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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO TERCERO
AVENTURAS DE JOSESITO
Cuando se trataba de hacer el mal, D. Pedro era infatigable; así es que consumía día y noche, pensando en la manera de desquitarse de Celestina, haciéndola desaparecer por lo menos de México, pues conocía que la probidad con que él aparecía ante el público, lo ponía a cubierto de toda sospecha, y aunque no había ningunas pruebas para condenarlo en juicio, siempre era peligroso que una mujer habladora, pendenciera y de mala educación, fuera la depositaria de un secreto, que por más que hacía no podía adivinar cómo lo había sabido. No se paraba en medios; y quien lo ha visto perseguir tan tenazmente a Teresa, no dudará un momento que lo que le pareció más cómodo fue que Celestina amaneciera un día asesinada. ¿De qué medios podía valerse para esto? ... El asunto era dificil; pero D. Pedro conoció que podía emplear con eficacia el veneno de los celos. Con maña hizo sus indagaciones, y con gran placer supo que el temible lancero estaba perdidamente enamorado de Celestina; era, pues, preciso oponerle un rival, y para ello escogió al desgraciado empleadillo hablador, que hemos visto asistir a la tertulia de Aurora, y que, quitando el crédito a todo el mundo, acompañó a Rugiero y a Arturo hasta la puerta del Hotel del Teatro de Vergara. El carácter de este muchacho era que ni mandado hacer para tal aventura; amigo de amoríos, de compromisos, de correrías nocturnas y de lances, consumía las horas de su vida en seguir en la calle a las mujeres bonitas que encontraba; en hacer señas en el teatro a las muchachas que cotidianamente concurren a él, y en escribir cartitas amorosas por docenas. Su sueldo, que le pagaban con puntualidad, lo gastaba en el Libro Mayor, de Le Roux, comprando papel de cartas, de todas formas y dimensiones, y en las peluquerías de la calle de Plateros, donde hacía gran consumo de esencias, pomadas, guantes y chucherías. D. Pedro conocía a este muchacho, y aun se había empeñado por él en una ocasión, en que otro compañero, igualmente inútil y casquivano, le disputaba el ascenso a escribiente primero, así, muy fácil le fue tenerlo a su disposición. Una tarde mandó poner su coche, y salió a pasear en compañía del joven; cuando llegaron a los Arcos de San Cosme, D. Pedro propuso que hiciesen ejercicio a pie, y ambos amigos se bajaron, y enlazados del brazo, comenzaron a caminar despacio, mirando las casas de uno y otro lado, fijando su atención en los más pequeños incidentes, y respirando, al parecer, con alegría, el oxígeno impregnado de olores que venía de las huertas.
- ¿Sabe usted, -dijo el joven,- que este es un paseo de los más agradables?
- Y mucho más para los jóvenes, -respondió D. Pedro,- pues suelen vivir por aquí muchachas de mucho mérito y de grande hermosura; y ya ve usted, que uniéndose el amor a las delicias del campo, no hay más qué pedir. Pero eso se queda para ustedes, pues los que tenemos un pie en el sepulcro, ya no debemos pensar más que en machucar la cuenta.
- No he dejado de tener, Sr. D. Pedro, mis aventuras galantes por estos barrios, -respondió alegrisimo el empleadillo, pues cabalmente esta materia era inagotable en su boca.
- ¡Hola! ¿con que ha tenido usted sus dares y tomares?
- Y como que sí.
- Cuénteme, -dijo D. Pedro;- y no se asuste por verme viejo, que soy indulgente con la juventud, sé que es la edad de las pasiones, y todos esos amoríos y lances merecen disculpa. En cuanto a mí, soy severo, porque no cuadran con la vejez esos devaneos; y yo no tengo otro porvenir sino el hacer algunas buenas obras, que sirvan en descuento de mis pecados ... Pero dejemos eso a un lado y oigamos esas famosas hazañas.
- Pues señor, diré a usted que hace tiempo enamoraba yo por este rumbo a una muchacha; y la muy bárbara me daba citas para las once y doce de la noche; pero era necesario acudir, y venía yo a esas horas desde mi casa, que estaba en la calle de la Merced, hasta estos rumbos.
- ¡Jesús! -dijo D. Pedro,- esa era mucha temeridad; ¿no tenía usted miedo?
- ¡Miedo! ... ¡Bah! tomaba yo mi espada y un par de pistolas de bolsa, y ... ¿quién tiene miedo? ... Sin embargo, eso iba yo a decir a usted. Una noche ...
Cuando el empleado comenzaba su primera historia, pasaban frente de la casa de Celestina, la que estaba en el balcón.
- ¡Canario! -dijo el mancebo,- ¡y qué guapa muchacha está asomada! Vea usted, vea usted.
- ¿Le agrada a usted? -preguntó D. Pedro.
- ¡Cómo si me agrada! Si es bocado di cardinali.
- Pues vea usted, yo la conozco mucho, nunca me había parecido tan bonita.
- ¿La conoce usted? -interrumpió el joven, bailándole los ojos de alegría.
- Ya se ve que sí, y hace mucho tiempo: figúrese usted que este es mi paseo favorito, y que todas las más tardes la veo en el balcón.
- ¡Ah! -exclamó con desconsuelo el joven;- yo creía que visitaba a usted la casa.
- ¡Bribonzuelo! -murmuró D. Pedro sonriendo;- ¿quería usted ya emprender otra campaña?
- La verdad ... soy franco ... la emprendería de mil amores; tanto más, cuanto que acabo de comprar un caballo bailador; y sería muy oportuno pasar por aquí todas las tardes caracoleando, y haciendo piruetas.
- La niña, según dicen los libertinos que saben la crónica escandalosa, es bastante alegre, parece que teniendo dinero con qué vivir, quiere procurarse la comodidad de tener cuantos amantes quiera.
- ¡Magnífico! -dijo el empleadillo, a quien llamaremos Josesito, restregándose las manos.
- No hago más que contar lo que dicen los libertinos y Dios me ampare de quitarle a nadie el crédito, ni menos a esta jovencita que creo muy arreglada ...
- Bueno, muy bueno; indagaremos todo lo que sea necesario, -dijo Josesito.
- Lo que yo sé de cierto es, -continuó D. Pedro,- que vive en la casa un desalmado teniente de lanceros, que no sé si será su primo, su novio, o su hermano.
- ¡Cáspita! -dijo Josesito,- dando un salto y poniéndose algo pálido.
- ¡Qué! ¿tendría V. miedo?
- No; lo que es miedo, ya he dicho que no lo tengo; pero ya entonces la cosa es más difícil.
- Siempre no emprenderá usted la conquista, -le dijo D. Pedro con tono burlón.
- Dejara yo de llamarme José ... la emprenderé, cueste lo que costare, y venga lo que viniere.
- Ya veremos, -dijo D. Pedro.
- Ya veremos, -dijo también con tono resuelto Josesito.
En esto, volvieron hacia donde estaba el carruaje, y montaron en él para continuar el paseo, dando algunas vueltas por la Alameda. D. Pedro, con hipocresía, y haciéndose, como de costumbre, el santurrón, no dejó de exaltar cuanto pudo el amor propio de Jesesito, y de indicarle la gran felicidad que tendría de obtener los favores de la muchacha. Al dia siguiente, el joven, en un fogoso caballo retinto, pasaba frente a la casa de Celestina: ésta se hallaba, según su costumbre, en el balcón: Josesito le hizo algunas señas, que fueron bien acogidas, y ocho días consecutivos por mañana y tarde Josesito pasaba por la casa y siempre daba la fortuna de que estuviese asomada. Josesito saludaba; Celestina correspondía; aquél se reía; ésta se reía también; el uno cerraba amorosamente el ojo derecho, y la otra cerraba el izquierdo; en fin, había ya una completa inteligencia entre ambos, y estaban perdidamente enamorados. Celestina, al dejarse ver en el balcón, tomaba diversas posiciones; unos días con el cabello suelto, y una bata de blanca muselina que dejaba descubierto un envidiable cuello; otros con un traje oscuro y un peinado romántico; otros, en fin, se presentaba con variados trajes de seda en vivos y chillantes colores y con la cabeza adornada con arte de flores naturales: hemos dicho que tenía grandes atractivos; pero esta coquetería los realzaba más, y Josesito la encontraba cada día más hechicera. Por su parte, estaba dispuesto a hacer mil calaveradas, y la primera fue mandarse hacer ropa en abundancia, con Lamana, Cusac y Urigüen: así, también él se volvió más coqueto de lo que era; y si por la mañana se ponía chaqueta y pantalón blanca, en la tarde había de cambiar completamente de traje. Celestina, en el fondo de su corazón adoraba a ese joven tan elegante, tan lleno de cadenas y de chucherías, tan gallardo y tan garboso, ya a pie ya a caballo; y estaba verdaderamente encantada; porque hasta allí no había tenido por amantes sino a un horrible viejo y a un teniente de lanceros, que no era más que un ranchero tonto y ordinario.
Quien bien quiere, facilita, dice un refrán; y en efecto, así sucedió: la criada misma, enviada por Celestina, se brindó al galán para ser conductora de recados y cartitas que fueron contestadas con desdén, porque Celestina quería dos cosas: primera, pasar por una señora a los ojos de su nuevo amante; y segunda, irritarle con la resistencia la pasión y el amor propio: las mujeres, por experiencia y educación que tengan, conocen a las mil maravillas estos negocios. La madre de Celestina nada sabía de este nuevo amor; el teniente de lanceros sospechaba algo, tenía ya ojeriza a Josesito; y el viejo don Pedro se volvía loco de gusto al pensar que su plan surtiría probablemente los efectos deseados.
Un día en que Josesito, positivamente apasionado y con el mayor candor le contaba los progresos que hacía; D. Pedro le preguntó que si visitaba la casa.
- ¡Ojalá! -contestó;- sería yo el más afortunado de los hombres; pero Celestina me ha mandado decir, que eso es muy difícil, porque la madre la cuida mucho.
D. Pedro se echó a reír.
- ¿Por qué rié usted, D. Pedro?
- Porque tengo un talismán, que destruiría al momento toda esa fiereza de la madre.
- Bien, Sr. D. Pedro, -le dijo Josesito;- usted es muy bondadoso conmigo; deme usted ese talismán que domestica las fieras, porque necesito amansar a esa horrenda madre. Cuento con que dentro de pocos días visitaré la casa.
- Pero creo que hay otro obstáculo.
- ¿Cuál es?
- El teniente de lanceros, primo o yo no sé qué ...
- Ni me hable usted de eso: mi Dulcinea detesta al teniente, y la criada me ha asegurado que lo pondrá de patitas en la calle.
- ¿Y si él intenta vengarse?
- ¡Bah! ¡no se me da cuidado! ¿qué me importa un miserable teniente? Lo que necesito es, sobre todo, ese talismán que usted me promete.
- Le cumpliré a V. la palabra; pero yo deseo saber si las intenciones de V. son rectas y honestas porque ya ve usted que un hombre de mi edad no puede mezclarse en amoríos así ... a tontas y a locas.
- ¿Cómo si tengo buenas intenciones? Ahora mismo me casaría con Celestina.
- ¡Bien! ¡muy bien! -dijo D. Pedro;- así procede un hombre honrado: venga esa mano, joven.
D. Pedro estrechó cariñosamente la mano de Josesito.
- ¿El talisman?
- Cuando V. me avise que ya visite la casa, tendrá el talismán.
- Convenido.
Josesito se despidió, y a los tres días volvió a participar a D. Pedro, que ya había hecho la primera visita a Celestina.
- Ahora, cumplo mi palabra, -le dijo D. Pedro;- y aquí está el talismán.
Esto diciendo, le presentó el fistol de Rugiero.
- ¡Magnífico fistol! -exclamó Josesito, después de haber contemplado con asombro el prendedor.
- Necesito sólo que me dé usted un recibo de esta alhaja, que le presto por ocho o diez días.
- Muy bien; pero ¿qué debo hacer con ella?
- Tontuelo: ¿no comprende usted?
- No, a fe mía.
- Pues la explicación es muy clara: la madre de la joven es una mujer muy codiciosa, en cuanto vea el fistol, le preguntará dónde lo adquirió: le responderá usted que me lo había prestado, y que usted es su dueño. Puede ser que invente algunos chismes y zarandajas, que no debe creer; y sobre lo cual le haré austed a su tiempo las explicaciones necesarias: por ahora sería inútil toda conversación sobre esto.
- ¡Bien! ¡bien! -dijo el aturdido empleado;- yo no creeré nada si me habla usted y bastante sé que las viejas son por carácter enredadoras y embusteras; pero no veo hasta ahora el modo de ganar su voluntad.
- A eso vamos: decía yo que la mujer es ambiciosa, y en el momento que crea que usted es dueño de una alhaja tan preciosa buscarán ruido al teniente, y traerán a usted en las palmas de las manos, como se hace con un hombre rico. La madre llegará hasta a indicarle a usted que le regale a Celestina el fistol; pero usted no se desprenda de él ni un instante y sólo dele esperanzas. ¿Lo entiende usted? Esperanzas nada más, porque será usted perdido si hace lo contrario, pues en cuanto considere que es ya dueña de la joya, echará a usted de su casa: siga mis instrucciones, por más raras y misteriosas que le parezcan. Fío en que cuidará el fistol como su propia vida: vea usted que es una alhaja que tengo en depósito, y que de un día a otro puede pedírmela su dueño.
El muchacho, por el deseo de ponerse el fistol, de lucirlo, y de salir airoso de su empresa, prometió todo lo que quiso el viejo, ofreciéndole que volvería pronto a darle cuenta del efecto del talismán. D. Pedro pensó muy bien que ni Celestina, ni la madre, que querían pasar por señoras, le contarían al nuevo amante nada que tuviese relación con el antiguo; y que si hablaban de él, sería para elogiarlo, y negarían a pie juntillas las relaciones amorosas que con él había tenido la muchacha; y tenía razón en esta parte, pues conocía bien el carácter de las mujeres. Si la madre se apoderaba de grado o por fuerza del fistol, entonces D. Pedro se proponía darles un golpe decisivo acusándolas de robo y metiéndolas en la cárcel; y si, por el contrario, no insistían en poseer el fistol, siempre la fama que, con tenerlo, adquiría el joven, le daba bastante derecho para visitar la casa y despertar los celos y la venganza del teniente de lanceros; en una palabra, ya puestas las cosas en el estado que hemos dicho, alguna catástrofe debía resultar, en la cual D. Pedro ganaba siempre. Para el caso en que Celestina refiere a Josesito lo relativo a D. Pedro, éste había imaginado contarle a éste mil cuentos, echarla de hombre franco, y concluir por facilitarle dinero, remedio que sabía bien que curaba las más agudas enfermedades: en resumen, D. Pedro reflexionó que en el último caso nada exponía, y que podía conseguir tal vez su objeto. ¿Quién puede asegurar, pensaba, que en un rato de furia y de celos no dará el teniente un golpe a esa mujer, que al fin es una estafadora? Como él prometía que esta maniobra tuviera un desenlace siempre favorable, sonreía a solas, y se regocijaba de ser el Meternich de esta intriga diplomática.
Pero volvamos a Josesito, quien se presentó en casa de Celestina lleno de satisfacción y de orgullo con su talismán: la madre en cuanto notó que el joven tenía en la camisa el fistol de Rugiero, suavizó un poco el seño y la voz, y comenzó a agasajar a nuestro heroe, haciéndole diversas preguntas relativas a su vida, las cuales contestó oportunamente el joven, dando a entender que era un hombre que tenía, no sólo el fistol, sino riquezas muy considerables. La madre estaba encantada con el nuevo amante, y mientras más esperanzas tenía en hacer la pesca, más procuraba ocultar todos los antecedentes de su hija, saliendo exactísimo, en esta parte, el cálculo de D. Pedro, pues la vieja ambiciosa, ni aun lo mencionó, a pesar de la viva curiosidad que tenía de saber de qué manera había adquirido el joven el fistol. Josesito se anticipó a esta curiosidad y con mucho desenfado dijo: Que el fistol que tenía en la camisa, hacía mucho tiempo que no se lo ponía, porque se lo había prestado a su amigo don Pedro.
La madre no contestó; pero echó una mirada a su hija, y lejos de continuar esta conversación, procuró desviarla. La hija, durante esta estrevista, había permanecido en silencio, y aunque Josesito le dirigía la palabra, no economizando ni las sonrisas, ni las más ardientes y apasionadas miradas, Celestina respondía con monosílabos, y una triste sonrisa aparecía en sus labios de vez en cuando. El amante estuvo verdaderamente mortificado; creía que algún cambio repentino se había efectuado en el corazón de la muchacha, y maldecía el talismán, que si bien surtió, respecto de la madre un efecto mágico, ocasionaba en la hija uno totalmente contrario; cavilaba mucho, pero no acertaba con el verdadero motivo de tal variación.
Celestina, efectivamente, había cambiado en momentos; no era la mujer ambiciosa y descarada que reclamaba el oro en pago de sus caricias, sino la joven tímida y pudorosa que siente en su pecho las dulces agitaciones del amor, y cuya imaginación está alimentada con los dorados sueños de la felicidad; amaba ya apasionadamente a Josesito, y el amor es un bautismo que borra las más grandes faltas de la vida; la mujer pecadora se presentó inocente y purificada ante Dios, porque había amado mucho. ¿Qué importan, en efecto, las más graves faltas de la vida, si un día, el alma, llena de esa luz vivísima, que se llama amor, puede reformar la educación, los sentimientos y las costumbres? Celestina, con una melancólica resignación, habría querido que un espeso velo hubiese caído sobre su vida pasada, porque temía que si su amante sabía algunas de las escenas anteriores, la despreciase; no quería hablar, porque creía que su lenguaje y que su acento no eran propios para inspirar cariño; en una palabra, se arrepentía de su vida pasada, y quería para su corazón una completa regeneración. Llena de estos generosos sentimientos, le parecía aún degradante el mirar el fistol, que poco tiempo antes habría arrancado aún por la violencia a D. Pedro, y no dejaba de estar mortificada de que la madre hiciese a Josesito algunas insinuaciones indiscretas. En estos momentos se presentó el teniente de lanceros, y echando una mirada hosca y amenazadora a Josesito, saludó groseramente a la madre y a Celestina, y entró gruñendo a otra pieza, cerrando tras sí la puerta con estrépito y coraje.
- Parece que mi presencia ha incomodado a este caballero, -dijo Josesito en voz baja.
- Es un hombre grocero, a quien ya no podemos sufrir. Pero ¿qué quiere usted? hay cosas ...
Celestina se puso primero pálida, y después encarnada como el bermellón.
En efecto, la conducta del teniente de lanceros había sido pésima; gastaba dinero en el juego, en francachelas, en paseos; este dinero lo exigía imperiosamente, y cuando se le rehusaba, amenazaba con acuchillar a Celestina, a la madre y a todo el mundo. Ruidosas disputas y altercados habían sobrevenido desde que él visitaba la casa; y la madre, por su parte, estaba resuelta a expelerlo de ella, y a cometer un atentado, dándole al bravo teniente de lanceros una buena cortada en la cara. Celestina, desde que la enamoraba Josesito, rehusaba estar a solas con el teniente, y le manifestaba una decidida aversión, lo cual tenía a nuestro hombre furioso y devorado de celos. En esta parte había surtido un buen efecto el plan de D. Pedro.
Josesito, por fin, se despidió desconsolado, y renegando del talismán; pero en la puerta, la criada, que había servido de medianera, lo detuvo.
- Señor, la niña quiere que esta noche, a las nueve, venga usted a la huerta, donde lo esperará.
- ¡Magnífico, hija mía! -dijo Josesito, -dile a tu ama que no dejaré de venir.
- A las nueve.
- A las nueve sin falta, -replicó Josesito, metiéndose mano a la bolsa, y dando un peso a la criada.
Josesito se fue contentísimo, pues la cita disipó todo su mal humor, y comenzó a creer en el poder del talismán; pensó ir a participar a D. Pedro lo ocurrido, pero resolvió concluir la aventura, y llevar consigo el fistol en la noche a todo tiesgo. Inquieto, y forjando en su mente un bellísimo mundo de ilusiones, esperó con impaciencia la hora de su venida, y a las ocho y media tomó su capa, su espada y sus dos pistolas de bolsa, y se encaminó a San Cosme, ufano y engreído, como uno de esos antiguos caballeros de las comedias de Calderón de la Barca. La noche estaba oscura, el cielo cubierto de nubes, y sólo una que otra estrella reflejaba una débil luz; el viento húmedo que soplaba del Sur, sacudía por intervalos las copas de los árboles de la alameda, la calzada de los Arcos de San Cosme estaba completamente sola; los perros callejeros ladraban, y en medio de la oscuridad se distinguía la luz de algunos balcones y ventanas que por momentos iban apagándose. Josesito tenía una imaginación exaltada, y contemplaba con cierto placer este romántico espectáculo, en el cual figuraba como principal actor, llegó frente de la casa de Celestina, y se paseó dos veces; uno de los balcones estaba abierto, y vió proyectarse, al través de la vidriera y del cortinaje de muselina, la sombra de su adorada; el corazón le latió violentamente, al oír que el reloj de San Fernando daba solemne y pausadamente las nueve de la noche.
Celestina entreabrió el balcón, y al momento Josesito, lleno de brío, se acercó.
- Celestina, aquí estoy.
- Bien, ya voy, -respondió la muchacha en voz baja;- mi madre está acabando de acostarse, y espreciso aguardar un momento; váyase usted a la puerta de la huerta, pero por Dios, que nadie lo vea.
Celestina se había retirado, pero casi al mismo momento, entreabrió de nuevo el balcón, y le dijo:
- ¿Trae usted armas?
- Sí, ¿por qué? -preguntó Josesito.
La muchacha no le respondió, sino que con mucho tiento cerró el balcón.
La luz que brillaba en la vidriera se extinguió, y quedó todo envuelto en la oscuridad y el silencio, pero pasado un cuarto de hora, la criada abrió con cautela la puerta del zaguán, se acercó a Josesito, que, embozado en su capa, estaba oculto en uno de los grandes arcos del acueducto y lo tomó de la mano.
- Venga usted, -le dijo,- pero no chiste una sola palabra, porque puede haber riesgo.
El corazón de Josesito latió un poco más fuerte, pero recobrando su valor, siguió a la criada por un costado de la casa, hasta que llegaron a una puertecita angosta que daba entrada al jardín.
- Señorita, abra usted, aquí estoy, -dijo la criada en voz baja, y acercando la boca al agujero de la cerradura.
- ¡Bendito sea Dios! -respondió otra voz por la parte de adentro.- ¿No hay nadie?
- Ninguno.
- ¿Está ahí José?
- Aquí está.
- Bien, aguarda.
Suavemente introdujo Celestina la llave en la cerradura, y abrió la puerta.
Josesito se encontró en los brazos de su querida.
La criada cerró cuidadosamente la puerta, Celestina y Josesito se encaminaron a un cenador, cubierto de madreselva, rosa, enredadera y campánulas; ninguno de los dos se atrevía a proferir una palabra, y permanecían enlazados de la cintura, mirándose mutuamente.
- ¡Si yo te hablara la verdad, -dijo Celestina lánguidamente,- me aborrecerías sin duda!
- ¿Por qué, Celestina? -le replicó Josesito.- Desde que te ví una tarde, te quise con todo mi corazón; después me han contado multitud de cosas los calaveras, que se ocupan de desacreditar a todo el mundo; pero yo no he creído nada, y te amo ahora más que el primer día.
- No quiero saber lo que te han dicho, pero cualquiera cosa que sea, puede ser cierta.
- ¡Cierta! -interrumpió Josesito, retirándose del lado de Celestina.
- ¿Lo ves? -replicó Celestina con tristeza.- De seguro me vas a aborrecer, pero no importa; estoy resuelta a contártelo todo, porque no quiero ser contigo una mujer falsa y embustera.
- Muy bien, Celestina; refiéreme todo lo que quieras; creo que en vez de aborrecerte, te amaré más, porque eres sincera y buena de corazón.
- Yo soy pobre y sin educación, -dijo Celestina,- mi madre me entregó a un viejo, que me solicitaba. Era yo niña inocente, ahora soy mujer.
Cuando Josesito oyó esta franca confesión, se le desbarató el palacio de ilusiones que había formado en su cabeza; si no creía a Celestina una niña candorosa, al menos la consideraba como una gran mujer, cuyas faltas se borraban con el mismo esplendor y lujo de su vida. ¿Quién era, pues, en realidad, su querida? Una pobre recamarera, una criada doméstica, que no sabía ni expresarse en castellano. Josesito estuvo tentado de levantarse y despedirse, pretextando alguna ocupación; pero volvió la cara, y vió que recamarera o gran señora, Celestina tenía un elegante y tornado cuello, unos labios de coral, unas manecitas pequeñas y redondas y un cutis de seda; y pensó que ya que estaba pasando los riesgos de una aventura, debía sacar todo el provecho posible.
- ¿Lo ves? -volvió a decir con amargura Celestina.- ¡Oh! yo bien sé, que para que quieran a una los hombres, es menester engañarlos; contarles siempre mentiras, y tratarlos mal, pero eso no lo había yo de hacer contigo.
Celestina se levantó, e intentaba marcharse.
- No, por ningún motivo dejaré que te vayas, Celestina, -le dijo Josesito reteniéndola suavemente:- acábame de contar tu historia, y yo te prometo hablarte con toda la franqueza de mi corazón.
- No tengo más que contarte, -dijo Celestina sentándose;- mi madre me ha hecho desgraciada, pero yo no lo sentía, porque yo no amaba a nadie; ahora sí quisiera ya que Dios me perdonara todos mis pecados, y que me hiciera olvidar lo que me ha pasado en la vida.
- ¿Pues, a quién amas ahora? -le preguntó Josesito.
Celestina no le respondió, pero estrecho fuertemente la mano del joven, y los ojos se le llenaron de lágrimas, de manera que tuvo que acudir al pañuelo.
Josesito se enterneció.
- ¡Pobre Celestina! -le dijo,- no llores, si me amas, yo también te pago con mucho amor, y además te daré todo lo que quieras, alhajas, trajes, hasta este fistol, que parece ha gustado mucho a tu madre.
- No, nada quiero,- dijo la muchacha, cambiando de tono,- todo eso me agradaba, cuando no tenía yo amor, ahora lo único que deseo, es que me quieras tú; yo no tengo la culpa de no haberte conocido antes.
- Pero dime, Celestina, ese teniente, que se me ha dicho que es tu primo, ¿qué relaciones tiene contigo?
- Ningunas, absolutamente ningunas; lo juro por la cruz de Jesucristo. No es mi primo, ni nada; mi madre lo introdujo en mi casa.
- Es decir, que tu madre dispone de tí, según le acomoda.
- Sí ... pero ahora no lo hará.
- ¿Por qué?
- Porque me mataría yo antes que consentir en que hiciera lo que hasta ahora; desde que te conocí, no pienso más que en tí, no quiero más que darte gusto, y quería yo hablarte la verdad, para ver si amabas a la pobre mujer desgraciada, pero no culpable. No, yo no soy culpable; es mi madre la que me ha perdido.
Celestina no se pudo contener; el amor le produjo un verdadero arrepentimiento, y se echó a llorar como una niña.
- Bien, Celestina, muy bien; te decía yo antes que acaso te adoraría más si me hablabas la verdad y ahora te juro que te idolatro. ¿Qué me importan tus faltas, ni tus desgracias, si ahora me amas con tan buena fe? Yo también debo decirte la verdad: no soy rico como te he hecho creer; este fistol no es mío, y no tengo más que un pobre y miserable sueldo de empleado, que tengo empeñado a los sastres, porque yo deseaba aparecer ante tus ojos como un hombre rico, para deslumbrar tu imaginación, para engañarte; pero ya te digo en este momento la verdad: yo no podría hacerte feliz por mi pobreza.
- ¡Ah! gracias a Dios, -dijo Celestina con mucha ingenuidad, y abrazando a Josesito;- yo no quiero trajes, ni alhajas. ni nada: sé coser, sé guisar, sé asear una casa, y yo podré servirte de criada, de esclava, con tal de estar a tu lado. Así haré méritos para que me quieras; y no me abandonarás nunca.
- No, nunca te abandonaré, -respondió Josesito entusiasmado: no es fácil encontrar corazones tan generosos y tan francos como el tuyo. Yo no tenía intenciones más que de pasar el tiempo, como suele decirse; pero ahora, Celestina, te confieso que te amo con todo mi corazón; y que jamás me separaré de tí.
- ¿Es posible? -dijo llena de alegría la muchacha:- soy la mujer más afortunada de la Tierra; y con el mayor placer abandonaré esta casa, este lujo, estos trajes, que no me recuerdan más que la vergüenza. ¿Si vieras cómo siento ahora mismo que tengo otros pensamientos y otras ideas que no conocía? Creía que no era necesaria la fidelidad, y que la vida podía pasarse indiferente con cualquiera clase de personas; pero ahora conozco, y creo firmemente, que es necesario no pensar más que en un solo hombre a quien obedecer en todo: ese hombre eres tú, José, y te repito que soy y seré tu esclava mientras no me abandones.
- Ven, Celestina, ven, -dijo Josesito cada vez más exaltado:- acércate junto a mí, y sígueme hablando ese lenguaje sencillo, que yo no había oído todavía: me encanta tu cara, me encanta tu voz, me encanta el fuego de tus ojos; pero más que todo, esa alma desinteresada, ese corazón, que desprecia las comodidades y el dinero por el amor. Te he dicho que no quiero engañarte, Celestina, y te lo repito: no trato de abandonarte; pero de pronto no puedo casarme contigo: mi familia participa de esas preocupaciones del mundo, y no consentiría que fueras mi mujer: así que, es necesario que yo procure allanar todas estas dificultades y porporcionarme recursos.
- ¡Casarte conmigo, José! -dijo asombrada Celestina:- eso sería mucho, y yo nunca me habría atrevido a decírtelo ... No, una mujer pobre, como yo, sin más mérito que los pecados que me han obligado a cometer, jamás puede pensar en que ningún hombre decente se case con ella. Lo que yo quiero es, que me saques del poder de mi madre, porque detesto a los amantes que ella misma me proporciona: porque si antes la indiferencia de mi corazón y la ignorancia en que vivía, me hacían soportar esta posición maldecida, hoy sería un infierno para mí ... No, José, no quiero vivir un momento más en mi casa; y te pregunté si tenías armas, y he obrado con tantas precauciones, después de lo que te he contado, porque quiero marcharme de mi casa esta misma noche, y no volverla a pisar jamás; porque no quiero ver más a ese ordinario y soez soldado, que a cada momento me amenaza con matarme, y a quien detesto con toda mi alma.
Josesito, a pesar de su entusiasmo, reflexionó que la aventura presentaba un carácter serio y que podía envolverlo en compromisos muy grandes; y no sabiendo qué responder, guardó silencio.
- ¡Oh! veo, -exclamó Celestina con despecho,- que no hay remedio para mí ... Pues bien, me marcharé sola, absolutamente sola.
Celestina se puso en pie, y se dirigió a la puerta de la huerta: Josesito, irresoluto sin saber qué partido tomar, la dejaba salir; pero cuando Celestina había puesto la mano en la llave de la puerta, Josesito se lanzó hacia ella, y la detuvo.
- ¿Dónde vas, criatura? -le dijo;- ¿por qué cuanto te he repetido que te amo, me tratas así? ... ven, siéntate, y discurramos con calma sobre la manera de hacer mejor las cosas.
Celestina obedeció con resignación; lentamente se dirigió en compañía de Josesito al asiento que hemos descrito, debajo del cenador cubierto de yedras y campánulas. El viento soplaba con más fuerza; las nubes se aglomeraban en el cielo y la lluvia comenzaba a caer. Los dos amantes se estrecharon involuntariamente el uno contra el otro.
- Sabes, José, -dijo Celestina en voz baja,- ¿que no sé por qué tengo miedo? ... pero no por eso cambio de resolución; ni por todo el oro del mundo volvería a entrar a mi casa.
- Celestina, -le contestó el amante,- es muy fuerte el paso que vas a dar: mañana este escándalo se sabrá en todo México: tu madre se presentará al Jurado, acusándome de raptor; el teniente, por otro lado, querrá vengarse y yo no sé cuantas cosas van a suceder ... Te aseguro, que mi cabeza es un volcán; y no sé qué resolución tomar.
- Tienes razón, mucha razón, -replicó la muchacha:- tú vas a sufrir mucho por mí, y yo no soy digna más que del desprecio ... ¡Ah, Dios mío! ... y sobre todo, si crees que expones tu vida, déjame, dejame sola, porque sería horrible, si te matara ese hombre por mí ... Entonces ... estoy decidida ... vete, vete, por Dios, José la noche está muy oscura, y tu casa muy lejana: yo te encomendaré a Dios y a la Virgen.
El amor propio de Josesito se exaltó entonces.
. ¡Qué! ¿me haces injuria de creerme un cobarde? No; el teniente, ni con todo su regimiento de lanceros, me asusta a mí: no temo eso, sino más bien a tu madre.
- Yo no creo que eres cobarse, José; pero amándote tanto, es natural que yo sea la que tenga miedo por tí ... Me arrepiento de todo lo que he dicho: soy una loca, una loca y nada más ... Ahora, vete sin dilación, porque la lluvia comienza a arreciar.
- ¡Marcharme! no lo imagines, Celestina; estoy decidido a llevarte conmigo, -dijo el amante lleno de orgullo;- mañana acaso el teniente habrá cometido una violencia contigo, y entonces yo quedaré burlado, y las cosas no tendrán remedio: estoy resuelto a todo por tí, que eres tan generosa. Mira, marchémonos ahora mismo; tomaremos un cuarto en la Casa de Diligencias; a las cuatro de la mañana nos metemos en un carruaje, y a las cuatro de la tarde ya estaremos en Puebla, en Querétaro, en Toluca, en Cuernavaca, en Pachuca; no importa donde: allí te dejo asegurada en alguna casa, y yo me vuelvo a México. Tu madre y el teniente no podrán adivinar de pronto dónde estás, y despues ... ya veremos. Lo que importa es que carguemos con la criada, que es la única que podía delatarnos.
Celestina, por toda contestación, buscó la mano de Josesito, y se la estrechó amorosamente.
- Para la ejecución de este plan, sólo tengo un inconveniente, -dijo Josesito;- y es que no tengo el dinero necesario en el bolsillo, y tendría necesidad de ir a mi casa.
- Eso no importa, -le respondió Celestina con alegría;- yo tengo acaso más del necesatio. Toma.
Celestina sacó una bolsita de seda llena de oro, y se la dió a Josesito.
- Bien, entonces nada nos falta.
- Nada.
- Pues vámonos, antes que el aguacero sea más fuerte.
Josesito se envolvió en su capa; tomó a Celestina del brazo, y seguidos de la criada salieron por la puerta de la huerta cerrándola con cuidado, y deslizándose como unos fantasmas, por entre las sombras que proyectaban los macizos y ruinosos arcos. En la garita, que encontraron cerrada, tuvieron que acudir a mil astucias; y la que le mejor les surtió, fue la de dar un escudo al criado, para que les abriera. Pasaron la calzadita de Buena Vista sin novedad: Celestina a cada paso, volvía la cara atemorizada, porque se le figuraba que alguno los seguía, y que conforme apretaban el paso, también el perseguidor hacía lo mismo; pero juzgando que acaso era un vano temor, no dijo nada a su compañero. Habían andado muy de prisa, y estaban demasiado fatigados; así, pasada la iglesia de San Fernando, se sentaron un momento a descansar en el quicio de una puerta.
La calle estaba completamente sola; el sereno, envuelto en su capote, dormía muy tranquilo delante de su farol, que despedía una luz opaca y dudosa. Un hombre embozado en una manga, y con un ancho sombrero jarano, pasó rozando con sus vestidos los de los dos amantes: Celestina oprimió el brazo de Josesito.
- ¿Qué es; qué sucede, celestina? -le preguntó el amante.
- Es él.
- ¿Quién?
- El teniente, -dijo Celestina.
- ¡Bien! ¿y qué tenemos con que sea el teniente? -respondió Josesito, afectando mucha confianza y seguridad.
- Nos habrá visto.
- Aunque eso sea, no debe habernos conocido.
- Vámonos, vámonos, -dijo con inquietud Celestina:- daría yo cualquiera cosa porque hubiésemos llegado a la Casa de las Diligencias.
Se pusieron en pie los dos amantes; miraron a todas partes, y no observando nada que los alarmara, siguieron su camino.
Cuando llegaron a la plazuela de San Juan de Dios el mismo bulto que le había parecido a Celestina ser el teniente, se desprendió silencioso y sombrío de la portada de la iglesia como si hubiera sido uno de los santos de piedra que salía de su nicho, y atravesó la plaza, dirigiéndose al ángulo de ella, que va a Santa Clarita.
- Será, o no, el teniente, -dijo en voz baja Josesito;- pero lo que es cierto, es que este hombre es sospechoso, y es menester prevenirse.
Josesito aflojó su espada, y sacó de su bolsillo una pistola.
- Apretemos el paso, -dijo Celestina, agarrándose fuertemente del brazo del joven.
Aligeraron el paso, y al llegar a la esquina de la Santa Veracruz tres hombres envueltos en una frazada salieron, y poniéndose al frente de Josesito, lo amagaron con unos puñales.
Josesito dió un paso atrás, y disparó la pistola, que tenía preparada, pero no dió fuego.
Celestina se desprendió al mismo tiempo del brazo del joven, le arrebató la espada y esgrimió con las dos manos terribles tajos contra los asesinos, logrando por un momento desconcertarlos.
Antes de que Josesito tuviese tiempo de sacar y preparar la otra pistola, había ya recibido una puñalada en la espalda, mientras los otros dos habían logrado asir por detrás a la muchacha, que luchaba furiosa por libertarse, exhalando de vez en cuando un gemido ahogado, que no se sabía si era de rabia o de miedo: el sereno, que como hemos dicho, estaba a poca distancia, continuaba durmiendo. Esta escena fue rapidísima: una nube sangrienta pasó por la vista de Josesito, y tuvo que apoyarse contra la pared de la esquina: cuando entreabrió los ojos, divisó entre la oscuridad, a los tres hombres que acababan de apoderarse de Celestina, y que corriendo se la llevaban en peso.
La plazuela quedó a pocos momentos solitaria y silenciosa, y el instinto de la propia conservación dió esfuerzo a Josesito para encaminarse a su casa, apoyándose en las paredes. Tocó la puerta, y como había perdido mucha sangre, apenas el portero le abrió cuando dió algunos pasos y cayó desmayado en el patio. Ya el lector puede figurarse la consternación y lágrimas de la familia de Josesito, que estaba alegrísima jugando a la lotería, cuando lo vió cubierto de sangre, y exhalando el último aliento.
Corrieron por el médico y el confesor; el primero reconoció su herida, la vendó, y declaró que no era peligrosa, y el segundo lo confesó tan luego como recobró el uso de sus sentidos, gracias a eficaces medicinas. Suponemos fundadamente que el confesor le abrió su conciencia, diciéndole la verdad, pero a la familia sólo le dijo que los ladrones lo habían asaltado.
Como hacía días que el joven no iba a casa de D. Pedro, y éste tenía curiosidad de saber el estado que guardaban sus relaciones amorosas con Celestina, al día siguiente del suceso que acabamos de referir, D. Pedro tomó su coche, y se dirigió a la casa de Josesito, que se hallaba un poco aliviado. Tan luego como dijeron al tutor lo que había pasado, manifestó gran sorpresa e indignación, y se puso pálido como la muerte, porque la primera idea que se le vino a la cabeza, fue la de que el fistol se habría perdido; hizo cuantas diligencias fueron posibles para ver al enfermo, y lo logró, haciéndole los más amplios ofrecimientos, y manifestándole mucho interés por el desgraciado acontecimiento. Después mañosamente le preguntó los pormenores de la aventura; Josesito le contó rápidamente lo más esencial ocultándole la entrevista que tuvo con la muchacha en el jardín, y la fuga que ambos habían intentado. D. Pedro aprovechó la oportunidad para hablar del fistol.
Josesito llamó a una criada; le dió una llave, y le significó que sacara la alhaja que una de sus hermana había guardado en su cómoda; la criada, con gran satisfacción de D. Pedro, ejecutó este movimiento estratégico, que dió por resultado el que a poco se volviese a presentar con la joya que en un momento creyó perdida.
Retiróse el tutor contentísimo, porque al fin no se había extraviado el fistol; pero lleno de dudas respecto a la suerte de Celestina, contra la cual iba particularmente dirigida su venganza.
- ¡Pobre muchacho! -decía al bajar la escalera;- él ha sido la víctima, pero en cuanto sane, haré su fortuna y procuraré que lo hagan escribiente primero de su oficina.
Luego que salió D. Pedro, por medio de sus viejas y agentes procuró hacer todas las indagaciones posibles, las cuales dieron por resultado, el que supiese que la noche misma en que Josesito fue herido, había desaparecido Celestina de su casa en unión de la criada, y que de ninguna de las dos había podido averiguarse el paradero. D. Pedro volvió otra vez a la casa de Josesito, para aclarar, si era posible, el misterio; pero el pobre joven había muerto ya, a resultas de su herida, contra toda la opinión de los médicos que lo asistieron, que, hasta un momento antes de morir, aseguraban que la herida no era peligrosa.
Presentación de Omar Cortés Capítulo cuadragésimo segundo
Capítulo cuadragésimo cuarto Biblioteca Virtual Antorcha