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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO
SECRETOS DEL CORAZÓN
- Es imposible, -dijo el padre Anastasio,- que tengan idea, amigos míos, de lo que he sufrido.
- En efecto, -interrumpió Manuel;- pues aunque este pueblo es lejano y algún tanto triste, esta casa es un modelo de propiedad y de orden, y no parece creíble que se encuentre la desgracia en el seno de la tranquilidad doméstica, y viviendo con todas las comodidades posibles.
- La vida de un cura es siempre difícil, capitán; pues o tiene que oprimir a sus feligreses, cobrándoles sin misericordia todas las contribuciones religiosas, o que dedicarse a un excesivo trabajo sin recompensa alguna. Aun están demasiado arraigados en este país los hábitos religiosos para que en lo pueblos, compuestos en parte de indígenas y de gente sencilla, pero siempre ruda e ignorante, el cura sea, o el ángel tutelar de los desvalidos, o el tirano inicuo de los miserables; en un pueblo él es el jefe político y religioso; y aun el despotismo de los militares se modifica ante el poder eclesiástico. ¿Con qué conciencia se pueden exigir los derechos de entierro a una familia que queda huérfana y desvalida, y que no tiene más capital que el real y medio diario, que ganaba el padre, o el hermano que falleció? Cuando sucede esto, que es casi todos los días, la religión y caridad ordenan que, no sólo se sepulte el cadáver, sino que se socorra a la familia, que acaso está llena de dolor y no tiene un pedazo de pan que llevar a la boca. Sucede mil veces que por falta de medios pecuniarios los casamientos no se verifican, y prefieren vivir en un mal estado; la religión y la caridad exigen que a esas gentes, no sólo se les administren los sacramentos sin estipendio alguno sino que se les exhorte y amoneste a que cumplan con los deberes que las leyes civiles y religiosas ordenan, para que no dejen una sucesión bastarda y desgraciada. El mal cura, lo que hace es recibir diariamente una multitud de obsequios; cobrar sin consideración todos los derechos, con cuantos recargos son imaginables; y corromper, prevalido del traje religioso, a dos o tres familias, concluyendo por hacer un capitalito en muy poco tiempo. Vive dando un escandalozo ejemplo, sin que por esta causa pueda ni moralizar al pueblo, ni reprimir los desórdenes, que día por día aumentan hasta un grado increíble. El cura que quiere cumplir con su conciencia o con la sociedad, debe ser pobre, sobrio, incansable en el trabajo, humilde y resignado en su destierro, y esperar confiado en que el día de su muerte, Dios le ha de conceder el premio de sus padecimientos en la Tierra.
- Sólo cuando oigo hablar de la vida austera que debe tener un eclesiástico, me conformo con haber seguido la carrera militar, bastante penosa, particularmente en este país.
- Lo mejor sería, -interrumpió Arturo, sin hacer caso de lo que hablaba Manuel,- que se abolieran completamente los derechos religiosos, y que con los bienes de tantos frailes aglomerados en las poblaciones se formara un banco con cuyos productos se pagara el sueldo de los curas.
- Esa es mi opinión, -dijo el padre Anastasio;- para eso sería necesario vencer el grande influjo que tiene el alto clero, y el gobierno que intentara dar este paso necesitaría una fuerza suficiente en qué apoyarse, y que la masa de la población fuera suficientemente ilustrada para comprender esas reformas.
- Padre, -interrumpió el capitán,- me dispensará usted que le diga que vamos divagándonos, y que cuando todos tenemos un mal humor tan horrible, lo aumentaría infinito una cuestión sobre bienes eclesiásticos. Decía yo que usted no puede ser desgraciado.
- ¿Son las comodidades materiales las que dan por ventura la felicidad? El bien supremo en la Tierra consiste en la paz del corazón, en la tranquilidad del alma, en la seguridad de la conciencia. ¿Quién es el que puede decir, -continuó el padre Anastasio, suspirando profundamente,- que tiene su corazón limpio, y su conciencia tranquila?
- ¡Bien! -dijo el capitán,- la conversación puede ahora ser un poco más interesante. Usted sufre, padre; usted es desgraciado, y ya se lo había dicho a Arturo. ¿Hablo la verdad?
El padre Anastasio no contestó; pero al cabo de algunos minutos de reflexión, dijo:
- Voy a hacer a ustedes una especie de confesión de los más íntimos secretos de mi alma, sin más objeto que pedirles su consejo, y tomar irrevocablemente una resolución. Ya les he contado cuánto amaba yo a Esperanza y cómo su dulcísima memoria me acompañaba a todas partes, y no me abandonaba, ni aun durante mis sueños; pues bien, el principio de simpatía que tuve para favorecer a Celeste, fue el que se parecía mucho a mi adorada Esperanza. Luego que logré que la muchacha saliera de la prisión, la puse en un colegio y la visitaba de vez en cuando; y desde que tuve sobre mí esa obligación, me sentí ya más aliviado del fastidio que consumía mi vida: ya no era solo; tenía ya una persona desgraciada que dependía de mí; así es que en lo íntimo de mi corazón prometí cuidar a Celeste, como si fuera mi hija o mi hermana, y esto me causaba un placer indecibles. Pasaron así muchos meses, y debo confesar que yo me sentía menos desgraciado, porque tenía ya un objeto que por decirlo así, me unía a la vida: volví de nuevo a trabajar y a ser económico, con el fin de dejar alguna cosa después de mi muerte a la pobre huérfana, que ya no tenía más amparo que yo.
Un día se presentó en mi casa un hombre, diciéndome que era primo hermano de Celeste, y que trataba de llevársela a su casa; le contesté que la joven estaba en un colegio bajo mi protección y cuidado, y que de ninguna suerte podía entregarla al primero que se presentara; que me diese pruebas del parentesco que decía y que si Celeste consentía, yo no tenía inconveniente ninguno en confiarla a sus parientes, si los tenía. El hombre, de maneras bruscas y altaneras, me llenó de injurias, y me amenazó, diciéndome, que tarde o temprano había de sacar de mi poder a su pariente, aunque para ello fuera preciso cometer un rapto o un crimen. Sufrí esta humillación, porque el papel del espadachín no cuadra bien al carácter de un eclesiástico; pero como no dejó de alarmarme esta amenaza, dí algunas instrucciones a mis criados para que vigilaran. El hombre me seguía donde quiera; en las cercanías de mi casa, en la iglesia, en la puerta del colegio, en todas partes me encontraba siempre con su mirada torva y amenazante.
- ¡Voto a Sanes! -exclamó el capitán;- yo me hubiera desembarazado de ese mueble, dándole una buena entrada a cuchilladas.
- ¡Perfectamente para vos! -dijo el padre;- pero yo no podía tomar ese arbitrio. Imposible es describir la aflicción que ese incidente me causó; así es que me resolví a separarme de la capital, y solicité de la mitra un curato, que fácilmente pude conseguir. Faltaba una cosa, y era, que Celeste consintiera en partir conmigo, y que este consentimiento fuera espontaneo; y fácil me fue conseguirlo; la pobre joven no deseaba otra cosa, pues como la despreciaban y trataban mal en el colegio, me suplicó que no la dejase allí. Partimos para este curato, y yo fuí más felíz, así por verme libre del hombre sospechoso que amargaba mis días, como porque tenía un ancho campo para dedicarme a practicar obras de caridad. Inmediatamente que llegué, compuse la iglesia, qe estaba arruinada; reedifiqué esta casa, y mandé traer a Tampico estos muebles, pues también me proponía aprovechar las excelentes disposiciones de Celeste, dándole una educación tan esmerada, cuanto fuera posible. Afortunadamente encontré en ella, no sólo bellísimas disposiciones para recibirla, sino también un alma bien dispuesta e inclinada a la caridad. Los primeros días después de llegados, la maledicencia no dejo de perseguirnos, a pesar de que tuve buen cuidado de anunciar que Celeste era mi hermana; pero después hemos logrado recoger las bendiciones y la gratitud de todos estos habitantes. Celeste espontáneamente salía, y sale todos los días, a las chozas de los aldeanos; si están enfermos los cura, les proporciona alimentos, si son pobres, los socorre, y si están afligidos, los consuela. Los matrimonios que están desavenidos los reconcilia inmediatamente; si los padres maltratan a sus hijos, les aconseja que los eduquen con suavidad; instruye a los niños en sus deberes religiosos, y enseña a coser y a bordar a las pobres muchachitas. Ahora mismo estará en esta ocupación; y si entráramos a sus piezas, la veríamos con el amor de una madre, luchando con la rudeza de algunas criaturas; el pueblo todo la conoce con el nombre de ángel de la guarda, y yo mismo los primeros días me ví tentado de arrodillarme, y adorarla como a una santa ...
- Pues bien, estas virtudes, este candor angélico, han hecho mi desgracia; creí al principio que podía adorar y respetar a Celeste, y que me sería dable tenerle un amor divino y puro, sin mezcla de ningún pensamiento mundano ...
Un día en que Celeste salió a una de sus expediciones caritativas, se dilató más de lo regular, y yo sentía ya una inquietud mortal, cuando cerca de las oraciones la ví venir en compañía de un joven, que tiene una hacienda abajo de la montaña. Celeste parecía como fatigada y se apoyaba en el brazo del joven, y observé que tenían una acalorada e interesante conversación; un movimiento involuntario de cólera agitó mi corazón, y quise bajarme de la azotea, y tomar un arma para matar al joven, pero en el acto me arrepentí. En la puerta de la casa el galán se despidió, y estrechó la mano de Celeste; yo sentí, al presenciar este acto, un dolor secreto y punzante; no pude dejar de recibir con seriedad a Celeste, y en todo el resto de la noche no salí de mis piezas, ni quise tomar chocolate con ella, según la costumbre que habíamos establecido.
A la hora de acostarme, comencé a reflexionar profundamente en lo que me había pasado, y procuré examinar mi conciencia franca y severamente. ¿Por qué me había venido la idea bastarda de ofender a un hombre? Aun suponiendo que realmente Celeste y él viniesen platicando de amores, ¿qué me importaba? Yo no podía tener más derecho sobre la muchacha, que los de un amigo, que los de un protector, ¿pero no se encelan algunas veces los padres cuando ven a sus hijas en amoríos con algún joven? ¿Y puede haber amor más puro que el de un padre a su hija? ¿Qué clase de celos había tenido yo, los de un padre, los de un hermano, los de un protector, o los de un amante? ... ¡Ah! esta verdad terrible que me revelaba mi conciencia, procuraba negármela a mí mismo ... Toda la noche fue de martirio y de dolor, sosteniendo una obstinada lucha contra mí mismo. La luz me encontró todavía con los ojos abiertos, y yo no me resolví, como de costumbre, a ir a la iglesia a celebrar el santo sacrificio de la misa, porque consagrar a Dios, y recordar los misterios más santos de nuestra religión, con el pensamiento fijo y constante de una mujer, y con su imagen delante ... me pareció un sacrilegio. Celeste, por su parte, lloró toda la noche y no hallaba medio de satisfacerme, como yo, pretextando enfermedad, me quedé en la cama. Celeste entró, su rostro estaba algo pálido, y se conocía que había sufrido mucho.
- Señor, -me dijo con acento de humildad, creo que he sido la causa de la enfermedad de usted, si he cometido alguna falta, estoy dispuesta a repararla, pues no tengo más idea que complacer a usted.
Celeste arrimó una silla, y se sentó junto a mi lecho, silenciosa y compungida.
- Hija mía, -le dije,- tú no eres capaz de incurrir en falta ninguna, has cometido una indiscreción solamente, y no te puedo negar que me ha causado algún disgusto. No es siempre muy conveniente que una joven ande sola con un hombre a grandes distancias, tu reputación podría padecer, y esto me mortificaría mucho.
Celeste se puso en pie, y me miró fijamente, yo no sé que noté de resuelto y de indignado en su mirada, que tuve que bajar la vista.
- Señor, -me dijo,- cuando una mujer quiere cuidarse, en todas partes está segura ... Sin embargo, yo obedeceré.
- Siempre su mismo orgullo en este punto, -dijo Arturo maquinalmente.
- Hija mía, -le contesté con cuanta dulzura me fue posible,- estoy íntimamente persuadido de que eres una buena y virtuosa joven, pero en el pueblo te juzgarán por las apariencias, y los maldicientes y envidiosos, que no faltan aquí, pensarán de otra manera; así, espero que recibirás con docilidad este consejo.
Arrepentida sin duda Celeste, volvió a sentarse, y me dijo con voz afable:
- Sí, seguiré, como siempre, todos los consejos del que es mi único apoyo en la Tierra, y no volveré más a disgustarlo. Ese joven me ha acompañado ya otras veces, es muy amable, y me dice que me quiere como a su hermana.
Yo sentí de nuevo un movimiento de impaciencia, pero conteniéndome y procurando disimular le dije:
- No es conveniente fiarse en esas promesas, tú eres muy joven, Celeste, sólo conoces de la vida la miseria y la desgracia, sin sospechar que la perfidia y aun la traición se suelen ocultar bajo las apariencias de la amistad y del amor.
- ¿Es decir que yo debo desconfiar de ese joven? -preguntó la muchacha.
- Yo no digo que debas desconfiar, pero si tener alguna precaución en las conversaciones ... Sería mejor, sobre todo, que no te acompañaras más con él.
- Lo haré así, -dijo Celeste,- con tal de que esté usted contento.
Se informó de mi salud, me acompañó a tomar el alimento, y se retiró a sus ocupaciones ordinarias.
Desde el día de esta sencilla conferencia, mi sociego acabó completamente. Celeste fue en lo de adelante seria y reservada, y yo me impuse, por mi parte, el deber de tratarla con más miramiento y circunspección, pero esto, en vez de calmar mi ansiedad, la aumentaba de día en día. Cuando escuchaba su voz, se estremecía mi corazón, cuando sus vestidos se rozaban con los míos, un calosfrío recorría mi cuerpo, y cuando la veía clavar su vista en mí, una sensación de letal tristeza oprimía mi corazón, como si una mano lo comprimiera fuertemente. Las noches eran todas de dolor y lucha entre mis deberes religiosos y los impulsos irresistibles del corazón, para gozar esa felicidad doméstica que no se puede describir, que no se puede pintar, y cuyas dulzuras, sin faltar ni a la virtud ni a la religión, no se pueden comparar más que con la calma y los goces de la bienaventuranza. En una palabra, las mismas ilusiones, las mismas esperanzas, los mismos temores que tenía cuando iba a casarme y Dios me arrebató el ángel de mi amor, volvieron a renacer más vigorozas, más enérgicas, más vehementes, como si esa pasión profunda que yo sentí después de mis estudios, y que se apagó con la muerte, hubiera permanecido sosegada e inactiva, para desbordarse después como la lava ardiente de un volcán.
La soledad y el campo aumentan infinitamente las pasiones: no sé qué tinte melancólico comunican a las escenas de la vida los paisajes variados que diariamente presentan los campos y el cielo. Así como antes todo lo refería a Dios, insensiblemente fuí perdiendo la calma y después todo lo refería a la criatura; si el firmamento aparecía diáfano y despejado, yo no pensaba en bendecir al Autor de tanta pompa y esplendor, sino que pasaba las horas enteras entregado a perversas cavilaciones, y si por el contrario, las nubes oscurecían la atmósfera, yo resentía un tedio mortal, y en vez de postrarme ante el inmenso poder del que domina las tempestades y manda a los mares, la idea del suicidio se presentaba a mi mente, fija y aterradora. Quería morir, y tenía miedo a la muerte, quería vivir y tenía miedo a la vida. ¡Situación horrible del alma, cuando se le cierran para siempre las puertas de la esperanza, cuando no hay porvenir ni para esta vida perecedera ni para la eterna! Otras veces se retrataba en mi mente, con todos sus indefinibles atractivos, la vida tranquila y felíz que tendría yo si hubiera sido el abogado honrado, el esposo amante de una mujer virtuosa, el padre cariñoso de unos hijos inocentes, y despertaba de estos sueños hermosos, para palpar sólo la extensión de mi desgracia.
Esta situación me hizo variar de conducta, evitaba cuanto me era posible el tratar con Celeste, y para distraerme, montaba a caballo, y con el pretexto de cumplir con las obligaciones de mi ministerio, pasaba los días enteros en las montañas y barrancas, yo no volvía sino ya entrada la noche, y aun entonces, después de tomar el chocolate en compañía de Celeste, porque no podía yo interrumpir nuestra costumbre, sin temer que lo extrañase, me retiraba a mi cuarto a rezar y a implorar el auxilio de Dios, para que arrancase de mi alma esta loca e insensata pasión, e hiciese triunfar, contra los incentivos del mundo, los deberes religiosos, que por mis juramentos tenía que llenar ... Mis días han sido melancólicos y lúgubres, mis noches de martirio y de tormento ... y siempre, siempre, a todas horas, he tenido arraigado en mi corazón un sentimiento, santo y legítimo en otros, criminal y reprobado en mi situación.
El cura calló, e inclinó la cabeza, Manuel y Arturo se miraban asombrados.
- Los tres somos muy desgraciados, -murmuró el capitán.
- Nuestra historia idéntica, -dijo Arturo,- los tres por distintos caminos hemos corrido tras de la felicidad, y sólo henos encontrado la desgracia.
Nuestros personajes permanecieron largo rato en silencio, hasta que el capitán habló, variando absolutamente de humor.
- ¡Qué diablos! levante usted esa cabeza, padre, y no se entregue tanto a la pena, ni nos aflija más.
- Precisamente Arturo y yo estábamos pensando volarnos la tapa de los sesos, pues anoche hemos tenido en este maldito cuarto unas visiones o sueños infernales. Yo he visto a Teresa naufragar y ahogarse en el mar, Arturo no la ha pasado mejor, y otras gentes, menos despreocupadas y calaveras, habrían creído que aquello había sido obra de duendes, o quizá del diablo mismo, yo creo simplemente que fue efecto del cerebro y de la abundante cena. Arturo y yo estamos preocupados con nuestras aventuras, y es natural que despiertos y dormidos pensemos en ellas ... Vamos, padre, me atreveré a darle a usted un consejo.
El cura levantó la cabeza.
- El remedio que esto tiene es una separación pronta.
- Sí, una separación eterna, -repitió el cura.
- En primer lugar, es necesario abandonar este curato, y echar a pasear los pájaros, las flores y los primores de esta casa, porque todos estos objetos no harán sino aumentar los padecimientos.
- Es verdad, -dijo el cura,- esto lo había yo pensado, y ya tengo mi licencia para separarme de aquí; a Celeste la enviaré a México, y allí nada le faltará, pero jamás la volveré a ver.
- Es necesario tener valor, padre, cuando se trata de cortar un grave mal; la variación del clima, los viajes y la vida activa, podrán mitigar mucho estos pesares, y acaso borrarlos completamente. ¡Qué diablos, padre! si no estuviera usted envuelto en ese pedazo de sayal negro, el remedio era muy sencillo; se casaba usted con Celeste, y no había más que pensar, pero mientras no venga un concilio bastante sensato para conocer que los hombres no podemos vivir sin las mujeres, y permita el matrimonio de los eclesiásticos, lo cual evitaría multitud de escándalos y de crímenes, es menester que un hombre de educación y de juicio se abstenga de cometer faltas, que pesarían eternamente sobre su conciencia ... Un calavera y militar como yo, tiene disculpa ... pero en un eclesiástico, se critica hasta la más insignificante acción.
- Lo que yo os he referido, debe quedar sepultado en el más profundo secreto; tenía necesidad de contar a algún amigo mis padecimientos, y en este momento estoy más tranquilo y desahogado. Sin duda ustedes no creerán que soy indiscreto, porque además,habiendo la casualidad querido que me reuniera con Arturo, debía imponerlo de todo lo relativo a Celeste, ella es honesta, buena y casta y nada ha sospechado de lo que acabo de referir ... Espero que si por alguna circunstancia no pudiese yo favorecerla, vosotros, que sois generosos y honrados, no la abandonaréis.
- Contad con ello, -dijo el capitán,- que por mal que nos sople la fortuna, siempre tendremos lo bastante para que esta joven no pase trabajos; pero vamos a concertar el plan formalmente.
- Destro de tres días, -dijo el cura,- Celeste partirá para México, acompañada de criados de confianza, y de esta buena anciana, que la quiere como si fuera su propia hija ... Ya he dicho que al menos por algún tiempo nada le faltará: vivirá en buena casa, tendrá quien le sirva ... En cuanto a mí, repito ... no la volveré a ver jamás.
Se conocía que el virtuoso eclesiástico hacía un esfuerzo prodigioso al tomar esta resolución.
- Ya podía usted hacer una calaverada, padre, -le dijo el capitán.
- ¿Cuál?
- Arregle usted lo necesario para el viaje de Celeste a México, y márchese conmigo a la Habana, donde yo tengo el sagrado deber de buscar a la desgraciada Teresa, y traer aunque sea su cadáver.
- La idea no me desagrada: si os detenéis aquí hoy, acaso mañana partiremos juntos.
- Muy bien, -dijo el capitán;- venga un abrazo, padre: sois un valiente joven, ¡lástima que tengáis ese hábito! Por ahora, necesitamos respirar el aire libre, pues esta atmósfera nos mata, nos ahoga: vamos, Arturo, tomaremos las escopetas; haremos una expedición por estas montañas, y dejaremos al padre que arregle sus negocios. ¡Cuidado con variar de resolución!
- Espero que no variaré, -dijo el padre con voz firme.
Arturo y Manuel tomaron sus escopetas, llamaron al Turco y salieron del curato; el padre Anastasio entró a sus piezas a arreglar su viaje.
- ¿Qué te parece, Arturo, de la conversación del padre? -le preguntó el capitán a su amigo, luego que estuvieron en la calle.
- Estoy confundido, y lo único que deduzco es que las pasiones no respetan no estado, ni condición, y que causan graves estragos en el alma.
- ¡Pobre padre! -dijo el capitán;- si fuera un clérigo relajado, no sufriría estos tormentos, ni tendría que hacer hoy el sacrificio de perder su bienestar ... Es necesario que procuremos consolarlo, ya que para nosotros ha sido un ángel ... Ahora te preguntaré, ¿por qué no te casas con Celeste?
- ¿Y si por casualidad está enamorada en secreto del padre, como él lo está de ella? -preguntó Arturo.
- ¡Cáspita! -dijo el capitán,- es reflexión que no me había ocurrido ... Sin embargo, sería eso muy fácil de averiguar ... En fin, lo que creo es que no debemos variar de plan: dentro de dos meses, a lo más, estaremos reunidos en México; y entonces ya podremos pensar decididamente en fijar nuestra suerte.
- Te he dicho, -dijo Arturo,- que no me casaré mientras tú no hayas encontrado a Teresa: eso no nos impedirá proteger a Celeste, para lo cual te advierto desde ahora, que puedes gastar el dinero que sea necesario, a fin de que esté con decencia; que mientras tengamos salud, hemos de pasarla bien.
Los dos amigos descendieron por el costado de una montaña, y se entretuvieron en la caza hasta la hora de comer, en que todos los circunstantes, si no tenían buen humor, al menos estaban menos sombríos y taciturnos que en la mañana.
Presentación de Omar Cortés Capítulo trigésimo nono
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