Presentación de Omar CortésCapítulo cuadragésimo séptimo Capítulo cuadragésimo nonoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO OCTAVO

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ELEVACIÓN Y CAÍDA DE D. FRANCISCO

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A los dos días, y previo el aviso de estilo, don Francisco volvió a escalar el balcón: el lenguaje apasionado de éste; el respeto y delicadeza con que se había manifestado, sin atreverse ni a tocar la mano de Aurora, y el misterio de que estaban rodeados estos amores, interesaron sobremanera el corazón y curiosidad de ésta; de suerte que, venciendo los escrúpulos que le suscitaba su conciencia, y tomando cuantas precauciones inventan las mujeres en esas ocasiones, se resolvió a recibir a aquel quien, si no podía llamar aún amante, lo creía ya en vísperas de serlo.

En la segunda entrevista, D. Francisco mostró el mismo respeto que en la primera; y mezclando algunos conceptos apasionados y vehementes, procuró ridiculizar a las mujeres que se confiesan y comulgan cada ocho días, por supuesto con tanta delicadeza y tino, que Aurora se sonrió, lejos de que se alarmara en lo más mínimo. Al despedirse, D. Francisco, haciendo el joven tímido e inexperto, tendió la mano a la joven, y ésta, con una franqueza propia de la inocencia, no tuvo embarazo en estrechársela, recomendándole con encarecimiento, mucho cuidado al bajar.

En las anteriores conferencias el amante había permanecido a distancia de Aurora; en la tercera, apenas los separaba una silla. D. Francisco habló con más calor; le dió celos; le encargó lo mismo que el confesor que no mirase en el teatro los movimientos voluptuosos del Jaleo de Jerez y de las boleras. Aurora prometió obedecer.

La cuarta entrevista fue muy interesante: las distancias desaparecieron; la mano del amante estuvo largo tiempo apoyada sobre la de Aurora; aquel quiso llorar, y prometió matarse; ésta lloró de veras y le rogó que no se matase. El amante exigía un sí; Aurora se cubría el rostro; bajaba los ojos; los colores se le subían a la cara, y los latidos de su pecho se notaban sobre los pliegues de una elegante bata de balsorina. D. Francisco estuvo a pique de desmayarse, y como en las noches anteriores, le fue preciso separarse de Aurora de una manera romántica.

El corazón de las mujeres es incomprensible: ¿cómo Aurora, a quien hemos visto en medio del esplendor de un baile, tan ligera, tan alegre, tan indiferente, por decirlo así, a las insinuaciones de Arturo y de tantos galanes, estaba hoy sufriendo la fascinación de un hombre a quien acababa de conocer y cuya vida y cuyos antecedentes ignoraba totalmente? Aurora había concebido ya una verdadera pasión: el amante iba todas las noches: las distancias habían desaparecido absolutamente; las horas del día le parecían a la muchacha pesadas y lentas, y con el corazón latiente, con el semblante encendido, con esa especie de temblor nervioso que causan las sensaciones amorosas, esperaba la venida de su novio. Sus ojos expresaban el placer cuando veía a D. Francisco; su voz tomaba un acento más expresivo y más suave; sus movimientos eran más elegantes y más seductores, y en su vestido ponía un cuidadoso estudio, de forma que estaba más bella mil veces en su recámara que en el palco del teatro o en el paseo.

D. Francisco estaba muy complacido con su conquista, aunque se reía de la credulidad de la muchacha, y decía de vez en cuando, y al tiempo de prepararse para sus nocturnas expediciones: ¡pobre muchacha, me dá lástima! Pero con todo y esta compasión, se proponía sacar todo el partido posible. En cuanto a lo positivo, había recibido de Aurora dos anillos de diamantes, y que mal vendidos tendrían el valor de cuatrocientos pesos; y además, Aurora le había regalado varias mascadas, pañuelos de Cabray y otras frioleras, porque el tunante no se olvidaba de pedir a la crédula criatura, noche con noche, una a dos prendas amorosas, según le decía, con el objeto de conservarlas eternamente; de estrecharlas contra su corazón, de cubrirlas de besos y de humedecerlas con sus lágrimas: era tanto lo que fascinaban a Aurora estos juramentos y estas muestras de amor, que le hubiera dado gustosa toda su casa.

D. Francisco, después de examinar, por todos cuantos medios le sugería su experiencia en materia de amores, el corazón de Aurora, creyó que había llegado el momento crítico, y se preparó a ello. Es menester decir de paso, que D. Francisco, que vivía de la Providencia, como muchos elegantes, había agotado todos sus recursos pecuniarios, y tenido la dolorosa necesidad de empeñar a un usurero, en cuarenta pesos, uno de los anillos de Aurora: para él esto no era nada, porque estaba acostumbrado a esos cambios de fortuna, y nunca le faltaba una estanquillera, o una dueña de bizcochería que lo auxiliara, para compra de guantes blancos, de bastones y de botas charoladas. Se preparó, pues, a un golpe decisivo, y con tales intenciones, penetró como un ladrón, en medio del silencio y de la oscuridad de la noche, en la perfumada alcoba de Aurora. ¡Con qué diferentes emociones lo aguardaba la cándida criatura! Lo creía un amante rendido, un caballero de buena fe, un hombre solo y desgraciado, a quien ella podía dar familia, abrigo, felicidad. ¿Por qué, pues, él que se preciaba de conocer el corazón humano, y que en efecto lo conocía, no se aprovechaba de esta circunstancia, y se casaba con una muchacha que lo quería tanto? Reflexionaba tal vez que si se declaraba, encontraría oposición por parte de la madre, de los parientes y amigos de la casa, y del confesor; en fin, porque sabía que al hombre que se quiere casar, le hace todo el mundo la guerra con una crueldad inaudita. Así, pensaba, que una vez que diera un golpe de estado, la madre, los parientes, los amigos de Aurora, tendrían que rogarle el que se casara y que así triunfaría desde luego de su viejo rival, y obtendría, sin humillación, el título de marido de una muchacha rica: el cálculo para su interés no era malo, pero moralmente hablando, era una infame seducción.

La recámara de Aurora tenía esa noche un atractivo indefinible: a los sillones, con motivo de sacudirlos, se les habían quitado las fundas; la lamparita arrojaba reflejos un poco más vivos, y hacía brillar los bordados exquisitos del brocado; y sobre una primorosa mesa de laca japonesa se ostentaba un jarrón de cristal de Bohemia con un ramillete de flores naturales, que llenaban el ambiente de un suave aroma. Carmelita, tranquila, dormía en su cama, cubierta con un pabellón de muselina; Teodora, a pesar de los piquetes que le daba su conciencia, roncaba profundamente en su cuarto. Aurora era la diosa misteriosa de aquel templo, y parecía que aguardaba, como nueva Thais, recibir la visita de alguno de los célebres y no menos afortunados filósofos de la Grecia. Vestía una bata de Cambray blanco y abrigaba su cuello un pañuelo de terciopelo negro, forrado de blanca piel de armiño: sus piés calzados con unas pequeñas pantuflas de seda y oro, y su cabello caía en desordenados rizos por sus mejillas. Como las noches anteriores, inquieta y nerviosa, parecía más interesante y seductora.

Sonaron las dos de la mañana en el reloj del oratorio de la Profesa: los latidos del corazón respondieron a las vibraciones de la campana; Aurora se levantó de su lecho de puntillas, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, se acercó al balcón. Escuchó tres palmadas, que era la señal convenida; entreabrió la vidriera un poco, y esperó cuatro minutos: un ruido muy pequeño anunció que estaba puesta la escalera. Aurora apagó la luz; abrió con mucho tiento, y se encontró con el amante que se montaba en el barandal: luego que hubo entrado se cerró el balcón, y la lamparita volvió a encenderse. Estas y otra multitud de precauciones más, habían tomado para evitar que acaso algún vecino fuera por casualidad a hacer imprudentes observaciones.

- ¿Nada te ha sucedido, Francisco? -dijo Aurora con interés.

- Nada, bien mío, nada, muchachita consentida, -respondió el galán tomándole la mano.

Aurora la quiso retirar.

- ¿Estás enojada esta noche, alma mía? -continuó D. Francisco.- ¿Por qué quieres retirar tu preciosa manecita?

- No, enojada no; pero ya ves, siempre es mejor que ...

- ¡Insistes en esas preocupaciones, bien mío! Dios ha puesto en nuestros corazones este sentimiento divino, que se llama amor, para que lo disfrutemos ... Son los hombres los que todo lo corrompen y trastornan con su malicia. ¿No me has dicho que me amas? ¿No soy, vida y alma, todo tuyo? ¿Por qué me das que sentir todos los días?

Aurora no opuso más resistencia, y le abandonó su mano: D. Francisco la arrastró suavemente hasta un pequeño confidente, donde todas las noches se sentaban, pues el cortinaje de la cama de Aurora los ocultaba de Carmelita.

Ya verá el lector cuantos avances había hecho don Francisco. Hablaban por supuesto, en voz muy baja. Don Francisco estuvo un momento en silencio, y exhaló un profundo suspiro.

- ¡Suspiras! ¿Y por qué? -le dijo Aurora.

- Se sufre también con la felicidad; y te amo tanto, tanto, que no puedo explicar las dolorosas sensaciones de placer que experimento, cuando estoy cerca de tí.

- Pues para que veas, yo estoy muy contenta, y soy muy felíz el rato que paso contigo, -dijo la muchacha con mucha naturalidad:- el único temor que tengo es, en primer lugar, que no te suceda algo al venir o al retirarte a tu casa; y en segundo, que no vayan a descubrirnos ... me moriría de vergüenza y de susto.

- ¡Bah! ni pienses en eso: nuestras precauciones están bien tomadas: los cuatro serenos de las cercanías son míos; y además, tengo mis mozos y mis espías, y las patrullas también están ganadas. Por lo demás, nada importaría, porque me casaría contigo, y estaba terminada la historia.

- ¿Te casarías, Francisco?

- Indudablemente: te lo he dicho, y yo soy hombre de mucha palabra ... Y además, te amo tanto, bien mío, que si yo conociera que tu madre había de acceder, desde luego te pediría; pero soy un pobre, Aurora, un infeliz, y no he de sufrir más que desprecios, y lo que sería peor, no te volvería a ver ... ¡Oh! no, es ¡horrible! no quiero ni pensarlo.

Francisco se acercó un poco junto de Aurora, y pasó su brazo por detrás del sofá, y medio lo apoyo en la espalda de la muchacha.

- Pero no te dé cuidado, -continuó:- me han prometido un empleo en una aduana marítima, y antes de un año volveré rico, con carruajes, con oro, con mucho oro, porque me propongo aprovechar el tiempo, y entonces, ni tus parientes, ni tu mamá, podrán echarme en cara mi pobreza.

- Pero dime, Francisco, -preguntó Aurora con sencillez,- ¡qué! ¿se gana muy pronto el dinero en esas aduanas marítimas?

- Muy pronto: en tres meses, en seis, en un año ... Pero esa es una conversación fastidiosa: hablemos de nuestro amor; dime, ¿me amas mucho, bien mío?

Aurora bajó los ojos ruborizada.

- Siempre que te hago esa pregunta, bajas la vista ... Sí ... sí ... veo que me amas ... pero me da tristeza que me quieras tanto como yo a tí.

D. Francisco bajó su brazo, y enlazó la cintura de Aurora.

- No, no hagas eso, -dijo la muchacha;- entonces, no te volveré a ver.

- ¡Ya lo ves, Aurora! ... eres muy cruel conmigo. Mi amor es ardiente como un volcán, puro como la nieve de los montes, inmenso como el orbe.

- ¡Francisco!

- Sí, cuando estoy a tu lado, me olvido del mundo entero, y no pienso más que en respirar el aliento que tú respiras, en mirarme en tus divinos ojos.

- ¡Francisco!

- ¿Y por qué temer, vida mía? -continuó Francisco pausadamente, limpiándose con su pañuelo el sudor de la frente y las lágrimas que humedecían sus ojos;- mira, toca mi mano ... está fría ... toca mis labios ... secos ... toca mi frente ... cubierta de sudor ... ¡ah, ah! sufro mucho cuando amo.

Aurora temblaba también; subían a sus mejillas bochornos ardientes ... una nube empañaba su vista, las fuerzas le faltaban aún para hablar. En silencio abandonó su mano a D. Francisco; lo miró dolorosamente, y exhaló un suspiro, que más bien podía llamarse un quejido.

- Ven, ven, sol de mis ojos, alma de mi alma, -le dijo D. Francisco, arrastrándola suavemente hacia él.

- ¡Oh, Dios mío! -exclamó la muchacha, estoy loca, estoy perdida: ¡salvadme!

- Loca de amor, -continuó D- Francisco,- y esa es una deliciosa locura. Dios que ha creado en la naturaleza el amor ...

- ¡Oh, no, no; dejadme! -exclamó la doncella, estrechando convulsivamente la mano de D. Francisco.

- En este momento es forzoso, está decretado por Dios, que se decida nuestra suerte: o tu amor, o la maldición, la desgracia y la muerte para mí.

- Por compasión, marchad, -dijo Aurora.

A este tiempo, Carmelita, que se había levantado silenciosamente de la cama, se deslizó por un costado de las cortinas del lecho de Aurora, y apareció delante de los dos amantes.

- ¡Ah, Carmelita! .exclamó Aurora.

- ¡Carmelita! -dijo D. Francisco sorprendido y dando un salto del asiento donde estaba.

Antes que Aurora tuviese tiempo de pronunciar otra palabra más, Carmelita se había colgado de su cuello y le cubría la boca, con numerosos besos.

El amante, interrumpido en lo más interesante de su conversación, tuvo ganas de tomar a Carmelita de los piés y estrellarla contra la pared; pero habiendo oído un ligero ruido en las piezas interiores, hizo en secreto una reconvención ligera a Aurora, y se marchó por el balcón.

Aurora cerró la vidriera y la puerta, y así que se vió sola en su alcoba, respiró libremente, como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.

- ¡Gracias, mil gracias, vida mía! -dijo abrazando a Carmelita:- tú me has salvado, tú has sido mi ángel de guarda.

Después se dirigió delante de la imagen de Jesucristo, cayó de rodillas, rezó y lloró. A pesar de la vida de Aurora, entregada a las diversiones, y de su genio naturalmente alegre, era la primera vez que se reconocía culpable; así es que prometió delante de Jesucristo, que jamás volvería a recibir en su aposento a D. Francisco.

Carmelita, con la sonrisa en los labios, había seguido maquinalmente los movimientos de su protectora: la había ayudado a cerrar el balcón; se había arrodillado detrás de ella, y había murmurado algunas oraciones.

Así que Aurora se halló más descansada con las plegarias que había dirigido a Dios, ruborizada y arrepentida, al pensar que tal vez la criatura había escuchado los amorosos diálogos, le preguntó tímidamente:

- ¿Por qué te levantaste, hija mía?

- Yo creí que le hacían a usted algún mal, porque la oí quejarse.

- Y esta noche ...

- Todas las noches he oído, -interrumpió la criatura, anticipándose al pensamiento de Aurora,- pero como ese señor no le hacía a usted ningún daño, me había estado en silencio ... ¿Se ha enojado usted?

- ¿Enojarme, bien mío? ni por pienso: estoy apesarada de haberte quitado tu sueño, -dijo Aurora, procurando disimular:- duérmete, duérmete, y por Dios no digas una sola palabra de lo que ha pasado.

Carmelita sonrió; abrazó de nuevo a su protectora; le dió muchos besos, y se acostó. Aurora hizo lo mismo, pero le fue imposible cerrar los ojos, hasta que salió la luz: le parecía que su falta era ya pública, y tenía vergüenza de presentarse delante de su madre.

Dejemos un rato a Aurora y sigamos al amante.

Le faltaban cosa de seis escalones para acabar de bajar a la calle, cuando volteó la esquina una patrulla de policía: en medio de la cólera y del despecho de que estaba poseído, por habérsele malogrado su empresa, tuvo tiempo de pensar, en cuanto oyó los pasos de los caballos, lo inoportuna que era la llegada de la patrulla: intentó subir otra vez al balcón, y en efecto, avanzó cuatro escalones más.

- ¡Canario! -dijo,- esto se complica, y aun cuando llegue al balcón, la escalera me denunciará, y entonces el escándalo es seguro ... bajemos.

D. Francisco descendió rápidamente los cuatro escalones que había subido.

- ¡Cáspita! ... es imposible, y soy hombre perdido; no tendré tiempo para ocultarme; y si corro, acaso me tirarán un balazo, y el escándalo también es cierto ... ¡Dios eterno! ¿qué hacer?

D. Francisco, impelido por sus nervios, quiso acabar su descenso a todo trance; pero los piés se le enredaron en los barrotes de la escalera, y en vez de bajar lisa y llanamente, rodó, y fue a caer en las losas de la acera.

La patrulla llegó a ese tiempo, rodeó al culpable y lo amagó con las carabinas.

- ¿Qué hace usted ahí, bribón, bajando por la escalera del sereno?

- Soy un hombre decente, -dijo con cuanta sagre fría le fue posible, poniéndose en pie.

- ¡Decente, el muy pícaro! -exclamó indignado el cabo de policía.- ¿Y qué estaba haciendo el decente con la escalera del sereno junto del balcón? A la cárcel, a la cárcel: vamos ...

- No, a la cárcel no he de ir, -dijo resueltamente el galán;- soy un hombre distinguido. ¿Eh? ¡cuidado!

- Qué cuidado ni qué ...! Llévenlo, por bien o por mal, -dijo el cabo.

Tres o cuatro hombres pusieron las puntas de sus espadas en el pecho de D. Francisco, y éste tuvo que ceder.

- Hombre, dispense usted una palabra, -dijo con voz suplicante el galán, dirigiéndose al cabo.

- ¡Vamos! y diga breve, que no puedo aguardarme.

- Vea usted, -continuó el amante apartándose a un lado, yo no soy ladrón: es una aventurilla amorosa, y es todo: me subo por la escalera; hablo un ratito con mi novia, y después me bajo; pongo la escalera en su lugar, y me voy a mi casa muy pacíficamente. Tenga usted esta galita para los muchachos, y déjenme ir a mi casa.

D. Francisco puso dos pesos cariñosamente en manos del cabo de la patrulla: éste había cerrado ya la mano, y se dejaba seducir; pero pareciéndole para tamaño delito muy insignificante la propina, dijo:

- Amigo, eso será verdad, pero en la cárcel se sabrá: yo no quiero que digan mis compañeros que soy un abrigador de macutenos ... Vamos.

- Hombre ...

- No hay remedio.

- Prometo ...

- Nada ... a la cárcel.

- Por los huesos de San Esteban, que ...

- A la cárcel ...

- Explicaré ...

- ¿De qué sereno es la escalera?

- No sé ... pero ...

- Pues a la cárcel ...

No hubo remedio. D. Francisco tuvo que sujetarse a la ley de la fuerza, y marchó en cuerpo de patrulla a la cárcel. Estaba furioso, y pensó dispararse sobre la cabeza el par de pistolas que llevaba en el bolsillo, y que le quitaron llegando a la puerta de la Diputación. Estuvo a punto de ser arrojado al patio común de la cárcel, lo cual le hubiera valido, según la costumbre, un baño de agua fría en la fuente, y que lo hubieran despojado de toda su ropa; pero felizmente una parienta del alcaide se compadeció de él y le proporcionó un alojamiento separado. A pesar de haber mejorado su situación notablemente, de pronto nuestro heroe se entregó a los más tristes pensamientos: ¡Cómo él, hombre de moda y de gran tono, que trataba con la flor y nata de la juventud, que visitaba las mejores casas de México, iba a salir con la luz del día públicamente de la cárcel de la Diputación, caso de que saliera libre, pues no dejaba de tener sus temores de que se diera otra interpretación al negocio, y se le quisiera formar una causa criminal. Si él declaraba su aventura, deshonraba a Aurora, y se metía en otra serie de compromisos que no sabía a dónde irían a parar: le tenía un positivo horror al casamiento, y estaba resuelto a hacer una locura antes que sujetarse a tal humillación, pues él llamaba indistintamente imbéciles a todos los maridos.

Una hora larga había pasado sentado en una silla, preocupado con los tristes pensamientos que vienen a las mentes en una situación comprometida, cuando se oyó el ruido de pisadas de muchos caballos; y se esparció la voz de que había llegado el señor gobernador con un séquito numeroso de ayudantes. Era muy extraño que el gobernador madrugara tanto, pues los funcionarios públicos comienzan sus ocupaciones a las doce del día; pero como había amagos de pronunciamiento y le habían denunciado a S. E. que al toque de diana se iba a efectuar la rebelión, había tenido necesidad de levantarse de su mullido lecho y de salir a ejecutar algunas aprehensiones.

D. Francisco, sin tratar de averiguar la causa de la madrugada del señor gobernador, vió el cielo abierto.

- Quiero ver al gobernador; quiero hablar al gobernador un momento solo, y doy toda mi fortuna, mis bienes, lo que poseo, -dijo.

Fue la parienta del alcaide la que hizo este nuevo servicio a nuestro heroe: no había podido cerrar los ojos la muchacha en el resto de la noche, pues le parecía D. Francisco uno de los más gallardos criminales que habían pisado los umbrales de la cárcel, y deseaba en el fondo de su alma que fuese sentenciado a diez años de cárcel, por lo menos, para tener la crueldad de tratarlo como si estuviera en un cuarto de la Gran Sociedad o de la Casa de Diligencias. La muchacha, en un abrir y cerrar de ojos, allanó todos los obstáculos, y D. Francisco, seguido de un agente de policía, salió a hablar al señor gobernador, que estaba a caballo en el Portal de la Diputación, dando sus órdenes, con la confianza y satisfacción con que Napoleón dirigía la batalla de Marengo. La aurora comenzaba a teñir con una cinta blanquecina el Oriente, y la cosa urgía: D. Francisco quería estar en su casa antes de que acabase de amanecer.

- Señor general, señor gobernador, una palabra, una palabra solamente, -dijo D. Francisco, penetrando por entre el grupo de caballos.

El gobernador, que juzgó que la persona que le hablaba, le tenía que comunicar algún secreto revolucionario, se apartó de su comitiva, e inclinándose en su caballo, y hablando en voz baja, le dijo:

- Vamos, diga usted, amigo, diga usted breve quiénes son los traidores: los he de colgar a todos ellos ¡vive Dios! Si se atreviesen ...

- Anoche me cogió una ronda, y me trajo a la cárcel.

- Vamos, ¿y por qué?

- Era una aventurilla amorosa.

- ¡Con mil diablos! bueno estoy para escuchar ahora aventurillas amorosas.

El gobernador se puso bien en los estribos, y torció la rienda de su caballo.

- Un momento, un momento, señor general, -dijo D. Francisco, conteniendo del bocado al tordillo del gobernador.

- ¡Canarios, estamos frescos! .exclamó el gobernador, tratando de meter el acicate al tordillo.

- Soy un amigo de usted, y va mi honra de por medio, y también la de una familia: soy Francisco B ...

- ¡Hola, D. Francisco! ... perdone usted, no le había conocido; estoy tan preocupado con estos revolucionarios, que no veo más que conspiradores por todas partes ... Vamos, ¿qué vientos traen a usted por estos barrios, y tan de madrugada?

- Mi general, -dijo D. Francisco con más tranquilidad,- anoche bajaba yo por la escalera de un sereno, de la casa de mi novia, cuando me encontró una patrulla, y me condujo a la cárcel ...

- ¡Hombre! y ¡qué chasco tan gracioso! -interrumpió el gobernador, soltando la carcajada.- Vamos, cuénteme usted ...

- Esto es todo, -respondió D. Francisco;- bajaba yo por la escalera del sereno ...

- Pero es extraño modo ... ¿así baja usted siempre de la casa de sus novias? -continuó el gobernador riendo siempre.

- Por el balcón, sí, señor, -contestó D. Francisco;- y ese cabo infernal de policía me ha tomado por ladrón, y me trajo aquí; la fortuna es que una muchacha de la familia del alcaide se ha interesado por mí, y no me han echado al patio, donde están los ladrones y asesinos.

- ¡Bien! ¡bien! el chasco ha sido graciosísimo; ¿y qué quiere usted ahora?

- Una cosa muy sencilla: irme a mi casa antes de que acabe de amanecer.

- Bien, muy bien; yo enviaré a usted a su casa, pero con una condición.

- ¿Cuál?

- Que me ha de decir usted el nombre de la muchacha; sabe que soy afectísimo a la crónica escandalosa.

- Pero mi general ...

- No saldrá de aquí, -dijo el gobernador,- poniendo la mano en el pecho.

- Mi general ...

- Una vez que no tiene usted confianza de un amigo, quédese en la cárcel, y ya la policía nos dirá en qué balcón estaba puesta la escalera del sereno: llamaremos también a éste, y haremos que se pudra en la cárcel hasta que no despepite ... Adiós, D. Francisco, nos veremos pasado mañana.

- Un momento, mi general; no sea usted tan cruel; voy a decirle a usted ...

- Vamos, bribón, confiese usted sus pecados.

- Pues, mi general, la aventura fue en la calle de C ... núm. 32.

- ¡En casa de Aurora! ¡de la linda Aurora! ¡de esa Aurora, que es el encanto de todo el mundo! ¡de esa Aurora, que a nadie correspondía, y que trae locos a todos los jóvenes y viejos!

- ¡Chist! mi general, no lo escuchen ... en la misma casa fue, y no le miento ... pero, por Dios, mi general, la reserva sobre todo ...

- ¡Oh! cuente usted con ella; pero la aventura es graciosa, y ...

- ¡Oh! ¡nada! ¡nada! le juro a usted que no ha pasado de amores platónicos.

- ¡Bribón! -dijo el general.- Váyase a su casa. ¡Cuánta envidia le tengo a usted!

D. Francisco no aguardó más; se deslizó por entre los caballos, y se fue a su casa: luego que llegó, se desnudó; se metió en la cama, y se durmió.

- ¡Gracias a Dios! -dijo envolviéndose en las sábanas,- de buena he escapado:- durmamos, que después Dios dirá lo que ha de ser.

El gobernador se quedó cavilando en la fortuna loca del petimetre, y dijo para sí:

- ¡Bueno! yo tengo una memoria del diablo: me aprovecharé de ella en la primera oportunidad ... voy a emprender la conquista de Aurora.
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