Presentación de Omar CortésDecimacuarta parteEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




DECIMAQUINTA PARTE

CAPÍTULO I

Cuando se trata de ver morir a un ser amado, uno siente, al margen del terror que causa el espectáculo de la destrucción, algo asi como un desgarramiento interior. Es lo mismo que cuando un hombre ve morir a un animal cualquiera.

Esta herida del alma mata o se cicatriza como una herida ordinaria, pero permanece siempre sensible y supura al menor contacto afectivo.

La princesa María y Natacha tuvieron de ello una triste experiencia después de la muerte del príncipe Andrés. Moralmente encorvadas y abrumadas bajo la influencia de la amenazadora nube de la muerte que habían visto durante tanto tiempo sobre sus cabezas, no se atrevían ya a mirar la vida de frente y sólo encontraban fuerzas para preservar su herida, siempre sangrante, de las dolorosas impresiones del exterior.

La princesa María, por su situación personal e independiente y por las obligaciones que le imponía la tutela de su sobrino, fue la primera que se aligeró del ambiente de dolor y de tristeza en que había estado sumida durante dos semanas. Tenía que contestar una carta; el pequeño Nicolás habia cogido un resfriado a causa de la humedad de su habitación; Alpatitch, que había llegado de Yaroslavl, presentaba la cuenta de los gastos ... Este le aconsejó que regresara a Moscú y se estableciera de nuevo en su casa, que había quedado intacta y que sólo exigía ligeras reparaciones. La vida habitual seguía, pues, su curso que no era posible detener. Le era penoso a la princesa María salir de su contemplativa soledad, y aunque le dolía dejar sola a Natacha, no podía obrar de otro modo. Ocupóse, pues, de los preparativos para su retorno a Moscú.

Desde que la marcha fue decidida, Natacha procuraba rehuir la presencia de la princesa María y se entregaba al más completo aislamiento. Ésta propuso a la condesa llevarse con ella a Natacha.

— No iré a ninguna parte —repuso Natacha—; sólo pido una cosa: que me dejen en paz. —Y salió precipitadamente de la habitación, conteniendo a duras penas unas lágrimas que más que de dolor eran de cólera.

Desazonada por el abandono de la princesa María, Natacha pasaba la mayor parte de su tiempo sola en su habitación, hundida en un ángulo del diván, estrujando o desmenuzando inconsciente y maquinalmente cuanto caía en sus manos, mientras sus ojos inmóviles miraban, sin ver, en el espacio. Su soledad la fatigaba, la extenuaba, pero le era necesaria.

Un día a fines de diciembre, con los cabellos descuidadamente peinados, un vestido negro de lana, pálido y adelgazado el rostro, estaba echada como de costumbre en un rincón del diván. Con los ojos fijos sobre la puerta parecía mirar el lugar por donde él había desaparecido. Entonces, aquella orilla desconocida de la vida, en la que hasta aquel día aciago ni siquiera había pensado, aquella orilla que siempre le había parecido lejana y problemática, se acercaba a ella, hacíase visible y casi palpable, mientras que aquella en que ella habia permanecido se le antojaba desierta, desolada, llena de sufrimientos y de lágrimas. Al buscarle donde sabía que habia de estar, se lo representaba de muy distinto modo de como lo habia visto los últimos tiempos: veía su rostro, oía su voz y repetía sus palabras, añadiendo otras muchas que se imaginaba haber escuchado ... ¡Ahí está! ... Está tendido en su butaca, con su vestido de terciopelo forrado, con la cabeza apoyada en su mano blanca y diáfana ...; su pecho está hundido, los hombros levantados, sus labios apretados, sus ojos brillantes y su frente pálida surcada de profundas arrugas. Una de sus piernas tiembla imperceptiblemente y Natacha adivina que está luchando contra un terrible dolor ... ¿Qué clase de sufrimientos son éstos? ¿Qué es lo que siente?, se pregunta. Pero él se ha dado cuenta de su preocupación; la mira y le dice gravemente: Unirse para toda la vida a un hombre que sufre es una cosa horrible, es un tormento eterno ... Y trata de penetrar el pensamiento de Natacha. Ésta responde como respondía siempre: Eso no puede durar. Pronto estarás bueno. Pero la mirada severa y escrutadora del príncipe Andrés le dirige un reproche lleno de desesperación ... Yo le había dicho —pensaba Natacha— que continuar así enfermo sería, en efecto, terrible, pero él ha dado otro sentido a mis palabras; lo decía refiriéndome a él y creyó que hablaba de mí, pues entonces se aferraba aún a la vida y temia la muerte ... Hablé sin reflexionar, pues, de no ser así, le hubiera dicho que era preferible verlo siempre moribundo que experimentar lo que ahora siento. Es inútil pensar en reparar mi falta. Jamás lo sabrá.

Sin embargo, en el momento en que se figuraba asir lo inasequible, entró Duniatcha, la doncella, con el rostro desencajado y, sin preocuparse por el efecto que podía producir su brusca aparición, dijo, sollozando, a Natacha:

— ¡Pronto, señorita, ha ocurrido una desgracia! ¡Pedro Ilitch ... una carta!

Capítulo II

Sus padres, Sonia, todos en general, tal vez por ser miembros de la familia, causaban una instintiva aversión a Natacha, aversión que cada día se acentuaba más y más. En el mundo ideal que ahora la absorbía las palabras, los hechos de aquéllos sonaban falsamente a sus oídos. Su indiferencia se habia trocado en hostilidad. Escuchó las palabras de Duniatcha a propósito de Pedro sin llegar a comprenderles. ¿De qué desgracia me habla? ¿Qué puede ocurrirles a ellos cuyos días discurren y se suceden con la misma tranquilidad?, se preguntaba.

Cuando entró en el salón, su padre salía de la habitación de la condesa. Su rostro contraído aparecía anegado en lágrimas. Al ver a su hija hizo un gesto desesperado y rompió en sollozos desgarradores. Luego, murmuró con voz entrecortada:

— ¡Petia, Petia! ... ¡Ve, tu madre te llama!

De repente, una especie de corriente sacudió el cuerpo de Natacha y le oprimió dolorosamente su corazón. Creyó morir, pero aquella terrible angustia fue seguida inmediatamente de una sensación de bienestar. La princesa María cogió a Natacha de la mano y murmuró unas palabras, pero ésta, no pudiendo resistir el verla y el oírla, se precipitó hacia su madre y se detuvo un instante delante de ella como si luchara consigo misma.

— ¡Natacha! —exclamó la condesa—. ¡No es verdad! ¡Mienten, todos mienten! ... ¡Natacha! —prosiguió, apartando a los que la rodeaban—. ¡Dime que no es verdad!

Natacha se postró de hinojos ante la butaca, levantó la cabeza y juntó su mejilla con la de su madre.

— ¡Mamá, mamá querida, estoy aqui, mamá! —murmuraba ininterrumpidamente.

Y cogiéndola en sus brazos luchaba tiernamente con ella, la rodeaba de almohadones, la obligaba a beber un poco de agua y le desabrochaba su vestido.

— ¡Estoy aquí, mamá, estoy aqui! —seguía diciendo Natacha, derramando copiosas lágrimas y bajando la cabeza.

La condesa oprimió la mano de su hija, cerró los ojos y pareció tranquilizarse un momento. De pronto, incorporándose con un violento esfuerzo, paseó en torno de ella una mirada vaga y al ver a su hija le cogió la cabeza entre las manos y la estrechó en su seno con todas sus fuerzas.

— ¿Me quieres, Natacha? —le dijo en voz queda—. ¿No me engañarás? ¿Me dirás la verdad?

Natacha, con los ojos empañados por las lágrimas, parecía implorar su perdón.

— ¡Mamá querida! —exclamó , aplicándose con todo su fervor filial a consolar a su madre del terrible dolor que la abrumaba. Entretanto, la condesa, impotente para conjurar la horrible realidad, se obstinaba en desechar la idea de que ella pudiera estar en vida mientras su hijo bienamado acababa de morir en la flor de la juventud, y sumíase de nuevo en el mundo del delirio para escapar a la fatal verdad.

Natacha no hubiera podido explicar cómo transcurrieron aquella primera noche y el día siguiente. No durmió y no se separó un solo instante de su madre. Durante la tercera noche, aprovechando un momento de amodorramiento de su madre, acababa de cerrar los ojos reclinando su cabeza contra el brazo de la butaca, cuando un crujido del lecho hizo abrírselos bruscamente y vio que la enferma, sentada sobre la cama, le hablaba en voz baja:

— ¡Qué contenta estoy de que hayas regresado! ... ¿Estás cansado? ... ¿Quieres té?

Natacha se acercó a su madre.

— ¡Estás hecho todo un hombre! —prosiguió la condesa, cogiendo la mano de su hija.

— ¡Mamá ! ¿A quién estás hablando?

— ¡Natacha, está muerto, está muerto! ... ¡Ya no le veré más!

Y echándose en brazos de su hija rompió a llorar por primera vez.

Capítulo III

El viejo conde, y Sonia también, hacían vanos intentos por reemplazar a Natacha, siendo ésta la única que podía impedir que la condesa se precipitara por aquella pendiente rayana en la locura.

Durante tres semanas permaneció constantemente al lado de la condesa, dormitando en una butaca junto a ella. Le daba de comer, de beber y no cesaba de dirigirle dulces y tiernas palabras.

La herida de aquella pobre alma no podía cicatrizarse. Petia se habia llevado, al morir, la mejor parte de la vida de su madre. Al cabo de un mes, la pobre mujer, a quien la noticia de la muerte de su hijo había sorprendido ágil y robusta en sus cincuenta años, salió de su habitación envejecida, medio muerta y sin ningún interés por la existencia.

Pero la herida, que fue casi mortal para la condesa, resucitó a Natacha y la sacó del estado letárgico en que se hallaba sumida. Natacha habia creído que su vida ya habia terminado, mas su cariño por su madre le demostró que la esencia de su ser, es decir, el amor, era aún vivo en ella y, al estar de nuevo presente en su alma, renació a la vida.

Los últimos días del principe Andrés habían acercado a Natacha a la princesa María, pero aquella nueva desgracia las unió todavía más. Esta última habia aplazado su marcha y cuidó abnegadamente a Natacha, cuyas fuerzas físicas habían sido sometidas a una prueba demasiado dura en la habitación de su madre y que, a su vez, habia caído enferma.

Un día, la princesa María se dio cuenta de que Natacha sentía escalofríos. La obligó a que se trasladara a su habitación, la acostó en su cama, corrió las cortinas y se disponía a irse cuando Natacha la llamó:

— No tengo sueño, María; quédate conmigo.

— Estás cansada, tienes que dormir.

— No, no, ¿por qué me has traído aqui? ... Mamá me llamará.

— No, querida, precisamente hoy se encuentra mucho mejor.

Natacha, tendida en la cama, examinaba en la semioscuridad las facciones de la princesa María. ¿Se parece a él? —se preguntaba Natacha—. Si y no: tiene algo de particular, extraño, algo que me es desconocido ... pero me quiere y su corazón es bueno ... pero, ¿qué piensa de mí? ¿Cómo me juzga?

— Macha —dijo tímidamente, atrayendo con la mano hacia sí a la princesa María—. No creas que yo sea mala. No, amiga mia, te aseguro que te quiero. Seamos amigas, muy amigas.

Y le cubrió de besos el rostro y las manos.

La princesa María, confusa y turbada, correspondió, no obstante, gozosamente a aquella expansión.

A partir de aquel día ambas sintieron mutuamente aquella amistad exaltada y apasionada que sólo es dable hallar entre mujeres. Se besaban a cada instante, cambiaban palabras cariñosas y pasaban juntas la mayor parte del día. Si una se marchaba, la otra estaba inquieta y no se tranquilizaba hasta que la primera había vuelto. Se sentían más en paz consigo mismas reunidas que separadas.

Natacha había adelgazado mucho y estaba tan débil que cuando le hablaban acerca de su salud experimentaba un cierto placer. Mas de pronto, súbitamente, se sintió invadida, no por el miedo a la muerte, sino por el temor a la enfermedad y al agotamiento de su belleza. Contemplaba entonces en el espejo su rostro hundido y macilento y, sorprendiéndose del cambio sobrevenido en sus facciones, las examinaba con tristeza. Era inevitable, decíase, y, no obstante, la asaltaba el miedo y deploraba la mudanza que se había operado en ella.

Un día que subió demasiado aprisa la escalera, tuvo que detenerse por faltarle el aliento y halló en ello un motivo para volver a bajar y nuevamente a subir: buscaba así el modo de medir sus fuerzas. En otra ocasión llamó a Duniatcha y le faltó la voz. A pesar de que oía que la doncella se acercaba, la llamó de nuevo a gritos, como cuando cantaba, y se escuchó a si misma con atención. No cabía duda. No se resolvía a creerlo, pero a través de la espesa capa de lino de que creía recubierta su alma, asomaban ya los finos y tiernos retoños de la hierba nueva que bien pronto haría desaparecer bajo la savia del verdor el dolor que la había abrumado. La herida interior se cicatrizaba.

A fines de enero la princesa María partió hacia Moscú y el conde insistió para que Natacha se fuera con ella a fin de que se sometiera a una consulta médica.

Capítulo IV

El emperador estaba descontento de él, y en un libro de historia, escrito recientemente, se acusa a Kutusov de ser un hombre intrigante y mentiroso, y que tiembla ante el solo nombre de Napoleón y capaz de haber impedido que las tropas rusas lograran entrar en Krasnoie y en Beresina, logrando así una victoria decisiva. Esto ocurría entré los años 1812 y 1813.

Tal es la suerte de aquellos que no han sido proclamados grandes hombres, tal es el destino de aquellas individualidades aisladas que, adivinando los deseos de la Providencia, se someten a ella. La muchedumbre castiga con el odio y el menosprecio a los hombres que han previsto las leyes superiores que rigen las cosas de este mundo.

Para los propios rusos, por extraño y terrible que parezca. Napoleón, ese ínfimo instrumento de la historia, constituye un tema inagotable de exaltación y entusiasmo. A sus ojos es grande. Parangonadlo con Kutusov, que desde principios a fines de 1812, desde Borodino a Vilna, no fue desmentido una sola vez con palabras ni con actos, que es un ejemplo sin precedentes de la abnegación más absoluta y que con rara clarividencia presiente en los acontecimientos que se suceden a su alrededor la importancia que tendrán en lo sucesivo. Los historiadores presentan a Kutusov como un ser incoloro, digno a lo sumo de conmiseración, y hablan con frecuencia de él con un mal disimulado sentimiento de vergüenza ... Y sin embargo, ¿dónde hallar un personaje histórico que persiguiera con mayor perseverancia un único objetivo y que lo alcanzara de la manera más completa y más conforme a la voluntad de todo un pueblo?

Kutusov no habló jamás de los cuarenta siglos que contemplaban a sus soldados desde lo alto de las Pirámides, de los sacrificios que habían hecho por la patria, de sus intenciones y de sus planes. Menos aún hablaba del mismo modo ni si desempeñaba o no un papel. A primera vista era un hombre regordete, sencillo y que no decía más que cosas vulgares. Escribía a sus hijas, a Madame de Stael, leía novelas, gustaba de la sociedad de las mujeres bonitas, bromeaba con los generales, los oficiales y los soldados y no contradecía jamás una opinión contraria a la suya. Cuando el conde Rostoptchin le reprochó haber abandonado Moscú, recordándole su promesa de no evacuarlo sin lucha, Kutusov respondió:

— Esto es lo que he hecho ...

Y, sin embargo, Moscú había sido ya abandonado.

Cuando Araktcheiev le comunicó de parte del emperador que sería conveniente nombrar a Ermolov comandante de artillería, Kutusov repuso:

— Esto acababa yo de decir.

Un minuto antes había dicho todo lo contrario. ¿Qué le importaba a él, que en medio de tantos ineptos era el único que se daba cuenta de las consecuencias inmensas de los acontecimientos que se estaban desarrollando, que se le imputasen o no las desdichas de la capital? Y sobre todo, ¿qué le importaba el nombramiento de tal o cual jefe de artillería?

En aquellas circunstancias, como en todas las demás, aquel anciano a quien la experiencia de la vida habia convencido de que no son ciertamente las palabras los verdaderos motores de los actos humanos, pronunciaba con frecuencia vocablos que carecían de sentido, los primeros que acudían a su mente. Pero Kutusov, que tan poca importancia daba a sus palabras, jamás pronunció una sola de ellas durante su carrera activa que no tendiera al objetivo que se proponía alcanzar. De una manera involuntaria y a pesar de tener la triste certidumbre de que no había de ser comprendido, en varias ocasiones, distintas unas de otras, expresó netamente su pensamiento.

¿No sostuvo siempre, al referirse a la batalla de Borodino —primera de las disensiones entre él y su Estado Mayor—, que era una victoria? Así lo afirmó en sus informes y lo repitió hasta su último día. ¿No declaró asimismo que la pérdida de Moscú no significaba la pérdida de Rusia? Y en su respuesta a Lauriston, ¿no afirmó que la paz no era posible porque era contraria a la voluntad de la nación? ¿No fue el único, durante la retirada, en calificar de inútiles nuestras maniobras, persuadido de que todo terminaría por si mismo y mucho mejor de lo que hubiéramos podido desear?

¿No fue Kutusov quien dijo que debía tenderse al enemigo un puente de plata, que las batallas de Tarutino, de Viazma y de Krasnoie habían sido inoportunas, que era preciso alcanzar la frontera con el mayor número posible de fuerzas y que por diez franceses no sacrificaría un solo ruso?

Kutusov, a quien nos describen como un cortesano mintiendo a Araktcheiev a fin de congraciarse con el emperador, fue el único que en Vilna se atrevió a decir en voz alta, cayendo así en desgracia ante su soberano, que la continuación de la guerra más allá de nuestras fronteras carecía de objeto. No basta con dejar sentada la afirmación de que se hacía perfectamente cargo de la situación. Sus actos lo demuestran abundantemente. Antes de trabar combate con el enemigo se dedicó a la tarea de concentrar todas las fuerzas de Rusia, derrotó luego a los franceses y los expulsó por último del país, aliviando en lo posible los sufrimientos del ejército y del pueblo. Kutusov, el contemporizador cuya divisa era tiempo y paciencia, Kutusov, adversario declarado de las decisiones enérgicas, libro la batalla de Borodino dando a todos los preparativos una solemnidad sin igual y sostuvo luego, contra el parecer de los generales y a pesar del repliegue del ejército triunfante, que la acción de Borodino había sido una victoria rusa. Finalmente, insistió acerca de la necesidad de no entablar ninguna otra batalla y no franquear las fronteras del Imperio para comenzar una nueva guerra.

¿Cómo pudo aquel anciano, en contraposición con todo el mundo, prevenir con tal seguridad, desde el punto de vista ruso, el sentido y el alcance de los acontecimientos? Por la razón de que aquella maravillosa facultad de intuición emanaba del sentimiento patriótico que vibraba en él con toda su pureza y toda su fuerza. El pueblo asi lo comprendió y fue ello lo que le condujo a pedir, contra la voluntad del zar, la elección de aquel desdichado anciano como representante genuino de la guerra nacional. Llevado por voluntad unánime del país a tan elevado puesto dedicó todos sus esfuerzos, en su calidad de generalísimo, no a enviar a sus hombres a la muerte, sino a velar por ellos y conservarlos para el bien de la patria.

Esta figura sencilla y modesta y, por consiguiente, grande en la verdadera acepción de la palabra, no podía ser parangonada con el héroe europeo, el sedicente dominador de pueblos, según ha inventado la historia ... Para los lacayos no puede haber grandes hombres porque los lacayos miden a los demás hombres con su propio rasero.

El 5 de noviembre fue el primer día de la batalla de Krasnoie. A la caída de la tarde, después de interminables discusiones, de los retrasos sufridos a causa de que los generales no habían llegado con tiempo útil al sitio designado y del envío en todas direcciones de ayudantes de campo cargados de órdenes y contraórdenes, se llegó a la conclusión de que el enemigo se habia dado a la fuga y que no era posible entablar batalla alguna.

El tiempo era claro y frío. Kutusov, acompañado de un séquito numeroso en el que los descontentos estaban en mayoría, montó en su vigoroso caballo blanco y se dirigió a Dobroie, a donde había sido trasladado el Cuartel General. A lo largo de la carretera se agolpaban en torno a las hogueras los siete mil prisioneros franceses que se habían hecho aquel día. No lejos de Dobroie una multitud de harapientos soldados conversaban ruidosamente junto a unos franceses. Al acercarse el comandante en jefe, las voces se callaron y todos los ojos se fijaron en él, mientras uno de los generales le daba cuenta de la acción durante la cual habían sido capturados aquellos cañones y aquellos hombres. Kutusov los contempló largo tiempo y bajó luego la cabeza con gesto triste y pensativo. Un poco más lejos vio a un soldado ruso que dirigía sonriendo unas palabras afectuosas a un francés. Kutusov bajó de nuevo la cabeza, pero su semblante no cambió de expresión.

- ¿Qué me estáis diciendo? —preguntó a un general que trataba de llamar su atención respecto a las banderas francesas reunidas en haces ante el regimiento de Preobrajenski—. ¡Ah, las banderas! —añadió ; y apartando de su mente lo que en aquel momento le preocupaba, miró distraídamente a su alrededor, dio un profundo suspiro y cerró los ojos.

Uno de los generales ordenó por señas al soldado que cuidaba de las banderas que avanzara y las colocara en torno al comandante en jefe. Éste permaneció un momento sin decir nada. Luego, sometiéndose a pesar suyo a los deberes dimanantes de su cargo levantó la cabeza, miró con atención a los oficiales que le rodeaban y en medio de un profundo silencio pronunció lentamente estas palabras:

— Os doy a todos las gracias por vuestro fiel y penoso servicio. La victoria es nuestra y Rusia no nos olvidará. En los siglos futuros vuestra será la gloria.

Se calló, y llamando la atención de un soldado que sostenía un águila francesa que había inclinado ante las banderas de los regimientos de Preobrajenski, le dijo:

— ¡Más bajo, más bajo, que agache la cabeza! Asi está bien. ¡Hurra, hijos míos! —añadió, volviéndose hacia los soldados.

— ¡Hurra! —rugieron millares de voces.

Mientras los soldados así gritaban, Kutusov, encorvado sobre la silla, bajaba la cabeza y su mirada se volvió dulce y socarrona.

— Y ahora, escuchad, hijos míos —dijo cuando se hizo de nuevo el silencio.

Oficiales y soldados se acercaron a Kutusov para oír mejor lo que iba a decir.

— Y ahora escuchad, hijos míos —repitió—. Bien sé que esta campaña es dura, pero, ¿qué podemos hacer? Tened paciencia. Esto no va a durar mucho tiempo. Arrojaremos a los invasores más allá de nuestras fronteras y entonces descansaremos. El zar no olvidará vuestros servicios. Conozco vuestros sufrimientos, pero tened en cuenta que estáis en vuestra patria, mientras que ellos —añadió señalando a los prisioneros— ya veis a qué se ven reducidos. Su miseria es peor que la de los más desastrados mendigos. Cuando eran fuertes les atacábamos duramente, pero ahora podemos compadecernos de ellos ... ¿No son hombres como nosotros, hijos míos?

Las miradas respetuosas de los soldados, fijas en Kutusov, reflejaban la simpatía que habían despertado sus palabras.

— A decir verdad, ¿quién les rogó que vinieran? Después de todo, tienen su merecido.

Y haciendo restallar el látigo en el flanco de su caballo, Kutusov se alejó acompañado del ramor de las risas y los hurras de los soldados, que rompieron filas inmediatamente.

Capítulo V

En medio de las sombras del crepúsculo, las tropas llegaron al final de la etapa, el 8 de noviembre, último día de la batalla de Krasnoie.

Helaba, y a través de los ligeros copos de nieve que revoloteaban por el aire vislumbrábase el azul del cielo estrellado.

El regimiento de infantería de linea que con un efectivo de tres mil hombres habia salido de Tarutino, llegó uno de los primeros, reducido a novecientos soldados, al punto donde había de pernoctar. Los furrieles declararon que todas las isbas estaban ocupadas por los muertos, enfermos, los Estados Mayores y los soldados de caballería. El comandante del regimiento se instaló en la única que quedaba libre. Entretanto, los soldados atravesaron el pueblo y colocaron sus fusiles agavillados en haces frente a las últimas casas.

Semejante a un enorme pólipo de mil brazos, el regimiento se dedicó inmediatamente a acondicionar su alojamiento y a proveerse de víveres.

Una veintena de soldados se afanaban en derribar la pared de madera de un cubierto cuya techumbre habían ya arrancado.

— ¡Va! ¡Empujemos todos a una! —gritaban varias voces; y en medio de las tinieblas de la noche oíase el seco crujido, causado por la helada, de un enorme paño de pared completamente cubierto de nieve.

Finalmente, el tabique se rompió por la mitad y, al caérseles encima, algunos soldados dieron de bruces sobre la tierra, helada, lo que motivó una formidable explosión de risa por parte de sus compañeros.

- Cogedlo entre dos.

— Aquí está la palanca.

— ¿Y tú, dónde te metes?

— ¡Ea, muchachos, hagamos bien las cosas!

Todos guardaron silencio. Una voz de timbre agradable entonó una canción. Al final de la tercera estrofa, al extinguirse la última nota, los soldados gritaron a coro;

— ¡Va ... uuup!

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la parte de tabique que quedaba no cedía.

Todo el mundo estaba jadeante.

— ¡Eh, los de la tercera compañía, venid acá a ayudamos! ¡Luego ya os ayudaremos nosotros!

Algunos hombres de la sexta compañía que volvían al pueblo acudieron al llamamiento y un momento después transportaban en hombros los enormes maderos.

— ¡Eh, no tropieces, animal!

— ¿Qué estáis haciendo aqui? —exclamó de pronto, con tono imperativo, un oficial ue salió al encuentro de aquellos hombres—. ¿Quién os ha mandado hacer eso? El general está en la isba de al lado y necesita silencio. ¡Yo mismo arreglaré eso, imbéciles! —concluyó, al mismo tiempo que propinaba un porrazo al soldado que tenia más cerca.

El oficial se alejó, los soldados se callaron y el que habia recibido el mamporro masculló.

— ¡Recórcholis, vaya guantazo! ¡Tengo la cara ensangrentada!

— ¿Te has disgustado? —dijo una voz socarrona.

Los soldados, marchando con precaución, prosiguieron su camino, pero a la salida del pueblo recobraron su buen humor y comenzaron a soltar inofensivos juramentos.

Los oficiales superiores reunidos en la isba departían, mientras tomaban el té, sobre el día que acababa de transcurrir y las maniobras proyectadas para el siguiente.

Se trataba de un movimiento de flanco por la izquierda para cortar las comunicaciones del virrey y cogerlo prisionero.

Capítulo VI

A dieciséis grados bajo cero, con mal calzado, con poca ropa de abrigo, casi hambrientos, durmiendo al raso, hubieran hecho creer a cualquiera, y no sin fundamento, que debian ofrecer el aspecto más triste y desolador del mundo. Pero no; el ejército, incluso en la situación más favorable, jamás se halló tan dispuesto y tan organizado como en aquellos días. Ello se debía a que se desasía continuamente de los débiles y los desmoralizados.

Quedaba, pues, la flor de las tropas, los que conservaban la fuerza del alma y la del cuerpo.

Numerosos soldados de la octava compañía se habían reunido detrás del paredón de madera que habían arrancado poco antes. Con el pretexto de haber hecho acopio de leña, dos sargentos mayores hablan reclamado sitio en torno del fuego que crepitaba más alegremente que en otros lugares.

— ¡Eh, Makeiev! ¿Dónde te has metido? ¿Acaso te han comido los lobos? ¡Tráenos leña, gandul! —exclamó un soldado de cabello rabio que se restregaba los ojos a causa del humo, pero que no por ello se apartaba del fuego.

— ¡Ve tú, Cuervo! —repuso el interpelado dirigiéndose a uno de sus camaradas.

El soldado rubio no era suboficial ni cabo, pero su robusta complexión física le daba derecho a mandar a los que eran más débiles que él.

El Cuervo, un soldado pequeño, desmedrado, de nariz aguileña, se levantó dócilmente, pero en aquel momento el resplandor de la hoguera iluminó la silueta de un soldado veterano que avanzaba llevando a cuestas un haz de ramas secas.

— Esto está bien, ponlas aquí.

Los soldados cortaron la leña, la echaron sobre las brasas y avivaron el fuego soplando y agitando sus capotes.

— ¡Ah, madrecita, la escarcha es fría pero hermosa ...! —canturreó mientras movía todo su cuerpo.

— ¡Eh, que se te van a caer las plantas de los pies! —gritó el soldado rubio al darse cuenta de que a su camarada se le había soltado la suela de la bota—. Es peligroso bailar asi.

El bailarín se detuvo, arrancó el pedazo de cuero que todavía colgaba y lo tiró al fuego.

— Es verdad —dijo. Y sacando de su mochila un trozo de tela azul, de fabricación francesa, envolvió con ella su pie.

— Pronto nos darán otros —intervino uno de los soldados—, y quizá dos pares ... Y ese haragán de Petrov, ¿se ha quedado entre los rezagados?

— Pues yo le he visto —repuso otro.

— Es un ...

— Ayer, al pasar lista en la tercera compañía, faltaron nueve hombres.

— ¡Vaya noticia! ¿Qué diablos hemos de hacer cuando se nos hielan los pies?

— ¿Por qué pensar en ello? —murmuró el sargento mayor.

— ¿Quieres, acaso, que también a ti se te hielen los pies? —dijo un viejo soldado, dirigiéndose con actitud de reproche al que habia hablado de los pies helados.

— ¿Qué te figuras, pues? —exclamó desde detrás de la hoguera, con voz aguda y rémula, el soldado a quien llamaban El Cuervo—. Si uno está bien de salud, adelgaza; pero si se da el caso de que está enfermo, muere. Ya veis, ya no tengo fuerzas —añadió resueltamente, interpelando al sargento mayor—. Que me trasladen al hospital. La fiebre no me deja y todo me duele. Cualquier día me quedaré en mitad del camino.

— ¡Vamos, vamos! —repuso tranquilamente el sargento mayor.

El Cuervo se calló y se reanudaron las conversaciones.

— Hoy hemos cogido prisioneros a muchos franceses, pero, en cuanto al calzado, no vale la pena de hablar de ello —dijo un soldado cambiando de tema.

— Los cosacos los han descalzado. Han limpiado la isba para el coronel y luego se los llevaron a todos. Podéis creer, hijos míos, que daba pena verlos. Uno de ellos estaba aún con vida y murmuraba frases ininteligibles ...

— Entre ellos hay muchos valientes y algunos son nobles.

— ¿Acaso te extraña? Los recluían entre todas las clases sociales.

— Y, sin embargo, no comprenden una sola palabra de lo que decimos —objetó con actitud de sorpresa el joven soldado—. Le pregunté a uno a qué corona pertenecía y balbució unas palabras que no pude comprender. ¡Es un pueblo sorprendente!

— En todo ello hay algo de brujería, camaradas —dijo uno de los soldados rusos, refiriéndose a la blancura de la piel de los franceses—. Unos campesinos me han contado que en Mojaisk, cuando se retiraron los muertos, al cabo de un mes de la batalla, eran aún tan blancos y limpios como el papel y no olían mal.

— Nada tiene de particular. Eso es debido al frío —objetó uno.

— ¡Qué imbécil eres! ¿Era debido al frió cuando hacía calor? Si no hubiera sido esa la causa, nuestros muertos tampoco hubieran olido mal y en cambio estaban llenos de gusanos y uno se vio obligado a taparse la boca con el pañuelo cuando los retiraban.

— Acaso fuese debido a su alimentación —dijo el sargento mayor—. Comían como unos príncipes.

— Los campesinos me contaron —prosiguió el narrador— que durante veinte días, en diez pueblos, no hicieron más que quitar muertos, y aún no todos porque manadas de lobos merodeaban por aquellos contornos.

— Aquella fue una verdadera batalla —dijo un soldado veterano—, mientras que las demás sólo sirvieron para molestarnos a todos.

La conversación fue decayendo y cada uno se preparó a pasar la noche de la mejor manera posible.

— ¡Cielos, cuántas estrellas! Diriase que las mujeres han tendido la ropa blanca allá arriba —exclamó el joven soldado contemplando con admiración la Vía Láctea.

— Buena señal, hijos míos; la cosecha será espléndida.

Y a poco turbaron el silencio los ronquidos de algunos durmientes. De pronto, junto a una hoguera cercana, a un centenar de pasos de distancia, estallaron estrepitosas risotadas.

— ¿Qué le pasa a la quinta compañía? ¡Cuánta gente hay!

Un soldado se levantó y se acercó al lugar donde acampaba la citada compañía.

— Están riéndose como unos benditos —dijo el soldado al regresar— a causa de dos franceses que acaban de llegar. Uno de ellos está completamente helado, pero el otro es muy divertido y les entretiene con sus canciones.

— ¡Oh, vamos allí, hay que ver eso!

Capítulo VII

Las llamas de las hogueras iluminaban las ramas de los árboles, secos, desprovistas de hojas, y que se doblaban al peso de la escarcha. En el mismo lindero de aquel bosque, vivaqueaba la quinta compañía. De pronto, el rumor de unos pasos que hacían crujir las hierbas secas rompieron el silencio de la noche.

— ¡Son las brujas, hijos míos! —dijo un soldado. Todos levantaron la cabeza y aguzaron los oidos. Dos figuras humanas extrañamente vestidas fueron súbitamente iluminadas asi que salieron de un soto. Eran dos franceses que se habían ocultado en el bosque. Ambos se dirigieron hacia los soldados pronunciando palabras ininteligibles. Uno de los franceses, tocado con un chacó de oficial, estaba completamente extenuado y se dejó caer, más que sentarse, junto a la hoguera. Su compañero, más pequeño, rechoncho, con mejillas vendadas con un pañuelo, era evidentemente más robusto. Los soldados los rodearon, extendieron un capote debajo del enfermo y les dieron farro y aguardiente. El oficial era Ramballe y el que le acompañaba, su asistente Morel. Un prolongado y sordo gemido asomaba de cuando en cuando a sus labios. Morel, señalando las charreteras del enfermo, daba a entender que se trataba de un ofieial y que era preciso reanimarlo.

Un oficial ruso que se habia acercado a ellos envió a preguntar al coronel si estaba en disposición de recoger a un oficial francés aterido de frío. El coronel dio orden de que le trasladaran a su alojamiento.

El aguardiente había dejado sentir sus efectos y el asistente, con voz ronca, cantaba con gran desafinación una canción francesa. Los soldados se sostenían el vientre con las manos de tanto reír.

— Veamos, yo quiero aprender eso. ¿Cogeré bien el tono? —decía el soldado cantor que Morel estrechaba tiernamente contra sí.

— ¡Viva Enrique VI! ¡Viva el rey valiente ...! —gritaba Morel.

— ¡Vivaricá! ¡Vif seruvaru! ¡Sidiabliaca! ... —repetía a su vez el soldado siguiendo el estribillo de la canción.

— ¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaron algunas voces en medio de grandes risotadas.

Morel rió con ellos y prosiguió cantando:

Ce diablo á quatre
qui eut le triple talent
de boire, de batiré
et d'étre verf galantl

— Eso está bien. ¡Ea, Zalietaev, repítelo!

Quiú, quiú ... le triptalá de bu de ba e detiavagal á, —cantó.

— Eso es, eso es, ¿eso es francés, verdad?

- Dadle más sopa. Todavía tiene hambre.

Y el asistente Morel devoró su tercer plato. En los rostros de todos los soldados jóvenes dibujábase una alegre sonrisa, mientras los viejos, que juzgaban poco digno de ellos ocuparse de tales puerilidades, permanecían tumbados al otro lado del fuego, levantándose de vez en cuando para echar una afectuosa ojeada a Morel.

— Sin embargo, también son hombres —dijo uno de los soldados envolviéndose con su capote—, pues también el ajenjo tiene sus raíces.

— ¡Oh, cuan estrellado está el cielo! ¡Habrá helada!

Las estrellas, como si estuvieran seguras de no ser importunadas por nadie, centelleaban más vivamente en la oscura bóveda celeste. Tan pronto se extinguían como se avivavan, y sembrando por el espacio una estela de luz, parecían comunicarse unas a otras una alegre noticia.

Capítulo VIII

Como se ha escrito, el paso de Beresina no constituyó el episodio decisivo de la campaña, sino que fue un simple incidente en el proceso de la destrucción de las tropas francesas. Por tanto, el ejército francés continuaba descomponiéndose con una precisión matemática.

Si por parte de los franceses ha sido objeto de tantos comentarios se debe a que todas las desdichas, todos los desastres que iban escalonándose a lo largo de su camino se agruparon momentáneamente en un trágico espectáculo que dejó imborrable recuerdo en la mente de cuantos fueron testigos del mismo. Si los rusos se hicieron también eco de aquel suceso fue debido a que lejos del escenario de la guerra, en San Petersburgo, Pfull habia trazado un plan destinado a atraer a Napoleón, a una emboscada que le había tendido a orillas del Beresina. Convencido Pfull de que todo ocurriría conforme al plan establecido, sosteníase que el Beresina había sido la perdición de los franceses, cuando, por el contrario, las consecuencias del paso del río fueron menos fatales a los franceses que la batalla de Krasnoie, como puede colegirse del número de prisioneros y cañones que les fueron capturados en aquella acción.

Una sola vez, después de la acción del Beresina, Kutusov se mostró de buen humor y escribió a Bennigsen, que enviaba informes particulares al emperador, las líneas siguientes:

Ruego a Vuestra Excelencia que, al recibo de esta carta, se retire a Kaluga a causa de su precario estado de salud y aguarde allí las ulteriores órdenes de Su Majestad Imperial.

A consecuencia del apartamiento de Bennigsen, el gran duque Constantino Paulovitch, que había tomado parte en la campaña desde los comienzos de la misma y que había sido relevado por Kutusov, se incorporó de nuevo activamente al ejército, hizo participe al comandante en jefe del disgusto que causaba al emperador la mediocridad de nuestros éxitos y la lentitud de nuestros movimientos y le anunció la próxima llegada de Su Majestad.

Kutusov, en quien la experiencia del cortesano corría pareja con la del militar, percatóse en seguida de que su misión había dado fin y que se le retiraría el poder de que había sido revestido. Era fácil comprenderlo. Por una parte, la campaña cuya dirección le fue confiada habia conseguido su objetivo, y, por consiguiente, había terminado, y, por otra, experimentaba una fatiga física que exigía, para su cuerpo quebrantado por los años, un reposo absoluto.

El 29 de noviembre entró en Vilna, su querida Vilna, como llamaba a esa ciudad.

Habia residido en ella dos veces como gobernador y halló en dicha ciudad, además de las comodidades que ésta le ofrecía, felizmente preservada de los horrores de la guerra, viejos amigos y buenos recuerdos. Ahuyentando de sí toda preocupación gubernamental y militar, se dispuso a vivir una existencia regular y tranquila. No cesaban, sin embargo, las intrigas urdidas a su alrededor, pero cualesquiera que fuesen los acontecimientos así provocados, le dejaban completamente indiferente.

Tchitchagov era el más apasionado partidario de las diversiones militares. Propuso llevar a cabo una expedición contra Grecia y otra contra Varsovia, pero se negaba, en cambio, a trasladarse donde se le ordenaba. Tchitchagov juzgaba con gran deferencia a Kutusov. Habiéndosele encargado en 1811 la misión de concluir un tratado de paz con Turquía, sin que Kutusov estuviera enterado de ello, y habiéndose informado que aquél estaba ya firmado, dijo al emperador que todo el mérito de aquella gestión correspondía a Kutusov. Ese mismo Tchitchagov fue, pues, el primero en ir a saludar al generalísimo en su castillo de Vilna. Se presentó a Kutusov con uniforme de marino, la espada a un lado y el gorro debajo del brazo y le hizo entrega de las llaves de la ciudad y de un informe acerca de la situación de las tropas. El deferente menosprecio de la juventud hacia el anciano generalísimo, se traslucía con una brutal franqueza en la conducta de Tchitchagov, que conocía las acusaciones lanzadas contra aquél.

Kutusov le dijo, entre otras cosas, que los furgones que contenían su vajilla y que le habían sido capturados en Borisovo le serían devueltos intactos.

— Quiere usted decirme que no tengo dónde caer muerto ... Dispongo de todo cuanto pueda usted necesitar, incluso dinero —replicó vivamente Tchitchagov, que trataba en toda ocasión de poner de relieve su importancia personal y que achacaba a Kutusov la misma preocupación.

El generalísimo inició una sonrisa fina y penetrante y le contestó con sencillez:

— ¡Ah!, le he dicho cuanto tenia que decirle y nada más.

Contra la voluntad del emperador, Kutusov hizo detener en Vilna a la mayor parte de las tropas. Al cabo de algún tiempo de su estancia en la ciudad, los oficiales superiores que le rodeaban declararon que habia perdido ya sus facultades de mando. Apenas se ocupaba de la administración militar, permitía a sus generales obrar a su antojo, y en espera de la llegada de su soberano llevaba una vida de diversiones y placeres.

El día 11 de diciembre. Su Majestad, acompañado de su séquito, del conde Tolstoi, del principe Volkonsky y de Araktcheiev, llegó en su trineo de viaje al castillo de Vilna. A pesar del frío intenso que reinaba, aguardaban al emperador, al exterior del castillo, un centenar de generales y oficiales de diferentes Estados Mayores, asi como una guardia de honor del regimiento de Semionovsky.

El correo que precedía al zar se acercó al galope tendido en una troika y exclamó:

— ¡El emperador!

Konovnitzin se precipitó hacia el vestíbulo para anunciar a Kutusov, que se hallaba en la habitación del portero, la llegada del soberano.

Al cabo de un minuto, Kutusov, con el pecho cubierto de condecoraciones y el vientre reprimido por el fajín, encaminó pesadamente sus pasos hacia el pórtico del castillo, llevando los guantes en la mano y sosteniendo con la otra el informe que habia de entregar al emperador.

Luego, cobrando aliento, avanzó hacia su soberano y pronunciando con voz grave e insinuante breves palabras, le presentó el informe. El emperador lo envolvió de cabeza a pies con una rápida ojeada y frunció imperceptiblemente el ceño, pero, dominándose en seguida, le tendió los brazos y le abrazó. Una vez más la impresión que le causó aquella familiar demostración de afecto, al vincularse tal vez con sus pensamientos íntimos, obró en él como de costumbre, y Kutusov rompió en un sollozo.

El emperador saludó a los oficiales, a la guardia del regimiento de Semionovsky y estrechando una vez más la mano al mariscal entró en el castillo.

Al quedar a solas con Kutusov, el emperador no anduvo remiso en manifestarle su descontento por los errores que, a su juicio, aquél habia cometido en Krasnoie y el Beresina, asi como por la lentitud con que se había perseguido al enemigo, y terminó exponiéndole el plan de una campaña fuera de las fronteras del país. Kutusov no formuló objeción alguna ni consideración alguna. Se despidió de su soberano con una profunda inclinación de cabeza, y al cruzar, con un paso cansino e inseguro, el gran salón, una voz le detuvo:

— ¡Alteza!

Kutusov levantó la cabeza y miró largo tiempo al conde Tolstoi, que, de pie ante él, le presentaba un pequeño objeto en una bandeja de plata. El generalísimo no parecía comprender por que lo habían llamado. De pronto, dibujóse en su rostro una imperceptible sonrisa e inclinándose respetuosamente tomó el objeto depositado en la bandeja. Era la cruz de San Jorge de primera clase.

Capítulo IX

Como regla general e inmutable, Pedro no sintió la dureza de su cautiverio, la tensión moral, las penalidades y los sufrimientos, hasta que se vio libre de él.

Una vez en libertad, dirigióse a Orel, y al tercer día de su llegada a esa ciudad, mientras hacia los preparativos de marcha para Kiev, cayó enfermo de fiebre miliar, según declararon los médicos, y viose obligado a guardar cama durante tres meses. A pesar de los cuidados de los facultativos, y la gran cantidad de medicinas que le administraron, Pedro recobró la salud.

Los dias que transcurrieron entre su liberación y su enfermedad no dejaron en él la menor huella. Sólo conservó el recuerdo de un tiempo gris, sombrío, lluvioso, de un desfallecimiento fisico, de agudos dolores en los pies y en los costados, de continuas desdichas y sufrimientos, de la curiosidad indiscreta de los generales que le interrogaban, de las dificultades con que había tropezado para encontrar un coche y unos caballos y, sobre todo, de su incapacidad de pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El día en que fue puesto en libertad había visto el cadáver de Petia y supo, asimismo, que el príncipe Andrés acababa de morir en Yaroslavl, en casa de los Rostov. Denisov, que fue quien le comunicó esta noticia, hizo alusión, al hablar, de la muerte de Elena, suponiendo que Pedro estaba ya enterado del fallecimiento de su esposa. La noticia causó a Pedro una extraña impresión.

Las impresiones que le eran ya habituales fueron disipándose poco a poco de su ánimo durante su larga convalecencia. No lograba habituarse a la idea de que al llegar la mañana no le harían avanzar a empujones con el rebaño de prisioneros del que formaba parte, que nadie le arrebataría de su lecho y que tendría, con toda seguridad, comida y cena. Sin embargo, cuando dormía, veía nuevamente en sueños todo el pasado y todos los detalles de su cautiverio.

Solo, en una ciudad extraña, nadie le exigía nada, nadie le daba órdenes , no carecía de nada y hasta el recuerdo de su mujer no se levantaba ante él como una incesante humillación.

No se había desprendido de uno de sus antiguos hábitos y a veces se preguntaba: ¿Qué voy a hacer ahora? Y se contestaba a si mismo: Nada, viviré. ¡Qué bueno es vivir! No perseguía en la vida ningún objetivo, y esa indiferencia que antaño tanto le atormentaba le procuraba en aquellos momentos la sensación de una libertad ilimitada. ¿Por qué perseguir un objetivo ahora que poseía la fe, no la fe en ciertas reglas y en ciertas ideas convencionales, sino la fe en un Dios vivo y siempre presente? En otros tiempos lo había buscado en las misiones que a sí mismo se imponía, y, de pronto, cuando estuvo prisionero, descubrió, no a la fuerza de razonamientos, sino por una especie de revelación íntima que existe un Dios, un Dios que estaba presente en todas partes, y que el Dios de Karataiev era más grande y mucho más accesible a la inteligencia humana que el gran Arquitecto del Universo reconocido por los francmasones. ¿No era semejante a quien busca a lo lejos el objeto que tiene a sus pies? ¿No habia pasado toda su vida mirando en el vacío por encima de la cabeza de los demás, cuando no tenía más que mirar frente a sí?

Antaño nada le revelaba el Infinito. Sentia solamente que debia existir en alguna parte y se obstinaba en descubrirlo. Todo cuanto le rodeaba era, a su juicio, una mezcla confusa de intereses limitados, mezquinos, carentes de sentido, tales como la vida europea, la política, la francmasonería y la filosofía. Ahora comprendía el Infinito, lo veía por doquier y admiraba sin restricciones el cuadro eternamente cambiante, eternamente grande, de la vida en sus infinitas variaciones, la terrible pregunta que antaño destruía todos sus razonamientos espirituales: ¿Por qué?, no existia ya para él, pues su alma le respondía simplemente que hay un Dios sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.

Capítulo X

Excepto una de las alas, que permanecía intacta, el resto de la casa había sido destrozada, y Pedro se instaló allí a su regreso de Moscú. Como abrigaba el propósito de regresar al cabo de dos días a San Petersburgo, fue a visitar al conde Rostoptchin y a algunas de sus antiguas amistades, las cuales, poseídas del júbilo de la definitiva victoria alcanzada por las armas rusas, le recibieron con gran efusión y le interrogaron acerca de lo que había visto. A pesar de la simpatía que se le testimoniaba, Pedro se mantuvo reservado y se limitó a contestar vagamente a las preguntas que le dirigían respecto a sus propósitos futuros. Supo, entre otras cosas, que los Rostov se hallaban en Kostroma, pero el recuerdo de Natacha no constituía ya para él más que una agradable reminiscencia de un pasado lejano.

Los Dubretzkoy anunciaron la llegada a Moscú de la princesa Maria, y Pedro se propuso verla aquella misma tarde. Más tarde, al trasladarse a casa de la princesa no cesó de pensar, durante el camino, en el príncipe Andrés, en sus sufrimientos, en su muerte, en su amistad, y, sobre todo, en su último encuentro la víspera de la batalla de Borodino.

¿Murió en aquel deplorable estado de alma en que le vi entonces?, ¿o le fue revelado, en el momento de su muerte, el enigma de la vida?, decíase.

Al entrar en la casa de los Bolkonsky, que no obstante haber conservado su carácter habitual presentaba aún algunas huellas del gran siniestro moscovita, embargaba a Pedro una profunda tristeza. Un viejo criado de rostro severo y que parecía darle a entender que la muerte del príncipe no había sido causa de modificación alguna en las reglas establecidas, le dijo que la princesa acababa de retirarse a sus habitaciones y que solamente recibía los domingos.

— De todos modos, anúncieme. Tal vez me reciba.

— En este caso, tenga usted la bondad de entrar en el salón de los retratos.

Al cabo de unos instantes volvió el criado, acompañado de Desalíes, y dijo a Pedro que la princesa estaría muy contenta de verle y le rogaba que subiera a sus habitaciones.

Pedro la halló en una pequeña habitación del primer piso, baja de techo e iluminada por una sola bujía. Iba vestida de negro y había al lado de ella otra persona igualmente de luto. Pedro supuso que se trataba de una de aquellas señoritas de compañía con que la princesa gustaba de rodearse y a las cuales no había prestado nunca atención.

La princesa se levantó con viveza y le tendió la mano.

— Ya ve usted —le dijo, cuando Pedro le hubo besado la mano y pudo observar el cambio que se había operado en su semblante—; ya ve usted cómo nos volvemos a encontrar. Durante los últimos tiempos él me habló mucho de usted —añadió, dirigiendo a la dama vestida de negro una vacilante mirada que a Pedro no le pasó desapercibida.

— Me satisfizo mucho la noticia de su libertad. Fue la única alegría que hemos tenido desde hace mucho tiempo.

Y de nuevo dirigió una mirada inquieta a su compañera.

— Nada supe de él —dijo Pedro—. Le creía muerto y cuánto he sabido ha llegado hasta mi indirectamente. Supe que encontró a la Rostov ... ¡Qué rara coincidencia!

Pedro hablaba con locuacidad. Echó una ojeada a la desconocida y, al observar en su mirada una afectuosa curiosidad, comprendió instintivamente que aquella dama de luto era una criatura buena y atractiva que en nada turbaría sus expansiones con la princesa María. Ésta no pudo evitar un gesto de emoción cuando Pedro hizo alusión a los Rostov, y su mirada se posó alternativamente en Pedro y la dama enlutada.

— ¿No la conoce usted? —preguntó.

Pedro examinó con más atención aquel rostro pálido y de finas facciones, aquella boca extrañamente contraída y los grandes ojos negros de la desconocida en los que halló de pronto aquella íntima irradiación, cara a su corazón y de la cual se veía privado desde hacía tanto tiempo.

No, es imposible —se dijo—. ¿Seria ella ese rostro pálido, hundido, envejecido, esa expresión austera ...? ¡Se trata, sin duda, de una alucinación! En aquel momento la princesa María pronunció el nombre de Natacha y aquel rostro pálido, de finas facciones y ojos tristes, hizo un movimiento como una puerta enmohecida que cede a una presión exterior. Natacha sonrió y aquella sonrisa esparció un efluvio de felicidad que envolvió por entero a Pedro. Ante aquella sonrisa no cabía ninguna duda. Era Natacha, y Pedro la amaba más que nunca.

Fue tal la violencia de la impresión que recibió, que ésta reveló a Natacha, a la princesa Maria y sobre todo a si mismo, la existencia de un amor que se resistia a ser confesado.

Alegría y dolor se entreveraban en su profunda emoción, y cuanto más trataba Pedro de disimularla, más se acentuaba, a falta de las palabras precisas, a través del indiscreto rubor que subía a sus mejillas.

Esto es debido a la sorpresa, se dijo Pedro. Sin embargo, cuando quiso reanudar la conversación, miró una vez más a Natacha y sintió en su corazón temor y alegría al mismo tiempo.

Capítulo XI

— Ha venido a pasar una temporada conmigo —le dijo a Pedro la princesa María—. El conde y la condesa se reunirán con nosotros un día de estos ... La pobre condesa se encuentra en un estado lamentable ... A Natacha me la llevé conmigo porque necesita los cuidados de un médico.

— ¡Ay! ¿Quién de nosotros no ha sufrido? —repuso Pedro—. Ya saben ustedes, sin duda, lo que ocurrió el día en que nos pusieron en libertad. ¡Qué excelente muchacho!

Natacha guardaba silencio, pero sus ojos brillantes apenas podían contener las lágrimas.

— No hay consuelo posible —prosiguió Pedro—. Y uno se pregunta: ¿por qué aquel muchacho rebosante de juventud y de vida ha tenido que morir?

— Sí, hoy sería difícil vivir de no existir la fe ... —dijo la princesa María.

— Es verdad —repuso Pedro.

— ¿Por qué? —preguntó Natacha, mirándole.

— ¿Cómo por qué? —dijo la princesa María—. Sólo el pensamiento de lo que nos espera más allá ...

— Porque únicamente quien cree en un Dios que nos guía —interrumpió Pedro— puede soportar una pérdida como la que ustedes han experimentado.

Natacha hizo un gesto para contestar, pero se detuvo. Entretanto, Pedro interrogaba a la princesa María acerca de los últimos días de su amigo. La princesa María se decidió, a pesar suyo, a referir a Pedro los detalles que solicitaba, pero aquellas preguntas, el interés que encerraban y el tono de su voz, trémula de emoción, le obligaron a hilvanar poco a poco aquellas impresiones que tanto temia recordar.

— Así, pues, se tranquilizó ... Sí; un solo objetivo perseguia con todas sus fuerzas: ser íntegramente bueno ... ¿Por qué había de temer la muerte? Sus defectos, si alguno tenía, no pueden serle atribuidos ... ¡Qué dicha para él haberlas encontrado a ustedes! —prosiguió, dirigiéndose a Natacha con los ojos llenos de lágrimas.

Natacha se estremeció y bajó la cabeza, preguntándose indecisa si hablaría o no de él.

— Sí —dijo finalmente con voz queda y cortada por la emoción—. Fue una gran dicha, al menos para mí, y él —prosiguió con voz trémula— también deseaba verme ...

No pudo terminar la frase, sus mejillas se arrebolaron, juntó convulsivamente las manos y, de pronto, levantando la cabeza con visible esfuerzo, prosiguió con voz emocionada:

— Al salir de Moscú no sabía nada y no me sentía con ánimos para preguntar por él, pero Sonia me dijo que iba con nosotros. No podia pensar en nada ni imaginarme en qué estado debía hallarse. Sólo deseaba una cosa: verle.

Temblorosa y con voz entrecortada refirió, sin permitir que la interrumpieran, lo que aún no había contado a nadie, todo cuanto había sufrido durante aquellas tres semanas de viaje y de estancia en Yaroslav ...

Pedro la escuchaba sin pensar en el principe Andrés, ni en la muerte, ni en cuanto Natacha decía.

En aquel momento Desalíes preguntó desde la habitación contigua si su discípulo podía entrar.

— Y eso es todo —exclamó Natacha, levantándose vivamente.

Luego se precipitó hacia la puerta de la que el pequeño Nicolás habia levantado el pestillo, dio de cabeza contra uno de los batientes y desapareció lanzando un gemido de dolor. ¿Era de dolor fisico o de dolor moral?

Pedro, que no la había quitado de los ojos, tuvo la sensación, cuando Natacha no estuvo a su lado, de que estaba nuevamente solo en el mundo.

La princesa María lo sacó de sus meditaciones llamando su atención sobre el niño que acababa de entrar. Iba a despedirse de la princesa Maria, pero ésta le retuvo.

— Quédese usted con nosotros. Se lo ruego. Natacha y yo no nos acostamos habitualmente hasta las tres. La cena debe de estar a punto. Baje usted y pronto vendremos a hacerle compañía ... Es la primera vez —añadió — que la he oido hablar asi de él.

Capítulo XII

Pedro no había observado jamás en el rostro de Natacha tal expresión de gravedad como el que tenía en aquel momento, cuando al cabo de unos minutos la princesa María y ella se le unieron en el lujoso y amplio comedor. Sentáronse a la mesa sin pronunciar una sola palabra. Pedro desplegó su servilleta y decidió a romper un silencio que de prolongarse más tiempo podía ser penoso para todos, miró a las dos mujeres. En los ojos de éstas se traslucía el goce de vivir y la inconsciente confesión de que el dolor no es eterno y abre paso siempre a la alegría.

— ¿Le apetece a usted un poco de aguardiente, conde? —dijo la princesa Maria—. Y bastaron esas sencillas palabras para que se desvanecieran las sombras del pasado.

— Cuéntenos usted su vida de estos últimos tiempos. Es toda una leyenda, según creo.

— Sí, sí —repuso Pedro, con la dulce sonrisa socarrona que le era habitual—; me han atribuido cosas que ni siquiera en sueños he visto. Estoy pasmado. Ahora resulta que soy un hombre interesante ... Me gustaría encontrar quien me contara en detalle mi fantástico cautiverio.

— Nos han dicho que el incendio de Moscú le había costado dos millones. ¿Es cierto?

— Tal vez, pero soy tres veces más rico que antes —repuso Pedro, que no cesaba de repetirlo a quien queria escucharlo, a pesar de la merma que representaba para sus rentas su resolución de pagar las deudas de su mujer y reconstruir sus casas—. Lo que he recobrado infaliblemente es mi libertad ... —Pero se detuvo, no queriendo insistir sobre un orden de ideas que le era muy personal.

— ¿Reconstruye sus casas?

— Sí; Savelitch me lo ha aconsejado.

— ¿Cuándo se enteró de la muerte de la condesa? ¿Estaba usted aún en Moscú?

La princesa María se sonrojó por el temor de que Pedro diese una falsa interpretación a sus palabras que subrayaban lo que aquél había dicho respecto a su libertad recobrada.

— No; lo supe en Orel. Ya pueden figurarse usted mi sorpresa. No éramos, en verdad, un matrimonio modelo —dijo, mirando a Natacha, y adivinando la curiosidad que ésta sentía por saber cómo se expresaría a ese respecto—, pero la noticia de su muerte me causó una profunda impresión. Por lo general, cuando dos personas que viven juntas disputan, ni una ni otra tienen razón, pero uno se siente doblemente culpable hacia la que ya no existe ... Y luego una muerte así, sin amigos, sin consuelo ... La compadezco mucho.

Y cesó de hablar, sintiéndose dichoso al observar que cuanto dijo había merecido la aprobación de Natacha.

— Ya está usted otra vez soltero y es, por cierto, un buen partido —dijo la princesa María.

Pedro se sonrojó y bajó los ojos. Tras un largo silencio volvió a levantarlos, miró a Natacha y le pareció que la expresión de su rostro era fría, reservada y casi desdeñosa.

— Se dice que ha visto usted a Napoleón ... —dijo la princesa María.

— Nunca —repuso Pedro, con una franca sonrisa—. No parece sino que ser prisionero y huésped de Napoleón es la misma cosa. Ni siquiera oí hablar de él. El ambiente en que vivía no lo permitía.

— ¿Puede confesar ahora —terció Natacha— que se habia quedado en Moscú para matarle? Lo adiviné cuando nos encontramos.

Pedro respondió que éste era, en efecto, su propósito. Luego, dejándose interrogar a placer, les hizo un detallado relato de todas sus aventuras.

La princesa María miraba alternativamente a Natacha y a Pedro, cuyo relato transparentaba su inalterable bondad. Natacha, con la barbilla apoyada en la mano, seguía con su cambiante fisonomía todos los incidentes del relato. El episodio de la niña y la mujer cuya defensa habia tomado y que fue la causa de su detención, lo contó Pedro en estos términos:

— El espectáculo era horrible ...; criaturas abandonadas ..., otras olvidadas en medio de las llamas ... Retiraron una ante mis ojos ...; luego mujeres a las que se arrancaban los vestidos y los pendientes ... —Pedro se detuvo y, titubeando, se sonrojó—: En aquel momento —prosiguió—, acudió una patrulla y detuvo a los campesinos y a cuantos no habían participado en el saqueo, y yo entre ellos ...

— No nos lo ha contado todo —le interrumpió Natacha—. Seguramente habrá hecho usted alguna buena acción.

Pedro prosiguió su relato. Al describir la escena de la ejecución de sus compañeros quiso soslayar los espantosos detalles de la misma, pero Natacha le exigió que no omitiera nada. Vino luego el episodio de Karataiev.

Todos se levantaron de la mesa y Pedro se puso a pasear de un extremo para otro de la habitación, mientras Natacha le seguía con la vista.

— Nunca podrán ustedes comprender lo que aprendí de aquel hombre, de aquel inocente que no sabia leer ni escribir ...

— ¿Qué fue de él? —preguntó Natacha.

— Lo mataron casi ante mis ojos.

Y al contarles la enfermedad y la muerte de aquel desgraciado su voz temblaba de emoción.

La princesa María se interesaba por todo cuanto Pedro contaba, pero otro pensamiento la absorbía. Acababa de comprender que Natacha y Pedro podían amarse y ser felices. Y su corazón rebosó de alegría.

Eran las tres de la madrugada. Los criados, con caras soñolientas, entraron para cambiar las bujías, pero nadie prestó atención a ellos. Pedro dio fin a su relato. Su sincera emoción, impresa de una cierta turbación, respondía a la mirada de Natacha, que parecía querer penetrar hasta su silencio y sin pensar siquiera en lo avanzado de la hora buscara otro tema de conversación.

— Se habla de sufrimientos y de desgracia —dijo—, y, sin embargo, si me preguntaran: ¿Qué prefieres, volver a ser lo que eras antes de tu cautiverio o sufrir de nuevo lo que has padecido?, yo contestaría: Prefiero mil veces el cautiverio y la carne de caballo. Uno se imagina casi siempre que cuando sale del camino trillado todo está perdido y, en cambio, es entonces cuando aparecen la Verdad y la Bondad. En tanto dure la vida existe la felicidad. Podemos aún esperarla y, si hablo así, es sobre todo refiriéndome a usted —añadió, dirigiéndose a Natacha.

— Es verdad —dijo ésta, contestando a otro pensamiento que acababa de cruzar por su mente—. ¡Qué más quisiera yo que empezar de nuevo mi vida!

Pedro la miró atentamente.

— Sí, ¡qué más quisiera yo! —repitió Natacha.

— ¿Es posible? —exclamó Pedro—. ¿Acaso yo, como también usted, soy culpable de vivir y querer vivir?

De improviso, Natacha ocultó la cabeza entre las manos y prorrumpió en llanto.

— ¿Qué le pasa a usted, Natacha?

— Nada, nada —murmuró , y através de sus lágrimas sonrió a Pedro.

— Adiós. Es hora ya de ir a acostarse.

Pedro se levantó y dio las buenas noches a las dos mujeres.

La princesa María y Natacha prosiguieron la conversación en su habitación, pero ninguna pronunció el nombre de Pedro.

— Escucha, María. Si por temor a profanar nuestros sentimientos no hablamos ya de él, ¿no acabaremos por olvidarlo?

La princesa María confirmó con un suspiro la justeza de esa observación, que jamás se hubiera atrevido a hacer en voz alta.

— ¿Crees que llegaremos a olvidarlo? —prosiguió Natacha—. Cuanto he contado ha sido para mí dulce y penoso al mismo tiempo, pero ha sido también un gran consuelo para mi alma. Me di cuenta de que Pedro sentia por él un gran afecto y por eso ... ¿Habré obrado mal? —dijo de pronto, sonrojándose.

— ¿De hablar de él a Pedro? ¡Oh, no; Pedro es muy bueno!

— ¿Has observado, Maria —dijo de pronto Natacha, con una sonrisa maliciosa que no habia asomado a sus labios desde hacia mucho tiempo—, cómo ha cambiado Pedro? Tiene una lozanía, un frescor ... Diríase que ha salido de un baño moral, es decir ... ¿me comprendes, verdad?

— Sí; ha cambiado y ha mejorado mucho. Por eso él lo tuvo en tanto aprecio —repuso la princesa María.

— Sí, y, sin embargo, eran muy diferentes uno del otro. Dicese que los hombres son amigos cuando difieren totalmente. Sin duda debe de ser así ... ¡Adiós! ¡Adiós! —dijo Natacha.

Y la maliciosa sonrisa que se dibujaba en sus labios tardó largo tiempo en desvanecerse.

Capítulo XIII

Con las manos a la espalda, la cabeza calda sobre el pecho, a grandes zancadas, Pedro recorría la habitación de un extremo a otro. Pedro, aquella noche, por mucho que se esforzó, no consiguió conciliar el sueño. Tan pronto se encogía de hombros, o se estremecía, como entreabría sus labios para musitar una confesión. Cuando seis campanadas llegaron a sus oídos, todavía seguía pensando en el príncipe Andrés, en Natacha, en su amor, en sus celos súbitamente renovados. Por último, emocionado y satisfecho, resolvió hacer todo lo humanamente posible para casarse con ella.

Había determinado regresar a San Petersburgo el próximo viernes, y al día siguiente, Savelitch entró en su habitación en espera de las órdenes concernientes al viaje.

¡Cómo! ¿Me marcho a San Petersburgo? ¿Y por qué a San Petersburgo? —se preguntó, asombrándose de sí mismo—. ¡Ah!, si, es verdad, decidí hace tiempo efectuar ese viaje, antes de que eso ocurriera. Sí, quizá vaya ... ¡Qué buen hombre es ese Savelitch!, se dijo, mirando a su criado.

— Y a ti, Savelitch, ¿no te agradaría la libertad?

— ¿De qué me serviría, Excelencia? Hemos vivido muy bien en tiempos del viejo conde, que Dios guarde, y ahora vivimos al lado de usted sin que tengamos motivo alguno de queja.

— ¿Y tus hijos?

— Mis hijos seguirán mi camino, Excelencia. Con amos como usted, ¿qué podemos temer?

— ¿Y mis herederos? —objetó Pedro—. ¿Y si vuelvo a casarme? Eso pudiera ocurrir, ¿verdad? —añadió con una imperceptible sonrisa.

— Me atrevo a decir que eso sería una suerte, Excelencia.

¡Qué sencillo lo encuentra! —pensó Pedro—. No se da cuenta de lo grave y espantoso que ... O es demasiado pronto o es demasiado tarde.

— ¿Cuáles son sus órdenes, Excelencia? ¿Marchará usted mañana?

— No, tal vez dentro de algunos días. Ya te avisaré. Perdóname la molestia ...

Es extraño —pensó— que no haya adivinado que nada tengo que hacer en San Petersburgo y que, ante todo, hay que decidir eso. De todos modos estoy seguro que lo sabe y finge no advertirlo ... ¿Le hablaré de ello? No, en otra ocasión.

Durante el almuerzo Pedro contó a su prima que había ido la víspera a visitar a la princesa María y que quedó sorprendido al ver con ella a Natacha Rostov. Sin embargo, la princesa Catalina no pareció mostrarse muy extrañada.

— ¿La conoce usted? —preguntó Pedro.

— La vi una sola vez y se comentaba su proyectado enlace con el joven Rostov, lo que habría salvado a esta familia de la ruina.

— No me refiero a la princesa María, sino a Natacha.

— ¡Ah, sí! Conozco muy bien su triste historia.

Decididamente —pensó Pedro—, no me comprende o no quiere comprenderme ... Será mejor no decirle nada.

Se fue a cenar a casa de la princesa Maria.

Al llegar a casa de la princesa María le pareció que todo había sido un sueño y que sólo había visto a Natacha en su imaginación, pero apenas hubo entrado sintió, por la vibración de todo su ser, la influencia de su presencia. Vestida de negro, como la víspera; y con el mismo peinado, su fisonomía era, no obstante, diferente, y si la primera vez la hubiera visto así, la hubiese reconocido en el acto. Su rostro era juvenil, de novia la luz de sus ojos parecía interrogarle y una expresión cariñosa y singularmente maliciosa asomaba a sus labios.

Pedro cenó en casa de la princesa, y hubiera pasado allí la velada a no ser que las damas tenían intención de ir a la iglesia.

Al día siguiente, Pedro reanudó su visita y la prolongó de tal modo que, a pesar de la satisfacción que a las damas les producía su presencia y el más visible interés que Pedro se tomaba por ellas, la conversación fue languideciendo y acabó por referirse a los temas más insignificantes. Pedro se daba cuenta de que las dos mujeres aguardaban impacientes su marcha, pero no se sentía con ánimo de irse.

La princesa María, bajo el pretexto de que le aquejaba una fuerte jaqueca, se levantó la primera y puso término a aquella situación, tendiendo la mano a Pedro.

— Así, pues, ¿se marcha usted mañana para San Petersburgo?

— No, todavía no —repuso Pedro con viveza—. O, quizá, sí ... En todo caso pasaré mañana a recoger sus encargos.

Permanecía en pie, visiblemente turbado.

Natacha le tendió la mano y salió. La princesa Maria, en lugar de seguirla, se retrepó en una silla y fijando en Pedro su luminosa mirada se puso a observarle con profunda atención. La jaqueca que sufría se desvaneció como por encanto. Era evidente que se preparaba para tener con Pedro una larga entrevista.

Cuando Natacha hubo salido, la inquietud y turbación de Pedro se disiparon instantáneamente.

Acercó bruscamente una butaca al lado de la princesa María y se sentó.

— Voy a hacerla depositaría de una confidencia —dijo, con emoción contenida—. Tiene usted que ayudarme, princesa. ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Sé perfectamente que no la merezco y que no es este el momento apropiado para hablarle. Pero, ¿no podría ser su hermano ...? No, no —añadió con energía—, no quiero ni puedo serlo ... Ignoro —prosiguió, tras un momento de silencio y esforzándose por hablar serenamente—, ignoro desde cuándo la amo. La he amado a ella y sin ella no puedo concebir la existencia ... Es difícil, sin duda, perder ahora su mano, pero me horroriza sólo el pensar que pudiera concedérmela y que por mi culpa desperdiciara la ocasión ... Dígame, querida princesa, ¿puedo esperar?

— Tiene usted razón —repuso la princesa Maria— al pensar que no es éste el momento propicio para hablarle de su ...

La princesa se detuvo y se dio cuenta de que, dada la metamorfosis que se había operado en Natacha, su objeción resultaba a todas luces inverosímil.

— Hablarle ahora es imposible. Confíe usted en mí. Yo sé que ...

- ¿Qué? —le interrumpió Pedro con voz jadeante, mirándola a los ojos.

— Yo sé que le ama ... que le amará.

Apenas hubo pronunciado la princesa esas palabras, Pedro se levantó, le cogió la mano y se la oprimió fuertemente.

— ¿Lo cree usted?

— Sí, lo creo. Escriba usted a sus padres. Por mi parte, ya le hablaré cuando se presente la ocasión. Comparto su deseo y mi corazón me dice que logrará usted realizarlo.

— ¡Oh, eso seria demasiada felicidad, demasiada felicidad! —exclamó Pedro besando las manos de la princesa María.

— Márchese usted a San Petersburgo. Será lo mejor que pueda usted hacer. Yo le prometo escribirle.

— ¿Irme ahora a San Petersburgo? Pues bien, sea. La obedeceré. Pero, ¿puedo venir a verla mañana?

En efecto, Pedro volvió al dia siguiente para despedirse de las dos mujeres.

Natacha estaba menos animada que los dias precedentes, pero Pedro, al mirarla, no sentía más que una impresión: la de una dicha que inundaba todo su ser y que crecia en intensidad al escuchar cada una de las palabras que Natacha pronunciaba, al observar cada uno de los más ínfimos gestos que hacía. En el momento de despedirse, al estrechar la mano blanca y delgada de Natacha, Pedro la retuvo involuntariamente durante unos instantes.

¿Será verdaderamente para mí, siempre para mí, esa mano, este rostro, este tesoro de seducciones?

— Hasta la vista, conde —le dijo Natacha en voz alta—. Le esperaré con impaciencia —añadió, en tono mucho más bajo.

Durante los dos meses que duró su ausencia, aquellas sencillas palabras y la expresión del rostro de Natacha al pronunciarlas fueron para Pedro un manantial inagotable de recuerdos e inefables quimeras.

Capítulo XIV

Como sin darse cuenta, lo que era una realidad, a partir de su primera velada con Pedro, Natacha sintió que un gran cambio se apoderaba en su vida. La savia de la vida volvía a apoderarse apaciblemente de todo su ser.

Su modo de andar, su rostro, su mirada, su voz, todo en ella se había metamorfoseado. Sus aspiraciones a la felicidad habían remontado a la superficie y reclamaban ser satisfechas. A partir de aquel día, Natacha pareció haber olvidado todos los acontecimientos anteriores. Ninguna queja asomó ya a sus labios, ninguna palabra rozó siquiera las sombras desvanecidas del pasado y sonreía a veces ante los proyectos futuros. Aun cuando no pronunciaba jamás el nombre de Pedro cuando la princesa María hablaba de él, una llama extinta desde hacía mucho tiempo se reavivaba en sus ojos y sus labios apenas podían reprimir un involuntario temblor.

La princesa María, sorprendida ante aquel cambio cuya causa adivinó fácilmente, sentíase apesadumbrada. ¿Amaba, pues, tan poco a mi hermano para haberlo olvidado tan pronto? Mas, al verla, no podia sentirse enojada con ella ni reprocharla de nada. Era tan súbito, tan irresistible, tan imprevisto aquel despertar de la vida, que la princesa Maria no se creia con derecho a acusar a Natacha, ni siquiera desde el fondo de su corazón.

Cuando, después de su explicación con Pedro, la princesa María volvió a su habitación, Natacha la esperaba en el umbral de la puerta.

— Ha hablado, ¿verdad? —decía Natacha con gozosa y afable expresión y como si implorara el perdón de la princesa—. Estuve a punto de escuchar a través de la puerta, pero sabía que tú no me ocultarías nada.

A pesar de la sincera y emocionada mirada de Natacha, aquellas palabras apenaron a la princesa Maria. Pensó en su hermano. ¿Qué podemos hacer? —pensó—. Las cosas no pueden torcer el rumbo ... Y con tono dulce y severo a la vez, le dio cuenta de su entrevista con Pedro. Cuando se enteró de que Pedro se marchaba a San Petersburgo, Natacha lanzó una exclamación de sorpresa, pero adivinando la penosa impresión que se reflejaba en el rostro de su amiga, se apresuró a decir:

— Maria, dime lo que debo hacer. Tengo miedo de obrar mal. Haré cuanto me aconsejes.

— ¿Le amas?

— Sí —murmuró Natacha.

— ¿Por qué lloras, entonces? Yo estoy muy contenta de que así sea —repuso la princesa María sin poder contener las lágrimas.

— No será en seguida, Maria ... ¡Oh, qué felicidad, yo seré su mujer y tú te casarás con Nicolás!

— Te habia rogado, Natacha, que no me hablaras nunca de ello. Hablemos solamente de ti.

Hubo un largo silencio.

— Pero, ¿por qué se marcha a San Petersburgo? —preguntó de pronto Natacha.

Y contestándose inmediatamente la pregunta, añadió:

— Tal vez sea mejor ... ¿verdad, Maria?
Presentación de Omar CortésDecimacuarta parteEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha