Presentación de Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

Génova y Lucca son propiedad de Napoleón, príncipe, y le advierto que no debe empeñarse en hacer caso omiso de que estamos en guerra, si desea terminar con todas las infamias de ese anticristo.

Así se expresaba, en julio de 1805, Ana Pavlovna Sherer, dama de honor y persona muy allegada a la emperatriz María Feodorovna, al salir a recibir a un grave personaje cargado de titulos, el príncipe Basilio, que llegaba el primero a la velada.

— ¡Qué salida más impetuosa. Dios mío! —respondió el príncipe sin sentirse cohibido por aquel recibimiento.

Llevaba un bordado uniforme cortesano, medias de seda y zapatos con hebilla, iba atiborrado de condecoraciones y en su rostro vulgar se dibujaba una expresión sonriente.

Se aproximó a Ana Pavlovna y besándole la mano, al mismo tiempo que le presentaba la reluciente y perfumada cabeza, se sentó tranquilamente en el diván.

— Ante todo, ¿cómo se encuentra usted, querida amiga? Tranquilice usted al amigo —añadió sin cambiar el tono de su voz en el que apuntaba, tras las conveniencias y la simpatía, la indiferencia y hasta el sarcasmo.

— ¿Cómo es posible que me encuentre bien cuando padezco moralmente? ¿Puede vivirse tranquilamente en nuestros tiempos cuando se tiene corazón? —replicó Ana Pavlovna—. Por supuesto, pasará usted aquí toda la velada.

— ¿Y la fiesta en la embajada de Inglaterra? Hoy es miércoles y no puedo faltar a ella —dijo el principe—; mi hija vendrá aquí a recogerme.

— Tenía entendido que esa fiesta había sido aplazada. Le confieso a usted que todas esas fiestas y todos esos fuegos artificiales comienzan a resultarme muy insípidos.

— Si hubiesen sabido que tal era su deseo, se hubiera aplazado la fiesta —dijo el príncipe, que solía, como un reloj al que nunca le faltara cuerda, decir cosas que ni él mismo quería que fuesen creídas.

— No me atormente usted. Y vamos a otra cosa, ¿qué se ha determinado referente a la noticia de Novosiltzov? Usted está enterado de ello.

— ¿Qué voy a decirle a usted? ... —repuso el principe con frialdad y visible embarazo—. ¿Qué se ha determinado? Pues que Bonaparte ha quemado sus naves y mucho se me figura que también nosotros estamos a punto de quemar las nuestras.

El entusiasmo de Ana Pavlovna se colmaba cuando asistía o intervenía en una conversación política.

— ¡Ah, no me hable usted de Austria! Quizá no entienda nada de todo eso, pero sí afirmo que jamás Austria ha querido la guerra; no la ha querido ni la quiere. Nos hace traición. Sólo Rusia ha de salvar a Europa. Nuestro bienhechor conoce su alto destino y le será fiel. En esto, ¿ve usted?, es en lo único que tengo fe. Le corresponde a nuestro bondadoso y admirable emperador desempeñar el más alto papel en el mundo y, como es tan virtuoso y tan bueno. Dios no le abandonará y cumplirá el destino que le ha sido designado: destruirá la hidra de la rebelión terrible, incluso en la persona de ese asesino, de ese malhechor. Sólo nosotros tendremos que redimir la sangre de los justos ... yo les pregunto a ustedes: ¿con quién podemos contar? Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá nunca comprender toda la grandeza de ánimo de Alejandro. Se ha negado a evacuar Malta. Está al acecho y escudriña por doquier las intenciones ocultas de nuestros actos.

Y súbitamente se detuvo, sonriéndose de su propio ardor.

— Creo —intervino el principe con la sonrisa en los labios— que si en lugar de nuestro amable Wintzingerode la hubieran enviado a usted, a la primera acometida hubiese logrado el consentimiento del rey de Prusia. ¡Es usted tan elocuente! Pero, ¿no me ofrece una taza de té?

— En seguida. A propósito —agregó, sosegándose de nuevo—, hoy tendré en mi casa a dos hombres muy interesantes: el vizconde de Mortemart, emparentado con los Montmorency por parte de los Roban, una de las mejores familias de Francia y un emigrado de los de verdad, y al abate Morio. ¿Conoce usted a ese espíritu profundo? ¿Sabía usted que ha sido recibido por el emperador?

— ¡Ah, me encanta saberlo! —dijo el príncipe—. Dígame usted, por favor—añadió con negligencia, como si de pronto recordara algo cuando precisamente lo que inquiría constituía el principal objeto de su visita—; ¿es cierto que la emperatriz madre apoya el nombramiento del barón Funke como primer secretario en Viena? Tengo entendido que ese barón es hombre de pocos alcances. Este cargo, que por mediación de la emperatriz María Feododovna iba a concederse al barón, lo ambicionaba el príncipe Basilio para su hijo.

— El señor barón Funke ha sido recomendado a la emperatriz madre por su hermana —limitóse a decir fría y secamente.

Al nombrar a la emperatriz el semblante de Ana Pavlovna cobró de pronto la expresión de una profunda y sincera devoción y de afecto y dolor al mismo tiempo, lo que siempre le ocurría cuando mencionaba en la conversación a su egregia protectora.

El príncipe calló, indiferente.

Con su habilidad de mujer y de mujer de la Corte, haciendo uso de un tacto exquisito, Ana Pavlovna quiso reconvenir al príncipe por lo que había osado decir, con aquel tono, acerca de la persona recomendada a la emperatriz, pero le dijo para consolarlo:

— ¿Sabe usted, a propósito de su familia, que desde que su hija ha entrado en sociedad es el encanto de todo el mundo? Todos la encuentran hermosa como la luz del día.

El príncipe se inclinó en señal de respeto y agradecimiento.

Hubo un momento de silencio.

— Pienso con frecuencia que la felicidad está repartida de una manera injusta. La fortuna le ha concedido a usted dos hijos excelentes, dejando aparte a su Anatolio, el pequeño, que no es de mi agrado —dijo con tono incisivo, mirándole fijamente—, dos hijos encantadores y, con todo, los tiene usted en menos aprecio que nosotros, porque usted no vale tanto como ellos.

Y sonrió con su entusiasmo habitual.

— ¿Qué quiere usted decir? Lavater hubiera dicho que yo no tengo la protuberancia de la paternidad —repuso el príncipe.

— Déjese usted de bromas. ¿Sabe usted que estoy muy descontenta de su hijo menor? Dicho sea entre nosotros — y al pronunciar estas palabras su semblante cobró de nuevo una expresión triste—, le han hablado de él a Su Majestad y ha sido usted compadecido ...

El príncipe no contestó, pero Ana Pavlovna le miraba fijamente aguardando la respuesta.

Él frunció ligeramente el ceño.

— ¡Qué quiere usted que haga! —contestó finalmente—. Bien sabe usted que he puesto todo cuanto estaba de mi parte para darles una buena educación y ambos me han salido unos imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un bobo tranquilo, pero Anatolio es un necio turbulento. Esta es la única diferencia que existe entre los dos —agregó con una inopinada sonrisa y una extraña animación, mientras se notaba en las comisuras de sus labios una contracción expresiva de algo grosero y desagradable.

— ¿Y por qué tienen hijos hombres como usted? Si no fuese usted padre no podría reconvenirle —murmuró Ana Pavlovna con mirada pensativa,

— Soy un esclavo fiel y sólo a usted puedo confesárselo. Mis hijos son el obstáculo de mi existencia. Una cruz que pesa sobre mis hombros. Así al menos me lo explico ...

Y expresando con un gesto su sumisión a la crueldad del destino, guardó silencio.

Ana Pavlovna permaneció pensativa.

— ¿No ha pensado usted nunca en casar a su hijo pródigo, a su Anatolio? Dicen que las solteronas tienen la manía de los casamientos. No tengo esa debilidad, pero hay disponible una personilla que es muy desdichada con su padre, una parienta nuestra, una princesa Bolkonsky.

El príncipe Basilio no respondió, pero con la celeridad de cálculo y de memoria propia de los hombres de mundo, dio a entender, con un movimiento de cabeza, que había tomado en consideración aquel informe.

- No; bien sabe usted que ese Anatolio me cuesta cuarenta mil rublos al año —dijo finalmente, sin fuerzas ya para retener el curso de sus tristes pensamientos. Y luego, se calló otra vez.

— ¿Qué ocurriría dentro de cinco años si todo sigue como hasta ahora?

— Estas son las ventajas de ser padre. ¿Es rica su princesa?

— Su padre posee una pingüe fortuna, pero es muy avaro. Vive fuera de la ciudad. Ya lo conoce usted. Es el célebre príncipe Bolkonsky, retirado en tiempos del difunto emperador y conocido con el sobrenombre de el rey de Prusia. Es un hombre muy inteligente, pero raro y de difícil trato. La pobrecilla es más desgraciada que los guijarros de los caminos. Tiene un hermano que hace poco ha contraído matrimonio con Lisa Heinen y que es ayudante de campo de Kutusov. Vendrá esta noche.

- Escuche usted, querida Anita —dijo el príncipe cogiendo de pronto la mano de su interlocutora y besándola—. Si ultima usted este asunto seré para siempre su esclavo más fiel. Se trata de una buena familia y, además, rica. No precisa nada más.

Y con los ademanes desenvueltos, familiares y graciosos que le distinguían, tomó la mano de la dama de honor, la besó de nuevo con gran efusión, y se apelotonó luego en la butaca mirando hacia otra parte.

Capítulo II

Pertenecientes a la misma sociedad, se daban cita en los salones de Ana Pavlovna, en San Petersburgo, las más distintas personas por la edad y el carácter.

Acababa de llegar la hija del príncipe Basilio, la hermosa Elena, que venía a recoger a su padre para acompañarle a la fiesta de la embajada, vestida con un magnífico traje de noche y ostentando la insignia de las damas de honor. Apareció luego la joven princesa Bolkonsky, reputada como la más seductora mujer de San Petersburgo; habíase casado el pasado invierno, y ahora, debido a su gravidez, no podía asistir a las grandes recepciones, limitándose a frecuentar las pequeñas veladas. Estaba, además, el príncipe Hipólito, el hijo del príncipe Basilio, acompañado de Mortemart, al que iba presentando; el abate Morio y muchos otros.

— Aún no han visto, o no conocen ustedes, a mi tía —decía Ana Pavlovna a los nvitados que iban llegando, a los que con ceremoniosa gravedad conducía ante una anciana ataviada con un vestido abarrotado de cintas y lazos y que vino de la habitación contigua al salón grande así que comenzó a animarse la reunión.

La joven princesa Bolkonsky había traído sus labores en un bolso de terciopelo bordado en oro. Su labio superior, quizás un poco demasiado corto sobre la blancura de sus dientes, era, sin embargo, muy gracioso, y a pesar de un vello muy tenue que lo cubría, abríase de un modo encantador y era más delicado aún cuando se posaba sobre el labio inferior.

Constituía para todo el mundo un placer contemplar aquella hermosa futura mamá, vivaracha y rebosando salud, que con tanta gracia y donosura sobrellevaba su estado.

Con pasos menudos y rápidos, la princesita, con el bolso en la mano, dio la vuelta a la mesa y después de alisarse el vestido se sentó en el diván junto al samovar de plata, como si todo cuanto hiciera fuese cosa de juego para ella y para todos cuantos la rodeaban.

— He traído mis labores —dijo abriendo el bolso y dirigiéndose a los que estaban cerca de ella—. Andese usted con cuidado, Anita, de no jugarme una mala partida —dijo a la dueña de la casa—. Me ha escrito usted que se trataba de una pequeña velada; ya ve usted qué traje me he puesto.

Y separó los brazos para mostrar el elegante traje gris, guarnecido de encajes, ceñido en el talle por una ancha cinta.

— Esté usted tranquila. Lisa, siempre será usted la más bella—repuso Ana Pavlovna.

— Ya lo ve usted; mi marido me abandona para ir a hacerse matar —dijo con el mismo tono, dirigiéndose a un general—. Y dígame usted: ¿por qué esta triste guerra? —insinuó volviéndose al príncipe Basilio.

Y sin aguardar respuesta se puso a hablar a la hija del príncipe, la hermosa Elena.

— ¡Qué criatura tan deliciosa es esta princesita! —dijo por lo bajo el príncipe Basilio a Ana Pavlovna.

De allí a poco penetró en el salón un hombre joven, corpulento, con el cabello cortado casi a rape, lentes, un pantalón gris claro a la moda de la época, una pechera de encaje y un frac gastado. Aquel robusto joven era hijo natural de un célebre señor de los tiempos de Catalina II, el conde Bezukhov, que en aquellos momentos estaba muriéndose en Moscú.

Pedro era, en verdad, un poco más alto que los demás hombres que estaban en el salón, pero este temor vinculábase especialmente a la mirada inteligente y al mismo tiempo tímida, observadora y franca que le distinguía de los demás invitados.

— Es usted muy amable, señor, por haber venido a ver a una pobre enferma —le dijo Ana Pavlovna al tiempo que lanzaba una temerosa mirada a su tía junto a la cual lo condujo.

Musitó Pedro algo incomprensible y prosiguió buscando a alguien con la mirada. Sonrió afablemente al saludar a la princesita y se adelantó hacia la tía. Harto justificado era el temor de Ana Pavlovna, puesto que Pedro se alejó sin escuchar hasta el final la frase de la tía sobre la salud de Su Majestad ...

Ana Pavlovna, intimidada, le detuvo con estas palabras:

— ¿Conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante.

— Han llegado ya a mis oídos sus proyectos de paz eterna; es muy interesante, pero es posible que ...

- ¿Lo cree usted? —repuso Ana Pavlovna para decir algo y reanudar en seguida sus funciones de dueña de la casa.

Pero Pedro cometió una grosería a la inversa. Momentos antes, sin acabar de escuchar las palabras de su interlocutora, se había marchado, y ahora retenía con su conversación a la interlocutora que mostraba deseos de alejarse de él. Bajando un poco la cabeza y separando sus larguiruchas piernas, comenzó a explicar a Ana Pavlovna por qué se le antojaban una quimera los proyectos del abate.

— Luego hablaremos de ello —dijo Ana Pavlovna sonriendo.

Y desasiéndose del joven que ningún hábito tenía del mundo, volvió a sus ocupaciones de dueña de la casa escuchando y mirando de nuevo, siempre presta a intervenir al punto que la conversación desmayara.

Capítulo III

Los grupos en la velada de Ana podrían definirse como de tres, sin contar el de mi tía, cerca de la cual había una mujer ya de edad, de rostro arrugado, y que según se podía colegir, quedaba un poco fuera de lugar en aquella reunión.

El abate ocupaba el centro de uno de esos grupos en el que predominaban los hombres.

En el otro, compuesto casi exclusivamente de jóvenes, había la bella princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la princesita Bolkonsky, hermosa en su lozanía pero un poco demasiado gordezuela por su edad.

En el tercero, Mortemart y Ana Pavlovna.

En el grupo de Mortemart se hablaba del asesinato del duque de Enghien. Opinaba el vizconde que el duque de Enghien había muerto a causa de su magnanimidad, a lo que añadía que la cólera de Bonaparte no dejaba de estar especialmente motivada.

— ¡Vamos, vizconde, cuéntenos usted, esto! —dijo gozosamente Ana Pavlovna, pareciéndole que esta frase cobraba un sabor particular a lo Luis XV— . ¡Cuéntenos esto, vizconde!

Inclinóse el vizconde en señal de obediencia y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo formar corro en tomo al vizconde e invitó a todos los circunstantes a escuchar el relato.

— El vizconde había sido amigo personal de Monseñor —dijo Ana Pavlovna al oído de uno de los invitados—. El vizconde es un buen narrador —dijo a otro—. ¡Al punto se echa de ver al hombre habituado a la buena sociedad! —manifestó a un tercer invitado.

— Acérquese usted, querida Elena —dijo Ana Pavlovna a la linda princesa que, sentada aparte, habíase erigido en el centro del otro grupo.

La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer hermosa con que había entrado en el salón. Con el tenue frufrú de su albo traje de noche, guarnecido de felpa, deslumbrante por la blancura de sus hombros y el esplendor de su cuello y sus diamantes, pasó arrogante por entre los hombres que respetuosamente se apartaron a su paso. Se acercó a Ana Pavlovna.

— Es una mujer espléndida —decían cuantos la veían.

Al sentarse Elena ante el vizconde, al que dirigió su invariable sonrisa, éste se encogió de hombros como aplanado por un suceso extraordinario, y bajó los ojos.

— Me siento cohibido ante tal auditorio —dijo iniciando una sonrisa y bajando la cabeza.

Reclinó la princesa su desnudo brazo y no juzgó oportuno contestar. Aguardaba con su sempiterna sonrisa. Mientras duró el relato permaneció sentada, rígida, con los ojos fijos ora en su magnífico y torneado brazo, algo deformado a causa de la presión que ejercía sobre la mesa, ora en su rumboso escote cuya refulgencia realzaba aún más un collar de diamantes. Levantóse Elena de la mesa de té y lo mismo hizo la princesita.

— Haz el favor de esperarme; voy a buscar mis labores —dijo—. Vamos, ¿en qué estás pensando? —añadió dirigiéndose al príncipe Hipólito—; tráeme el bolso.

La princesa, dirigiendo a todos una sonrisa, se sentó, poniendo gran cuidado en no deshacer los pliegues de su vestido.

— Ahora estoy bien —dijo y, rogando a los demás empezaran, atareóse de nuevo en sus labores.

El príncipe Hipólito le trajo el bolso y se sumó al grupo.

Era sorprendente el parecido del príncipe Hipólito con su hermana y más sorprendente aún el que, no obstante tal parecido, fuese horriblemente feo.

- ¿Se trata, acaso, de una historia de fantasmas? —dijo, sentándose al lado de la princesa y ajustándose bien los impertinentes como si no pudiera hablar sin la ayuda de aquel adminiculo.

— En absoluto, amigo mío —dijo con extrañeza el narrador, encogiéndose de hombros.

— Se lo digo porque las historias de fantasmas me aburren soberanamente —dijo el principe Hipólito, con un tono que denunciaba a las claras que no ahondaba en el significado de las palabras que decía hasta después de haberlas pronunciado.

Hablaba con tal osadía que nadie alcanzaba a comprender si lo que decía era muy espiritual o muy necio. Vestía un frac verde oscuro, un pantalón color de muslo de ninfa asustada —como solía decir—, medias de seda y zapatos con hebilla.

El vizconde refirió con mucho gracejo la anécdota a la sazón en boga: el duque de Enghien, que iba ocultamente a París para verse con la señorita Georges, coincidió en casa de ésta con Bonaparte, que gozaba asimismo de los favores de la célebre actriz; quiso la casualidad que, en una de las reuniones. Napoleón hubiese sido víctima de una de aquellas crisis que le acometían, encontrándose por esta causa a merced del duque; no sacó éste partido de su ventajosa situación y luego Bonaparte, no teniendo en cuenta tal magnanimidad, tomó venganza del duque mandándole asesinar.

— ¡Muy bonito! —dijo Ana Pavlovna, dirigiendo una inquisitiva mirada a la princesita.

— Sí, muy bonito —murmuró la princesita enhebrando de nuevo la aguja a fin de subrayar que el interés y la belleza del relato la privaban de trabajar.

El vizconde apreció, reconocido, aquel gracioso y silencioso elogio y prosiguió. Pero, en aquel momento, observando Ana Pavlovna, que no quitaba los ojos de aquel joven, que hablaba con el abate con voz demasiado fuerte y excesiva vehemencia, se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido entablar conversación con el abate acerca del equilibrio político, y éste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven, desarrollaba ante él sus ideas predilectas. Ambos escuchaban y hablaban con desmedida agitación y, naturalmente, no era esto del agrado de Ana Pavlovna.

— Los medios son el equilibrio europeo y el derecho de gentes —decía el abate—. Precisa que un Estado poderoso como Rusia, tenido por bárbaro, se ponga desinteresadamente al frente de una unión cuyo objeto sea el equilibrio de Europa y la salvación del mundo.

— ¿Y cómo conseguirá usted este equilibrio? —argüía Pedro.

En aquel momento se aproximó a él Ana Pavlovna y, lanzándole una mirada severa, preguntó al italiano qué tal le sentaba el clima de San Petersburgo:

- Estoy de tal modo confundido por la espiritualidad e inteligencia de esta sociedad y, sobre todo, de la sociedad femenina en la que he tenido el honor de ser recibido, que ni siquiera he podido pensar en el clima —respondió melifluamente.

Con objeto de observarlos más cómodamente Ana Pavlovna no quiso dejar solos al abate y a Pedro y los hizo seguir hacia el grupo común.

En aquel momento entró en el salón un nuevo invitado. Era el joven príncipe Andrés Bolkonsky, el marido de la princesita, un hombre joven de corta estatura, gran distinción y duras y acentuadas facciones. Veiase a las claras que conocía a cuantos estaban en el salón y revelaba manifiestamente que le era desagradable y enojoso mirarlos y escucharlos. Y de todos los rostros, el que más parecía incomodarse era el de su propia mujer, por lo que, con una mueca que chocaba con su correcto semblante, se le volvió de espaldas. Besó la mano de Ana Pavlovna y con los ojos entornados paseó su mirada por toda la reunión.

— ¿Se va usted a la guerra, querido príncipe? —le preguntó Ana Pavlovna.

— El general Kutusov —replicó Bolkonsky dando a la última silaba sov una entonación francesa —ha solicitado mis servicios como ayudante de campo ...

— ¿Y Lisa, su esposa?

— Se marchará afuera.

— Grave pecado comete usted con privarnos de su amable compañía.

— Andrés —dijo la princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que hablaba con los demás hombres—, ¡qué historia nos ha contado el vizconde sobre la señorita Georges y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y se alejó.

Capítulo IV

Pedro era algo así como un deudo, por línea paterna del príncipe Basilio, y la Pavlovna acompañando sus pensamientos con una sonrisa prometió para sí misma ocuparse de él.

En esto, la anciana señora que estaba sentada al lado de la tía se levantó con presteza y fue al encuentro del príncipe Basilio cuando éste se hallaba ya en la antesala.

— ¿Qué me dice usted, príncipe, de mi Boris? —díjole al príncipe, pronunciando Boris con un particular acento sobre la o—. No puedo permanecer más tiempo en San Petersburgo. ¿Qué nuevas puedo llevarle a mi pobre hijo?

El principe Basilio la escuchaba visiblemente molesto, casi con grosería y demostrando una cierta impaciencia.

— Con una sola palabra que llegase a oídos del emperador entraría en seguida en la guardia —dijo.

— Tenga usted la seguridad, princesa, de que haré cuanto esté en mi mano —repuso el príncipe Basilio—; pero me es muy difícil pedirle algo al emperador, permítame aconsejarle que se dirija usted a Rumianvez por medio del príncipe Golitzin; sería mucho más práctico.

La anciana señora era la princesa Duhretzkaya, perteneciente a una de las mejores familias de Rusia, pero había perdido su fortuna y al retirarse de la sociedad no se relacionaba ya con sus antiguas amistades. Sin embargo, habíase movilizado para conseguir para su único hijo un puesto en la guardia.

Había ido a la velada de Ana Pavlovna y se había resignado a escuchar la historia del vizconde con el solo propósito de poder hablar con el príncipe Basilio.

— Escúcheme usted, príncipe —dijo— , no le he pedido nunca nada ni jamás le pediré y ni siquiera le he recordado la amistad que le unía con mi padre. Pero ahora le suplico en nombre de Dios que consiga esta gracia para mi hijo y le miraré siempre como mi bienhechor —añadió apresuradamente—; no lo tome a mal, pero prométame usted ... Me he dirigido a Golitzin y ha rehusado. Dé usted muestras del buen corazón que siempre ha tenido —agregó, tratando de sonreír mientras los ojos se le humedecían de lágrimas.

— Llegaremos tarde, papá —dijo la princesa Elena que aguardaba en la puerta y volvía su hermosa cabeza colocada sobre unos hombros dignos de la más clásica belleza.

En este mundo, el poder es un capital que hay que manejar con cuidado. El príncipe Basilio lo sabía y se hacía cargo de que si se interesaba por todos cuantos a él acudían, de allí a poco nadie podría pedir para él y, por tal razón, rara vez hacía uso de su influencia.

En el caso de la princesa Duhretzkaya, las apelaciones de aquella buena mujer le conmovían. La princesa le recordaba la verdad: sus primeros pasos en el servicio de las armas los debió a su padre.

— Querida Ana Mikhailovna —dijo con su habitual familiaridad y con acento un poco áspero—, teniendo casi por imposible el poder complacerla, pero para demostrarle a usted el aprecio en que la tengo y el respeto que me merece la memoria de su difunto padre, haré incluso lo imposible. Su hijo entrará en la guardia. Aquí tiene usted mi mano. ¿Está usted contenta?

— ¡Oh, amigo mío es usted mi bienhechor! Sólo de usted lo esperaba. Sabía que era usted bueno. —El príncipe quería marcharse—. Por favor, sólo dos palabras... Una vez haya entrado en la guardia... como está usted en buenas relaciones con Mikhail Ilarionovitch Kutusov, recomiende a mi hijo para ayudante de campo. Entonces estaré tranquila y ...

El príncipe Basilio sonrió.

— Esto ya no puedo prometerlo. No tiene usted idea del cúmulo de recomendaciones que le han llegado a Kumsov desde que ha sido nombrado generalísimo de los ejércitos. El mismo me ha dicho que todas las damas de Moscú se han confabulado para cederle los hijos para ayudantes de campo.

— No, no, prométamelo usted. Si no es así, mi querido bienhechor, no le dejaré partir.

— Papá —replicó con su tono habitual la linda princesita—, llegaremos tarde.

— Hasta la vista, querida. Ya lo oye usted.

— Así, pues, ¿entregará mañana un informe al emperador?

— ¡Oh, sí, si, confíe en ello!, pero, en cuanto a Kutusov, no puedo comprometerme.

— No, sólo una promesa —dijo Ana Mikhailovna yendo en pos del príncipe con una sonrisa de joven coqueta que quizás en otro tiempo era habitual en ella, pero que ahora no cuadraba con su enjuto y fatigado rostro.

Sin embargo, no bien el príncipe hubo salido, recobró su rostro su fría y falsa expresión anterior. Sumóse de nuevo al grupo que seguía escuchando la narración del vizconde, fingiendo hacer lo propio, pero aguardando en realidad la ocasión de marcharse lo más pronto posible, puesto que ya nada le quedaba que hacer allí.

— Y qué les parece a ustedes esta última comedia de la coronación en Milán? —dijo Ana Pavlovna—. ¿Y esta otra comedia de los pueblos de Génova y de Lucca rindiendo homenaje a monsieur Bonaparte que, sentado en un trono, va recibiendo los votos de las naciones? ¡Es adorable, ciertamente! Pueden ustedes creer que hay para volverse loco. Diríase que el mundo entero ha perdido el juicio.

El príncipe Andrés sonrió y miró a Ana Pavlovna.

Dieu me la donne, gare á qui la touche —dijo (palabras de Bonaparte en el momento de la coronación)—. Dicen que fueron muy acertadas sus palabras —añadió, y las repitió en italiano—: Dio mi la dona, guai a chi la tocca.

— Espero —dijo Ana Pavlovna— que será esto finalmente la gota de agua que hará derramar la copa. Los soberanos no pueden ya tolerar más a este hombre que todo lo amenaza.

— ¿Los soberanos? No me refiero a Rusia —dijo el vizconde con amabilidad, pero al mismo tiempo con desesperación—. ¿Qué han hecho, señora, los soberanos por Luis XVI, por la reina, por madame Elisabeth? Nada —prosiguió con creciente animación— y, créame usted, ahora sufren el castigo por su traición a la causa de los Borbones. ¿Los soberanos? ¡Pero si envían embajadores para cumplimentar al usurpador!

Y lanzando un suspiro de menosprecio cambió de actitud.

Al oír estas palabras el príncipe Hipólito, que hacía mucho tiempo miraba al vizconde a través de los impertinentes, giró sobre sus talones, se dirigió a la princesa y pidiéndole una aguja trazó con ella sobre la mesa el escudo de los Conde. Dándose la mayor importancia le dio explicaciones sobre los blasones como si la princesa lo hubiera solicitado.

La princesa le escuchaba sonriendo.

— Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia —dijo el vizconde, prosiguiendo la conversación iniciada con el aire del hombre que no presta oídos a lo que dicen los demás y que, en un tema que domina, sigue exclusivamente el curso de sus propias ideas— las cosas irán entonces muy lejos. La sociedad, me refiero a la buena sociedad francesa, quedará destruida para siempre por la intriga, la violencia, el destierro y los suplicios. Y entonces ...

Encogióse de hombros y abrió los brazos. Como la conversación le interesaba, Pedro hubiera querido decir algo, pero Ana Pavlovna, que lo vigilaba, se lo impidió.

— El emperador Alejandro —dijo Ana, con la tristeza que esmaltaba siempre su conversación cuando hablaba de la familia imperial— ha declarado que dejaría en libertad a los franceses para que adoptasen la forma de Gobierno que les gustara. Y no hay duda que, una vez liberada del usurpador, la nación entera se echará en brazos de un rey legítimo —añadió, esforzándose en mostrarse amable con el grado realista.

— No estoy tan seguro —replicó el príncipe Andrés—. El vizconde es de opinión, en la que yo abundo, que las cosas han ido ya demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado va a ser muy difícil.

— Por lo que he oído decir —dijo Pedro mezclándose gozosamente en la conversación—, casi toda la nobleza se ha puesto de parte de Napoleón.

— Eso lo dicen los bonapartistas —repuso el vizconde sin siquiera mirarle—. Es harto difícil en estos momentos conocer la opinión pública de Francia.

— Bonaparte lo ha dicho —objetó el príncipe Andrés con una sonrisa.

Veíase a las claras que el vizconde no era de su agrado puesto que sin contestarle directamente era a él a quien sus palabras iban dirigidas.

Les he indicado el camino de la gloria —añadió después de un breve silencio, repitiendo otra vez palabras de Napoleón— y no lo han querido seguir; les he abierto las puertas de mis antesalas y se han precipitado en ellas tumultuosamente ... No sé hasta qué punto se cree con derecho a decir tal cosa.

— En absoluto —replicó el vizconde—; después del asesinato del duque, hasta los hombres más parciales han dejado ya de considerarle como un héroe. Si para cierta gente lo ha sido —prosiguió, dirigiéndose a Ana Pavlovna—, después del asesinato del duque hay un mártir más en el cielo y un héroe menos en la tierra.

Pedro intervino de nuevo en la conversación sin dar tiempo siquiera a Ana Pavlovna y a los demás de aprobar con una sonrisa las palabras del vizconde.

— El suplicio del duque de Enghien —dijo Pedro— era a tal punto una necesidad de Estado, que, a mi parecer, la grandeza de ánimo estriba en que no haya vacilado Napoleón en tomar sobre sus hombros la responsabilidad de este acto.

— ¡Dios mío. Dios mío! —exclamó, aterrada, Ana Pavlovna.

— ¿Cree usted, pues, señor Pedro, que el asesinato es prueba de grandeza de alma? —dijo la princesita sonriendo y entregándose de nuevo a sus labores.

— ¡Ah! ¡Oh! Exclamaron a coro varias voces.

— ¡Capital! —dijo en inglés el príncipe Hipólito dándose golpecitos en las rodillas. El vizconde se limitó a encogerse de hombros.

Pedro miraba triunfante a su auditorio por encima de los lentes—.

Hablo asi —continuó diciendo— porque los Borbones se han vuelto de espaldas a la revolución y han sumido al pueblo en la anarquía; sólo Napoleón ha sabido comprender la revolución y vencerla y es por eso, teniendo en cuenta el bien común, que no podía detenerse ante la vida de un hombre.

— ¿No quieren ustedes pasar a esta mesa? —dijo Ana Pavlovna.

Pero Pedro continuó su discurso sin dar respuesta.

— No —dijo con creciente animación—. Napoleón es grande por haberse colocado encima de la revolución reprimiendo sus abusos y conservando cuanto tenía de bueno, o sea, la igualdad de los ciudadanos y la libertad de prensa y de palabra. Sólo por esto ha conquistado el poder.

— Basta ya; solamente si hubiera tomado el poder sin recurrir al asesinato y lo hubiera luego entregado al rey legítimo, reconoceríamos en él a un gran hombre —replicó el vizconde.

— No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que lo libertara de los Borbones y porque veía en él a un hombre esclarecido. La revolución ha sido una gran obra —continuó diciendo Pedro, revelando con sus audaces y provocativos conceptos su extremada juventud y el afán de expresarse sin ninguna clase de reservas.

— ¡La revolución y el asesinato de los reyes, una gran obra! ... Después de esto ... Pero, ¿es que no quieren ustedes pasar a esta mesa? —repitió Ana Pavlovna.

— Contrato social —exclamó el vizconde, con una amable sonrisa.

— No hablo de la ejecución del rey. Me refiero a las ideas.

— Sí, las ideas de la rapiña, del homicidio y del asesinato del rey —interrumpió de nuevo la irónica voz.

— Claro es que hubo excesos, pero es que además de esto hay otra cosa. Lo importante radica en los derechos del hombre, en la desaparición de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido íntegramente estas ideas.

— Libertad e igualdad —dijo desdeñosamente el vizconde, como si se resolviera por fin a demostrar seriamente a aquel joven la necedad de sus frases— son resonantes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la libertad y la igualdad? Ya el Salvador las predicaba. ¿Han sido acaso más felices los hombres después de la revolución? Al contrario. Nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido.

El príncipe Andrés miraba sonriente a Pedro, al vizconde y a la dueña de la casa.

— Pero, querido señor Pedro —dijo Ana Pavlovna—, ¿cómo se explica usted que un gran hombre haya podido dar orden de ejecutar al duque, es decir, simplemente a un hombre, sin juicio, previo y sin culpa?

— Yo le preguntaría al señor —terció el vizconde— cómo se explica el 1 Brumario. ¿No es por ventura una farsa? Se trata, en suma, de un duelo descarado, impropio de la conducta de un gran hombre.

— ¿Y los prisioneros de África a quienes ha hecho dar muerte? —dijo la princesita—; ¡es horrible! — Y se encogió de hombros.

— Digan ustedes lo que quieran, es un plebeyo —declaró el principe Hipólito.

No acertaba Pedro a dar una respuesta; les miraba a todos y se sonreía.

Era la primera vez que el vizconde le veía y no obstante había adquirido ya la convicción de que ese jacobino no era ni con mucho tan terrible como sus palabras daban a entender. Todos los circunstantes guardaron silencio.

— ¿Cómo quieren ustedes que les conteste a todos a un tiempo? —dijo el príncipe Andrés—. Sin embargo, tratándose de un hombre de Estado hay que hacer distinción entre los actos de un particular, de un gran conductor de ejércitos o de un emperador. Me parece que esto está bien claro.

— Sí, sí, naturalmente —dijo Pedro alentado con la ayuda que se le deparaba.

— No puede negarse —prosiguió el principe Andrés — que Napoleón fue grande, como hombre, en el Puente de Areola, én el hospital de Jaffa, donde estrechó la mano de los apestados, y en otras muchas ocasiones, pero ... hay evidentemente otros actos de muy difícil justificación.

Manifiestamente, el principe Andrés había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro. Por lo que luego hizo una señal a su mujer y se levantó para marcharse.

Capítulo V

Pedro podía definirse como un tipo alto, recio, tosco, de cuerpo de toro, de enormes manos coloradas, que no sabía presentarse ni despedirse en un salón, como estaban haciendo los invitados de Ana Pavlovna en aquel momento, finalizada la velada. Era, además, muy distraído. Al levantarse, en lugar de su sombrero, cogió el empenachado tricornio del general y fue sacudiendo las plumas hasta que aquél le rogó se lo devolviese.

Ana Pavlovna se acercó a él y luego de rogarle con cristiana dulzura la perdonase por su acometida, le despidió diciéndole:

— Espero volverle a ver pronto, querido señor Pedro, pero espero también que modificará usted sus opiniones.

Nada respondió Pedro, sólo se inclinó y mostró nuevamente a todos su sonrisa, que nada quería significar.

El príncipe Andrés pasó a la antesala y, mientras volvía la espalda al criado que le ajustaba la cara, escuchaba con indiferencia la charla de su mujer con el príncipe Hipólito que se dirigía asimismo a la antesala. El principe Hipólito daba el brazo a la hermosa y grávida princesa, mirándola con insistencia a través de los impertinentes.

— Márchese, Anita, de lo contrario va usted a coger un resfriado —dijo la princesita despidiéndose de Ana Pavlovna—. De acuerdo —añadió luego por lo bajo.

Ana Pavlovna había comunicado a Lisa su proyecto de matrimonio entre Anatolio y la cuñada de la princesita.

— Cuento con usted, querida amiga —dijo Ana Pavlovna con el mismo tono—; le escribiremos y ya me notificará usted cómo ha reaccionado el padre. Hasta la vista. —Y se volvió al salón.

El príncipe Hipólito se acercó a la princesa y le musitó al oído algunas palabras.

Como siempre, la princesa hablaba y escuchaba sonriente.

— Estoy contentísimo de no haber ido a casa del embajador —decía el príncipe Hipólito—; es un aburrimiento aquello ... ¡Deliciosa velada!, ¿verdad?

— Dicen que el baile estará muy animado —replicó la princesa—, todas las mujeres hermosas se darán cita.

— No todas, puesto que no estará usted —replicó el príncipe Hipólito con una sonrisa jovial ; y tomando el chal de manos del criado cubrió con la manteleta los hombros de la princesa.

Ésta siempre graciosa y sonriente, se alejó, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andrés tenia cerrados los ojos y parecía fatigado y soñoliento.

— ¿Estás listo? —inquirió su mujer con la mirada fija en él. El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo que según la moda de la época le llegaba hasta los talones y después de dar algún que otro tropiezo apresuróse a dirigirse hacia la puerta en pos de la princesa, a la que el criado ayudaba a subir al coche.

— Hasta la vista, princesa —exclamó con cierta trabazón en la lengua como antes la había tenido en los pies.

La princesa se recogió un poco las faldas y penetró en el interior del vehículo. Su marido posó sus manos en la empuñadura del sable y el príncipe Hipólito, con el pretexto de servirles, les estorbaba a los dos.

— Permítame, señor —dijo secamente y con aspereza el príncipe Andrés, dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito que le obstaculizaba el paso.

— Te espero, Pedro —añadió con tono afectuoso.

El cochero tiró de las riendas y el vehículo partió traqueteando. El príncipe Hipólito, riendo nerviosamente, permaneció de pie en uno de los escalones aguardando al vizconde, a quien le habia prometido acompañarle a su casa.

Pedro, que como asiduo a la casa había llegado antes, se dirigió al despacho del príncipe Andrés y, después de tumbarse en el diván como era su costumbre, tomó de la biblioteca el primer libro que le vino a mano (eran las memorias de César) y abriéndolo por el medio se puso a leer.

— ¿Qué has hecho con la señorita Sherer? ¡Se pondrá enferma! —dijo el príncipe Andrés al entrar, restregándose las manos blancas y finas.

Volvióse Pedro tan bruscamente, que el diván crujió, y mirando al príncipe Andrés hizo con la mano un gesto y dijo:

— No, no; ese abate es muy interesante, pero no ve las cosas como son ... En mi sentir, la paz universal es posible, no sé cómo expresarme ..., pero esto no será jamás el equilibrio político.

Era a todas luces manifiesto que el príncipe Andrés no se interesaba lo más mínimo por esta conversación abstracta.

— Amigo mío, no siempre puede uno decir en todas partes lo que piensa. Y vamos a otra cosa: ¿tienes hecha ya tu resolución? ¿Entrarás en la guardia o serás diplomático? —preguntóle el príncipe después de un momento de silencio.

Pedro se incorporó y se sentó en el diván cruzando las piernas.

— ¿Creerá usted que aún no lo sé? No me gusta ni una cosa ni la otra.

— No obstante, debes decidirte. Tu padre espera tu determinación.

Hacía ya tres meses que se ocupaba Pedro en escoger una carrera y no se decidía por ninguna. De esto le hablaba el príncipe Andrés, mientras Pedro se pasaba repetidamente la mano por la frente.

— Estoy seguro que debe de ser masón —dijo aludiendo al abate que le había presentado en la velada.

— Todo esto son fantasías —le atajó el príncipe Andrés—; mejor será que nos ocupemos de ms asuntos. ¿Has ido a la guardia montada? ...

— No, no he ido; pero se me ha ocurrido algo que quería decirle: estamos en guerra contra Napoleón; si fuese una guerra por la libertad, la aprobaría y sería el primero en incorporarme al ejército, pero ayudar a Inglaterra y Austria contra el hombre más grande del mundo ... Esto, francamente, no está bien.

El príncipe Andrés se encogió de hombros al oír las infantiles palabras de Pedro, queriendo dar a entender con tal gesto que ante tamaña necedad holgaba toda discusión.

— Si todo el mundo hiciera la guerra por convicción, no habría ninguna.

— ¡Esto seria magnífico! —exclamó Pedro.

El príncipe Andrés no pudo reprimir una sonrisa-. Sí, esto sería verdaderamente magnífico, pero no ocurrirá jamás ...

— Entonces, ¿por qué va usted a la guerra? —inquirió Pedro.

— ¿Por qué? No lo sé. Porque es necesario. Por otra parte, voy a la guerra ... —y se detuvo un instante—. Voy a la guerra porque la vida que llevo aquí no me satisface.

Capítulo VI

El príncipe Andrés sufrió un sobresalto, en la habitación contigua oíase un frufrú de seda, de ropa femenina y su rostro cobró idéntica expresión que tenía siempre en los salones mundanos.

Pedro se desperezó y se levantó del diván.

Entró la princesa llevando un vestido de casa, elegante y fresco. El príncipe Andrés se levantó al instante y le ofreció amablemente una butaca.

— Me pregunto con frecuencia —dijo la princesa en francés, como era su costumbre, al tiempo que se sentaba con cierto empaque— por qué no se ha casado Anita. ¿Por qué han cometido ustedes la torpeza de no tomarla por mujer? Deben ustedes perdonarme, pero nada entienden en cuestión de mujeres. ¡Qué ganas tiene usted siempre de discutir, Pedro!

— Sí, es cierto; y hasta me las tengo con su marido. No acabo de comprender por qué quiere irse a la guerra —dijo Pedro dirigiéndose a la princesa sin los habituales miramientos que deben existir entre un hombre y una mujer jóvenes.

— De acuerdo; lo mismo digo yo —repuso la princesa—. No alcanzo a comprender por qué los hombres no pueden vivir sin hacerse la guerra. ¿Es que, por ventura, nosotras, las mujeres, no queremos nada ni tenemos necesidad de nada? Pues ya lo ve usted y juzgue por sí mismo. Por mi parte, no dejo de insistir ... Aquí es ayudante de campo de su tío, su situación es brillante como ninguna otra; todo el mundo le conoce y le aprecia. ¿Cuál es su opinión?

Pedro miró al príncipe Andrés, y notando que esta conversación le era sumamente desagradable, abstúvose de contestar.

— ¿Cuándo parte usted? —preguntó.

— ¡No me hable usted de esta marcha, por Dios! ¡No quiero ni oír hablar de ella! —dijo la princesa con el tono frivolo y caprichoso que empleaba con Hipólito cuando conversaban en el salón, pero que chocaba visiblemente en un círculo de familia de la cual Pedro parecía ser uno de sus miembros—. Pensar que una tiene que interrumpir las más estimables relaciones ... y luego, ¿te das cuenta Andrés? —agregó mirando fijamente a su marido y murmurando, al tiempo que un escalofrío recorría su espalda—: ¡Tengo miedo, muchísimo miedo!

Su marido la miró como mostrando extrañeza al advertir que, además de sí mismo y de Pedro, estuviese presente en la habitación otra persona, y con fría galantería y un tono inquisitivo preguntó a su mujer:

— ¿De qué has de tener miedo. Lisa? No comprendo ...

— Ya ven ustedes los hombres que son todos, todos, unos egoístas. Me deja porque así se le antoja. Dios sabe por qué, y quiere encerrarme sola en el campo.

— Con mi padre y mi hermana, no lo olvides —dijo en voz baja el príncipe Andrés.

— De todos modos, sola, sin amistades ... y todavía pretende que no tenga miedo.

Su acento era ya el de la terquedad y con su afilado labio levantado cobraba su rostro, no una expresión sonriente, sino la taimería de una ardilla.

— No alcanzo a comprender por qué has de tener miedo —dijo lentamente el príncipe Andrés mirando fijamente a su mujer.

La princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.

- La verdad, Andrés, es que has cambiado mucho, mucho ...

— El médico te tiene ordenado acostarte más temprano —atajó el príncipe Andrés—. Harás muy santamente en irte a dormir.

Nada respondió la princesa, pero su corto labio sombreado de vello, tembló. El principe Andrés se levantó y, encogiéndose de hombros, comenzó a pasearse por la habitación.

A través de sus lentes, Pedro miraba con ingenuo asombro, ora al príncipe, ora a su mujer.

— ¿Y por qué ha de importarme que Pedro esté aquí? —exclamó de pronto la princesa, cuya hermosa faz se transformó bruscamente con la mueca de un sollozo—. Hace ya mucho tiempo, Andrés, que quería hacerte esta pregunta: ¿Por qué has cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho yo? Te marchas a la guerra y no tienes para mí el menor gesto de compasión. ¿Por qué?

— ¡Lisa! —exclamó el príncipe Andrés.

Contenía esta palabra un ruego y una amenaza al mismo tiempo y, sobre todo, la confianza de que la princesa, al oírla, se reprimiría; pero no fue así y prosiguió presurosamente:

— Me tratas como a un enfermo o una criatura. No creas que no me doy cuenta. ¿Te portabas así hace seis meses?

— Lisa, por favor, no continúes —dijo el príncipe con acento aún más expresivo.

Pedro, cada vez más conmovido por este diálogo, se levantó y se acercó a la princesa.

— Tranquilicese usted, princesa ... Le aseguro a usted que todo esto no son más que figuraciones suyas. Lo sé ... Porque ... Porque ... Pero, por favor, perdóneme. Yo no soy aquí más que un intruso ... No, no; cálmese usted. Hasta la vista.

El principe Andrés le cogió de la mano.

— No, aguarda; la princesa es tan amable qué no querrá privarme del placer de pasar la velada contigo.

— Sólo piensa en él —dijo la princesa, no pudiendo contener unas lágrimas de rencor.

— ¡Lisa! —exclamó desabridamente el principe Andrés, elevando el tono de la voz para dar a entender que había llegado ya al límite de su paciencia.

De pronto, la expresión de ardilla que había cobrado el despabilado rostro de la princesa se transformó en otra profundamente atractiva, que excitaba a un tiempo la compasión y el temor.

— ¡Dios, mió, Dios mío! —exclamó la princesa. Y recogiéndose con una mano los pliegues de su falda, se acercó a su marido y le besó en la frente.

— ¡Buenas noches. Lisa! —dijo el príncipe Andrés, besándole ceremoniosamente la mano como lo hubiera hecho con una desconocida.

Los dos amigos permanecieron largo rato en silencio. Ni uno ni otro iniciaban una conversación.

— Vamos a cenar —dijo finalmente el príncipe, lanzando un suspiro y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor. Mediada la cena, el príncipe Andrés se reclinó sobre la mesa.

— Voy a darte un consejo. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto estaba en tu mano antes de dejar de amar a la mujer que has elegido, antes de verla tal cual es en realidad, pues, de lo contrario, te engañarás cruel e irreparablemente. Cásate sólo cuando seas un viejo inútil ... De no hacerlo así, todo cuanto existe en ti de bueno y de noble morirá; todo se desvanecerá en insignificancias. ¡Sí, sí! No me mires con este atontamiento. Si andando el tiempo esperas algo de ti mismo, entonces oirás decir a cada momento que todo ha terminado para ti, que todo ha sido cerrado excepto el salón en el que tendrás la consideración de un criado o de un imbécil ... Esto es todo.

Y rubricó sus palabras con un gesto enérgico de la mano.

Pedro se quitó los lentes y miró estupefacto a su amigo con una expresión que revelaba su ingénita bondad.

— Mi esposa —continuó diciendo el príncipe Andrés — es una mujer admirable. Es una de esas escasas mujeres con las que el propio honor está siempre a salvo, pero, ¡qué daría yo, Dios mío, para no estar casado! Tú eres el primero, el único a quien digo esto, porque te aprecio.

Y al pronunciar estas palabras, el principe Andrés distanciábase, aún más de aquel Bolkonsky que se apelotonaba en una butaca de casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados mascullaba de vez en cuando frases francesas.

— Tú no alcanzas a comprender por qué te digo todo esto —prosiguió—. Y, no obstante, es la historia entera de la vida. Tú dices: Bonaparte y su carrera (aun cuando Pedro no había hecho mención alguna de Bonaparte). Te refieres a Bonaparte, pero cuando Bonaparte actuaba y se dirigía paso a paso hacia sus fines, era libre no tenía otra mira que sus designios, y llegó a realizarlos. Pero si te unes a una mujer, pierdes entonces toda libertad de acción como un preso atado a sus cadenas. Todo cuanto existe en ti de vigor y esperanzas se deprime y el remordimiento te arruina. Los salones, los comadreos, los bailes, las ambiciones, las nulidades, he aqui el circulo vicioso que me tiene aprisionado. Me marcho ahora a la guerra, a la guerra más grande que haya jamás existido, y aún no sé por qué. No sirvo para nada. Dicen que soy muy cortés y muy cáustico —prosiguió el príncipe Andrés—. En casa de Ana Pavlovna se me presta atención. Y esa imbécil sociedad sin la cual mi esposa no sabría vivir, y esas mujeres. ¡Ah, si pudieses llegar a saber lo que son las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres ...! ¡Si, amigo mió, no pienses en casarte! —concluyó el príncipe Andrés.

— Me divierte sumamente —dijo Pedro— que se juzgue usted un incapaz y considere su vida echada a perder. ¡Pero si todo le sonríe! Si usted ...

No terminó la frase. Tenía a su amigo en la más alta consideración y esperaba de él un brillante futuro.

¿Cómo puede decir esto?, pensaba Pedro.

El príncipe Andrés se le antojaba a Pedro el modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el principe reunía en su más alto grado todas las cualidades que a él le faltaban y que se podían compendiar con exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad.

— Soy un hombre acabado —dijo el príncipe Andrés—. Mejor será que hablemos de ti —añadió a causa de sus propias consoladoras ideas.

Instantáneamente, el rostro de Pedro se expansionó con una franca sonrisa.

— ¿Y qué es lo que tenemos que hablar de mí? —replicó Pedro dilatando la boca con una alegre y gozosa expresión—. ¿Quién soy yo? ¡Un bastardo! —la sangre se agolpó en sus sienes. Evidentemente habíale costado un esfuerzo extraordinario el pronunciar tales palabras—. ¡Sin nombre, sin fortuna! ... Y que positivamente ... —y dejó la frase sin termínar—. Por de pronto soy libre y feliz, pero no sé por dónde empezar. De veras, le agradecería me aconsejara.

El príncipe Andrés clavó en Pedro sus bondadosos ojos, pero, con todo, su mirada reflejó claramente la conciencia que tenía de su propia superioridad.

— Te aprecio, sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el único que sabes vivir. A ti te ha de ser fácil; escojas lo que escojas, para ti será igual. En todas partes cumplirás ... Sólo una cosa he de decirte ... No tengas más tratos con Kuraguin; deja esta vida. Todas estas orgías y francachelas no te convienen y ...

— ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? —dijo Pedro encogiéndose de hombros—. ¡Las mujeres, amigo mió, las mujeres!

— ¡No lo comprendo! —replicó Andrés—. No me refiero a las mujeres honestas, pero sí a las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. ¡No lo comprendo!

Residía Pedro en casa del príncipe Basilio Kuraguin y compartía la vida disoluta de su hijo Anatolio, o sea aquél a quien para hacerle marchar por el buen camino pretendían casarlo con la hermana del príncipe Andrés.

— Bien sabe usted —dijo Pedro, como si se le ocurriese al punto una idea luminosa— que hace ya mucho tiempo que pienso en esto seriamente; llevando esta vida no puedo reflexionar ni resolver nada. La cabeza se me va y no tengo dinero; hoy me ha invitado, pero no iré.

— ¿Me prometes que no irás?

— ¡M i palabra de caballero!

Había dado ya la una de la madrugada cuando Pedro salió de casa de su amigo.

Pedro subió al coche con el propósito de trasladarse a su casa, pero a medida que se iba aproximando a ella más cuenta se daba de la imposibilidad de irse a acostar en una noche como aquélla, que más bien semejaba una tarde.

No lo pasaría mal en casa de Kuraguin, pensó. Pero se acordó al punto que había dado al príncipe su palabra de no volver por alli. Sin embargo, como suele ocurrirles a los hombres faltos de carácter, inmediatamente deseó con tal ardor gozar una vez más de aquella vida de libertinaje, cuyos secretos conocía, que resolvió ir. Y en el acto cruzó por su mente el pensamiento de que nada significaba la palabra dada, puesto que antes de comprometerse con el príncipe Andrés había dado también palabra al príncipe Anatolio de ir a su casa.

Con frecuencia embargaban a Pedro semejantes razonamientos que echaban por tierra todas sus resoluciones e hipótesis. Encaminóse, pues, a casa de Kuraguin.

Vivía Anatolio en una espaciosa casa situada al lado del cuartel de la guardia montada.

Subió Pedro los escalones que daban acceso al vestíbulo y, al ver abierta la puerta, entró.

No había nadie y sólo veíanse desperdigados por el suelo botellas vacías, capas y chanclos; y justamente con un áspero olor a vino llegaban desde el fondo gritos y voces confusas.

La cena y la partida de juego habían ya terminado, pero los invitados seguían reunidos.

Pedro se despojó de la capa y entró. Ocho jóvenes se apretujaban jugando ante la ventana abierta y otros se divertían con un pequeño oso que cada uno tiraba por turno, de una cadena y azuzaba contra los demás.

— ¡Apuesto cien rublos por Stievens!—gritó uno.

— ¡Eh, el sujetarlo no entra en el juego! —exclamó otro.

— Pues yo apuesto por Dolokhov —dijo el tercero—. Apártate, Kuraguin.

— Vamos, dejad libre a Michka (Nombre dado al oso); se trata de una apuesta.

— Tiene que ser sosteniendo el aliento, de lo contrario has perdido —gritó el cuarto.

— ¡Yakov, trae una botella! —rugió el dueño de la casa, un muchachote despechugado, alto y de briosa presencia que estaba en medio de los invitados—. Señores, ya está aquí nuestro querido amigo Petmchka —dijo, dirigiéndose a Pedro.

Otra voz, que por su robustez dominaba a todas las demás enronquecidas ya por el vino, gritó desde la ventana:

— Ven aquí y decidirás la apuesta.

Era Dolokhov, un oficial del regimiento de Semionovsky, de aventajada estatura y ojos azul claro, pendenciero y jugador empedernido, que vivía en casa de Anatolio. Pedro se sonrió mirando jovialmente en torno suyo.

— No sé a qué se refieren ustedes. ¿De qué se trata?

— Esperad un poco, que aún no está beodo. Trae una botella —dijo Anatolio, y cogiendo un vaso de sobre la mesa se aproximó a Pedro—. ¡Primero, bebe!

Pedro apuró un vaso tras otro, observó a través de los lentes los embriagados invitados que se agolpaban ante la ventana y aguzó el oído. Mientras le iba escanciando vino, Anatolio le contó que Dolokhov había hecho una apuesta con Stievens, un oficial de la marina inglesa que se encontraba entre los presentes, consistente en beberse una botella de ron, sentado en la ventana del tercer piso con las piernas colgando hacia afuera.

— Vamos, bebe —dijo Anatolio, sirviendo a Pedro el último vaso—, pues de lo contrario no te dejaré en paz.

— No quiero más —repuso Pedro, apartando a Anatolio; y se acercó a la ventana.

Dolokhov estrechaba una y otra vez la mano del inglés y, dirigiéndose con preferencia a Anatolio y a Pedro, se obstinaba en dejar bien sentadas las condiciones de la apuesta.

Dolokhov era joven, debía andar por los veinticinco años, su cabello era graciosamente ensortijado y como todos los oficiales de infantería no usaba bigote, lo que hacía que su boca, lo más característico de su rostro, quedase totalmente al descubierto.

Carecía Dolokhov de bienes personales y de relaciones, y no obstante vivir en casa de Anatolio, que dilapidaba el dinero, había sabido comportarse de tal modo que todos los amigos de Anatolio lo preferían a su protector, quien tenía igualmente mejor opinión de él que de sí mismo.

Trajeron una botella de ron. Con su aire de conquistador, Anatolio se acercó a la ventana queriendo romper también alguna cosa. De un empellón apartó a los criados y tiró del montante, pero éste no cedió. Entonces se puso a romper los cristales.

— ¡Eh, tú, atleta! —gritó a Pedro.

Este agarró el montante de roble y con gran fuerza tiró de él hasta arrancarlo.

— Quitadlo todo, quitadlo todo, pues de lo contrario creerá que me sujeto a algo —dijo Dolokhov.

— ¡Vaya humos gasta el inglés! Ya veremos, ya veremos —intervino diciendo Anatolio.

— Ya está —dijo Pedro, mirando a Dolokhov. Éste, con la botella de ron en la mano, se acercó a la ventana, a través de la cual veíase un cielo grisáceo en el que comenzaban ya a brillar las primeras luces del alba—. ¡Atención! —gritó, de pie en el marco de la ventana, dirigiéndose a los que se hallaban en la habitación.

Todo el mundo guardó silencio.

Para que el inglés lo comprendiera, Dolokhov se le dirigía en francés, aunque lo hablaba un poco incorrectamente:

— Apuesto cincuenta imperiales y hasta cien si los acepta usted —dijo.

— No, cincuenta —repuso el inglés.

— Pues bien, van apostados cincuenta imperiales a que me beberé la botella entera de ron sin soltarla de la boca y sentado en el alféizar de la ventana, aquí, fíjense —y se inclinó señalando el alféizar—, sin sujetarme en ninguna parte ... ¿De acuerdo?

— De acuerdo —asintió el inglés.

Anatolio se volvió a Stievens, le asió por un botón del traje y mirándole de cabeza a pies, lo que pronto hizo porque se trataba de un hombre bajito, le repitió en inglés las condiciones de la apuesta.

— Espera —gritó Dolokhov, haciendo sonar la botella contra el marco de la ventana para llamar la atención—, espera, Kuraguin. Escúchenme todos. Si alguno de ustedes quiere intentarlo, apuesto cien imperiales a que ... ¿Van?

Por el gesto que hizo el inglés no era posible deducir si tenía o no intención de aceptar esta nueva apuesta. Anatolio seguía traduciendo, a su idioma las palabras de Dolokhov.

Un húsar joven y flacucho que aquella noche había perdido mucho dinero se encaramó al alféizar de la ventana y agachándose miró hacia abajo.

— ¡Uy,uy!—exclamó .

— ¡Silencio! —gritó Dolokhov, apartando de la ventana al oficial que cayó de bruces en la habitación por haber tropezado con las espuelas.

Dolokhov colocó la botella en un ángulo del alféizar a fin de tenerla más a mano y poco a poco, con gran prudencia, se encaramó a la ventana. Apuntalándose con ambas manos en el marco, bajó las piernas, se sentó, se afianzó, retiró las manos de la pared, se ladeó a derecha e izquierda y, por último, tomó la botella. Anatolio cogió dos bujías y a pesar de que ya amanecía las colocó en el alféizar, una a cada lado de Dolokhov, cuya espalda cubierta por una camisa blanca y su sonrojada cabeza aparecían aureoladas por la grisácea luz matutina. Todo el mundo se agolpaba junto a la ventana.

— Esto es una locura; se va a matar —exclamó uno de los presentes que, mucho más que los otros, estaba en sus cabales.

— No lo toques, le asustarías y entonces sí se matará. Y, en este caso, ¿qué haremos? —atajó Anatolio.

Volvióse Dolokhov, se acomodó de nuevo y afianzóse otra vez con ambas manos.

— Si alguien se mete en mis asuntos —dijo con palabra clara— conocerá la altura de esta casa. Conque, ¡cuidado!

Y diciendo esto volvióse de espaldas otra vez, retiró las manos del marco de la ventana, tomó la botella, se la llevó a los labios, echó hacia atrás la cabeza y extendió el brazo que le quedaba libre para que accionara de contrapeso. Anatolio permanecía en pie, rígido, con los ojos sumamente abiertos. El inglés alargaba los labios y miraba de reojo. El que había intentado detener a Dolokhov se retiró a un rincón de la habitación y se tumbó en el diván, de cara a la pared. Pedro, bajo los efectos del espanto y del terror, cubrióse el rostro con las manos, a pesar de lo cual asomó a sus labios una leve sonrisa. Todos los circunstantes guardaban el más completo silencio.

Dolokhov permanecía sentado en la misma posición; sólo la cabeza se había echado un poco más hacia atrás, los ensortijados cabellos le rozaban ya el cuello de la camisa y la mano que agarraba la botella se iba alzando poco a poco, visiblemente trémula por el esfuerzo realizado. La botella iba vaciándose a ojos vistas y la cabeza echándose cada vez más hacia atrás.

¿Por qué tarda tanto en consumirse?, pensó Pedro. Levantó una mano para sujetarse al marco de la ventana. Pedro volvió a cerrar los ojos y se prometió a sí mismo que no los abriría más. Pero al instante, oyendo gran rumor a su lado, miró: Dolokhov estaba sentado en la parte interior de la ventana, pálido y sonriente.

— ¡Vacía!

Lanzó la botella al inglés, que la cogió al vuelo. Dolokhov descendió de la ventana despidiendo un fuerte olor a ron.

— ¡Bravo, bravo, ha ganado la apuesta! ¡Que el diablo se te lleve! —exclamaron varias voces. El inglés sacó el bolso y contó las monedas. Dolokhov frunció el ceño y calló. Pedro corrió hacia la ventana.

— ¿Quién quiere apostar conmigo, señores? Yo haré lo mismo que él —dijo de pronto—. Pero no, no necesito apostar nada. Traedme una botella y haré ...

— Bien, hombre, bien —dijo Dolokhov, sonriendo.

— ¿Has perdido acaso la chaveta? ¿Te figuras que estamos locos? ¡Si sólo con subir una escalera ya sientes vahídos! —gritaron desde varios lados.

— Les aseguro a ustedes que me la beberé; denme la botella de ron —gritó Pedro. Y con gesto resuelto de hombre apoderado del vino, descargó un fuerte puñetazo sobre la mesa y se encaramó a la ventana. Trataron de agarrarle las manos, pero tenía tanta fuerza que apartaba de sí a cuantos se le acercaban.

— No lograremos convencerle —dijo Anatolio—. Esperen ustedes, voy a engañarle.

— Escucha, Pedro, mañana apostaré contigo lo que quieras, pero ahora vámonos a casa de ...

— Vamos —asintió Pedro— y llevémonos a Michka—. Y rodeando con sus brazos al oso se puso a bailar con el cuadrúpedo en medio del salón.

Capítulo VII

El príncipe Basilio prometió interceder en favor del hijo de la princesa Duhretzkaya sobre su hijo Boris, e hizo honor a su palabra.

Hízose llegar a manos del emperador un informe del joven, y como gracia especial entró con el grado de subteniente en la guardia del regimiento Semionovsky. Sin embargo, pese a todas las gestiones y solicitudes de Ana Mikhailovna no fue Boris nombrado ayudante de campo ni consiguió entrar en el Estado Mayor de Kutusov. Poco después de la velada de Ana Pavlovna, Ana Mikhailovna volvió a Moscú y se fue directamente a casa de sus ricos parientes, los Rostov, donde se hospedaba siempre que se encontraba en Moscú, y en cuya morada había vivido desde la infancia su adorado Borenka, que, promovido recientemente a subteniente de infantería, entraba entonces en la guardia. Hallábase ésta desde el 10 de agosto fuera de San Petersburgo y el joven, que se encontraba a la sazón en Moscú para probarse el uniforme, había de incorporarse a su unidad por el camino de Radzivilov.

Celebrábase en casa de los Rostov el patronímico de las dos Natalias: la madre y la hija menor. Desde por la mañana iban llegando a la suntuosa morada de la condesa Rostov, conocida de todo Moscú y situada en la calle de Povarskaia, las berlinas que conducían a los invitados. La condesa, acompañada de su hija mayor, no se movía del salón haciendo los honores a las visitas que constantemente iban sucediéndose.

La condesa debía frisar en los cuarenta y cinco años, había tenido doce hijos y tal número de alumbramientos habían ajado su rostro, dándole una expresión de intensa fatiga. La princesa Dobretzkaya, que parecía formar parte de la familia, la ayudaba en su menester y daba conversación a los visitantes.

Los jóvenes se habían congregado en una habitación contigua y no juzgaban necesario tomar parte en la representación. El conde recibía a los invitados y al despedirse de ellos los convidaba a todos a comer.

— Se lo agradezco mucho, querida o querido —(aplicaba invariablemente este epíteto sin tener en cuenta distinción ni matiz, tanto si los invitados eran o no de más alto rango que él)—. Se lo agradezco mucho, por mí y por las que hoy festejamos. Si no quiere usted ofenderme venga usted a comer, querida. Se lo suplico, querida, con toda el alma, en nombre de toda la familia.

A veces, de vuelta a la antesala, pasaba por la galería y la cocina desembocando en el espacioso salón de paredes de mármol donde se estaba preparando una mesa para ochenta comensales; mientras vigilaba al mayordomo que iba arreglando los cubiertos y colocando la vajilla de porcelana y los vasos de plata, llamó a Dimitri Vasilievitch, descendiente de noble familia, que se ocupaba de todos sus asuntos, y le dijo:

— Procura, Mitenka, que todo sea de calidad superior —y contemplando con regocijo la enorme mesa alargada con piezas supletorias, se decía—: Está bien, está bien ... Lo principal es el servicio. Eso es ... —y lanzando un suspiro de satisfacción volvíase de nuevo al salón.

— ¡María Lvovna Kuraguin y su hija! —anunció con voz tonante, abriendo la puerta del salón, el corpulento criado de la condesa. La condesa reflexionó y tomó un poco de rapé de la tabaquera de oro en la que figuraba el retrato de su marido.

— Estoy rendida; demasiadas visitas —dijo—. Recibiré ésta, pero será la última. ¡Qué fastidio! Hágalas entrar —añadió con acento malhumorado al criado, como si le hubiera dicho: Pues, bien, que me maten de una vez.

Con rumoroso frufrú de sedas entraron en el salón una dama de alta estatura, fuerte, vigorosa y de porte altanero, y una muchacha de redonda faz que siempre sonreía.

— ¡Cuánto tiempo sin verla, querida condesa ...! La pobre criatura ha tenido que guardar cama ... Asistí al baile de los Razumosky ... Por cierto que la condesa Apratchin ... Me divertí mucho.

Giraba la conversación sobre el notición del día: la enfermedad del riquísimo y excelente conde Bezukhov, varón ya muy entrado en años, sobreviviente de la época de Catalina, y también acerca de Pedro, su hijo natural, aquel que tan desdichadamente se había comportado en la velada de Ana Pavlovna.

— ¿De veras? —inquirió la condesa.

— Compadezco al pobre conde —dijo la visitante—. ¡Está tan enfermo ...! Los disgustos que le causa su hijo le llevarán al sepulcro.

— Pues, ¿qué pasa? —preguntó la condesa como si estuviera en ayunas de lo que le hablaba su interlocutora, aun cuando en breve espacio de tiempo le habían referido no menos de quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.

— ¡He aquí los resultados de la educación de hoy día! Este joven no tenía en el extranjero a nadie que lo guiase y, según dicen, ha cometido ahora en San Petersburgo tales atrocidades que ha sido expulsado por la policía.

— ¿Es cierto? —preguntó la condesa.

— Y va con muy malas compañías —intervino la princesa Ana Mikhailovna—. Parece ser que el hijo del príncipe Basilio, Pedro, y un tal Dolokhov, hicieron algo muy sonado. A estos dos últimos los han castigado. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov ha sido enviado a Moscú. En cuanto a Anatolio Kuraguin ... el padre ha procurado ocultar lo sucedido, pero, no obstante, lo han expulsado también de San Petersburgo.

— Pero, ¿qué ha hecho? —inquirió la condesa.

— Son unos verdaderos bandidos, sobre todo ese Dolokhov —dijo la visitante—. Es hijo de María Ivanovna Dolokhov, una dama respetabilísima, y, en cambio, ya lo ve usted ... Figúrese usted que entre los tres cogieron, no se sabe dónde, a un oso, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices. Presentóse la policía para calmarlos y entonces ataron a uno de los agentes a la espalda del oso y lo echaron al río; el animal se puso a nadar y el pobre policía no podía soltarse de sus ligaduras.

— ¡Divertido espectáculo el de ese pobre policía, querida! —dijo el conde, retorciéndose de risa.

— ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríe usted de ese modo, señor conde? —exclamaron las damas, que tampoco podían contener su risa.

— Costó gran trabajo salvar a aquel desgraciado —continuó diciendo la visitante—. ¡Y pensar que quien se divierte de tan inteligente manera es el hijo del príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov! —añadió— . ¡Tan atento y tan bien educado como decían que era! He aquí a dónde lleva el educarse en el extranjero. Por supuesto que, a pesar de su fortuna, no lo recibiría aquí nadie. Querían presentármelo, pero me he negado rotundamente a ello. Tengo dos hijas.

— ¿Por qué dice usted que es tan rico? —preguntó la condesa mirando de reojo a las dos muchachas, que simularon al punto no prestar atención—. Parece que sólo tiene hijos naturales, y, según dicen, Pedro lo es también.

La princesa Ana Mikhailovna tomaba parte en la conversación, afanosa de gloriarse de sus relaciones y de penetrar en todas las intimidades mundanas.

— Yo les informaré a ustedes —dijo, bajando un poco el tono de la voz—. De todo el mundo es sabida la reputación del conde Cirilo Vladimirovitch ... Ni él mismo sabe los hijos que tiene, pero Pedro es su favorito.

— ¡Qué magnífico porte era el suyo el año pasado! —exclamó la condesa—. No he visto un hombre más apuesto.

— Pues ahora ha cambiado mucho —dijo Ana Mikhailovna—. Pero vamos a lo que quería decirle —prosiguió—. El príncipe Basilio es el heredero directo por parte de su mujer, pero el anciano aprecia mucho a Pedro; se ha cuidado de su educación y ha escrito al emperador, de modo que cuando muera (pues el doctor Lorrain ha llegado de San Petersburgo y se teme de un momento a otro un fatal desenlace) nadie sabe a quién de los dos, Pedro y Basilio, recaerá esa enorme fortuna. Cuatro mil almas y muchos millones. Estoy perfectamente enterado por habérmelo dicho el mismo príncipe Basilio, y Cirilo Vladimirovitch, pariente de Boris, es pariente mío por parte de madre —añadió como no dando importancia al parentesco.

— El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que ha venido en visita de inspección —dijo la visitante.

— Sí, pero dicho sea entre nosotros —intervino la princesa—, esto no es más que un pretexto; ha venido porque sabe que el príncipe Cirilo Vladimirovitch está enfermo.

— De todos modos, fue una jugarreta de primera —dijo el conde, y advirtiendo que la visitante no le daba oídos, se dirigió a las muchachas—. ¡Como si estuviera viendo a aquel policía! ¡Qué atraco de risa me hubiera dado!

Y remedando la manera como debia mover los brazos el policía, estalló de nuevo en una ruidosa risotada que hizo sacudir su oronda humanidad, cual suelen reírse los hombres que han comido mucho y sobre todo que han bebido más.

— Así, pues, no hay más que hablar; comerán ustedes en casa —concluyó diciendo.

Capítulo VIII

No sentiría ni poco ni mucho que la princesa se levantara y se fuera, según los pensamientos de la condesa, a pesar de la sonrisa que en aquel momento había en sus labios. Prueba palpable de ello era que la conversación iba languideciendo rápidamente.

La hija de la visitante se componía ya el vestido, dirigiendo interrogativas miradas a su madre, cuando, de pronto, oyóse junto a la puerta de la habitación contigua un correteo de gente joven, un rumor de sillas que después de ser violentamente removidas caían con estrépito, después de lo cual entró en el salón una muchacha de trece años que, ocultando algo bajo su corta falda de muselina, se detuvo en el centro del mismo. Al punto aparecieron en la puerta un estudiante con su uniforme de cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de quince años y un rubicundo mozalbete vestido con chaqueta.

Levantóse el conde y, no sin tambalearse, abrió los brazos para recoger entre ellos a la muchachita que entró corriendo.

— ¡Ah, ya no podrá escaparse! —exclamó riendo—. ¡Hoy es su santo, querida, su santo!

— Hay tiempo para todo, querida —dijo la condesa, fingiendo un acento severo—; la mimas demasiado, Elias —añadió, dirigiéndose a su marido.

— Buenos días, hija mía, que las pases muy felices —dijo la visitante—. ¡Qué deliciosa criatura! —continuó, dirigiéndose a la madre.

La niña, muy despierta y vivaracha, tenía los ojos negros, la boca grande, la nariz respingona, unos graciosos hombros desnudos, unos ensortijados tirabuzones negros, y unos brazos delgados y apenas cubiertos con una corta manga; llevaba unas calzas con randas que le llegaban hasta los tobillos e iba calzada con zapatos decorados.

— ¿La ven ustedes? Es mi muñeca; se llama Mimí ...

Y Natacha, que divirtiéndose de lo lindo ni siquiera podía hablar, se dejó caer en el regazo de su madre echándose a reír de un modo tan estrepitoso y alocado que todo el mundo, hasta la grave visitante, tuvo que reír a pesar suyo.

— ¡Vete, vete con tu monstruo! —dijo la madre, simulando rechazar vivamente a su hija—. Es la pequeña —agregó, dirigiéndose a su visitante.

La visitante, obligada a presenciar aquella escena familiar, creyó un deber de delicadeza tomar parte en ella.

— Dime, querida —intervino, dirigiéndose a Natacha—, ¿qué eres tú para Mimí? ¿Acaso es ella tu hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la visitante desagradaron a Natacha.

No respondió y miró con gravedad a la princesa.

Entretanto, el grupo de jóvenes: Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna; Nicolás, estudiante e hijo mayor de la condesa; Sonia, una muchacha de quince años, sobrina del conde, y el pequeño Petmchka, fueron instalándose en el salón, esforzándose visiblemente en contener dentro de los límites de la buena educación la animación y alegría que traslucíase todavía en cada uno de sus rasgos.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos de infancia, de gallarda presencia, aunque de distinta belleza. Boris era alto, rubio, de rasgos finos y delicados y expresión apacible y correcta. Nicolás era bajo, tenía rizado el cabello y reflejábase en su rostro la más noble franqueza.

Al entrar en el salón, Nicolás se sonrojó. Veíase a las claras que trataba de decir algo sin acertar a saber qué. Por el contrario, Boris se recobró al punto y, en tono de chanza, refirió tranquilamente que conocía a Mimí de pequeña, cuando aún tenía entera la nariz, y que en cinco años había envejecido mucho y se le había vaciado el cráneo. Y diciendo esto miraba a Natacha. Esta se volvió a él, miró a su hermano menor, que con los ojos cerrados apenas podía contener la risa, y entonces, dando un salto, se escabulló del salón tan de prisa como se lo permitieron sus ágiles piernecitas. Boris dejó de reírse.

Capítulo IX

De entre los jóvenes sistentes, sólo Nicolás, Sonia y la hija mayor de la condesa —que aventajaba a la menor en cuatro años, creyéndose ya una gran dama— permanecían en el salón.

Sonia era menuda y esmirriada, con unos ojos dulces sombreados por largas pestañas.

— Sí, querida —dijo el anciano conde, dirigiéndose a la visitante y señalando a su hijo Nicolás—. He aquí que su amigo Boris ha sido promovido a oficial y, por la amistad que le profesaba, en modo alguno quiere separarse de él. Deja la Universidad, me abandona a mí, un anciano, y se va a servir, querida. ¡Y pensar que su nombramiento para la dirección de los archivos estaba ya ultimado! ¿Es eso la amistad? —dijo el conde, interrogándose a si mismo.

— Dicen que la guerra ya está declarada —replicó la visitante.

— Si, hace mucho tiempo que se viene diciendo —repuso el conde—; se habla y se vuelve a hablar de ella para que después se desvanezca todo en humo. He aquí la amistad, querida —replicó—. Quiere ser húsar.

No acertando a dar una respuesta, la visitante bajó la cabeza.

— No es por amistad —exclamó Nicolás, acalorándose y poniéndose a la defensiva, cual si se hubiera tratado de una vergonzosa calumnia proferida contra él—. No es por amistad, sino sencillamente porque siento la vocación militar.

Y volvióse hacia la prima y la hija de la visitante; ambas le miraron con una sonrisa de aprobación.

— Schubert, el comandante del regimiento de húsares de Pavlograd, se quedará hoy a comer con nosotros. Está aquí con permiso y se lo llevará consigo. ¡Qué le vamos a hacer! —exclamó el conde encogiéndose de hombros y hablando con tono indiferente de esta cuestión, que tanto le apesadumbraba.

— Ya le he dicho, papá —replicó el hijo—, que sí no me daba usted permiso para ir, me quedaría. Pero sé de sobra que, excepto el servicio de las armas, para nada sirvo. No soy ni diplomático ni funcionario. No quiero ocultar mis sentimientos —añadió, mirando con la coquetería de los jóvenes que se saben apuestos, a Sonia y a la bella damita.

— Bien, no hablemos más de ello —dijo el anciano conde—. Siempre se acalora de este modo. Ese Bonaparte hace perder los estribos a todo el mundo; todos se figuran que son como él: de tenientillo a emperador. Haga Dios que ... —añadió sin darse cuenta de la burlona sonrisa de la visitante.

Las personas mayores reanudaron su conversación con el tema de Bonaparte.

Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov.

— ¡Qué lástima que no vinieran ustedes el jueves a casa de los Arkarachov! No estando usted me aburrí mucho —añadió con una tierna sonrisa. Así halagado, Rostov se aproximó más aún a Julia con la sonrisa de coquetería propia de la juventud e inició a solas con ella una conversación; también Julia sonreía, y no advirtió Rostov que aquella sonrisa laceraba cruelmente el corazón de Sonia, que, con las mejillas tintas en púrpura, esforzábase en aparecer tranquila. En el curso de la conversación Rostov la miró. Respondiéndole Sonia con una mirada apasionada y rencorosa y conteniendo a duras penas las lágrimas, e intentando hacer asomar a sus labios una sonrisa de desprecio, se levantó y salió del salón.

Todo el brío y entusiasmo de Nicolás se disipó como por encanto. Aprovechó la primera pausa en la conversación para escabullirse del salón y, anhelante e inquieto, se fue en busca de Sonia.

— ¡Los secretos de esa juventud se guardan en cajas de cristal! —dijo Ana Mikhailovna, señalando a Nicolás que salía—. El parentesco es una vecindad peligrosa —añadió.

— Sí —asintió la condesa cuando el rayo de sol introducido en el salón por aquella gente moza se hubo desvanecido—. ¡Cuántas penas e inquietudes hay que sufrir antes de gozar de la alegría de verlos así! Y aún el temor sobrepasa siempre la alegría; una tiene miedo ... Esa edad es precisamente la más peligrosa para los chicos y las chicas.

— Ello depende de la educación —dijo la visitante.

— Sí, tiene usted razón. Hasta ahora, a Dios gracias, he sido la amiga de mis hijos y he tenido en ellos entera confianza —repuso la condesa perpetuando el error de muchos padres que creen que sus hijos no guardan secretos para ellos—. Sé muy bien que seré siempre la primera confidente de mis hijas y que si, por su carácter exaltado, cometía Nikolenka alguna falta (lo que fatalmente sucede en un muchacho), no sería en modo alguno como todos esos jóvenes de San Petersburgo.

— Sí, buenos muchachos, buenos muchachos —repitió el conde, que solía siempre resolver las cuestiones complicadas juzgándolo todo muy bien—. He aquí, pues, que quiere ser húsar y en este caso, ¡qué le vamos a hacer, querida!

— ¡Qué deliciosa criatura la pequeña de ustedes! —dijo la visitante—. ¡Es un verdadero diablillo!

— Sí, un diablillo —repuso el conde—. Se parece a mí. ¡Y qué voz la suya! Aun cuando se trata de mi hija, tengo que proclamar la verdad: será cantante, otra Salomoni. Hemos contratado a un maestro italiano para que le dé lecciones.

— Pero, ¿no le parece a usted que es demasiado pronto? Dicen que ponerse a estudiar tan joven es perjudicial para la voz.

— ¡Oh, no, no es demasiado pronto! —replicó el conde—. Y después de todo, nuestras madres se casaron entre los doce y los trece años.

— ¡Está enamorada de Boris! —dijo la condesa, riendo dulcemente y fijando los ojos en la madre de Boris.

Luego, asiéndose de nuevo a la idea que siempre la preocupaba, prosiguió:

— Ya lo ven ustedes; si la tratase severamente, si la encerrase ... ¡Dios sabe lo que haría ocultamente! (La condesa pensaba que se besarían.) Ahora, en cambio, estoy enterada, palabra por palabra, de cuanto se dicen. Por la noche me lo cuenta todo; quizá la mimo demasiado, pero creo que es mejor así. La mayor ha sido educada con más severidad.

— Sí, a mí me han educado de otra manera —dijo sonriendo la hija mayor, la bella condesita Vera. Sin embargo, al contrario de lo que suele generalmente ocurrir, la sonrisa no favorecía en modo alguno al rostro de la joven condesa; antes al contrario, lo desmejoraba y lo tornaba desagradable. Vera era hermosa, despierta, instruida y primorosamente educada; su voz era agradable y cuanto decía era sensato y oportuno. Pero, cosa extraña, la visitante y la condesa, todos los circunstantes, en fin, la miraron como si se hubieran sorprendido de que pronunciara tales palabras; de una y otra se apoderó cierta congoja.

— Con los hijos mayores siempre sucede así; se quieren hacer cosas extraordinarias —dijo la visitante.

— No tenemos por qué ocultarlo, querida; la condesa ha querido hacer de Vera una mujer excepcional —intervino el conde—. Sea como sea, es una buena muchacha —añadió, dirigiendo a Vera un guiño de ojos en señal de aprobación.

Los visitantes se levantaron y se despidieron prometiendo que volverían otro día a comer.

— ¡Cuántos cumplidos! ¡Qué pesadas son! —dijo la condesa al regresar de acompañarlas.

Capítulo X

Empezaba ya a impacientarse, a golpear con el píe el suelo, en el invernáculo donde había ido al escabullirse del salón, cuando se oyeron los pasos de Boris, y Natacha suspiró.

Natacha corrió inmediatamente a ocultarse detrás de los tiestos de plantas. Boris se detuvo en el centro del invernáculo, inspeccionó su traje, sacudió con la mano el polvo de la manga del uniforme, se adelantó hacia el espejo y se puso a contemplar su apuesta figura. Mirándole con cautela desde su escondite, espió Natacha lo que pensaba hacer. Boris permaneció un momento ante el espejo, se sonrió y se dirigió de nuevo hacia la puerta de salida. Natacha iba a llamarlo, pero cambió de idea.

Que me busque, se dijo. Así que Boris hubo salido, entró Sonia por otra puerta, llena de sofocación y murmurando palabras de rabia, entrecortadas por las lágrimas. Sintió Natacha el impulso de correr hacia ella, pero se contuvo y no se movió de su escondrijo, observando, cual si estuviera encerrada en un círculo encantado, todo cuanto ocurría en el mundo. Sentía dentro de sí un singular placer enteramente desconocido. Sonia, con los ojos vueltos hacia la puerta del salón, balbuceaba palabras ininteligibles. Por aquella puerta apareció Nicolás.

— ¿Qué te pasa, Sonia? ¡Dime! —exclamó Nicolás acercándosele presuroso.

— ¡Nada, nada, déjame estar! —sollozó Sonia.

— No; ya sé de qué se trata.

— Pues si lo sabes, vuelve a su lado.

— Sonia, por favor, escúchame un momento. ¿Es posible que por una quimera tú y yo suframos mutuamente? —dijo Nicolás tomándole las manos. Sonia se las abandonó y dejó de llorar.

— Sin ti, Sonia, el mundo no tiene ya interés para mí —dijo Nicolás—. Te lo demostraré.

— No me gusta que hables así.

— Bien, no volveré a hacerlo. ¿Me perdonas, Sonia? Y acercándose a ella la besó.

¡Oh, qué bonito es!, pensó Natacha. Y cuando Sonia y Nicolás hubieron salido del invernáculo, salió detrás de ellos y llamó a Boris.

— Boris, ven aqui —dijo con grave continente y malicioso acento—. Tengo que decirte algo. Aquí, aquí —y lo condujo al invernáculo, colocándolo entre los tiestos de plantas, en el mismo sitio donde un momento antes se había ocultado. Boris la seguía sonriendo.

— ¿Qué ocurre? —preguntó.

Natacha, un poco aturdida, miró en derredor y advirtiendo a la muñeca que había quedado en un tiesto, la cogió.

— Dale un beso a la muñeca —dijo.

Boris miró asombrado, con tiernos ojos, aquel rostro acalorado y no contestó.

— ¿No quieres dárselo? Pues ven aquí.

Y metiéndose por entre los tiestos tiró la muñeca.

— Más cerca, más cerca —murmuró cogiendo el brazo del oficial. Reflejábase en sus mejillas de púrpura la solemnidad y el temor.

— Y a mí, ¿quieres dármelo? —musitó, mirando al suelo, presa de emoción, llorando y sonriendo a un tiempo.

Boris se sonrojó.

— ¡Qué rara eres! —dijo inclinándose hacia ella, lleno cada vez más de confusión y aguardando no sabía qué, sin atreverse a nada.

De un salto se colocó Natacha sobre una maceta, de modo que se hallaban ya ambos a la misma altura. Rodeándole el cuello con sus delgados y desnudos brazos, echóse hacia atrás los cabellos y con un movimiento brusco le besó los labios.

Luego fue a ocultarse entre los tiestos del otro lado del invernáculo y, bajando la cabeza, esperó.

Boris se reunió al punto con ella.

— Bien sabes, Natacha, que te quiero, pero ...

— ¿Estás enamorado de mí? —le interrumpió la muchacha.

— Sí, estoy enamorado de tí, pero has de prometerme que nunca más volveremos a hacer lo que ... Nos faltan todavía cuatro años. Entonces, te pediré a mis padres. Natacha reflexionó.

— Trece, catorce, quince, dieciséis ... —dijo, contando con sus afilados dedos—. Está bien. ¡De acuerdo!

Y una sonrisa gozosa y confiada iluminó su rostro radiante.

Capítulo XI

Desde su regreso a San Petersburgo, la condesa no había hablado con Ana, su amiga de la infancia; quizá por eso, y por las visitas, que la fatigaron, ordenó a los criados no atender a nadie, y encomendó al suizo se limitara a invitar a comer a cuantos vinieren a presentar sus felicitaciones.

— Quedan ya muy pocas de las amistades de nuestro tiempo —dijo Ana Mikhailovna—, y como aprecio en mucho la suya, voy a hablarte con entera franqueza. Ana Mikhailovna miró a Vera y calló. La condesa oprimió la mano de su amiga.

— Vera —dijo la condesa, dirigiéndose a su hija mayor, que no parecía ser tratada con mucho cariño—, no tienes la menor idea de nada. ¿No has comprendido que estás aquí de más? Vete adonde estén tus hermanos o ...

Vera sonrió desdeñosamente y aparentó no haberse ofendido en absoluto.

— Si me lo hubiese dicho en seguida, mamá, haría ya tiempo que no estaría aquí.

Y se marchó a su habitación.

Pero al cruzar el invernáculo, advirtió que al pie de cada una de las ventanas se hallaba sentada una pareja. Se detuvo y sonrió despectivamente. Era emocionante y divertido a un tiempo el espectáculo que ofrecían aquellas muchachas enamoradas, pero esta visión no despertó ciertamente en Vera ningún sentimiento agradable.

— ¿Cuántas veces te ha pedido —dijo mirando a Sonia— que no tocaras nada de mis cosas? Ya tienes tu habitación.

Y cogió el tintero de que se servía Nicolás.

— En seguida, en seguida te lo doy —dijo éste, mojando la pluma y siguiendo con sus versos.

— Hacéis las cosas sin el menor miramiento —prosiguió Vera—. Hace un momento habéis entrado en el salón de una manera que todos nos hemos quedado avergonzados.

Lo que decía Vera era ciertamente la verdad, pero nadie le respondió y los cuatro se miraron el uno al otro.

Vera se detuvo en medio del invernáculo con el tintero en la mano.

— ¿Qué secretos puede haber a vuestra edad, entre Natacha y Boris y entre vosotros dos? Todo esto son tonterías.

— ¿Te importa mucho a ti, Vera, todo esto? —preguntó Natacha con dulce acento.

Evidentemente, sentíase aquel día más buena para con todo el mundo y más halagadora que de costumbre.

- ¡Eres una simple! —repuso Vera—. Me avergüenzo por vosotros. ¿Qué secretos podéis tener?

— Cada uno tiene los suyos, y nosotros no nos metemos contigo y con Berg —respondió Natacha, acalorándose.

— No os metéis conmigo porque nada hay de reprobable en mis acciones. Por de pronto, explicaré a mamá tu comportamiento con Boris.

— Natacha me trata muy bien —intervino Boris—. No tengo la menor queja.

— Vamos a dejar esto, Boris —dijo Natacha—, porque eres muy diplomático.

Los muchachos empleaban con mucha frecuencia esta palabra, dándole un sentido particular.

— ¡Esto es insoportable! —prosiguió Natacha con voz trémula y ofendida—. ¿Por qué se las tiene conmigo? Nunca lo comprenderás —prosiguió, dirigiéndose a Vera—, porque nunca has querido a nadie. No tienes corazón, no eres sino una Madame de Genlis —este sobrenombre, que juzgaban muy ofensivo, se lo había adjudicado Nicolás a Vera— y constituye tu mayor placer fastidiar a los demás. Puedes coquetear con Berg cuando te plazca —concluyo diciendo con viveza.

— Sí, pero yo, en presencia de visitas, no correría en pos de un joven ...

— Vaya, has llegado por fin a lo que querías —intervino Nicolás—. Has dicho cosas desagradables a todo el mundo y lo has trastornado todo. Vámonos a la habitación de los niños.

Y los cuatro, como una bandada de pajarillos asustados, se levantaron y salieron del invernáculo.

— Todo el mundo se las tiene conmigo cuando yo no me meto con nadie —concluyó diciendo Vera.

¡Madame de Genlis! ¡Madame de Genlis! —gritaron, desde el otro lado de la puerta, unas voces jubilosas.

La hermosa Vera sonrió, sin mostrarse afectada lo más mínimo por lo que le habían dicho.

En el salón no cesaban las conversaciones.

— ¡Ah, querida! —decía la condesa—. Tampoco en mí vida es todo de color de rosa. ¿Acaso no me doy cuenta, por el camino que llevamos, que nuestra fortuna no va a durar mucho? Y la culpa de todo esto la tiene el club, aun cuando no gozábamos tampoco de mayor sosiego cuando residíamos fuera: los teatros, las cacerías y sabe Dios cuántas cosas más ... Pero no hablemos de mí. ¿Cómo has logrado llegar al punto en que estás? Con frecuencia no alcanzo a comprender que tú, a tu edad, viajes sola en carruaje desde Moscú a San Petersburgo y te presentes en casa de todos los ministros, de todos los personajes y con todos hagas buenas migas. ¡No lo comprendo! ¿De qué medios te vales? ¡No lo comprendo!

— ¡Ah, amiga mía! —repuso la princesa Ana Mikhailovna—. Guárdete Dios de saber lo triste que es quedarse viuda, sin ayuda de nadie y con un lujo al que se quiere con verdadera adoración. Una se acostumbra a todo —continuó diciendo, con cierto orgullo—. Mi pleito me ha servido de gran esperanza. Si necesito ver a alguno de esos encumbrados personajes, escribo una tarjeta: La princesa tal desea ser recibida por el señor cual, y me presento yo misma dos, tres y hasta cuatro veces hasta que consigo lo que deseo. Poco me importa lo que puedan pensar de mí.

— ¿A quién has hablado, pues, por Boris? —inquirió la condesa—. El tuyo es ya oficial de la guardia, en tanto que Nicolás ni siquiera es un cadete; y nosotros no sabemos a quién dirigirnos. ¿A quién se lo has pedido?

— Al príncipe Basilio. Se ha portado muy bien conmigo. Accedió sin hacerse de rogar mucho y ha elevado un informe al emperador —dijo con entusiasmo la princesa Mikhailovna, dando completamente a olvido la humillación por la que hubo de pasar para obtener tal gracia.

— ¡Ah! ¿Ha envejecido mucho el principe Basilio? —inquirió la condesa—. No he vuelto a verle desde el espectáculo de casa de los Rumiantzev y, por supuesto, no debe ya acordarse de mí ... aun cuando me hizo la corte —recordó la condesa con una sonrisa.

— Sigue siendo el mismo —repuso Ana Mikhailovna—. Amable, obsequioso ... Lo elevado de su situación no le ha hecho perder la cabeza. Siento de veras no poder hacer más por usted, mi querida princesa. Mande usted ..., me dijo. Es un hombre excelente, un buen pariente. Pero bien sabes, Natalia, cuánto quiero a mi hijo. Ante nada me detendría por lograr su felicidad. Y mis asuntos no marchan bien —continuó diciendo Ana Mikhailovna con acento de tristeza y bajando la voz—. Me encuentro en una de las más terribles situaciones. Ese desdichado pleito va consumiendo todo cuanto tengo y no adelanto un paso. ¿Creerás, como te lo digo, que no dispongo ni de diez kopeks y que no sé todavía cómo pagaré el uniforme de Boris? —Y sacando un pañuelo rompió a llorar—. Necesito quinientos rublos y no tengo más que un billete de veinticinco. Esta es la situación en que me encuentro. El príncipe Bezukhov, padrino de Boris, es la única esperanza que me queda. Si no quiere ayudar a su ahijado y proporcionarle algo de lo que le falta, todos mis afanes habrán resultado inútiles. No podré comprarle el uniforme.

La condesa lloraba y meditaba en silencio.

— Quizá sea un pecado —dijo la princesa—, pero a veces pienso: He aquí al conde Cirilo Bezukhov que vive solo ... con su inmensa fortuna ... y, ¿por qué vive? Para él la vida es una carga y en cambio Boris apenas empieza a vivir.

— Seguramente le dejará algo —dijo la condesa.

— Sólo Dios lo sabe, querida amiga. ¡Son tan egoistas esos potentados! Sin embargo, sea como fuere, iré con Boris a verle y le diré con franqueza de lo que se trata. Estando como está en juego la carrera de mi hijo, poco me importa lo que puedan pensar de mi —repuso la princesa, levantándose—. Coméis a las cuatro y ahora son las dos. Tendré tiempo de volver.

Y con los modales propios de una atareada dama de San Petersburgo, que sabe hacer uso del tiempo, Ana Mikhailovna mandó a buscar a su hijo y salió con él de la antesala.

— Adiós, querida —dijo a la condesa, que la acompañó hasta la puerta—. Ruega a Dios para que todo salga bien —añadió por lo bajo, a fin de que no la oyera su hijo.

— ¿Va usted a casa del príncipe Cirilo, querida? —terció el conde dirigiéndose del comedor a la antesala—. Si se encuentra mejor invite usted a Pedro a comer. Ha venido a vernos y bailó con las muchachas. Sobre todo no descuide usted de invitarle, querida. Y vamos a ver qué va a hacer hoy Tarass. Ha dicho que ni en casa del conde Orlov ha habido nunca una comida como la que hoy celebraremos nosotros.

Capítulo XII

El coche de la condesa Rustov cruzó la calle cubierta de paja y suciedad y penetró en el patio de la casa del conde Vladimirovitch. Fue entonces cuando la princesa empezó a hablar a Boris:

— Hijo mío —dijo la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y pasándola con gesto de timidez y ternura en el brazo de su hijo—, sé amable y escucha atentamente. El conde Cirilo es tu padrino y de él depende tu carrera. Acuérdate de esto, hijo ío; sé tan amable como puedas, como tú sabes serlo ...

— Si supiera a ciencia cierta que resultará de esta visita algo más que una humillación ... —respondió el hijo—. No obstante, he prometido haeerlo por ti.

A pesar de que al pie de la escalera de entrada habia un carruaje, el suizo examinó de pies a cabeza a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el encristalado vestíbulo; les preguntó, con severo continente, a quién deseaban ver, si a las princesas o al conde. Al contestársele que al conde, dijo que aquel día Su Excelencia se encontraba peor y que no recibía a nadie.

— En este caso, ya podemos marcharnos —dijo el hijo en francés.

— Hijo mío —suplicó la madre, descansando de nuevo la mano en el brazo de su hijo, como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo. Boris no respondió, y sin desabrocharse el abrigo, miró a su madre con una mirada interrogativa.

— Amigo mío —dijo Ana Mikhailovna con dulce acento, dirigiéndose al suizo—, ya sé que el conde Cirilo está muy enfermo ... Por eso hemos venido. Soy parienta suya ... No molestaré a nadie ... pero tengo que ver al principe Basilio. Sé que está aquí ... Haga usted el favor de anunciarnos.

El suizo tiró del cordón de la campanilla del piso superior y se volvió de espaldas, malhumorado.

— La princesa Duhretzkaya desea ver al príncipe Basilio —dijo al criado vestido con casaca, medias y zapatos que apareció en lo alto de la escalera y miraba por el hueco de la misma.

— Me lo has prometido, hijo mío —dijo a su hijo, oprimiéndole otra vez el brazo. Este seguía dócilmente con los ojos fijos en el suelo.

Entraron en un salón, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del príncipe Basilio.

Cuando la madre y el hijo, detenidos en medio de la habitación, se aprestaban a preguntar a un criado que se levantó de la silla en que estaba sentado, hacia dónde tenían que dirigirse, movióse el tirador de metal de una de las puertas y el príncipe Basilio, que vestía un traje de casa de terciopelo acolchado en el que ostentaba una sola condecoración, salió despidiendo a un caballero de grisáceos cabellos y atildado aspecto. Era el célebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.

— ¿No queda, pues, ninguna esperanza? —preguntó el príncipe.

— Príncipe, errare humanum est, pero ... —respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con marcado acento francés. Bien, bien ...

Al advertir la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con una inclinación de cabeza, y silenciosamente, pero con aire inquisitivo, se adelantó hacia ellos.

— ¡En qué tristes momentos nos volvemos a ver, príncipe! Así, pues, nuestro querido enfermo ... —dijo como si no se hubiera dado cuenta de la fría y molesta mirada que se le dirigía.

El príncipe Basilio la miró con extrañeza y respondió a su pregunta con un movimiento de labios, como si quisiera dar a entender que había pocas esperanzas para el enfermo.

— ¿Es cierto? —exclamó Ana Mikhailovna—. ¡Ah, es terrible! Asusta sólo el pensar que ... Es mi hijo ... —añadió señalando a Boris—. Quería darle las gracias personalmente —Boris hizo una nueva inclinación de cabeza—. Puede usted creer, príncipe, que el corazón de una madre no olvidará jamás cuanto ha hecho usted por nosotros.

— Me alegra mucho haber tenido ocasión de servirla, querida Ana Mikhailovna —dijo el príncipe Basilio, componiéndose la corbata de encaje y dando a entender con el gesto y con la voz a su protegida Ana Mikhailovna que aquí en Moscú su importancia era aún mayor que en San Petersburgo, en la velada de Anita Sherer—. Procura servir bien y ser digno de la carrera militar —añadió dirigiéndose a Boris, con severo continente—; me complacerá mucho ... ¿Estás aquí con permiso? —inquirió con tono indiferente.

— Aguardo, Excelencia, la orden de incorporarme a mi destino —repuso Boris, sin mostrarse molestado por el rudo acento del príncipe ni deseoso tampoco de entrar en conversación, pero sí tan respetuoso y sereno que el principe le miró fijamente.

— ¿Vives con tu madre?

— Vivo en casa de la condesa Rostov —dijo Boris, añadiendo otra Excelencia.

- Se trata de Elias Rostov, casado con Natalia Chinchín —terció Ana Mikhailovna.

— Lo sé, lo sé —repuso el príncipe con su acento monótono habitual—. Nunca he comprendido cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso mal domesticado. Es un hombre absolutamente estúpido y ridículo. Un jugador, según dicen.

— Pero es muy bueno, príncipe —replicó Ana Mikhailovna con una discreta sonrisa.

— ¿Qué dicen los médicos? —preguntó la princesa tras un breve silencio; y su rostro lacrimoso expresó un profundo pesar.

— Pocas esperanzas —dijo el príncipe.

— ¡Tanto como me hubiera gustado agradecer al tío por última vez sus bondades para conmigo y Boris! Es su ahijado —añadió con un tono como si pretendiera que esta noticia habría de alegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.

El príncipe reflexionó y frunció el ceño. Ana Mikhailovna comprendió al punto que el príncipe temía hallarse con una rival para el testamento del conde Bezukhov. Y se apresuró a tranquilizarlo.

— Aprecio mucho a mi tío y le estoy muy agradecida —dijo con tono confiado y negligente—, conozco muy bien su carácter noble y recto, pero si las princesas quedan solas ... Son aún muy jovencitas ... —Bajó la cabeza y añadió en voz queda—: ¿Se ha preparado ya el príncipe? ¡Estos últimos momentos son preciosos! Si es que está tan grave, hay que prepararlo; esto no ha de perjudicarle en nada. Príncipe, nosotras, las mujeres —añadió con una tierna sonrisa—, sabemos mucho de estas cosas. Aunque me apena mucho, como ya estoy acostumbrada a padecer, será mejor que yo lo vea.

Como antes en la velada de Anita Sherer, el príncipe presintió que le sería muy difícil desasirse de Ana Mikhailovna.

— ¿No cree usted, querida Ana Mikhailovna, que esta entrevista le sería muy penosa? —dijo—. Esperemos a la noche; el doctor prevé una crisis.

— Pero no podemos esperar tanto, príncipe. Piense usted que va en ello la salvación de su alma ... ¡Ah, qué terribles son los deberes de un cristiano!

Abrióse la puerta de una de las habitaciones interiores y entró una de las princesas, sobrina del conde. Su rostro era reservado y frío y su talle excesivamente largo para su estatura. El príncipe Basilio se volvió a ella.

— ¿Algo de nuevo?

— Todo sigue igual. ¿Y cómo quiere, usted que ... con este ruido ...? —dijo la princesa mirando a Ana Mikhailovna como si se tratara de una desconocida.

— ¡Ah, querida, no la habia reconocido! —exclamó Ana Mikhailovna con una sonrisa jovial, adelantándose con pasos menudos hacia la sobrina del conde—. Acabo de llegar y estoy a su disposición para ayudarles a asistir a su tío. Ya me figuro cuánto deben haber padecido —añadió alzando los humedecidos ojos.

La princesa no respondió, y sin siquiera sonreír se marchó en seguida. Ana Mikhailovna se quitó los guantes y con actitud triunfal se instaló en una butaca e invitó al príncipe a sentarse a su lado.

— Boris —dijo a su hijo con una sonrisa—, mientras yo esté visitando a tu tío, sube a ver a Pedro y no te olvides de transmitirle la invitación de Rostov. No deberá de ir, por supuesto —concluyó diciendo, dirigiéndose al príncipe.

— Al contrario —dijo el príncipe, que visiblemente se había puesto de mal humor— Le agradeceré que me saque a este hombre de casa. Está aquí y ni una sola vez le ha requerido el conde.

Encogióse de hombros. El criado acompañó a Boris hacia el vestíbulo y por otra escalera lo condujo a las habitaciones de Pedro, situadas en el piso superior.

Capítulo XIII

Todo era exacto en aquella historia referida en casa de la condesa Rostov; Pedro tomó parte directa en atar al policía sobre la espalda del oso, y ahora, a causa también del incidente, había sido reexpedido a Moscú. Hacía pocos días que había llegado y, como de costumbre, se había instalado en casa de su padre. Suponía ya que el escándalo debía de ser conocido en Moscú y que las damas que frecuentaban la casa de su padre, siempre mal dispuestas contra él, se aprovecharían de esta ocasión para desacreditarlo a los ojos del conde. No obstante, el mismo día de su llegada se dirigió a la habitación de su padre. Al entrar en el salón donde solían reunirse las princesas, saludó a las damas que se hallaban sentadas y atareadas con sus labores en tanto que una de ellas leía un libro en voz alta.

Eran tres. La que estaba entregada a la lectura, la misma que hemos visto salir al encuentro de Ana Mikhailovna, era la mayor, de severo continente, largo talle y que vestía con esmerada pulcritud. Las otras dos, más jóvenes, frescas y muy lindas, se distinguían una de la otra por un gracioso lunar que una de ellas tenía sobre el labio. Pedro fue recibido como si se hubiera tratado de un aparecido o de un apestado.

— Buenos días, primitas—dijo Pedro—. ¿No me conocéis?

— Te conozco muy bien; quizá demasiado bien.

— ¿Cómo se encuentra el tío? ¿Puedo verlo? —preguntó Pedro, tan patoso como siempre, pero sin mostrar confusión.

— El conde sufre física y moralmente y díríase que te has propuesto darle cuantos disgustos se te antojen.

— ¿Puedo ver al conde?—repitió Pedro.

— Si quieres matarlo de una vez, entra a verlo. Olga, vete a ver si el caldo para el tío está a punto; dentro de poco tiene que tomarlo —añadió, dando a entender con esta solicitud que estaban muy ocupadas, atareadas exclusivamente en cuidar a su padre, en tanto que él, su hijo, no pensaba sino en mortificarlo.

Olga salió. Pedro, en pie, miró a las hermanas y a modo de despedida les dijo:

— Me voy a mi habitación. Ya me diréis cuándo puedo verlo.

Desapareció Pedro, y al punto estalló a su espalda una sonora, aunque reprimida, risotada de la menor de las hermanas.

Al día siguiente llegó el príncipe Basilio, instalándose en casa del conde. Hizo llamar a Pedro y le dijo:

— Todo cuanto tengo que decirte, amigo mío, es que si te portas aquí como en San Petersburgo, vamos a acabar muy mal. El conde está muy enfermo y no tienes por qué verlo. Después de pronunciadas estas palabras, nadie se ocupó de Pedro, quien permanecía todo el día en su habitación.

Cuando Boris entró, Pedro se paseaba de un extremo a otro de la habitación, deteniéndose de cuando en cuando en un rincón y prodigando amenazadores gestos contra la pared, como si quisiera atravesar con una espada a un enemigo invisible.

La última vez que vio a Boris tenía éste catorce años y su imagen habíase borrado totalmente de su memoria.

— ¿Se acuerda usted de mí? —preguntó Boris tranquilamente con una amable sonrisa—. Parece que el conde no está muy bien y he venido con mi madre a verle.

— Sí, parece que va un poco mal. No le dejan descansar un momento —replicó Pedro, tratando de recordar quién era aquel joven.

Diose cuenta Boris de que Pedro no le reconocía, pero no juzgó necesario presentarse, y sin experimentar la menor turbación le miró de frente.

— El conde Rostov le ha invitado a comer hoy a su casa —dijo tras un engorroso y largo silencio.

— ¡Ah, el conde Rostov! —exclamó Pedro con alegría—. ¿Es usted, pues, su hijo Elias? Debo confesar que en los primeros momentos no le había reconocido. ¿Se acuerda usted de aquella gira que hicimos a la montaña de los Gorriones, con madame Jacquot? ¡Cuánto tiempo ha pasado ya!

— Está usted equivocado —dijo Boris pausadamente, atreviéndose a sonreir—. Yo soy Boris, el hijo de la princesa Duhretzkaya. El viejo Rostov se llama Elias, y su hijo Nicolás, y yo no conozco a ninguna madame Jacquot.

Pedro movió las manos y la cabeza como si le hubiera atacado una bandada de mosquitos o un enjambre de abejas.

— ¡Ah, Dios mío, estoy confundido! ¡Tengo tantos parientes en Moscú! Usted es Boris. Vamos, por fin hemos llegado a entendernos. ¿Y qué opina usted acerca de la expedición de Boulogne? Si Napoleón lograra cruzar el canal, los ingleses se verían en gran peligro. A mi entender, es una operación muy posible. ¡Ah, eso mientras Villeneuve no haga disparates!

Nada sabía Boris sobre la expedición de Boulogne. No leía los periódicos y era ésta la primera vez que oía el nombre de Villeneuve.

— Aquí, en Moscú, las gentes se ocupan más de chismes y de banquetes que de política —dijo con su habitual tono reposado y burlón—. No sé nada de lo que usted me cuenta ni he pensado nunca en ello.

Pedro sonrió tan benévolamente como solía hacerlo, como si temiera que su interlocutor dijera algo de lo que tuviera que arrepentirse.

— En Moscú no hay otra cosa que hacer más que murmurar —prosiguió—. Todo el mundo se pregunta a quién dejará su fortuna el conde, aun cuando tal vez viva más que todos nosotros, lo que le deseo de todo corazón.

— En efecto, todo esto es muy lamentable, muy lamentable —dijo Pedro.

— Y usted debe pensar —dijo Boris con cierto rubor, pero sin cambiar el tono de su voz— que la preocupación de todos estriba en saber si le caerá en suerte algo de esta caudalosa herencia.

Ahí está, pensó Pedro.

— Por mi parte, y para evitar malentendidos, quiero decirle a usted que se equivocaría en absoluto si entre esas personas contase usted a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero como pariente suyo y ni mí madre ni yo pediremos nada ni nada aceptaremos de él.

— ¡Qué raro es esto! ¿Por ventura yo ...? ¿Pero quién podía pensar que ...? Sé muy bien ...

Pero Boris le atajó diciéndole:

— Me alegra mucho haberlo dicho todo. Quizá todo esto sea desagradable para usted, pero le ruego me perdone —dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por éste—. Creo no haberle molestado. Suelo hablar por principio, con toda franqueza ... ¿Qué respuesta debo dar? ¿Vendrá usted a comer en casa de los Rostov?

— No, escuche ... —dijo Pedro, serenándose—. Es usted un hombre sorprendente. Todo cuanto usted acaba de decirme está muy bien. Hacía tanto tiempo que no nos habíamos visto, éramos unos mozalbetes ... que, naturalmente, no me conoce usted ... ¿Qué puede suponer usted de mí? ... Le comprendo a usted muy bien, muy bien. Yo no lo hubiera hecho ni me sentiría con ánimo de hacerlo, pero está muy bien. Estoy muy contento con haber reanudado nuestra amistad. Sin embargo, ¡es extraño que suponga usted eso de mí! —añadió sonriendo después de una pausa—. Bien, ya nos iremos conociendo mejor si no lo lleva usted a mal. —Y estrechó la mano de Boris—. No sé si lo sabrá usted, pero ni una sola vez he ido a ver al conde ni él ha solicitado verme. Lo compadezco ... pero, ¿qué quiere usted que haga?

— ¿Cree usted que Napoleón podrá hacer pasar a su ejército? —preguntó Boris con una sonrisa.

Comprendió Pedro que deseaba dar otro rumbo a la conversación, y como tal era también su propio afán, comenzó a enzarzarse en explicaciones acerca de las ventajas y las dificultades de la expedición de Boulogne. Presentóse el criado en busca de Boris por orden de la princesa.

Cuando Boris y la princesa se hubieron marchado, Pedro se paseó todavía un buen rato por la habitación, pero ya no atravesaba con la espada al enemigo invisible y sonreíase al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y decidido.

Capítulo XIV

La condesa se quedó sola, Ana Mikhailovna, y su hijo se habían marchado, por lo que se sentó en el sofá llevándose varias veces el pañuelo a los ojos. Luego, al cabo de unos minutos, llamó a la doncella:

— ¡Vamos, hija mía! —dijo encolerizada a la sirvienta, que había acudido con algún retraso—. ¿Es que no quiere usted servir? Si es así, ya le proporcionaré otra casa.

La condesa estaba trastornada por el dolor y la humillante pobreza de su amiga, y ésta era la causa de su mal humor, que se manifestaba diciendo a la doncella hija mia y tratándola de usted.

— Usted perdone —dijo la sirvienta.

— Diga usted al conde que le espero.

Con su habitual actitud sumisa el conde se acercó a su mujer.

— Querida condesa, tendremos un estofado de perdiz rociado con vino de madeira que sabrá a gloria. Yo lo he probado. No me saben mal los mil rublos que le he dado a Taras; los vale.

Tomó asiento al lado de la condesa y apoyando los codos en sus rodillas comenzó a mesarse sus cabellos grises.

— ¿Qué querías, condesa?

— ¡Por Dios, amigo mío ...! ¿Qué es esta mancha que tienes aquí? —dijo la condesa señalando la chaqueta—. Debe ser del estofado —añadió , sonriendo—. Pues lo que me ocurre, señor conde, es que tengo necesidad de dinero.

El rostro del conde se ensombreció y exclamando: ¡Ah, querida condesa!, se apresuró a sacar la cartera.

— Necesito una buena cantidad, conde: quinientos rublos. Y al decir esto, aplicó su pañuelo de batista a la chaqueta de su marido.

— En seguida, querida, en seguida. ¡Eh!, ¿qué pasa por ahí? —gritó, con el tono de hombre acostumbrado a que le obedezcan en el acto—. Que venga Mitenka.

Mitenka era un hijo de noble familia, educado en casa del conde, y que le llevaba todos los asuntos. Entró en la sala caminando pausadamente.

— Pues bien, querido —dijo el coronel al joven que se acercaba a él con gran respeto—. Tráeme ... —y se quedó un momento pensativo— setecientos rublos; así, eso es. Pero, por favor, no me traigas unos billetes tan sucios y estropeados como la última vez, sino nuevos. Son para la condesa.

— Sí, Mitenka, procura que sean limpios —dijo la condesa lanzando un quejumbroso suspiro.

— ¿Para cuando los quiere Su Excelencia? —preguntó Mitenka—. Porque tengo que decirle ... De todos modos, no se inquiete usted—añadió, advirtiendo que el conde comenzaba a lanzar frecuentes y profundos suspiros, indudable presagio de un arrebato de cólera—. No me acordaba que ... ¿Los quiere usted en seguida?

— Sí, sí, tráelos. Los darás a la condesa. Ese Mitenka vale tanto oro como pesa —añadió el conde sonriendo cuando el administrador hubo desaparecido—. No debe de haber nada imposible. No puedo sufrirlo. Todo ha de ser posible.

— ¡Ay, conde, cuántas penas nos hace pasar en este mundo el maldito dinero! —exclamó la condesa—. Y este dinero me es imprescindible.

— ¡Ah, todos sabemos, condesa, cómo te complaces en gastarlo! —dijo el conde.

Y besando la mano de su mujer se fue a su despacho.

Al regresar Ana Mikhailovna de ver al conde Bezukhov, la condesa tenía ya el dinero sobre la mesa, envuelto en un pañuelo. Todos los billetes eran nuevos. Ana Mikhailovna notó en ella cierta inquietud.

— ¿Qué nuevas me traes, amiga mía? —preguntó ansiosamente la condesa.

— ¡Oh, está muy enfermo! No parece el mismo. Está muy mal ... He estado un momento junto a él y no me he visto con ánimos ni siquiera de dirigirle dos palabras.

— ¡Por Dios, Anita, no los rehuses! —dijo de pronto la condesa sacando el dinero del pañuelo y sonrojándose, lo que era muy raro en ella con su rostro afilado y amarillento.

Ana Mikhailovna comprendió al punto de lo que se trataba y comenzó a inclinarse para poder besar a la condesa cuando el momento propicio hubiera llegado.

— Es para Boris, para el uniforme, de mi parte ...

Ana Mikhailovna la besó y lloró copiosamente y la condesa se deshizo también en lágrimas.

Capítulo XV

El conde poseía una rara colección de pipas turcas y se sentía orgulloso de ella. Por eso no desaprovechaba la ocasión de mostrárselas a sus invitados, lo que hizo de momento mientras la condesa Rostov, y sus hijos, quedaban en el salón con el resto de sus invitados. De vez en cuando salía y preguntaba: ¿No ha llegado todavía? Esperaba a María Dmitrievna Afrosímov, a la que llamaban en sociedad El terrible dragón, dama sobresaliente, no por sus títulos y los bienes de fortuna, sino por su grandeza de ánimo y la franca sencillez de sus maneras. María Dmitrievna era conocida de la familia imperial, del todo Moscú y del todo San Petersburgo, en cuyas ciudades se la admiraba, al tiempo que reíase ocultamente de la dureza de su carácter, y hacíase circular anécdotas referentes a su persona. Sin embargo, todos, sin excepción, la apreciaban y la temían.

En el gabinete lleno de humo, discurríase acerca de la guerra, hecha pública por un manifiesto, y del reclutamiento. Nadie había leído aún el manifiesto, pero todo el mundo sabía que había sido fijado ya por la ciudad.

Uno de los interlocutores era un hombre vestido de paisano, de rostro pulcramente rasurado, pero ajado, bilioso y surcado de arrugas, y a pesar de su avanzada edad, vestía aún como el joven más elegante. Llamábase Chinchín, era un solterón apergaminado, hermano de la condesa, una lengua viperina, como decían de él en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía siempre deseoso de mostrarse condescendiente con su interlocutor.

Era el otro un oficial de la guardia, de tez rosada y fresca, muy atildado, bien peinado y con todos los botones abrochados. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semionovsky, al cual tenía que incorporarse Boris, y motivo de las pullas con que Natacha hostigaba a su hermana mayor. Vera, diciéndole que Berg era su prometido.

— Pues bien, queridísimo y honorable, Alfonso Karlovitch —dijo Chinchín con ironía y mezclando, lo que era una particularidad de su conversación, las expresiones rusas más populares con las frases francesas más rebuscadas—. ¿Cuenta usted con disponer de rentas del Estado y sacar un pequeño interés de su compañía?

— No, Pedro Nicolaievitch, mi único afán es demostrar que la caballería es, con mucho, menos ventajosa que la infantería. Mire usted, mi situación es la siguiente ...

Berg hablaba siempre con precisión, sosegada y correctamente.

— Dense cuenta de mi situación; durante cuatro meses no percibiré en la caballería más de doscientos rublos, y esto con graduación de teniente, mientras que ahora embolso doscientos treinta —dijo mirando a Chinchín y al conde con una amable y jovial sonrisa, como si estuviera percatado que era su éxito el principal objetivo de los deseos de todos los circunstantes—. Además, el formar parte de la guardia es una manera de no pasar desapercibido —prosiguió Berg—, y en la infantería de este Cuerpo se dan permisos con mucha frecuencia. De ahí que comprendan ustedes fácilmente cómo puedo arreglármelas con doscientos rublos. Y aún hago economías y mando algo a mí padre —concluyó, lanzando una bocanada de humo.

— Las cuentas son claras ... El alemán siega el trigo a golpes de hacha, reza el proverbio —dijo Chinchín mordisqueando el ámbar y dirigiendo al conde un guiño de ojos.

Éste rompió a reír, y los demás invitados, advirtíendo que era Chinchín quien dirigía la conversación, se acercaron para escuchar. Berg, sin darse cuenta de la burla y de la indiferencia, seguía explicando que por el solo heeho de pasar a la guardia se había adelantado un grado a sus compañeros de Cuerpo, porque en el curso de la guerra podían matar al jefe de la compañía y como él era el de más edad, nada tendría de extraño que lo nombraran jefe, puesto que en el regimiento era tenido en gran aprecio y su padre estaba muy satisfecho de él.

— Pues bien, amigo mío, sea en la caballería, sea en la infantería, llegará usted lejos, se lo digo yo —profirió Chinchín, dándole golpecitos en los hombros y quitando las piernas de encima de la otomana.

Berg asintió con una beata sonrisa. El conde, y en pos de él los invitados, se dirigieron al salón.

Pedro llegó un poco antes de la comida y se sentó torpemente en medio del salón, en la primera silla que encontró al paso, sin darse cuenta de lo incómodo de su situación. Quería la condesa hacerle entrar en conversación, pero él, con el mayor candor, miraba en derredor a través de sus lentes como si buscara a alguien, y respondió con monosílabos a todas las preguntas que le dirigió aquélla.

— ¿Acaba usted de llegar?—le preguntó la condesa.

— Sí, señora.

- ¿No ha visto aún a mí marido?

— No, señora.— Y sonrió como un bendito.

— Tengo entendido que no hace mucho estaba usted en París. Debe de ser muy interesante.

La condesa miró a Ana Mikhailovna, la cual comprendió que se la solicitaba para atender a aquel joven, por lo que, sentándose junto a él, comenzó a hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la condesa, sólo le respondió con monosílabos.

Entretanto, los invitados conversaban entre sí. La condesa se levantó y encaminóse hacía la puerta.

— ¡María Dmitrievna! —exclamó desde la puerta.

— La misma —repuso una voz grave de mujer.

E inmediatamente María Dmitrievna entró en la sala.

— Mis felicitaciones a la querida amiga que festejamos y a sus hijos —dijo con voz grave y fuerte que dominaba cualquier otro rumor—. ¡Y tú, viejo pecador! —añadió dirigiéndose al conde que le besaba la mano—. Mucho me temo que te estés aburriendo en Moscú, donde no hay cacerías. Pero, ¡qué le vamos a hacer, si estos pimpollos van creciendo! —prosiguió señalando a las hijas del conde—. Sea o no sea de tu agrado, tendrás que buscarles pretendientes.

— ¿Pues qué, querido cosaco? (María Dmitrievna solía llamar así a Natacha) —prosiguió, acariciando la mano de Natacha, que, gozosa y sin miedo, se acercó a ella—. Bien sé que eres un duende, pero no me disgusta.

Extrajo de su bolso unos pendientes en forma de pera, se los dio a Natacha, cuyas mejillas se arrebolaron de emoción, y volviéndose, se dirigió a Pedro.

— ¡Eh, ven aquí, querido! —dijo con un tono que pretendía ser dulce y suave—. Ven aquí.

Y con severo ademán se compuso nuevamente las holgadas mangas. Pedro avanzó hacia ella mirándola inocentemente a través de los lentes.

— Acércate, hombre, acércate! Yo era la única persona que decía las verdades a tu padre cuando era poderoso, y es Dios quien me ordena que te las diga a ti.

Calló y todos guardaron silencio en espera de lo que seguiría, pues a todo el mundo se le alcanzaba que aquello era sólo la introducción. — ¡Un buen muchacho, claro está; no faltaba más! Ata a un policía a la espalda de un oso, y mientras su padre está agonizando en el lecho, él se está divirtiendo. ¡Es vergonzoso, amigo mió, muy vergonzoso! Hubiera sido preferible ir a la guerra.

Y dicho esto, se volvió y dio la mano al conde, que se las veía muy apuradas para contener la risa.

— ¿No será ya hora de sentarnos a la mesa? —preguntó María Dmitrievna.

Ésta y el conde iniciaron la marcha, seguidos de la condesa, que daba el brazo a un coronel de húsares, hombre de cierta influencia, a cuyo regimiento tenía que incorporarse Nicolás. Ana Mikhailovna iba de pareja con Chinchín. Berg daba el brazo a Vera, y la sonriente Julia Kuraguin se encaminaba a la mesa en compañía de Nicolás. Seguían detrás otros grupos que se diseminaron por el comedor, y por último, separados los chicos, las institutrices y los preceptores.

Se atareaban los criados, percibióse un ruido de sillas y en la galería superior empezó a tocar la música, a cuyos sones fueron instalándose los invitados. A los compases de la orquesta, sucedió el rumor de cuchillos y tenedores, de las conversaciones de los invitados y del caminar discreto de los domésticos.

Capítulo XVI

El coronel, enfático, afirmaba que el manifiesto ya había sido publicado en San Petersburgo, por lo que la conversación en el grupo de los hombres iba cobrando una desusada e increíble animación.

— ¿Y por qué diablos tenemos que hacer la guerra a Bonaparte? —exclamó Chinchín— Ya ha dado buena cuenta de Austria y mucho me temo que nos llegue el turno a nosotros.

El coronel, que era alemán, robusto, alto y sanguíneo a todas luces buen patriota y uen soldado, juzgó ofensivas las palabras de Chinchín.

— Necesitamos hacer esta guerra, señor —dijo con marcado acento alemán—, porque el emperador está muy bien enterado de todo cuanto dice usted. Dice en el manifiesto que no puede mirar con indiferencia el peligro que amenaza a Rusia y que la resolución que ha tomado la exigen la seguridad del imperio, su propia dignidad y la santidad de las alianzas —y acentuando particularmente la palabra alianzas como si en ella radicara la clave de la cuestión, y con memoria impecable, oficial, repitió las primeras líneas del manifiesto—:

Introducir la paz en Europa y sobre bases sólidas es deseo que constituye el solo y único objetivo del emperador, por lo que ha resuelto enviar de momento una parte del ejército al extranjero e intentar un nuevo esfuerzo. He aqui el porqué, caballeros —concluyó diciendo, apurando la copa de vino y solicitando con la mirada la aprobación del conde.

— ¿Conocen ustedes el proverbio: Jeremías, Jeremías, quédate en casa y vigila tus husos? —dijo Chinchín frunciendo el entrecejo y sonriendo—. Esto nos va que ni hecho a la medida. Hasta el mismo Suvarov ha sido derrotado, y ¿dónde están por ahora los Suvarov? ¿Quieren ustedes hacer el favor de decírmelo? —insistió, mezclando continuamente el idioma ruso con el francés.

— Tenemos que batirnos hasta la última gota de sangre —repitió el coronel, descargando un puñetazo encima de la mesa— y morir por el emperador, y sólo entonces las cosas irán bien. Y, sobre todo, hacer los menos comentarios posibles —añadió subrayando deliberadamente, con cierto retintín, la palabra comentarios—. ¿No estoy en lo cierto? —prosiguió dirigiéndose al conde—. Así pensamos nosotros, los viejos húsares. Y ustedes, los jóvenes, los húsares jóvenes, ¿cuál es la opinión de ustedes? —espetó a Nicolás, que al oír hablar de la guerra habíase olvidado de su interlocutora y todo eran ojos y oídos para escuchar al coronel.

— Estoy completamente de acuerdo con usted —respondió Nicolás con gran acaloramiento, apartando con gesto de desesperada resolución los platos y copas que tenía enfrente como si se hallara en aquel momento en el más grande de los peligros—. Estoy convencido de que los rusos vencerán o morirán —dijo dándose cuenta, igual que los demás, una vez hubo soltado la frase, de que su arrebatado entusiasmo era en aquella ocasión desmedido y, por tanto, ridículo.

— Ha hablado usted muy bien —dijo Julia, que estaba a su lado, lanzando un suspiro.

Sonia, al oír las palabras de Nicolás, se estremeció de pies a cabeza y se ruborizó hasta las orejas. Pedro escuchaba con atención al coronel y movía la cabeza en señal de aprobación.

— Ya lo han oído ustedes. El coronel tiene razón —dijo.

— ¡Este joven es un húsar de cuerpo entero —exclamó el coronel, descargando otro puñetazo encima de la mesa.

— ¿Por qué arma usted tanto alboroto? —dijo de pronto, con voz de contralto, María Dmitrievna—. ¿Por qué golpea asi sobre la mesa? —preguntó al húsar—. ¿Contra quién vocifera usted? ¿Cree acaso que tiene enfrente a los franceses?

— Digo la verdad —replicó el húsar iniciando una sonrisa.

— ¡Siempre la guerra! —exclamó el conde dirigiéndose al otro extremo de la mesa—. Mi hijo se marcha a la guerra, María Dmitrievna.

— Pues yo tengo cuatro hijos al servicio de las armas y procuro resignarme. ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Puede uno morirse junto a la chimenea y puede Dios salvarle en lo más recio de una batalla —repuso ésta con voz grave desde el lado opuesto de la mesa.

— Ciertamente.

Y las conversaciones volvieron a concentrarse: las señoras a un cabo de la mesa y los caballeros en el otro.

— Apuesto lo que quieras a que no lo preguntas, te digo que no lo preguntas —dijo a Natacha su hermano pequeño.

— Pues lo preguntaré —replicó Natacha. Y, como revelando una firme y gozosa resolución, sus mejillas se arrebolaron. Se levantó, llamó con una mirada la atención de Pedro, que estaba sentado enfrente suyo, para que prestara oídos, y dirigiéndose a su madre dijo:

— Mamá —y su voz infantil vibró de un extremo a otro de la mesa.

— ¿Qué quieres? —preguntó, asustada, la condesa. Pero, dándose cuenta por la expresión del rostro de su hija que se trataba de una chiquillada, movió la mano con ademán severo y balanceó la cabeza en señal de reconvención.

Hubo un momento de silencio.

— ¿Qué pastel hay para postres, mamá? —vibró con más resolución aún la vocecita de Natacha.

La condesa quiso fruncir el ceño, pero no pudo. María Dmitrievna la intimidó señalándola con el dedo.

— ¡Soldadote! —dijo con tono amenazador.

Los más de los invitados se miraron unos a otros y los más viejos no acertaban a adoptar un continente apropiado ante esta travesura.

— Ya verás como ... —dijo la condesa.

— ¿Habrá pastel, mamá? —insistió Natacha con alegre desenfado y terquedad, segura como estaba de que su audacia seria por todos bien recibida.

Sonia y el gordinflón Petia reían a mandíbula batiente.

— ¿Lo he preguntado o no? —musitó Natacha a su hermano pequeño y a Pedro, al que dirigió de nuevo sus miradas.

— ¡Habrá helado, pero ni siquiera lo probarás! —dijo María Dmitrievna.

Comprendió Natacha que no había ya motivo de atemorizarse, por lo que las palabras de María Dmitrievna no llegaron a turbarla.

— ¿De qué será este helado, María Dmitrievna? A mí la vainilla no me gusta.

— De zanahoria.

— No, no, ¿de qué será? ¿De qué será el helado, María Dmitrievna? ¡Quiero saberlo! —dijo casi a voces.

María Dmitrievna y la condesa reian, no de la respuesta de la primera, sino de la extraordinaria osadía de aquella mocita que podía y se atrevía a hacer frente a María Dmitrievna.

No se tranquilizó Natacha hasta que le hubieron dicho que el helado sería de ananás.

Capítulo XVII

Unos invitados se diseminaron por los salones, otros en la biblioteca y los demás permanecieron alli, organizando pronto partidas de bastón, en tanto que la servidumbre preparaba as mesas de juego.

El conde, que solía hacer la siesta, sonreía a todo el mundo, pero a duras penas podía sostener los naipes en la mano. Los jóvenes, conducidos por la condesa, se agruparon en torno del clavicordio y del arpa. Julia, accediendo a ruegos de todos los circunstantes, inició el concierto con unas variaciones de arpa y luego, juntando su súplica a la de las demás muchachas, rogó a Natacha y a Nicolás, cuyo talento musical era de todos conocido, que cantasen alguna composición. Vanagloriábase Natacha de verse rogada como si fuera una persona mayor, pero sentíase al mismo tiempo un poco intimidada.

— ¿Qué cantaremos? —preguntó.

La Fuente —repuso Nicolás.

— Pues empecemos. Ven aquí, Boris —dijo Natacha—. ¿Dónde se ha metido Sonia? Volvióse y al no ver a su amiga corrió en su busca. No encontrándola en su habitación fue a buscarla a la de los niños. Tampoco estaba allí; comprendió entonces Natacha que Sonia debía hallarse en el corredor, sentada en el arcón. En efecto, Sonia, arrugando su falda de muselina rosa, estaba tendida sobre el viejo y deslucido cofre y con el rostro oculto entre las manos lloraba amargamente, sacudiendo convulsivamente sus tiernos hombros desnudos. Al punto, el rostro de Natacha, que traslucía por todos sus poros la alegría de tan jubiloso día, cambió por completo; los ojos se le quedaron clavados en Sonia, una especie de escalofrío corrió por su espalda y juntó los labios apretadamente.

— ¿Qué te pasa, Sonia? ... Dime ... ¿Te encuentras mal? ... — Y Natacha, con la faz súbitamente ensombrecida, lloró como una niña, sin saber por qué, sólo porque Sonia lloraba. Quería levantar la cabeza, decir algo, pero no podía y se ocultaba todavía más.

Natacha, con el rostro anegado en lágrimas, se sentó sobre el cobertor azul y dio un beso a su amiga. Por último, haciendo acopio de las fuerzas, que le quedaban, se levantó y, enjugándose las lágrimas, dijo:

— Nicolás se marcha dentro de una semana. Ya ... ha recibido la orden ... Él mismo me lo ha dicho. Pero no lloraria por ello —añadió mostrando un papel que tenia en la mano en el que había unos versos de Nieolás—. No, no lloraría ..., pero tú no sabes ... nadie podría comprender ... qué corazón es el suyo ... — Y haciendo memoria de la bondad del corazón de Nicolás rompió de nuevo a llorar.

— Tú, en cambio, eres feliz ... No por ello te tengo envidia. Te quiero y quiero también mucho a Boris —prosiguió, recobrando las fuerzas—; es muy bueno y muy amable ... Para vosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Nicolás y yo somos primos ... Será necesario que el mismo metropolitano ... Y aun asi no podrá ser. Y después, si mamá ... (Sonia consideraba a la condesa como una madre y la llamaba con este nombre). Dirá que echo a perder la carrera de Nicolás, que soy una egoísta, que no tengo corazón, y yo, la verdad ... Te lo juro —y se santiguó—; quiero tanto a mamá y a todos vosotros ... pero a Vera ... ¿Qué le habré hecho? Os estoy tan agradecida que lo sacrificaría todo, pero nada tengo ...

Sonia no pudo continuar y de nuevo sepultó el rostro entre las manos y se tendió sobre el cobertor. Trató Natacha de consolarla, pero la expresión de su semblante revelaba manifiestamente que comprendía la magnitud de la pena que abrumaba a su desconsolada amiga.

— ¡Sonia! —exclamó de pronto, como si adivinara la verdadera causa del dolor de su prima—. ¿No has hablado con Vera después de comer?

— Sí; Nicolás ha escrito estos versos que yo he copiado junto con otros que tenía y Vera los ha encontrado sobre la mesa de mí habitación. Me ha dicho que los enseñaría a mamá, añadió que era una ingrata y que mamá no permitirá nunca que se case conmigo puesto que tiene que casarse con Julia. Ya has visto que en todo el día no se ha apartado de su lado ... ¿Y esto para qué, Natacha?

Sonia se puso a llorar con más fuerza que antes. Natacha la ayudó a incorporarse, la besó y sonriendo a través de las lágrimas se esforzó en tranquilizarla.

— No la creas, Sonia, no la creas. ¿No te acuerdas de lo que hablamos los tres con Nicolás en el invernáculo? ¿No te acuerdas de la conversación que tuvimos después de cenar? Todos estamos decididos. Pasará lo que tenga que pasar. Ahí tienes al hermano del tío Chinchín que está casado con una prima hermana y aun nosotros mismos somos hijos de primos. Boris asegura que es muy fácil. Yo se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno! —exclamó Natacha—. No llores más, pobrecilla Sonia. —Y la besó riendo—. Vera es mala y Dios se lo tendrá en cuenta. Ya verás como todo irá bien y no dirá nada a mamá. Será el mismo Nicolás quien se lo dirá y estoy cierta de que no ha pensado un momento en Julia.

Sonia se levantó y la gatita comenzó a animarse, los ojos volviéronle a brillar y no parecía sino que estaba presta a menear la cola, a dar brincos con sus ligeras patitas y a correr de nuevo en pos del ovillo.

— ¿De veras? ¿Me lo juras? —dijo Sonia, componiéndose el vestido y arreglándose el cabello.

— Te lo juro —replicó Natacha, recogiendo un mechón de cabello que se escapaba de la trenza de su amiga. Y ambas rompieron a reír.

— ¿Vamos a cantar La Fuente?

— Vamos.

— ¿Ha s visto aquel muchacho tan gordo que se llama Pedro y que estaba sentado frente a mí? Pues es la mar de divertido —dijo de pronto Natacha, deteniéndose—. ¡Oh, que gracioso es!

Y se marchó corriendo por el pasillo.

Sonia acabó de componerse, escondió los versos en su seno, junto al cuello del vestido, y con paso ligero, alegre y las mejillas encendidas, corrió a su vez en pos de Natacha. Para complacer los ruegos de los concurrentes, los jóvenes cantaron a cuatro voces La Fuente, que fue muy del agrado de todos.

Apenas habían dado fin a los últimos compases, los jóvenes comenzaron a prepararse para el baile en tanto que los músicos tosian ligeramente y hacían ruido con los pies.

Al atacar la orquesta los primeros compases entró Natacha en la sala, se dirigió directamente a Pedro y, ruborizada y sonriente, le dijo:

— Mamá me encarga que le saque a usted a bailar.

— Temo desbaratar las figuras —repuso Pedro—, pero si quiere usted actuar de profesora ... Y tendió su gruesa mano a la jovencita.

Mientras las parejas ocupaban sus puestos y los músicos afinaban sus instrumentos, Pedro se sentó al lado de su diminuta compañera de baile. Natacha sentíase completamente feliz. Bailaba con un grande recién llegado de l'etranger. Todo el mundo tenía los ojos puestos en ella y Natacha conversaba con Pedro cual una dama del gran mundo.

— Miradla, miradla —dijo la condesa al cruzar la sala, señalando a Natacha. Ésta se sonrojó y sonrió.

— ¿Qué ocurre, mamá ? ¿Por qué se ríe usted de este modo? ¿Es que pasa, acaso, algo extraño?

A la mitad de la tercera escocesa oyóse rumor de sillas en el salón donde jugaba el conde, y María Dmitrievna y la mayor parte de los invitados de importancia y las personas de edad, luego de dar flexibilidad a sus cuerpos a causa del largo rato que habían permanecido sentados, recogieron sus carteras y sus bolsos y entraron en el salón de baile.

— Fíjense en papá —gritó Natacha a los invitados, olvidándose por completo que bailaba con un joven hecho y derecho, e, inclinando hasta casi las rodillas su cabeza adornada de tirabuzones, estalló en una ruidosa carcajada que llenó toda la sala.

En efecto, todo el mundo se puso a observar con gozosa sonrisa al alborozado anciano que marchaba al lado de su pareja. María Dmitrievna de mayor estatura que el conde, doblaba los brazos y los movía rítmicamente y, al tiempo que iba volteando con visible impaciencia, la sonrisa que se dibujaba cada vez más acentuada en su redonda faz, daba a entender que los circunstantes iban a presenciar un gran acontecimiento. Al punto de oírse los primeros compases alegres y marchosos de Daniel Cooper, muy semejantes a los bulliciosos trepaky (Danza nacional rusa) aparecieron súbitamente en todas las puertas alborozados rostros de criados que habían acudido al salón para ver danzar a su amo.

— ¡El amo! ¡Qué estornino! —exclamó la anciana criada, en alta voz, desde el umbral de una puerta.

El conde bailaba muy bien y se percataba de ello, pero su pareja sabía muy poco y además ni siquiera se esforzaba en aplicarse.

Capítulo XVIII

El conde Bezukhov sufría el tercer ataque; entretanto, en sangriento contraste, los músicos, debido al cansancio experimentado desafinaban en la casa de los Rostov mientras se bailaba, y los criados preparaban el festín de la cena. Los médicos del conde diagnosticaron que no había esperanza. Leyéronse al enfermo las oraciones de la confesión, se le dio la comunión, hiciéronse los preparativos para administrársela la extremaunción y toda la casa hervía de la agitación y desconcierto que siempre se producen en tales ocasiones.

El general gobernador de Moscú, que enviaba continuamente a sus ayudantes a inquirir noticias acerca del estado del conde, fue personalmente aquella misma noche a despedirse del célebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.

El príncipe Basilio, pálido y más flaco aún después de aquellos angustiosos días, acompañaba al gobernador y de cuando en cuando le repetía en voz queda las mismas cosas.

Luego que se hubo despedido del general gobernador, el príncipe Basilio se sentó solo en un ángulo del salón, cruzó las piernas, reclinó el codo sobre las rodillas y llevándose la mano a los ojos permaneció así un buen rato; al cabo, se levantó y con paso rápido, mirando receloso a uno y otro lado, siguió por un largo corredor y se encaminó hacia la habitación de la mayor de las princesas, situada en el extremo opuesto de la casa.

Los que todavía permanecían en el salón, débilmente iluminado, cuchicheaban entre sí, guardaban luego silencio y miraban con ojos inquisitivos y ansiosos la puerta que daba a la habitación del agonizante, que crujía ligeramente cada vez que alguien la abría o cerraba.

— La vida ha llegado a su término y no se pueden franquear sus límites —decía un anciano y rechoncho sacerdote a una dama que, sentada enfrente suyo, le escuchaba embobada.

— ¿No es ya demasiado tarde para la extremaunción? —preguntó la dama, añadiendo el título eclesiástico como si careciera de opinión acerca de este tema.

— Es un sacramento, señora —repuso el sacerdote, mesándose los pocos mechones de cabellos grises que circunvalaban su calvicie.

— ¿Quién es? ¿El gobernador en persona? —preguntaban en el otro extremo del salón—. ¡Parece muy joven!

— ¡Pues tiene setenta años! ¿Y dicen que el conde ya no conoce a nadie? ¿Le han administrado ya la extremaunción?

— Yo sé de un caballero a quien se la administraron siete veces.

La mediana de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos anegados en llanto y tomó asiento al lado del doctor Lorrain que, en actitud graciosa, estaba sentado con los codos apoyados en una mesa contigua, ante el retrato de Catalina.

— Espléndido —dijo el doctor, respondiendo a una pregunta acerca del tiempo—. Espléndido, princesa, y además, en Moscú uno se figura que está en el campo.

— ¿Verdad que sí? —dijo la princesa lanzando un suspiro—. ¿No puede tomar nada?

El doctor Lorrain permaneció un momento pensativo.

— ¿Ha tomado la medicina?

— Sí.

El doctor consultó su Bréguet.

— Coja usted una botella, llénela de agua hervida y disuelva en ella un pellizco de crémor tártaro —y al decir esto juntó las yemas de los dedos para demostrar lo que era un pellizco.

— No se conoce ningún caso de haber sobrevivido después del tercer ataque —decía un médico alemán a un ayudante de campo.

— ¡Qué hombre más apuesto era! ¡Qué elegancia la suya! —dijo el ayudante de campo—. ¿Y a quién irá a parar toda esa fortuna? —agregó por lo bajo.

- No faltarán candidatos —replicó el alemán con una sonrisa.

Todos los presentes volviéronse hacia la puerta, que acababa de abrirse. En efecto, la mediana de las princesas, que ya había preparado la poción, entró en la habitación del enfermo. El médico alemán se acercó a Lorrain.

— ¿Vivirá hasta mañana por la mañana? —inquirió el alemán en un francés detestable.

Lorrain, con los labios contraídos, movió nerviosa y negativamente los dedos por delante de su nariz.

— No pasará entera la noche —dijo en voz baja, con una sonrisa que daba a entender cual era el verdadero estado del enfermo. Y esto dicho, se alejó.

Entretanto, el principe Basilio había abierto la habitación de las princesas, que estaba débilmente iluminada. Un perrito se puso a ladrar.

— ¡Ah ! ¿eres tú, primo?

La princesa se levantó y se acarició los cabellos que siempre, hasta en aquel momento, llevaba completamente alisados, como si estuvieran pegados a la cabeza y cubiertos con un barniz.

— ¿Qué? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó—. Estoy verdaderamente aterrada.

— No, nada; todo sigue igual. He venido para hablar contigo de negocios, Katicha —dijo el príncipe, sentándose con gran parsimonia en la silla que aquélla acababa de dejar—. Siéntate y hablemos.

— Temí que hubiera sucedido algo —repuso la princesa. Y con su invariable expresión de monástica severidad tomó asiento frente al príncipe y se dispuso a escuchar.

— Quería dormir, pero no puedo.

— ¿Qué ocurre, pues? —dijo el príncipe Basilio, cogiendo la mano de la princesa e inclinándose, más por hábito que por galantería.

Este ¿qué ocurre, pues?, se refería manifiestamente a muchas cosas que ambos comprendían muy bien sin ninguna necesidad de decírselas.

— ¿Te figuras, acaso, que me es muy fácil? Estoy rendido como un caballo de postas y, no obstante, tengo que hablarte, Katicha, tengo que hablarte muy seriamente.

El príncipe Basilio guardó silencio y sus mejillas, ora una, ora otra, le temblaban nerviosamente, lo que daba a su rostro una expresión desagradable que no se le advertía nunca cuando estaba en sociedad.

— Ya ves, querida princesa y prima Catalina Semionovna —continuó diciendo el príncipe Basilio— que en momentos como este hay que pensar en todo. Debe pensarse en lo que va a ocurrir, en vosotras ... Bien sabes que os quiero a todas como a hijas.

La princesa seguía mirándole con la misma fijeza, movilidad e idéntica indiferencia.

— De todos modos tengo que pensar también en mi familia —prosiguió el príncipe Basilio, apartando, sin darse cuenta, la mesita con un gesto de cólera—. Ya sabes, Katicha, que vosotras tres y mi mujer sois los herederos directos del conde. Bien sé que te es muy penoso pensar en esas cosas y tener que hablar de ellas, pero también a mí, te lo aseguro, me resulta desagradable hacerlo. Pero, hija mia, estoy rozando ya los sesenta años y debo pensar en todo. ¿Sabes que he enviado a buscar a Pedro, cuya presencia ha reclamado el conde al mostrarle su retrato?

El príncipe Basilio miró a la princesa con actitud inquisitiva, pero no logró discernir si ésta estaba ya enterada de cuanto acababa de comunicarle o si simplemente le estaba mirando ...

— Sólo una cosa le pido al cielo, primo; que Dios le perdone y permita que su alma se vaya tranquilamente de este mundo ...

— Sí, sí, claro está —continuó, impaciente, el príncipe Basilio pasándose la mano por su reluciente cráneo; y de nuevo, en un rapto de cólera, acercó de un tirón la mesita que había apartado—: Claro está, pero ... En fin, se trata, bien lo sabes, que en el invierno último el conde hizo un testamento en virtud del cual dejaba todos sus bienes a Pedro, en perjuicio de sus herederos directos.

— ¡Quién sabe cuántos testamentos habrá escrito! —repuso sosegadamente la princesa—. Sin embargo, Pedro es un hijo natural y nada puede dejarle.

— Hija mía —dijo de pronto el principe Basilio, sacudiendo la mesa, excitándose y comenzando a hablar con un gran acaloramiento— ¿Y si ha escrito al emperador pidiéndole autorización para adoptar a Pedro? Ya puedes comprender que, dados los méritos del conde, la petición será atendida ...

La princesa sonrió como sonríen quienes creen saber una cosa mucho mejor que el que la explica.

— Más aún —prosiguió el príncipe Basilio cogiéndole la mano—: la carta de petición está escrita y, aun cuando no ha sido todavía cursada, el emperador está enterado de su contenido. La cuestión estriba en saber si esta carta ha sido o no destruida. Si no lo ha sido, cuando todo haya terminado —y el príncipe Basilio lanzó un suspiro como dando a entender lo que quería significar con las palabras: cuando todo haya terminado —serán abiertos los papeles del conde ... el testamento y la petición serán transmitidos al emperador y obra decir que el deseo del conde será satisfecho. Y entonces Pedro, como hijo legítimo, percibirá toda la herencia.

— ¿Y nuestra parte? —inquirió la princesa con una sonrisa irónica, como si sólo fuera esto lo que no podía admitirse.

- Pero, hija mía, esto está claro como la luz del día; si Pedro es el único heredero legal de la fortuna, nada en absoluto os corresponderá a vosotras. De lo que hay que enterarse es de si el testamento y la carta han sido escritos y si han sido o no destruidos. Y si por cualquier causa permanecen aún en algún rincón, tienes que procurar saber dónde están y encontrarlos, pues ...

— Sólo esto faltaba —interrumpió la princesa con sarcástica sonrisa y sin mudar de expresión—. Yo soy mujer y, según vosotros, las mujeres somos todas unas tontas de capirote, pero me consta muy bien que un hijo ilegítimo no puede heredar; se trata, pues, de un bastardo —añadió con la creencia de que con estas palabras convencería definitivamente al príncipe del error que sufría.

— ¡Parece mentira que no lo comprendas, Katicha! ¿Cómo es posible que no te des cuenta, tú que eres una mujer inteligente, que si el conde ha dirigido al emperador la carta por la cual le solicita legitimar a su hijo Pedro, dejará éste de ser Pedro para pasar a ser el conde Bezukhov y, en tal caso, según el testamento, cobrará toda la herencia? Queda, pues, bien sentado que si no se logra destruir el testamento y la carta de petición, nada conseguirás, aparte del consuelo de haber sido virtuosa y las satisfacciones que esto proporciona. No lo dudes.

— Sé que el testamento está escrito, pero no ignoro tampoco que no es válido; no parece sino que me quieres tomar por una tonta —repuso la princesa con el tono de quien se figura haber dicho algo muy espiritual y zahiriente.

— Mi querida princesa Catalina —replicó con impaciencia el principe Basilio—, no he venido aquí para deciros cosas desagradables, sino para hablar de tus propios intereses como hablaría de ellos a una parienta, a una buena y verdadera parienta. Vuelvo a decirte por décima vez que si entre los papeles del conde se encuentra la carta dirigida al emperador y el testamento a favor de Pedro, tú, pobrecilla, y tus hermanas, os quedaréis sin un ochavo, y sí no quieres dar fe a mis palabras cree por lo menos a las personas que entienden de estas cosas; acabo de hablar con Dimitri Onofrievitch, el abogado de la casa, y ha coincidido conmigo en todo cuanto acabo de manifestarte.

— Muy bien me estaría —dijo la princesa—. Ni quería ni quiero nada. —Y arrojando de su regazo al perrito se compuso los pliegues de su falda—. ¡Este es el agradecimiento que siente por las personas que todo lo han sacrificado por él! —añadió—. ¡Admirable! ¡Muy bien! Por mi parte, nada necesito, principe.

— Si, pero tú no eres sola, hay que contar con tus hermanas —replicó el príncipe Basilio. Pero la princesa ni siquiera le escuchaba.

— Sí; hacía no poco tiempo que estaba enterada de todo esto, pero me olvidaba de que nada podía esperar de esta casa, salvo la más negra ingratitud ...

— ¿Sabes o no sabes dónde está este testamento? —preguntó el príncipe Basilio, cuyas mejillas se contrajeron con mayor violencia que antes.

— Sí, he sido una necia; aún creía en los hombres; les quería y me sacrificaba por ellos, pero sólo los cobardes y los perversos triunfan. Sé de dónde proceden estas intrigas.

La princesa hizo ademán de levantarse, mas el príncipe la retuvo de la mano.

— Aún estamos a tiempo. Acuérdate, Katicha, que todo eso fue obra del azar, de un arrebato en el curso de una enfermedad y que luego fue olvidado totalmente. Nuestro deber es, pues, reparar esta debilidad, aliviar sus últimos momentos e impedirle cometer tamaña injusticia. No tenemos que dejarle morir con el remordimiento de haber causado un daño a las personas que ...

— Que todo lo han sacrificado por él —concluyó la princesa, tratando nuevamente de levantarse; pero el príncipe no se lo permitió. No podía en modo alguno darse cuenta de lo que hacía—. No, primo —añadió la princesa dando un suspiro—. Me acordaré siempre que en este mundo nadie tiene que esperar ninguna recompensa; que en este mundo no hay honor ni justicia; que en este mundo, para vivir, hay que ser intrigante y malvado.

— Pero, vamos, sosiégate. Conozco tu buen corazón.

— No; mi corazón es perverso.

— Conozco tu corazón —repitió el príncipe—; tengo en grande aprecio tu amistad y quisiera que tuvieras mejor opinión de mí. Tranquilízate y hablemos sosegadamente, pues aún estamos a tiempo; quizá dentro de veinticuatro horas, tal vez dentro de una hora, ya nada podamos hacer. Cuéntame todo cuanto sepas acerca del testamento y, sobre todo, dime dónde está; tú tienes que saberlo. Lo cogeremos inmediatamente y lo mostraremos al conde. Tengo la seguridad de que no se acuerda ya de él y de que cuando lo vea querrá destruirlo. Por supuesto que te haces cargo que mi único deseo es cumplir fielmente su voluntad; he venido exclusivamente para eso. He venido para ayudaros a vosotras y a él.

— Ahora lo veo bien claro; ya sé quién es el autor de todas estas intrigas —dijo la princesa.

— ¡Pero si no se trata de eso, hija mia!

— Es tu protegida, tu querida princesa Duhretzkaya, esa mujer que ni por doncella quema, esa maldita bruja, esa alma maligna ...

— No perdamos tiempo, créeme.

— ¡Ah, aguarda! El invierno último se introdujo en esta casa y refirió al conde tales infamias acerca de nosotras, especialmente de Sofía, y que me avergonzaría de repetir, que el conde cayó enfermo y estuvo dos semanas sin querer ni siquiera vernos. Fue entonces, lo sé muy bien, cuando escribió ese infecto papel, ese maldito papel que se me antojaba no servía para nada.

— ¿Lo estás viendo? ¿Por qué no me hablaste antes de él, por qué no me explicaste todo eso? ¿Dónde está?

— En la cartera de cuero que guarda debajo de la almohada. Ahora ya lo sé —dijo la princesa sin desprenderse de su mania—; si algún pecado, un gran pecado, me remuerde la conciencia es el odio que siento por esta bruja—. La princesa estaba demudada—. ¿Y por qué vino aquí? Pero yo lo diré todo, todo. ¡Ya llegará la hora!

Capítulo XIX

El coche, en cuyo interior viajaba Ana Mikhailovna y Pedro, a quien mandaron a buscar, entró en el patio de la casa del conde Bezukhov. En el salón y en la habitación de las princesas, la conversación en voz baja no decrecía ni un instante. Cuando las ruedas del vehículo rodaron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañero palabras de consuelo y al advertir que éste se había dormido durante el trayecto, lo despertó.

Pedro se desperezó, bajó del coche después de Ana Mikhailovna y sólo entonces pensó en la entrevista que iba a celebrar con su agonizante padre, y siguió en pos de Ana Mikhailovna. Ésta subía prontamente la escalera débilmente iluminada y se detuvo para esperar a Pedro, que acababa de alcanzar el rellano de la escalera.

— ¡Ay, hijo mío! —exclamó con el mismo gesto que había usado por la mañana al hablar con su hijo. Y, dándole un suave golpecito en la mano, añadió—: Puedes creer que padezco tanto como tú; pero tienes que ser un hombre.

— Pero ... ¿de veras tengo que ir? —Preguntó Pedro mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a través de sus lentes.

— ¡Ay, amigo mío!, echa al olvido todo el daño que hayan podido causarte; piensa que es tu padre ... que tal vez esté ya en la agonía. —Y añadió, dando un suspiro—; Tan pronto te conocí te quise ya como a un hijo. Ten confianza en mí; no dejaré abandonados tus intereses.

Pedro seguía sin comprender nada, y, convencido, una vez más que todo aquello no podía suceder de otro modo, obedeció a Ana Mikhailovna que ya había abierto la puerta.

Ésta daba a la antesala, donde el viejo criado de las princesas, sentado en un ángulo de la misma, hacia calceta. Pedro no había estado nunca en aquella parte del palacio y ni siquiera sospechaba la existencia de aquellas habitaciones.

Del corredor pasaron a un salón un poco oscuro, que comunicaba con otro que era donde el conde solía recibir las visitas. Al verlos el criado y un sacristán, que llevaba un incensario, salieron de puntillas sin concederles la menor atención. Entraron por último en el salón de recibo que Pedro reconoció por dos ventanas italianas que daban al jardín de invierno, un gran busto y un retrato de Catalina, de tamaño natural.

En el salón, las mismas personas estaban sentadas en las mismas actitudes y hablaban en voz baja. Todo el mundo guardó silencio para mirar a Ana Mikhailovna, con su rostro pálido y tristón, y al corpulento Pedro que la seguía dócilmente con la cabeza gacha.

El rostro de Ana Mikhailovna expresaba la convicción de que había llegado el momento decisivo. Con el continente de una pequeña burguesa atareada, entró en el salón sin dejar a Pedro. Y se aproximó al doctor.

— Querido doctor, este joven es hijo del conde ... ¿No queda ninguna esperanza?

El doctor alzó en silencio los ojos y con rápido gesto se encogió de hombros.

Ana Mikhailovna hizo lo propio y levantó los ojos de forma semejante; luego, los cerró, lanzó un suspiro y alejándose del doctor se acercó a Pedro a quien se dirigió con singular respeto y melancólica ternura.

— Ten confianza en su misericordia —dijo. Y señalando el pequeño diván para que se quedara alli sentado se dirigió cautelosamente hacia la puerta, que era el blanco de los ojos de todos, y desapareció cerrándola tras de sí.

Pedro, resuelto en todo y por todo a obedecer a su guía, encaminóse al pequeño diván que le había indicado. No bien húbose marchado Ana Mikhailovna, se dio cuenta de que las miradas de todos los presentes estaban fijas en él con más curiosidad que compasión.

Observó que todos cuchicheaban y le señalaban con los ojos con una mezcla de temor y de prevención.

Habían transcurrido escasamente dos minutos cuando el príncipe Basilio, revestido con la túnica de las tres condecoraciones, la cabeza erguida y el continente majestuoso, entró en el salón. Se le acercó, le tomó la mano — lo que jamás había hecho— y tiró de ella hacia abajo cual si quisiera probar su resistencia.

— ¡Ten ánimo, hijo mío! Ha pedido verte. Es conveniente que ... —e hizo ademán de marcharse; pero Pedro juzgó necesario interrogarle.

— ¿La enfermedad ...? —mas, no acertando si tenía que decir del agonizante, del conde o de mi padre, se detuvo avergonzado.

— No hace aún media hora que le ha sobrevenido otra crisis. Otro ataque ... Valor, amigo mío ...

El príncipe Basilio fue a decir algunas palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la puerta de la habitación del enfermo. Tras de él entró la mayor de las princesas y luego los clérigos, los chantres y los criados. Un continuo rumor llegaba de detrás de aquella puerta; por último, siempre con la misma palidez en el rostro pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Ana Mikhailovna, la cual, después de tocar suavemente la mano de Pedro, le dijo:

— La bondad divina es infinita. Va a comenzar la ceremonia de la extremaunción. -Pedro avanzó por la alfombra y pasó la puerta, advirtiendo entonces que el ayudante de campo, la señora desconocida y algunos criados entraban detrás de él.

Capítulo XX

Las paredes cubiertas de tapices, el suelo de alfombras, los cuadros caros en las paredes, recordaban a Pedro muchas cosas. Conocía todo aquello demasiado bien. Recordaba ...

Más allá de las columnas había en un lado un gran lecho de caoba con tálamí y cortinas de seda, y en el otro un gran aparador lleno de iconos. Toda esta parte aparecía iluminada a giorno, igual que las iglesias en los Oficios vespertinos. En el marco de luz de la vitrina había una butaca a lo Voltaire, con el respaldo guarnecido de almohadones blancos como la nieve, que, evidentemente, acababan de ser puestos, pues ni la más leve arruga aparecía en su lisa superficie. En este profundo asiento yacía arropada hasta la cintura con un cobertor verde claro, aquella vieja figura de Pedro tan bien conocida: su padre, el conde Bezukhov. Era ciertamente el mismo, con sus grises crines leoninas, su frente despejada, surcada de profundas arrugas, y su rostro afable, de una rojiza lividez. Estaba medio incorporado ante los iconos. Sus manos, largas y huesudas, descansaban sobre el cubrecama. Entre el índice y el pulgar de la mano derecha tenía colocado un cirio que sostenía un viejo criado algo inclinado detrás del respaldo de la butaca. En torno de ésta los curas, revestidos con sus brillantes hábitos sacerdotales, con sus luengas cabelleras y con sendos cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Las dos princesas más jóvenes permanecían un poco más atrás, con el pañuelo en los ojos, y algo más adelante, Katicha, la mayor, que, con aspecto resuelto y agresivo, no quitaba los ojos de los iconos, como queriendo significar que no respondería de sí misma si, por desgracia, volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su porte de resignada tristeza y de benevolencia para con todo el mundo, habíase quedado cerca de la puerta con la señora desconocida.

Detrás estaban el ayudante de campo, el doctor y los criados. Las mujeres formaban, igual que en el templo, grupo aparte.

La más pequeña de las princesas, aquella que tenía un lunar y que tan fácilmente rompía a reír, fijó los ojos en Pedro. Sonrió y cubrióse el rostro con el pañuelo, y así se estuvo durante un buen rato.

Mediada la ceremonia, las voces de los oficiales dejaron súbitamente de oírse. Los sacerdotes decíanse entre sí algo en voz baja. El viejo criado que sostenía la mano del conde, se levantó y se dirigió hacia las señoras. Ana Mikhailovna se acercó, e inclinándose por detrás del respaldo, sobre el enfermo, hizo con el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico francés no aguantaba cirio alguno y permanecía reclinado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra comprender toda la importancia del acto que presencia y que incluso lo aprueba. Con paso imperceptible, de hombre que está en la plenitud de sus fuerzas, se aproximó al paciente, le cogió la mano que tenía libre encima del cubrecama verde y, con actitud pensativa, tomó con sus dedos blancos y finos el pulso del enfermo.

Cesaron los cantos religiosos y se oyó luego la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepción de los Sacramentos. Éste permanecía medio tendido, inmóvil y como exánime.

Los médicos, las princesas y los criados habían arropado de tal modo al enfermo, que Pedro no podía ya divisar la rojiza cabeza de grises cabellos que, no obstante el espectáculo de los asistentes al acto, no se borró ni un momento de su ánimo durante toda la ceremonia.

— Cógeme de la mano para que puedas sostenerlo bien —llegaba a sus oídos el atemorizado cuchicheo de un doméstico—. Más abajo ... todavía más abajo ... continuaban diciendo las voces. Y los suspiros reprimidos y el rumor de pasos se hicieron precipitados, como si la carga que llevaba fuera superior a lo que sus fuerzas les permitían.

Ana Mikhailovna formaba parte del grupo de portantes. Por un momento, por entre los hombros y las cabezas de los hombres, que estaban muy cerca de Pedro, se le apareció a éste el pecho fuerte y robusto, los anchos hombros del enfermo, levantado por los hombres que lo llevaban en andas, y la cabeza leonina, gris y ensortijada.

Hubo por un momento mucho ajetreo en tomo a la gran cama. Los hombres que habían transportado al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: Ven. Pedro se adelantó con Ana hacia el lecho en que yacía el enfermo con una actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna relación con el Sacramento que acababan de administrarle.

Al acercársele Pedro, el conde le miró con fijeza, con una de aquellas miradas cuyo sentido e importancia no puede el hombre comprender.

Pedro se detuvo sin saber qué hacer y con ademán interrogador volvióse hacia Ana Mikhailovna, su guia. Ésta le indicó rápidamente con los ojos la mano del enfermo, haciendo al mismo tiempo ademán de besarla. Pedro, andando con mucho cuidado para no enredarse con la colcha, siguió el consejo y puso sus labios en la mano del moribundo. De pronto, una especie de estremecimiento sacudió los músculos entumecidos y las profundas arrugas del rostro del conde. El temblor aumentó y se le torció la boca, por lo que Pedro se dio cuenta entonces de que su padre estaba a las puertas de la muerte; y de la boca deformada salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente los ojos del enfermo, tratando de adivinar lo que queria.

— Seguramente quiere volverse del otro lado —murmuró el doméstico, levantándose para volver el pesado cuerpo del conde de cara a la pared.

Pedro se levantó para ayudar al criado.

Una vez hubieron vuelto el enfermo de cara a la pared, dio un suspiro.

— Esta amodorrado —dijo Ana Mikhailovna al darse cuenta de que entraba la princesa a relevarla—. Vámonos. —Y salió con Pedro.

Capítulo XXI

El retrato de Catalina, colgado de la pared, parecía contemplar al príncipe Basilio y a la mayor de las princesas, que sentados bajo aquél, solos en el salón de las visitas, charlaban animadamente. Tan pronto como se dieron cuenta de la presencia de Pedro y de su acompañante, guardaron silencio. A Pedro le pareció que la princesa ocultaba algo. En voz baja le dijo al príncipe:

— No puedo ver a esta mujer.

— Katicha ha hecho servir el té en el saloncito —dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna—. Vete a tomar algo, hija mía, o vas a desmayarte. A Pedro nada le dijo, pero le estrechó la mano con efusión. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en el saloncillo.

Todos cuantos habían permanecido aquella noche en el salón del conde Bezukhov se hallaban reunidos en derredor de la mesa, con objeto de reponer las fuerzas. Pedro se acordaba muy bien de aquel saloncito redondo lleno de espejos y mesitas. Cuando se daban bailes en casa del conde, a Pedro, que no sabía bailar, le gustaba instalarse en él y observar a las damas, con sus trajes de noche y perlas y diamantes refulgiendo en sus hombros desnudos.

A pesar de que le acuciaba el apetito, Pedro ni siquiera probó bocado. Volvióse con ademán interrogador hacia su guia y en aquel momento la sorprendió encaminándose de puntillas al salón donde se habían quedado el principe Basilio y la mayor de las princesas. Supuso Pedro que todo aquello era necesario y, a poco, la siguió. Ana Mikhailovna estaba al lado de la princesa y ambas hablaban en voz baja con dolorido acento:

— Tenga usted la seguridad, princesa, que sé muy bien lo que es conveniente y lo que no lo es —dijo la princesa, que se mostraba tan agitada como cuando pasó Ana por delante de la puerta de su habitación.

— Pero, querida princesa —decía a un tiempo con suavidad y obstinación Ana Mikhailovna, obstruyendo a la princesa el paso a la habitación del enfermo—, ¿no cree usted que le será muy doloroso al pobre tío, precisamente en este momento en que tan necesario le es el reposo? Hablarle ahora de un asunto tan terrenal cuando su alma está ya preparada ...

El príncipe Basilio permanecía sentado en su actitud familiar, con las piernas cruzadas; sus mejillas estaban congestionadas y cuando se agachó pareció que su cuerpo cobraba mayor volumen.

— Vamos, querida Ana Mikhailovna, deja a Katicha hacer lo que guste. Bien sabes que el conde la aprecia mucho.

— Ignoro el contenido de este sobre —dijo la princesa, dirigiéndose al príncipe Basilio y mostrándole la cartera que tenía en la mano—. Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene guardado en su escritorio y que éste no es más que un papel olvidado ...

Quería engañar a Ana Mikhailovna, pero ésta lo advirtió y, al tiempo que le cerraba nuevamente el paso, intervino prontamente, diciéndole:

— Ya lo sé, querida princesa — y con estas palabras agarró tan fuertemente la cartera que a las claras veíase que no la soltaría fácilmente. Y prosiguió: — Por favor, querida princesa, apiádese usted del conde ... Piense usted que va ...

La princesa no respondió palabra. No se oía sino el rumor de la esforzada lucha para apoderarse de la cartera. Ana mantenía vigorosamente aferrada la cartera, pero no por ello dejaba su voz de conservar la calma y la dulzura.

— Pedro, hijo mío, acércate. No eres, a mi parecer, ningún extraño en el consejo de familia, ¿no es cierto, príncipe?

— Pero, ¿por qué te callas, primo? —exclamó de pronto la princesa con un grito tan agudo que se oyó en el saloncillo y asustó a todo el mundo—. ¿Por qué callas cuando bien sabe Dios quién es el que se afana en organizar escenas en el umbral de la puerta de un moribundo? ¡Intrigante! —añadió con acento colérico, tirando de la cartera con todas sus fuerzas ...

Sin embargo, Ana Mikhailovna retrocedió algunos pasos y no la soltó.

— ¡Oh! —exclamó el príncipe con tono de asombro y reconvención, levantándose—. ¡Esto es ridiculo! Vamos, por favor, soltadla. Así lo hizo la princesa.

— Y tú también.

Ana Mikhailovna no le obedeció.

— Te repito que la sueltes; la responsabilidad es mía. Yo mismo entraré, y preguntaré. Yo mismo ... ya me comprendes ... Esto os bastará.

— Príncipe, por favor —dijo Ana Mikhailovna—, después de un sacramento tan solemne hay que dejarle descansar un instante. Aquí está Pedro. Di tu parecer —añadió, dirigiéndose al joven que se acercaba a ellos y contemplaba con asombro el rostro encolerizado de la princesa, que había abandonado ya todas las fórmulas corteses, y las trémulas mejillas del principe Basilio.

— Ten presente que te hago responsable de las consecuencias que puedan sobrevenir —advirtió severamente el príncipe Basilio—. No sabes lo que te haces.

— ¡Mala mujer! —exclamó la princesa, arrojándose de improviso sobre Ana Mikhailovna y apoderándose de la cartera.

El príncipe Basilio bajó la cabeza y abrió los brazos. En aquel momento, la puerta, aquella terrible puerta que era objeto de la atención de Pedro y que generalmente se abría con gran parsimonia, se abrió ruidosamente de par en par y dio con fuerza contra la pared.

La más pequeña de las princesas apareció en el umbral y, palmoteando, exclamó:

— ¿Qué estáis haciendo? —gritó desesperadamente—. Se está muriendo y me dejáis sola con él.

La mayor de las princesas soltó la cartera. Ana Mikhailovna se agacho rápidamente y cogiendo el objeto de la disputa corrió hacia el dormitorio. La mayorazga y el príncipe Basilio que habia recobrado ya su serenidad, fueron en pos de ella.

Al día siguiente por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a Pedro:

— Sí, hijo mío, ha sido una gran pérdida para todos. No me refiero a tí, porque Dios te ayudará; eres joven y, si no estoy equivocada, en posesión de una inmensa fortuna. El testamento no ha sido abierto todavia.

Pedro calló.

— Quizá más adelante te explicaré, hijo mío, lo que aquí hubiera pasado de no haber estado yo presente. Ya sabes que todavia anteayer el tío me prometió acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decir nada. Espero, hijo mío, que cumplirás el deseo de tu padre.

Pero Pedro nada comprendió y, silencioso y sofocado, miró discretamente a la princesa Ana Mikhailovna. Después de haber hablado con Pedro, Ana Mikhailovna se marchó a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana siguiente, cuando se levantó, refirió a los Rostov y a todas sus amistades los detalles de la muerte del conde Bezukhov. Y en cuanto a la conducta de la princesa Katicha y el príncipe Basilio la criticaba duramente, pero en voz baja, casi al oido y bajo promesa de que guardaran todos el secreto.

Capítulo XXII

La vida no se alteraba jamás en la casa del príncipe Nicolás Andreíevitch, a pesar de que en la vieja mansión de Lisia-Gori se esperaba de un dia a otro la llegada del príncipe Andrés y su mujer.

Desde que, reinando todavía Pablo I, había sido relegado a sus posesiones, el generalísimo príncipe Nicolás Andreievitch, a quien la sociedad rusa designaba con el sobrenombre de rey de Prusia, no se había movido de Lisia-Gori con su hija la princesa María y la dama de compañía, señorita Bourrienne. A partir del advenimiento del nuevo reinado habíasele concedido permiso para trasladarse a las dos capitales, pero él continuaba en el campo entregado a su vida de reposo, diciendo que no necesitaba nada de nadie, pero que, no obstante, sí, alguien precisaba de su ayuda o consejo recorrería las 150 verstas que separan Moscú de Lisia-Gori. Sostenía, que los vicios humanos arrancan de dos fuentes: la ociosidad y la superstición, y que sólo existen dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Él mismo se ocupaba de la educación de su hija y para fomentar en ella esas dos virtudes capitales, le dio hasta los veinte años lecciones de álgebra y geometría y distribuyó su vida en una serie ininterrumpida de tareas. Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los criados, el príncipe era riguroso y terriblemente exigente, de tal modo que sin ser un hombre malvado inspiraba un temor y respeto tales que difícilmente hubiera podido despertar el hombre más cruel. La mañana de la llegada del joven matrimonio, la princesa María entró, como de costumbre, en el despacho a la hora precisa para el saludo matinal; se persignó temerosa y rezó interiormente. Todos los dias entraba y todos los días rezaba para que la entrevista transcurriera sosegadamente. El viejo criado empolvado, que estaba en el despacho, se levantó sin hacer ruido y acercándose a la puerta dijo en voz baja: Adelante.

Oíase detrás de la puerta el zumbido del torno. La princesa empujó tímidamente aquélla, que se abrió con suavidad, y se detuvo en el umbral.

— Tengo una carta para ti —sacándole de un bolso que tenía sujeto a la mesa un sobre escrito con mano femenina.

A l advertir la letra, el rostro de la princesa se arreboló y, presurosa, cogió la carta.

— ¿Es de tu Eloísa? —preguntó el principe, descubriendo con una fría sonrisa los dientes amarillentos pero fuertes todavía.

— Sí. Es de Julia —repuso la princesa mirando y sonriendo, con timidez.

— Te daré aún otras dos, pero la tercera la leeré —dijo severamente el príncipe—. Mucho me temo que no os escribís más que sandeces. Sí, la tercera la leeré.

— Lee ésta, papá —dijo la princesa, sonrojándose aún más y tendiéndole la carta.

— Te he dicho que la tercera —replicó el príncipe, desechando la carta. Y reclinándose en la mesa hojeó el cuaderno ilustrado con figuras geométricas—. Pues bien, señorita —comenzó diciendo el viejo, inclinándose sobre el cuaderno, al lado de su hija—. Pues bien, señorita, estos triángulos son iguales: fíjate en el ángulo A B C ...

La princesa miraba atemorizada los ojos brillantes de su padre; unas manchas rojizas aparecian y desaparecían en su rostro; advertíase claramente que nada entendía y que, por explícitas que fuesen las indicaciones de su padre, el miedo le impedía comprender. ¿De quién era la culpa, del profesor o del discípulo?

La princesa equivocó la respuesta.

— ¡Vamos, qué torpe eres! —exclamó el principe, apartando violentamente el cuaderno y volviéndose rápidamente. Pero en seguida se levantó, se puso a pasear por la habitación, acarició los cabellos de la princesa y se sentó nuevamente. Aproximóse a la mesa y prosiguió la explicación.

— No puede ser, princesa, no puede ser —dijo cuando la princesa, terminada la lección, hubo cerrado el cuaderno y estaba a punto de marcharse—. Las matemáticas tienen una gran importancia, hija mía; no quiero que te parezcas a nuestras damas, que son todas unas necias. No te preocupes; ya te irás acostumbrando y ya verás como por fin te sacudes esta torpeza.

La princesa hizo ademán de marcharse, pero el príncipe la retuvo con un gesto y cogió de encima de la mesa un libro nuevo con las páginas todavía sin cortar.

— Ten, tu Eloísa te envía esto, La clave del misterio; es un libro religioso y yo nada tengo que ver con ninguna religión. Ya lo he hojeado: tómalo. Y ahora, ya puedes irte —y dándole un golpecito en los hombros cerró suavemente la puerta tras de ella. La princesa María encaminóse de nuevo hacia su habitación con la expresión triste y temerosa que rara vez la abandonaba y que afeaba aún más su rostro enfermizo y poco agraciado.

Capítulo XXIII

A través de las puertas, en el otro gabinete, se oian las notas musicales de una sonata. En el vasto salón, situado al otro extremo de la casa, el criado, sentado, escuchaba los ronquidos del príncipe.

En aquel momento, un coche y una britchca se detuvieron ante la puerta principal; el príncipe Andrés descendió del vehículo, tendió la mano a su mujer para ayudarla a bajar y le indicó que pasara adelante. Desde la puerta del gabinete de trabajo, Tikhon, tocado con una peluca gris, anunció con voz queda que el príncipe dormía, y volvió a cerrar rápidamente la puerta. Sabía Tikhon que ni la llegada del hijo, ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuera, había de ser motivo para alterar la costumbre establecida. El príncipe Andrés lo sabia, al parecer, como el criado; consultó el reloj para cerciorarse de que las costumbres de su padre no habían sufrido modificación alguna desde la última vez que se vieron, e informado respecto a este punto, se dirigió a su mujer.

— Despertará dentro de veinte minutos; vamos, entretanto, a ver a la princesa María.

— ¡Esto es un verdadero palacio! —dijo a su marido mirándole con la misma expresión con que felicita uno a un anfitrión por la magnificencia del baile que da—. ¡Vamos, de prisa, de prisa! ... —Y volvíase sonriente hacia Tikhon, su marido y el criado que los acompañaba.

— ¿Es María la que hace ejercicios? Caminemos en silencio y le daremos una sorpresa.

El príncipe Andrés iba en pos de ella con una expresión triste y melancólica.

— Has envejecido, Tikhon —dijo al viejo servidor al besarle éste la mano.

Cuando hubieron llegado ante la puerta de la habitación donde se oía el clavicémbalo, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa, la señorita Bourrienne, que parecía estar loca de contenta.

— ¡Oh, qué alegría tendrá la princesa; —exclamó— . Voy a avisarle.

— No, no, por favor ... ¿Usted es la señorita Bourrienne, verdad? Me parece ya conocerla por la amistad que le profesa mí cuñada —repuso la princesa, besando a la señorita de compañía—. ¡Qué sorpresa tendrá!

Acercáronse a la puerta del saloncito, a través de la cual se oía el pasaje repetido una y otra vez. El príncipe Andrés se detuvo y, como si algo desagradable le sucediera, dibujóse una mueca en su rostro.

Entró la princesa. El pasaje musical se interrumpió bruscamente, oyóse un grito, el caminar cansino de la princesa María y un rumor de besos. Cuando entró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, que no se habían visto desde el matrimonio de aquél, continuaban besándose, sin que ninguna quisiera desprenderse de los brazos de la otra.

El príncipe Andrés besó a su hermana y le dijo que continuaba siendo la llorona de siempre. La princesa María se volvió y, a través de las lágrimas, las tiernas y cariñosas miradas de sus hermosos ojos que en aquel momento eran grandes y esplendentes, se posaron en el rostro de su hermano. La princesa no cesaba de hablar.

La princesa relató un accidente que le sobrevino en el monte Spaskaía y que, dada la situación, hubiera podido acarrearle fatales consecuencias. Refirió luego que se había dejado todos los vestidos en San Petersburgo y que sólo había traído casi lo puesto. Interrumpiendo el relato de una de las últimas fiestas de San Petersburgo, María se dirigió a su hermano:

— ¿Marcharás a la guerra, Andrés? —preguntó, dando un suspiro.

A su vez, Lisa también se estremeció.

— Mañana mismo —repuso el hermano.

— Tan fácil como le hubiera sido ascender, y me abandona aquí. Dios sabe por qué ... Siguiendo el hilo de sus pensamientos, la princesa María, sin parar mientes en lo que se decía, se dirigió a su cuñada mirándole tiernamente el talle.

— ¿Es de veras? —preguntó.

El rostro de la princesa se trasmudó.

— ¡Oh, sí, de veras! —repuso—. ¡Ah, es terrible! Los labios de Lisa temblaban. Acercó su rostro al de su cuñada y rompió a llorar de nuevo.

— Necesitas descansar, ¿verdad, Lisa? —dijo el príncipe Andrés, frunciendo el entrecejo—. Vete con ella y yo iré a ver a nuestro padre. ¿Cómo se encuentra? ¿Siempre igual?

— Exactamente igual. No sé cómo te parecerá a ti —añadió la princesa, echándose a reír.

— ¿El mismo horario, los mismos paseos por los caminos y el torno? —inquirió el principe Andrés con una sonrisa imperceptible, que demostraba que, a pesar del amor y respeto que profesaba a su padre, se hacía cargo de sus flaquezas.

— Las mismas horas y el torno y, además, las matemáticas y mis lecciones de geometría —replicó alegremente la princesa María, como si esas lecciones de geometría fueran de lo más divertido de su existencia.

Transcurridos que fueron los veinte minutos que faltaban para que el príncipe se despertara, vino Tikhon en busca del príncipe Andrés para acompañarlo a donde estaba su padre.

El príncipe vestia a la moda antigua y se empolvaba. En el momento en que el príncipe Andrés entró en la habitación de su padre, el anciano estaba sentado ante el tocador en una butaca de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, entregaba su cabeza a los cuidados de Tikhon.

— ¿Qué hay, guerrero? ¿Te vas a zurrar a Bonaparte? —exclamó el viejo, moviendo la cabeza empolvada cuanto se lo permitía la trenza que Tikhon tenia sujeta entre sus manos—. Sí, sí, no lo sueltes, pues, de lo contrario, muy pronto seríamos todos súbdítos suyos. Buenos días. —Y le tendió la mano.

La siesta a que se entregaba antes de la comida tenía la virtud de ponerlo de buen humor. Nada respondió al tema de conversación predilecto del viejo príncipe: la bufa que se hacía de los militares de entonces y, sobre todo, de Bonaparte.

— Pues si, padre, he venido con mi mujer, que está encinta —dijo el príncipe Andrés, siguiendo con miradas respetuosas cada uno de los movimientos del rostro de su padre—. ¿Y tú, cómo te encuentras?

— Amigo mío , sólo los necios o los depravados se encuentran mal, y como tú sabes que desde la mañana hasta la noche trabajo con tiento y moderación, huelga decir que mi estado de salud es perfecto.

— ¡Loado sea Dios! —repuso el hijo sonriendo ...

— Nada tiene que ver Dios en todo esto. — Y volvió a su monomanía—. Y ahora, explícame cómo los alemanes nos han enseñado a derrotar a Bonaparte, según una nueva ciencia que vosotros llamáis estrategia.

— Permítame, padre, que me reponga un poco —dijo Andrés con una sonrisa que demostraba que el flaco de su padre no era obstáculo para que lo amase y respetase—. Todavía están por abrir las maletas.

— Lo mismo da —replicó el anciano, sacudiendo la pequeña trenza para comprobar la perfección con que había sido hecha, y tomando la mano de su hijo—. La habitación de tu mujer está lista; la princesa Maria la acompañará y la instalará en ella; las mujeres no tienen más remedio que charlar continuamente. Me alegra mucho verla. Siéntate y cuéntame. Comprendo la maniobra de Michelson y hasta la de Tolstoi ... El desembarco simultáneo ... ¿Qué hará entónces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿qué se propone hacer? —añadió levantándose y paseando de un extremo a otro de la habitación, seguido de Tikhon, que corría en pos de él dándole las diferentes prendas de su indumento—. ¿Qué va a hacer Suecia? ¿Cómo atravesarán la Pomerania?

A estas preguntas de su padre, comenzó el príncipe Andrés a exponer los planes de campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero animándose luego involuntariamente y mezclando, como tenía por costumbre, el ruso con el francés.

Capítulo XXIV

Su nuera, la princesa Maria y la señorita Bourrienne le estaban esperando, casi sin pronuncíar palabra. Llegó con la puntualidad acostumbrada, empolvado, perfumado, y a la hora exacta; los ojos del príncipe fueron directamente a los de su arquitecto, que aguardaba también.

Al príncipe, que en su vida ordinaria tenía muy en cuenta la distinción de órdenes y clases y que rara vez sentaba a su mesa a funcionarios importantes, se le ocurrió de pronto probar, valiéndose del arquitecto Miguel Ivanovitch, que se sonaba tímidamente con un pañuelo a cuadros, que todos los hombres son iguales, y con frecuencia decía a su hija que él no era en nada inferior a ellos. En la mesa, pues, el principe se dirigía preferentemente al silencioso Miguel Ivanovitch.

En el comedor, muy alto de techo, como todas las habitaciones de la casa, los familiares aguardaban en píe, detrás de las sillas correspondientes, la entrada del príncipe. Entretanto, el principe Andrés examinaba un gran cuadro con marco dorado, desconocido para él, en el que figuraba el árbol genealógico de los príncipes Bolkonsky. El príncipe Andrés, bajando la cabeza y disimulando la risa, contemplaba aquel árbol genealógico con la actitud del que mira un retrato que le hace a uno sonreírse por la semejanza.

— Evidentemente, esto es cosa suya —dijo a la princesa María, que se acercaba a él.

La princesa miró extrañada a su hermano sin comprender de qué se sonreía. Todo cuanto hacía su padre era por ella admirado y, a su juicio, no podía ser objeto de discusión.

— Todos tenemos nuestro talón de Aquiles —prosiguió el príncipe Andrés—. ¡Caer con su talento en tamaño ridículo ...!

No llegaba la princesa María a comprender la osadía del juicio de su hermano, y cuando se disponía a contestarle, oyóse del lado del gabinete el rumor de los pasos esperados. El principe entró imperiosamente, alegre como siempre, como si quisiera contrastar con sus maneras un tanto vehementes el severo orden que reinaba en la casa. Acarició la cabeza de la princesa y luego, con un torpe movimiento, le dio un golpecito en la nuca.

— Estoy muy contento, muy contento —dijo; y mirándola fijamente una vez más, se alejó de ella presurosamente y se sentó en su silla—. ¡Siéntese, Miguel Ivanovitch! —Luego señaló un sitio cerca de él para su nuera. El criado separó la silla de la mesa—. ¡Oh, oh, mucha prisa os habéis dado! —dijo el anciano mirándole el deformado talle. Su boca reía, fría, áspera y desagradablemente, pero no sus ojos—. Hay que caminar mucho; caminar tanto como se pueda —añadió.

La princesa no oyó o no quiso oír estas palabras. El príncipe le habló de su padre, y la princesa comenzó entonces a hablar y sonreírse. Le preguntó por sus comunes amistades, y la princesa, animándose poco a poco, empezó a contarle las anécdotas y chismes de la ciudad.

— La pobre condesa Apratchin ha perdido a su marido y está desconsolada —decía animándose cada vez más. A medida que iba recobrando aliento, el príncipe la miraba con más acentuada severidad, y, de pronto, como si ya la hubiera examinado lo bastante para saber a qué atenerse respecto de ella, volvióse y se dirigió a Miguel Ivanovitch.

— Pues sí, señor Miguel Ivanovitch. Bonaparte lo va a pasar muy mal. El príncipe Andrés —siempre hablaba de su hijo en tercera persona— me ha dado cuenta de las fuerzas terribles que se reúnen contra él. ¡Y tú y yo que siempre lo habíamos considerado una nulidad ...!

Miguel Ivanovitch, que ignoraba en absoluto que tú y yo hubiesen pronunciado tales palabras acerca de Bonaparte, pero que las juzgaba necesarias como introducción a la conversación predilecta del príncipe, miró asombrado al príncipe Andrés, no alcanzando a comprender a dónde quería ir a parar el viejo.

— ¡Oh, es un gran táctico! —dijo el príncipe a su hijo, señalando al arquitecto.

Y la conversación giró de nuevo sobre la guerra, sobre Bonaparte, sobre los generales del día y los hombres de Estado. El príncipe Andrés toleraba alegremente las chanzas de su padre acerca de los hombres nuevos y divertíase visiblemente en escucharlo y excitarlo.

— Todas las cosas de antes te parecen excelentes —dijo—; ¿acaso el mismo Suvarov no cayó en la celada que le urdió Moreau y no supo cómo salirse de ella?

— ¿Quién ha dicho tal cosa? ¿Quién lo ha dicho? —exclamó el príncipe—. ¡Suvarov! -Y apartó el plato con tanta violencia, que Tikhon casi lo cogió al vuelo—. ¡Suvarov! ... Reflexiona ... principe Andrés: sólo ha habido dos: Federico y Suvarov ... ¿Moreau? ... Moreau hubiera caído prisionero si Suvarov hubiese tenido las manos libres, pero tenía a su espalda a los Hof-kriegs-wurtschapsrath, de los que ni el mismo diablo hubiera podido deshacerse. ¡Ya me diréis quiénes son los Hof-kriegs-wurtstchapsrath! Si ni Suvarov pudo con ellos, ¿cómo se las va a arreglar, pues, Miguel Kutusov? No, amigo mío, no bastan contra Bonaparte nuestros generales; hay que echar mano de generales franceses que combatan contra los suyos. Han enviado a un alemán, Pahlen, a América, a Nueva York, para recabar los servicios del francés Moreau —añadió, aludiendo a la invitación hecha aquel año a Moreau de incorporarse al ejército ruso—. ¡Todo esto son milagros! ... ¿Eran acaso alemanes los Potemkin, los Suvarov y los Orlov? No, amigo mío; o todos os habéis vuelto locos o soy yo quien lo está. Que Dios os proteja, pero ya volveremos a hablar de ello. A vuestro juicio, Bonaparte se ha convertido en un gran general. ¡Bah!

- No sostendré que todas sus órdenes sean aceptadas —replicó el príncipe Andrés—, pero no acabo de comprender por qué enjuicias de este modo a Bonaparte. Ríete cuanto te plazca, pero, sea como fuere, Bonaparte es un gran general.

— Miguel Ivanovitch —dijo el viejo príncipe al arquitecto, que, atareado con el asado, abrigaba la confianza de que le hubieran olvidado—, he dicho y repetido que Bonaparte es un gran táctico y ya ves que también él coincide conmigo.

— No cabe duda, excelencia —repuso el arquitecto.

El príncipe volvió a reír de la manera fría que solía hacerlo.

— Bonaparte ha nacido con el uniforme puesto. Sus soldados son excelentes aun cuando de momento únicamente se ha batido contra los alemanes, a los cuales sólo los haraganes no han podido derrotar. Desde que el mundo existe, los alemanes han sido siempre derrotados y ellos no han vencido a nadie, excepto a si mismos. Es a su costa como Bonaparte ha labrado su gloria.

Y el príncipe comenzó a discutir todos los errores que, según él, había cometido Bonaparte en el curso de sus diferentes campañas y hasta en los asuntos de Estado.

— Te figuras que soy un viejo y que nada entiendo de estas cosas —concluyó—, y no te das cuenta de que no tengo otro pensamiento que éste. Ni siquiera por las noches dejo de meditarlas. En fin, ¿donde está tu general? ¿Dónde ha demostrado su talento?

— La explicación sería demasiado larga —repuso el hijo.

— Dios te proteja a ti y a tu Bonaparte. Señorita Bourrienne, he aqui a otro admirador de su picaro emperador.

— Bien sabe usted, príncipe, que yo no soy bonapartista.

Quizá no volverá —canturreó el príncipe con voz de falsete, y, dando rienda suelta a su risa, se levantó de la mesa.

Mientras duró la discusión y hasta la terminación de la comida, la princesita no dijo ni una palabra y, atemorizada, tan pronto miraba a la princesa María como a su suegro. Al levantarse todos de la mesa, cogió a su cuñada de la mano y se la llevó a otra habitación.

Capítulo XXV

Como siempre, tampoco aquella vez modificó sus costumbres, y después de cenar, el viejo príncipe se retiró a sus habitaciones, a pesar de que su hijo, el príncipe Andrés, partía al día siguiente por la noche. La princesita se encontraba en la habitación de su cuñada. El príncipe Andrés, con traje de viaje, sin charreteras, preparaba en su habitación el equipaje con la ayuda del criado. Después de inspeccionar personalmente el carruaje y vigilar la instalación de las maletas, dio orden de enganchar. No quedaban en la habitación más que unos cuantos objetos de uso personal que el principe Andrés tenía que llevarse consigo.

Al oír rumor de pasos en el vestíbulo, retiró rápidamente las manos de su espalda, detúvose al lado de la mesa, como si colocara la arquilla dentro del estuche, y recobró su expresión habitual, serena e impenetrable. Era el lento caminar de la princesa María.

— Me han dicho que habías dado orden de enganchar —dijo con voz jadeante—. ¡Tanto como hubiese deseado tener una conversación a solas contigo! ¡Dios sabe cuánto tiempo pasaremos sin vernos! ¿Te disgusta que haya venido? Has cambiado mucho, Andriuscha —añadió, como queriendo justificar sus preguntas.

Al llamar a su hermano por su diminutivo, la princesa María sonrió.

— ¿Dónde está Lisa? —preguntó el príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.

— Está tan cansada que se ha quedado dormida en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés, tu mujer es un tesoro! —dijo sentándose en el canapé, frente a su hermano—. Es una verdadera criatura, una criatura encantadora y alegre, y no puedes figurarte cómo la quiero.

El príncipe Andrés no contestó, pero la princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que se dibujó en su rostro.

— Debes ser indulgente para con las pequeñas faltas. ¿Quién no las comete, Andrés? Acuérdate de que ha sido educada en la alta sociedad y que su situación no es hoy muy halagüeña. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar.

Y el príncipe Andrés miró a su hermana y sonrió como sonríe uno al mirar a las personas que cree conocer a fondo.

— Tú vives en el campo, y no obstante no te parece tan triste —objetó.

— Es muy distinto. ¿Por qué tenemos que hablar de mí? Yo no deseo ni puedo desear otra vida porque no conozco otra. Hazte cargo, Andrés, de lo que significa para una mujer joven y habituada al gran mundo enterrarse en el campo en plena juventud, sola, porque papá está siempre ocupado, y yo ... bien lo sabes ... cuento con muy pocos recursos para una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida. Sólo la señorita Bourriene ...

— Esta Bourrienne me es muy antipática —replicó el príncipe Andrés.

— ¡Oh, no digas eso! Es muy buena y muy amable, y, además, es tan desgraciada ... No tiene a nadie en el mundo, absolutamente a nadie. A decir verdad, no sólo no me hacen falta sus servicios, sino que más bien me estorba. Ya sabes que siempre he sido huraña y que cada día aprecio más la soledad ... Papá la quiere mucho ...

— Sé sincera conmigo, María. Tengo la impresión de que sufres con frecuencia por el carácter de papá —preguntó el príncipe Andrés.

Esta pregunta sorprendió de momento a la princesa María; luego la conmovió profundamente.

— ¿A mí? ¿Por qué ha de hacerme sufrir?

— Siempre ha sido muy parco en palabras, pero parece que ahora se ha vuelto más aspero —dijo el príncipe Andrés con el propósito, sin duda, al hablar con tanta ligereza acerca de su padre, de desconcertar o de poner a prueba a su hermana.

— Eres muy bueno, Andrés, pero con frecuencia alienta en ti un orgullo desmedido, y esto es un grave pecado —dijo la princesa, siguiendo más el hilo de sus pensamientos que el de la conversación—. ¿Quién puede juzgar a su propio padre? Y si esto fuese posible, ¿puede embargarle a uno, tratándose de un hombre como él, otro sentimiento que el de la veneración? Yo estoy muy contenta y me siento muy feliz a su lado. Sólo deseo que todo el mundo lo sea.

El príncipe. Andrés inclinó la cabeza con una expresión de desconfianza ...

— A decir verdad, sólo una cosa me apena, Andrés: sus ideas religiosas. ¡No alcanzo a comprender que un hombre de tan esclarecido talento no pueda ver lo que es claro como la luz del día y se pierda de esta manera! Este es mi único pesar. Sin embargo, de un tiempo a esta parte observo en él una cierta mejoría. Sus bromas no son tan pesadas y no ha mucho recibió a un fraile y conversó con él un buen rato.

— ¡Ah, hermana! Mucho me temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases —dijo, cariñoso e irónico a un tiempo, el príncipe Andrés.

— ¡Ah, hermano! Yo sólo ruego a Dios y espero que un día me escuche —repuso tímidamente la princesa María, después de un momento de silencio—. Quisiera pedirte algo muy importante.

— ¿De qué se trata, María?

— Has de prometerme que no me lo negarás; nada ha de costarte ni es indigno de ti y, en cambio, será para mí un gran consuelo. Prométemelo, Andrés —dijo metiendo la mano en el bolso y cogiendo un objeto, pero sin mostrarlo ni indicar cuál podía ser la causa que motivaba la petición, como si no pudiera hacerlo sin haber obtenido antes la promesa que solicitaba. María dirigió a su hermano una mirada tímida y suplicante.

— ¿Y si fuera algo que reclamara de mí un gran esfuerzo? —replicó el príncipe Andrés, como si presintiera de lo que se trataba.

— Piensa como te plazca, pero hazlo por mí. No me lo niegues, te lo suplico. El padre de mi padre, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas ... —Y sin sacar, aún del bolso lo que tenía en la mano, repitió—: ¿Me lo prometes?

— Naturalmente. ¿Qué es?

— Recibe, Andrés, con esta medalla mi bendición y prométeme que no has de quitártela nunca. ¿Me lo prometes?

— Si no pesa mucho ni me daña el cuello ... sólo por darte gusto ... —prosiguió el príncipe Andrés. Pero al punto se arrepintió de la ligereza de su tono al advertir la intensa emoción que sus palabras habían producido en su hermana, y añadió—: Estoy muy contento, de veras, muy contento.

— A pesar tuyo. El te salvará y te llevará a Sí porque sólo en El residen la verdad y la paz —dijo la princesa María con voz trémula de emoción, presentando a su hermano, con gesto solemne una hermosa imagen oval del Salvador, de rostro moreno, en un marco de plata, y que pendía de una cadena del mismo metal, todo ello de un trabajo minucioso. María se persignó, besó la imagen y la entregó a Andrés—. Te lo ruego, Andrés, hazlo por mí. En sus grandes ojos refulgían la bondad y la dulzura iluminando su rostro enjuto y enfermizo y prestándole una insospechada belleza.

— Gracias.

María estampó un beso en su frente y volvió a sentarse en el diván. Ambos guardaron silencio durante un buen rato.

— Escúchame, Andrés: sé bueno y generoso como siempre lo has sido; no seas severo con Lisa —dijo reanudando la conversación—. ¡Es tan encantadora, tan buena y su situación es ahora tan triste ...!

— Me parece, María, que nada digo, que ningún reproche dirijo a mi mujer y que no estoy disgustado con ella. ¿Por qué, pues, me dices todo esto?

La princesa María se ruborizó y calló, como si se considerara culpable de algo.

— Yo nada te he dicho y en cambio ha habido quien te dijera algo, y esto me apena mucho.

En la frente, en las mejillas y en el cuello de la princesa Maríá aparecieron unas manchas rojizas. Queria decir algo, pero no podía hablar. El principe Andrés compadecía a su hermana.

— Tienes que saber, Maria, que no he reprochado, que no reprocho ni reprocharé nada a mi mujer a pesar de que no pueda afirmar que me falte motivo, y eso será siempre así, fueran cuales fuesen las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad ... Si quieres saber si soy feliz ... No. Y ella, ¿es feliz? No. ¿Por qué? Lo ignoro ...

Y diciendo esto, se levantó, se acercó a su hermana, e inclinándose, le dio un beso en la frente. No miraba, sin embargo, a su hermana, sino que por encima de la cabeza de ésta dirigíanse sus ojos hacia la oscuridad de la puerta abierta.

— Vamos a verla; hay que decirle adiós. Pero, no, quizá será mejor que vayas primero tú sola; despiértala, y yo vendré en seguida. ¡Petmchka! —gritó a su criado—. Ven aqui, coge esto y colócalo al lado del cochero, y esto otro a la derecha.

La princesa María se levantó y se encaminó hacia la puerta, donde se detuvo:

— Si tuvieras fe, Andrés, te habrías dirigido a Dios para que te concediera el amor que no sientes, y estoy segura de que tu ruego hubiera sido escuchado.

— Sí, quizá sí —dijo el príncipe Andrés—. Vete, María, yo iré en seguida.

Frente a la puerta estaba el carruaje. En la antesala, agrupábanse los criados que deseaban despedirse del joven príncipe, y en el salón aguardaban todos los familiares. Miguel Ivanovitch, la señorita Bourrienne, la princesa María y la princesita.

El príncipe Andrés había sido llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse a solas de él. Cuando el principe Andrés entró en el gabinete, el viejo príncipe, que llevaba lentes y un traje blanco de interior, con cuyo indumento no recibía a nadie excepto a su hijo. Volvióse y, sin dejar de escribir, preguntó:

— ¿Te marchas?

— He venido a despedirme de ti.

— Bésame aquí —y le indicó la mejilla—. Gracias, gracias.

— ¿Por qué me das las gracias?

— Porque no pierdes el tiempo, porque no estás pegado a las faldas de las mujeres. Antes que todo, el servicio. Gracias, gracias —y continuó escribiendo, manchando el papel con salpicaduras de tinta—. Si tienes que decirme algo, dímelo que no me estorbarás ... —añadió.

— Se trata de mi mujer ... Me da vergüenza encargártelo.

— ¿Conque ésas tenemos? Vamos, vamos, di lo que te convenga.

— Cuando llegue el momento del parto, manda a Moscú por un médico para que la asista ...

El viejo principe se detuvo y, como si no le hubiera entendido, clavó en su hijo una mirada severa.

— Bien sé que nadie podrá ayudarla si su naturaleza se muestra reacia —dijo el príncipe Andrés, visiblemente confundido—. Dicen que de cada mil casos sólo uno va mal, pero tengo esa manía y ella también. Le han contado tantas cosas y la han asaltado tales presentimientos, que ha cogido miedo.

— ¡Hum! —gruñó el viejo príncipe continuando la carta que escribía—. Lo haré. Luego firmó la carta, y, de pronto, volviéndose hacia su hijo, rompió a reír.

— No andan bien los negocios, ¿verdad?

— ¿Que no andan bien los negocios? ¿Qué quieres decir con eso, padre?

— La mujer, eso es todo —dijo el viejo príncipe, con cierto desabrimiento.

— No te comprendo —replicó el príncipe Andrés.

— Si, sí, no hay nada que hacer, amigo mío —dijo el principe—; todas son iguales. No te preocupes, bien sabes que nada diré a nadie. —Cogió la mano de su hijo con la suya, pequeña y huesuda, la estrechó, y con una mirada rápida y penetrante clavó en él sus ojos; y de nuevo rompió a reír.

El hijo dio un suspiro que revelaba que el viejo le había comprendido. Con su habitual vivacidad el príncipe cerró y lacró la carta, dejando luego el sello, el lacre y el sobre escrito esparcidos encima de la mesa.

— ¡Qué le vamos a hacer! ¡Hermosa situación! Pero puedes estar tranquilo. Se hará lo que se pueda.

Andrés calló. Si por una parte le complacía que su padre le comprendiera, no dejaba por otra de serle desagradable. El viejo se levantó y entregó la carta a su hijo.

— No tengas la menor inquietud por tu mujer —le dijo—, pues se hará todo cuanto sea humanamente posible. Ahora, escúchame bien: aquí tienes una carta para Miguel Ilarionovitch. Le pido que te asigne un puesto y no te deje mucho tiempo como ayudante de campo, que es un destino muy malo. Dile que me acuerdo mucho de él y que le tengo en gran aprecio; comunícame el recibimiento que te haga. Si te acoge bien, sigue sirviéndole, porque el hijo de Nicolás Bolkonsky no servirá nunca a nadie gracias a una merced. Y ahora, ven, hijo mío, acércate.

Hablaba tan de prisa que ni siquiera pronunciaba la mitad de las palabras, pero su hijo estaba ya acostumbrado a ello y lo comprendía enteramente. Acompañó a su hijo junto al escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno totalmente lleno de su apretada y puntiaguda letra.

— Probablemente moriré antes que tú, y caso de que así suceda, aquí están mis memorias, que deberán enviarse, después de mi muerte, al emperador. Además, aquí tienes unas notas de crédito y una carta: se trata de un premio destinado a quien escriba la historia de las guerras de Suvarov. Esto deberá enviarse a la Academia. Aquí están mis apuntes; los leerás después de mi muerte y hallarás en ellos cosas útiles.

— Haré cuanto me dices, padre—repuso.

— Pues, entonces, ¡adiós!

Le dio a besar la mano y le abrazó.

— Ten presente, príncipe Andrés, lo doloroso que sería para mí, un anciano, que te mataran ... Calló, y de pronto, con voz aguda, añadió:

- Y la vergüenza que recaería sobre mí si supiera que no te habías portado como el hijo de Nicolás Bolkonsky ...

— Esto, padre, no tenías que decírmelo —replicó el hijo, sonriendo.

El viejo guardó silencio.

— También quisiera pedirte —prosiguió el príncipe Andrés—, que si muriese y tuviera un hijo, lo guardaras contigo, como ayer te dije; edúcalo a tu lado, por favor.

— Quieres decir que no lo deje a tu mujer —dijo el anciano, sonriendo.

Ambos permanecían frente a frente y silenciosos. Los ojos del viejo continuaban clavados en los del hijo, y algo tembloteaba en la parte inferior del rostro del anciano príncipe.

— Ya nos hemos despedido. Ahora, ¡vete! —dijo de pronto—. ¡Vete! —repitió con tono áspero abriendo la puerta del gabinete.

— ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —preguntó la princesa María, al advertir al príncipe Andrés y al viejo que gritaba como si fuera presa de cólera y mostrábase con su blanca indumentaria, sin peluca y con sus gruesas gafas.

El príncipe Andrés lanzó un suspiro y nada respondió.

— Vamos —dijo, dirigiéndose a su mujer; y este vamos tenía un no sé qué de frío y de burlón cual si quisiera decir: Es hora ya de que hagas todas tus muecas.

— ¿Ya, Andrés? —dijo la princesa, tomándose pálida y mirando temerosa a su marido. Éste le dio un beso. La princesita lanzó un grito y cayó desvanecida en los hombros de su esposo.

El principe se separó suavemente de ella, le miró el rostro y la depositó con gran cuidado en la butaca.

— Adiós, María —dijo a su hermana con gran ternura. La besó y salió rápidamente de la habitación.

La señorita Bourrienne frotaba las sienes de la princesa instalada en la butaca.
Presentación de Omar CortésSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha