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LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




DUODÉCIMA PARTE

CAPÍTULO I

Como de costumbre, el zumbido de los abejorros cortesanos ahogaban en las altas esferas de San Petersburgo, la complicada lucha de los partidarios de Rumiantzev y del Gran Duque heredero, que continuaba más encarnizada que nunca. A cualquiera que se encontrara mezclado en medio del cúmulo de recelos y de rivalidades, le hubiera sido difícil, por no decir imposible, darse exacta cuenta de la crítica situación por que atravesaba Rusia: seguían celebrándose las mismas ceremonias oficiales, los mismos bailes, las mismas representaciones en el teatro francés y se defendían los mismos mezquinos intereses. Únicamente en las esferas más elevadas se hacían esfuerzos para comprender las dificultades de la situación.

La emperatriz María Feodorovna, preocupada para salvaguardar los establecimientos de educación y beneficencia que ella patrocinaba, habia ordenado el traslado de todos los pensionados a Kazan, y a tal efecto todos los objetos de su pertenencia habían sido ya embalados. La emperatriz Elisabeth, al preguntarle qué órdenes se dignaba dar, respondió que no era de su incumbencia decretar disposiciones relativas a las instituciones del Estado y sólo dispuso que se propalase la noticia de que ella sería la última en abandonar San Petersburgo.

El día 26 de agosto, el mismo día en que tuvo lugar la batalla de Borodino, Ana Pavlovna daba una velada cuyo remate debía ser la lectura de la carta del metropolitano, escrita a propósito del envío al emperador de la imagen de San Sergio. El mismo príncipe Basilio, que tenía reputación de buen lector y que algunas veces leía libros a la emperatriz, debía proceder a su lectura. Esa lectura, como todo lo que se hacía en las veladas de Ana Pavlovna, debía tener una significación política.

En San Petersburgo, la noticia del día era la enfermedad de la condesa Bezukhov. Algunos días antes la condesa había enfermado repentinamente, faltando a algunas reuniones de las que era gala y ornato.

Todo el mundo sabía que la enfermedad de la encantadora condesa radicaba en la dificultad de poder casarse con dos maridos a la vez, y que las atenciones del médico italiano consistían precisamente en soslayar aquella dificultad. Sin embargo, en presencia de Ana Pavlovna, no sólo no había nadie que se atreviera a pensar en ello, sino que todos fingian ignorarlo.

— Parece que la pobre condesa está muy enferma. El médico habla de una angina.

— ¿Una angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedad terrible!

— Dicen que los rivales se han reconciliado gracias a la angina ...

Y se repetía la palabra angina con muestras de gran satisfacción.

— Según dicen, el viejo conde está desesperado. Cuando el médico le comunicó que se trataba de un caso peligroso, el pobrecito se puso a llorar como una criatura.

— ¡Oh, sería una pérdida terrible! Es una mujer encantadora.

— ¿Hablan ustedes de la pobre condesa? —dijo Ana Pavlovna, acercándose—. He enviado a preguntar por ella. Me han dicho que se encontraba algo mejor. Es la mujer más encantadora del mundo. Aunque las dos pensamos de una manera muy distinta, no por ello dejo de apreciarla como se merece. ¡Es muy desgraciada!

Suponiendo que, con estas palabras, Ana Pavlovna había levantado ligeramente el velo misterioso de la enfermedad de la condesa, un joven imprudente se permitió expresar su extrañeza por que no hubieran sido llamados a cuidarla médicos ya reputados, y la visitara, en cambio, un charlatán que podía muy bien administrarle remedios peligrosos.

— Tal vez las informaciones de ustedes sean mejores que las mías —contestó rápidamente Ana Pavlovna—, pero tengo buenos informes que me permiten asegurar que se trata de un médico muy competente y de un hombre muy hábil. Es el médico particular de la reina de España.

Y después de confundir al inexperto joven con aquellas palabras, Ana Pavlovna dirigióse a Bilibin que, en otro grupo, hablaba de los austríacos y fruncía el entrecejo al no dar con la palabra justa.

— ¡La encuentro maravillosa! —decía, refiriéndose a una nota diplomática que había sido enviada a Viena con las banderas austríacas tomadas por Wittgenstein, el héroe de Petropol, como se le llamaba en San Petersburgo.

— ¿Cómo dice? Repítala —le rogó Ana Pavlovna, ordenando silencio para que todos oyeran el texto de la carta que ella ya conocía. Y Bilibin repitió las siguientes auténticas palabras del documento diplomático, impuesto por él:

El emperador devuelve las banderas austríacas, banderas amigas, y que ha encontrado, extraviadas, fuera del camino —concluyó desarrugando la frente.

— ¡Magnífico! ¡Magnífico! —exclamó el príncipe Basilio.

—Tal vez sea el camino de Varsovia —dijo en voz alta el príncipe Hipólito.

Volviéronse todos hacia él sin comprender el sentido de lo que acababa de decir. El mismo príncipe Hipólito correspondía al estupor general con una expresión de visible satisfacción.

Hubo después un silencio enojoso que interrumpió la entrada de una persona falta de patriotismo y a quien Ana Pavlovna esperaba para conducirla por la verdadera senda.

Sonriendo a Hipólito y amenazándole con el dedo, invitó al príncipe Basilio a que se acercara a la mesa, donde colocó dos bujías y el manuscrito rogándole luego que procediera a su lectura. Todos los presentes guardaron un silencio respetuoso.

- Muy augusto soberano y emperador —comenzó diciendo el príncipe Basilio con tono solemne y paseando su mirada por el auditorio como si quisiera refutar de antemano toda posible objeción. Pero nadie dijo nada—. La ciudad principal, Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a su Cristo ... —añadió, cargando la voz en el pronombre sucomo la madre que teniendo en brazos a su hijo prevé, a través de las tinieblas que se esparcen por doquier, la gloria brillante de su poder y canta embelesada: ¡Señor, bendito seas!

El príncipe Basilio dijo estas palabras con voz entrecortada. Continuó:

¡Qué importa que Goliat, arrogante y audaz, llegado de las fronteras de Francia, asolé las provincias de Rusia con los horrores de la muerte! La fe humilde, esa honda del David ruso, abatirá su orgullosa cabeza, ávida de sangre. Ofrecemos a Vuestra Majestad Imperial esta santa imagen de San Sergio, defensor y protector secular de nuestra patria. Siento en el alma que mis débiles fuerzas no me permitan gozar de la contemplación de vuestro rostro. Envío al cíelo las más fervientes oraciones para que el Todopoderoso aumente el número de justos y satisfaga todos los piadosos deseos de Vuestra. Majestad.

Animados por aquella lectura, los convidados de Ana Pavlovna conversaron todavía largo rato acerca de la situación de la patria y formularon diversas conjeturas sobre el resultado de la batalla que había de librarse uno de aquellos días.

— Tengo el presentimiento de que mañana, cumpleaños del emperador, tendremos noticias —dijo Ana Pavlovna.

Capítulo II

En tanto que en la capilla se entonaba el Te Deum alguien llamó al príncipe Volkhonsky, fuera de alli, para entregarle un pliego de Kutusov, y que había sido escrito el día de la batalla de Tatarinovo. Y, con esto, el presentimiento de Ana Pavlovna se cumplió.

Kutusov comunicaba asimismo las pérdidas sufridas y citaba entre otros a Kutaisov, Tutchkov y Bragation, pero la impresión de tristeza se concentró en una sola de las muertes, habidas, la del joven Kutaisov, que era conocido de todo el mundo y tenido en aprecio por el emperador.

Aquel día no se oyeron más que frases como ésta: ¿No es sorprendente que la noticia de la victoria haya llegado precisamente mientras cantábamos el Te Deum? ¿Y ese pobre Kutaisov? ¡Ah, qué desgracia!

— ¿Qué les decía yo acerca de Kutusov? —repetía yendo de un lado para otro el príncipe Basilio, muy orgulloso de sus cualidades proféticas—. ¿No les había asegurado a ustedes que era el único capaz de vencer a Napoleón?

Pero a la mañana siguiente ya no se recibieron noticias del ejército, y la gente comenzó a mostrarse inquieta. Todos los cortesanos se dolían de la incertídumbre en que se hallaba el emperador. ¡Su situación es terrible!, decíanse.

Y después de haber ensalzado a Kutusov el día anterior, se le acusaba ahora de ser la causa de que el zar pasara por tales tormentos.

El principe Basilio no se vanagloriaba ya de su protegido, y cuando se hablaba del comandante en jefe guardaba un silencio impenetrable. Para colmo de desdichas, otra noticia sensacional aumentó aún más la angustia que comenzaba a reinar en las altas esferas: la condesa había muerto a consecuencia de la angina. Y aquel día todas las conversaciones daban vueltas en torno a estos tres acontecimientos: la inquietud del emperador, la pérdida de Kutaisov y la muerte de Elena.

A los dos días de la llegada del informe de Kutusov, un propietario rural procedente de Moscú difundió por San Petersburgo la increíble y sensacional noticia de que aquella ciudad había sido abandonada a los franceses. ¡Era espantoso! ¡Qué situación más critica la del emperador! ¡Kutusov era un traidor! El príncipe Basilio, en ocasión de las visitas de pésame que recibía con motivo de la muerte de su hija, decía de Kutusov que nada podía esperarse de un viejo ciego y pervertido. Siempre me extrañó —añadía, olvidando en su dolor lo que había dicho la víspera— que se confiara en tales manos la suerte de Rusia.

La noticia no era todavía oficial, cabía aún la duda, pero al día siguiente fue confirmada por un informe del conde Rostoptchin, que decía así:

El ayudante de campo del príncipe Kutusov me ha entregado un mensaje en el que el comandante jefe pide le proporcione hombres del cuerpo de policía para acompañar al ejército ruso por la carretera de Riazán. Asegura que abandona Moscú con el alma dolorida. Esta ocasión, Sire, decide la suerte de la capital y la de vuestro Imperio. Rusia entera se estremecerá de indignación al enterarse de que la ciudad que representa la grandeza de Rusia y que guarda las cenizas de vuestros antepasados, está en poder del enemigo. Yo sigo al ejército y he mandado evacuar todo cuanto he creído era necesario.

El emperador llamó al príncipe Volkhonsky y le dictó el siguiente escrito dirigido a Kutusov:

¡Príncipe Miguel Ilarionovitch! Desde el 29 de agosto no he recibido ningún comunicado vuestro. Con fecha primero de septiembre acabo de recibir, por mediación de Yaroslavl y de parte del gobernador general de Moscú, la dolorosa noticia de que habéis abandonado nuestra capital. Ya podéis figuraros el efecto que ello me ha producido. Vuestro silencio aumenta mi estupor. El general ayudante de campo, príncipe Volkhonsky, portador del presente escrito, tiene orden de informarse acerca de la situación del ejército y de los motivos que os han impulsado a tomar una determinación tan dolorosa.

Capítulo III

Nueve días más tarde, cuando ya Moscú estaba en poder de los franceses, llegó a San Petersburgo un enviado del generalísimo Kutusov, que confirmó la total evacuación de la ciudad. Este enviado era un francés llamado Michaux, que, aunque extranjero, era ruso en cuerpo y alma, como él mismo decía.

El emperador le recibió inmediatamente en su despacho del palacio de Kammeny-Ostrov. Michaux, que no había estado nunca en Moscú antes de la guerra y que no hablaba una palabra de ruso, se emocionó sobremanera —como más adelante escribió —cuando fue introducido en presencia de nuestro muy gracioso soberano para comunicarle el incendio de Moscú, cuyas llamas habían iluminado su camino.

El pesar que expresaba su rostro obedecía tal vez a causas distintas de las que aquellos días agobiaban a los rusos, pero apareció tan triste y abatido, que el emperador le preguntó inmediatamente:

— ¿Me traéis malas noticias, coronel?

— Muy malas, Sire —repuso Michaux, dando un suspiro y bajando los ojos—. Hemos abandonado Moscú.

— ¿Habéis entregado sin lucha mi antigua capital? —exclamó el emperador. Y la cólera encendió sus mejillas.

Michaux le transmitió respetuosamente el mensaje de Kutusov, esto es, que ante la imposibilidad de entablar batalla bajo los muros de la capital, no había otro dilema que perder Moscú y el ejército, o salvar el ejército y perder la capital, por lo que el mariscal se había visto obligado a tomar esta última determinación.

El emperador escuchó este mensaje en silencio y sin levantar los ojos.

— Sí, Sire, cuando yo salí de Moscú, la ciudad ardía por los cuatro costados y no cabe duda de que en estos momentos no es ya más que un montón de cenizas.

Michaux quedó sobrecogido al observar la impresión que sus palabras habían producido en el soberano. Sin embargo, esta emoción fue pasajera. Luego frunció el ceño y pareció reprocharse a sí mismo el desfallecimiento de que había dado muestras.

— Por lo que veo, coronel, la Providencia exige aún de nosotros grandes sacrificios. Estoy dispuesto a someterme a su santa voluntad; pero, decidme, Michaux: ¿en qué estado dejasteis al ejército, que de tal modo presenció impasible el abandono de mi antigua capital? ... ¿observasteis en él síntomas de desaliento?

— Sire, ¿me permitís que os hable con toda franqueza, con verdadera lealtad militar?

— Os lo exijo coronel. No me ocultéis nada. Quiero saber exactamente lo que ocurre.

— Sire —dijo Michaux con una sonrisa imperceptible, porque había tenido tiempo de combinar su respuesta bajo la forma de un respetuoso juego de palabras—: Sire, he dejado a todo el ejército, desde los jefes hasta el último soldado, sobrecogido por un miedo espantoso ...

— ¡Cómo! —exclamó el emperador, interrumpiéndole—. ¿Acaso los rusos se dejarán abatir por la desgracia? ¡Eso jamás!

Michaux sólo esperaba esto para dar curso a su perorata.

— Sire, los soldados de Vuestra Majestad sólo temen que la bondad de vuestro corazón le incline a concertar la paz. Arden en deseos de combatir y de demostrar a Vuestra Alteza, con el sacrificio de sus vidas, la devoción que sienten hacia su emperador ...

— ¡Ah, coronel, me devolvéis la tranquilidad! —dijo el emperador, con una mirada de agradecimiento. Luego bajó los ojos y guardó un breve silencio.

— Y ahora, volved al ejército —dijo levantándose con un gesto lleno de majestad— y decid a nuestros valientes, a todos mis leales súbditos que encontréis a vuestro paso que, cuando no me quede un soldado me pondré yo mismo al frente de mi querida nobleza y de mis buenos campesinos hasta apurar los últimos recursos del Imperio, que son mucho más importantes de los que se figuran mis enemigos.

El emperador fue animándose cada vez más, y, levantando los ojos al cielo, continuó:

— Pero si estuviese escrito en los designios de la divina Providencia que mi dinastía tiene que dejar de reinar en el trono de mis antepasados, entonces, después de hacer uso de cuantos medios estén a mi alcance, me dejaré crecer la barba y antes de firmar la vergüenza de mi patria y de mi querida nación, cuyos sacrificios sé apreciar, me iré a comer patatas con el último de mis campesinos.

Después de pronunciar estas palabras con voz emocionada, se volvió para ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos, dio algunos pasos por la estancia y, acercándose de nuevo a Michaux le estrechó fuertemente la mano y con ojos brillantes de cólera le dijo:

— Coronel Michaux, no olvidéis nunca lo que voy a deciros ... Tal vez algún día lo recordaremos con gozo. Napoleón y yo no podemos reinar juntos. He aprendido a conocerlo y no me engañará más.

Al oír estas palabras y advertir la expresión de firmeza que se reflejaba en el rostro del soberano, Michaux, que, aunque extranjero, era ruso en cuerpo y alma, poseído del mayor entusiasmo, exclamó:

— Sire, Vuestra Majestad afirma en este momento la gloria de la nación y la salvación de Europa.

Con estas palabras, Michaux expresó, no solamente sus sentimientos personales, sino los del pueblo ruso, del que creía ser en aquellos momentos el intérprete más fiel.

Capítulo IV

Nicolás, al lado de una pomposa rubia que minutos antes le había sido presentada, se divertía de lo lindo adoptando actitudes, mientras la hacía partícipe de sus proyectos para raptar a cualquier dama de la ciudad.

— ¿Cuál?

— ¡Oh, una mujer encantadora, divina! Sus ojos —añadió Nicolás, mirando a su vecina—, sus ojos son azules, sus labios de coral, sus espaldas de una blancura ... su talle el de Diana ...

En aquel momento se acercó el marido y con sombrío continente preguntó a su mujer de qué estaban hablando.

— ¡Ah, Nikita Ivanitch! —dijo Rostov levantándose cortésmente. Y como si quisiera invitarle a tomar parte en sus bufonadas, le expuso su intención del raptar a una rubia.

El marido acogió de muy mal talante aquella confidencia. La mujer estaba radiante.

La señora del gobernador, que era una excelente persona, se aproximó a ellos entre severa y sonriente.

— Nicolás, Ana Ignatievna quiere verte —dijo, pronunciando este nombre con un énfasis que daba a entender que se trataba de una dama de alta alcurnia—. ¿Vienes?

— En seguida, tía, pero, ¿quién es?

— Es la señora Malvintzev. Ha sido su sobrina, aquella que salvaste, quien le ha hablado de tí ... ¿Te acuerdas?

— ¡Oh, he salvado a tantas! —repuso Nicolás.

— Su sobrina es la princesa Bolkonsky; está aquí con su tía. ¡Oh, por Dios, cómo te han subido los colores a la cara! ¿Qué te pasa?

— Nada en absoluto, tía, se lo aseguro.

— Está bien, señor misterioso.

Y la mujer del gobernador le presentó a una dama anciana, de alta estatura y tocada con una cofia azul, que acababa de terminar una partida de naipes con los más importantes personajes de la ciudad.

Se trataba de la señora Malvintzev, tía de la princesa María, viuda rica y sin hijos, que residia habitualmente en Voronej. Cuando Nicolás se acercó a ella estaba en pie y pagaba sus deudas de juego. Miró a Rostov con un continente severo, frunció el entrecejo y continuó regañando al general, que le había ganado su dinero en el juego.

— Encantada, querido —le dijo tendiéndole la mano—. Venga usted a verme a mi casa.

Después de haber hablado con Nicolás acerca de la princesa María y de su difunto padre con quien no había mantenido por lo visto muy cordiales relaciones, se interesó por el príncipe Andrés, por quien no sentía tampoco una gran simpatía y finalmente se despidió de Rostov reiterando su invitación.

Rostov quiso entregarse de nuevo al baile, pero en aquel momento se posó sobre él la mano de la señora del gobernador y lo condujo a un salón de donde, por discreción, se retiraron los invitados que allí se hallaban.

— ¿Sabes, querido —dijo la señora del gobernador con grave expresión—, que he encontrado un excelente partido para ti? ¿Quieres que pida su mano?

— Pero, ¿de quién se trata, tía?

— De la princesa Maria. Catalina Petrovna se inclina por Lili, pero yo prefiero a la princesa ... ¿Qué te parece? Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Es una muchacha encantadora y no tan fea como parece.

— Nada de eso —replicó Nicolás, visiblemente ofendido por aquella observación—. Pero hágase cargo, tía, de que soy soldado y que por lo tanto no me impongo a nadie ni rehúso a nadie —prosiguió, sin pensar demasiado en lo que decía.

— Pues en este caso ten presente que no se trata de ninguna broma, por lo que me pemitirás que te haga observar que te muestras demasiado asiduo con la otra, la rubia. Da pena ver a su pobre marido.

— ¡Qué idea, tía! No somos más que amigos —repuso ingenuamente Nicolás, sin poder comprender que un pasatiempo tan divertido pudiera molestar a nadie.

¡Vaya tontería he contestado a la mujer del gobernador! —pensó mientras cenaba—. Y está dispuesta a manipular mi matrimonio. ¿Y Sonia?

Así, pues, cuando Nicolás se despidió de la esposa del gobernador y ella le recordó sonriendo la conversación que habían sostenido, se la llevó aparte y le dijo:

— Tengo que decirle, tía, que ...

— Ven, ven aquí, amigo mío, sentémonos.

Y, de repente, Nicolás se sintió irresistiblemente impedido a tomar por confidente a aquella mujer y a confiarle aquellos secretos pensamientos, que ni a su madre, a su hermano o a su amigo más íntimo hubiera comunicado.

— He aquí de qué se trata, tía. Desde hace tiempo mamá confia en casarme con una mujer de buena posición, pero a mí un matrimonio por dinero me resulta soberanamente antipático.

— ¡Oh, lo comprendo! —repuso la esposa del gobernador—. Pero no es este el caso ...

— Le confesaré francamente que la princesa Bolkonsky es de mi agrado. Creo que haría, mi felicidad, y desde que la vi en tan triste situación, me he dicho con frecuencia que todo ello era obra del destino ... Además, bien sabe usted que mamá ha deseado siempre ese matrimonio, pero no obstante hasta aquella ocasión nunca consentí en encontrarme con ella. Después, cuando Natacha se prometió a su hermano, no podía yo pensar en casarme con ella y he aquí que la encuentro ahora, cuando el casamiento de Natacha se deshace y que tantas otras circunstancias ... En fin, he aquí todo cuanto ha ocurrido. Excepto a usted, a nadie he hablado nunca de ello.

La esposa del gobernador redobló su atención ...

— ¿Conoce usted a mi prima Sonia? La amo, le he prometido casarme con ella y con ella me casaré ... Así, pues, no hay más que hablar ... —añadió con voz trémula y sonrojándose.

— Pero, querido, ¿cómo puedes hablar así? Sonia no posee absolutamente nada y tú mismo me has dicho que los negocios de tu padre no marchan como sería de desear. ¿Y tu madre? ¿No comprendes que eso la va a matar? Si Sonia tiene buen corazón no querrá seguramente sobrellevar una tal existencia; una madre desesperada, los negocios en bancarrota ... No, querido, no; Sonia y tú tenéis que haceros cargo ...

Nicolás guardó silencio, pues, al fin y al cabo, aquella conclusión no le desagradaba.

— A pesar de todo, tía me es imposible —dijo Nicolás dando un suspiro—. ¿Me aceptará la princesa Maria? Por otra parte, está de luto y no debemos pensar por ahora en estas cosas.

— ¿Te figuras acaso que voy a cogerte de la mano y llevarte en seguida a la iglesia? Las cosas pueden hacerse de muchas maneras.

— ¡Oh, qué magnífica casamentera es usted, tía! —exclamó Nicolás besando respetuosamente la mano regordeta de la esposa del gobemador.

Capítulo V

El preceptor y su sobrino se encontraban en Moscú cuando llegó la princesa María. Además, una carta del principe Andrés, su hermano, en la cual la instaba a que abandonara cuanto antes la ciudad y que prosiguiera su viaje hasta Voronej, donde se alojaría en casa de su tía. Profundamente triste e inquieta, al dolor que le causaba la muerte de su padre venía a sumarse el que le producían los desastres de Rusia, y a pesar de los meses de vida tranquila y apacible que acababa de pasar, estos penosos sentimientos se hacían en ella cada vez más intensos. El peligro que corría su hermano, el único familiar próximo que le quedaba, y los cuidados que le daba la educación de su sobrino la preocupaban constantemente. No obstante, había logrado dominarse y ahuyentar los sueños y esperanzas que había acariciado cuando se encontró por primera vez con Rostov.

Al día siguiente de la velada, la esposa del gobernador se dirigió por la mañana a casa de la señora Malvintzev para comunicarle su proyecto. Teniendo en cuenta que las circunstancias no eran propicias para un noviazgo en toda regla, la esposa del gobernador expuso sus puntos de vista que tendían a demostrar que nada impedía que los jóvenes pudieran conocerse mejor, y solicitó de la tía de la princesa María su consentimiento para ello, lo que ésta otorgó de buen grado. Puestas de acuerdo sobre este punto, la mujer del gobernador habló en presencia de la princesa María, a la que contó el rubor que se apoderó de Nicolás al oír pronunciar su nombre.

Durante los días que transcurrieron entre aquella visita y la de Rostov, la princesa Maria no cesó de pensar en la línea de conducta que debería seguir respecto a Nicolás. Tan pronto tomaba la resolución de no aparecer en el salón de su tía, bajo el pretexto de que estaba de luto, no obstante juzgar incorrecto tal proceder con quien tan gran servicio le había prestado, como le parecía que su tía y la mujer del gobernador formaban proyectos acerca de ella y de Rostov, aun cuando se decía a sí misma que sólo la perversidad de la naturaleza le hacía pensar en cosas semejantes.

Cuando el domingo, después de la misa, el criado le anuncia la llegada del conde Rostov, sus mejillas se tiñeron de púrpura y sus ojos se tornaron más brillantes que de costumbre.

— ¿Le ha visto usted, tía? —preguntó la princesa Maria con acento tranquilo y no llegando a explicarse el perfecto dominio que tenía de sí misma.

Cuando entró Rostov, la princesa bajó la cabeza el tiempo justo para que Nicolás saludara a su tía, y, levantándola de nuevo, sus miradas se encontraron. Con un gesto de gracia y de dignidad, le tendió su mano fina y suave, y las cuerdas de una exquisita dulzura que hasta entonces habían permanecido mudas se oyeron vibrar en el timbre de su voz. La señorita Bourrienne, que casualmente se hallaba presente, la miró con estupor. La más artificiosa coqueta no hubiese maniobrado con mayor habilidad respecto de un hombre a quien quisiera cautivar: O el negro le sienta de maravilla, o efectivamente ha embellecido mucho sin que yo me diera cuenta. ¡Qué tacto! ¡Qué gracia!, pensaba la francesa.

Si en aquellos momentos la princesa María hubiera sido capaz de reflexionar, sin duda se hubiese asombrado más que la señorita Bourrienne del cambio que se había apoderado en ella. Por primera vez, el trabajo interior al que se había entregado su alma, sus sufrimientos, sus aspiraciones al bien, su resignación, su amor y su abnegación se exteriorizaron en el fulgor de su mirada, en el encanto de su sonrisa y en cada uno de los rasgos de su delicado rostro,

Rostov advirtió todo esto tan claramente como si hubiese conocido a la princesa desde mucho tiempo atrás. Comprendió que se hallaba ante él un ser diferente de cuantos había encontrado hasta entonces, superior a todos los demás y, sobre todo, a sí mismo.

La conversación abordó los temas más variados. Se habló de la guerra, del último encuentro entre ambos, que Nicolás apenas esbozó, de sus padres y de la mujer del gobernador. La princesa María no hizo ninguna alusión a su hermano e incluso cambió de conversación cuando su tía se refirió a él. El tema la afectaba demasiado para que pudiera ser objeto de una conversación banal.

Para salir de aquella situación embarazosa, y como suele hacerse cuando se halla presente algún chiquillo, Nicolás se dirigió al hijito del príncipe Andrés y le preguntó si quería ser húsar. Lo cogió en brazos, jugó con él y, al volverse inopinadamente hacia la princesa María, sus ojos se encontraron con los de ella, que seguían tímidamente los movimientos de su querido sobrino, en los brazos del hombre que amaba. Nicolás comprendió la significación de aquella mirada, se sonrojó de placer y dio al niño un beso cariñoso.

La princesa María no salía de casa a causa del luto, y Nicolás no creyó oportuno visitarla con frecuencia, pero la esposa del gobernador seguía sus manejos y repetía a Rostov cuantas palabras lisonjeras decía de él la princesa María y viceversa. Insistió para que hubiese una explicación entre ambos y, a tal efecto, les preparó una entrevista que había de tener lugar en casa del arzobispo. Rostov persistía en decirle que no tenía ninguna intención de declararse, pero a fin de cuentas se vio obligado a dar su promesa de que asistiría a la entrevista.

Nicolás, después de su entrevista con la princesa María, continuó en apariencia llevando la misma vida que antes, pero los goces y placeres que hasta aquel momento le habían divertido, perdieron para él todo su encanto. Los pensamientos que la princesa le inspiraba no tenían nada de común con los que hasta entonces habían despertado en él las demás muchachas, ni tampoco en el apasionado amor con que tiempo atrás había inspirado en él la imagen de Sonia.

Capítulo VI

A mediados de septiembre llegó a Voronej la noticia de la terrible batalla de Borodino con sus miles de muertos y heridos. La prensa traía la noticia de lo ocurrido al príncipe Andrés, y la princesa María resolvió marchar a su lado. Nicolás, que no había vuelto a ver a la princesa, se enteró de lo sucedido por otras personas.

Aquellos acontecimientos no despertaron en su alma ni desesperación ni deseos de venganza, pero se sentía ya inquieto en Voronej.

Algunos días antes de su marcha, se celebró en la catedral una misa con Te Deum en acción de gracias por las victorias alcanzadas por las tropas msas. Nicolás fue a la iglesia como todos los demás militares. Se colocó a algunos pasos del gobernador, en el sitio que por su jerarquía le correspondía, y durante todo el oficio cruzaron por su mente los más encontrados pensamientos. Terminada la ceremonia, la esposa del gobernador le hizo seña de que se acercase.

— ¿Has visto a la princesa? —le preguntó, indicando a una dama vestida de negro situada muy cerca del altar.

Nicolás reconoció en el acto a la princesa María, no tanto por su perfil que apuntaba bajo las alas del sombrero como por su porte piadoso, que le causó una viva impresión. La princesa, absorbida en sus plegarias, hacía la última señal de la cruz antes de salir de la iglesia.

La expresión de su rostro sorprendió a Nicolás. Sus facciones reflejaban la lucha pertinaz de su alma; eran las mismas, pero una llama interior las iluminaba con una luz diferente; en aquel instante la princesa María era la imagen más conmovedora del dolor, de la oración y de la fe. Sin tener en cuenta la opinión de su protectora, sin preguntarse si era o no conveniente dirigirle la palabra en la iglesia. Nicolás se acercó a la princesa Maria y le dijo que se asociaba sinceramente al nuevo dolor que acababa de experimentar.

No bien oyó la voz de Rostov, un sentimiento de pesar y alegría al mismo tiempo iluminó súbitamente el rostro de la princesa.

— Sólo quería decirle, princesa —prosiguió Rostov—, que siendo el príncipe Andrés comandante de regimiento, la noticia de su muerte, caso de ser cierta, hubiera aparecido en los periódicos.

La princesa le miró sin comprender el sentido de sus palabras, pero muy satisfecha por la expresión de simpatía que vio reflejada en su rostro.

— Conozco muchos casos —prosiguió Nicolás— en que la herida causada por una esquirla de obús no reviste ninguna gravedad y no es siempre mortal. No cabe más que esperar, y tengo la seguridad de que ...

— ¡Oh, sería terrible! —exclamó la princesa María interrumpiéndole.

La emoción que la embargaba le impidió terminar la frase, inclinó la cabeza con un gesto gracioso, dirigió a Rostov una mirada de agradecimiento y se reunió con su tia.

Aquella noche Nicolás se quedó en su casa a fin de ultimar todos los asuntos pendientes con los tratantes de caballos. Al terminar su trabajo, que fue breve, se puso a pasear de un extremo a otro de la habitación y, contra su costumbre, hizo desfilar por su mente toda su existencia anterior.

¡Qué maravillosa mujer! ¡Debe de ser un verdadero ángel! ¿Por qué no soy libre? ¿Por qué me apresuré tanto con Sonia? E involuntariamente establecia una comparación entre la ausencia en una y la abundancia en otra de esos dones del alma que él no poseía y de los cuales, por esta razón, hacía tanto caso.

De pronto entró Labrutchka trayéndole algunas cartas.

— ¡Imbécil! ¿Cómo te atreves a entrar sin que te haya llamado? —dijo Nicolás, cambiando inmediatamente de actitud.

— Ha llegado un correo de parte del gobernador —repuso Labrutchka con voz soñolienta—. Ha traído dos cartas para usted.

— Bien, gracias; vete.

Nicolás tomó las dos cartas. Una de ellas era de su madre y la otra de Sonia. Fue ésta la que primero abrió. En cuanto hubo leído tan sólo unas cuantas líneas su rostro palideció y sus ojos expresaron a un tiempo el temor y la alegría.

— ¡No, es imposible! —exclamó en voz alta.

Tal agitación se apoderó de él, que no pudo permanecer en su sitio y prosiguió la lectura de la carta, paseándose por la habitación a grandes zancadas. La leyó una y otra vez y, por ultimo, encogiéndose de hombros, boquiabierto y con los ojos fijos, se detuvo en medio de la estancia.

Había quedado tan estupefacto como si se tratara en realidad de la cosa más extraordinaria del mundo, y en tan pronta realización de sus deseos creyó ver la obra, no ya de Dios, sino de un azar cualquiera.

La inesperada carta de Sonia había cortado el nudo gordiano que encadenaba su porvenir.

Le escribía la pérdida de la mayor parte de la fortuna de los Rostov a consecuencia de las desdichadas circunstancias de los últimos tiempos y el deseo varias veces expresado por la condesa de que Nicolás se casara con la princesa Bolkonsky; su silencio, su frialdad, todos estos motivos reunidos, la habían decidido a desligarse de sus promesas y a devolverle la palabra dada. Me es demasiado penoso —decía Sonia en su carta— pensar que pueda ser causa de desdichas y resquemores en el seno de una familia que me ha olmado de venturas. Mi amor no tiene otro objeto que la felicidad de quienes amo. Yo te suplico, Nicolás, que recobres tu libertad y creas que, a pesar de todo, nadie te amará más profundamente que tu Sonia.

La segunda carta era de la condesa. Describía en ella sus últimos días en Moscú, su marcha, el incendio y su ruina completa; añadía que el príncipe Andrés, gravemente herido, viajaba con ellos y que el doctor confiaba en salvarle. Sonia y Natacha se habían constituido en sus enfermeras.

Al día siguiente por la mañana, Nicolás fue a llevar esta carta a la princesa María, la cual no hizo ningún comentario respecto a los cuidados que Natacha prodigaba al herido.

Esta carta estableció entre ellos algo así como un lazo de parentesco. Nicolás asistió a la marcha de la princesa hacia Yaroslavl y partió en seguida para incorporarse a su regimiento.

Capítulo VII

La condesa, exactamente igual que en todo momento, sólo tenía una preocupación, la de que su hijo Nicolás se casara con una rica heredera. Por eso Sonia, a causa de los múltiples incidentes ocurridos en casa de los Rostov se avino a escribir aquella carta, en el monasterio de la Trinidad, y que tanto la apesadumbrara.

La condesa no desperdiciaba ocasión alguna de zaherir cruelmente a Sonia.

Pocos dias antes de partir de Moscú, la condesa, desasosegada por todos los desastres que la abrumaban, llamó a su sobrina, pero en lugar de dirigirle toda suerte de reproches, le suplicó con lágrimas en los ojos que se apiadara de ellos y que rompiera su compromiso con Nicolás, satisfaciendo así la deuda que había contraído con quienes la habían recogido.

— No estaré tranquila hasta que me lo hayas prometido —dijo la condesa.

Sonia respondió con sollozos que estaba dispuesta a todo, pero no se sintió con ánimos suficientes para dar ninguna promesa formal.

Las preocupaciones de los últimos tiempos de su estancia en Moscú y las ocupaciones materiales que la embargaban operaron a manera de bálsamo respecto a sus encontrados sentimientos. Pero cuando se enteró de la presencia del príncipe Andrés en la casa, y a pesar de la simpatía que sentía por él y por Natacha, una alegría supersticiosa se apoderó de Sonia. Creyó ver en esta circunstancia la voluntad de la Providencia, que no quería permitir que se separara de Nicolás. Sabía que Natacha amaba al príncipe Andrés y que nunca había dejado de amarlo. Presentía que, reunidos ahora por circunstancias tan trágicas, renacería su amor y que Nicolás no se casaría ya con la princesa María a causa del parentesco que se establecería. Así, pues, a despecho de todo cuanto había sufrido, esa visible intervención de la Providencia en sus intereses personales le causaba una dulce satisfacción.

La familia Rostov se detuvo una jornada en el monasterio de la Trinidad. Se les había reservado tres espaciosas habitaciones, una de las cuales fue ocupada por el príncipe Andrés, que había mejorado visiblemente. Natacha estaba sentada a su lado; en la estancia contigua, el conde y la condesa conversaban respetuosamente con el superior, que se mostraba contento al volver a ver a sus antiguos amigos. Sonia, que estaba con ellos, pensaba en lo que el príncipe Andrés y Natacha podrían decirse. De pronto, se abrió la puerta Natacha, muy emocionada y sin prestar atención al fraile que se había levantado para saludarla, avanzó hacia su prima.

— ¿Qué estás haciendo, Natacha? Ven acá —le dijo su madre.

Natacha se acercó al religioso para recibir su bendición y éste la instó a que implorara la ayuda de Dios y del bienaventurado San Sergio. Natacha cogió luego de la mano Sonia y se fue con ella a la habitación contigua en la que no había nadie.

— ¡Sonia! ¿Vivirá, verdad? ¡Soy tan feliz y tan desgraciada! Sólo deseo que viva aunque él no pueda ...

Y rompió a llorar. Sonia, tan turbada por el dolor de su amiga como por sus secretas aprensiones personales, besó a Natacha y la consoló.

— ¡Sí, con tal que viva ...! —repetia Natacha.

Ambas se acercaron a la puerta, la entreabrieron suavemente y pudieron distinguir al príncipe Andrés que estaba acostado con la cabeza reclinada sobre tres almohadones.

— ¡Ah, Natacha! —exclamó de pronto Sonia cogiendo de la mano a su amiga y retrocediendo unos pasos.

— ¿Qué pasa? —preguntó Natacha.

—Es ... es ... —dijo Sonia pálida y temblorosa, cerrando la puerta—. ¿Te acuerdas —continuó diciendo con una mezcla de terror y gravedad en sus palabras—, ¿te acuerdas cuando miré en el espejo los días de Navidad? ¿Te acuerdas que vi ...?

— Sí, sí —repuso Natacha con ojos desorbitados y evocando, en efecto, confusamente, la visión de Sonia.

— ¿Te acuerdas? —prosiguió Sonia—. Te lo conté entonces a ti y a Duniatcha. Le tendido en una cama tal cual está ahora, con los ojos cerrados, cubierto con una colcha color de rosa ...

Y con creciente animación describió todos los detalles que aparecían ante sus ojos retrotrayéndolos a la visión de Navidad, cuya realidad no ofrecía ninguna duda en su imaginación.

— ¡Sí, sí, la colcha rosa! —dijo Natacha pensativa, segura de que también ella la había visto—. Pero, ¿qué significa eso?

— ¡Ah, no lo sé ¡Es tan extraordinario! —repuso Sonia.

Al cabo de unos minutos el príncipe Andrés llamó. Natacha entró en la habitación y Sonia, sobrecogida por una extraña emoción, permaneció junto a la ventana reflexionando acerca de aquellas raras coincidencias.

Aquel mismo día se les deparó la ocasión para enviar correspondencia al ejército, que aprovechó la condesa para escribir a su hijo.

— Sonia, ¿no escribirás a Nicolás? —dijo con voz emocionada.

La muchacha adivinó la muda súplica que se encerraba en aquellas palabras; y en los ojos cansados de la condesa fijos en ella por encima de los lentes advirtió la turbación que ocultaba su pregunta y la enemistad que estaba presta a manifestarse en caso de que Sonia se negara a acceder a lo solicitado. Sonia se acercó a la condesa, se postró de hinojos, besó la mano y le dijo:

— Escribiré, mamá.

Bajo la influencia de aquel misterioso presagio que al cumplirse había de impedir el matrimonio de Nicolás con la princesa María. Sonia se entregó de nuevo, sin la menor vacilación, a sus hábitos de sacrificio; y fue con los ojos llenos de lágrimas y embargada por la grandeza de su acción generosa como escribió, interrumpida con frecuencia por los sollozos, la emocionante epístola, cuya lectura había turbado a Nicolás tan profundamente.

Capítulo VIII

Unos a otros se preguntaban si habían capturado a una persona importante, pero aquello no era todo para Pedro. Al llegar al cuerpo de guardia, y posiblemente por lo ocurrido en la calle, por la lucha que habían tenido que sostener por su culpa, le trataron con rudeza.

Pedro se dio cuenta de que los nuevos guardias no le guardaban las mismas consideraciones que, a pesar de todo, le habían dispensado los primeros. Todos cuantos estaban encerrados con Pedro eran gentes de condición inferior. En seguida se percataron de que aquél era un señor y cuando le oyeron hablar en francés empezaron con sus pullas. Todos los que allí estaban encerrados, incluso Pedro, tenían que ser juzgados como incendiarios. Al tercer día, trasladaron a los presos a una casa, introduciéndolos en una habitación donde se hallaban sentados un general de blancos bigotes, dos coroneles y otros franceses. El general interrogó a los prisioneros con aquella precisión propia de los seres que están por encima de las flaquezas humanas.

— ¿Quién eres? ¿En dónde estabas? ¿Con qué intención?, etc.

Pedro, como todos los que se hallaban en el mismo caso, se preguntaba estupefacto por qué se le hacían tales preguntas, que parecían, después de todo, benévolas y corteses. Se daba cuenta de que estaba en poder de aquella gente, en poder de aquella fuerza que él mismo había atraído hacia sí, a quienes les asistía el derecho de exigirle respuestas comprometedoras.

Se le preguntó , pues, lo que hacía cuando lo detuvieron. Pedro, con grave continente, repuso que estaba buscando a los padres de una chiquilla que había salvado de las llamas.

— ¿Por qué te peleabas con un ratero?

Pedro contestó que defendía a una mujer, como está obligado todo el mundo a defender a una mujer que ...

Le interrumpieron. Esta digresión nada tenía que ver con lo que se debatía.

— ¿Por qué estabas en el patío de la casa incendiada?

— Porque había ido a ver lo que pasaba en la ciudad.

Volvieron a interrumpirle. No se le preguntaba a dónde se dirigía, sino por qué se hallaba presente en el incendio. Luego se le preguntó su nombre, pero Pedro se negó a contestar:

— Anotad esta respuesta —dijo el general—. Esto no está muy bien. Más aún, está muy mal.

Y dio orden de que se retiraran los acusados.

Al cabo de cuatro días de la detención de Pedro, el incendio comenzó a lamer los muros del barrio donde se hallaban encerrados. Pedro y sus trece compañeros fueron trasladados a otra parte y recluidos en un cobertizo de una casa cerca de Krimskyrod. Al atravesar las calles, la humareda le impedía casi respirar. Las llamas iban ganando terreno.

Capítulo IX

Un oficial, posiblemente de alta graduación, perteneciente al Estado Mayor de Napoleón, fue aquella mañana del 8 de septiembre a ver a los prisioneros, llevando una lista en la mano, y llamó por sus nombres a los que estaban escritos en ella. Pedro estaba inscrito de la siguiente forma: el que no quiere decir su nombre. Después de haberlo examinado con actitud de total indiferencia dio orden al oficial de guardia de que procuraran presentarse decorosamente vestidos ante el mariscal. Una hora más tarde una compañía de soldados condujo a Pedro y a los otros detenidos a Dievitchy-Polie (campo de las vírgenes).

Entre aquellos escombros Pedro no lograba ya reconocer los barrios de la ciudad. De vez en cuando destacábase intacta alguna iglesia, y el Kremlin, que no había sido alcanzado por el incendio, blanqueaba a lo lejos con sus torres y su campanario de Iván el Grande. A dos pasos de allí relucía la cúpula del monasterio de Novo-Dievitchy, donde resonaba el sonoro carillón que llamaba a los fieles a la misa.

Pedro y sus compañeros fueron conducidos no lejos del monasterio hacia una espaciosa casa blanca situada a la derecha de la plaza y rodeada de un vasto jardín. Era la residencia del príncipe Chtcherbatov, a quien en otro tiempo había frecuentado y donde se alojaba actualmente, al decir de los soldados, el mariscal príncipe de Eckmühl. Se les introdujo uno a uno. Pedro era el número seis. Atravesó una galería de cristales y un vestíbulo, y entró finalmente en un despacho largo, estrecho y bajo de techo que sobradamente conocía, y junto a cuya puerta estaba de pie un ayudante de campo. Davout, sentado en otro extremo de la habitación, con los lentes cabalgando en la punta de la nariz y atareado en descrifrar un papel que tenía extendido sobre la mesa, ni siquiera levantó los ojos.

— ¿Quién eres? —preguntó en voz baja, dirigiéndose a Pedro que se había detenido cerca de él.

Pedro no contestó. No se sentía con fuerzas para hacerlo, pues para él Davout no era simplemente un general francés, sino un hombre cuya crueldad era de todo el mundo conocida. Pedro se dio cuenta de que un solo segundo de vacilación podía costarle la vida. Pero, ¿qué decir? Repetir lo que había dicho en el primer interrogatorio le parecía inútil, y revelar su nombre y su posición era peligroso y vergonzoso.

— Conozco a este hombre —dijo inopinadamente con duro acento, calculado sin duda para atemorizar al acusado.

Pedro se estremeció.

— No, general, no puede usted conocerme ... Jamás le he visto ...

— Es un espía ruso —dijo Davout, interrumpiéndole y dirigiéndose a otro general.

— No, monseñor —repitió Pedro, con viveza, al acordarse de que Davout era príncipe—. No , monseñor, no puede usted conocerme. Soy oficial de la milicia y no he salido de Moscú.

— ¿Cómo te llamas?

- Bezukhov.

— ¿Cómo podrás demostrarme que no mientes?

— ¡Monseñor! —exclamó Pedro con acento más suplicante que ofendido.

Davout se puso de nuevo a examinarlo y los segundos que así transcurrieron fueron la salvación de Pedro. A pesar de la guerra y de la opuesta situación en que uno y otro se hallaban, una relación humana se estableció entre aquellos dos hombres. A la primera mirada que el mariscal le había dirigido después de consultar la lista en la que los hombres no eran para él más que números y Pedro un incidente, con la mayor tranquilidad le hubiera mandado fusilar, sin creer cometer por ello una mala acción.

Durante algunos segundos sintieron, confusamente, mil sensaciones; ambos habían comprendido que eran hijos del hombre, que eran hermanos ...

— ¿Cómo me demostrarás que me dices la verdad?

Pedro se acordó de Ramballe y dio su nombre, el de su regimiento y el de la calle donde se hallaba la casa.

— Tú no eres el que me has dicho —insistió Davout.

Pedro repitió con voz trémula lo que había manifestado a propósito de Ramballe. En aquel momento entró en la estancia un ayudante de campo y el mariscal pareció mostrarse muy satisfecho de las noticias que acababan de serle comunicadas. Se dispuso a salir.

Se había ya olvidado completamente del prisionero, y el ayudante de campo se lo hizo notar. Dio orden de que se lo llevaran. Pero, ¿adónde? Pedro no pudo averiguarlo. ¿Adónde iban a conducirle? ¿Otra vez al cobertizo o al lugar del suplicio que sus compañeros le habian indicado al cruzar la plaza?

— Sí, sin duda —repuso Davout a una pregunta que le hizo su subordinado y que Pedro no pudo oír.

Finalmente se lo llevaron de la habitación. Jamás pudo recordar cuánto tiempo había durado su marcha. Caminaba maquinalmente, siguiendo el ejemplo de sus compañeros de infortunio. No veía nada y se detenía cuando los otros se paraban.

Capítulo X

El poste hacia el cual fueron conducidos los prisioneros, con Pedro, estaba situado detrás de la casa del príncipe Chtcherbatov, junto a un huerto, y detrás del cual se había abierto una zanja que mostraba a los ojos la tierra recién removida. Un gran gentio colocado en semicírculo contemplaba aquel foso con inquieta curiosidad. Integraban aquella muchedumbre rusos y numerosos militares del ejército francés, pertenecientes a diferentes nacionalidades y portadores de distintos uniformes. A derecha e izquierda del poste estaban alineados soldados con capote azul, charreteras encamadas, polainas y chacó.

Los condenados fueron colocados en el interior del semicírculo por orden de numeración. Pedro era el sexto. Al mido del redoble de los tambores Pedro sintió que su alma se desgarraba y que perdía la facultad de pensar. Apenas se sentía con fuerza para mirar ni para oír. Pedro comprendió que los franceses consultaban entre sí respecto a si los fusilarían en grupo o separadamente.

— De dos en dos —dijo el oficial con acento indiferente.

En las filas de los soldados se produjo una presurosa agitación, que no se debía ciertamente a su celo en ejecutar la orden dada, sino a la prisa que llevaban en dar pronto por terminada una tarea repugnante e incomprensible.

Un funcionario francés, con una faja ceñida en la cintura se acercó a los condenados y les dio lectura, en ruso y en francés, de la sentencia recaída. Luego, cuatro soldados condujeron a los dos primeros presidiarios ante el poste. Mientras fueron a buscar las vendas, los dos condenados miraron a su alrededor como bestias salvajes en presencia del cazador. Uno de ellos se persignó y el otro se rascó la espalda, iniciando una horrible sonrisa. Cuando, después de haberles vendado los ojos, les ataron al poste, doce soldados se adelantaron de sus filas con paso firme y se colocaron a ocho pasos frente a los sentenciados. Pedro volvió la cabeza para no ver lo que iba a ocurrir. De pronto resonó una descarga, que a Pedro le pareció más formidable que el tmeno más violento. Miró y en medio de una densa humareda vio a los franceses pálidos y temblorosos agrupados junto a una zanja. Se condujo a otros condenados, cuya mirada suplicante parecía demandar ayuda y socorro, como si se resistieran a admitir que se les quitase la vida. Pedro volvió de nuevo la cabeza y otro ruido ensordecedor hirió sus oídos. Con el corazón oprimido lanzó una mirada a todos cuantos le rodeaban y en todos los rostros observó el mismo sentimiento de estupor, de horror y de protesta.

— ¿Quién tiene la culpa de todo eso? ¡Todos sufren como yo! —murmuró.

— ¡Tiradores del 86, adelante! —gritó una voz.

El quinto, su vecino, fue conducido solo al poste. Estaba Pedro de tal modo poseído del terror que no acertó a comprender que él y los demás se habían salvado y que sólo se les había conducido allí para presenciar el suplicio. El quinto, el obrero que iba vestido con un redingote, se hizo rápidamente atrás al acercársele los soldados y se aferró a Pedro. Este se estremeció y se desasió de los brazos de aquel desgraciado que ni siquiera podia tenerse en pie. Los soldados lo cogieron de los brazos y le llevaron a rastras. Vociferaba desesperadamente, pero una vez colocado ante el poste guardó silencio como si comprendiera que sus gritos eran inútiles o como si confiara aún en salvarse. Esta vez la curiosidad se sobrepuso al horror y Pedro no volvió la cabeza ni cerró los ojos. Pedro, con los ojos fijos en él, no perdía el menor de sus movimientos. Debe suponerse que hubo una orden de mando y que a esta orden respondieron doce fusiles, pero no pudo recordar más tarde haberlos oido. De pronto, vio desplomarse el cuerpo del obrero, manar la sangre por dos sitios diferentes, ceder las cuerdas bajo el peso del cadáver, inclinarse su cabeza, doblarse sus piernas ... Nadie lo sostenía. Los que le rodeaban habían palidecido súbitamente, y, cuando el viejo soldado del bigote blanco desató las cuerdas, el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Torpemente lo cogieron los soldados, lo llevaron a rastras por detrás del poste; lo arrojaron sin el menor miramiento a la zanja abierta. Los propios soldados daban la sensación de unos criminales que se esforzaban en hacer desaparecer las huellas de su crimen. Pedro lanzó una mirada a aquella zanjá y vio el cadáver del obrero, cuyas rodillas tocaban la cabeza y con un hombro más alto que otro. Unos movimientos convulsivos sacudían aquel hombro que aún se levantaba y se encogía lentamente, pero las paletadas de tierra se sucedían sin cesar y pronto cubrieron el cuerpo de aquel desgraciado. Uno de los soldados, con voz impaciente e irritada, llamó a Pedro, pero éste ni siquiera le oyó y permaneció junto a la zanja. Cuando ésta estuvo cubierta se oyó otra voz de mando, Pedro fue conducido a su sitio, los soldados dieron media vuelta a la derecha y desfilaron frente al poste. La muchedumbre se fue dispersando poco a poco y todo el mundo caminaba en silencio y con la cabeza baja.

—Así aprenderán esos miserables incendiarios ... —dijo un francés.

Pedro se volvió para ver quién había pronunciado tales palabras. Era un soldado.

Trataba de consolarse de lo que había hecho, pero no pudo terminar la frase y se alejó con un gesto de desaliento.

Capítulo XI

No lo entendía, a pesar de que las palabras dirigidas por el oficial de guardia a Pedro eran bien claras y sencillas. Había sido indultado de la máxima pena y pasaba a ocupar el lugar de los prisioneros de guerra. Se le condujo a unas barracas construidas con planchas y maderos medio requemados y se le introdujo en una de ellas. Reinaba la más completa oscuridad. Una veintena de hombres le rodearon sin que acertara a adivinar por qué estaban allí y lo que harían de él. Oía palabras, contestaba a preguntas, veía y contemplaba todos aquellos hombres ... pero su pensamiento sólo funcionaba ya como una máquina.

A partir del momento en que había visto cometer por ciegos ejecutores aquellos terribles asesinatos, tenía la sensación de que el nervio que da a la vida su sentido había sido violentamente extirpado de su cerebro y que todo cuanto le rodeaba se había desplomado.

Se le instaló en un rincón de la barraca en medio de un grupo de hombres a quienes su presencia parecía divertir y distraer. Silencioso e inmóvil, sentado sobre la paja y apoyando la espalda en los maderos, abría y cerraba los ojos perseguido siempre por la horrible visión de las víctimas y de aquellos que, a pesar suyo, habían sido sus verdugos. Su vecino inmediato era un hombre pequeño y encogido y cuya presencia notó Pedro a causa del acre olor de sudor que despedia su cuerpo a cada uno de sus movimientos. Pedro no podía verle a causa de la oscuridad, pero sentía instintivamente que aquel hombre levantaba a menudo la cabeza para mirarle. Mirando a hurtadillas a Pedro se quitó la estrecha banda de tela que envolvía sus pies, volvió a enrollarla lentamente y con el mayor cuidado y luego efectuó la misma operación con el otro pie. Aquellos tranquilos movimientos que se sucedían con asombrosa regularidad, ejercieron una influencia sedante sobre los nervios de Pedro. El hombrecito se instaló lo más cómodamente posible en su rincón y se dirigió a Pedro.

— ¿Ha sufrido usted muchas miserias, señor?

Había en aquella voz gangosa tal acento de simpatía y de bondad que en el momento que Pedro iba a contestarle, se le humedecieron los ojos. El hombrecito lo adivinó y para darle tiempo a que se recobrara, continuó:

— ¡Vamos, amigo mió, no se lo tome usted así ...! Se padece una hora y se vive un siglo. A Dios gracias no estamos muertos todavía. Entre los hombres los hay buenos y malos.

Y diciendo esto se levantó con presteza y se alejó.

— ¡Ah! ¿Has vuelto ya, buena pieza? —dijo de pronto aquella voz simpática desde el otro extremo de la barraca—. ¡Has vuelto y eso es señal de que tienes buena memoria! —prosiguió el hombre, apartando con la mano a un perrito que daba saltos cerca de él.

Luego volvió a su sitio llevando en la mano un paquete envuelto con un trapo.

— Coma usted, señor —dijo a Pedro, desenvolviendo el paquete y ofreciéndole patatas cocidas al homo—. Este mediodia hemos tenido sopa, pero estas patatas son excelentes.

Pedro no habia probado bocado en todo el día y aquel olor le cosquilleaba agradablemente el olfato. Dio las gracias al hombre y aceptó el ofrecimiento.

- ¿Y las coméis tal cual? —preguntó al hombre cogiendo una patata.

La cortó en dos, la sazonó con un poco de sal que tomó del trapo, y se la ofreció a Pedro.

Y Pedro creyó no haber comido nunca nada tan exquisito.

— Todo esto no tiene importancia —dijo Pedro—, pero ¿por qué han fusilado a aquellos desgraciados ...? El último apenas tenia veinte años.

— ¡Chitón! —murmuró el hombre—. Y diga, señor, ¿por qué se ha quedado usted en Moscú?

— No crei que llegaran tan pronto. Me quedé por casualidad.

— ¿Y cómo le cogieron a usted? ¿En su casa?

— Salí a ver el incendio y entonces me detuvieron y me condenaron por incendiario.

— La injusticia reside donde está la justicia —sentenció el hombre.

— ¿Y hace mucho tiempo que estás tú aquí? —preguntó Pedro tuteándolo.

— ¿Yo? ... Desde el domingo; salí del hospital.

— ¿Eres, pues, soldado?

— Soldado del regimiento de Apcheron. La fiebre me iba consumiendo. Nada nos habían dicho. Estábamos allí hospitalizados veinte camaradas y ninguno de nosotros sabía nada de nada.

— ¿Y te aburres mucho aquí?

— ¿Cómo es posible no aburrirse? Me llaman Platón Karataiev —dijo el hombre a fin de facilitar la conversación entre ambos— y los camaradas me han sacado un apodo: el balconcillo ... ¿Cómo quieres que no esté triste? —añadió tuteándole a su vez—. Moscú es la madre de todas las ciudades. Pero, dime, tú posees, sin duda, tierras y una casa, tu vaso debe de estar siempre lleno ... Tal vez tengas también mujer ... Y tus padres, ¿viven todavía?

Aun cuando Pedro no veía a su interlocutor, sentía que le sonreía amistosamente y que experimentaba un sincero pesar al saber que ya no tenía padres, sobre todo de que ya no tenía madre.

— La mujer os aconseja, la suegra os regala ... pero nada hay como la madre. ¿Tienes hijos?

La respuesta negativa de Pedro pareció contrariarle y se apresuró a añadir:

— Los dos sois jóvenes, vivid en plena armonía y Dios os los concederá.

— ¡Oh , ahora ya todo me es indiferente! —contestó Pedro a pesar suyo.

— No se escapa uno de las miserias ni de la cárcel, amigo mío —repuso el hombre tosiendo ligeramente para aclarar su voz, dispuesto a dar cima a un largo relato—. También yo fui propietario, poseíamos muchas tierras y a Dios gracias, nosotros y los campesinos vivíamos holgadamente. El trigo rendía siete por uno, éramos felices y vivíamos como buenos cristianos; pero he aquí que un día ...

Y Platón Karataiev refirió cómo habiendo sido visto por un guarda campestre en un bosque vecino, había sido abofeteado y que después de juzgarle le enrolaron en el ejército.

— Pues bien, querido —prosiguió, sonriendo—, yo creía que aquello era una desgracia y ha sido una suerte que nos ha sobrevenido. Si yo no hubiera cometido aquella falta, hubiera sido mi hermano el que se hubiese visto obligado a partir dejando detrás de él cinco hijos. En cambio, yo no dejé más que mi mujer ... Tenia una hijita, pero el buen Dios la llamó a si. Fui a mi casa con permiso y, ¿qué voy a decirte? Viven mejor que antes, porque hay menos bocas que alimentar. Las mujeres estaban en casa y los dos hermanos habian salido de viaje. Sólo se quedó Miguel, el pequeño ... Y mi padre me dijo: Para mi, mis hijos son todos iguales. En cualquier dedo que uno muerda el dolor es el mismo. Si no se hubiera marchado Platón le hubiese tocado a Miguel. Entonces nos reunió a todos ante las imágenes: Miguel —dijo—, ven acá, inclínate hasta el suelo ante El y también tú, mujer, y vosotros, mis nietecitos ... ¿Me has comprendido? ... Y asi es, amigo mío. Es el azar quien escoge y nosotros juzgamos y nos quejamos ... Nuestra felicidad, amigo mío, es como el agua en las redes del pescador: tiras de ellas y parecen llenas; las sacas y nada encuentras.— Hubo unos instantes de silencio y luego Platón se levantó—. ¿Acaso quieres dormir? —Y comenzó a persignarse rápidamente murmurando—: —¡Señor mío Jesucristo, San Nicolás, Floro y Laura, apiadaos de nosotros!

Se inclinó hasta que la cabeza le tocó el suelo, se levantó, exhaló un suspiro, se acostó sobre la paja y se cubrió con un capote.

— ¿Qué oración es ésta que acabas de decir?

— ¿Qué? —murmuró Platón, que estaba ya adormilado—. He rezado, eso es todo ...

- ¿Acaso tú no rezas?

— Sí, también rezo, pero, ¿qué estabas diciendo de Floro y de Laura?

— ¡Cómo! ¿No sabes, por ventura, que son los santos patronos de los caballos? No hay que olvidarse nunca de los animales. Ahí tienes a ese bribón que ha venido a abrigarse y calentarse aquí —añadió , pasando la mano sobre el lomo del perro que se había apelotonado a sus pies.

Luego se volvió y acabó por dormirse.

Fuera, en la lejanía, oíanse gritos de dolor y de angustia y por las hendiduras de las planchas y maderos mal ajustados se filtraba la luz siniestra del incendio.

Capítulo XII

Ni las reconvenciones de su tía, para que no se moviera de su lado, pudieron detener a la princesa María, que supo por Rostov que su hermano se encontraba en Yaroslavl, y decidió trasladarse allí. Las dificultades con que pudiera encontrarse por el camino no la hicieron vacilar un solo instante. Su deber era ir a cuidar a su hermano enfermo, quizá moribundo, y llevarle a su hijo. Si el príncipe Andrés no la reclamaba se debía, sin duda, a que se lo impedía su debilidad extrema o el temor que respecto a ella y a su hijo le inspiraba aquel largo y penoso viaje. En pocos días la princesa María ultimó sus preparativos. Verificó el viaje en el mismo coche con que efectuó el trayecto hasta Voronej, una brichka y un carro.

Marchaban con ella la señorita Bourrienne, el pequeño Nicolás y su preceptor, la anciana criada, tres doncellas, el viejo Tikho, un joven lacayo y un correo que su tía le había cedido para acompañarla. La princesa María tuvo que hacer un rodeo por Lipetsk, Ríazán y Vladímir, donde ni siquiera había la esperanza de encontrar caballos de posta, por lo que emprendía un viaje tanto más peligroso cuanto que, según se decía, se había visto a los franceses en los alrededores de Riazán. La firmeza y la incesante actividad de la princesa María causaron la admiración de la señorita Bourrienne, Desalíes y todos cuantos formaban parte de la comitiva.

El dolor impreso en su rostro macilento hacía temer a cuantos la rodeaban que cayera enferma, pero, por el contrarío, las dificultades y las preocupaciones del viaje redoblaron sus fuerzas al distraerla y obligarla a olvidar, momentáneamente al menos, el objeto de su viaje.

Sin embargo, al acercarse a la ciudad, ante la idea de que dentro de unas horas iban a confirmarse sus temores, su emoción no conoció ya límites. Se envió al correo adelante para que averiguara dónde estaban alojados los Rostov y se informara del estado del príncipe Andrés. Cumplido el encargo volvió sobre sus pasos y salió al encuentro del coche en el momento en que éste entraba en la ciudad. La mortal palidez de la princesa María, que había asomado la cabeza por la portezuela del coche, le dejó aterrado.

— Tengo todas las informaciones que usted desea, Excelencia. La familia Rostov habita no lejos de aquí, en casa del comerciante Bronnikov, a orillas del Volga.

La princesa María le miró fijamente, preguntándose, asustada, por qué no respondía a su principal pregunta: ¿Y mi hermano? La señorita Bourrienne se encargó de ello.

— ¿Cómo se encuentra el príncipe?

— Su Excelencia está con la familia.

Así vive..., pensó la princesa ...

— ¿Cómo se encuentra? —añadi ó en voz alta.

— Los criados dicen que sigue igual.

¿Qué significaban aquellas palabras? Tuvo miedo de preguntarlo, y lanzó una mirada a su sobrino, sentado frente a ella. El chiquillo estaba muy contento porque vería una gran ciudad. La princesa María bajó la cabeza y no volvió a levantarla hasta que el pesado vehículo, traqueteando y con el agudo chirrido de sus ruedas, se detuvo bruscamente. Bajaron el estribo y abrieron la portezuela. La princesa Maria vio a izquierda una ancha capa de agua: era el rio; a la derecha, el pórtico de una casa bajo el cual esperaban varios criados y una muchacha de tez fresca y rosada, en cuyo hermoso rostro, enmarcado por largas trenzas de negros cabellos, se dibujaba una forzada sonrisa: era Sonia.

La princesa subió rápidamente los escalones. Entonces Sonia, con visible turbación, dijo:

— ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Y la princesa se encontró de pronto en el vestíbulo, frente a una mujer de edad avanzada, de tipo oriental, que presurosamente había salido a su encuentro.

Era la condesa, que, trastornada por la emoción, le recibió en sus brazos y la besó rápidamente.

— ¡Sabes cuánto te quiero, hija mía, y hace mucho tiempo que te conozco!

La princesa María se dio cuenta de que aquella mujer era, efectivamente, la condesa y creyó su deber corresponder a aquella efusión. No sabiendo qué decir, murmuró algunas palabras en francés y preguntó:

— Y él, ¿cómo se encuentra?

— El doctor asegura que está fuera de peligro —repuso la condesa, levantando los ojos al cielo y dando un suspiro que estaba en contraposición con sus palabras.

— ¿Dónde está? ¿Puedo verlo?

— Ciertamente, hija mia. ¿Es su hijo? —añadió la condesa al ver entrar a Nicolás con su preceptor—. ¡Qué niño más encantador! La casa es grande y habrá sitio para todo el mundo.

Acariciando al chiquillo, la condesa condujo a la princesa y a sus acompañantes al salón donde estaba Sonia conversando con la señorita Bourrienne. El conde acudió a saludar a la princesa María, que lo encontró muy cambiado desde la última vez que le había visto.

A pesar del deseo que acuciaba a la princesa por ver lo más pronto posible a su hermano y de la desazón que en aquel momento le causaban la cortesía con que la trataban y los cumplidos que dirigían a su sobrino, no por ello dejaba de observar cuanto acontecía a su alrededor. Hacíase cargo que no podía por menos de conformarse provisionalmente a aquel estado, de cosas y aceptar, sin demasiada amargura, las consecuencias que de él pudieran derivarse.

— Es mi sobrina —dijo el conde, presentándole a Sonia—. Creo, princesa, que no la conoce usted.

La princesa se volvió y, tratando de dominar el instintivo sentimiento de hostilidad que la sola presencia de Sonia había despertado en ella, la abrazó y la besó. Sin embargo, la falta de armonía entre su estado de ánimo y el de toda aquella gente, la apesadumbraba sobremanera.

— ¿Dónde está? —preguntó de nuevo, dirigiéndose a todos los presentes.

— En el piso de abajo. Natacha le hace compañía —repuso Sonia sonrojándose—. Sin duda estará usted cansada, princesa.

Lágrimas de impaciencia asomaron a los ojos de la princesa. Se volvió e iba a solicitar a la condesa que la dejara trasladarse junto a su hermano, cuando se oyó el rumor de unos pasos rápidos. Era Natacha, aquella Natacha que tanto le había desagradado en ocasión de la primera entrevista que había tenido con ella, pero bastó una mirada para que la princesa descubriera que simpatizaba completamente con ella y que compartía sinceramente su dolor. Se precipitó hacia Natacha, la besó y prorrumpió en sollozos.

No abrigaba ya su corazón el pensamiento egoista de unir para siempre su porvenir con el del príncipe Andrés. Así le hizo adivinarlo, a la primera mirada, el delicado instinto de la princesa María, y aquel descubrimiento mitigó la amargura de sus lágrimas.

— Vamos a verlo, María —dijo Natacha acompañándola a otra habitación.

La princesa levantó la cabeza y se enjugó los ojos, pero en el momento en que quiso formular una pregunta a Natacha, se contuvo.

Por su parte, la duda y la ansiedad atenazaban a Natacha. ¿Debería o no decir lo que sabía? ¿Cómo era posible silenciar la verdad ante aquellos ojos tan luminosos a los que no se podía engañar y que se adentraban en ella hasta el fondo de su corazón? A Natacha le temblaron los labios, su boca se contrajo y, rompiendo en sollozos, ocultó el rostro entre sus manos. ¡La princesa María lo había comprendido todo! No obstante, la princesa, resistiéndose a perder toda esperanza, preguntó a Natacha cuál era el aspecto de la herida y si el estado general del enfermo continuaba siendo el mismo.

— Ya lo verá ... ya lo verá usted —dijo Natacha llorando.

Ambas permanecieron unos instantes en la habitación contigua a la del enfermo a fin de reponerse de su emoción.

— ¿Cómo ha ido eso? —preguntó la princesa María.

Natacha le contó brevemente que, al principio, la fiebre y los padecimientos habían hecho temer un desenlace fatal. El doctor temía que sobreviniera la gangrena, pero este peligro había ya pasado y todo el mundo se tranquilizó un poco. Luego, cuando llegaron a Yaroslavl, se produjo la supuración y el doctor abrigaba aún esperanzas de que la dolencia seguiría su curso regular, pero se presentó de nuevo la fiebre aun cuando nada hacía temer que ... En fin, desde hace dos días —terminó diciendo Natacha— aquello se produjo sin saber por qué causas ... Usted misma lo verá.

— ¿Está muy débil? ¿Ha adelgazado mucho?

— No, no se trata de eso, es mucho peor, ya lo verá usted, María ... Es demasiado bueno, demasiado bueno para este mundo ... No puede vivir, y entonces ...

Capítulo XIII

Natacha abrió la puerta para dejarla pasar delante, y la princesa María tuvo un instante de vacilación, temerosa de echarse a llorar en presencia de su hermano, tan pronto como le viera consumido por la fiebre, muriéndose.

Comprendía muy bien el significado de las palabras de Natacha y qué era aquello que desde hacía dos días había sobrevenido a su hermano. Comprendió también que aquel estado de ánimo, tierno y humilde, de Natacha era el heraldo de la muerte.

Representábase en imaginación el rostro de su Andriuscha tal cual lo había conocido en su infancia y cuya dulce y afectuosa expresión tanto la conmovía cuando, ya hombre, se reflejaba todavía en él.

El principe Andrés volvió los ojos hacia las dos mujeres. Yacía en un amplio diván con la cabeza reclinada sobre varios almohadones, vestía un balín forrado de cebellina, estaba muy pálido y delgado y mientras con una mano de una blancura casi transparente sostenía un pañuelo, con la otra se atusaba su largo y fino bigote.

La princesa María moderó inmediatamente el paso. Cuando vio la expresión de la fisonomía y la mirada de su hermano, cesó de sollozar, y sintió miedo como si fuera culpable.

Luego el príncipe Andrés besó a su hermana.

— Buenos días, María, ¿cómo has podido llegar hasta aquí? —le preguntó con una voz que, lo mismo que su mirada, parecía emerger de un cuerpo extraño.

Un grito de desesperación hubiera impresionado menos a la princesa María que el acento de aquella voz.

— ¿Has traído al pequeño? —preguntó con dulzura después de hilvanar sus recuerdos con visible esfuerzo.

— ¿Cómo te encuentras ahora? —preguntó la princesa María maravillándose a sí misma por haber hecho esa pregunta.

— Pregúntaselo al doctor, querida. —Y tratando de mostrarse afable añadió con un murmullo—: Gracias, amiga mía, por haber venido.

Su hermana le estrechó la mano y aquella ligera presión hizo fruncir el ceño del príncipe Andrés. Guardó silencio; en cuanto a la princesa, no sabía ya qué decir.

— ¡Qué extraño azar del destino es el vernos ahora aquí reunidos! —dijo, rompiendo el silencio y señalando a Natacha—. Ya vez como me cuida.

La princesa María le estaba escuchando con la mayor estupefacción. ¿Cómo era posible que su hermano, cuyos sentimientos eran tan delicados, se expresara de aquel modo en presencia de aquella a quien amaba y por quien era amado? Si creyera volver a la vida no hubiese empleado sin duda aquel tono de hiriente frialdad.

La conversación, tensa, embarazosa, decaía cada vez más.

— María ha pasado por Riazán —dijo Natacha.

El principe Andrés no pareció mostrarse sorprendido de que Natacha llamara a su hermana por su nombre de pila, pero de ello y por primera vez sí se dio cuenta Natacha.

— ¿Y qué cuenta? —preguntó el príncipe Andrés.

— Le han dicho que Moscú está incendiado, totalmente incendiado y que ...

Natacha advirtió que el príncipe Andrés se esforzaba en vano para escucharla y dejó la frase sin terminar.

— Sí, eso dicen —murmuró el príncipe Andrés—. ¡Es muy triste! Y dejando vagar su mirada, se atusó el bigote.

— ¿Y tú, María?, ¿has encontrado al conde Nicolás? —preguntó—. Ha escrito a los suyos que le habías gustado mucho —continuó, pronunciando claramente las palabras y sin alcanzar a comprender el alcance que encerraba aquella frase para quienes están sumidos en la vida habitual—. Y si él no te desagrada, en tal caso no hay más que hablar. Ya podéis casaros.

Al oír aquellas palabras, la princesa María comprendió cuál era la distancia que separaba a su hermano de este mundo.

— ¿Por qué hemos de hablar de mí? —dijo la princesa con voz tranquila y dirigiendo una mirada a Natacha, que no levantó los ojos.

Hubo un prolongado silencio.

— Andrés, ¿quieres ...? —preguntó de pronto la princesa María con voz trémula—: ¿Quieres ver al niño? Siempre está pidiendo ir a tu lado.

El principe Andrés sonrió imperceptiblemente. Su hermana que conocía perfectamente el significado de cada expresión de su rostro, comprendió aterrada que aquella sonrisa no se debía a ningún sentimiento de alegría o de ternura, sino a un sarcasmo de que hacía uso en última instancia para despertar en él una emoción que iba extinguiéndose poco a poco.

— Sí, me gustaría verlo. ¿Está bien?

Condujeron al niño a la habitación. Al ver a su padre, que le dio un beso, se asustó, y aunque no supo qué decirle, no lloró, porque nadie de los que allí se encontraban lloraba.

Cuando se llevaron de nuevo al chiquillo, la princesa María se acercó a su hermano y, no pudiéndose contener por más tiempo, prorrumpió en llanto.

El príncipe Andrés la miró fijamente.

— ¿Lloras por el pequeño?

La princesa asintió con la cabeza.

— No debes llorar aquí —añadió el príncipe, sin dar muestras de la menor emoción.

El príncipe Andrés comprendió que las lágrimas de su hermana eran debidas a aquel niño que pronto sería huérfano y trató de esforzarse para asirse a la vida que iba desprendiéndose de él.

El hijo del príncipe Andrés tenía siete años. No sabía nada, ni siquiera leer, pero en el caso de que hubiera sido un hombre hecho y derecho y en plena posesión de sus facultades, no hubiese comprendido mejor ni más profundamente la escena que presenció entre su padre, la princesa María y Natacha. Esta le acompañó fuera de la habitación. El pequeño Nicolás la siguió sin decir una sola palabra, se acercó a ella levantando con timidez sus hermosos ojos pensativos, reclinó su cabeza sobre el pecho de Natacha, sus delgados labios se pusieron a temblar y rompió a llorar dulcemente.

A partir de aquel día, el pequeño Nicolás rehuía el encuentro con Desalíes y de la vieja condesa, pese a que ésta le abrumaba con sus cuidados. Prefería estar solo o con su tía y Natacha, por quien había tomado singular afecto, y a ambas les prodigaba silenciosas caricias.

Capítulo XIV

Sentía un despego a todo interés terrenal. El príncipe Andrés sabía que se moría y era aquélla la extraña sensación que experimentaba, y la no menos radiante y extraña sensación de bienestar en su alma. Esperaba, sin prisas y sin inquietud, lo que sabía era inevitable. Ese algo amenazador, eterno, desconocido y lejano que durante toda su vida no había cesado de presentir estaba ahora allí, a su vera; lo adivinaba, casi lo tocaba ...

Antaño había temido a la muerte. Por dos veces había pasado por esa dolorosa y terrible agonía de la angustia, pero en aquel momento no la temía.

Poco después de aquella noche de delirio en que se le apareció aquélla a quien deseaba nuevamente encontrar, después que ella posó sus labios en su mano volvió a sentirse unido a la existencia.

Pensamientos confusos y alegres le asaltaban de continuo. Recordó el momento en que vio a Kuraguin a su lado en la ambulancia y se reconoció incapaz de retornar a los sentimientos que entonces había experimentado. En su delirio, le atormentaba el deseo de saber si pertenecía aún a este mundo, pero no se atrevió a preguntárselo a los que le rodeaban.

La enfermedad había seguido su curso normal y aquello que le había sobrevenido desde hacía dos días, como decía Natacha a la princesa María, no era sino la lucha suprema entre la vida y la muerte ... La muerte era la más fuerte, y aquel renacer amoroso que le inspiraba Natacha no era sino la confesión involuntaria de valor que daba a la vida y la postrer rebeldía de su ser contra el terror de lo desconocido.

Una tarde en que se había adormilado, agitado como estaba siempre a aquella hora por una ligera fiebre que prestaba una gran lucidez a sus ideas, experimentó de pronto un sentimiento de inefable bondad.

— ¡Ah! —se dijo—. Ella ha entrado.

Era Natacha que venía de puntillas a ocupar su sitio habitual a la cabecera del enfermo y cuya proximidad sentía instintivamente el príncipe Andrés.

Natacha se sentó en el extremo de una gran butaca y con su cabeza interceptaba la luz de la bujía. Desde el día que el príncipe Andrés le había dicho que nadie cuida a los enfermos mejor que las viejas mujeres que hacen punto de media, Natacha se había entregado con gran esmero a esta tarea.

El príncipe Andrés la miró sin hacer ningún movimiento y vio como su pecho aleteaba suavemente al ritmo de su respiración. Los primeros días que volvieron a estar juntos, el príncipe Andrés había confesado a Natacha que si recobraba la salud daría eternamente gracias a Dios por haber recibido aquella herida que habia sido la causa de su reconciliación. Sin embargo, no había vuelto a hablar de ello.

¿Y por qué no ha de ser posible? —pensaba, prestando oídos al rumor de las agujas—. ¿Por qué nos ha reunido el destino si es para hacerme morir? ¿Acaso se me ha revelado la verdad de la vida para abandonarme en la mentira?, se dijo, lanzando un profundo gemido como solía hacerlo durante sus interminables horas de sufrimiento.

Al oír aquella queja, Natacha dejó su labor encima de la mesa, se acercó al enfermo y, al ver sus ojos brillantes dijo:

— ¿No duermes?

— No; hace mucho tiempo que te estoy mirando; te vi cuando entraste. Nadie como tú me hace sentir esta dulce tranquilidad ... esta luz ... He estado a punto de llorar de felicidad.

Natacha se aproximó aún más y el rostro del enfermo se iluminó de alegría y de pasión.

— Natacha, te amo demasiado, te amo más que a nada en el mundo.

- ¿Y yo ...?

Y Natacha volvió un momento la cabeza.

— ¿Por qué demasiado?

— ¿Por qué ...? Pues bien, dime la verdad, dime lo que se oculta en el fondo de tu corazón. ¿Viviré? ¿Qué piensas?

- ¡Estoy segura de ello! —exclamó Natacha cogiéndole las dos manos con creciente exaltación.

El príncipe se calló.

— ¡Cuan dichoso sería! —repuso el enfermo al cabo de unos segundos. Luego cogió la mano a Natacha y la besó.

Natacha era feliz, pero, recordando en el acto que una emoción demasiado fuerte podía ser fatal, dijo:

— No has dormido. Tienes que dormir; te lo suplico.

El príncipe oprimió de nuevo la mano y Natacha volvió a su sitio. Dos veces Natacha se volvió y, encontrando fijos en ella los ojos de Andrés, redobló la atención que tenía puesta en su trabajo con objeto de no levantar más los ojos. Al poco rato el príncipe se durmió.

El frío sudor de que estaba empapado acabó por despertarle. Hizo un movimiento y Natacha se acercó a él y le preguntó si deseaba alguna cosa. El príncipe Andrés ni siquiera comprendió la pregunta y fijó en ella una extraña mirada. Era aquello de que Natacha había hablado con la princesa María. A partir de aquella hora, la fiebre tomó un carácter maligno y, a pesar del dictamen de los médicos, a Natacha no le cabía la menor duda acerca del alcance de los síntomas morales que se observaban en el enfermo con una horrible intensidad.

Los últimos días y las últimas horas del enfermo transcurrieron apaciblemente y sin que se produjera ningún cambio.

La princesa María y Natacha no se separaban de él un solo instante, pero comprendían que sus cuidados los prodigaban únicamente a lo que muy pronto no sería para ellas más que un querido y lejano recuerdo, puesto que el alma del príncipe Andrés no pertenecía ya a este mundo y sólo tenían ante ellas su envoltura material.

El príncipe Andrés se confesó, comulgó y se despidió de los suyos. Cuando le trajeron a su hijo, rozó su mejilla con sus labios y volvió la cabeza, no por el pesar que le causaba abandonar la vida, sino porque suponía que era aquello todo cuanto esperaban de él. Sin embargo, le rogaron que bendijese al niño. Así lo hizo y dirigió después una mirada interrogadora a cuantos le rodeaban. Parecía preguntarles si aún tenía otra cosa que hacer, y poco después exhaló el último suspiro en los brazos de la princesa María y de Natacha.

— ¡Todo ha terminado! —dijo la princesa María al cabo de unos instantes.

Natacha se inclinó sobre el príncipe Andrés, miró sus ojos sin vida y los cerró.

Cuando fue depositado en el féretro, todos se acercaron para darle el último adiós. El niño sentía su corazón desgarrársele ante aquella terrible sorpresa. Todos lloraban: la condesa, Sonia, Natacha y el viejo conde, quien presentía que pronto franquearía también aquel misterioso umbral.

Natacha y la princesa María lloraban no solamente a causa de su propio dolor, sino por la terrible emoción que las embargaba al verse en presencia del misterio tan solemne y tan sencillo de la muerte.
Presentación de Omar CortésUndécima parteDecimatercera parteBiblioteca Virtual Antorcha