Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo quinto Capítulo cuadragésimo séptimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEXTO

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LAS DOS PORDIOSERAS

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Ya que nuestros lectores nos han acompañado, no sólo a Tampico y a la Habana, sino también a presenciar las desagradables escenas de los barrios, los conduciremos ahora a la casa de vecindad donde sucedió la catástrofe de Celeste. En el mismo cuarto donde ésta luchó con la miseria, donde lloró tantas lágrimas, donde sufrió los ultrajes del juez de paz y de los esbirros, habitaban después dos viejas pordioseras; la una se llamaba la tía Marta, y la otra la tía Agueda. El cuarto había mudado de aspecto, las paredes blanqueadas y limpias, el envigado nuevo y perfectamente lavado, y en un rincón un brasero muy cómodo. En los dos rincones del fondo del cuarto había dos camas, y aunque eran simplemente unos bancos de madera, pintados de verde, encima tenían unos mullidos colchones de vellón, cubiertos con unas sobrecamas hechas de pequeños cuadros de zarazas de todos colores. En la pared, clavadas con tachuelas doradas, multitud de estampas, entre las cuales se veían el Señor de Chalma, el Señor del Sacro Monte, la Virgen de Ocotlán, el Niño Cautivo, Nuestra Señora de la Bala, etc. Una gran caja de color rojo y con dorados chinescos, en medio de las camas, y una mesita de madera blanca, completaban el ajuar.

La vida de los reyes, de los magnates, de los grandes comerciantes, de los opulentos propietarios, no era más felíz que la de estas dos viejas, que se levantaban a las seis de la mañana, enviaban a un muchacho que les hacía los mandados por el desayuno, disponían la servilleta, y se sentaban tranquilamente a su pequeña mesa. El desayuno se componía de leche; de buen chocolate y de roscas de manteca; y concluido, se dirigían a las iglesias cercanas, oían dos misas por lo menos, rezaban la Corona, Padres Nuestros, Salves, Credos a diversos santos, y salían del templo a vagar por la ciudad, hasta cosa de las dos y media o tres de la tarde, en que venían a comer; volvían a poner la mesa con su limpia servilleta; y con una beatitud envidiable se sentaban a saborear sus manjares, que algunas veces eran exquisitos. En la tarde, solía alguna de ellas echar una corta expedición, pero en cuanto daban las oraciones de la noche, cerraban su puerta, hacían sus liquidaciones, y una de las dos se calaba en la punta de las narices unas grandes antiparras, abría un libro en pergamino, que no era otro que el famoso Padre Parra, y se ponía a leer ejemplos hasta las ocho y media o las nueve de la noche, en que rezaban Magníficas, novenas y oraciones, y se acostaban, cenando antes sabrosos frijoles refritos, y bebiendo un vaso de espumoso pulque de la mejor pulquería de la ciudad. El licor las adormecía y conciliaban muy pronto el sueño, pensando en el Niño Cautivo, o en la aparición de la Virgen de Ocotlán, o, si era viernes, en la pasión de Jesucristo; eran unas cristianas perfectamente felices, y que casi tenían en el mundo una gloria anticipada. Las tempestades políticas, el cambio de gobiernos, las disputas de los periodistas, las ambiciones de los partidos, todo pasaba sin que ni aun el ruido aterrador de estas horribles tormentas llegara a los oídos de la tía Marta y de la tía Agueda. Haremos ahora algunas explicaciones más sobre estas singulares personas: la tía Marta tenía la cabeza blanca, la boca sin un diente, los ojos con un ligero ribete encarnado, las narices a la Borbón, pero extremadamente marcadas y regordidas, las mejillas con más arrugas que una pasa, la frente cubierta de un barniz abronzado, el cuerpo delgado, pero un poco encorvado, y los piés llenos de juanetes y de prominencias. La tía Agueda era, poco más o menos igual, porque todas las viejas se parecen unas a otras, y solamente se diferenciaba en que tenía un cutis extremadamente blanco, y era un poco más gorda que su compañera. La tía Marta en sus quince, había sido una guapa muchacha, meneadora, tormentista y algo alegre de corazón, que tuvo sus deslices amorosos, pero que, arrepentida de su mala vida, hizo un día una confesión general con un severo religioso fernandino, y se metió a servir. Brillante carrera hizo en el servicio doméstico; fue pilmama, recamarera, galopina, y subió hasta cocinera; sirvió en casa de un coronel, luego en casa de un juez de letras, después se fue con un inglés, y finalmente, ya enferma, a consecuencia del servicio, y sin derecho ni a cesantía, ni a jubilación, se retiró a gozar de una vida independiente y cristiana. Las razones que tuvo para tomar esta resolución fueron muy plausibles; el coronel entraba muy tarde, y todas las noches la desvelaba; el ministro tenía unos niños de dieciseis a veinte años, algo traviesos, y la ministra no gustaba mucho de los juguetes de los angelitos, y en casa del juez de letras, la señora, que tenía un genio de Lucifer, reñía de que la mosca pasara. El inglés tenía días de un esplín furioso, en los que botaba las tazas, derramaba el té por el suelo, regaba con ponche toda la casa, y se ponía con una voz bronca a jurar en inglés, y tomaba las pistolas para volarse la tapa de los sesos, y como en todas partes la tía halló contradicciones, disgustos y sinsabores, resolvió no servir más que a Dios, que es el mejor y más benigno de todos los amos.

La tía Agueda había sido mujer de un soldado, se había hallado en muchas acciones de guerra, y había viajado por toda la República. Después fue mujer de un sacristán, luego de un mandatario o cobrador de cofradía, después se casó con un alguacil, luego con un barbero, y por último, cansada de ser mujer de tantos maridos, después de haber experimentado mil sinsabores y disgustos, y convencida de que las mujeres no son más que las esclavas de los hombres, resolvió, lo mismo que Marta, servir a Dios, que es el mejor de los amos.

Es de advertir que los muchos años que tenían Marta y Agueda las habían puesto fuera de combate, pues la una tenía sobre sesenta y cinco, y la otra entraba en los setenta. Ninguna de las dos ancianas estaba ya, pues, buena ni para pilmama, ni para costurera, ni para cocinera, ni para mujeres, porque las viejas pierden, por decirlo así, el sexo. Veamos ahora la carrera de estas buenas almas que habían decidido dejar el mundo para entregarse completamente a Dios. México, y particularmente la capital, es un admirable emporio de caridad, sin igual en el mundo, de suerte, que aun los extranjeros mezquinos y desdeñosos, cuando residen algún tiempo en México, se vuelven caritativos y afables. La caridad es en México una virtud que se ejerce por instinto; casi no hay jovencita que no tenga sus favoritas a quienes regala los vestidos viejos, los petimetres dan a otros petimetres de baja esfera los desechos pasados de moda de los talleres de Lamana, Cusac y Urigüen, y los ciegos, los cojos y los enfermos siempre vuelven a sus casas con algunos medios y cuartillas. La experiencia que habían adquirido en su larga carrera de aventuras, las decidió a escoger la capital de México como la más propia para mantenerlas sin trabajar, y adoptaron el oficio de pordioseras, celebrando una compañía, como pudieran haberlo hecho dos comerciantes, o dos corredores de número. Marta y Agueda se habían conocido desde su juventud, y después de haberse dejado de ver muchos años, se encontraron de nuevo en la vejez pobres, desvalidas, aisladas, abandonadas de sus amos, de sus conocidos, de sus amantes, y entonces el instinto de la propia conservación les inspiró fuerza y valor, y la vejez se apoyó en la vejez. Al principio sufrieron verdaderamente los horrores de la miseria, mas poco a poco fueron adquiriendo sus relaciones, y la fortuna les fue tan propicia, que a cabo de un año de haber adoptado el ejercicio de pordioseras, no sólo se habían mantenido de la manera cómoda que ya hemos visto, sino que tenían un regular capitalito reunido y enterrado en un rincón del cuarto. No será excusado que hagamos asistir a los lectores a una de las escenas que en la soledad de su cuarto tenían las tías Marta y Agueda.

- ¿Qué tal fue, hermana? -(porque se trataban de hermanas, y se guardaban las mayores consideraciones).

- El Señor del Buen Despecho y la Virgen de los Dolores han querido favorecerme hoy.

- Su Divina Majestad me ha favorecido también, hermana, -respondia Agueda.

- Vamos entonces a las cuentas.

- Vamos, hermana.

Agueda sacaba del seno un envoltorio; lo desataba, y comenzaba a contar:

- Cuatro pesetas, diez medios, seis reales, ocho cuartillas y un peso que me dá cada mes el Sr, D. Francisco Iturbe.

En seguida colocaba en orden las monedas según su valor y tamaño, y decía:

- Traigo en junto como diecinueve reales.

Apenas acababa Agueda de contar y ordenar su moneda y hacer la liquidación, cuando Marta la rectificaba, y decía el importe verdadero, merced a que con un puñado de frijoles había estado llevando la cuenta con una exactitud grande. Seguía después ésta: sacaba a su vez su envoltorio, y clasificaba también las monedas al contar su capital, ejecutando Agueda con los frijoles la misma operación matemática que aquella había practicado.

Terminadas las cuentas del dinero, seguía la de los efectos: cada vieja desenvolvía un gran paquete, que contenía camisas, enaguas, pañuelos, tápalos y túnicos: algunas de esas piezas en buen estado de servicio, y de telas ya finas, ya ordinarias.

- Veamos ahora quiénes son las personas caritativas, para rezarles un Padre Nuestro.

- Estuve en casa de la señorita Florinda, y me dió dos reales y un par de camisas de estopilla; la niña Amelia, tan linda y caritativa como siempre, me dió también una peseta y tres mascadas, que están casi nuevas; la niña Aurora me dió, como siempre, mis cuatro reales en mediecitos nuevos, pues la pobrecita hace esta limosna de lo que su mamá le da; y como le dije que se nos estaban acabando las enaguas, me dió unas nuevecitas, que me pondré mañana.

La otra vieja hacía también su relación de las personas que le habían dado, ya dinero, ya ropa; y en esas pláticas y liquidaciones de las dos ancianas se podía conocer, cuánta es la benevolencia y caridad de algunas familias, pues allí se oían los nombres de esas jóvenes de moda, cuya reputación andaba a mal traer en boca de libertinos pisaverdes, pronunciados con todos los elogios y bendiciones que los pobres sueles tributar a los que los socorren. Esas jóvenes de que hablaban las viejas eran en el teatro, envueltas en seda y blondas, las coquetas que divertían la curiosidad de los espectadores; y en el hogar doméstico, los ángeles del cielo, que con blanda mano cicatrizaban las llagas de los infelices, dando de beber al sediento, de comer al hambriento y de vestir al desnudo. ¡Hermosas mujeres, que pueden presentar sus obras de misericordia, al lado de los extravíos a que les conduce a veces el amor o las doradas ilusiones del mundo!

Tía Agueda y tía Marta, después de hacer sus cuentas con toda exactitud, se ponían a rezar un Padre Nuestro por cada una de las personas caritativas; separaban en seguida lo necesario para su comida, y lo demás lo echaban e una alcancía de hoja de lata: con el mayor silencio levantaban una viga, y en un rincón del cuarto, en donde habían hecho un agujero, que tapaban con ladrillos, depositaban su alcancía; y poniendo todo en su lugar, arrimaban un mueble, para que no pudiera ni sospecharse que en aquel lugar había un tesoro.

Tiempo hacía que llevaban las dos ancianas esa vida cómoda y regalona, hasta que un suceso vino a interrumpirla.

Un día en que tía Marta vagaba por las calles implorando caridad, se encontró con una muchachita blanca, de cabellos rubios y bonita toda ella. Vestía una bata de indiana, caminaba descalza y sin otra ropa ni abrigo. De los ojos de la niña se desprendían gruesas lágrimas. Acercose a la limosnera y le pidió limosna; el primer movimiento de tía Marta, fue regañarla, y decirle, que en vez de pedir limosna aprendiera a leer y a rezar; pero inmediatamente se acordó de que ella vivía también de la generosidad pública, y que a su vez le tocaba socorrer a la inocente criatura. Cuando ésta, aterrada del mal recibimiento, se retiraba confusa, tía Marta la llamó.

- Ven acá, muchacha, no te asustes con mi voz ronca. ¿Tienes hambre?

- Sí, -respondió Carmelita, que así se llamaba la niña.

- ¿Tienes frío?

- Sí, -volvió a responder, bajando sus ojos, de los que rodaron otras dos lágrimas, que se detuvieron en el hueco de sus mejillas.

- ¿Dónde vives?

- En ninguna parte.

- ¿Entonces eres huérfana?

- Sí.

- ¿Dónde has dormido estas noches?

- En la calle.

- ¿Y qué has comido?

- Cáscaras de fruta; y con lo que me han dado de limosna, he comprado pan.

- ¿Quieres ir al hospicio?

La niña luego que oyó esta palabra, trató de alejarse, porque los pobres prefieren morirse de hambre a entrar al hospicio. Carmelita no sabía si el hospicio estaba bien o mal administrado; pero sólo al oír su nombre se llenaba de terror, pues desde que vagaba pidiendo limosna, le habían hecho ya varias personas caritativas el mismo ofrecimiento.

La tía Marta, conmovida por la humildad, por la moderación y por la voz simpática de Carmelita, concibió inmediatamente un proyecto, en parte caritativo, y en parte egoísta: reflexionó que, en cambio de la comida y de un rincón en el cuarto, tendrían las dos una sirvienta y una compañera muy a propósito para vagar por las calles, y excitar la compasión del público, diciendo que era una pobrecita huérfana. Juzgó además, que esta medida debería ser de la aprobación de su compañera, y mucho más, considerándola como una obra meritoria que ofrecer a Dios en descuento de sus pecados: afirmada esta convicción, tomó a la niña de la mano, y le dijo con cariño:

- ¿Cómo te llamas, hija?

- Carmen.

- ¿Cuándo murieron tus padres?

- Hace pocos días.

- ¿Y cómo?

- Quemados.

- ¡Quemados! -repitió la anciana dando un paso atrás.

- Sí, en la quemazón que hubo la otra noche.

- ¡Pobrecita criatura! -dijo tía Marta acariciándola.- Ven, te compraré mientras algo para que comas.

La vieja se acercó a una esquina, donde se hallaba un vendedor de biscochos, y le compró una cuartilla. Carmelita los devoró en menos de un minuto.

- ¿Quieres ver mi casa? -dijo tía Marta.

La niña alzó la cara, y respondió:

- Si no hay allí más que usted, iré.

- Vamos, ¿y qué te importa que haya más gentes? Agueda te querrá tanto como yo: nos servirás de compañera y comerás bien.

Tía Marta, apoyando una mano en el hombro de Carmelita, tomando con la otra su bordón y haciéndose la encorvada y enfermiza, echó a andar por las calles más públicas, deteniéndose, según su costumbre, a echar una mirada suplicante a las personas que consideraba podían socorrerla. Cuando llegó a su casa, había reunido cosa de doce reales, propina que debía considerarse como extraordinaria, y que se debía seguramente a la compañía de Carmelita: en efecto, movía compasión una anciana arrastrando penosa vida, apoyada en un ángel que acababa de pisar el mundo. Cuando tía Marta llegó a casa, Agueda estaba hablando sola, con un humor de todos los demonios, un perro de la vecindad, se había metido persiguiendo a un gato, y los dos animales habían derribado la mitad del tinajero.

- Agueda, hermana mía, te presentó a esta desgraciada muchacha, que he recogido en la calle; que te cuente cómo se quemó su casa y toda su familia.

- ¡Frescas estamos para coger ahora una criatura, cuando apenas tenemos lo necesario para comer!

El lector debe saber que Agueda era ambiciosa y egoista: vendía en el Baratillo la ropa que le daban, y cuando alguno la trataba mal, y no le daba limosna, se tiraba de los cabellos, y daba fuertes patadas en el suelo.

- Deja, hermana, el cuento de esos tepalcates; al fin Dios nos da todos los días y mira qué bonita es Carmelita.

- ¡Linda! parece una tarasca, -dijo la vieja arrugando los ojos.

En cuanto Carmelita oyó esto, bajó la vista, sus mejillas enrojeciéronse, y se dirigió a la puerta.

- ¿A dónde vas? -le preguntó Marta.

- Señora ... -y no pudiendo continuar, se puso el brazo en los ojos, y comenzó otra vez a llorar.

- ¿Lo ves, Agueda, cómo has hecho llorar a esta pobre niña? Dios te castigará; -y acercándose a su oído, le dijo:- no seas tonta; por venir con ella he juntado doce reales, y además, podrá servirnos de criada.

Tía Agueda, apaciguada con esta explicación, se calló la boca, y desarrugó el ceño, particularmente cuando reparó las averías que habían ocasionado en el tinajero, el perro y el gato.

Carmelita quedó, pues, instalada en casa de las ancianas, quienes inmediatamente la instruyeron en sus obligaciones, que consistían en barrer el cuarto, hacer las camas, lavar los trastos y el brasero, servir la mesa y cuidar la casa: en recompensa le dieron una zalea para dormir, y le destinaron la sobras para comer. Carmelita desempeñaba estas obligaciones con cuanta exactitud le permitía su poca edad; pero siempre permanecía triste y silenciosa; y cuando las viejas la reñían por algún motivo, levantaba la cabeza, les dirigía una mirada severa, y daba la vuelta, dejándolas con la palabra en la boca.

Pasados algunos días, tía Agueda intentó salir con la niña a pedir limosna; y con el fin de inspirar compasión, exigió que saliera descalza y con viejos harapos. Carmelita rehusó salir; la vieja la riñó; aquella se sostuvo, y ésta tomó una gruesa escoba para medio matarla; pero entonces la niña tomó un gran cuchillo que servía para el brasero, y prometió herir a la tía, si le tocaba un pelo de la cabeza; la buena anciana vió en los ojos y en el gesto de la criatura, que era muy capaz de llevar a efecto su resolución, y capituló. Marta, que a la sazón estaba fuera, no presenció la escena; pero en el momento que llegó, la tía Agueda se la refirió, exigiendo que se arrojase a la calle a Carmelita: Marta se opuso fuertemente, pues cada día concebía por la criatura un cariño muy grande: riñieron las dos viejas; y al fin, Carmelita se quedó en la casa.

Una ocasión en que Agueda permaneció mucho tiempo en la calle, Marta, curiosa de saber más pormenores sobre los padres de Carmen y sobre los incidentes de la quemazón, se puso a platicar con ella; y como ya eran de más confianza, la criatura le contó cuanto era posible, pasando en silencio todas las escenas de los ladrones y del asesinato, con una discreción no común en su edad. Como entre las cosas que Carmen refirió a la anciana, una de ellas fue que su papá y su mamá tenían algún dinero, se le vino a ésta el pensamiento, que entre las ruinas y escombros, podían encontrarse algunos fragmentos de plata fundida; y tomando bien las señas de la casa quemada, aprovechó la primera ocasión para escaparse, sin decir ni una palabra, ni a Carmen, ni a la tía Agueda. La primera vez trabajó inútilmente en separar piedras, trozos de vigas, y aun basura, pues ya se había convertido en muladar aquellas ruinas; pero la segunda fue más felíz, pues encontró unos pequeños trocitos de oro, que manifestaban haber formado antes del incendio, parte de una sortija, hallazgo que la llenó de inexplicable regocijo, pues le demostró la exactitud de su pensamiento. Durante días consecutivos repitió las visitas sin fruto alguno, y estaba ya tan desanimada, que se proponía ir sólo una vez más, y abandonar la empresa. Ocupada todo el día en remover piedras y en registrar la basura, ya no pedía limosna en la puerta de las iglesias, ni visitaba a sus parroquianos, de lo que resultaba, que estaba reportando sobre Agueda todo el gasto de la casa, añadiéndose lo que comía Carmelita. La buena inteligencia entre las dos tías iba perdiéndose visiblemente, y Agueda proyectaba separar su compañía mercantil, y mudarse a otra parte, y si no lo ejecutaba, era por la razón muy fuerte, de que Agueda tenía a los muertos un miedo horrible, y creía en las apariciones, los duendes y las brujas; Marta, por su parte, estaba tan desanimada, que se propuso continuar su rebusca sólo tres días más, pero antes fue a casa de Aurora. Es necesario advertir, que ésta tenía cosa de diez o quince viejecillas conocidas, y a todas les daba dinero, ropa, comida y cuanto le pedían, porque era la mujer más franca y más caritativa del mundo.

- Muy bien lo hace usted, tía Marta, -le dijo Aurora sonriendo graciosamente, y enseñando sus preciosos y blancos dientes.

- Niñita de mis ojos, -le dijo la anciana,- tengo que contarle a usted mil cosas.

- Entre usted, tía Marta, entre usted y descanse.

Tía Marta tomó la mano de Aurora, y la llevó a sus labios con amor y respeto.

- Tía Marta, no haga usted esas cosas, -dijo Aurora ruborizándose.

Marta besó mil veces la linda mano de la opulenta señorita, a quien quería tanto, que se la quedaba mirando horas enteras; la vanidad de Aurora no dejaba de lisonjearse con tales demostraciones, y con esto era su pobre preferida. El motivo también de la buena mesa que tenían las dos ancianas, era que la mayor parte de los días, Aurora tenía cuidado de enviar algunos bocaditos a su pobre vieja.

- Vaya, tía Marta, deje usted esas cosas, y entre.

Aurora condujo a la pordiosera a un cuarto, donde habitaban la costurera y el ama de llaves, y la hizo sentar.

- Diga usted, tía Marta, lo que le ha pasado, y por qué no había venido hace días.

- En primer lugar, señorita, me encontré una niña.

- ¡Una niña!

- Sí, y muy preciosa.

- Ay, ¡qué fortuna! -dijo Aurora juntando sus manos, y acercando su silla al canapé donde estaba sentada la vieja.

- Se llama Carmelita.

- Bonito nombre.

- ¿Y por qué no la trajo usted?

- Es huerfanita.

- ¡Pobrecita!

- La encontré en la calle casi muerta de hambre.

- ¡Infeliz criatura!

- Y compadecida de ella, me la llevé a mi casa.

- ¡Bendito sea Dios! El debe pagarle a usted su caridad.

- Lo más particular es, que su casa se quemó.

- ¡Pobrecita!

- Y sus padres se quemaron también.

- Jesús, ¡qué horror! ¿Y por qué me cuenta usted esas cosas tan funestas?

- Por un milagro de Dios, y sin saberse cómo, escapó la muchacha.

- Tráigala usted, tía Marta, quiero conocerla, y hacerle sus vestiditos. ¿Qué edad tiene?

- No lo sé, pero representa como de diez a doce años.

- ¿Y es bonita?

- Como una plata.

- Pues es necesario que yo la vea. Figúrese usted que idolatro a los niños, y después como esta criatura es huerfanita, me da mucha lástima.

- Prometo a usted traerla mañana o pasado mañana, y también le prometo otra cosa.

- ¿Cuál tía Marta?

La vieja se acercó, y le dijo al oído:

- Estoy buscando un tesoro.

Aurora se echó a reir.

- ¿Está usted demente, tía Marta? ¿Y dónde está usted buscando semejante tesoro?

- En unas ruinas, niña; llevo algunos días de trabajar como un gañán, y ...

- ¿Y ha encontrado usted algo? -interrumpió Aurora.

- Hasta ahora nada.

Aurora volvió a reír de nuevo.

- Niña, por Dios, que no lo sepa nadie, es un secreto que yo confío a usted. Es cierto que nada he encontrado hasta ahora pero encontraré, no lo dude usted niña.

- ¿Y qué razones tiene usted, tía Marta, para creer que encontrará algo en esas ruinas?

- Tengo, lo que llaman, corazonada; además, todos los días, antes de comenzar mi rebusca, voy y rezo cuatro Credos en Catedral al Señor del Buen Despacho, y creo que me ayudará. He prometido también, que la primera cosa que me encuentre, será para usted con tal de que se dé una limosna para las pobres monjitas capuchinas.

- No habrá necesidad de eso, tía Marta, -le contestó Aurora,- en cuanto usted se convenza de que no hace más que perder el tiempo, daremos una limosna a las capuchinas; no se dilate mucho, porque las pobres carecerán de ese auxilio, y la conciencia de usted se gravará.

- Si dentro de seis días no he vuelto, ya no me aguarde usted para dar la limosna, pero siempre, repito que mi intención es dar a usted lo primero que me encuentre.

Tía Marta se despidió, prometiendo volver a la casa de Aurora, acompañada de Carmelita y del tesoro en cuya busca andaba. Redobló su trabajo; se levantó al día siguiente mucho más temprando que de costumbre, entró más tarde, y volvió a salir de nuevo. Agueda veía con inquietud y desconfianza esta conducta, tanto más, cuanto que, a causa de Carmelita, la amistad entre las dos viejas se había resfriado enteramente.

Durante cinco días, tía Marta, con un tesón infatigable, estuvo removiendo la basura y los escombros, y casi perdía toda esperanza: el sexto día muy temprano, con más afán que ninguno de los días precedentes, se dirigió a buscar el soñado tesoro; después de cerca de tres horas de fatiga, y cuando ya se retiraba sudorosa y llena de desconsuelo, movió con el pié una piedra, y le ocurrió, por último, buscar debajo de ella, recordando que era uno de los puntos que no había sujetado a su investigación; separó algunos ladrillos, alguna tierra, algunos trozos de madera, y logró profundizar hasta el pavimento. Entre la tierra y el cascajo vió relumbrar alguna cosa, y era que un rayo de sol caía directamente sobre una de las facetas de una piedra preciosa. El corazón de la anciana dió un vuelco, separó con precipitación la tierra, puso la mano sobre el objeto brillante, que había llamado su atención, y la retiro con un hermoso fistol de diamantes, que era nada menos que el fistol de Rugiero. Sopló sobre el fistol para acabarle de quitar la tierra, y entonces los rayos del sol iluminaron completamente el diamante, y tía Marta quedó deslumbrada, y mirando por algún tiempo mascarones y figuras horrendas de un color rojo. Repuesta de su asombro, continuó buscando, y encontró un hermoso collar de esmeraldas, unos anillos de brillantes, unas sogas de perlas, un rosario de corales, un reloj de oro, en fin, la mayor parte de las alhajas que los ladrones habían robado a D. Pedro, y que pertenecían, como sabe el lector, al padre de Arturo.

Todos los pobres son muy caritativos, al menos en deseos.

- ¡Ah! si yo tuviera dinero, dicen, daría muchas limosnas, haría muchas obras de caridad, no rechazaría a los infelices, pero en cuanto el pobre es rico, se vuelve más egoísta y más orgulloso que los que han nacido en el oro. Se queja el soldado de la crueldad del cabo, y en cuanto asciende a cabo, azota sin piedad a los que han sido antes sus compañeros, así pasan las cosas en este mundo, y así sucedió cabalmente a la anciana tan luego como se encontró el tesoro. Se había propuesto regalar a Aurora la primera de las alhajas que encontrara, pero el fistol, aun cuando realmente no conocía todo su mérito, le parecia demasiado valioso: a Carmelita, a quien había tenido lástima, la consideró como gravosa e insoportable, en cuanto entró en posesión de las alhajas. La vieja no estaba en estado de poder conocer la repentina variación de su alma, porque los virtuosos y fanáticos suelen encontrar para todo razones de conciencia. Tía Marta reaccionaba a su manera; la caridad bien ordenada, decía, entra por sí misma, la niña Aurora es rica, y ninguna falta le hace este fistol, mientras a mí, que soy una pobre, todo me hace falta: Carmelita es una pobrecita criatura, continuaba discurriendo, mientras que volvía a paso lento a su casa, pero Dios no manda que se eche uno obligaciones encima. Cuando llegó a su cuarto, no se había fijado en ninguna resolución, pero si consideró absolutamente necesario ser muy reservada y cautelosa, porque si bien vacilaba en los otros pensamientos, le parecía claro y evidente que la compañía con Agueda era sólo para dividir exactamente la limosna, y no un tesoro que le había deparado la Divina Providencia, en primer lugar, y en segundo, su trabajo personal: hizo, pues, un lío, lo ató en su cintura debajo de su vestido, y entró al cuarto, lamentándose del calor y de la poca caridad de las gentes, pues sólo había juntado un real y cuartilla, después de recorrer la ciudad de un extremo a otro. Tía Agueda la recibió de muy mal talante: primero, porque el peso de la casa seguía recayendo sobre ella; y segundo, porque Carmelita, en vez de lavar los trastos, se había estado jugando. Las dos viejas riñieron, y casi habrían llegado a las greñas, si Carmelita, juntando sus manecitas, no se hubiera interpuesto entre ellas.

- Señoras, pues que soy causa de que ustedes se disgusten, me iré ahora mismo a pedir limosna por las calles, -dijo Carmelita.

Este razonamiento lleno de juicio en una niña tan de poca edad, llamó la atención de las dos ancianas, y se apaciguaron, retirándose cada una a su rincón a coger su libro de ejemplos y sus grandes antiparras, aunque gruñiendo siempre como dos perros que acaban de pelear.

Tía Marta, que antes era jovial y platicadora, desde el día en que encontró el tesoro, se puso taciturna, pensativa y desconfiada; poco hablaba con Agueda; solía reñir a Carmelita, y dormía más de lo regular. Su conciencia le remordía, y entre tanto no había ido a la casa de Aurora, faltando así al solemne compromiso que había contraído. Una reflexión muy positiva, más que el remordimiento de la conciencia, la decidió a tomar una resolución definitiva: pensó naturalmente que una pobre mujer como ella, no tenía títulos para salir a vender unas alhajas de valor, y que podría muy bien exponerse a que se creyese que era una ladrona o receptadora, y fuese a dar a la cárcel, quedando su tesoro como cuerpo de delito en poder de los apreciabilísimos jueces y escribanos que conocieran en el asunto. Obró, pues, como una mujer corrida de mundo; y se resolvió a ver a Aurora, y a confiarle con entera verdad todo el caso, haciéndola con mucha reserva depositaria de las alhajas.

Inquieta y desasosegada, temiendo a cada momento que Agueda penetrara su secreto, y sufriendo una inflamación aguda en el bazo y en el hígado, a consecuencia de traer amarrado el envoltorio de alhajas, se decidió a dirigirse a la casa de Aurora, llevando consigo a Carmelita, a la que vistió lo mejor que pudo, obligándola a que se lavase la cara y a que se peinara sus cabellitos blondos. La criatura estaba interesante: sus ojos eran grandes y lánguidos; su cutis muy limpio; en sus labios casi siempre vagaba una triste sonrisa que hacía juego con la expresión pensativa y melancólica de sus miradas. No se podía definir la mezcla de orgullo, de resignación, de desgracia y de inteligencia que revelaban sus facciones, que eran en conjunto de una delicadeza exquisita. Marta salió acompañada de Carmelita, y llegó a la casa de Aurora, a la sazón que ésta se hallaba en el corredor componiendo las macetas.

- Me tenía usted muy enojada, tía Marta, -le dijo e cuanto la vió atravesar el patio;- creí que ya no venía usted, y como siempre se me olvida el nombre del callejón donde usted vive, no tenía ni el recurso de mandarla ver. Suba usted, suba breve, pues ya veo que trae a la niña.

Sin dar tiempo a que tía Marta le respondiera, Aurora dejó las macetas; se limpió sus blancas manos, y bajó ligera la mitad de la escalera: en el descanso encontró a Carmelita, que había subido con una poca de más ligereza que la anciana.

- Ven, ven; sube pronto, para que te dé un abrazo, -le dijo Aurora.

Y como la criatura subió tres escalones más que la separaban de Aurora, ésta la recibió en sus brazos, le besó la frente y la condujo a su tocador sin hacer caso de tía Marta, que subía lentamente las escaleras, pues el trabajo que emprendió para buscar el tesoro, había disminuido sus fuerzas.

Aurora se sentó en un rico sillón de brocado; puso a la niña entre sus rodillas, y comenzó a acariciarla con un entusiasmo verdaderamente maternal.

- ¿Como te llamas, linda? -le dijo Aurora con una voz dulce y cariñosa.

- Carmen, -respondió la criatura.

- ¿Tienes madre?

Carmelita no respondió; sólo echó una mirada triste a Aurora; bajó sus grandes ojos, y se puso a jugar con el fleco de una mascada con que la tía Marta la había adornado.

- ¡Pobrecita! -dijo Aurora estrechándola contra su pecho,- comprendo que eres huérfana, y que te causa mucha pena que te lo recuerden. Vamos, no volveré a ser imprudente. ¿Sabes coser?

Carmelita, llena de reconocimiento, se atrevió a poner una mano sobre la de Aurora, y respondió:

- Sé coser, pero muy mal.

- ¿Y quieres que te enseñe a coser bien y a bordar?

- Sí, señora.

- ¿Sabes rezar y sabes la doctrina?

Carmelita se puso como un clavel, y ocultó su rostro entre sus manos.

- Ya entiendo, -continuó Aurora;- tú no sabrás rezar, o se te habrá olvidado; pero no tienes la culpa, hijita mía. ¿Pero por qué no te ha enseñado a rezar tía Marta? 

- Todo el día está en la calle.

- Es una contracaridad que se tenga a una niña sin enseñarle su religión: estoy muy enfadada con tía Marta. ¿Quieres que te dé alguna ropa para que te vistas, hijita mía?

Carmelita tampoco respondió; pero enlazó con sus brazos el cuello de Aurora, y la miró con sus bellos ojos llenos de lágrimas: Aurora se enternecio.

- Desde hoy, Carmelita, eres mi hija, ¿lo oyes? mi hija. Yo te enseñaré a coser, a bordar, a rezar la doctrina; te vestiré muy bien; te amaré mucho.

Carmelita clavó sus pequeños labios purpurinos en la fresca boca de Aurora: los niños pagan así lo beneficios. La inocencia tiene en el fondo del corazón un tesoro de gratitud, que se va gastando con la edad, y que se pierde completamente con los desengaños del mundo.

- Se me había olvidado que dejé a tía Marta en el corredor, -dijo Aurora levantándose;- mira, Carmelita, diviértete, y coge todo lo que quieras.

Aurora abrió un ropero de madera; puso ante la vista de Carmelita una multitud de preciosas chucherías, y salió como ella andaba siempre, ligera, airosa, dando a sus más insignificantes movimientos una gracia verdaderamente mágica.

Carmelita se quedó abismada delante del ropero, contemplando tanto primor, que jamás había visto, pero sin atreverse a tocarlo.

- Señorita, ya encontré el teso... -dijo tía Marta en cuanto vió salir a Aurora.

- Déjese usted de sus tesoros y de sus visiones, -le interrumpió;- mejor sería que hubiera usted enseñado a rezar a esta criatura. Estoy muy enfadada con usted ... la verdad, yo creía que usted era una mujer más cristiana.

- Niña de mis entrañas, no se enfade usted, por Dios, -le contestó la anciana:- por buscar el tesoro no he tenido lugar; pero ...

- ¡Qué tesoro! ¡ni qué cuentos! tía Marta; primero es la obligación de enseñar al que no sabe, que la ambición; ya no volveré a dar a usted nada. Y vamos, ¿por qué esa otra compañera que tiene usted no ha enseñado a Carmelita?

- ¡Qué, niña de mis ojos! si tiene un genio infernal, que yo sola puedo sufrirlo: todo el día riñe a la criatura, y la hubiera puesto en la calle, a no ser por mí.

- ¡Pícara vieja! -dijo Aurora indignada,- ¿con que ha regañado a Carmelita? Ni agua, ni agua, merece una gente tan cruel.

Aurora corrió de nuevo a su alcoba.

- ¿Conque te han regañado, hijita mía? -le dijo inclinándose para abrazarle la frente,- ¿conque te maltrataba esa infame vieja? Verás, verás, como tu nueva madre no es así. Coge, vida mía: todo lo que está en el cajón es para tí, para que te diviertas.

Aurora volvió a salir precipitadamente: estaba medio loca con la criatura, porque ya hemos dicho que adoraba a los niños.

- Vamos, tía Marta, cuénteme usted ahora la historia de su tesoro. Por supuesto que Carmelita se queda en casa conmigo, porque la quiero como si fuese mi hija. Diga usted, diga usted, tía Marta, pues ya tengo impaciencia de saber cómo se encontró usted por fin ese tesoro.

Tía Marta le contó minuciosamente todo lo ocurrido, ocultándole sólo que las ruinas eran precisamente las de la casa quemada donde pereció la familia de Carmelita: así visiblemente tía Marta no hacía más que un robo de las alhajas, que mientras no aparecieran sus dueños, pertenecían de derecho a la criatura. La desgracia había hecho a tía Marta una mujer cristiana y timorata, aunque algo supersticiosa y convenenciera; y unos cuantos bienes de fortuna la volvieron repentinamente egoísta y pervertida. Tía Marta tuvo un momento en que pensó entregar a Aurora el fistol en cumplimiento de su palabra; pero le daba tanto dolor el desprenderse de su tesoro, a pesar de lo mucho que le incomodaba el tenerlo ceñido al cuerpo, que aun quiso tenerlo, por un capricho inexplicable, una noche más, y no lo enseñó a Aurora, dándole solo las señas de su casa, y recomendándole que enviara al día siguiente un criado de toda confianza: lo que en realidad queria Marta era tener un día más de plazo, para pensar si por fin regalaba o no a su protectora el fistol de Rugiero.

Tía Marta se despidió dejando a Carmelita, y concluyendo por pedirle prestados a Aurora cuatro pesos. Esta comenzó a sospechar de la vieja, figurándose que todo lo del tesoro no era más que una mentira, inventada para sacarle dinero; mas cediendo a los impulsos de su buen corazón, le dió los cuatro pesos, y prometió enviar al criado al día siguiente temprano. En cuanto llegó la madre, que estaba en la calle, Aurora le presentó a Carmelita, y fácilmente consiguió que consintiese en que se quedase por unos días.

Tía Marta llegó a su casa muy contenta de haberse desprendido de Carmelita, y de haber conseguido los cuatro pesos. Agueda, con estas noticias, puso mejor semblante; hicieron las ancianas su liquidación acostumbrada, y tomaron sus libros piadosos para leer. Marta, además de haber sido tentada por el demonio de la ambición, lo fue por el de la gula, y en medio de la lectura devota y de las graves reflexiones sobre la pasión de Jesucristo, que debía estar haciendo, (pues era justamente un viernes), pensaba en el fiambre, en los buñuelos, en el tepache, en los chorizos y en la longaniza. Tenía representados en su imaginación los puestos del Portal de las Flores; sus ojos veían a la puestera, salerosa y diligente componiendo las ensaladas, extendiendo los buñuelos, convidando con voz chillona a los transéuntes, y sus oídos se complacían en el estrépito de la manteca, y la voz aguda de la puestera penetraba hasta el fondo de su pecho: era presa de uno de esos éxtasis, en los cuales la fuerza de la imaginación exagera los goces materiales, y había volteado cuatro o cinco hojas del Padre Parra, sin comprender absolutamente nada: siendo ya sus deseos invencibles, cerró el libro.

- ¿Sabes, Agueda, -dijo,- que tengo un verdadero antojo?

- ¿Cuál, Marta? 

- Comer chorizones, fiambre y longaniza del Portal de las Flores.

- ¿Sabes que el mismo deseo tengo yo? -dijo Agueda, quitándose los grandes anteojos que tenía montados en la punta de la naríz, y cerrando el libro.

Ninguno de los lectores dudará que por lo general las viejas son los animales más glotones de todos los de la creación: tía Marta y Agueda, hemos dicho que tenían buen diente, y así, no es extraño, pues, que pretendieran hacer lo que verdaderamente podía llamarse una calaverada.

- La dificultad, -dijo Marta,- que ya es tarde.

- ¡Qué -respondió Agueda,- aún no dan las ocho! ... y además la noche está hermosa, y llena de estrellas.

- Pues si te parece, vamos al Portal de las Flores.

- Vamos en un momento ... Pero hoy es viernes, día de rezar la Corona a la Virgen de los Dolores, y día de ayuno.

- La Santísima Virgen nos dispensará, y en cuanto a la Corona, la rezaremos después de la cena.

- Enhorabuena, la Virgen no es imprudente, y nos perdonará; el comer es sin duda un placer muy inocente, y que rezaremos siete Salves más, en pago de lo que vamos a comer.

- Cabal, dices perfectamente, Marta; siete Salves, y su Divina Majestad permitirá que nos aproveche la cena.

- Pues vamos en un momento.

- Vamos.

Las dos viejas cerraron el cuarto, y se dirigieron al Portal de las Flores, con cuanta ligereza les permitía su avanzada edad.

Llegando al Portal, su olfato se halló sumamente complacido con el aroma de los manjares, y su oído con la voz de tiple de las puesteras, que con el mayor amor y cariño, invitaban a cenar a todos los transéuntes.

- ¡Aquí hay fiambre, pollo, chorizones, buñuelos! Venga usted, mi alma. Venga usted a cenar.

Las dos tías, al soslayo, recorrían con la vista los puestos, manifestándose hurañas y desdeñosas a estas invitaciones, pero así que escogieron aquel de donde salían los más vivos olores, y cuyos guisados les parecieron los más bien condimentados, se embutieron en el quicio de la puerta de la tienda de D. Nicanor Béistegui, y allí la vendedora les llevó platos de fiambre, longanizas fritas, pollo frío, frijoles y buñuelos, y sus correspondientes vasos de tepache; cenaron en silencio, pero excesivamente, y ya casi beodas se retiraron con pasos trabajosos a su casa, en donde, como no estaban en disposición de rezar la Corona, se acostaron, pudiendo apenas santiguarse y apagar la vela. A la media noche, Agueda despertó, porque un violento dolor de estómago le hacía retorcerse en la cama, sentía que se le hundía el lecho, y que las arterias de las sienes le latían fuertemente.

- ¡Marta, Marta; me muero, un padre, por Dios!

Marta despertó, recapacitó un poco, se puso la mano sobre el estómago, que le dolía igualmente; le parecía también que el lecho se hundía en un abismo profundo, y que tenía el cerebro como un plomo.

- Agueda, -exclamó,- estoy muy mala, y me muero; ¡un padre, por Dios, un padre!

Marta encendió un cerillo, y cuando el cuarto se iluminó por la luz opaca de una delgada vela de sebo, entonces las dos ancianas, que estaban sentadas en su lecho pudieron contemplar mutuamente las fisonomías espantosas y cadavéricas que en un momento les había puesto la enfermedad; eran dos parcas, dos esqueletos de movimiento, que habrían asustado al hombre de corazón más animoso; se echaron mutuamente unas tristes miradas, y exclamaron dolorosamente:

- ¡Nos morimos, nos morimos sin remedio!

No fatigaremos al lector con describirle minuciosamente las escenas de un miserere, que era la enfermedad que había acometido a las dos ancianas golosas, como debe suponerse, a consecuencia de la cena de fiambre del Portal de las Flores, en la cual invirtieron doce reales de los cuatro pesos que había prestado Aurora a tía Marta. Toda la noche se quejaron, clamaron a la Virgen y a todos los santos del cielo, se retorcieron en la cama como unas culebras, volvieron el estómago, y casi agonizaron; tía Marta, sin embargo de este peligro, no reveló el secreto de las alhajas a la otra anciana. Cuando penetraron por las rendijas de la puerta los primeros rayos de la aurora, la misma violencia de la enfermedad las había postrado en el lecho, y aparentemente estaban tranquilas. Cosa de las siete tocaron la puerta; tía Marta, que parecía la más aliviada, se levantó aunque trabajosamente, y abrió; ¡era el criado de Aurora!

Tía Marta le dió el bultito con las alhajas, y le dijo en voz baja:

- En este trapito está envuelto un fistol que es de la niña Aurora, las demás cosas pertenecían a la casa de Carmelita, y son de ella. Ruéguele usted a la niña que, si puede, venga acá un momento, antes de que muera, porque tengo un secreto que confiarle.

La basca comenzó de nuevo a la tía Marta, y ya no pudo proseguir: el criado, asustado, creyendo que había hablado con un personaje del otro mundo, tal estaba de desfigurada la infeliz vieja, se marchó sin haber entendido del recado otra cosa, sino que el fistol envuelto en el trapito era para su ama.

Aurora, muchacha, y naturalmente curiosa, se había levantado más temprano que de costumbre, y aguardaba impaciente el resultado del mensaje; no se hizo esperar mucho el criado.

- Niña, yo he hablado con una muerta, no lo dude usted.

- ¿Cómo, Benito? explícate.

- Me dió esto para usted. En este trapito hay un fistol envuelto, que es el que le toca a usted.

- ¿Que me toca a mí? -preguntó Aurora cada vez más sorprendida.

- Eso mismo me dijo, niña, que el fistol envuelto en este trapito le toca a usted, y las demás cosas que están en este otro envoltorio son, son ... de ... pues ya no me acuerdo.

- Pero, hombre, estás fresco con no saber el recado.

- Si la niña hubiera visto a la señora, se habría asustado; ya casi ni podía hablar, y apenas me habló cuando cayó en la cama como una muerta; yo corrí, porque la verdad, me daba mucho miedo el cuarto tan oscuro, que parecía una tumba.

- ¡Qué cosa tan particular! -dijo Aurora en voz baja,- yo creía que eran cuentos los de esta anciana, y al fin se ha encontrado el tesoro. 

- Me dijo que su merced podía verla; que tenía que confiarle un secreto, y que muy pronto se moría.

- Dame, dame esos bultitos, -dijo Aurora,- y manda que pongan el coche; una vez que esta mujer tiene un secreto que confiarme, y está muriendo, es una obra de caridad irla a visitar. ¡Pobrecita!

Aurora se retiró a su alcoba para ponerse un traje, pues estaba con una ligera bata de mañana, y para ver el tesoro de la tía Marta.

Lo primero que desató fue el fistol de Rugiero, envuelto en ocho trapitos mugrosos.

. ¡Ah, esto es magnífico, es un verdadero tesoro, parece un lucero! -exclamó Aurora, volviendo el fistol a un lado y a otro.

Después le pasó ligeramente un cepillo por encima, para quitarle el polvo, se lo prendió en la bata y se miró al espejo.

- Ni duda, -continuó,- creeran las gentes que tengo una estrella en el pecho; es lindísimo, y no habrá persona en el Teatro Nacional que no me vea ... ¡Oh, divino, divino! -volvió a decir Aurora moviéndose graciosamente para contemplar mejor los visos del fistol.- Veamos ahora lo que contiene este otro bultito ... pesa ... a ver ...

Aurora comenzó a desatar uno, dos, tres, finalmente diez envolturas de trapo; y encontró el collar de esmeraldas, el rosario de corales de perlas, en una palabra, las alhajas que ya conoce el lector, y que fueron empeñadas y vendidas por los ladrones al infortunado tendero del Sol Mexicano.

Aurora, con la curiosidad de una niña, comenzó a examinar las alhajas, llamándole la atención el collar de esmeraldas, pero a poco se levantó rápidamente.

- ¡Válgame Dios! me olvidaba de que esa pobre anciana se está muriendo, y yo no sé qué hacer con estas alhajas; vamos, vamos pronto.

<Se echó encima el primer vestido que tuvo a la mano, tomó un chal de cachemir, y dejando tiradas y revueltas las alhajas y el fistol, salió gritando:

- El coche, el coche: ¡Ah! se me olvidaba avisarle a mamá, -entró a la alcoba de la madre, y abrazándole la frente le dijo:- me voy, me voy ahora mismo.

- ¿Pero a dónde vas sola, hija?

- Voy con la costurera.

- ¿Pero a dónde, a dónde vas?

- A ver a la pobre tía Marta, que se está muriendo. Adiós, pronto vuelvo.

- Pero oye, niña ...

Aurora no aguardó más, y cuando su madre acabó de decir estas palabras, ya la muchacha había bajado la mitad de la escalera; subió al coche sin la costurera y se dirigió a la casa de la tía Marta.

Cuando llegó, las dos ancianas estaban agonizando, tía Marta apenas pudo estrechar con sus manos descarnadas y frías la mano tibia y perfumada de Aurora, y exhaló el último suspiro, sin haber podido aclarar algo más del asunto de las alhajas.

Las vecinas, muchas de las cuales eran las mismas que habían calumniado a Celeste, luego que vieron parar un espléndido coche, salieron a la puerta de sus cuartos, rodearon a Aurora, saludándola con el mayor respeto, haciéndole mil cumplimientos y zalamerías, y atreviéndose a preguntarle algo sobre sus relaciones con las ancianas para satisfacer la viva curiosidad que las aguijoneaba. Aurora, amable y complaciente con todo el mundo, correspondió con amables sonrisas a los agasajos, pero no respondió a sus preguntas, porque las misma agitación en que se hallaba, se lo impedía, aunque entendiera lo que le decían.

- ¡Qué cosa tan extraña de cuarto, sin duda debe de estar encantado! -decían,- cuando vivía Celeste, la venía a visitar el más lindo mozo de México, y ahora visita a estas dos viejas pordioseras la más hermosa de la ciudad.

- Pero vean ustedes, -decía otra,- lo más raro es, que siempre suceden mil desgracias en ese cuarto; el padre y la madre de Celeste se murieron, y ahora en los mismos rincones se han muerto repentinamente estas dos viejas, que yo creo que deben de tener dinero.

- ¡Toma! ellas se daban buena vida.

- ¿Y de qué murieron?

- De miserere; anoche fueron a cenar fiambre y chorizones al Portal de las Flores, y hoy ya están con Jesucristo.

- Con razón se murieron; ¡en su edad, comer chorizones y fiambre! ¡Pobres tías! ¿Se confesaron?

- Una de ellas sí, la otra no pudo hablar, y sólo le apretó la mano el padre.

- ¿Pero esta niña, quién será?

- ¡Toma, es Doña Aurorita, muy rica, muy rica, y muy caritativa, y muy bonita, como una plata!

- ¡Qué bondad de venir al cuarto de unas viejas moribundas! No todos los ricos hacen eso.

- ¡Cabal! la mayor parte son más orgullosos, que no dejan subir las escaleras. ¡Ya se ve! creen que todos los pobres somos ladrones, con esto, ni nos hablan.

- Niña, y no dejan de tener razón; ya ve usted que por unos pierden otros; ¿quién había de decir, que esa Celeste que se hacía tan mustia, fuese una ladrona, que desplumó al guapo muchacho que la veía a ver todos los días?

- ¿Y qué le sucedió por fin a Celeste?

- En la cárcel se está pudriendo, hecha un gato de flaca.

- ¡Qué, si se escapó de la cárcel, y se fue con un capitán!

- No, está en la cárcel, y creo que la han condenado a diez años de Recogidas.

- Calle ... la niña sale ya del cuarto. ¡Qué tápalo tan lindo, qué vestido!

- Y que cara de ángel, -decía otra,- ¿qué piesito, qué cuerpo tan pulido! ... Veremos lo que sucedió, porque sale medio triste y llorosa.

- ¿Qué sucedió, señorita? dispensando mi curiosidad, -dijo una de las vecinas.

- Murió la pobre tía Marta, -dijo Aurora con tono triste.

- ¡Murió! -repitieron las vecinas, aunque muchas de ellas lo sabían ya.

- Era una santa mujer tía Marta, -dijo Aurora;- y pierden ustedes una buena vecina.

- Muy buena, muy buena, -repitieron,- y nosotras hemos hecho cuanto ha sido posible por auxiliarla: se le trajo un padre para que la confesara; y si no recibió el Santísimo Sacramento, fue porque el tiempo no alcanzó, pues no supimos su enfermedad hasta esta mañana.

- Mil gracias por la caridad que han hecho con esta infeliz.

Aurora se despidió de las vecinas, y prometió que enviaría a una persona que dispusiese los funerales.

Las vecinas se quedaron haciendo mil comentarios, como el día en que Celeste fue sacada por la policía.

Desde que sucedió ese acontecimiento, hasta la muerte de las dos viejas, ninguna ocurrencia había turbado la tranquilidad de la casa de vecindad; y con esto las vecinas tenían furor de hablar.

A la tarde vinieron las gentes de la servidumbre de Aurora a la casa de vecindad, con unos ataudes pintados de negro; y llamado al cura de la parroquia, se cantaron en el zaguán oraciones de difuntos delante de los cadáveres de las dos pordioseras, conduciéndolos después al panteón de Santa Paula: todo esto se había hecho de cuenta de Aurora, y las vecinas no hallaban palabras suficientes para elogiar la caridad de la primorosa señorita.

Luego que se llevaron los cadáveres, Doña Venturita, la misma que armó la polvareda cuando la aventura de Celeste, y que los lectores recordarán que era una parlanchina insoportable, reunió a las vecinas de más confanza, y las llevó a su cuarto; y como eran cerca de las ocho, encendió una vela bendita de cera y les propuso que rezaran la Estación por el descanso del alma de las dos difuntas. Las vecinas no tuvieron ninguna dificultad, y entonaron en coro la Estación: al concluir la plegaria oyendo que tristemente tocaban las campanas de la parroquia de San Sebastián, concluyeron también el último Requiem, y se quedaron un poco tristonas y silenciosas, porque siempre el aspecto de la muerte recuerda cuán frágil y perecedera es nuestra existencia transitoria, en este mundo.

Doña Venturita se atrevió a interrumpir el silencio.

- Mis vidas, -dijo,- no estén tan tristes, que al fin ya las pobres tías están gozando de Dios, y nosotras hemos quedado en este valle de lágrimas.

- Es verdad: Dios las haya perdonado, -respondieron exhalando un profundo suspiro las vecinas, y envolviéndose hasta los ojos con sus rebozos.

- Pues ya que las dos tías están, cuando mucho, en el Purgatorio, hagamos diligencia nosotras de que salgan más pronto.

- Sí; y aunque malas, todas ls noches les rezaremos la Estación, y oiremos misas en el altar del Perdón.

- Pero sería mucho mejor mandárselas decir.

- Ya se ve; pero es imposible, pues somos unas pobres.

- Vaya, en poca agua se ahogan, -continuó Venturita,- con el dinero de ellas lo haremos, y también podremos remediarnos.

- ¿Con el dinero, dice usted, vecinita? -preguntó una de las concurrentes.

- Cabalito, -respondió doña Venturita con el más perfecto tono de seguridad.

- Explíquese usted, vecina.

- Hable usted, comadre.

- Diga usted, doña Venturita.

Y como todas querían hablar a un tiempo, en el mismo instante que oyeron la palabra dinero, doña Venturita se puso un dedo en la boca.

- Silencio, silencio, -les dijo;- es asunto este que lo debemos tratar nosotras solas, y que ni lo huelan las vecinas de arriba, porque nos meteríamos en averiguaciones: acérquense a acá.

Las vecinas se acercaron a doña Venturita.

- Estas tías han dejado dinero.

- Imposible: eran unas limosneras, que siempre se vestían de trapos viejos.

- No le hace; yo les digo, vecinas, que las difuntas tenían su morralla.

- ¿Y dónde?

- En el cuarto: ese cuarto es muy misterioso.

- ¿Pero cómo? ...

- Enterrado.

- Imposible, vecina: eran muy tragonas, y todo lo que juntaban de limosna, se lo comían.

- No le hace; yo les digo, vecinas, que han de tener dinero enterrado.

- No lo creemos.

- Pues vaya, les aclararé paradas: cuando una de las dos viejas quedaba sola, miraba si la observaban; entrecerraba la puerta, y se metía debajo de la cama.

- Sería a ...

- No: a enterrar el dinero.

- ¡Imposible! ¡Imposible!

- ¡Caramba! son muy incrédulas, y hacen hablar a una más de lo necesario. Si no fuera por qué, les diría una cosa que he visto con estos ojos, que se han de comer la tierra.

- ¿Qué ha visto usted, vecina? Díganos usted, por Dios, y por los huesos de ls difuntas.

- Al fin no me creen, ¿para qué hemos de hablar? -dijo Venturita algo enfadada.

- No se incomode usted, mi vida, y díganos por Dios qué vió.

- Pues lo que he visto en el cuarto de las tías, es una luz.

- ¡Una luz! -repitieron todas.

- Sí, una luz, -dijo afirmativamente doña Venturita;- y donde se ve una luz, no cabe duda en que hay dinero enterrado.

- Cabal, cabal.

- Y si quieren desengañarse, no tienen más que asomarse al cuarto.

- ¡Dios nos ampare! En ese cuarto, donde tanto muerto ha habido, deben de espantar.

- Pues yo voy, -dijo una de las vecinas;- que no les tengo miedo a los muertos.

- Niña, no sea usted temeraria, ni tiente a Dios de paciencia.

- Sí, vaya usted doña Venturita; al fin, el que se va a la otra vida, con dificultad vuelve.

- ¡Jesús! ¡Jesús! -exclamaron las vecinas;- y ¡qué valor de criatura!

La vecina valerosa se puso en pie, y de puntillas y con todas las precauciones de una gente que teme ser observada en una operación secreta, se dirigió al cuarto de las difuntas que estaba entreabierto; a poco volvió, fingiéndose asustada.

- No cabe duda, niñas, he visto una luz.

- ¡Una luz! -exclamaron todas,- ¿conque es cierto? ¿conque no cabe duda?

- No cabe duda.

- ¡Se los decía! -dijo doña Venturita,- pero nunca me quieren creer: lo mismo sucedió cuando lo de Celeste; y si no ha sido por mí, quién sabe si todas vamos a la cárcel.

- Pues ahora creemos a usted, doña Venturita; diga usted lo que hay.

- Lo que hay es dinero enterrado.

- No cabe duda, dinero enterrado; ¿pero qué haremos?

- Para eso las he reunido en mi cuarto, vecinitas: lo que a mí me parece más acertado es, buscarlo; y si lo encontramos, una parte la destinaremos para misas y responsos, y otra nos la repartiremos; pero sin decir una palabra a nadie.

- Excelente; muy bien pensado, -dijeron las vecinas,- ¿pero cómo? ...

- Dentro de un rato. Antes de las diez se van el teniente, el mercedario y el practicante, que vienen todas las noches a casa de las vecinas de arriba; y en cuanto se vayan y la casa quede en silencio, nosotras vamos a registrar el cuarto de las tías. Si es necesario una barreta para levantar las vigas, aquí tengo; y para escarbar, con el asador y los cuchillos de la cocina es bastante.

- Muy bueno; pero hemos de ir todas juntas.

- Todas juntas se supone, -dijo doña Venturita;- y si Dios nos da alguna cosa, partes iguales para todas, como buenas amigas.

- Partes iguales: para todas el susto y para todas la recompensa: es justo.

- Muy justo.

- Y hacemos unas buenas posadas, que suenen en todo el barrio.

- O una jamaica.

- O una pastorela.

- Mejor coloquio.

- Y yo compongo mi cuarto, y lo pongo primoroso.

- Y yo visto a mis muchachas.

- Pues yo le pago al cobrador.

- Y yo prometo que me voy a los toros y a la comedia dos meses seguidos.

- No hagan cuentas alegres, porque si no se encuentra nada, el chasco es completo, vidas mías.

- ¿Pero no dice usted que el dinero está enterrado?

- Sí: pero todo el mundo sabe que al que no le conviene, se le vuelve carbón.

- Ni lo quiera Dios.

Las vecinas en estas y otras conversaciones aguardaban con impaciencia que sonaran las diez de la noche: dió el reloj de San Sebastián las diez campanadas y un cuarto de hora después bajaron el teniente, el mercedario y el practicante, a quienes salían a dejar las niñas hasta el portón con dos o tres velas para alumbrarles la escalera, armando mucha boruca y charlando todavía un gran rato.

La casera, conforme a la costumbre, en punto de las diez cerraba la puerta del zaguán; pero el mercedario gozaba el priviledio de tener una llave, con la cual daba salida a los concurrentes, y abría y cerraba a cualquiera hora de la noche. Las vecinas de arriba, así que se hubieron marchado sus visitas, como hemos dicho, cerraron sus puertas, y lo mismo hicieron aparentemente las que estaban comprometidas en el complot; y cercioradas de que la casa estaba en un profundo silencio, salieron llenas de valor y de brío a ejecutar su intento. Doña Venturita, con su barreta en la mano, estaba a la cabeza de tan intrépidas mujeres. Llegaron a la puerta del cuarto; y no la cortesía, sino el miedo, las hizo disputar largo tiempo sobre quién entraría primero: decidióse doña Venturita para dar ejemplo, y entró resueltamente con su vela en la mano; y las demás la siguieron, asidas de las manos y estrechándose unas contra otras. Una vez que estuvieron dentro del cuarto, y que registraron los rincones y las camas, cerciorándose de que nada había, adquirieron más confianza, y resolvieron remover el lecho de la tía Agueda, lo que ejecutaron con una admirable ligereza y facilidad. Después decidieron por unanimidad levantar las vigas en aquel paraje, y lo consiguieron aún sin el auxilio de la barreta, pues estaban bastante flojas: aplicaron la luz con minucioso cuidado; removieron la tierra en algunas partes, y no encontraron nada. Todas comenzaban a murmurar y a lanzar pullas contra doña Venturita, la que no se desanimó por este incidente, sino que mandó poner las vigas en su lugar, o mejor dicho, ayudó a ponerlas, y la cama de la tía Agueda volvió al puesto que tenía.

El cielo estaba negro, y se oía ya cercano el ruido de los truenos; la luz de los relámpagos iluminaba de cuando en cuando con su luz blanquecina el patio, y aun el monótono ruido del chorro que caía en la fuente, aumentaba el cuadro sombrío y pavoroso de esa noche: algunas vecinas tuvieron miedo, e intentaron retirarse.

- No, de ninguna manera, -les dijo doña Venturita,- el dinero está aquí, puesto que se ha visto la luz; busquemos.

Y comenzó a tocar las paredes con el puño cerrado; todas sonaban hueco, y las vecinas se confundían, y consideraban que tendrían necesidad de agujerar todo el cuarto. Después de una madura discusión, decidieron romper la pared por el lugar que les pareciese más sospechoso, y lo consiguieron muy en breve, pues todas estaban armadas de instrumentos destructores.

- ¡Un agujero! -exclamaron, cuando lograron quitar una piedra de tezontle perfectamente cuadrada,- aquí está el tesoro, aquí está el dinero.

Doña Venturita, que mandaba en jefe, metió la vela por el agujero y espió.

- ¡Vaya! -dijo alegremente,- no está muy profundo, y es fácil de alcanzar el fondo con el brazo.

- ¿Quién se arriesga? -preguntó.

- Yo, -dijo la vecina valerosa.

- Pues veamos, niña, lo que hace usted.

La vecina metió el brazo, y tomó una cosa sólida, redonda y lisa. Tuvo miedo; pero la curiosidad venció, y retiró la mano con una calavera.

- ¡Oh! una calavera, -gritaron las vecinas tapándose los ojos.

La vecina valerosa dió también un grito, y soltó la calavera, que rodó dando dos o tres saltos por el suelo.

La lluvia había comenzado, los relámpagos continuados y los truenos más cercanos.

Se oyeron once campanadas del reloj de San Sebastián.

- La verdad, doña Venturita, que las cosas se van poniendo muy feas, -dijo una vecina.

Doña Venturita, que se había quedado pensativa con un dedo en la boca, dijo:

- La verdad, yo también voy teniendo miedo misalmas.

- ¡Ay! y nosotras también; mucho, mucho miedo; ¡y luego la noche está tan horrible! parece que estos truenos y esta calavera son un aviso del cielo.

- Pase por mal juicio; pero yo creo que esa muchacha Celeste era, además de ladrona, matona; y que sin duda asesinó a algún hombre, y lo enterró en la pared.

- No es bueno formar juicios temerarios, doña Venturita, -dijo la vecina valerosa, que se llamaba doña Crispiniana,- creo que la pobre muchacha era inocente de todo lo que se le achaca.

Doña Venturita se puso a reir.

- Por fin, ¿qué hacemos? -preguntó una vecina.

- Irnos a acostar, y cerrar nuestras puertas.

- ¿Pero se queda esto así?

- No, echaremos la calavera, y pondremos la piedra en su lugar, y para lo que es satisfacer nuestra curiosidad, cualquiera de nosotras toma el cuarto por un mes.

- Vámonos, vámonos, -dijeron todas.

- Pues a echar la calavera.

Tomaron con sus rebozos la calavera, y como si fuera animal ponzoñoso o brasa ardiendo, la echaron en el agujero, y colocaron la piedra con tal perfección, como lo podía haber hecho un albañil.

Lo que las vecinas querían en el fondo de su corazón, era quedarse sola cada una, o cuando más acompañada de otra, pues casi tenían evidencia de que existía dinero; doña Venturita dió a Crispiniana de codo, y las dos se miraron, se guiñaron el ojo, y se entendieron perfectamente.

- Vámonos, niñas; parece que no hay nada, y mala señal es haber encontrado una calavera.

Las vecinas salieron del cuarto de las tías, y entraron a sus habitaciones.

- Buenas noches, vecinita.

- Buenas noches.

- Buenas noches.

A poco se cerraron las puertas, y el patio quedó en silencio y en la más completa oscuridad. Dió la media el reloj de San Sebastián; dos puertas se abrieron, y dos mujeres salieron de puntillas y con la mayor precaución.

- Vecina.

- Vecinita.

- ¿Estamos listas?

- Sí.

- Pues al cuarto.

Venturita y Crispiniana se dirigieron al cuarto de las tías; encendieron una vela, y cerraron la puerta.

- ¿Sabe usted, vecina, -dijo Venturita,- dónde está verdaderamente el dinero?

- ¿Dónde?

- En la cabecera de la cama de tía Marta.

- ¿De veras?

- Indudablemente; yo les daba sus espiaditas a las viejas, y veía que sacaban una alcancía de hoja de lata. ¿Dónde está esa alcancía? Nadie ha entrado al cuarto más que nosotras, y en la caja no hay más que ropa, así la alcancía está en alguna parte. Dejemos la calavera y los huesos, vecina, para otro día, y ahora vamos a registrar el sitio que he dicho: ayúdeme usted.

Entre las dos y con cuanto silencio fue posible, arrimaron la cama de tía Marta. Las otras dos vecinas, que también salieron a hacer lo mismo que Crispiniana y Ventura, se encontraron con el lugar ocupado, y tuvieron que transigir, entrando al cuarto bajo el pretexto de que habían visto luz, y creían que algo se quemaba.

Instaladas de nuevo en la habitación de las difuntas, comenzaron a charlar, a formar conjeturas y comentarios y a trabajar como unas hormigas, con el fin de descubrir el dinero enterrado.

La tempestad y la lluvia seguían; el reloj de San Sebastián dió los tres cuartos para las doce. Convinieron en abandonar el agujero de la pared; pero se dedicaron a levantar las vigas de la cabecera de la cama, lo cual ejecutaron lo mismo que la primera vez, con la mayor maestría y seguridad; en un rincón observaron una losa perfectamente puesta.

- Debajo de esta losa seguramente está el dinero, -exclamaron con alegría,- doña Venturita tenía razón.

Levantaron la losa, y debajo de ella había cuatro ladrillos grandes.

- Debajo de los ladrillos está sin duda alguna el tesoro; levantemos los ladrillos.

Todas las manos de las vecinas se agolparon a los ladrillos, y en un momento los levantaron, contemplando con asombro dos alcancías de hoja de lata de un tamaño enorme, y cuatriplicado del de las comunes que usan los sacristanes para pedir limosna en las iglesias.

- ¡Aquí está! ¡aquí está el tesoro de las tías! -dijo doña Venturita bailando, levantándose y dando saltos como una loca. ¿No se los decía, vecinitas? Dios nos ha venido a ver; y esto es legítimo, muy legítimo, porque las tías no tenían herederos.

- ¡Milagro! ¡milagro patente de Dios! -gritaron todas.

- Vamos, con calma, con calma; tomemos las alcancías; que se traiga un cuchillo para abrirlas; contaremos lo que tienen, y nos lo repartiremos por iguales partes. Compraremos a escote velas de cera para encenderlas todas las noches de las ocho a las nueve, y a escote rezaremos la Estación, es decir, entre todas.

Mientras una de las vecinas fue y volvió con un cuchillo viejo, las otras celebraron la ocurrencia de doña Venturita; se sentaron, y pusieron las alcancías sobre la mesa misma donde tenían las dos difuntas sus tranquilos banquetes. Doña Venturita, que era la más expedita de todas, tomó el cuchillo, rompió una alcancía, después otra, y vació sobre la mesa el dinero que contenían; había pesos, reales, medios, pesetas y no pocas monedas de oro. Clavaban sus codiciosas miradas en el dinero, y sus manos involuntariamente lo tocaban con una especie de placer; y mientras doña Venturita contaba y arreglaba las monedas, las otras hacían alegres cálculos para lo futuro, y se proponían comprar rebozos, enaguas, mascadas y mil cosas más.

Repentínamente rechinaron los gonces de la puerta; todas las vecinas, alarmadas, volvieron la cara; la puerta se fue abriendo lentamente, y apareció tía Marta vestida con una mortaja azul; era materialmente su cara una calavera, que abría lentamente la boca. Las vecinas dieron un grito, se cubrieron los ojos con las manos y cayeron de rodillas, pidiendo a Dios misericordia.

- ... La bondad infinita de Dios me ha concedido la merced de volver a la vida, para declarar que las alhajas son de Carmelita, y nada más que de Carmelita; vecinas, vean a la señorita Aurora, y díganle las últimas palabras de una alma de la otra vida.

Las vecinas cayeron en tierra llenas de terror; la tía Marta esforzó la voz, y les dijo:

- Vecinas, en nombre de Dios Todopoderoso les mando que cumplan mi voluntad.

Las vecinas quedaron sin sentido; la tía Marta dijo algunas palabras que ya no pudieron escuchar las vecinas y cayó muerta, para no volverse a levantar jamás.

El músico, que los lectores recordarán que tocaba con tanto afán su instrumento, y que aún vivía en su mismo cuarto, oyó ruido; se propuso espiar lo que hacían las vecinas agazapándose entre las columnas y rincones del patio; y ocultándose entre las sombras de la noche, pudo enterarse de todo lo que pasaba; un momento había entrado a su cuarto a tomar una frazada, porque la lluvia arreciaba; y cuando salió, miró con asombro a todas las vecinas desmayadas y a la tía Marta con su mortaja azul tendida en el quicio de la puerta. El pavor le sobrecogió un instante; pero como él, por una parte, era medio valeroso, y como por otra, el aspecto del dinero esparcido sobre la mesa, le inspiró un pensamiento atrevido, entró de puntillas, conteniendo el aliento, procurando con cuidado no tropezar con las desmayadas, recogió el dinero; se llenó las bolsas, y con el mismo tiento se volvió a su casa, cerró la puerta, y se acostó a dormir.

Al día siguiente, muy de madrugada, se levantó la casera; miró el espectáculo pavoroso que presentaban las vecinas tiradas en el suelo y como muertas junto al cadáver de la tía Marta; comenzó a dar voces, acudieron las demás personas que vivían en la casa; gritaron, hablaron, hicieron mil comentarios, y lograron, dándoles a oler vinagre, que volvieran en sí de su letargo. ¡Cuál fue el asombro de las que habían encontrado el tesoro al cerciorarse que había desaparecido, y que sólo quedaban las alcancías abiertas y vacías sobre la mesa! Si algunas veces permite Dios que el dinero enterrado se convierta en carbón, en esta vez se había vuelto aire, nada. No pudieron darse más explicación de este prodigio, sino que la casera las había robado; pero todavía presas del pánico que les causó la aparición de tía Marta, resolvieron hacer una confesión general, y andar los desagravios en la parroquia de Santa Catalina mártir. En México, y particularmente en el barrio, se contó el cuento de mil maneras; unos decían que se habían encontrado en la casa de vecindad muchas onzas de oro y plata labrada; otros, que una muerta había resucitado, y había hecho profecías muy terribles, respecto a la suerte de la nación; fue este suceso, en fin, el platillo de las conversaciones durante tres días, en las cuales no se dejaba de mentar a Aurora; y todos aseguraban que las viejas difuntas, que se murieron y habían vuelto a resucitar, le dejaron una rica herencia.

La explicación de este hecho, que parece tan misterioso, es muy sencilla: tía Marta no estaba completamente muerta, cuando la llevaron al panteón; y como éste, no tenía cerca, ni puerta y los dos cadáveres no eran de las personas distinguidas, a quienes se les destina un nicho, quedaron tendidos en el campo para enterrarlos al día siguiente en una fosa común, y en compañía de ocho o diez cadáveres más. Tía Marta volvió en sí, se vió ya en el panteón; reunió como mejor pudo sus fuerzas, y como impulsada por el poder del magnetismo, se levantó, y sin vacilar, y como una sombra impelida por el viento, se dirigió a su casa. Al llegar a ella dió tres suaves palmadas, lo que bastó para que cediese la puerta, la acabó de abrir y siguió hasta su cuarto, donde, sorprendió a las vecinas repartiéndose el tesoro. El zaguán se quedaba abierto las más noches por el descuido de los tertulianos de las viviendas que tenían su llave para abrir, y entrar a cualquier hora de la noche.

Todo se pasa, todo se borra en esta vida: de las vecinas que fueron víctimas de su propia codicia, una malparió, otra cayó en cama con calentura, y las demás quedaron afectadas de los nervios; pero, todo esto desapareció con el tiempo, y les quedó la satisfacción de ser las heroínas de un cuento de muertos y aparecidos, que tanto ruido hizo en México. Doña Venturita fue la única que se aprovechó del Espanto. Reveló a Aurora el secreto de la tía Marta y recibió una gratificación tres veces mayor que el dinero que contenían las alcancías de las limosneras. Esto no se lo dijo ni a su confesor.
Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo quinto Capítulo cuadragésimo séptimoBiblioteca Virtual Antorcha