Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo tercero Capítulo cuadragésimo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO CUARTO

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EL JOROBANTE
(Baile de las clases bajas)

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El suceso que se acaba de referir no dejó entristecer al tutor, quien, a pesar de su corazón dañado, no pudo ver con indiferencia la muerte de Josesito, que, si bien era fatuo y presuntuoso, en el fondo era excelente persona. Además, su plan dominante, que era vengarse de Celestina, no se había realizado según lo había concebido, y este era otro motivo de disgusto que contrariaba su carácter extremadamente activo para hacer el mal, y que sabía saborear el placer de la venganza. Algunos días se redujo a estar sentado en el mismo sillón, donde se hallaba cuando el padre de Arturo le entregó la cajita de alhajas, sumergido en las más profundas cavilaciones, y quién sabe cuántos días más habría seguido ese sistema si una festividad de mucha boga en México, no lo hubiera sacado de su inacción. Era, como se decía, la Kalenda de D. Basilio Guerra. Nuestro personaje recibió su convite para asistir a tan solemne función; y por un momento se apartaron de su imaginación los pensamientos siniestros y fatales que lo habían preocupado desde la muerte de Josesito. Se figuró ya en el templo suntuosamente adornado, escuchando los acordes de una orquesta de profesores y las dulces notas del canto de Guadalupe Villanueva, Lola Fraunfeld y otras muchas señoritas notables por su hermosa voz y rápidos progresos en la música. Verificóse la función, y D. Pedro estrenó vestido de fino paño negro, botas de charol, sombrero de seda y pañuelo paliacate; pero lo que más llamaba la atención, era una camisa de finísimo olán batista, llena de calados y embutidos, en la que brillaba un valioso alfiler de brillantes que parecía un sol; ya se adivinará fácilmente que era el fistol de Rugiero. La función de la Kalenda se verificó en el convento de Santa Clara; la iglesia estaba adornada con un lujo difícil de encontrar en ninguna otra del mundo cristiano; y la concurrencia escogida, porque centinelas colocados en la puerta, habían impedido la entrada del populacho, permitiendo sólo la de los caballeros vestidos de frac, y la de las lindas mexicanas que tenían el elegante traje de saya y la mantilla, que va dejándose de usar. Las señoritas y jóvenes filarmónicos lucieron perfectamente, y sus melodiosas armonias llenaron las bóvedas del templo durante algunas horas. D. Pedro, al principio estuvo extasiado, no tanto con la función, cuanto con la belleza de multitud de muchachas, que ya escuchaban atentamente la música, ya rezaban con mucha devoción, o ya se decían palabras al oído, que significaban que su atención se dirigía a examinar con la rapidez y exactitud que es propia de las mujeres, los trajes de las demás. Entre estos grupos de muchachas, había una que D. Pedro moraba sólo de medio perfil y que le parecía hermosa como un serafín; sólo podía al través de los negros pliegues del velo, observar que tenía una naríz perfectamente graciosa y proporcionada, una boca pequeña y purpurina, y unas mejillas rosadas y finísimas; esta joven había concentrado toda su atención en la música; estaba a poca distancia de la orquesta, y no quitaba los ojos de los movimientos del maestro o de las cantoras. Cuando tocaban algún alegro, se notaba en su rostro la fuerte impresión que le causaba; y al contrario, las notas tristes de la música religiosa hacían que la melancolía reemplazase ese vivo sentimiento de placer; cuando esto sucedía, sus ojos se llenaban de lágrimas; los bajaba al suelo, y abriendo un libro, se ponía un momento a rezar. D. Pedro no había perdido uno solo de estos movimientos; su curiosidad era vivísima, y deseaba saber a qué familia pertenecía este ángel, pues aunque en nada era parecida esta joven a Teresa, él encontraba en ella alguna analogía, alguna semejanza, que no podía explicarse, pero que le despertaba los amargos y punzantes recuerdos de su pasión frustrada; y en ese momento se arrepentía sinceramente de haber ocasionado a su pupila tantos pesares.

En una de las veces que la joven acudió a su libro, volvió por casualidad la cara, y sus miradas se encontraron con las del viejo tutor; la muchacha fijó un momento su vista, lo recorrió con ella de arriba abajo, y con gran sorpresa se fijó en el fistol que, como hemos dicho, tenía en la camisa. Después la joven se cubrió con el velo, y D. Pedro notaba que frecuentemente volvía la cara a verlo, y creía al menos ver brillar debajo del punto y de los bordados de la mantilla los ojos de la misteriosa desconocida. Como D. Pedro había estado en pié mucho tiempo, y hacía un insoportable calor, salió un momento a respirar el aire libre; el atrio estaba lleno de jóvenes, que, como de costumbre forman tertulia y se divierten con las muchachas que entran y salen de las iglesias. A poca distancia de los concurrentes vestidos de frac o levita se hallaba un grupo de gente del pueblo, que pretendía entrar, no ya a la iglesia, sino siquiera a la puerta del atrio; pero los centinelas, con el persuasivo idioma de la fuerza trataban de dispersarlos, repartiendo a diestro y siniestro cañonazos con el fusil de que estaban armados. D. Pedro se colocó en un lugar neutro, que no pertenecía ni al que ocupaban los elegantes petimetres, ni al que, a pesar del centinela, invadía o trataba de invadir el pueblo. Unos de los jovencitos fijó la vista en el fistol; avisó a los demás, y a poco ya todo el grupo había desviado su atención de las deliciosas mujeres, que, moviéndose con garbo, haciendo crujir la seda de sus vestidos, levantándolos coquetamente para dejar a la vista un pié pulido y echándose con arte el velo sobre sus peregrinos rostros, entraban o salían al templo. Los jóvenes, pues, tenían clavados sus ojos en la magnífica alhaja, que resplandecía en el pecho del viejo.

- ¡Canario! -dijo uno de los mozalvetes,- jamás he visto en mi vida un fistol mejor que este.

- ¡Hermosa piedra!

- ¡Es un lucero!

- ¿Cuánto valdrá?

- ¡Miles de pesos, acaso!

- ¡Brillantes de ese tamaño no son comunes!

- ¿Será falso?

- De ninguna manera.

- ¿Por qué?

- Ese viejo es muy rico.

- ¿Quién es?

- ¡Toma! D. Pedro; el tutor de una interesante muchacha, que se llama Teresa.

- ¿Y qué le ha sucedido a la niña?

- Aquí estará en la iglesia.

- ¡Disparate! En la Habana, o en España; la mandó allá por unos amores que tenía con el calavera del capitán Manuel.

- ¡Viejo bribón! ¿Y por qué no los dejó casar?

- Bonito él para semejante cosa; tuvo miedo de que Manuel botara en dos por tres el dinero.

- ¡Y qué le importaba? Es menester ayudar a Manuel a que se case con Teresa.

- Caballeros, juremos por los negros ojos de nuestras queridas, que hemos de contribuir a que se case el capitán, y a mortificar a este zorro viejo, sin dejarlo descansar.

- ¡Bien! lo juramos, -respondieron todos.

- Pero, ¿dónde está el capitán?

- Creo que en el interior; pero yo me comprometo a escribirle, para que venga pronto; y si aún está en la resolución de casarse, le ayudaremos, y haremos que el viejo, no sólo le dé la muchacha, sino también el dinero.

- ¡Bueno!, ¡bueno!, ¡convenido!, sacaremos al viejo en artículos de costumbre, en periódicos, en comedias, en caricaturas, en retratos. ¡Persecución a muerte contra todos los tutores y viejos que no dejen casar a las muchachas!

- Pues yo ayudaré a todo lo que ustedes quieran, caballeros, -dijo otro;- pero si me pusieran a escoger entre Teresa y el fistol, sin vacilar, me decidiría por el fistol. Yo soy algo positivo.

- ¡Bárbaro!

- ¡Rinoceronte!

- Lo que ustedes quieran; pero ese fistol vale cincuenta o sesenta mil pesos como medio.

Todos soltaron la carcajada, y entonces D. Pedro volvió la cara, y se encontró con que todos lo miraban con atención; afectó que se mortificaba, bajo los ojos, se tapó la boca y el fistol con su pañuelo de paliacate, y se volvió a la iglesia a contemplar de hito en hito a la misteriosa desconocida.

- No vaya a ser el diablo, -dijo al entrar,- que entre esta reunión de tunos esté Arturo, o ese pillo del capitán, porque entonces no la pasaré muy bien.

- ¡Hipocretón! -dijeron los calaveras al verlo entrar;- todos estos santurrones quieren vivir en la tierra como en el cielo, y cuando se mueren, irse derechitos a la gloria. ¡Picarón!, te ajustaremos las cuentas, si no casas a la romántica Teresa con el calavera capitán.

Un leperito inteligente, de ojuelos de chispa, y a quien apenas le pintaba el bozo, estuvo abrazado de las rejas del atrio, y no perdió ni una sílaba de toda esa conversación.

Acabada la Kalenda, comenzó a salir la gente: don Pedro se fue en seguimiento de la joven misteriosa, y el leperito no perdió de vista al joven que había evaluado el fistol en sesenta mil pesos.

- Señor amo, creo que le ha gustado a su merced el fistol de ese señor viejo.

- Sí, ¿y por qué me lo preguntas? -dijo el petimetre.

- Porque yo, podría venderle a su merced otro igualito.

- ¿Tú? -le preguntó el señorito mirándolo de arriba a abajo.

- Sí, señor, yo se lo puedo vender a su merced, y muy barato, porque conozco una señora viuda que está vendiendo sus alhajas, y que tiene un fistol igualito.

- Entonces es otra cosa, veremos tu fistol.

- ¿Dónde vive su merced para llevárselo a enseñar?

El petimetre dió razón al leperito de dónde vivía, y se marchó a reunirse con otros compañeros, que lo aguardaban en la esquina.

D. Pedro, a una prudente distancia, seguía la muchacha que tanto había llamado su atención, pero cuando menos lo pensó, al voltear una esquina, se encontró con Aurora y con la madre; las saludó, y se pasaba de largo pero la señora le detuvo para preguntarle si la Kalenda había terminado.

- Hace un rato, -respondió D. Pedro.

- Entonce ya no hay que fatigarse, -dijo la madre,- las mujeres siempre llegamos tarde; esta niña tiene la culpa.

- Pues, señora, que la pase usted muy bien,- dijo D. Pedro, que miraba adelantarse a gran prisa a la muchacha a quien seguía.

- No sea usted tan violento, Sr. D. Pedro, y ya que no logramos asistir a la función, -dijo la madre de Aurora,- usted nos hará favor de contarnos lo que ha pasado. ¿Qué tal concurrencia hubo?, ¿cuántos músicos asistieron?, ¿quienes cantaron?, ¿qué tal lo hicieron?, ¿qué piezas gustaron más? ... Vamos, diga usted algo.

D. Pedro se vió agobiado con tanta pregunta, y no hubo forma de que pudiera evadirse de contestarlas. Entre tanto, la dama misteriosa había acabado de andar la calle de San José el Real, y daba vuelta por la de Plateros; D. Pedro renegaba interiormente, pero la cortesía y urbanidad le obligaron a sufrir este interrogatorio.

Así que la madre de Aurora satisfizo medianamente sy curiosidad, y se despidió de D. Pedro, diciéndole, que, puesto que por causa de la calma habitual que tenía su hija para vestirse, no había logrado asistir a la función, iba a hacer tres o cuatro visitas. D. Pedro se disponía a marchar al alcance de la dama, tan breve como sus fuerzas y su edad se lo permitían cuando fue detenido de nuevo por la señora.

- Se me olvidaba, D. Pedro, -le dijo en voz baja, y procurando que no lo oyese Aurora,- suplicar a usted que, cuando sus ocupaciones se lo permitan, vaya un momento a casa, para hablarle de asuntos de familia de suma importancia.

D. Pedro prometió ir a verla lo más pronto posible; y echó a correr, aunque en vano, pues la dama desconocida había desaparecido; anduvo y volvió a andar diversas calles, buscando la pista de aquélla como un sabueso; pero no habiéndole sido posible encontrarla, se retiró a su casa con un mal humor horrible. Volvió a sumergirse en el sillón consabido, según su costumbre, pensando ya en el modo de relacionarse con la muchacha desconocida de la Kalenda, y en los bienes de Aurora.

Pero dejemos entregado a D. Pedro a tan desconcertados pensamientos, y trasladémonos a una casa medio arruinada, situada en uno de esos lóbregos callejones del barrio de Belén: allí se hallaban reunidos seis hombres y tres mujeres del pueblo, al derredor de una sucia y desquebrajada mesa de madera en cuyo centro había una tina pequeña, pintada de azul y llena de pulque colorado, o de sangre de conejo, como vulgarmente llaman al pulque mezclado con el zumo de tuna. Los demás muebles del cuarto consistían en algunos bancos de madera blanca, igualmente desequilibrados y sucios, y en unas esteras, o petates, de Xochimilco; la pared descascarada estaba cubierta de estampas de santos, rodeadas de escuadrones y de compañías de infantería de papel recortado, y delante de toda esta infinita aglomeración de figuras, había algunos arbotantes de hoja de lata, con unas velas que ardían en la noche, no sólo con el fin de alumbrar la estancia, sino también con el de tributar culto a los santos. Uno de los hombres era el inteligente leperito de que hemos hablado, y que escuchó en la reja del atrio de Santa Clara la conversación de los jóvenes, respecto al fistol de D. Pedro; a éste lo llamaban la Culebrita. Otro, era un hombre de rostro atezado, con una cicatriz que dividía su cara de parte a parte, como divide un río una ciudad; de corta estatura, ojos hundidos, cabello abundante y negro, brazos nervudos y espaldas anchas, a éste lo llamaban el Diablo. Otro, era pálido, encanijado, de boca extremadamente grande, ojos saltones y pelo azafranado, y lo llamaban la Muerte. A otro viejo, lleno de arrugas, medio jorobado, con un parche en un ojo, y casi calvo, lo llamaban el Zorro. A otro muchacho, de cosa de catorce años, de gruesa estatura, colorado, y de fisonomía agradable, el Merengue; y a otro trigueño, de cara estúpida, de largas piernas, y pelado enteramente, el Ahualulco. A otro, finalmente, bajo de cuerpo, contrahecho, de una fisonomía irregular, de un cráneo con unos cuantos cabellos cerdozos, y una berruga debajo del ojo, lo llamaban el Zambo.

En cuanto a las mujeres, una era una muchacha de pelo negro, que caía en graciosas ondas al lado de sus mejillas, de nariz muy roma, labios gruesos y ojillos muy pequeños, pero en extremo brillantes; vestía unas enaguas de musolina azul un poco altas, calzaba un zapato negro de seda, y su cuerpo estaba graciosamente envuelto en un fino rebozo de seda, a ésta, la llamaban Pancha la Amapola. La otra era de cosa de treinta años, blanca, de proporcionadas formas, de cejas negras y arqueadas, de nariz griega y de grande boca, sombreada por un abundante bozo, y la llamaban Rita la Tranchete, y la otra mujer, era una vieja, doblada por el peso de los años, medio coja, y con una cabellera revuelta y canosa que parecía una peluca del tiempo de Luis XV, y a quién llamaban la Tía Chicharrón. Todos estos personajes bebían tragos de pulque en unos enormes vasos de vidrio de Puebla, fumaban, reían, y platicaban de asuntos demasiado graves, como va a ver el lector.

- Vamos, Culebrita, ¿qué has hecho en la función?

- ¿Qué había de hacer, si esos soldados, hijos de su madre, no dejaban arrimar más que a los catrines de futraca? Apenas me dieron tiempo de sacar estas dos mascadas.

Culebrita sacó de su sombrero un par, la una de color cacar y enteramente nueva, y la otra desteñida y llena de agujeros.

- ¡Maldita sea tu estampa! ¿y para qué cogiste esa mascada tan vieja?

- ¡Toma!, ¿qué yo adivino? El catrín que la llevaba, tenía un futraque muy bueno, y estaba vestido como un alcalde de la Diputación. ¿Quién había de creer que tenía semejante hilacha? Pero no hay cuidado, porque si no traje muchas mascadas, sí tengo muy buenas cosas que contarles.

- Habla, habla, dijeron en coro los demás.

- Pues hay un viejo muy rico.

- ¿Dónde vive? -preguntaron todos a una voz.

- Tiene un fistol de piedras ... lindo de averas; parece una estrella, y unos catrines que estaban allí dijeron que valía mucho dinero.

- Pero, ¿dónde es allí?

- ¿Pues ya no dije?, en Santa Clara: estaban platicando en el cementerio, y yo me puse a oir todo.

- Pero, ¿dónde vive el viejo?

- En la calle de ...

Culebrita se acercó al oido de cada uno, y les dijo algunas palabras.

- ¡Cabal! -dijeron todos sonando las manos; este muchacho lo entiende, y vamos a rodear la casa desde hoy.

Lo que llaman los macutenos rodear la casa, es observar quién entra y quién sale, cuántos viven en ella, las puertas que tiene, sus cerraduras, etc., etc.

Echáronse a pechos unos vasos de pulque, y comenzaron a disponer su plan de ataque. Culebrita se vistió una chaqueta y un pantalón azul con sus insignias encarnadas; era un lacayo. El Diablo cogió un mecapal, y se puso un mandil blanco; era un cargador. La Muerte se vistió una rota casaca de soldado, tomó una muleta y se vendó la cabeza; era un soldado recién herido, y a quien su capitán no daba prest en el cuartel. El Zorro se cubrió completamente un ojo con un parche, se envolvió las piernas con muchos trapos sangrientos, y tomó un perrito blanco que lo guiara, y un bordón; era limosnero. El Merengue se puso un sombrerito jarano y su sábana blanca, y se apoderó de un cajón de pepitorias y calabazetes; era dulcero. Ahualulco se puso un casquete y una pechera de cuero, y tomó su chochocol y su cántaro; era un aguador: y Amapola se metió a otro cuarto, se puso una enaguas negras que le arrastraban, unos grandes zapatos de cordován, y un rebozo ordinario de algodón, deshizo las onditas de su cabello, se lo alzó detrás de las orejas, y en su cuello, cubierto con un pañuelo grasiento, dejó ver un rosarion de cuentas gordas.

Rita, por el contrario, se puso más lujosa, y procuró realzar los atractivos de su grande y esbelta persona, poniéndose unas limpias enaguas de musolina, que dejaban asomar lo que llaman puntas enchiladas, un elegante rebozo de seda, que manejaba con garbo, y unos zapatos blancos de raso, que opimían su gordo y pequeño pié; ataviados así nuestros personajes, salieron a la calle, y prometieron juntarse a los tres días.

Al siguiente día de esta escena, un muchacho dulcero, burlando la vigilancia del portero, subió la escalera de la casa de D. Pedro, y se introdujo hasta la cocina.

- ¡Niñas, a los buenos dulces! -dijo a las criadas.

- ¡Afuera, muchacho! -gritó la cocinera,- ¡no se compran dulces aquí! ...

- No se incomode, chula, -dijo el muchacho con voz melosa, acercándose a la cocinera,- yo soy un pobre muchacho, que hago mi diligencia. Mire, tengo alfajores, calabazates, merengues, yemitas de huevo, almendras ...

La cocinera, que oyó que el muchacho la llamaba chula, y observando que tenía una fisonomía rolliza y fresca, dulcificó su voz, y desviando su atención de las cazuelas y ollas que estaban en las hornillas:

- Vaya, -le dijo,- sólo porque traes almendras, que me gustan mucho, te sufro.

El pícaro muchacho,que observó que la cocinera no tenía ni un solo diente, y que con esta falta era difícil que pudiera gustar de las almendras, soltó una carcajada.

- ¿De qué te ríes, condenado muchacho?

- Pues ... de nada, niña, -respondió el muchacho,- sino que estoy muy alegre, porque es el primer medio que vendo.

- Un real será, -dijo la vieja, haciéndole un cariñito al muchacho,- un real, ¿lo oyes? Dame dos alcatraces de almendras.

El muchacho, acercándose a la vieja, y pasándole la mano por la cintura, le entregó los dos alcatraces.

- ¡Arre! ¡atrevidote! ¿Te figuras que soy una de esas arañas de la calle? -dijo la vieja, dándole un amoroso pellizco en el muslo.

El muchacho hizo una pirueta, y derribó con su cuerpo el cajón de dulces, que había colocado en la esquina de la mesa donde se picaba la verdura.

- ¿Ya lo ve usted, niña?, ya por usted tiré el cajón, y se me han quebrado los dulces, -exclamó el picaruelo, haciendo pucheros y casi llorando.

- ¡Válgame San Cristobal!, ¡y qué desgracia! -dijo la vieja.- ¡Pobrecito de tí, criatura! Deja, deja; yo te ayudaré a recoger tus dulces. ¡Dorotea! ¡Agustina! ¡Francisca!, ¡vengan a ayudarme a recoger los dulces de este pobre muchacho!

Las demás criadas vinieron al llamamiento de la cocinera, y exhalando también dolorosas exclamaciones de compasión por el desastre acaecido, se pusieron a recoger los dulces esparcidos por el suelo; el maligno muchacho se sonreía, y escudriñaba con atención la azotehuela y las entradas de la casa.

Por mucho cuidado que pusieron las criadas en restablecer el orden en el cajón de los dulces, siempre resultó gran detrimento; así es, que para indemnizarlo, convinieron en darle de almorzar, lo que hizo el dulcero con voraz apetito, teniendo el tiempo necesario, mientras le preparaban los guisados, de medir con los ojos la altura de la azotea e informarse con maña de las horas en que cerraban y abrían las puertas; de la calidad de las llaves y de la solidez y resistencia de las trancas. Pasadas todas estas escenas, el dulcero se retiró, quedándose ya de marchante, para surtir diariamente la mesa de yemitas, pues, según la cocinera decía, agradaban mucho a su amo el Sr. D. Pedro, y era el único placer que tenía un hombre tan medido y arreglado como él.

A poco de haber salido el dulcero, se presentó una mujer vestida de luto, y con un semblante en que se veían pintadas la aflicción y la angustia, lejos de tratar, como el dulcero, de burlar la vigilancia del portero, se acercó a la puerta, y con voz humilde preguntó si podría hablar dos palabras de mucha inportancia al señor D. Antonio.

- Aquí no hay ningún Antonio, -le contestó el portero,- mi amo se llama D. Pedro.

- Es verdad, -replicó la enlutada con voz doliente,- el pesar me ha hecho perder hasta la memoria; ya sabía yo que se llamaba D. Pedro. Ruego a usted, por el Sagrado Corazón de María, que le diga que una pobre mujer necesita hablarle.

- Está almorzando, señora, -dijo el portero algo compadecido,- pero en cuanto acabe, le avisaré.

- Está muy bien, señor, y Dios se lo ha de pagar a usted. Aguardaré aquí.

La enlutada se sentó en un banco de piedra del zaguán, desde donde podía observar perfectamente la localidad, y los recursos con que, en caso de un ataque, se podría defender el portero.

D. Pedro, en efecto, estaba almorzando los desperdicios del muchacho dulcero.

Larga media hora aguardó la enlutada con una paciencia admirable; pero todas las cosas de este mundo tienen fin, y lo tuvo el almuerzo de D. Pedro; el portero bajó con la plausible noticia de que el Sr. D. Pedro, que era muy caritativo con los pobres, consentía en recibir a la enlutada. Subió ésta: atravesó la asistencia, dos recámaras, un gabinete de tocador, y fnalmente, se halló delante de D. Pedro, que se hallaba sentado en su poltrona. Al pasar por las piezas dichas, la enlutada examinó con atención los muebles, deteniendo su vista, especialmente en las cómodas y roperos, algunos de los cuales tenían las llaves puestas.

- ¿Qué quieres?, ¿para qué me necesitas? -dijo D. Pedro con sequedad.

- Señor, sé que su merced es un hombre muy caritativo, y que hace siempre muchos beneficios a los pobres; yo soy una pobre muchacha, que acaba de quedar huérfana, pues que ayer se murió mi madre, y he tenido que empeñar toda mi ropa, para pagar el entierro al señor cura.

Cuando D. Pedro oyó decir muchacha, levantó la vista, y entonces la enlutada, por medio de un movimiento muy natural, y que parecía obra de la casualidad, se descubrió para taparse inmediatamente, y el viejo pudo notar, que la adolorida enlutada tenía una cara, si no hermosa, al menos fresca, y además un pecho como el de Lucrecia, mal encubierto con una limpia camisa de lino; don Pedro, pues, se removió en la silla; fijó sus ojos en la muchacha, y con voz mucho más suave, dijo:

- Vamos, siéntate, hija mía, -le dijo,- ¿en qué te puedo servir?

Como la enlutada tenía vergüenza de sentarse, don Pedro la tomó de la mano, y la obligó a que se sentase.

- Pues, señor, -dijo la muchacha,- yo no quisiera gravar a ningún señor, sino mantenerme con mi trabajo; y así, yo venía a ver si usted me podía ocupar de costurera; le daré papel de conocimiento, porque yo me he mantenido siempre de coser ajeno.

Tan luego como D. Pedro oyó que la muchacha trataba de emplearse de costurera, los ojos le bailaron de alegría.

- No, no tengo inconveniente, -dijo,- en que te quedes; pero ahora tengo costurera ... por más señas que es una vieja regañona, que necesita de ponerse anteojos para dobladillar un pañuelo y tiene disgustadas a las demás criadas. ¿Qué tal coses tú?

- ¿Qué quiere usted que diga yo, señor? ... mal; pero procuraré dar gusto.

- ¡Bien! -dijo D. Pedro ...- dentro de tres días puedes venirte, y traer tu baul y tu cama. ¿Dónde vives?

- Señor, muy lejos; en la calle de la Quemada, en un cuarto de una casa de vecindad.

- Entonces será mejor que vivas aquí.

- ¡Dios bendiga a usted tan caritativo! -dijo la muchacha, bajando los ojos y dejando caer el rebozo de manera que quedase un poco descubierto su seno.

- Tendrás necesidad de algo, supuesto que dices que se murió tu madre y que no tienes ropa ... vaya, toma, toma para que te vistas decentemente.

Mientras esto decía el viejo, abrió un escritorio y sacó diez pesos, que puso en manos de la enlutada; ésta pudo notar que había algunos montones de onzas y curiosas cajitas, que suponía contendrían alhajas, y en algunas de las cuales estaría el fistol, puesto que D. Pedro no lo tenía prendido en la camisa; la enlutada, que era Pancha la Amapola, se retiró prometiendo que vendría a los tres días.

D. Pedro volvió a sumergirse en el sillón, regocijándose de la brillante adquisición que había hecho de una tan buena costurera.

A poco de haber salido Pancha, el portero avisó a don Pedro que un muchacho de muy buena facha buscaba destino de lacayo.

- No; la paso bien sin lacayo; que se marche a otra parte.

- Señor, -le dijo el portero,- vea su merced que el coche está muy sucio; y que además, como las mulas están muy sobradas, un día puede sucederle a su merced una desgracia; el muchacho no parece malo; véalo su merced.

- Vaya, que suba.

El lacayo se presentó a poco.

- ¿Dónde has servido tú? -le dijo D. Pedro con voz áspera.

- Señor, -contestó el lacayo, alisando su somprero,- he servido en casa del Sr. Lombardo y en casa del señor Fagoaga, y en varias otras casas.

- ¿Tienes papel de conocimiento?

- Sí, señor; lo traeré, si su merced gusta.

- Doy ocho pesos cada mes y la comida; las obligaciones son, tener el coche muy limpio, cuidar las mulas, y hacer los mandados que se ofrezcan.

- Su merced verá mi modo de servir; y si su merced está contento, entonces me quedaré; si no, buscaré acomodo.

- Bien, por ahora vete; mañana podrás traer papel de conocimiento, y recibirte de las guarniciones y del coche.

Culebrita se despidió, haciendo cumplidas reverencias a su nuevo amo, el cual volvió a hundirse en la consabida poltrona.

- ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar, y los dulces nombres de Jesús, María y José! Señores amos y caritativos, tengan piedad de un pobre ciego, y denle un poquito de caldo, o un mendrugo de pan.

Como esta arenga era en una voz gangoza y fuerte, llegó hasta D. Pedro, quien tiró del cordón de la campanilla.

- ¿Qué diablos de chillidos son esos, que me rompen el tímpano del oído? -dijo luego que se presentó una criada.

- Es un pobre limosnero, que pide un poco de caldo.

- ¿Y no he dicho que den a los pobres todo lo que sobre en la cocina? Nunca se han de cumplir mis órdenes, y han de hacer los criados su santa voluntad. En el acto, que suba ese pobre, y que coma hasta que satisfaga su necesidad; después le darás este real; pero vuela, por Dios, porque la voz de ese hombre me impacienta.

En efecto, el ciego continuaba sin interrupción invocando a todos los santos del cielo. La criada corrió, detuvo al ciego en lo más fervoroso de sus súplicas y lo subió al pasadizo del corredor, con el objeto de darle de comer; D. Pedro, con el fin de conservar la reputación de virtud, socorría a todos los pobres que acudían a la casa.

El ciego subió la escalera, conducido por la criada y guiado por el perrito, y en un pasadizo inmediato a la cocina se sentó a esperar que le sacaran su comida. Al entrar, midió con los pasos la distancia del zaguán al pié de la escalera; al subir, contó los escalones de uno en uno; y mientras que las criadas estaban en la cocina, en unos trozos de cera estampó los agujeros de las cerraduras de algunas puertas, y contó las macetas y los fierros del balcón, examinando su solidez, para el caso de que fuese necesario fijar una reata o una escala. Las criadas le dieron una parte de las sobras, que comió con gran apetito, y se retiró bendiciendo al amo de la casa y a las buenas niñas que le habían dado de comer.

Casi al mismo tiempo que el ciego salía de la casa de D. Pedro, se presentó una china, echando unos meneos y gastando un taco y un desparpajo, que parecía la dueña de la casa.

- Ande, compadre, prontito, avísele a su amo que aquí lo busca una señora, y que tiene un asunto urgente.

El portero, quizá fascinado con el esmero y riqueza con que la china estaba vestida, o creyendo que eran secretitos de su amo, a quien no dejaban de buscar con frecuencia muchachas, obedeció; y corriendo, subió a avisarle y darle las señas de la nueva visita, diciendo:

- Ya van dos que buscan hoy a mi amo, y ésta parece de mejor genio que la enlutada.

- ¡Caramba! -dijo D. Pedro, entreabriendo los ojos, y observando que el portero estaba de pié delante de él.

- Señor, -murmuró el portero,- busca usted otra ...

- ¿Otra qué? pícaro, -gruñó D. Pedro.

- Otra señora.

- ¿Otra señora? ¿Y qué señas tiene?

El portero se mordía las uñas, y meneaba la cabeza.

- ¿Qué quiere, y qué señas tiene?, te preguntó, -repitió D. Pedro.

- Pues quiere hablar con su merced; y dice que tiene un asunto.

- ¿Y qué señas tiene? -repitió D. Pedro.

- Pues es una señora alta, muy bien vestida y bonita, y muy guapetona.

- ¡Bien, que suba, que suba!, y si alguno me busca, dí que no estoy en casa; que he salido.

- Tenía yo razón en decir que a mi amo le gustan estas visitas.

La china subió llenando la escalera con su garbo y meneos: apenas saludó a las criadas que salieron a abrirle; y pisando recio las alfombras, se introdujo en el Sancta Sanctorum de D. Pedro.

- Siéntese usted, niña; siéntese usted, y vea en qué puedo servirla, -dijo D. Pedro en cuanto vió entrar a la muchacha.

- Señor, usted ha de dispensar tanta confianza; pero yo tengo el honor de conocer a usted por su buen corazón, y sé que nadie que viene a pedirle un favor, se va desconsolado.

La china se sentó en un sofá, ocupándolo todo con el vuelo de su limpísimo traje, y dejando descubiertos sus dos pies, calzados con un zapato blanco.

D. Pedro lanzó un suspiro, porque se le vino a la memoria su querida Celestina.

- Pues señor, yo soy una mujer honrada, -continuó la china,- que vivo de mi trabajo; y como han vendido la casa donde yo vivía, quiero una fianza, para tomar una casita que está situada detrás de ésta.

- ¡Una fianza! -dijo D. Pedro, mirando fijamente a la china, y asombrado de su sangre fría.

- Sí, señor, una fianza, -repitió con firmeza la china.- ¿Qué le cuesta a un señor rico, fiar a una pobre mujer? Son doce pesos cada mes, y creo que con mi trabajo los podré pagar.

- Pero, niña, yo no he visto a usted nunca, ni la conozco.

- ¡Vaya!, y qué ¿se necesita conocer a las gentes, para fiarlas en una ratería? Siéntese usted aquí junto de mí, y platicaremos: acaso soy mejor que algunas gentes que conoce usted.

La china tomó a D. Pedro de la mano, y de un tirón lo hizo sentar a su lado; el viejo, como un imbécil, se dejó arrastrar por la china, y sólo la veía con unos ojos espantados.

- Conque me fiará usted, señor, ¿no es verdad? Creo que si yo quisiera, no me faltarían muchos fiadores ... pero una mujer honrada no debe sino buscar a los señores buenos; y usted es muy bueno: escriba usted la fianza, que tengo mucho que hacer.

La china bailó sus ojos ante D. Pedro de una manera tan seductora, que éste no pudo resistir; y fascinado, se levantó; abrió el escritorio y comenzó a poner la fianza: al llegar al nombre de la china, D. Pedro se detuvo.

- ¿Cómo es el nombre de usted? -le preguntó.

- Matiana, bien mío, -respondió la china.

D. Pedro escribió el nombre; y concluído el papel lo puso en manos de tan singular mujer.

- Dios se lo ha de pagar, vida mía, -dijo levantándose con garbo, y tendiendo la mano a D. Pedro, quien sin ninguna resistencia dejó estrechar sus dedos largos y nerviosos, por la mano redonda y suave de su protegida.

- Número 12, vivienda principal, bien mío, -le dijo la china, abriendo la puerta para salir:- no deje usted de ir a visitarme cuando pueda.

D. Pedro le hizo mil carabanas y mudos cumplimientos, y la china bajó la escalera con tanto aire y orgullo, como si fuera la dueña de la casa. El portero, al salir, la saludó con mucho respeto, y las criadas salieron a espiarla por entre las macetas del corredor.

Cuando salía la china, entraba un cargador con dos talegas llenas de pesos en las espaldas y una carta en la mano.

- ¡Alabado sea Dios! -dijo;- ¿está en casa el amo señor D. Pedro.

- ¿De dónde viene? .le preguntó el portero.

- De casa de mi amo el alemán de la calle de Capuchinas, que le manda este dinero a mi amo el señor D. Pedro: ande listo, amigo, porque la carga es pesadita, y vengo de prisa.

El cargador, que era hombre de rostro atezado, en el cual tenía una cicatriz, sudaba con abundancia.

- Suba, suba, que en recibir no hay engaño, -dijo el portero.- Vamos, vaya adelante.

El cargador subió, y el portero detrás de él.

- Señor, trae un cargador un dinero y esta carta para usted, -dijo el portero, abriendo la puerta del gabinete de D. Pedro.

- ¡Con mil diablos! -dijo éste,- que parece que hoy se ha conjurado todo el mundo contra mí: limosneros, lacayos, costureras, chinas, cargadores, todo el mundo tiene hoy empeño en mortificarme, y me será imposible ir a la casa de la madre de Aurora.

- Pero señor, ya ve su merced, trae dos talegas de pesos.

- ¿Dos talegas dices? Venga esa carta.

D. Pedro tomó la carta, y la leyó rápidamente.

- ¡Ah! sí, -dijo entre dientes;- el tercio vencido de la hacienda de Santa Bárbara. ¡Qué tontuela fue esta loca de Teresa! -y luego dirigiéndose al portero:

- ¿Qué haces ahí, salvaje?, dí a ese cargador que entre, y descargue el dinero. ¿Viene sólo?

- Solo, absolutamente.

- ¡Cosa rara! -dijo entre sí D. Pedro,- que haya un cargador tan hombre de bien a quien fien dos talegas de pesos; pero eso no es de mi cuenta.

D. Pedro recibió el dinero, lo contó, lo reconoció delante del cargador; y concluida la operación, otorgó un recibo provisional, y gratificó con un peso al cargador.

- Toma, -le dijo despidiéndolo,- para que te enseñes a ser hombre de bien.

Los lectores habrán reconocido en estos diversos personajes a los mismos que se reunieron en la casa arruinada del barrio de Belén.

A los dos días, Culebrita desempeñaba a satisfacción las funciones de lacayo; Amapola cosía con menudas puntadas unas camisas de holanda, y Merengue llevaba con gran exactitud una docena de yemitas, que el tutor saboreaba a la hora de comer. Rita la China vivía tranquila y honestamente en una vivienda situada a la espalda de la casa de D. Pedro, quien se había atrevido a hacerle una visita, que medio le había trastornado la cabeza, porque, aunque la China no tenía educación, estaba dotada de un talento, de una amabilidad y de una gracia naturales, que volvían el juicio del viejo, quien ya con esto comenzaba a olvidar la catástrofe de Celestina.

Como D. Pedro era hombre que se ocupaba en muchas cosas a la vez, estaba meditando un plan de ataque, que le diera por resultado, o hacerse el apoderado de Aurora, y obligarla a profesar en un convento de religiosas, o casarse con ella ... Sí, casarse con ella, aunque el lector se asombre; porque D. Pedro, en primer lugar, no se creía tan feo, y en segundo consideraba que el talento suple a la belleza, y que él, a fuerza de talento, podía conquistar a una muchacha de la clase de Aurora. Como no había podido concertar en su cabeza perfectamente esta intriga, no se había resuelto a ir a la casa de aquélla, y permanecía sumido en el eterno sillón, meditando sus planes en los momentos que no estaba ocupado en los diversos negocios que gravitaban sobre él, a consecuencia del manejo del cuantioso caudal de Teresa.

Una noche se acostó lleno de ilusiones: había ya dado algunos pasos; había hecho combinaciones tras de combinaciones y habia calculado, supuesto el conocimiento que creía tener del corazón humano, pensabam en fin, que su obra podía estar enteramente concluida con una poca de más meditación. De antemano su imaginación exaltada le presentaba los goces que iba a tener, ya satisfaciendo un poco más se desenfrenada avaricia, o ya gozando de la posesión de una hermosa muchacha. Arrullado con estas doradas, aunque quiméricas ilusiones, iba cerrando los ojos, y gozando de esa deliciosa fruición que es precursora del sueño, cuando escuchó pasos en la azotea: sobresaltado se incorporó, y poniéndose una mano en el oído, y comprimiendo con la otra los latidos del corazón, se puso a escuchar.

- ¡Vaya! -dijo más tranquilo después de un rato;- será aprehensión mía, o los malditos gatos, que corren toda la noche por las azoteas.

Volvióse a dejar caer en sus mullidos almohadones; se apretujó entre sus sábanas de holanda; rezó un Padre Nuestro; se persignó tres o cuatro veces, y apagó la vela.

D. Pedro, como todos los malvados, era extremadamente supersticioso, y tenía un terror pánico a la muerte. Los pasos en la azotea volvieron a oirse.

- No me cabe duda, -dijo en voz baja,- son los gatos, los condenados gatos, que se han empeñado en desvelarme: los pasos de un hombre no podían ser tan suaves.

D. Pedro cerró los ojos, y tratando de engañarse a sí mismo, entreabrió la boca y comenzó a roncar.

A poco, se escuchó un ruido muy fuerte, como si hubiese caído de la azotea una enorme piedra: D. Pedro dió un salto en su lecho.

- ¡Diablo! esto es ya muy serio ... ¡Ese ruido! ...

Volvió de nuevo a tomar su primitiva posición, es decir, a ponerse una mano en el oído y otra en el corazón.

- Sin duda que mis nervios están irritados esta noche, -dijo después de un momento:- este ruido es el que todas las noches hacen las mulas en la caballeriza, y que se ha aumentado desde que trajeron de la hacienda ese maldito macho prieto.

Las mulas en ese mismo momento se alborotaban en la caballeriza, y D. Pedro se tranquilizó completamente.

- Está visto, -dijo envolviéndose de nuevo en las sábanas,- que los gatos y las mulas se han empeñado en no dejarme dormir esta noche. Sea por Dios.

Hubo un gran rato de silencio y de tranquilidad, y D. Pedro iba logrando conciliar el sueño, cuando escuchó un rechinido, le pareció que metían la llave en una puerta, y que abrían con precaución y tiento otra.

- ¡Oh! -exclamó dolorosamente;- en esta vez no me equivoco, -dijo levantándose, y procurando encender un cerillo:- son ladrones, ladrones, y están ya dentro de la casa.

D. Pedro quiso gritar; quiso saltar de la cama, y correr al balcón a llamar a los serenos; estregó más de veinte fósforos, pero nada podía hacer, porque temblaba como un azogado. Logró al fin prender uno, y encender la vela, y pudo escuchar algunos gritos comprimidos de las criadas, los pasos de los ladrones y la violencia con que forzaban las vidrieras: el alma casi estuvo próxima a abandonar el cuerpo del viejo tutor. Puso la vela en la mesa de noche; echó fuera de la cama un par de piernas más delgadas que las del ingenioso hidalgo de la Mancha, y al querer ponerse en pie, las fuerzas le faltaron. A ese mismo tiempo la vidriera de su alcoba se abrió, y se presentaron media docena de hombres enmascarados y armados de puñales: uno que venía delante, traía una luz en una mano y una pistola en la otra: en cuanto D. Pedro los vió, un calosfrío recorrió su cuerpo, y abandonando las ropas de la cama, que medio lo cubrían, cayó de rodillas en el suelo, enclavijando las manos, y pidiendo misericordia a los ladrones.

- ¡Eh! levántese, viejo mentecato, -dijo uno de ellos, dándole con el pie;- déjese de cuentos y de lágrimas de mujer, y venga la llave donde tiene las alhajas y el fistol que traía puesto en la camisa el día que hicieron los catrines la función en la iglesia de Santa Clara.

D. Pedro se puso todavía más pálido de lo que estaba y con voz temblorosa, respondió:

- Señores, yo les daré a ustedes dinero y todo lo que quieran; pero yo no tengo alhajas, ni ese fistol era mío; ya lo tiene su dueño; se los juro por Dios.

- Calle el jijo de su madre, -dijo el que tenía la luz;- no jure en vano, porque Dios lo ha de castigar; levántese, y venga a darnos la llave, que nosotros le diremos donde están las alhajas y el fistol.

- Señores, tengan piedad de un pobre viejo ...

- ¡Silencio! -dijo otro,- y levántese.

Dos de los ladrones lo tomaron del brazo, en cuerpo de patrulla lo llevaron hasta el gabinete, y poniéndolo delante del escritorio, le dijeron:

- Dentro está una cajita de alhajas, y allí también debe estar el fistol. Abra, pues, o si no, lo matamos.

D. Pedro sintió la punta helada de un puñal que uno de los ladrones apoyaba contra su corazón.

- ¡Por Dios! ¡misericordia! -exclamó;- voy a abrir; la llave está debajo de mi almohada.

Un ladrón corrió a buscar la llave, y volvió con ella al momento.

- Abra, viejo sin vergüenza, -dijo el que fungía de capitán.

D. Pedro obedeció y abrió el escritorio.

- ¡Fregón! -le dijeron,- ¿pues por qué negaba que tenía las alhajas? Abra esa cajita.

D. Pedro obedeció de la misma manera, y abrió la cajita: los ladrones se agolparon atropellándose, y multitud de manos se tropezaban por sacar las joyas.

- ¡Eh! orden, canalla, -dijo el comandante;- despacio lo veremos todo, que al fin naiden nos corre.

Los ladrones obedecieron, y entonces el capitán dijo:

- El viejo que saque por su propia mano las baratijas.

Redeáronse los ladrones de D. Pedro, y éste con una mano trémula, comenzó a sacar alhajas y a ponerlas sobre la mesa. Rosarios de perlas y corales, un hermoso aderezo de esmeraldas, hilos de margaritas, pulseras, cadenas y flores de oro, cintillos de esmalte y de rubíes, camafeos de Italia y aretes de China; en fin, multitud de primores del mejor gusto y de la última moda, porque todas esas preciosidades habían sido mandadas hacer expresamente en Berlín, en París, en Florencia y en Viena; y ya se sabe cuántos adelantamientos ha hecho el arte de platería; tales eran la alhajas que D. Pedro sacó, y que no eran otras que las de Arturo, que el viejo tutor recibió en depósito. En el fondo de la caja había otra cajita pequeña de color verde, que D. Pedro no se atrevía a sacar.

- ¡Grandísimo pícaro! ¿no decía que no tenía el fistol? Saque pronto esa cajita, y enséñenos lo que tiene dentro o yo le saco las tripas de un belducazo.

Más trémulo D. Pedro que antes, tuvo que sacar la cajita, abrirla, y enseñar el fistol a los macutenos. Apenas D. Pedro acercó el fistol a la vela, cuando muchos de los ladrones tuvieron que taparse los ojos, y exclamaron:

- ¡Oh!- ¡lindo, lindo! parece un sol.

El capitán arrebató de la mano de D. Pedro el fistol; cerró la cajita, y se la guardó en la bolsa de unas calzoneras de verano que tenía puestas; los otros ladrones lo miraron con desconfianza, y se hablaron en secreto.

Las demás alhajas las guardaron en su caja, de la cual se apoderó otro de los ladrones.

- ¡Ahora, -dijo el capitán,- venga el oro!

- ¿Oro? ... -dijo con voz lastimera el tutor.

- Sí, oro queremos, viejo avariento; abra el cajoncito izquierdo del escritorio; debajo de él hay un resorte, y moviéndose se descubre un secreto; ahí tienes las onzas, sácalas, o te echamos a la otra vida.

D. Pedro abría la boca, no sabía cómo los ladrones estaban en secretos tan íntimos que sólo él conocía.

Tuvo, pues, que conformarse, y ejecutando al pie de la letra la indicación del capitán de los ladrones, sacó del secreto cerca de trescientas onzas de oro, que los ladrones se repartieron a puños, echándolas en sus bolsillos o envolviéndolas en la faja de la cintura.

- Ahora necesitamos una poca de plata, tú tienes bastante, y no te la quitaremos toda.

- Señores ... caballeros ... amigos ... no tengo más plata que tres o cuatro pesos, que habrá en el bolsillo de mi chaleco; tomadlos, si queréis.

El capitán de los ladrones echó una estrepitosa carcajada que hizo estremecer al tutor.

- Quiten esa mujer encuerada, -dijo el capitán.

Los ladrones obedecieron, y descolgaron un gran cuadro italiano, que representaba a Psiquis y Cupido.

- Señores: por el amor de Dios, les pido que no me toquen ni me maltraten ese cuadro. ¿Qué lograrán con esto?

- Ca ... nalla ... -le dijo el capitán, dándole un manazo en la cabeza;- detrás de ese cuadro hay una puertita, y en el hueco de la pared está el dinero en plata; toda esta pared está hueca.

El ladrón golpeó con una llave diversos puntos de la pared, y en efecto, sonaba a hueco; pero por más que registraban con la luz, no atinaban con el secreto.

- Con todos los diablos, -dijo otro ladrón, que si no abre pronto, lo matamos; y si encontramos el secreto, lo enterramos con su dinero. Aprisa, que se nos hace tarde.

D. Pedro, maquinalmente pasó la mano por una parte de la pared, y saltó una puertecilla, que dejaba ver que en efecto los ladrones no se habían equivocado, y que había detrás de la pared la capacidad suficiente para guardar algunas talegas de pesos.

Los ladrones, sin manifestar asombro, sacaron un par de talegas de pesos, y a granel, como suele decirse, comenzaron a llenarse las bolsas.

Terminado el saqueo obligaron a D. Pedro a que cerrara y pusiera el cuadro de la mujer encuerada en su lugar.

- Oiga bien lo que vamos a decir; mañana a las oraciones ha de venir uno de nosotros por otras dos talegas de pesos. ¡Pobre de tí si lo denuncias, o haces que vengan esos cuicos de la Diputación a cogernos, porque no dilatarás tres días en morir cosido a puñaladas.

D. Pedro juró por todos los santos del cielo, que no diría a nadie una palabra, y que entregaría religiosamente los dos mil pesos. Después de concluída esta operación todavía registraron los demás roperos de la casa; escogieron las cosas de más valor, e indicando el lugar donde se hallaban, lo cual convenció a D. Pedro, de que los ladrones sabían mucho mejor que él mismo, todos los secretos de la casa. Luego que hubieron concluido el registro, sacaron del armario del comedor, botellas de Champaña y Borgoña, un excelente queso, y comenzaron a comer y a beber, en la misma recámara de don Pedro, recostándose en los ricos sofás de brocado.

- Ahora, para castigar tus embusterías, viejo maldito, -le dijo el capitán,- mientras que nosotros descansamos y bebemos, es menester que nos bailes el jorobante.

- Pero, señores, -dijo D. Pedro,- esta es una crueldad inútil; ya ven que les he dado gusto, y que se llevan todo lo que tengo.

- ¡Iz que nos ha dado gusto! -dijeron los ladrones, soltando una carcajada;- ya quisiera vernos ahorcados en la plaza mayor.

- El ¡jorobante! -dijo el capitán.

- El ¡jorobante! -repitieron todos.

- ¡Que se quite los calzoncillos blancos! -dijo uno.

- ¡Fuera los calzones blancos! -repitieron los demás.

D. Pedro se arrodilló; suplicó, prometió darles más dinero, pero no hubo remedio. Como el Champaña había producido algún efecto, los ladrones querían absolutamente ver bailar el jorobante; uno de ellos acertó a encontrar en un rincón un chicote, que usaba D. Pedro, cuando montaba a caballo, y apoderándose de él, dijo:

- Ya verán si obedece o no; vamos, viejo, quítate los calzones.

D. Pedro se resistía, pero el bandido le aplicó un latigazo en las espaldas, que lo hizo retroceder como culebra; y ya sin demora, se quitó los calzoncillos blancos; los ladrones soltaron la carcajada al ver la ridícula figura de D. Pedro.

Me-ra-men-te ... jo-ro-ban-te.
Me-ra-men-te ... jo-ro-ban-te.

Los ladrones entonaban esta canción, y acompañaban la cadencia con palmadas; D. Pedro procuraba bailar de la manera más graciosa posible, y cuando desmayaba un poco, un buen azote lo hacia continuar con más brío. Así que se cansaron de burlarse de D. Pedro, lo amarraron en el pie de su cama; recogieron todos sus efectos; apagaron las luces, y se marcharon tranquilamente por la puerta del zaguán.

Hasta las nueve de la mañana del siguiente día, que entraron el carnicero, el lechero y el panadero, no se supo del acontecimiento en el público; desde el amo hasta el último criado, todos estaban amarrados.

El lacayo y la costurera, según dijeron, habían sido tratados inhumanamente por los ladrones, y D. Pedro no pudo menos de lamentar la desgracia común que había pesado sobre él y sobre todos los criados de su casa. En esta vez, D. Pedro fue víctima de una intriga de la plebe, como varios habían sido antes víctimas de sus intrigas; todo está compensado en este mundo. Fácil es concebir cómo se ejecutó el robo, pues estando los ladrones de acuerdo, se subieron por la azotea de la china, se descolgaron por la azotehuela de D. Pedro, y abrieron las puertas con llaves falsas; y como sabían que la casa estaba indefensa, pudieron, con el auxilio de las personas que estaban dentro de ella, ejecutar seguramente el plan que ya hemos visto. D. Pedro, a causa del susto y de la impresión terrible que le hizo la pérdida de sus alhajas y dinero, cayó enfermo, su casa estuvo varios días llena de clérigos, de abogados, de diputados, de generales, de hombres ricos y condecorados de la sociedad, que iban a informarse de su salud, y que por supuesto no hablaban más que de la ocurrencia. Los jóvenes calaveras supieron también del lance, y celebraron con grandes carcajadas en los cafés y hoteles, donde concurrían, la peregrina ocurrencia que tuvieron los ladrones en hacer bailar el jorobante a tan grave y respetable personaje.

- Medio nuevo les daría el capitán Manuel, si los conociera, -decían;- y lo único que sentimos es, que acaso el dinero y alhajas robadas, serán de la interesante y romántica Teresa.

- Vale más que se reparta entre los pobres, -decían otros;- ni al viejo, ni a Teresa, les hace falta esa friolera.

La policía, es decir, los aguilitas, estuvieron alarmados, y comenzaron a observar los garitos y tabernas; pero a los tres días el público y la policía habían olvidado completamente el suceso, y se ocupaban exclusivamente en disputar sobre el mérito de una bailarina nueva, y en hablar de otros tres o cuatro robos que se habían cometido.
Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo tercero Capítulo cuadragésimo quintoBiblioteca Virtual Antorcha