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MANUEL PAYNO
EL FISTOL DEL DIABLO
CAPÍTULO SÉPTIMO
EXPLICACIONES
Los albaceas y los tutores han sido, son y serán siempre unos bichos dañinos. Un refrán dice: que más se quiere lo que se cría, que lo que se pare, y como los albaceas y los tutores crían el dinero de sus menores, es claro que lo aman más, y lo aman hasta tal punto, que cuesta infinito trabajo que se desprendan de él. ¿Qué hace, pues, una niña, o unos niños que quedan en edad tierna huérfanos, y cuyos bienes y educación se confían a un hombre desconocido, y tal vez extraño absolutamente para ellos? Las leyes los protegen, es verdad; ¿pero una joven, un niño que va a la escuela, están en el caso de entender las leyes, cuando apenas las comprenden los mismos abogados? ¿Qué valdrán los recursos de unos seres débiles, extraños a las intrigas del foro y a las maldades sociales, contra la influencia de un hombre en posesión ya de un gran caudal, con el que puede ablandar la integridad de los jueces, mover la fastidiosa elocuencia de un abogado y torcer la fe del escribano? Todo esto se dice, bajo el supuesto de que los jueces se puedan formar una idea exacta de parte de quién está la justicia; de que los abogados tengan elocuencia y los escribanos fe, y de que todo ese embrollo de leyes romanas, góticas y mexicanas, que forman un caos, pueda llamarse legislación.
Resulta, pues, un hecho, y es, que cuando el albacea o tutor es hombre venal, los menores se quedan en la indigencia; cuando el albacea o tutor es hombre de regular educación y moral, los menores cogen una parte de lo suyo; y cuando, en fin, el albacea es hombre de esos devotos ascéticos, que deseando ganar el cielo andan en buenos coches sobre esta tierra miserable, quizá para no ensuciarse los pies con su vil y despreciable polvo, los menores gastan, sin su voluntad, en lo que se acostumbre llamar obras pías, que es acaso lo que menos tienen. Por final resultado, los menores siempre reciben mermado su caudal; y como lo menos que se han cuidado es de educarlos para el trabajo y para que sirvan bien a su patria con sus bienes y su persona, los menores, cuando han llegado a su mayor edad, derrochan su caudal y se quedan en la miseria. Para mi modo de ver, la fatalidad con su mano de hierro, como diría un romántico, pesa sobre estos entes equívocos, sobre estos fetos sociales que necesitan, según las leyes, un periodo larguísimo para desarrollarse y formarse.
Hay mil cosas que pasan inadvertidas, y que deberían vigilarse por el gobierno; cuando pensamos algunas veces sobre política, lo que muy raras veces sucede, nos figuramos al gobierno, como el padre de una gran familia; ¿y como tal, no debería tener cuidado y vigilar de que ninguna persona estuviera sujeta ni remotamente a la arbitrariedad y a la injusticia de otra? ¿Por qué no se establece un tribunal, compuesto de hombres íntegros y doctos, que cada año, por ejemplo, examine el curso de esos ruidosos pleitos de padres e hijos, de tíos y sobrinos, de albaceas y menores, de tutores y tutoreados; y que este examen no sea ni para fallar, ni para embrollar con dilatorias y trámites, sino para cerciorarse simplemente de si hay legalidad, arreglo y buena fe en la secuela de los negocios, para enderezar la justicia a favor de los débiles, para proteger a los que, sin la fuerza, sin los elementos, sin la instrucción necesarios, pleitean con los que tienen astucia, dinero y mala fe?
El albacea y tutor de Teresa era uno de esos hombres avaros, corrompidos, infames, para quienes ningún medio era malo, con tal de que diera una resultado favorable a sus miras; dedicaremos algunas líneas, para que el lector tenga toda la inteligencia necesaria, de los hechos sociales que nos hemos propuesto referir.
La madre de Teresa enviudó a los pocos meses de haberla dado a luz, y quedo dueña de muchas riquezas, porque el marido, que la adoraba, la nombró albacea de su hija. La madre procuró conservar los bienes, pensando que con la educación virtuosa y recogida que daba a su niña, le dejaría dos caudales en vez de uno; no pensaba la pobre madre, que a veces las riquezas son fuente de desgracia para las jóvenes. Nunca pudo la madre venir a la capital, y vivió retirada en una de sus haciendas, cerca de San Luis Potosí; así Teresa, con el aire libre y saludable del campo, se desarrolló físicamente con la pompa y hermosura con que crecen las flores silvestres. El padre, se nos había olvidado decir, que era español, y entre otros bienes poseía algunas fincas en la Habana. Tenía Teresa quince años, cuando la madre se vió atacada de una grave enfermedad de nervios; todos los médicos más famosos de San Luis, y aun muchos de la capital la asistieron; y un dia, reunidos en sus temibles juntas, decidieron que la enfermedad no tenía más remedio que viajar por el mar, y radicarse por algún tiempo en un clima cálido. La señora pensó en la Habana; y como cuando un enfermo está grave, cualquier sacrificio para sanar le parece poco, salvando todos los obstáculos imaginables dispuso el viaje, llevando consigo a su hermosa Teresa.
Tiempo hacía que procuraba ganar su confianza un hombre al parecer lleno de virtudes y de probidad, que confesaba y comulgaba cada ocho días, y que, instruido en los negocios de campo, podía ser de la mayor utiidad; este hombre se llamaba D. Pedro, y como era bastante hábil, logró por medio del confesor de la señora, quedarse encargado del manejo de todos los bienes.
A los tres años, suspirando siempre la madre por su patria, y restablecida su salud, dejó la isla de Cuba, y volvió, en unión de su hija, a la hacienda donde tanto tiempo había vivido. D. Pedro le entregó muy buenas cuentas; todos los bienes estaban aumentados y en prosperidad; así es que D. Pedro fue el depositario de todas las confianzas de la madre y el jefe de la familia; y por supuesto, cuando la madre murió, fue el albacea y el tutor de Teresa, que cayó bajo su exclusivo dominio. La muchacha, como hemos dicho, había crecido bella e inteligente, y educada por una madre llena de virtudes y de bondad, su alma estaba adornada de las mismas cualidades. D. Pedro pensó que no era mal negocio quedarse con la muchacha y con los bienes; pero había un obstáculo invencible, aunque muy natural. Ni la edad ni la figura de D. Pedro podían ser atractivos para fijar la atención de Teresa, la que había tratado a éste verdadero intruso en su familia con cierto respeto, pero al mismo tiempo con miedo y desconfianza, sin que pudiera darse cuenta de la razón por la que experimentaba esos sentimientos. Durante su residencia en San Luis Potosí había conocido a un militar joven que no cesaba de seguirla a todas partes y de insinuarle de mil maneras su inclinación. Como era de esperarse, comenzaron los dos por entenderse, y concluyeron por amarse, entablándose una correspondencia que, por medio de los criados, circulaba con la mayor facilidad. Todo esto pasaba en vida de la señora que falleció sin sospechar siquiera que el corazón de su hija estaba ya empeñado. El joven militar era Manuel; hijo de un viejo general, lo dedicó a la carrera, dejándole a su muerte un pequeño capital impuesto sobre una casa situada en la calle del Empedradillo, con lo cual pudo concluir su educación. Una vez entrado en el servicio del ejército, recorrió una buena parte de la República, ya permaneciendo en una y otra ciudad de guarnición, ya en alguna de las campañas frecuentes a causa de la guerra civil. Así fue a dar a San Luis, y así conoció a Teresa, y así concibió por ella un amor que no cambió ni se entibió jamás.
D. Pedro ignoraba también todo esto, pero, suspicaz y malo por carácter, enamorado por otra parte de su pupila y pensando que de un momento a otro podía escapársele de entre las manos, desde que quedó enteramente a su cargo, la espiaba día y noche, no la dejaba salir a la calle sino con criadas de mucha confianza, y la privaba, por supuesto, de toda diversión pública. Establecido ya en México, siguió el mismo método, pero reflexionando que tanta severidad podría exasperar a Teresa, adoptó un término medio, procuró satisfacer todos sus pequeños caprichos femeninos y rodearla, no sólo de las comodidades a que tenía derecho por su riqueza, sino hasta de un lujo que no dejó de llamar la atención en la ciudad.
Cuando una sociedad de aduladores y de agiotistas determinó dar un baile (como no se había visto otro en México, después del que dió el Ministro inglés con motivo de la coronación de la reina Victoria) para celebrar el cumpleaños del general Santa Anna, entonces presidente de la República, Teresa manifestó a D. Pedro su deseo irrevocable de ir a él, porque algo le decía su corazón. Por otra parte, D. Pedro no quería faltar a esa gran fiesta, porque en la posición visible que guardaba en la sociedad, se hubiese considerado su ausencia como una grave falta y un desprecio personal al Jefe del Estado; así creyó conciliar un deber y complacer a la vez a la muchacha, proponiéndose observar su conducta en el baile. Se puso de acuerdo con un antiguo amigo, D. Juan Alonso Quintanilla, hombre de dinero, que había contribuído con una buena parte de dinero para el baile, y ambos, acompañando a Teresa, se dirigieron a la hora conveniente al Teatro Nacional. En el curso de la noche, al parecer. D. Pedro dió amplia libertad a su pupila, y así se lo dijo, pero disimulándose entre los grupos y el continuo movimiento de la inmensa concurrencia que no cabía ya en el salón, no cesó de vigilar y de observar hasta los más insignificantes movimientos de Teresa. La vió bailar con Arturo y con el capitán, notó su tristeza y su abatimiento y pensó que esto provenía de alguna pasión oculta, sospechó de Arturo, del capitán, de todo el mundo, porque en efecto, los más apuestos y distinguidos muchachos, no dejaban de fijarse en Teresa, por su hermosura, por su elegancia y por ese aire sentimental que no podía disimular.
D. Pedro se retiró del baile, celoso, despechado, sin saber qué hacer ni qué partido tomar; si precipitar el desenlace o sufrir, tener paciencia y esperar la mejor ocasión. Ninguno de estos sentimientos demostró a Teresa, y por el contrario, redobló sus atenciones con ella, pero se propuse vigilarla y espiarla de todas maneras.
La mañana que salió Teresa acompañada de su criada favorita, D. Pedro la siguió, vió al mismo capitán que había bailado con Teresa asomarse con precaución por la puerta entrecerrada de una accesoria, a poco Teresa entró a la casa, dejando a la criada en una esquina, y la puerta se cerró. Los amantes estaban ya juntos. D. Pedro hubiese en ese momento querido tener a su disposición un rayo para reducirlos a cenizas. Su primer ímpetu fue arrojarse sobre la puerta, romperla, y caer sobre los culpables. No tenía fuerzas ni armas. Se mordió los labios y comenzó a pasearse por la calle, pensando en ejecutar cosas imposibles. Llamar a la justicia y a la policía, no, era un escándalo. Correr a su casa en busca de un arma y matar a Teresa y al capitán cuando saliesen ... tampoco, eso lo conducía derecho a la horca. Encerrar a Teresa en un convento, tal vez, pero eso sería más adelante, y lo que él quería, como todo celoso, era una venganza inmediata y terrible. Era, sin embargo, impotente, nada podía hacer ... vagaba como loco. Levantando la cabeza para ver si la casa tenía otras entradas, observó en los fierros del balcón, atado, un papel que decía: esta vivienda se alquila, y la vivienda estaba precisamente encima de la accesoria donde vivía Mariana.
D. Pedro subió, tocó fuertemente, y una mujer que cuidaba la casa le abrió, y D. Pedro, sin decirle una palabra, entró, recorriendo como un demente, aquellas piezas frías, desnudas y polvosas.
- ¿Cuánto gana esta casa? -le dijo al fin a la mujer que le seguía.
- Veinte pesos cada mes, fiador y renta adelantada.- le respondió la cuidadora.
- Bien, es mía, la tomo desde luego, es menester quitar el papel inmediatamente y no enseñarla a nadie. Toma, para cigarros.
D. Pedro dió algunas monedas de plata a la portera y continuó andando precipitadamente por las mismas piezas que había recorrido. De pronto la casualidad le proporcionaba un local desde donde, sin ser visto, pudiese a todas horas observar la casa de Mariana. De repente se volvió a la portera y le preguntó:
- ¿Tiene esta casa comunicación con la accesoria?
- No, señor, -contestó la portera.- sólo queda en la sala una claraboya que servía para espiar a las gentes, antes de abrir, pues se entraba por la accesoria, y el zaguán estaba cerrado. Desde que se mudó Doña Mariana la lavandera, se tapió la puerta de comunicación. Ya verá usted, señor.
La portera condujo a D. Pedro a la sala y le mostró un agujero del diámetro de un peso que estaba disimulado en medio de la pieza, entre los ladrillos del suelo.
- Bien, bien, -respondió D. Pedro,- déjame solo, mejor dicho, vé a comprarme cigarros al estanquillo más cercano.
Desembarazado de la vieja cuidora, cerró la mámpara con la aldaba, se quitó el sombrero, se tendió en el suelo y aplicó un ojo a la pequeña claraboya, desde donde efectivamente se podía ver una parte del salón de Mariana, pero los amantes no estaban precisamente colocados de modo que pudiesen ser vistos. Apenas y con trabajo, y cambiando de postura y aplicando ya el ojo derecho, ya el izquierdo, podía ver D. Pedro, o una parte de la cabeza y cara del capitán, o la punta del pié de Teresa, o un brazo que se movía para estrecharle la cintura, o quizá dos bocas que se juntaban para confundirse en un solo beso; al menos a él se le figuraba todo esto, porque inyectados sus ojos de sangre, latiendo su corazón contra los ladrillos polvosos del salón oscuro, realmente no veía en la habitación de Mariana sino un foco de luz que lo deslumbraba, pues el sol entraba de lleno por la puerta del jardín; pero sí oía suspiros y murmullos y palabras de amor, a las que sus celos y su cólera daban una siniestra interpretación. No pudo sufrir más, tembloroso, agitado, desgarrando con sus manos crispadas la pechera de su camisa, reventando la cadera del reloj, arañando el suelo con sus uñas, se levantó, y lleno de polvo y telarañas salió de aquella casa deshabitada, dejando a la portera, que volvía con una cajetilla de cigarros en la mano, aterrorizada con su feroz aspecto, como si se le hubiese aparecido una visión del otro mundo.
Presentación de Omar Cortés Capítulo sexto
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