiempo un hombre embozado en una capa se apareció; tomó del brazo a Teresa, y ambos, seguidos a una gran distancia de la esclava, se encaminaron con dirección a la playa.

- ¡Esto es horroroso! -gritó Manuel, apretando los puños.

- Os he complacido, capitán, -dijo Rugiero,- pero veo que os enfadáis.

Manuel, que, devorado de celos, había separado un momento la vista del espejo, la volvió a fijar, y ya no miró la isla de Cuba coronada de castillos y con su lujuriante pompa y verdura, sino la inmensa superficie de los mares, tranquila, unida y en la más completa calma, un ligero soplo de la brisa apenas rizaba la superficie verde esmeralda de las aguas, y una que otra nubecilla de oro flotaba graciosamente en el purísimo azul de los cielos. El capitán quedó extasiado contemplando esa naturaleza muda y triste.

Del fondo de las aguas fueron saliendo los palos de una goleta; poco a poco fue descubriéndose el velamen y la jarcia y finalmente apareció entera, meciéndose ufana como un cisne entre las suaves ondas de esmeralda del Océano: el capitán pudo distinguir perfectamente el nombre de la goleta, escrito en la popa con letras de oro: se llamaba La Flor de Mayo. La goleta siguió navegando viento en popa con todas sus velas desplegadas; pero a poco las nubes pequeñas, que sólo aparecían en el azul del cielo, como unos florones de oro, crecieron y tomaron las formas siniestras: ya eran las de una esfinge colosal, ya las de un gigante, ya las de un formidable castillo; y la reflexión de los rayos del sol manchaba su fondo oscuro con algunas fajas sangrientas. El capitán notó algún movimiento en la tripulación de la goleta, y vió que en un momento recogieron las velas del trinquete y palo mayor, quedando sólo las del bauprés. La mar comenzó a agitarse, y sus olas pesadas azotaban los costados de la goleta: a cierta distancia y en la misma dirección en que ésta navegaba, Manuel observó una corriente impetuosa, una vorágine por donde se hundían con fragor las aguas de todo el golfo (Hay opiniones entre los marinos, de que en el centro del Golfo hay una vorágine; lo cierto es, que muchos buques que han salido de Tampico, y han puesto rectamente la proa a la Habana, han desaparecido, sin que haya podido saberse nada de su paradero). En todas direcciones se precipitaban en la vorágine violentas corrientes de agua, y al tocarse en un punto, chocaban furiosamente, produciendo un horrísono estruendo, parecido al estrépito de un volcán, que, preñado de lavas y de escorias se abre para darles paso: una nube de vapor se elevaba desde el centro de ese abismo, y la atmósfera, ya cargada y cenicienta, parecía confundirse con él.

Manuel abrió más los ojos, sus cabellos se erizaron en su cabeza, y unas gotas de sudor frío caían por su frente, pues de la cámara de la goleta, que iba sin sentirlo arrastrada por la corriente y con dirección a la vorágine, salió una mujer pálida, de cuerpo flexible, con sus ojos llenos de lágrimas y con su negra cabellera flotando al viento. Con mucho trabajo, por los vaivenes de la goleta, esta mujer logró fijar su planta vacilante; asiéndose de un cable; paseó su vista por un horizonte oscuro lleno de ráfagas amarillentas y cárdenas; alzó los ojos al cielo, y cayó después de rodillas, inclinando la cabeza y demostrando una profunda desesperación.

- ¡Oh, Dios mío!, ¡Dios mío!, es Teresa, -gritó el capitán, poniéndose pálido y pintándose en su rostro el espanto.

La goleta iba cada vez más rápida, acercándose a la vorágine.

- ¡Va a perecer!, exclamaba el capitán; y de una manera horrible.

El patrón de la goleta se apoderó del timón; y Manuel, creyendo que iba a variar de rumbo, respiró; pero muy al contrario, huyendo de una nube negra que, destacada de la masa de nieblas, parecía como un fantasma vengador que persiguiera al buque, se inclinó a barlovento, y entonces quedó colocado perfectamente en el centro de la corriente, y comenzó a navegar doce nudos por hora.

La goleta caminaba siempre al precipicio, la nube que la perseguía tenaz, caminaba igualmente con rapidez, de suerte que no había esperanzas, por los pasajeros iban a perecer, o tragados por la vorágine, o destrozados por la tormenta y el huracán.

El viento dominante era el Sureste, pero al aproximarse la nube, y como sucede cuando va a desatarse un huracán, cambió de improviso al Noroeste, y siguieron soplando las ráfagas desiguales en todas las direcciones de la aguja, La Flor de Mayo se hallaba entonces doblemente combatida: por un lado la arrastraba la corriente, y por el otro el viento la impelía con violencia para el rumbo en que soplaba. La fatiga de los marineros era inaudita, y entre los que atrevidamente subían y bajaban rápidamente por las escaleras de cuerda, Manuel creyó reconocer al hombre de la capa que había acompañado a Teresa desde el pórtico a la playa.

- ¡Salvadla, salvadla, y seré vuestro esclavo! -exclamó Manuel,- ¡Es Juan Bolao, -prosiguió,- el mismo que tan valientemente combatió a los ladrones en el camino de Veracruz!

El hombre en quien Manuel creía reconocer a Juan Bolao, descendió rápidamente, deslizándose por los cables desde la punta del trinquete, se apoderó inmediatamente del timón, y cambió la dirección de la proa. Un momento estuvo vacilante la goleta, pero ayudada del impulso del viento, obedeció al fin, y se desvió un poco del centro de la corriente, que la arrastraba al vórtice.

- ¡Bien!, ¡bien! -dijo Manuel, cuya agonía había crecido por momentos,- si logran separarse de la corriente, que los arrastra a la muerte, pueden salvarse. ¡Teresa! ¡Teresa mía!, ¡si tú pereces, yo también moriré!

Teresa aún permanecía de rodillas asida fuertemente del cable, y cuando levantaba su rostro, se observaban en él la espantosa agonía y la desesperación que destrozaba su alma. La nube amenazadora que había perseguido al buque, rompió por fin su negro seno; gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer, los relámpagos se cruzaban, y los rayos caían al derredor de la goleta; el viento variable en todas direcciones, arreció y la mar redobló su furia. La goleta, arrebatada violentamente, se separó de la corriente casi al mismo tiempo en que iba ya a ser tragada, se había librado del vórtice, pero para ser envuelta por el huracán. Manuel apenas podía distinguirla entre las sombras y las montañas de agua que amenazaban sumergirla, el mar estaba negro como una tinta, el cielo cruzado por la pálida luz de los relámpagos, y los abismos en que corría la débil embarcación, eran cada vez más profundos.

La goleta había perdido sus dos palos y caminaba hacia un grupo de rocas que, como unas esfinges, sacaban sus cabezas de las blancas espumas que levantaban las olas al romperse con pavoroso estruendo. Manuel, entre las gentes despavoridas, que caían y levantaban en la cubierta de la goleta solía distinguir una figura blanca y vaporosa: era Teresa. Las fuerzas, la voz y el aliento le faltaron, y gotas espesas y frías de sudor, inundaban su frente.

- Todavía un momento más, -le dijo Rugiero, oprimiéndole el cerebro con la mano.

La goleta, combatida horriblemente, fue a estrellarse contra las rocas; un grito de agonía se escuchó, todavía más fuerte que el rugido de las olas y el fragor de la tormenta, y a poco sólo se veían flotar cerca de la playa de una isla, algunos fragmentos de La Flor de Mayo. El capitán lanzó un grito y cayó sin sentido en su lecho. Arturo trataba de observar en el espejo los objetos que producían las exclamaciones y palabras incoherentes de su amigo; pero no había logrado percibir más que la plana superficie del vidrio, que reflejaba de vez en cuando con la luz de los relámpagos, el fondo encrespado de una atmósfera llena de nubes: fastidiado, se sentó a fumar frente de la ventana; pero al grito que lanzó el capitán, se levantó de la silla.

- ¿Qué ha sucedido? -preguntó.

- Este tunante de Manuel, -contestó Rugiero,- se ha espantado de ver una tempestad en la mar.

- ¿Queréis ver, Arturo?

El joven titubeaba.

- ¿Tenéis miedo?

- No, -dijo Arturo con firmeza;- nunca tengo miedo.

- Acercaos entonces.

Arturo se acercó.

- ¿Qué véis? -le preguntó Rugiero.

- Nada, -respondió el joven.

- Fijad bien vuestra atención y aguardad un rato.

- ¡Es México, México! con sus calles espaciosas, con sus palacios, sus paseos, sus hermosas arboledas.

- Bien, -dijo Rugiero,- ¿estáis contento?

- Mucho, -respondió Arturo;- es una delicia, no sólo ver a México, como lo estoy mirando, sino aun acordarse de él.

- Poned cuidado.

Arturo fijó su atención, y sus miradas se detuvieron en una casa lujosamente amueblada, en una de cuyas piezas había tres hombres vetustos, de anteojos, y vestidos de negro.

- ¿Qué hacen esos hombres? -preguntó Arturo.

- Mirad si los podéis conocer, -dijo Rugiero.

- Creo que son curiales ... escribanos ... ¡Oh, él es!, ¡él es sin duda alguna!, veo sus malditos dientes negros y su sonrisa infernal.

- ¿Quién es? -preguntó Rugiero.

- D. Pedro, el infame tutor de Teresa, el asesino de mi padre, el ladrón de mi fortuna.

- ¿No conocéis la casa?

- De pronto no, -contestó Arturo.

- Miradla bien.

Arturo paseo su vista por las habitaciones de toda la casa, y se fijó en un gabinete magnífico, de figura octógona, que tenía un espejo en cada lado. Delante de los espejos había una columna de mármol, y encima de ella un macetón de cristal, lleno de aromáticas flores naturales; al derredor había ricos divanes de brocados de seda, y en medio una mesa de mármol blanco llena de mil curiosidades. Una puerta se abrió, y entró una joven; se reclinó en un sofá y puso su mano en una de sus mejillas, finas, blandas y frescas como las hojillas de la rosa.

- ¿Reconocéis a esta joven? -preguntó Rugiero.

- ¡Sí, la reconozco! ... la reconocería en la tumba, en todas partes; es Aurora, la linda Aurora.

- Fijad vuestra atención, Arturo.

Aurora tenía la vista fija en las flores de uno de los macetones, y de sus ojos se desprendía un hilo de lágrimas.

- ¡Llora, llora la infeliz! -exclamó Arturo.- ¡Oh, si yo pudiera saber las penas que la hacen derramar esas lágrimas, daría mi vida por consolarla!

- ¿No reconocéis quién puede ser el verdugo?

- D. Pedro, sin duda; ese infernal viejo, -contestó Arturo.

- Cabalmente: en compañía de esos bribones jueces y escribanos, está arreglando el modo de despojarla de sus bienes; pero dejad esto.

Una niebla densa apareció en el elegante gabinete de Aurora, oscureció todos los objetos, y apenas se descubría el rostro primoroso de aquélla, como uno de esos delicados ángeles que ha pintado la mano religiosa del Beato Angélico, Arturo vió con la mayor tristeza desaparecer esta celestial visión; y en vez de la casa elegante de Aurora, se encontraron sus miradas con un convento de monjas. La iglesia estaba abierta, gruesos cirios de cera ardían delante de los altares de plata resplandeciente, y el humo del oloroso incienso subía en columnas delgadas hasta las bóvedas del templo, de donde pendían gallardetes de mil colores.

La sonora y religiosa música de órgano hirió el oído de Arturo, y entonces vió en el fondo del coro a una multitud de religiosas, vestidas con su traje de sayal azul, y en medio de ellas una joven hermosísima, y de cuyos ojos azules, que de vez en cuando levantaba al cielo para pedirle fortaleza, caían rodando por las mejillas abundantes lágrimas. No era la joven vestida con el flotante voluptuoso crespón, cuyas madejas de cabello blondo estaban peinadas y entretejidas con perlas, cuyo nevado seno latía suave y acompasadamente, y cuyos piés de niña calzados con un zapato blanco, apenas tocaban los florones de las ricas alfombras: era una joven vestida de un tosco sayal azul, que ocultaba su cintura delicada y las perfecciones de sus formas, y cuyos abundantes cabellos estaban cubiertos por la toca monjil, que cubría también en parte su tersa y despejada frente. Arturo creyó reconocer en la víctima que se conducía al sacrificio, a la misma criatura deliciosa, cuya cintura de abeja había estrechado la noche memorable del baile, y cuya mágica sonrisa le había producido un violento amor, que ni sus desgracias, ni sus aventuras, ni los atractivos de otras mujeres, ni el transcurso del tiempo, le habían hecho olvidar enteramente.

- ¡Aurora, Aurora mía! ... ¿por qué ese sacrificio? ¿por qué consientes en encerrarte en una tumba? ¡Tú, tan joven, tan bella, tan alegre!

Arturo juntaba sus manos en ademán suplicante al decir estas palabras; quería arrodillarse delante de Aurora, y sus ojos se llenaban de lágrimas.

- ¡Va a profesar en el convento! Jamás le volveréis a ver.

- Un momento, Aurora, un momento de espera te pido nada más, -clamaba Arturo:- yo te libertaré de esa esclavitud: te arrancaré de las gradas del altar, seré tu esclavo, tu rendido esclavo.

El órgano seguía llenando las naves con su melodía sagrada; las monjas mostraban un gran regocijo de tener una compañera, y los eclesiásticos, revestidos de sus ricos ornamentos de tela de seda y de oro, comenzaban las ceremonias. ¡Sólo la joven lloraba en silencio!

Arturo creyó oir la blanda voz de Aurora, que decía en medio de sus lágrimas:

- Sólo a Arturo he amado en el mundo.

- Y yo también sólo a tí he amado, Aurora, sólo a tí; y en los días amargos de mi prisión, tu imagen era el ángel de mis sueños, la constante compañera de mi soledad.

Aurora se hincó y pronunció el juramento terrible.

- Ya no hay remedio, -gritó Arturo, arrancándose del poder de Rugiero y arrojándose desesperado en su lecho.

- Esta es la suerte de vuestras dos queridas, -dijo Rugiero;- las dos han naufragado.

El timbre metálico de esta voz hizo estremecer a Arturo y al capitán, a pesar de que el uno había permanecido presa de un fatigoso sopor, y de que el otro se retorcía rabioso en su lecho.

Despejada y limpia la atmósfera, a consecuencia de la formidable tempestad, el día amaneció delicioso, y los primero rayos brilladores del sol penetraron en la estancia de los dos jóvenes, llenándola de una dulce claridad. Arturo fue el primero que despertó y miró a Manuel pálido y desfigurado: éste despertó a poco y observó a su vez a su amigo también pálido y tan estragado, que no pudo menos de alarmarse: ambos se miraron mutuamente; se vistieron, y no se atrevían a hablarse una palabra.

- ¿Sabes, -le dijo Manuel a su amigo, después de un rato de silencio,- que tengo un fastidio horrible? Por primera vez en mi vida, la idea de suicidarme está fija en mi cerebro.

- No sé lo que yo siento por mi parte; pero a mí también es el único remedio que se me ha ocurrido; la vida es demasiado amarga.

- ¿Ha estado aquí anoche alguien? -preguntó el capitán.

- Eso mismo te iba yo a preguntar.

- ¿Y por qué?

- Porque ... o yo he tenido anoche una funesta y horrible pesadilla, o alguna cosa de realidad ha pasado entre nosotros.

- ¡Cosa extraña! -dijo el capitán;- igual cosa he experimentado yo.

- ¿Recuerdas si cuando nos acostamos estaban estas sillas?

- En verdad que no puedo hacer memoria de nada, -respondió Arturo, examinando tres sillas que estaban colocadas delante de la ventana.

- ¿Qué te ha pasado? -dijo Manuel.

- No lo podré explicar con exactitud, pero han sido cosas muy horribles: he visto destruído el porvenir, la felicidad de toda mi vida; a Aurora sacrificada, y a don Pedro persiguiéndome y destruyendo de nuevo todas mis esperanzas y mi porvenir.

- Lo que a mí me ha pasado hiela aún la sangre en mis venas ... Yo he visto, Arturo, estrellarse contra las rocas una goleta y Teresa estaba en ella.

- ¿Serán ciertas estas visiones? -preguntó Arturo poniéndose un dedo en la boca y reflexionando profundamente.

- No lo sé: y sólo siento que una inquietud mortal oprime mi alma, -respondió el capitán con desesperación.

La anciana vino a avisar a los jóvenes que el desayuno estaba en la mesa, y que el señor cura y la niña Purificación los aguardaban; Arturo y Manuel acabaron de vestirse y se dirigieron al comedor.

El cura y Celeste estaban ya aguardando a los viajeros, y en el momento en que los vieron, procuraron sonreir y les tendieron la mano; pero se notaba en el semblante de la muchacha un tinte marcado de melancolía; y aunque el padre Anastasio procuraba poner una cara muy alegre, revelaba a su pesar una sombría tristeza. La noche fue fatal para todos: sólo el sabueso estaba alegrísimo, pues había pasado una buena noche en las mullidas zaleas en el cuarto de Celeste, después de haber cenado quizá mejor que su amo; parecía que el perro, agradecido del buen hospedaje, procuraba manifestar su regocijo, y saltaba de un lado a otro de la pieza meneando la cola y viendo alternativamente con sus ojillos vivarachos a Arturo y a Celeste, como si hubiera descubierto los amores secretos de los dos jóvenes. La alegría del sabueso incomodaba extraordinariamente a todas aquellas personas estristecidas y amargadas hasta el fondo de su alma. Arturo lo conoció, e involuntariamente dió un puntapie al perro, el cual fue a acogerse junto a Celeste.

- ¡Pobre animal! -dijo Celeste, acariciándolo;- no sea usted tan cruel, señor Arturo.

Arturo apenas se dignó mirar a Celeste, pues su mar humor había aumentado; y la idea del suicidio le preocupaba enteramente; detrás de este fantasma horrible preveía nada más a Aurora bañada de lágrimas, encerrándose eternamente dentro de las cuatro paredes de un convento.

Sentáronse a la mesa, y se desayunaron en silencio: Celeste, furtivamente, echaba una triste mirada a Arturo, y decía entre sí:

- Primero volvería yo a la cárcel, que casarme con este hombre ...

... y sin embargo, en este mismo momento lo adoraba con toda la fuerza de su alma, con toda la ternura de la desgracia, con toda la buena fe de la inocencia.

Concluído el silencioso desayuno, Celeste se retiró, y el Turco, ofendido del trato inícuo que le había dado su amo, se retiró también detrás de aquella, haciéndole mil fiestas y halagos. No por haber quedado solos nuestros tres personajes, cambió su embarazosa situación; se miraban, se volvían a mirar, y permanecían en silencio, o articulaban esas palabras vagas sobre el tiempo, la lluvia y el clima, con las cuales casi nunca se logra entablar una conversación. Manuel fue el que procuró que variara este estado molestísimo.

. Los tres tenemos algo dentro del corazón, y es menester echarlo fuera; si no hacemos esto, probablemente nos daremos un tiro. Padre Anastasio, ha llegado la vez de que vuelva usted a confesarse con nosotros; es indispensable; si no, probablemente nos despediremos de muy mala inteligencia.

- Es verdad, Manuel; tengo amargas penas y sólo se mitigarán si el sacerdote tiene la humildad necesaria para pedir su consejo y su auxilio a los jóvenes del mundo; escuchadme.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo octavo Capítulo cuadragésimoBiblioteca Virtual Antorcha