Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo primero Capítulo cuadragésimo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO

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ESCENAS DE FAMILIA

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Es fuerza que volvamos ya la vista hacia algunos personajes que hace tiempo tenemos consignados al olvido. Uno de ellos es nuestro insigne y rico tutor D. Pedro, quien burló a Arturo fácilmente, como el lector podrá concebirlo. Tomó dos coches idénticos, con muy buenas mulas, salió por una garita, volvió a entrar, y lo mismo repitió por tres garitas, dando la casualidad de que no fuese encontrado por ninguna persona.

Hemos referido que el viejo iba acompañado de una joven, y la explicación es muy fácil. D. Pedro, en punto a amores, era un verdadero Cupido; de suerte que al mismo tiempo que estaba apasionado perdidamente de Teresa, logró seducir a la hija de un mujer pobre y ambiciosa. Procedió con el mayor sigilo y cautela posibles; consiguió su intento, eligió una de sus casas situada en el hermoso barrio de San Cosme; la amuebló lujosamente e instaló allí a su querida, cuidando de decir que era otra nueva pupila de Monterrey, y cuyos bienes administraba. La muchacha gobernaba despóticamente al viejo D. Pedro; le reñía, le pedía dinero con exceso, y a cada momento le amenazaba con una separación. La madre, que había dado a su hija saludables consejos y que le dirigía en todas sus acciones, se dió en el curso del tiempo buena maña para que los muebles, la ropa, la plata labrada y la finca misma apareciesen bajo escritura pública como propiedad de la hija, y ya en esta confianza podía impunemente llenar de improperios al viejo, quien, por una anomalía inconcebible, mientras se devanaba los sesos día y noche para perjudicar a Teresa y para quedarse con sus bienes, se doblegaba como un niño a los más insignificantes caprichos de su nueva conquista.

La fortuna, lo mismo que con el tendero hereje, se comenzó a mostrar adversa con nuestro amigo. Cerciorado por sus agentes de que tanto Arturo como Manuel se habían marchado de México, salió de su escondite, que era una celda del convento de San Fernando, y como era de esperarse, se dirigió a casa de Celestina, que así se llamaba la muchacha. Tan luego como ésta lo vió le echó los brazos al cuello, le hizo mil zalamerías, y le dijo, no obstante de que era una mujer sin educación, pero de muy buen talento, las más lisonjeras palabras.

El viejo, encantado con estos agasajos, que raras veces le prodigaba Celestina, olvidó los sustos que le había causado la persecución de Arturo; el amor de Teresa, a quien ya daba por muerta; sus intrigas; todo, en fin, y se puso a bailar, a cantar, a reir como un loco, correspondiendo de la manera más apasionada a las caricias de la muchacha. En cuanto ésta consideró al viejo fascinado y loco de amor, puso su mano en la camisa de rica holanda, y trató de quitarle el valiosísimo fistol, que fue, en unión de otras alhajas, depositado por el padre de Arturo en poder del tutor, y que no era otro que el fistol de Rugiero. Cuando conoció D. Pedro las decididas intenciones de Celestina, de apoderarse de esta prenda que estimaba muchísimo, y por la cual varios acaudalados de México le habían ofrecido gruesas sumas, sonriendo maliciosamente, y enseñando como de costumbre sus negruscos dientes, se abotonó la levita hasta el cuello, y repelió a la muchacha, la que tropezando con un banquillo fue a dar sobre un sofá.

- Me has lastimado la cintura, -dijo ésta, quedándose sin movimiento, en la misma posición en que cayó, y vertiendo gruesas lágrimas.

Celestina era de mediana estatura, redondita y torneada, ojitos negros y vivarachos, mejillas encarnadas y de un limpio color moreno; y si no era una diosa, tenía el atractivo de la juventud, de naturaleza simpática, amable y coqueta. No carecía, pues, de encantos, y fingiéndose lastimada y en la actitud provocativa que guardaba en el sofá, realmente hubiera podido entusiasmar a un San Luis Gonzaga.

- Perdóname, fue sin intención de ofenderte; este maldito mueble ha tenido la culpa, y no yo, -dijo D. Pedro, dando un puntapié al banquillo, y haciéndolo rodar hasta el otro extremo de la pieza.

- Sí, perdóname, -repitió la muchacha llorando siempre,- no te perdonaré estos atrevimientos, porque ya me tratas como criada, como esclava; y aunque soy una pobre, también tengo corazón.

- Vamos, hija mía, levántate y no llores, todo se acabó.

Celestina, en vez de callar, lloraba cada vez más, y decía:

- Si estuviera aquí mi madre, no consentiría que me maltrataran así.

D. Pedro acongojado trataba de acariciarla y de besarla, pero ésta lo rechazaba bruscamente.

- Mira, perlita mía, te daré lo que quieras, con tal de que te contentes y ceses de llorar. Si viene tu madre, creerá que yo te trato mal, y me expones a una cuestión, porque tu madre es una verdadera furia. Tengo ya comprados unos cortes de balzorina primorosos, y una caja de medias escocesas que te voy a mandar, y te pondrás más guapa de lo que eres.

- Yo no quiero medias, ni túnicos, ni tápalos, pues todo me sobra; yo quiero otra cosa, -dijo Celestina, fingiéndose remilgosa y antojadiza como una niña.

- ¿Qué quieres? Dímelo, y al instante te lo daré.

- Pues yo quiero ese fistol que traes en la camisa.

D. Pedro, al escuchar esto, se puso pálido y recorrió con la vista el cuarto; consideraba a Celestina muy capaz de derribarlo al suelo y despojarlo a viva fuerza de la alhaja.

- El fistol, -dijo D. Pedro, pasando suavemente la mano por la cabeza de la muchacha,- no te lo puedo dar, porque no es mío; un amigo me lo prestó, y tengo que devolvérselo en cuanto me lo pida.

- Pues cómpraselo.

- No lo quiere vender.

- Pues yo quiero el fistol.

- Será mejor, que en vez del fistol, te compre yo un coche muy elegante y unos buenos caballos frisones. ¡Qué hermosa estarás en tu carretela!

Celestina no pudo menos que sonreirse, al figurarse dentro de una carretela tirada por unos frisones, haciendo el papel de una gran señora en el paseo de Bucareli; pero casi inmediatamente volvió a poner su cara llorosa y aflijida, y dijo afirmativamente:

- Yo quiero el fistol.

- No seas tonta, hija, el fistol no puedo dártelo; te regalaré en su lugar, un aderezo de esmeraldas primorosas, que he visto en la platería de Estienne. ¡Qué interesante estarás con tu colar, qué bien sentará a ese cuello tan torneado!

Celestina sonrió otra vez, pensando en el aderezo de esmeraldas; pero volvió a poner su rostro lloroso y compungido, y repitió:

- Yo quiero el fistol.

- Vaya, haremos un convenio: en lugar del fistol, te regalaré dos alfileres de rubíes primorosos; cada uno es del tramaño de una avellana, y tiene un cerco de brillantes; un prendedor de estos en un corpiño de seda oscuro, es lo más vistoso que se puede imaginar. ¡Te acuerdas del rubí de Hermosilla? ... pues muy parecidos a ese son los que te traeré mañana.

Celestina se quedó reflexionando un poco, sobre las ventajas de tener dos fistoles en lugar de uno, pero creyendo que si insistía su triunfo era seguro, dijo con tono afirmativo:

- Yo quiero el fistol.

- Pues el fistol no puede ser, -gritó D. Pedro, levantándose colérico de la poltrona donde se había sentado.

- ¡Pues ha de ser el fistol! -gritó Celestina, levantándose a su vez con rabia del sofá, y dando una patada en el suelo.

- ¡Con mil diablos! -exclamó D. Pedro,- estoy cansado de que me roben tú y la vieja hechicera y estafadora de tu madre. ¿Quién eres tú? una lavandera, una criada, una miserable, que andabas con el pie en el suelo, y con unas malas enaguas a media pierna. Yo te he dado vestidos hasta ahogarte con ellos; casa, muebles, dinero, alhajas, criados, ¿y todavía has de codiciar todo lo que poseo? No hay fistol, no señor; cuidado con que yo me enfade, porque entonces te botaré a la calle, que estoy cansado de tí.

El lector se esperará, fundadamente, que la contestación de Celestina fuera el darle al viejo unos cuantos golpes y araños ... Pues, no señor, la muchacha se condujo como una filósofa y como una mujer de mundo; así es que, sentándose con calma:

- ¡Hola, Sr. D. Pedro! -dijo,- ¡con que entramos en cuentas! bien. Su usted está enfadado de mí, yo estoy más fastidiada de un viejo desagradable a quien mil veces me he visto tentada de arrojar por el balcón. Si yo no tenía ni zapatos que ponerme, usted fue quien me rogó y me solicitó, y bastantes desaires le hice en medio de mi pobreza, dándole a entender de todas maneras que lo aborrecía. Por lo demás ... esta es mi casa, ¿lo entiende usted? es mi casa, y yo soy la que en el momento que quiera, puedo tomar una escoba y arrojar a usted a escobazos.

- ¡Mi casa! ¡mi casa! -dijo el viejo sonriendo y meneando una pierna,- ¿habrá desvergüenza igual?

- Mi casa, -repitió Celestina con una voz inflexible,- y además, ropa, plata labrada, muebles, todo es mío, absolutamente mío.

- Es cosa de risa, y la última pasada que podía jugarme el diablo, -dijo D. Pedro, burlándose de la seriedad con que le hablaba la muchacha.

- El diablo, sin duda, ha hecho que se olvide usted de que yo tengo las escrituras de todo, en las cuales se expresa, que usted entrega por su libre voluntad todos estos bienes, que son propiedad de Celestina Navarrete; esa Celestina Navarrete soy yo.

D. Pedro se mordió los labios, y quiso dirigirse al ropero, donde sabía que Celestina tenía guardados los papeles.

- Aquí tendo la llave, caballero, -le dijo la muchacha enseñándosela, y soltando una carcajada.

- Dame esa llave, Celestina, -dijo el viejo con la voz ahogada por la cólera,- lo que tú quieres hacer es un robo, un robo infame.

Celestina le hizo una muequilla burlona, y se sentó en el sofá, ocupándolo todo con el ancho vuelo de su traje, y dejando ver sus piés sin medias, y calzados con unas pantuflas de raso azul.

El viejo se quedó un momento en una especie de éxtasis, contemplando la voluptuosa figura de Celestina; y ganas le dieron de reconciliarse; pero dominaron en él los impulsos del orgullo, y con una voz imperiosa, dijo:

- Dame esa llave.

- No, -dijo secamente la muchacha.

- Entonces ...

- Entonces, será necesario que usted me la quite por fuerza.

D. Pedro, pálido, y con los ojos desencajados y fijos, se quedó mirando a Celestina.

- Lo dicho, repitió ésta, poniéndose en pie con la mano en la cintura, y mirando a su vez fijamente al viejo.

- Tú te chanceas, -dijo D. Pedro reprimiéndose y procurando sonreir.

- Yo no me chanceo, -le interrumpió seriamente Celestina.- Quiero el fistol.

- Yo quiero la llave, -dijo D. Pedro.

- Yo quiero el fistol, repito; esa alhaja y todas las que estaban en una cajita, son robadas; robadas a un pobre joven que no tenía más que ese capital.

Un rayo que hubiera caído en la cabeza de D. Pedro no hubiera hecho más estrago que las palabras que pronunció Celestina; examinó con la velocidad del pensamiento su conciencia, y encontró, por supuesto, en primer lugar, que efectivamente era un ladrón; pero no se acordaba de que nadie hubiese sido testigo, pues el lector recordará que la conferencia que el padre de Arturo y el tutor tuvieron, fue absolutamente secreta. Muertos el padre y la madre de Arturo, sólo éste podía estar en antecedentes. ¿Cómo Celestina tenía noticia de este suceso? El viejo tembloroso y lleno de ira al mismo tiempo, se devanaba los sesos, y no podía adivinar cómo la muchacha conocía este secreto.

- Mira, Celestina, -le dijo con amabilidad,- ten juicio; y yo te daré gusto, si me respondes con toda verdad a las preguntas que voy a hacerte.- ¿Has conocido tú a un joven pálido, de ojos y patillas negras, que se llama Arturo?

- No me acuerdo de haber oído mentar jamás a ese señor Arturo.

- ¿Y tu madre ha ido por casualidad alguna vez a la casa número 3 de la calle de N?

- Mi madre va a muchas casas, y yo no puedo responder de lo que hace mi madre.

- ¿Conociste acaso a un hombre, ya de edad avanzada, de buena presencia, que murió hace poco, y que era padre de ese joven Arturo?

- Me está usted enfadando con tanta pregunta, y ya voy perdiendo la paciencia: no sé que tenga yo que ver con estas cosas. No entretengamos el tiempo: venga el fistol, o márchese usted de esta casa, y no vuelva jamás a ella. Esta casa es mía, muy mía; y mañana ya habrá un guapo mozo que la defienda, y que le dé a usted su merecido, si vuelve por acá.

- El fistol ... no; y venga la llave del ropero para sacar los papeles, -dijo D. Pedro frunciendo el entrecejo, y con tono amenazador.

- ¿Amenazas? ... -dijo la muchacha soltando la carcajada:- ya pasó ese tiempo; y otros más guapos que usted no se atreverían. Aquí está la llave, pero en vez de llave, tendrá un cuerno.

Celestina, poniéndose en pie, colocó una mano en su cintura como las curras andaluzas, y con la otra hizo una señal al viejo, que significaba que no había esperanza de obtener la llave.

D. Pedro recorrió astutamente con sus miradas toda la pieza, vió que estaban las puertas cerradas, y calculó que las criadas estaban lejos: sacó entonces su pañuelo, que era de esos enormes paliacates; hizo que se sonaba, y después como jugando con él, logró torcerlo en forma de lazo. Rápido como el tigre que espera en el ramaje de un árbol, a que pase su víctima para arrojarse sobre ella, se lanzó sobre Celestina; le introdujo por la cabeza el paliacate en forma de lazado, y tiró de él con todas sus fuerzas, echando otro nudo, a pesar de la vigorosa defensa que hacía aquella, logrando que tuviera oprimida la garganta y sin el uso de la voz. Con la misma violencia le arrancó la llave de la mano, y corrió a abrir el ropero para extraer los papeles; pero no encontrándolos de pronto, comenzó a tirar trajes, ropa blanca, chucherías, pateando estos objetos con rabia, como en venganza de que le impedían encontrar las escrituras de donación, que había hecho a Celestina de la casa, de las alhajas y de todas las demás cosas. Por fin, en un cajón y debajo de una multitud de curiosas cajitas y de pomos de esencias, encontró los deseados papeles; los ojos le bailaron de gusto al verlos, y exclamó:

- ¡Ya los tengo en mi poder! ahora ...

Una puerta se abrió, y la madre de Celestina se presentó, a la vez que ésta había logrado desatarse el pañuelo que oprimía su garganta, y que se lanzaba sobre el viejo.

- ¿Qué es esto, Celestina? -preguntó la madre.

- Que este hombre nos quiere robar las escrituras, y dejarnos perecer.

Celestina, cuando acabó de decir estas palabras, había derribado a D. Pedro con una mano, y con la otra le había arrebatado el rollo de papeles que D. Pedro procuraba guardar en una bolsa de la levita.

- ¡Infame viejo! -gritó la madre ...- ¡después de que ha seducido a mi hija, que era niña, inocente! ...

- ¡Y que me quería ahorcar, -interrumpió la muchacha ...- Mira, madre, como tengo el cuello.

La madre, poseída de furor, corrió a la cocina por una escoba, arma terrible de la gente ordinaria, cuando no usan el puñal o el temible tranchete. No extrañaran los lectores esta escena, puesto que ya hemos dicho, que Celestina y la madre eran de baja extracción, y que sólo había variado el traje de ambas, merced al dinero que le hacían gastar al enamorado anciano. Celestina, como sabía leer y escribir, ocupaba la mayor parte de su tiempo en la lectura de novelas, y ellas le habían inspirado la idea de que podía sostener lances como el que se acaba de referir.

Mas de una docena de escobazos sufrió el tutor; y la habría pasado peor todavía, si la muchacha no hubiera contenido a la madre; parose D. Pedro atarantado, buscando su sombrero y la puerta para marcharse a la calle. Celestina le puso el sombrero en la mano, y tomándolo de las espaldas, le indicó la puerta, diciéndole:

- Cuidado con volver, Sr. D. Pedro, porque entonces me obligará usted a que cuente a todo el mundo la historia de la cajita y del fistol.

Como si los diablos hubiesen arrebatado de los cabellos al tutor, así salió de aquella casa; se dirigió a la suya, y se encerró en su cuarto.

Al día siguiente se dirigió a casa de Celestina, creyendo que todo podía componerse, y que la muchacha se arrepentiría del lance del día anterior. ¡Vana esperanza! las puertas estaban cerradas; y después de haberse cansado mucho D. Pedro, salió a recibirlo un teniente de lanceros de negro y erizado bigote y cascarrienta voz, diciéndole: que naiden tenía que pararse en su casa, ni que confrontar con Da. Celestina, que era su pareja.

D. Pedro, chasqueado y azorado, perdió la esperanza de recobrar la amistad de Celestina; este pesar lo tuvo más de ocho días sentado en la poltrona, sin hablar con nadie, y meditando el modo de vengarse de la perfidia e infidelidad de su querida.
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