Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo cuarto Capítulo cuadragésimo sextoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO QUINTO

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EL SOL MEXICANO

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Por la plazuela de Pacheco había una tienda de una sola puerta, cuyo frontispicio estaba ocupado por un sol pintado con unos grandes ojos, una nariz roma con sus ventanillas abiertas y una amenazadora boca; el padre de la luz tenía un encendido color rojo, y sus rayos abrazaban a una mitad de la manzana, de suerte, que no sólo iluminaba la tienda, sino también una carbonería, un tendajón, donde se vendían loza y soldaditos de barro, y una maicería; arriba del sol, y con unas letras torcidas y mal dibujadas, estaba escrito un letrero que decía:

Vengan a calentarse al Sol Mexicano

En la tienda había un armazón, pintado de verde y amarillo, y se vendía en ella aguardiente, cohetes, carbón, manteca, garbanzos, fruta, fierro, reatas, vituallas, velas, pan y otra multitud de cosas más. El dueño de la tienda no era otro que el acreditado y volteriano tendero de Jaumabe, a quien hemos visto perdido de amor por la incomparable Celeste; tenía por compañera provisional una viuda todavía fresca y rolliza, con dos hijas de su primer matrimonio. Nuestro tendero, a quien sus propios criados amarraron en un árbol en el camino para México, logró que lo desatara un compasivo pastor, que conducía sus ovejas a un corral cercano al camino, y aterrorizado con la amenaza, lejos de volverse al pueblo de donde salió triunfante, y con el plan de robarse a la supuesta hermana del cura, se dirigió a San Luis. Por fortuna, había distribuido sus onzas de oro en diversas bolsas de su vestido, y conservaba en los zapatos cosa de veinte, con cuyo capital se decidió a continuar su viaje hasta México, en donde, tan luego como llegó, pensó dedicarse a su productivo comercio de tienda mestiza, y se echó a buscar un local en arrendamiento, traspaso o compañía y se encontró, al fin, con la del Sol, que pertenecía a la viuda, y que no tenía más que el armazón, pues las existencias habian concluido; a las tres visitas, ambas partes contratantes se avinieron, y nuestro filósofo convino en recibir la tienda, la viuda y las hijas, sujetándose a todas las consecuencias del contrato. Con el dinero que había quedado existente al filósofo, habilitó lo mejor que pudo la negociación, y comenzó a caminar viento en popa, olvidándose de los libros de Voltaire y de su pasión ferviente por la fingida hermana del cura de Jaumabe, y ya que hemos atado uno de los muchos hilos de nuestra historia, veamos de qué manera progresaba el filósofo, y a qué clase de vida tenía que sujetarse.

La mayor parte de las tiendas pequeñas que existen en los barrios, tienen necesidad, para subsistir y progresar, de recibir prendas, ya prestando dinero o dando efectos sobre ellas, y ya se ve que sería cosa muy difícil que el tendero se pusiese a averiguar si las alhajas, o ropa que le empeñan, son bien o mal adquiridas. Si el tendero es escrupuloso, y generalmente rehusa recibir prendas, no vende nada, si recibe unas y no otras, se ocasiona campañas y enemistades, y si su conciencia es tanta, que denuncia al que tiene una alhaja de valor, entonces es hombre perdido; tiene que mudarse de barrio, que cerrar la tienda, o que estar constantemente expuesto a la venganza de los guapos, que cuando menos, se empeñan en señalarlo para toda la vida, es decir, en darle una enorme cortada en la cara con un tranchete. La viuda instruyó a nuestro filósofo de todas estas circunstancias, y él, que no era de lo más escrupuloso, no tuvo dificultad en avenirse a este modo de comerciar. Detrás del mostrador había un gran estante antiguo, donde se colocaban las prendas indistintamente, porque es menester advertir, que en tales tiendas, no se lleva apunte, ni se da billete, ni documento alguno, porque todos los negocios se hacen sobre la palabra, y el que falta a ella es castigado con el puñal. Además de estas circunstancias, el tendero es menester que sea hombre de mucho secreto, que vea, oiga y calle, que conceda un asilo al amigo descarriado, que ocurre a deshoras de la noche, y que permita en su casa el juego de albures. Regularmente en esta clase de casas, hay como de muestra o parapeto, o un viejo con una gran comándula en la mano, fingiendo que reza, o una vieja bruja llena de resabios y de salero, para decir claridades al lucero del alba, o bien una muchacha de no malos bigotes, que da sus amorosas guiñaditas de ojo al alcalde del barrio y a los agentes de policía. Cuando acontece un lance, y el regidor tiene que acudir a uno de esos garitos, el viejo, la vieja, la muchacha, o la persona o personas encargadas de ella, llenas de sentimiento, y con las lágrimas en los ojos, gritan, que es una iniquidad de la justicia, que es un ultraje, y que es una casa de honra, donde hay niñas doncellas, y donde podían dormir seguros hasta los padres mercenarios.

Ya que el lector tiene una ligera idea de las casas honradas, lo haremos asistir a una de las escenas que casi diariamente tenían lugar en la de nuestro filósofo: la trastienda era un cuarto amplio, que tenía salida para un corral, y este corral, donde se alojaban muchas veces los indios, dueños de atajos de burros, tenía salida a un callejón oscuro, sucio y casi intransitable. En el cuarto que formaba la trastienda, había un tapanco de madera, donde tenía su alcoba la familia, compuesta del filósofo, la viuda, dos niñas de ocho a nueve años, bastante bonitas y de una despejada inteligencia, y una india gruesa, de tez renegrida, ojos redondos y saltones y nariz extremadamente ancha y extendida sobre la superficie de la cara; a esta criada, la llamaban la Tecolota, era infatigable para el trabajo y extremadamente callada y humilde. De noche se iluminaba la tienda con un par de candilejos, alimentados con manteca, y que despedían una luz vacilante y dudosa, unas densas columnas de humo y un insoportable olor. A las nueve se cerraba la tienda para el público, se apagaban los candilejos, y se abría la casa para los amigos particulares, que con ciertas señas convenidas y algunas precauciones, podían entrar a cualquiera hora de la noche. El tendero y su familia se subían a acostar, y era la Tecolota la que quedaba encargada del cuidado y gobierno nocturno de la casa, y se portaba tan a las mil maravillas, que en cuanto observaba que sus amos se habían recogido, se retiraba ella a un rincón de la tienda, y se dormía profundamente, dejando la puerta abierta toda la noche. No por esta circunstancia padecía ningún desmérito la negociación, porque los concurrentes eran tan legales, que en el momento en que por su mano se despachaban aguardientes, queso u otra cosa, echaban con exactitud su importe en el cajón. La clase de gente de que hablamos tiene sus notables singularidades, y hasta sus virtudes, y una de ellas es cumplir religiosamente su palabra, y ser muy fieles y agradecidas con sus favorecedores.

Hacía cosa de ocho o diez días, que la casa honrada del filósofo estaba desierta, de forma que, cuando más, a las nueve y media se recogía la familia, y la Tecolota no tenía la molestia de abrir y cerrar la puerta, ni de acostarse debajo del mostrador, sino que lo hacía encima, y en una buena y velluda zalea, pero esta temporada acabo pronto, con infinito disgusto de las muchachitas, hijas de la viuda, a quienes instintivamente les repugnaba el género de vida de su madre y los desórdenes nocturnos de su casa; algunas veces no hablaban, pero sufrían tanto como era dado en su edad. Una noche, después de las nueve, y cerrada ya la puerta para el público, comenzaron de uno en uno a entrar los concurrentes; en cuanto hubo cuatro reunidos, pidieron a la Tecolota una baraja, y comenzaron a jugar rentoy. Cosa de media hora después, se presentaron Amapola y Rita, con sus elegantes trajes de china, y un poco después, llegaron el Diablo, Culebrita, y Ahualulco.

¿Qué juegan, compas?, -preguntó el Diablo.

- Rentoy, valedor, -contestó uno de los jugadores, sin desviar su atención de las cartas.

- Vayan con mil demonios con su rentoy, -dijo Culebrita,- yo les pondré el monte.

- ¡Monte, monte! -clamaron todos, afuera los del rentoy

En un instante invadieron la mesa los concurrentes, arrancaron las cartas de las manos a los del rentoy, arrimaron los bancos, y se agruparon al derredor.

- Un ratito, muchachos, -dijo Culebrita,- voy a traer una baraja nueva y dinero:

- ¡Hola, amigote, baje! -gritó el muchacho a nuestro filósofo.

El filósofo, que ya se había quitado la chaqueta y la corbata, comenzó a descender lentamente la peligrosa y estrecha escalera del tapanco.

- Tecolota, Tecolota, -gritaron los otros,- tráenos una botella de aguardiente refino de España, ¿lo oyes? no vayas a darnos chinguirito.

Tecolota les llevó con presteza una botella de aguardiente y algunos vasos.

- Danos queso, pambacitos y chilitos con aceitunas.

Tecolota obedeció, y los alegres concurrentes tendieron un fino jorongo de Saltillo sobre la mesa, y comenzaron a comer y a beber con tal apetito, que parecía que no habían comido ni bebido en ocho días.

Entre tanto Culebrita y el filósofo tenían una conversación muy interesante.

- Mire, patrón, quiero pelarles a estos hijos de un demonio, alguna cosa, y necesito que me habilite, -decía Culebrita.

- ¿Sobre qué prendita? échala fuera y veremos, -respondió el tendero.

- A ver si todavía repela con esto, -y al decir estas palabras, Culebrita sacó de las bolsas de las calzoneras, un hermoso collar de esmeraldas.

- ¡Bah, gran cosa! -dijo con indiferencia el tendero,- ¿y qué vale eso? diez o doce reales; todos estos son vidritos que se rompen.

- Su madre tendrá vidritos, -respondió Culebrita, arrebatando de las manos del tendero el collar de esmeraldas,- yo, patron, necesito trescientos pesos, para ponerles el monte a estos amigos; tenga, pues, varias cosas, y vengan los cien pesos. Si pierdo, me presta hasta otros ciento, y entonces son suyas las cosas, si gano, le devuelvo sus cien pesos, y Cristo con todos. Culebrita sacó algunos anillos de brillantes, tres cadenas y dos relicarios de oro, un juego de botones de rubíes y el aderezo completo de esmeraldas.

- Todo, esto, -dijo con indiferencia el tendero,- aunque vale más de cien pesos, es muy difícil ... figúrese, que tengo que machucar los anillos, y que desbaratr el aderezo; los botones es necesario desmontarlos ... o si no, será preciso ir a vender estas alhajas a Guadalajara, porque aquí las conoceran sus dueños.

- Eche los cien pesos, y no sea miedoso, patrón ... ya ve que nosotros nos portamos ...

- Bueno, pero le quito la jalapa, ahora mismo.

- Quítela, y haga lo que quiera, pero que sea breve, que esos hombres se desesperan ya.

El tendero recogió sus alhajas, las reconoció de nuevo, y persuadido que alguno sólo de los anillos valía más de quinientos pesos, lo envolvió todo cuidadosamente en dos papeles, y en un pedazo de lienzo, y dió a Culebrita cien pesos menos cien reales de premio, que descontó desde luego; los cien pesos eran en cobre, en menudo, en duro y en algunos escuditos de oro, que cargaba el tendero a sus amigos en el doble de su valor.

Culebrita recogió muy contento su dinero, y se precipitó a la mesa, con baraja en mano.

- Ahora verán lo que es amar a Dios en tierra ajena: tírenle recio; paga hasta trescientos pesos esta noche; y mañana a fe de hombre, paga otros trescientos.

Culebrita puso sobre la mesa unos puñados de pesos y de plata menuda; echó un buen trago de catalán, y comenzó a barajar con una maestría que le habrían envidiado los señores que se dedican entre nosotros a este honroso ejercicio.

Los concurrentes, sin dejar de echar tragos, fumando unos cigarros y otros puro, se agruparon al derredor de la mesa agasajando al par de damas, que como se ha visto, formaban parte integrante de esta compañía. Aparecieron muy pronto en la mesa dos cartas, y entonces multitud de manos dejaron sus apuestas, que bien llegarían a más de cincuenta pesos: Culebrita corrió el albur; y una interjección echada a coro por los puntos, anunció que se habían quedado sin su dinero. El juego continuó, y por momentos fueron calentándose los circunstantes, y las apuestas eran más considerables. Imposible es describir el espectáculo que presentaban aquellos hombres: sus fisonomías sombrías y amenazantes cuando perdían, y ferozmente alegres cuando ganaban, habría llenado de miedo al espectador que hubiera tenido la suficiente calma para asistir a esa infernal tertulia. Al cabo de media hora, Culebrita, no sólo había perdido los trescientos pesos en dinero, conque había comenzado el monte, sino otros cien más, que por total remate de las alhajas le había entregado el filósofo, quien hizo el mismo negocio con algunos otros jugadores, quedándose en resumidas cuentas, por menos de mil pesos, con alhajas que valían más de doce mil: la cosecha había sido abundante.

Una vez que se acababa el dinero a los jugadores, apostaban los botones de sus calzoneras, las chapetas de sus sombreros, sus caballos y sus jorongos. Rita y Pancha habían ganado un caudal; pero disimuladamente subían y bajaban la escalera del tapanco, y depositaban su dinero en poder de la viuda: el Diablo y el Ahualulco tenían igualmente las bolsas llenas de pesos.

El enmascarado que fungía de capitán cuando se verificó el robo de la casa de D. Pedro, no era, de los que hemos visto reunirse en la casa de la viuda, en el callejón del barrio de Belén, sino una especie de valentón, que debía tres o cuatro muertes, que se había ejercitado mucho tiempo en robar en el camino de Veracruz a México, y que había escapado milagrosamente de las garras de Juan Bolao y de Manuel, cuando resistieron a los ladrones y recobraron el fistol de Rugiero. Este hombre ejercía una especie de dominio sobre un sinnúmero de ladrones de los barrios de México, y dirigía los asaltos de las diligencias: era además un matasiete pendenciero, que no reconocía superior, y que andaba de garito en garito, jugando y gastando el fruto de sus depredaciones. En la noche en que pasaba la escena que estamos describiendo, Juan el atrevido, que así le decían a nuestro hombre, quien sin saberlo, tenía un título tan retumbante como el que han gozado personajes que figuran en la historia, había perdido todo el dinero y alhajas que poseía, y sólo le quedaba el fistol de Rugiero. Como todo jugador que pierde, Juan el atrevido tenía un humor de todos los diablos: así es, que, profiriendo un juramento que no se puede escribir, sacó de la bolsa el fistol, que tenía envuelto en un papel, y lo puso encima de la mesa.

- Amigotes, -dijo- es lo último que me queda; pero vale más que todas las zarandajas que han empeñado al patrón de la casa. ¿Quién presta cien pesos sobre esta prendita?

Culebrita recogió el fistol, lo guardó en su bolsa y entregó los cien pesos a Juan.

- Ahora, yo les pongo el monte, -dijo apoderándose de la baraja;- tírenle recio, aunque los diablos me lleven, que al fin, ya tengo echado el tiro a la casa de un canónigo rico, y participaremos todos.

El juego volvió a comenzar, y antes de un cuarto de hora, Juan estaba sin un octavo, y Culebrita había ganado la mayor parte del dinero.

- ¡Maldita sea mi suerte! -exclamó Juan arrojando con cólera el sombrero al suelo.- ¡Eh! Tecolota, ídolo maldito de los indios, trae más aguardiente.

Tecolota, resignada y humilde, trajo otra botella: Juan se echó un vaso de licor a pechos, y tiró un par de pesos, que Tecolota recogió.

- Estos son para que te hagas unas enaguas, y te quites esos chilarapos de jerguetilla, que parecen la mortaja de un difunto.

- Vengan otros cien pesos, compa, o tenemos camorra, -dijo Juan con altanería.

- Van los cien pesos, -contesto Culebrita;- pero como me importa un pito la camorra, digo que son los últimos que doy, y que si los pierde, se acabó el juego.

Juan miró con desdén al muchacho, y recogió los cien pesos: volvió a apoderarse de la baraja, y comenzaron los albures de nuevo.

Antes de media hora, Juan el atrevido se había quedado sin un tlaco.

- ¡Esto ya es mucho moler! -gritó desesperado, tirando la baraja a la cara de los concurrentes;- vengan otros cien pesos.

- No, -contestó secamente Culebrita.

- Pues venga el fistol, para que el patrón de la casa dé algo sobre él.

- No, dijo Culebrita.

- ¿Conque no? -preguntó con desdén Juan, levantándose del asiento con aire amenazador.

- No, no, -volvió a repetir Culebrita, levantándose a su vez, dispuesto a resistir a su adversario.

- Entonces, será muy hombre, -interrumpió el matasiete, poniéndose el sombrero de medio lado.

- Sí, muy hombre, -dijo el muchacho.

- Venga esa prenda, amigo, porque al fin usted no es capaz de completarme.

- El fistol no lo doy, y no sé por qué se lo embolsó en la casa; y quería pechárselo él solito, comiéndose su gallo sin convidar a naiden: la prenda es de todos y no se la largo.

- Sí, para nosotros, -gritaron los demás levantándose, y manifestando un aire camorrista.

- ¡Hola! -dijo Juan, moviéndose de un lado a otro, y buscando su daga en la bolsa de sus calzoneras;- ¿conque son montoneros?

- Dice bien, -interrumpió Culebrita,- el pleito es conmigo y yo por hombre, no le largo la prenda.

- Y yo al hombre se la he de quitar.

- Veremos, dijo Culebrita;- y dando un paso atrás, echó fuera un belduque, de más de una tercia de largo.

En el momento cada uno de los presentes empuñó su daga, y sus caras tomaron una expresión feroz: el aguardiente había hecho su efecto en ellos.

La mujer y sus hijas dormían tranquilamente, ya acostumbradas a semejantes algaranzas: Tecolota estaba hecha una bola debajo del mostrador, y el filósofo con un pañuelo nacar amarrado a la cabeza, dormitaba sentado en una silla, en un rincón oscuro de la tienda. Cuando entre sueños advirtió que los jugadores se iban acalorando, se levantó, y procuró meter paz, ayudado de Amapola, pues Rita dormía también en el tapanco.

- Amigos, -les dijo,- es menester armonía; ustedes son completos, y no deben pelearse por cuatro tlacos.

- Está bien, amigo, -respondió Juan;- yo no me peleo con naiden; que me entregue mi prenda Culebrita, y tan compas, como ayer.

- Vamos, entrega lo que tienes, -le dijo el filósofo.

El muchacho se volteó, y con los ojos sangrientos, y el rostro encendido por la cólera, dijo:

- No, no he de entregar el fistol, hasta que Juan no dé palabra de repartir su valor entre todos.

- Mira, Culebrita, -interrumpió Juan el atrevido,- dame ese fistol. y yo te daré pasadomañana tus doscientos pesos; y no grites tan recio, porque al fin te completo, y le quito la prenda al hombre.

- Al hombre, ni tú, ni naiden.

- Amigotes, -decía el filósofo,- van a comprometer mi casa con este pleito, y todos perdemos.

Pero ya estaban tan acalorados, y mezclaban estas palabras con tantas desvergüenzas, que ni aun escuchaban la voz del tendero y de Amapola. Así que ésta vió que todos hablaban; que todos estaban dispuestos a darse de puñaladas, y que las cosas no tenían ya remedio, subió al tapanco, despertó a Rita, y ambas abrieron con tiento la puerta, y se marcharon por el callejón.

Por muy acostumbradas que estuvieran la tendera y sus hijas, la disputa era tan acalorada, que despertaron, y teniendo curiosidad de saber lo que pasaba, se asomaron a la barandilla de madera, y miraron a todos aquellos hombres, ebrios por el licor y por la cólera, con los puñales en la mano, y dispuestos a exterminarse mutuamente: las inocentes criaturas se pusieron a llorar; y la madre comenzó a rezar la Magnificat. El filósofo, así que perdió toda esperanza de avenirlos, y cuando estuvo ya casi seguro de que sucedería algún desastre, resolvió arriesgar el todo por el todo, y se asomó a buscar un sereno. ¡Vano trabajo! la plazuela estaba oscura, silenciosa y solitaria; sólo se oían ladrar a los perros, y se veía como una luciérnaga el farol de un sereno, a cosa de ocho o diez calles de distancia. Cuando el tendero, después de este breve reconocimiento, volvió a entrar a su casa, ya encontró con que algunos habían tomado parte por Juan el atrevido, y otros por Culebrita.

- Amigotes ¿qué es esto? -gritó aterrado el filósofo;- ¿van a matarse todos en mi casa?

- Dice bien el patron, -gritó Culebrita;- no es bueno ser montoneros; y si Juan es hombre, nosotros nos entenderemos; atrás todos los demás: el que se meta, será un coyón.

Culebrita se quitó el sombrero, y tomándolo en una mano para que le sirviese de escudo, con la otra se dispuso a jugar su puñal. Juan hizo otro tanto: de un par de patadas botaron la mesa; los demás se hicieron a un lado, y los dos gladiadores comenzaron a tirarse de puñaladas. Como diez minutos duró esta lucha terrible: ambos combatientes tenían destreza y valor, y no lograban ofenderse; sin embargo, los sombreros estaban hechos un picadillo. Juan tiró a Culebrita una formidable puñalada; pero éste la evitó, agazapándose, y nivelándose casi con el suelo, y antes de que su adversario tuviera tiempo para dirigirle otro golpe, Culebrita le había metido en un costado la mayor parte de su daga. Juan quedó en pié por un momento; vaciló, y cayó en seguida arrojando un raudal de sangre, por la herida, por las narices y por la boca.

Al momento la lucha cesó, y todos acudieron a darle auxilio; pero fue en vano, porque la herida era mortal: los ladrones bajaron una imagen de la Virgen del Carmen, que era la patrona de la tienda, y con un par de velas de sebo estuvieron ayudando a bien morir al occiso, que resollando por la herida, y pudiendo apenas pronunciar el nombre de Jesús y de la Virgen, exhaló el último aliento. Uno de los que asistieron al lance, tomó uno de los muchos espejitos que había en la tienda, y lo aplicó a las narices de Juan: cinco minutos después lo retiró limpio: otro le tomó la mano, y se la aplicó a la llama de la vela: la mano estaba fría e inerte.

- No cabe duda que está muerto, -dijeron, mirándose unos a otros.

- ¿En qué pensamos, con mil de a caballo? Es menester enterrarlo.

- ¡Pobre Juan! -dijo Culebrita,- era muy hombre, y siento haberlo matado.

- Nada se gana con eso, lo que es necesario es enterrarlo.

- Debajo de las vigas, -dijo Culebrita.

- Cabal, manos a la obra, -y comenzaron al mismo tiempo a palanquear las vigas de la trastienda.

El filósofo había visto la encarnizada lucha, sin tener ya ni fuerzas, ni voz, ni aliento para oponerse a ella; y cuando Juan cayó traspasado de la puñalada, el filósofo no pudo ya aguantar. De cada uno de sus cabellos brotaba una gota de sudor helado; las quijadas se le trabaron, y acometido de un vértigo, tuvo que sentarse, como un insensato, en una silla que estaba en la tienda. Tecolota, desde el nido donde estaba enterrada, vió la mayor parte de la catástrofe, llorando en silencio, porque era la criatura de más sensible corazón; pero un instinto secreto le hizo conocer que es muy peligroso el ser testigo de tales escenas, y comprimiendo sus lágrimas, se volvió del otro lado, y comenzó a fingir que dormía, roncando suavemente. A pesar del estado de sopor en que, como hemos dicho, estaba el filósofo, en cuanto escuchó que se trataba de enterrar al muerto debajo de las vigas, se levantó del asiento, trémulo y suplicante.

- Señores, -dijo,- yo soy un hombre de bien, y me van a comprometer más; el cadáver no puede ser enterrado dentro de mi casa; al cabo de ocho días no se podrá vivir del hedor, y yo infaliblemente seré llevado a la cárcel y acusado como asesino.

- ¡Qué tontería! la justicia no se mete con nosotros, ni jamás viene a este barrio, porque nos tiembla. No hay cuidado, amigote; ni se ponga ahora con súplicas como las mujeres, -dijo uno,- continuando su tarea de quitar las vigas.

- Prefiero que me maten, -continuó el tendero,- antes que consentir en eso; mi mujer y mis hijas no podrán dormir con un muerto dentro de la casa.

- ¡Caramba! -dijo el Diablo,- no habíamos pensado en eso.

- ¿En qué? -preguntó otro.

- Aquí hay muchas gentes que han visto el pleito, e indudablemente seremos denunciados; es menester acabar con todos de una vez; la defensa es natural.

El Diablo tomó la vela, y se dirigió con un puñal en la mano en busca de Tecolota.

- ¿Qué haces? -gritó Culebrita.

- Todos los que hayan visto lo que ha pasado aquí esta noche, deben morir.

- No, eso no sería parejo, con el patrón. Déjame ver.

Las agonías del filósofo comenzaron de nuevo con más fuerza; el instinto de la propia conservación le hacía dirigir su vista hacia la puerta, y pensaba escaparse, y correr, correr, hasta que se viera libre de los asesinos. ¡Cuánto se acordaba entonces de la vida tranquila y felíz que había tenido en Jaumabe, cuánto sentía haber sido tan loco y tan calavera! Culebrita y el Diablo se retiraron a un rincón a conferenciar en secreto, para decidir lo que debían hacer; después, con una vela de sebo encendida, subieron al tapanco, a poco bajaron, y el filósofo no pudo menos que interrogarles con la vista.

- Todos duermen, -le dijo Culebrita, adivinando su pensamiento.

El filósofo respiró, y volvió a ver a Culebrita.

- Son tan chulas las muchachitas, que preferiría yo que me ahorcaran cien veces, a tocarles un pelo de la cabeza, -continuó Culebrita.

El filósofo no pudo menos que tomar las manos sangrientas de Culebrita, y besárselas, porque es de advertir, que aunque imbuido en las máximas de Voltaire y Pigault Lebrun, más bien era por tontera, que no porque tuviese pervertido el corazón; y en este lance conoció que adoraba a las muchachitas, y que acaso se habría vuelto loco si las hubieran asesinado; todos los hombres conservan una fibra delicada en el corazón.

Culebrita y el Diablo preguntaron por Tecolota, y se pusieron a buscarla por todos los rincones de la casa.

- Esta maldita india nos ha vendido, -dijo el Diablo,- que era el más suspicaz y espantadizo.

- ¿Dónde está Tecolota? -preguntó Culebrita con rabia,- ¿dónde está? -volvió a repetir, sacando el puñal.

El filósofo no pudo responder nada; se le había olvidado hasta que existía Tecolota; era un vértigo infernal lo que experimentaba. Los dos ladrones continuaron sus pesquisas, hasta que lograron encontrarla debajo del mostrador.

- Duerme esta bruta, -dijo Culebrita.

El Diablo se acercó más, y repitió:

- Duerme.

Se retiraban ya tranquilos a continuar su entierro, cuando el Diablo dijo al oído de Culebrita:

- Es imposible que se hayan dormido; nos engañan, y corremos peligro.

- ¡Bueno! -dijo Culebrita,- entonces yo soy bastante hombre para irme a presentar al juez, y contar todo lo que ha pasado.

- Entonces tú nos perderás.

- Del robo no chistaré, aunque me quemen vivo.

- Es que ...

- No, no Diablo, yo soy muy hombre; pero no asesino a nadie, ni menos a mujeres dormidas; y si otra vez me vuelves a mentar tal cosa, te haré sentir mi daga; vamos, a ver cómo se entierra a Juan. ¡Pobre hombre! ¡era muy templado!

El Diablo, dominado por el tono imperioso y absoluto de Culebrita, ya no se atrevió a hacer observación alguna.

- Por fin, ¿qué hacemos? -dijo uno de los ladrones.

- Me ocurre que el corral sería muy a propósito, -dijo Culebrita.

- Estará lleno de arrieros y de indios.

- No; afortunadamente no hay ninguno, -dijo el filósofo,- en el corral será mejor; allí se puede hacer una sepultura profunda, y después echar encima estiércol y basura; será imposible que se descubra.

- Bien, -dijeron los ladrones,- vamos a reconocer el terreno, y después haremos el joyo.

Dos de ellos salieron, y con mil precauciones reconocieron el corral; se asomaron por la cerca de adobes, atrancaron por dentro la puerta fuertemente; y cerciorados de que nadie podría observarlos, comenzaron con afán a cavar la sepultura, con el auxilio de unas hachas y de unas barretas que con mucha diligencia les prestó el tendero. En un momento acabaron, y con el mayor silencio y alumbrados sólo por la débil claridad de las estrellas, sacaron el cadáver sangriento de Juan. La fosa no les pareció demasiado profunda; así es, que pusieron el cuerpo en el suelo, y continuaron profundizándola un poco más; y luego que concluyeron, registraron todas las bolsas del difunto, le despojaron de los botones de plata que tenía en las calzoneras, de las mancuernas de la camisa, de los instrumentos de lumbre y de todo cuanto poseía; se repartieron hermanablemente todos estos despojos, y arrojaron el cadáver empapado en sangre al profundo agujero. Volvieron a echar la tierra, y después aglomeraron encima estiércol y basura, de forma que era imposible ni aún sospechar la operación que acababa de ejecutarse. Una vez que cumplieron con el forzoso deber de enterrar a Juan el atrevido, regresaron los ladrones, sudorosos y fatigados, a la trastienda, y se disponían a acostarse tranquilamente, cuando al filósofo, algo desembarazado ya con el entierro del cadáver, se le ocurrió hacerles otra objeción demasiado seria.

- ¿Y esta sangre, señores? -les dijo aterrotizado.

- Es verdad, -dijo Culebrita, reflexionando un poco,- la sangre será una denuncia; vamos a lavarla.

Tomaron, en efecto, algunos cántaros, y comenzaron a echar agua a lass vigas; pero aun subsistía la mancha, sin que fuese posible hacerla desaparecer por más esfuerzos que hacían.

- ¿Tiene usted una azuela de carpintero, patrón? .preguntó Culebrita.

El filósofo, con la presteza que le inspiraba el deseo de su salvación, corrió a la tienda, y volvió a poco presentando a Culebrita el instrumento. Este se puso inmediatamente a rebajar las vigas donde quiera que estaban manchadas, haciendo desaparecer todas las señas de la sangre en un momento.

- Ahora se necesita hacer otra sepultura, -dijo en cuanto acabó, poniendo el hacha en el suelo.

- ¿Para quién? -preguntó el tendero poniéndose pálido.

Los ladrones soltaron una estrepitosa carcajada.

- ¿Para quién? -volvió a preguntar el filósofo, ya casi desvanecido, y teniendo que apoyarse en la pared.

- Para enterrar estas astillas y nuestra ropa; estamos salpicados de sangre, y es menester lavarnos y vestirnos, para lo cual necesitamos unas camisas y unas chaquetas.

El filósofo subió al tapanco a traer la ropa que le pedían, y encontró a las chicuelas con los cabellos erizados, asidas fuertemente a su madre.

- ¡Silencio, por Dios! -les dijo el filósofo,- porque estos hombres son capaces de matarnos!

Cuando bajó, ya los ladrones se habían lavado la cara y las manos, y esperaban sólo la ropa limpia; se vistieron; enterraron los vestidos manchados y las astillas, y reparando el desorden del cuarto, se acostaron tranquilamente a dormir, como si nada importante hubiera pasado. Eran cerca de las tres de la mañana; el filósofo subió a su chiribitil; y aunque trató de conciliar el sueño, le fue imposible, pues permaneció esperando con una grande inquietud que salieran los primeros rayos de la luz. En cuanto a los ladrones, a poco de que se acostaron, roncaban profundamente.

Luego que salió la luz, el filósofo, que no hallaba cómo desembarazarse de sus huéspedes, bajó de la huronera, y se atrevió a despertarlos.

- Amigos, -les dijo, moviéndolos con mucha consideración,- está amaneciendo ya, y será bueno que las gentes no los vean salir.

- ¡Eh! ¿con mil diablos! déjanos dormir, que bastante lo necesitamos; el trabajo y la camorra de anoche han sido fuertes.

Culebrita se puso en pie; obligó a levantar a los demás, y se dispusieron a partir.

- Oiga patrón, -le dijeron rodeando al filósofo,- el día que uno de nosotros caiga en manos de la justicia, los que queden libres le darán de puñaladas a la patrona, a las muchachas y a usted. Con que, cuidado con decir una palabra ¡ni al confesor!

- Lo que ha pasado esta noche, se guarda entre nosotros, y como si nada hubiera sucedido.

- Seré un mudo; y no tengan cuidado de que yo chiste una palabra.

- Patrón, -le dijo Culebrita,- ya ve usted que este maldito fistol ha sido causa de que yo le llegara al compañero. ¿Cuánto da usted por él, para que se acabe de una vez la disputa?

- Hombre, todo lo que tenía, se lo he prestado anoche; sólo ... que ...

- No se haga la mosca muerta, patrón, vaya a decir luego que ... denos el dinero, y no hay quien diga nada.

- Cien pesos es lo único que me ha quedado.

- Vengan los cien pesos, y quitémonos de borucas.

El filósofo entregó los últimos cien pesos que en efecto tenía, y Culebrita los repartió por partes iguales entre sus compañeros. Ya era cómplice en su delito; pero quería además asegurar por la gratitud, su silencio y fidelidad.

- ¡Ah! -dijo Culebrita,- es menester no mudarse de la casa, patrón, por lo menos en un mes; si la tienda del Sol se cierra de repente, todo el barrio se alarmará. Ya sabe usted que somos buenos amigos; pero ¡cuidado con una mala partida! Donce quiera que se vaya usted, aunque sea al fin del mundo, lo hemos de encontrar; si se maneja bien, aunque la justicia nos ahorcara, nada chistaríamos.

El filósofo aterrorizado, prometió sujetarse a todo lo que quiso Culebrita. Los ladrones se marcharon por fin, y en cuanto el tendero miró desde la puerta que los huéspedes se retiraban y desaparecían por los callejones del barrio, el peso inmenso que había oprimido su corazón, se fue levantando poco a poco; salió veinte pasos fuera de la puerta, levanto la cabeza, y quiso respirar el ambiente libre, porque en su casa olía a sangre, y su frente estaba oprimida como si la ciñera un aro de fierro. Así que pasaron diez minutos en que estuvo contemplando con cierto enajenamiento el paisaje que presentaba un cielo apacible de un azul claro, y que poco a poco se pintaba de nácar y de gualda, se miró su vestido con cuidado.

- No, nada, ni una gota de sangre, gracias a Dios.

Después suspiró, y se metió a su tienda, diciendo:

- ¡Oh! no hay duda, la luz es la inocencia, las tinieblas el crimen, la traición.

Subió al chiribitil algo más aliviado, y se arrojó a abrazar a las chiquitas y a la madre, las que aun permanecían sudando frío agrupadas en el lecho, sin atreverse a mover.

- Se han marchado todos, -dijo el filósofo,- pero me han amenazado; no podemos ni mudarnos, ni decir una sílaba. Tenemos la justicia por un lado, y a los ladrones por el otro; vamos sin duda a perecer. Si escapamos de esta, prometo casarme contigo, y no volver a leer esos infames libros.

Es de advertir que el tendero había vuelto a comprar en México un regular surtido de obras filosóficas.

- Hago promesa, -exclamó la mujer con un acento de fervorosa religión, de ir a pié por la calzada de piedra a Nuestra Señora de Guadalupe, y entrar al templo de rodillas, con tal de que nos saque de este apuro.

- Espero que así sucederá, hijas de mis entrañas, -dijo el filósofo convertido, abrazándolas con una verdadera emoción de cariño, y luego pasando súbitamente de la impresión del miedo que lo dominaba, a la del interés, continuó: -además, nosotros no necesitamos ya tener esta vida tan agitada, tratando siempre con borrachos y ladrones. Dios nos ha dado un regular modo de vivir, y podemos buscar un pueblo tranquilo, o un rancho donde trabajar honradamente ... pero ¡válgame Dios! si estos hombres me han prohibido que me mude.

El filósofo se puso en pié, se agarró la cabeza, y comenzó a pasearse a grandes pasos por el chiribitil, y después bajó rápidamente la escalera; la madre y las hijas veían asustadas todos estos movimientos irregulares, que no podían comprender.

El filósofo bajo, y se dirigió rápidamente a la trastienda y al corral, y comenzó a examinar minuciosamente las paredes y el pavimento.

- Nada, ni una gota de sangre, -dijo,- difícil sería conocer que anoche corría a torrentes.

Fuése en seguida al lugar donde estaba enterrado Juan, y haciendo el mismo examen prolijo, volvió a decir:

- Perfectamente, nadie diría que debajo de este montón de basura está enterrado el cadáver de un hombre.

A pesar de esto, el filósofo, desconfiado en demasía, borró con los pies las huellas que de los ladrones habían quedado impresas en la tierra; removió con una pala toda la basura, esparciéndola en el corral, tomó la escoba, dió otra barrida a la trastienda, y aunque fatigado, y cubierta la frente de sudor, subió alegrísimo al tapanco.

- Ni señales hay, -dijo,- sentándose en la orilla del lecho, ni señales.

- ¿Qué quieres decir? -le preguntó la mujer.

- Quiero decir, que Juan fue asesinado en la trastienda, y que esta enterrado en el corral, pero que no hay ni señales de sangre, ni de que se haya abierto una sepultura; estamos bien, y la Virgen de Guadalupe nos va favoreciendo. Ahora es preciso levantarse, abrir la tienda, lavar la trastienda de nuevo, el mostrador, los vasos, las botellas, todo, y además mataremos al carnero que está en el corral, para que si hubiese alguna mancha de sangre, que no hayamos visto, se tenga alguna disculpa racional que dar. Vamos a ponernos en movimiento, y a manifestar a los vecinos una cara muy alegre.

- ¿Y Tecolota? -preguntó la mujer.

- Es verdad, ni me había acordado, -dijo el tendero muy asustado.

- ¿Se habrá marchado? -preguntó la mujer.

- ¿Quién sabe? -respondió el filósofo bajando de nuevo rápidamente la peligrosa escalera de chiribitil, y al mismo tiempo recordó que estaba debajo del mostrador entre los barrilitos de chiles y aceitunas de vinagre.

- ¡Eh, muchacha, despierta! -le dijo el filósofo moviéndola con la punta del pié.

Tecolota no se movió.

- ¡Demonio! -dijo el tendero,- ¡qué suelo tan pesado tiene esta criatura!

Entonces se inclinó, y la removió con más cuidado, pero Tecolota tenía los ojos entrecerrados.

- Esta mujer arde en calentura.

En efecto, Tecolota era presa de una violenta fiebre.

Tecolota era una india inocente, criada en la sencillez de un pueblo, y jamás había visto escenas de sangre y de crimen; la impresión que recibió fue horrible, y esto le produjo una fuerte fiebre cerebral.

- Hija mía, -dijo el tendero desde abajo,- esta mujer está como un tronco, creo que tiene una fiebre voraz. Sin embargo, es menester siempre matar el carnero, y lavar las botellas y los trastos. Si esta mujer delira y alguno la oye, nos va a perder.

El filósofo tomó en sus brazos a Tecolota, y la puso sobre una estera en el rincón de la trastienda, y en seguida abrieron la puerta, sacaron una batea de agua; y las hijas, la madre y aun él mismo se pusieron a lavar las botellas, el mostrador y todos los enseres de la tienda.

Eran ya cerca de las siete de la mañana, y los vecinos del barrio, como de costumbre, comenzaron a comprar sus comestibles. El tendero y su mujer ponían a los marchantes la cara más alegre del mundo, se chanceaban con todos, y reían a carcajadas; sólo las muchachitas tenían el semblante mustio y los ojos medios llorosos.

Ocho días después de los acontrecimientos que acabamos de referir, hubo una gran quemazón, cosa que raras veces sucede; se decía en el público que un barril de aguardiente había prendido, y que incendiado el armazón de una tienda, las gentes se habían sofocado con el humo antes de que hubieran podido ponerse en salvo, y que todas habían perecido, excepto una niña, que se había visto salir por entre las llamas y correr por las calles como una loca, dando gritos.

La tienda, pues, donde brillaba poco antes el Sol Mexicano, no era ya sino un montón de escombros y ruinas.
Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo cuarto Capítulo cuadragésimo sextoBiblioteca Virtual Antorcha