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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO
LAS CITAS A MEDIA NOCHE
Se ha dicho que Aurora era una muchacha linda, rica y que podía llamarse de gran tono: la repentina muerte de las pordioseras y el fistol de Rugiero, que llevó una que otra noche al teatro, la hicieron más de moda, y no había jovencito petimetre ni almibarado que no la enamorase. La aventura que se acaba de referir ocasionó que algunos días estuviera triste; pero las explicaciones de algunos médicos que habían hecho sus estudios en París, sobre la resurrección de los muertos y la catalepsia, las caricias de Carmelita, a quien cada día quería más, las visitas, las tertulias y el teatro, disiparon muy pronto la leve sombra que empañó por unos días la aureola brillante de que estaba rodeada. Lejos de que hubiese disminuido su belleza, había aumentado visiblemente; una poca más de edad dió a sus formas una morbidez seductora, sin que por esto perdiera su flexibilidad y elegancia; en cuanto a su moral, preciso es confesar que había sufrido algo, pues las continuas lisonjas que le prodigaba todo el mundo, y la multitud de adoradores que la cercaban en la iglesia, en el paseo, en el teatro, en su casa misma, la habían hecho concebir una alta idea de su poder, como mujer hermosa; y en efecto, no carecía de razón. Apenas un ligero ruido de las sillas anunciaba su presencia en el teatro, cuando los abonados del patio, y aun de los palcos, volvían la vista; los gemelos se dirigían a su palco, y un murmullo de aprobación subía a lisonjear sus oídos: ella sonreía con gracia y naturalidad, y pagaba de esta manera estas adulaciones populares. Al entrar en la iglesia, encontraba en el atrio a ocho o diez jóvenes, de los mejor vestidos, de los más elegantes en maneras y en figura; y si Aurora oía tres o cuatro misas, los jóvenes afectando mucha devoción, se quedaban también en la iglesia. En el paseo, llevaba al estribo del coche, siempre tres o cuatro edecanes, que la seguían toda la tarde hasta que regresaba a su casa; y no la abandonaban sino para volverla a ver a las ocho en el teatro. Virginia, la famosa modista Virginia Gourges, era la encargada de vestir con las más ricas y caprichosas telas, las suaves y encantadoras formas de Aurora; y las demás muchachas, aunque en el fondo de su alma le tenían envidia, se veían en la necesidad de imitar su peinado, el color de sus trajes, y hasta sus maneras y graciosos movimientos. A pesar de todo esto, Aurora no había perdido aún la belleza de su corazón; era la mujer más caritativa del mundo; y lo que hemos visto que hacía con tía Marta, lo repetía con porción de pobres familias; a unas les daba una corta pensión mensual, a otras les enviaba diariamente algo de comer, y a las más las vestía, regalándoles ropa casi nueva con el olor todavía de su cuerpo sano y virgen. Visitaba a los niños de la cuna, y les regalaba ropa; auxiliaba a los enfermos del hospital de San Andrés, y en una palabra, tenía casi manía de hacer obras meritorias. En cuanto a la práctica exterior de la religión, tampoco la olvidaba; oía misa algunos días de trabajo; rezaba rosarios y multitud de oraciones; bordaba palios y vestidos de imágenes, y tenía íntimas relaciones con las monjas capuchinas, y con las superioras de la Concepción, Santa Clara, Jesús María y Balbanera; era un corazón de cera, que tan pronto recibía las impresiones amorosas y apasionadas en un baile, como lloraba cuando escuchaba un sermón del obispo de Madrid, del padre Abolafia o del padre Pinzón. Lloraba como una niña con Pablo el Marino; se reía a carcajadas con el Muérete y Verás, de Bretón, y se asustaba con la Berlina del Emigrado. Agradecía los cumplimientos de los amantes; se enternecía y le daban lástima aquellos que por ella sufrían; pero su corazón no se fijaba en ninguno, y de vez en cuando experimentaba una profunda melancolía; el recuerdo de Arturo venía a sorprenderla en medio de sus placeres, y no sabía si era amor u odio lo que sentía por el joven orgulloso, que le había dirigido, en vez de palabras aduladoras y amorosas, sátiras duras y picantes.
Sin embargo, no se le borraba de la memoria aquella noche del gran baile en el Teatro Nacional, en que Arturo, tan amoroso y tan rendido, le dijo que la adoraba; y a veces sentía unida a su mano, la mano ardiente del joven. Precisamente las mujeres desean lo imposible, y Aurora hubiera cambiado gustosa de todas las docenas de adoradores que la perseguían, por una sola palabra amorosa de la boca de Arturo; pero éste no podía decirle esas palabras de amor; y Aurora, que ni sabía dónde estaba, no era de esas muchachas románticas de las comedias, que conservan durante años enteros una pasión profunda que las hace ponerse pálidas como la luna y delgadas como un espárrago; seguía, pues, entregada a la diversión y a la devoción, es decir, a dos cosas que igualmente divierten a las mujeres. Por la mañana, Aurora, oía su misa; después del almuerzo cosía o bordaba; en la tarde en coche al paseo, y apenas tenía tiempo para comer, vestirse y concurrir al teatro, de donde volvía a las once y media o doce de la noche; esta vida alegre, dedicada, por decirlo así, al público y no al hogar doméstico, la iba cansando a toda prisa, porque es privilegio de este pícaro mundo que todo canse y fastidie en él. A veces llegaban a serle pesados sus perseguidores, le mortificaban las lisonjas y le molestaban el lujo y la variación de trajes; se dormía en la comedia; renegaba de Valleto y de la Peluffo, y le encolerizaban las gracias de Castro; en una palabra, Aurora se encontraba en ese estado intermedio de la vida, en que la juventud impele a los placeres, y los placeres fatigan, en que se siente el deseo de amar, y no se puede amar a nadie; en que sobreviene la tristeza y se disipa el momento; en que se cree en todo, y está muy dispuesto el corazón a dudar hasta de Dios; estado incomprensible y violento, del cual, sin embargo, puede resultar o la felicidad, o la desgracia de toda la vida. Aurora desde la aventura del fistol había adquirido una verdadera fama, y los amantes se atrevieron a intentar contra su corazón ataques mucho más serios; D. Gustavo, aquel amante que encontró Arturo en la casa de Aurora, cuando fue presentado por Rugiero, se determinó a hacer su formal declaración; pero le surtió efectos contrarios a los que esperaba, pues la muchacha se rió a carcajadas de su tristeza y de sus juramentos; la madre lo miró con desconfianza, y por fin se le dijo cortesmente por la ama de llaves, que la señora ordenaba que no se le admitiera más. D. Gustavo fue una verdadera trompeta, que a todas horas y en todas partes hablaba mal de Aurora, diciendo a voz en cuello, que era una coqueta presumida, gastadora de dinero, frívola, falsa, sin corazón, e hipócrita y enredadora.
Decíamos que muchos de los amantes emprendieron ataques serios, y esto es exacto; tres de ellos hicieron llegar a sus manos epístolas concebidas en ese lenguaje vulgar, que no es apasionado ni sincero, sino elegante; Aurora las devolvió por tres o cuatro veces sin leerlas; y los amantes, mirándose despreciados, y habiendo hecho cada uno de ellos un gasto de seis pesos regalados a los mercurios de ambos sexos, se unieron a D. Gustavo para hablar mal de ella; de suerte que eran ya cuatro las personas dedicadas a quitar la fama y la honra a la bella muchacha: hay una cosa evidente, y es, que toda mujer hermosa tiene por enemigos a todos los pretendientes a quienes no corresponde. Después otros tres amantes buscaron el modo de ser presentados en la casa; se les recibió con seriedad y cortesía, como se recibe por primera vez a toda gente extraña; y se les hizo el cumplimiento de ofrecerles la casa: no se hicieron sordos, y continuaron sus visitas por mañana, tarde y noche; a los tres días uno había puesto una carta para Aurora debajo de los cojines del sofá; el otro se había valido de la costurera, para que aquella le proporcionara una entrevista a solas, y el tercero la requebraba delante de la madre y de las visitas, se sentaba junto a ella, y la seguía por todas partes. Este sitio, este bloqueo, no podía sufrirse por mucho tiempo; el público comentaba ya estos hechos de mil maneras diversas; la madre se estaba enfermando de las cóleras; Aurora se mortificaba, y no era dueña de sus movimientos ni de su libertad; y D. Dustavo y sus socios de charlatanería se reían a carcajadas en el cafe del Progreso y el pórtico del Teatro Nacional, contando mil anécdotas. Dos de los novios de que hablamos, se habían propuesto enamorar a escote a la muchacha, y esto ofendía su amor propio; y otro estaba tristón y celoso, ocupado en echar indirectas a los otros rivales los ratos que no tenía los ojos clavados y fijos en Aurora. No podía, pues, prolongarse esta situación, y los tres amantes corrieron la misma suerte que D. Gustavo; fueron entonces siete los que hicieron el propósito de molestarla, y quitarle el crédito, y ya este partido era demasiado formidable, y aunque era mucha su amabilidad, su dulzura y su belleza, fueron sus enemigos menoscabando su prestigio. Llegaron, pues, las cosas hasta el extremo de que la madre supiese minuciosamente todo lo que se decía de su hija, y fue grande y profundo el pesar de la señora, que aunque rara en sus costumbres, no podía parecerle bien que en público se hablase mal de su familia.
Aurora, una noche al entrar al teatro, en vez de palabras de amor y respeto, oyó insultos. Ahí va esa coqueta; se va quedando para vestir santos; tiene ya veinticinco años cumplidos; se va poniendo gorda y fea. Estas frases que oyó a un grupo de jóvenes que parecía que hablaban de cosas indiferentes, fueron directamente a su corazón y lo hirieron como agudas flechas: así es que después que se retiró del teatro, entró a su cuarto, tiró con cólera sus vestidos, y se puso a llorar. Hacía mucho tiempo que no conocía más que las lisonjas y los placeres, y en esta vez la rabia, el despecho, más claro, el desengaño, había aparecido con toda su deformidad en el camino florido de su vida.
- ¡Oh! todo es mentira, todo es engaño en el mundo; sólo un hombre creo que me ama; los demás son unos infames, unos calumniadores, -decia.
Daremos la explicación de esto: entre los amantes de que hemos hablado, y otros más, que por timidez no habían hecho sino que rondar la calle, existía uno que Aurora creía preferir: blanco cetrino, de patilla y bigote negros, de ancha frente, de ojo rasgado, inteligente y amoroso; vestía con elegante seriedad y esmerado aseo: se parecía mucho en sus maneras y aun en su fisonomía a Arturo, y quizá por esta causa Aurora lo había preferido a los demás. Este amante observaba una conducta contraria a la de los otros: no seguía a Aurora más que una que otra vez: en el teatro, la miraba lo suficiente para darle a entender que la amaba, pero sin causar escándalo; y habiéndola encontrado en una tertulia, la invito a bailar una sola vez, pidiéndole mil disculpas y perdones, y contentándose el resto de la noche con echarle algunas tímidas miradas y dispensarle finas y delicadas atenciones.
Este amante, que no tenía un nombre romántico, sino que simplemente se llamaba D. Francisco, y que era tenedor de libros de una casa de comercio, fue presentado a la madre de Aurora; y en vez de abusar, frecuentando la casa, concurría pocas veces; permanecía media hora, y se retiraba, dejando muy complacidas, tanto a la madre, como a la hija, por la agudeza de su conversación, por su finura y por cierto tono melancólico y verídico con que refería los acontecimientos de su vida, sin que en estas conversaciones se notase nada de romanticismo ni de exageración. En el tiempo que llevaba el clásico D. Francisco de manifestar inclinación a Aurora, jamás le había dicho una sola palabra de amor, circunstancia que interesaba más a la muchacha, la que deseaba que el amante buscase una favorable ocasión de abandonar esa tímida reserva. Una tarde, después de las seis y media, hora en que Aurora venía del paseo en su coche, sola con la costurera, D. Francisco, que paseaba en un brioso corcel, se acercó a la portezuela: Aurora no dejó de sobresaltarse, pues creyó que indudablemente iba a oír una declaración; pero, contra su esperanza, el galán le platicó con afabilidad de las cosas más indiferentes: y después de cinco minutos prendió las espuelas a su caballo, y se marchó rápidamente. Dos o tres noches después Aurora notó que D. Francisco, con disimulo, dirigía el anteojo a otro palco: observó luego que en el paseo se alejaba del coche, y que las visitas eran de cinco minutos, es decir, que no pasaban de una pura ceremonia. Entonces Aurora no tuvo ya duda alguna de que D. Francisco la había olvidado, y que dirigía sus atenciones a otra: conoció, es sustancia, que D. Francisco le había dado calabazas. Aurora estaba ya muy próxima al despecho, pues estas alternativas y estos pesares, que forman la historia de una mujer, hicieron en ella bastante impresión: comía poco; estaba siempre de mal humor; reñía a las criadas; abandonaba sus prácticas religiosas, y estaba inquieta, sobresaltada y triste. Igual cosa había experimentado por Arturo; pero la ausencia y el tiempo habían disipado su malestar, que en esta vez parecía más formidable, tenaz y persistente.
La madre, amargada de una apoplejía, sufriendo continuos desvanecimientos y trastornos de estómago, y observando la variación en el carácter de Aurora, pensó que podía morir repentinamente, y dejar a su hija expuesta a la sorpresa de un bribón, que le gastase el caudal; la madre, pues, creyó que un hombre ya anciano y de una probidad a toda prueba, era absolutamente indispensable; y ya hemos visto cómo pensó en D. Pedro, el tutor de Teresa.
Después de la ocurrencia de los ladrones, D. Pedro tuvo el singular pensamiento de reparar el robo que le hizo Celestina, y el que le hicieron los ladrones, a costa de Aurora, intentando, o casarse con ella, ya que no lo había podido hacer con Teresa, o inclinarla a la vida religiosa para quedarse con el caudal. Había tenido ya tres o cuatro conferencias con la madre de Aurora, dejándola prendada de su probidad y de su prudencia, y estaba casi decidida a confiarle la dirección de su casa: todo esto había pasado sin conocimiento de la muchacha, demasiado preocupada con sus penas para ocuparse de lo que la madre hacía. D. Pedro comenzó su plan de ataque, aconsejando a la señora que hiciera confesar a Aurora con el padre Martín, ex-jesuita rígido, que amagaba constantemente al pecador con el plomo y azufre del infierno, que no consentía, la más leve imperfección, que exigía la frecuencia de sacramentos, y que tenía en un puño, como suele decirse, al desventurado penitente. En la primera confesión que hizo Aurora, el padre no mostró toda la dureza de su genio, porque tenía el talento necesario para no dejar escapar a la pecadora una vez que caía en sus garras, y se limitó a prohibirle que viera el baile en el teatro, porque decía que esas mujeres vestidas de manolas, que salían a dar brincos y saltos, y a pararse en la punta del dedo gordo, estaban ya dejadas de la mano de Dios: Aurora se sujetó a esa reforma, y se salía unas veces del palco antes de que comenzaran las Boleras y la Jota Aragonesa, y otras volvía la cara con disimulo, o involuntariamente caía su mirada sobre D. Francisco, quien con una tranquilidad e indiferencia increíble, fumaba su puro, sin atender ni al baile, ni a los palcos. El padre Martín que tenía la monomanía de arrebatar almas de las garras de Satanás, formó desde luego el propósito de desviar poco a poco a Aurora del mundo reduciéndola al encierro de su casa, y haciéndola después abandonar el lujo, hasta obligarla a ponerse calzado de cordobán, y a hacer ayunos rigurosos, aconsejándole el cilicio si el demonio la tentaba; finalmente se proponía dominarla por el terror, por los escrúpulos, por la debilidad de cerebro, hasta hacerla entrar en un convento, y coronar la obra, remachando los grillos con una profesión y con unos votos arrancados a la violencia y a la desesperación; este era el plan del padre M. y no sin razón decimos que era una monomanía. D. Pedro había calculado que en la alternativa de una opresión semejante y de un marido viejo, cualquiera mujer escogería a éste por detestable que fuese; que entonces él se presentaría como un ángel salvador, y que se le aceptaría. Después de asegurarse de la rigidez del confesor, y de hacerlo instrumento indirecto de sus miras, hizo sus visitas a las monjas que sabía tenían amistad con Aurora, a fin de que no dejaran de inclinarla a la vida del convento, para lo cual éstas necesitaban poco, pues ya se sabe que las monjas siempre procuran atraer a su convento a todas las muchachas que hallan en el mundo; puestos así los planes, D. Pedro esperó que el tiempo y los acontecimientos le dieran el resultado. Es menester decir que en todas estas contestaciones ni una palabra se había hablado de la tía Marta, pues Aurora había hecho voto de cumplir religiosamente con la última voluntad de aquella, y de guardar igualmente el secreto que se le había revelado, conservando las alhajas como una herencia de Carmelita, y usando sólo, una que otra noche, el fistol de Rugiero: hechas estas explicaciones, volvamos a D. Francisco.
Un día Aurora, sin saber cómo, se encontró en su costurero con una carta; quiso arrojarla al fuego, pero movida por la curiosidad, se decidió a abrirla.
Señorita:
Con el temor de un hombre, que al recibir una negativa de usted, la considerará como la sentencia de su desgracia, me he atrevido a dirigirle estas líneas: no tengo fortuna, no tendo mérito personal, no tengo ningún título que me recomiende a los ojos de usted, y sólo me será permitido hacer alarde de un amor respetuoso, que en vano he querido comprimir y sofocar hace mucho tiempo. Así, pues, lleno de humildad, implorando más bien su compasión, que su amor, me presento ante usted, para que sepa que la idolatro; y para vivir siquiera en la memoria de un ángel. No me conteste usted, porque una respuesta, de cualquier manera que fuese, me mataría; he salido para el campo: el aire de la ciudad me ahoga, me parecía insoportable. En el campo, en medio del silencio y de la soledad, podré pensar en usted, podré suspirar, podré acaso llorar sin ser criticado por una sociedad, que no tiene más que sarcasmos para la virtud; burla y desprecio para la sensibilidad. Repito a usted mi ruego: si tengo la fortuna de que sus hermosos ojos recorran estas líneas, no me conteste. Si he podido interesar su corazón, no me lo diga, porque la alegría me mataría, o me expondría a correr como un loco por las calles; si no merezco más que su desprecio ... ¡Oh! entonces, menos, menos, porque yo sería muy desgraciado, y usted, Aurora, no ha de querer atormentar a un hombre, cuya única falta es no haber podido arrojar de su pecho su adorada imagen.
Perdone usted, Aurora, el atrevimiento y la insensatez de su atento servidor, que con el mayor respeto B SS. PP.
F.
La inicial y el tono de la carta no dejó duda a Aurora de que era de D. Francisco. La joven quedó sumergida en un mar de conjeturas y pensamientos: después volvió a leer la carta, y la arrojó con desdén en una canastilla, donde había sedas, carretes y agujas para bordar.
- ¡Y si todo esto fuera mentira! -exclamó.- No, no le contestaré.
Tres días pasaron, durante los cuales Aurora leyó varias veces la carta, hasta aprenderla de memoria: al cabo de este tiempo, encontró en su canastilla otro billete perfumado. Disimuladamente procuró indagar con los criados quién era la persona que se encargaba con tanta exactitud de la correspondencia de D. Francisco; pero todo fue en vano, pues nada absolutamente pudo saber. Esta manera misteriosa de recibir las cartas, le había hecho nacer más curiosidad e interés, y veía en D. Francisco un hombre lleno de delicadeza, que no quería hacer partícipe de sus amores al cochero o a un lacayo parlanchín; las mujeres siempre están inclinadas a pensar bien de las gentes por quienes tienen simpatía. No le ocurría que el amante hacía llegar a sus manos sus amorosas epístolas por el medio común y trivial de los sirvientes: el ama de llaves de la casa de Aurora había criado a D. Francisco; le tenía cariño, y estaba interesada en hacer un casamiento, cosa que halaga demasiado a todas las mujeres de cierta edad. Aurora hizo con la segunda carta lo mismo que con la primera, es decir, la abrió y la leyó.
Tizapán, Mayo de 184 ...
¡Gracias! ¡mil gracias, Aurora, por tanta bondad y tanta benevolencia!
- ¡Vaya! -dijo la muchacha,- es original D. Francisco: me da las gracias, y nada he hecho por él; y continuó leyendo:
Aurora idolatrada, usted ha comprendido mi alma sublime para amar, como lo es el alma de los ángeles que adoran a Dios. No me ha contestado usted mi primera carta, porque ha tenido compasión de mí, porque me ama, puesto que no ha querido que experimente la funesta sensación que me causaría una respuesta.
- ¿Será capaz D. Francisco de inferir que lo amo, porque no le he contestado? -dijo Aurora hablando consigo misma.- Ya se ve ... puede que tenga razón, porque si yo lo aborreciera, debiera habérselo dicho.- Aurora continúo la lectura:
Escribo a usted desde este pueblecito solitario, salvaje, lleno de magnífica hermosura que Dios sabe comunicar a las obras de la naturaleza; el aire embalsamado de las mañanas mitiga el ardor de mi frente; las aguas cristalinas de los arroyos refrescan mis labios ardientes; mas para aplacar el fuego que consume mi corazón, no hay otro remedio sino el amor de usted. ¡Ah! no sabe usted Aurora, lo que es amar, y amar acaso sin esperanza.
- ¡Pobrecito! -dijo Aurora;- ojalá y supiera que puede amarme con alguna esperanza; es el único que tiene buena fe, y que sufre resignado mis desprecios.
Si usted pudiera ver, Aurora cómo mis ojos están enjutos de tanto llorar; cómo mis mejillas están pálidas de tanto sufrir; cómo mi corazón late precipitado con un sobresalto continuo, me tendría lástima ... Tampoco solicito contestación a esta carta. Con la misma reserva y misterio con que llegan mis billetes a manos de usted, tendré el atrevimiento de presentarme, si usted es tan bondadosa, que consienta en una conferencia a solas; nada tema usted, porque el hombre que de veras ama, en vez de ser un seductor, es el ángel de guarda de las vírgenes. Además, tengo que comunicar a ested cosas muy importantes: se trama una intriga infame contra la felicidad de usted, y yo no puedo fiar a la pluma secretos de tanta importancia. Adiós, Aurora, adiós ángel del cielo; ¡quiera Dios del Universo separar de la cabeza de usted, la desgracia que se le prepara!
- ¡Qué desgracia será esta, Dios mío! -dijo Aurora poniéndose algo pálida,- ¡quién será el enemigo oculto que trama esta intriga! ... ¡Y D. Francisco dice que ha de verme en secreto de una manera misteriosa! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué conflicto! ¡qué compromisos tan grandes!
La tristeza de Aurora y su inquietud se aumentaron de una manera tan visible, que la madre echó de ver la variación que en pocos días había sufrido su hijo; creyó prudente no decirle una palabra; pero tuvo frecuentes consultas y conversaciones con D. Pedro; y la madre y el tutor, que no podían dudar que Aurora tenía un amante, se devanaban los sesos por saber quién era tan peligroso enemigo.
En ocho días Aurora no recibió ni una carta, ni noticia alguna de D. Francisco, y llegó a pensar que acaso habría muerto. En cuanto a éste, debemos decir que era un seductor completo; es decir, amable, reservado, de una educación finísima, de una imaginación ardiente, para hacer creer a las mujeres que las adoraba, y de una sangre fría admirable, para prever todos los lances, y para no fascinarse con ilusiones, ni pararse delante de las dificultades. Mientras Aurora estaba llena de temor y de inquietud, a consecuencia de las cartas, él se divertía alegremente en la temporada de San Angel; enamoraba a una casada, a dos doncellas, a una viuda y a una vieja; y todo esto lo hacía con la mayor reserva y precaución. Pasaba una parte de la noche bailando, y contando a las muchachas historias sentimentales; y la otra jugando albures, en los cuales ganaba lo bastante para mantener sus caballos, vestirse con elegancia y hacer sus menudos gastos.
Se ve, pues, que no había echado ni una lágrima, ni un suspiro por Aurora; que se había propuesto simplemente seducirla, entablando una competencia con el viejo D. Pedro, en quien suponía planes amorosos, y que se proponía llevar con lentitud las cosas, pero de una manera segura. Su primera idea, entabladas las relaciones con Aurora, era evitar que se confesara, ridiculizarle las prácticas religiosas; infundirle poco a poco ideas de libertinaje, y así que hubiese conseguido todo esto, sacar el fruto que un vencedor de un imperio conquistado, y marcharse a libar a otra parte la miel del amor; en último caso, haría un casamiento con una mujer bonita y rica, y esto le proporcionaría un buen elemento para sus nuevas empresas. es menester decir, en obsequio de la verdad, que D. Francisco no era ambicioso y venal, como el amante de Florinda, que sacrificó el amor al interés; era enamorado de profesión, y nada más; y por el contrario, botaba con mucha facilidad cuanto dinero le venía a las manos. Creyó, pues, D. Francisco, que con dos cartas misteriosas, románticas y que deberían haber despertado el interés y la curiosidad, era bastante; montó; pues, a caballo un día, llegó a México, y mandó llamar a la ama de llaves.
- ¿Qué tal van las cosas, madre Teodora? -dijo el seductor, en cuanto la vió llegar.
- ¡Bien, hijo, muy bien!
D. Francisco trataba de madre a Teodora, y ésta le decía hijo.
- Vamos, explícate, madre, -continuó el joven, poniendo en sus manos una docena de pesos.
- La niña está triste y pensativa, particularmente desde que leyó la última carta.
- ¡Muy bien! cuando las chicas se ponen tristes, es señal evidente de que quieren que las consuelen; yo haré el grande sacrificio de amar a ella sola, y encontraré la manera de consolarla. ¿Te ha dicho algo?
- Ni una palabra; pero se está horas enteras en su cuarto, y ya hace varias noches que no va al teatro.
- Habrá leído mis dos cartas ... Estaban muy tiernas y muy amorosas.
- Las ha aprendido de memoria, según creo.
- Perfectamente, madre Teodora; la cosa marcha; es menester completar la obra.
- ¿Es decir, que llevaré otra carta ahora?
- De ninguna suerte; ya no escribiré más cartas; sobra con dos para turbar el reposo de una doncella. Ahora es menester que yo le hable.
- Eso es imposible, a no ser en el paseo, cuando vaya sola conmigo o en su casa, si vas a una hora en que la señora no esté.
- ¡Cáspita! Eso no haré, porque si la madre me sorprende mano a mano con la hija, arderá Troya, y ya ves que no me conviene todavía ser un amante declarado, y que todo el mundo me señale con el dedo.
- Pues entonces ...
- ¿No me has dicho que la recámara de Aurora tiene balcón a la calle?
- Sí.
- ¿Y a qué distancia duerme la madre?
- A dos piezas de distancia; yo duermo en la recámara que sigue a la de la niña.
- ¿Y tú tienes el sueño pesado?
- Sí, ¿pero a qué conducen esas preguntas?
- He pensado hablarle a solas.
- ¿Y dónde? ¿dónde? -se apresuró a preguntar azorada la ama de llaves.
- En su propia recámara; de noche, cuando la madre y tú estén durmiendo.
- ¡Imposible! eso no lo consentiré yo, -dijo la vieja, retrocediendo dos pasos.
- ¿Me crees hombre de bien? ¿no me he de casar con ella?
- Sin embargo ...
- Vamos, afuera escrúpulos; nada hay que temer. Lo único que yo deseo, es platicar con libertad.
- Pero ...
- No hay pero; tú procurarás dejar el balcón sin el pasador y le echarás a los gonces un poco de aceite para que no rechinen.
- Pero ...
- Te repito que no tengas cuidado. El sereno es mi buen amigo; me prestará su escalera, y como el balcón está bajo, no tendré ningún riesgo.
- Pero ...
- El peligro que realmente debemos temer, es el de que la criatura asustada, vaya a gritar, creyendo que es un ladrón que entra por el balcón, pero tú la prepararás.
- Pero ...
- Ya sé lo que vas a decir, que la huerfanita, esa Carmelita que duerme, para mi tormento, en la recámara de Aurora, podrá despertar. Eso es poca cosa, nos pondremos a platicar detrás de las cortinas de la cama, y hablaremos quedo, muy quedo, como hablan los amantes que temen ser sorprendidos.
- Pero ...
- No hay riesgo ninguno; el portero, el lacayo, el cochero, todos los criados son míos, merced a los pesos que gasto con ellos.
- Pero ...
- No te ofendas, madre: no habla eso contigo, y ya ves que a fuer de hijo agradecido, cuyos lloros sufriste cuando fui niño, te doy lo que tengo.
- Es verdad, pero ...
- Así todo esta allanado, ¿no es verdad? Tú sabes mejor que yo cómo se gana el corazón de una muchacha, porque eres, aunque anciana, muy amable y muy buena.
D. Francisco dió tres o cuatro abrazos muy estrechos a la vieja, y se restregó después con alegría las manos, como saboreando de antemano el placer que el iba a producr la aventura.
- Esas son locuras.
- Convenido.
- Puede la señora despertar.
- ¿Y qué?
- Llamará gente.
- No llamará; al contrario, querrá que no haya una alma.
- ¿Y si por casualidad? ...
- Me caso, y punto redondo.
- Pero ese proyecto, hijo, es peligroso, arriesgado ...
- Hoy es lunes ... Pues bien, miércoles a las dos de la mañana, -dijo el seductor sacando el reloj,- entraré por el balcón de Aurora; platicaremos un par de horas, y a las cuatro me iré, seguro que nadie me verá.
- Pero ...
- No hay pero que valga ... Es cosa ya decidida. Tú ya conoces mi genio; jamás vuelvo atrás de lo que una vez prometo. Es asunto concluído, y no hablemos más; te dejo en tu casa, y me voy a hacer varias visitas.
D. Francisco se lavó, se sacudió el polvo, se puso una levita nueva y salió cantando pésimamente una cavatina de la Cenicienta. La vieja quedó petrificada; pero reflexionando que D. Francisco, en efecto no era hombre que abandonaba una resolución, una vez tomada, guardó el dinero que había recibido y se marchó a discurrir la manera de preparar las cosas a gusto del galán; buscó un modo de platicar a solas con Aurora, y después de varios preliminares entró en materia.
- Con que es necesario que se prepare usted, niña, -le dijo.
- Prepararme, ¿y a qué? -dijo Aurora alarmada.
- A recibir una visita.
- ¿De quién?
- De un joven bien parecido, y que idolatra a usted con todo su corazón.
- No me hables de eso, Teodora; estoy cansada de todas esas tonterías, y los hombres me fastidian, y me dan cólera.
- Pero así que sepa usted quién es, me escuchará con más calma.
- ¿Pues quién es?
- D. Francisco, el mismo que escribió a usted unas cartas muy amorosas.
- No he visto tales cartas, -dijo Aurora con seriedad.
- Las ha encontrado usted en la canastilla de la costura.
- Es decir que tú ...
- Yo misma las puse; me dió tanta lástima el pobre, que no pude resistir.
- ¿Lo ves? y nada me habías dicho.
- Tenía miedo, mi vida, de que me regañara usted; mas ahora le digo que D. Francisco ha de ver a usted a solas, porque tiene cosas muy importantes que decirle.
- ¿Pero dónde?
- Lo ignoro todavía, pero no se asuste usted cuando lo vea; es muy amable, muy caballero, y muy honrado.
- Y si mi madre ...
- No lo sabrá; fíe usted en mí, y nada tema.
Aurora se retiró temblando y ruborizada; era la primera vez que tenía confidencias amorosas con una criada, y la primera que iba a hablar con un amante. El natural pudor que adorna a las mujeres, la inclinaba algunas veces a decírselo todo a su madre, y a evitar una entrevista con D. Francisco, que no sospechaba de ninguna suerte que fuese a una hora avanzada de la noche; pero triunfó la curiosidad y el interés amoroso que había concebido la muchacha, y variando de rumbo sus ideas; se engolfo en un mar de pensamientos, mezclados de una especie de agradable temor. Las mujeres, según se dice vulgarmente, son la piel de Barrabás; Aurora estuvo alegre, risueña, contenta y tranquila en lo aparente, como nunca, tanto que su madre quedó perfectamente convencida de que su hija estaba ya libre de toda inquietud y de todo amor. El miércoles, Aurora se encontró en su canastilla de costura con una carta muy pequeñita, la abrió y leyó:
A las dos de la mañana tendré el placer de hablar con usted: no se asuste ni tema nada, pues soy un caballero, y sé respetar la virtud y la inocencia: en media hora diré a usted cosas que interesan mucho a su felicidad, y después no volveré a mortificarla más. Si usted no me espera, mi muerte será segura, pues caeré en manos de enemigos que tienen positivo interés en que no hable con usted.
Su rendido amante y servidor.
F.
Aurora no pudo leer esta carta sin temblar, y pálida, y casi con lágrimas en los ojos, se fue a consultar con el ama de llaves; ésta la animó, la consoló, la acarició, le dió mil seguridades, y le probó de mil maneras que era obligación de conciencia el hablar con un hombre generoso que se interesaba por su felicidad. Le declaró, por último, que D. Francisco debería entrar por el balcón; y que si no había quien lo recibiese, podrían creerlo un ladrón, tirarle un balazo y matarlo. Aurora se alarmó tanto con el modo que D. Francisco había elegido para entrar a su casa, que costó muchísimo trabajo a la ama de llaves el convencerla, y le prometió que la acompañaría y que no la dejaría sola con el galán. En cuanto Aurora leyó el papel, su corazón comenzó a latir con más violencia; pero, repetimos, era sólo por el agradable sobresalto que causan esas aventuras misteriosas a que con tanta facilidad se dejan arrastrar las mujeres, a causa de su imaginación ardiente y romancesca.
Después de concluido el teatro, al que de intento no concurrió el galán, Aurora, como de costumbre, tomó un ligero alimento, y amos y criados se retiraron a dormir a sus aposentos: a las doce de la noche la casa estaba ya en un profundo silencio, y si no dormían todos, comenzaban a sentir ese agradable sopor que va haciendo callar a los sentidos, y que precede siempre a un sueño profundo y tranquilo. Se concebirá naturalmente que Aurora no dormía; permanecía despierta, y llena de inquietud y sobresalto en su recámara, de la cual daremos una breve idea: era una pieza cuadrada, de cosa de seis a siete varas, pintada de un verde azufroso muy apacible, y parecido al color transparente del agua del mar en calma; en el cielo había pintados por la mano de Páris, diosas, genios, cupidos, todos alegres, expresivos, juguetones y en medio de multitud de flores. Cubría el pavimento una velluda alfombra sembrada de jazmines y violetas, tan perfectamente imitados del natural, que daba lástima hollarlos con la planta. En medio de esta pieza estaba colocado un hermoso catre de bronce con su pabellón de transparente muselina y brocado verde. Dos muebles para guardar la ropa ocupaban el frente, y las puertas eran de grandes espejos de Venecia, que retrataban todos los objetos; media docena de grandes sillones de damasco verde estaban distribuídos por la pieza, y una lámpara de alabastro pendía del techo. Dos cosas había que interrumpían la armonía que guardaban entre sí los muebles de la recámara, y eran una pequeña cama de caoba colocada en un rincón, y una mesa de madera fina, sobre la cual había un crucifijo de marfil cubierto con un capelo de cristal. La lámpara de alabastro se conocía que sólo estaba de adorno, pues no tenía trazas de haberse encendido nunca; pero en cambio ardía todas las noches delante del Santo Cristo la débil luz de una mariposa, colocada en una copa de cristal. En esta estancia silenciosa, alumbrada débilmente, era donde Aurora aguardaba la visita consabida; Carmelita dormía en su cama de caoba, y la vieja Teodora, cansada de platicar, cabeceaba en un rincón de la alcoba, dispuesta a dormirse tan luego como galán y novia entablaran conversación.
D. Francisco, desde las ocho de la noche se acostó a dormir tranquilamente, dando orden a su criado de que lo despertara a la una y media de la mañana; levantado a esas horas, se puso unos zapatos hechos a propósito para no hacer ningún ruido, una camisa limpia, un pantalón de lienzo, un sombrero de jipijapa, y se envolvió en una ligera capa, echándose en los bolsillos un par de pistolas y algún dinero menudo. Poco antes de la hora citada salió de su casa, y llegando a la esquina encontró al sereno despierto y listo; D. Francisco tenía avisados, además de los cuatro serenos más inmediatos, al cabo, para evitar el ser sorprendido y que su disfraz les llamase la atención. Con una presteza increíble cargó la escalera, la arrimó al balcón, y montó en el barandal; empujo suavemente la puerta, y se encontró delante de Aurora que, llena de pavor, y pareciéndole a ella misma increíble lo que estaba pasando, no podía ni hablar ni moverse del sitio en que estaba.
D. Francisco no usó de un lenguaje apasionado, ni ardiente, sino que procuró solamente tranquilizarla, asegurándole, en nombre de todos los santos del cielo, que nada tenía que temer. Para evitar que Carmelita pudiera despertar, se sentaron detrás de las cortinas de la cama, y D. Francisco se colocó a una respetuosa distancia.
- Aurora, -dijo D. Francisco,- la confianza que usted me ha dispensado, compromete mi eterna gratitud; jamás abusaré, y puede usted estar enteramente tranquila.
- ¡Oh, señor! -dijo Aurora,- yo no he consentido de ninguna manera en esto. Me dijo usted que podía peligrar su vida, y me he visto obligada ...
- Mil gracias, mil gracias, Aurora; yo no he mentido a usted. Hay personas que codician las riquezas de usted, y no perdonarán medio alguno, y mi empeño es avisarle con tiempo que ese infame viejo que goza de la confianza de su mamá, ha concebido el absurdo proyecto de casarse con usted y apoderarse de su dinero. Está urdiendo mil intrigas por el estilo de las que puso en juego para despachar a la Habana a su pupila Teresa, para no dejarla casar con su amante, y para disfrutar, como está disfrutando del caudal. Yo temo mucho que usted sea víctima de ese hombre, y vengo a ofrecerle mis servicios como un caballero; no hablo a usted de mi amor, de mi pasión eterna y profunda, Aurora, porque no he venido a eso, ni quiero que usted me dé respuesta alguna.
-¡Pero, no puedo comprender! ...
- Eso es muy fácil, Aurora; usted es niña, sin mundo y sin experiencia; cualquiera puede engañar a usted, y yo estoy seguro de que la engañan; apuesto diez años de mi vida a que el confesor de usted la molesta por las cosas más insignificantes.
- ¿El confesor? no, nada me dice, -interrumpió alarmada la muchacha, y creyendo que D. Francisco iba a revelar hasta sus pecados.
- Bien, -repuso D. Francisco con desenfado,- yo no insisto precisamente en que sea el confesor de usted, pero lo que es cierto, es que los padres no tienen algunas veces la prudencia necesaria. Si, por ejemplo, le fuese usted a decir que había tenido conmigo una conferencia a solas, se escandalizaría, y le diría que ya estaba usted condenada en vida ... y ya vé usted, no hago más que los oficios de un buen amigo; yo la respeto a usted como a un ángel ... Pero volvamos al asunto. Tengo datos seguros para creer que poco a poco D. Pedro ganará la voluntad de su mamá, y que si por una casualidad muriese, no tendría usted a quien volver los ojos, porque yo, aunque quisiera, no podría sin títulos legales defenderla.
- ¿Pero se imagina usted, -respondió la muchacha,- que yo me casaría con ese hombre, aunque estuviera en la última miseria?
- Ni por un momento lo he pensado; pero quién sabe si por esa misma causa se podría usted encontrar envuelta en mil desgracias.
- ¡Oh! y cree usted ...
- Yo de un viejo hipócrita lo creo todo; mas, en fin, Aurora ya no hablemos de eso; no quiero ni afligirla ni disgustarla. Le juro que yo seré se ángel de la guarda; que vigilaré los pasos de ese hombre, y que daré mi vida, si es necesaria, con tal de salvarla del golpe que la amenaza.
- Gracias, mil gracias, -dijo Aurora en voz baja.
- Vamos, -dijo D. Francisco,- no esté usted triste; platiquemos de cosas agradables; quiero aprovechar este momento en que soy tan felíz. Figúrese usted, Aurora, que soy un hombre aislado en el mundo, que paso los días y las noches hundido en una profunda tristeza, porque la soledad es la más cruel de todos los males.
- Pero yo veo que usted va al teatro, que se divierte, que ríe con los amigos.
- ¡Qué quiere usted! por matar el tiempo; por disipar un poco este fastidio mortal que me consume.
- No es usted tan desgraciado como se figura ... hay gentes que le aprecian mucho, y que se interesan por su suerte.
- Muy pocas, Aurora. ¿Cree usted que esos amigos que me rodean, que me adulan algunas veces, me servirían en el día en que tuviera una desgracia? le confesaré a usted francamente, Aurora; he amado, y las mujeres me han hecho traición; he tenido amistades íntimas y los amigos me han traicionado. ¡Oh! el mundo es muy injusto y muy cruel, y la sociedad muy corrompida. Así, Aurora, desengañado de todo, fastidiado de todo, sólo tengo un puerto a que acogerme, un refugio en la tierra, una esperanza halagüeña como la del caminante que descubre una luz lejana en medio de la noche. Aurora, creo en la felicidad, soy religioso, soy tolerante con el mundo cuando pienso en usted, y los momentos amargos en que llego a perder completamente la esperanza, entonces me vienen ideas de quitarme la vida, de marcharme a climas remotos donde olvide hasta la memoria de mi patria ... Figúrese usted que yo no tengo hijos, que no tengo parientes, que no tengo lazos que me liguen con el mundo, y que lo mismo me será vivir en un desierto de Africa, que entre los indios bárbaros de América. El corazón que no tiene amor, es como la tierra que no tiene jugo, como las flores marchitas, como las hojas secas que el viento hace caer de los árboles ...
D. Francisco sacó su pañuelo de la bolsa, se limpió los ojos, e inclinó la cabeza.
- No se aflija usted, D. Francisco, -le dijo Aurora con una admirable ingenuidad;- todo tiene remedio; ¡quizá dentro de algún tiempo usted podrá tener una vida más felíz! abandone usted esos pensamientos tristes ...
- ¡Qué quiere usted, Aurora! un hombre desgraciado no puede tener más que pensamientos melancólicos ... Pero, en fin, soy un necio en acordarme de esas cosas. ¿Quién más felíz que yo en estos momentos? ¿Quién más dichoso en el mundo que el que tiene el placer de estar cerca de usted; es decir, cerca de un ángel? ... ¡Oh! El recuerdo de estos momentos mitigará siempre los pesares de mi existencia.
D. Francisco se levantó, y con pasos vacilantes y cómicos se dirigió al balcón, se montó a caballo en el barandal, y descendió cuidadosamente por la escalera del sereno.
Aurora, como si fuera presa de un extraño sueño, o estuviera magnetizada, se levantó detrás del galán, lo siguió hasta el balcón, y así que lo vió descender, sin accidente, dió un gritito que significaba la agonía que había sufrido al ver a su futuro amante en una posición tan peligrosa. Teodora, que había estado en observación de toda la escena, salió de la oscuridad de su recámara a felicitar a Aurora de lo bien que había salido la entrevista. Cerró los balcones; alentó a la joven para que siguiera en tan lindos devaneos; la desnudó, y la acostó en el mullido lecho, modificando con un velador de alabastro la tímida luz de la lamparita que ardía ante la imagen de Jesucristo.
Presentación de Omar Cortés Capítulo cuadragésimo sexto
Capítulo cuadragésimo octavo Biblioteca Virtual Antorcha