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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO PRIMERO
COMBATE ENTRE UN PERRO Y UN HEREJE
A los tres días de las escenas que acabamos de describir, Arturo, el capitán Manuel y el padre Anastasio partieron rumbo a Tampico, y Celeste con dirección a México: no hubo ni lágrimas, ni suspiros, ni desmayos; cada uno de los actores de esta escena, si tenía hondas penas en su corazón, procuró disimularlas, al tiempo de la separación, haciendo asomar a sus labios la sonrisa. El vicario quedó encargado del curato, y el tendero hereje, que nuestros lectores conocen, resolvió vender la tienda y hasta sus libros favoritos y ponerse en camino para robarse a Celeste, de quien estaba locamente enamorado. Un personaje importante partió con Celeste, y fue el perro sabueso; los otros dos perros caminaron con el cura y nuestros amigos.
Para gobierno de los lectores diremos que Arturo, Manuel y el padre Anastasio llegaron con felicidad a Tampico; en cuanto a Celeste, tuvo que sujetarse a una obediencia pasiva y partir para México, acompañada de la anciana. Mil conjeturas formaba sobre esta precipitada marcha; pero no podía adivinar, ni aun remotamente, su verdadero motivo, porque el padre Anastasio se había manejado con extremada delicadeza, había podido dominar sus pasiones y disimular sus penas, hasta un grado increíble, dando disculpas y razones a Celeste, que si bien no la habían convencido, tampoco habían despertado en su corazón ninguna sospecha. Excusado es decir que lo que más la atormentaba era la indiferencia con que después de su declaración amorosa la había tratado Arturo, pues el amor que ella había concebido por el joven desde la primera vez que lo vió, era de esos sentimientos profundos, imborrables, que forman el pensamiento tenaz y dominante de la vida; Celeste jamás había querido darle pábulo, porque se consideraba tan distante de lograr esta dicha; y alguna vez en sus meditaciones, lanzando un profundo suspiro, había dicho que era más fácil coger una estrella con la mano. Es inútil decir que en la cárcel, en el colegio y en el curato había pensado siempre en Arturo; pero como se piensa en esas visiones que despierta la narración de cuentos en donde hay palacios de marfil y jardines con manzanas de oro y de coral.
Celeste abandonó con un dolor indecible las aromáticas flores de su jardín, y los primorosos pajarillos, que la conocían y la amaban; y también es menester decir, para completar la pintura de su excelente corazón, que derramó lágrimas al separarse de aquellas infelices familias, cuyos dolores conocía y cuyas lágrimas había enjugado. El día en que abandonó el pueblecito, donde tantos beneficios había hecho, y donde había desempeñado la sublime misión de la caridad, fue un día de luto: al salir de la puerta del curato, se le rodearon multitud de muchachitas que le abrazaban las rodillas, la llamaban madre, y se querían marchar con ella; las ancianas ciegas y baldadas tendían la mano para recibir por última vez la caridad, y todas las mujeres la llenaban de bendiciones, deseándole un felíz viaje. Celeste no podía disimular el sentimiento que le causaba abandonar esta larga familia de seres desgraciados y la completa tranquilidad de que había gozado después de sus infortunios; tranquilidad que, como un suave bálsamo, había cicatrizado caso enteramente las heridas de su corazón. Como cuando se ama sinceramente, se desea que el objeto amado participe de los placeres y aun de los dolores, Celeste pensaba en el fondo de su alma que si Arturo fuera su esposo, debería quedar muy complacido con el espectáculo tierno que presentaba la gratitud de estas buenas gentes.
Triste y llorosa partió Celeste, montando en manso y hermosísimo caballo prieto, seguida de la anciana, que cabalgaba en una mula, y del juguetón y alegre sabueso, que Arturo había consentido en dejarle; motivo por el cual la joven lo quería doblemente.
El tendero hereje estuvo observando cuidadosamente estos preparativos de viaje, y con una sonrisa satánica se regocijaba ya del buen éxito de la empresa que había concebido, que fue la siguiente: se acercó a conferenciar con uno de los tenderos rivales que existían en el pueblo y le hizo proposiciones para traspasarle todos sus bienes, contándole que reconciliado con el cura, se había comprometido a acompañar a Celeste, a quien se proponía alcanzar a dos o tres jornadas, y que deseaba radicarse en la capital, más bien por continuar los estudios de Voltaire, comprando sus obras completas, que por ganar dinero. El tendero creyó, o no, este cuento; pero como nuestro sabio proponía sus existencia a precios bajísimos, no tardaron mucho en convenirse, y concluyeron un negocio, en virtud del cual quedaban comprendidos entre los restos de azafrán, frijoles y jarritos de barro, los sublimes autores que habían ilustrado al filósofo tendero. Terminado este asunto, ajustó unos criados, los armó, dizque para defenderse de los ladrones, montó a caballo, y al día siguiente de haber partido Celeste, abandonó también el filósofo su pacífico y profundo domicilio: su plan se reducía a apoderarse de aquélla y a fugarse en su compañia a un pueblo distante de la Sierra, en donde con el dinero en oro que llevaba, y que pasaba de dos mil pesos, podía establecer otra negociación mejor surtida.
Veamos el resultado de este plan.
A pesar de la velocidad con que trató de caminar, alcanzó a la viajera en una llanura, después de haber pasado las crestas de la Sierra; cauto y astuto como la serpiente, se acercó con el sombrero en la mano a hablarle a Celeste, manifestándole que tenía la intención de acompañarla hasta San Luis; pero ésta, a quien repugnaba instintivamente el tendero, por su lenguaje y maneras pretenciosas, y porque además había tenido el atrevimiento de decirle que la elevaría al rango de su querida, le dió friamente las gracias, y le significó, del modo más claro, que rehusaba su compañía. El tendero, lejos de mostrarse ofendido o mortificado, insistió humildemente en su súplica; y habiéndose descompuesto el estribo de Celeste, el tendero se bajó del caballo para componerlo, manifestando mucha presteza y comedimiento. Aquí fue donde el Turco, que tenía acreditada su actividad en la cacería de conejos, se ensayó con el hereje cuanto desventurado amante, pues apenas vió que el tendero se acercaba junto a su ama y que ésta indignada trataba de defenderse de su maligna oficiosidad, cuando los ojos se le pusieron sangrientos, la cola se le espeluznó, y se lanzó, por fin, furioso contra el atrevido, mordiéndolo y desgarrándole el pantalón y la chaqueta. El miedo y la vergüenza embarazaron por algún tiempo los movimientos del filósofo, pero después, frenético y arrojando maldiciones, tomó una pistola del arzón de su silla y la disparó al perro; pero éste, como si hubiera conocido la intención de su adversario, corrió; luego, al tiempo de salir la bala, se contuvo y agazapó contra el suelo, y la bala pasó a poca distancia. El sabueso, inmediatamente y dando un formidable salto, logró morder el cuello del tendero, quien, olvidando las lecturas de Voltaire, clamaba a la Virgen y a los santos y hubiera perecido, a no ser porque Celeste, que había permanecido en silencio asustada por esta rápida e inesperada escena, llamó al Turco a gritos. Corrido y maltratado el tendero, recogió el dinero que llevaba en oro y que se le había caído de los bolsillos, montó en su caballo y volvió grupas con su acompañamiento, quedando la comitiva de Celeste riendo a carcajadas de la ocurrencia y acariciando al heroico animal, que ufano de su triunfo y calmada ya su cólera, meneaba la cola y hacía a todos multiplicadas fiestas.
Apenas se había alejado el tendero cosa de un cuatro de le legua del lugar donde había pasado tan cruda batalla, cuando sus mismos criados, concertados entre sí, lo amarraron a un árbol y le quitaron su dinero, dándole algunos latigazos, y notificándole que si volvía un sólo día al pueblo, lo matarían irremisiblemente, cosa que también harían si los denunciaba en San Luis.
El tendero hereje quedó, pues, atado a un árbol, y Celeste, repuesta del susto y admirada de la inteligencia y fidelidad del sabueso, continuó más alegre y animada su largo y fatigoso camino.
Presentación de Omar Cortés Capítulo cuadragésimo
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