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LA GUERRA Y LA PAZ
QUINTA PARTE
CAPÍTULO I
Luego de una borrascosa pelea y de la violenta escena con su mujer, Pedro se marchó a
San Petersburgo. Pero en la posada de Torjok no había caballos de refresco, quizá porque su dueño no tenía interés alguno en servirle.
Pedro se vio forzado a esperar. Sin desnudarse, se tendió en un diván de cuero ante una mesilla redonda, apoyó en ella sus pies calzados con altas botas y, en aquella posición, se quedó pensativo.
— ¿Quiere el señor que le traigan las maletas? ¿Desea que le preparen la cama? ¿Quiere un té? —le preguntó un criado.
Pedro no contestó, pues no veía ni oía nada. En la última parada había empezado a reflexionar y continuaba abstraído todavía en algo tan importante que ni siquiera se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
Todo cuanto allí había y aun él mismo, se le aparecía confuso, insensato, abyecto. Pero en ese mismo asco por todo lo que lo rodeaba, Pedro encontraba una especie de placer que le consumía.
— Me atreveré a pedirle a Vuestra Excelencia que tenga a bien molestarse un poco en atención a este señor —dijo el dueño de la posta entrando en la sala e introduciendo en ella a otro viajero detenido igualmente por falta de caballos.
Era éste un anciano rechoncho, amarillento, lleno de arrugas y con los huesos muy pronunciados. Las cejas blancas le caían sobre los ojos brillantes, de un gris indefinible.
Pedro retiró las piernas de encima la mesa, se levantó y fue a tumbarse en el lecho que le habían preparado. De vez en cuando miraba al viajero que, preocupado y abatido, se desnudaba con dificultad, asistido por un criado y sin mirar a Pedro.
El criado trajo un vaso vacío, puesto boca abajo, con un terrón de azúcar, y preguntó si deseab a algo más.
— Nada más, dame el libro —le contestó el viajero.
El criado le dio el libro. A Pedro le pareció que era un libro piadoso. El viajero se absorbió en la lectura. Pedro le miraba.
De repente, el viajero abandonó el libro y haciendo una señal en la página lo cerró, volvió a entornar los ojos y se apoyó en el respaldo en la misma posición de antes. Pedro le miraba, cuando el viajero, sin darle tiempo a volverse, abrió los ojos y dirigió su mirada resuelta y severa al rostro de Pedro.
Pedro se sintió embarazado. Quería rehuir aquella mirada, pero los brillantes ojos del anciano le atraían de un modo irresistible.
Capítulo II
— ¿Tengo el honor de hablar al conde Bezukhov, si no me engaño? —dijo en voz alta y pausada el viajero.
Pedro, silencioso, miraba a su interlocutor a través de los lentes.
— He oído hablar de usted y de la desgracia que le aflige —prosiguió el viajero.
Pedro enrojeció, sacó precipitadamente las piernas de encima de la cama y sonrió con aire forzado y tímido.
— No le he recordado a usted todo eso por mera curiosidad, sino por causas mucho más graves.
Se calló sin retirar sus ojos de Pedro y, apartándose un poco en el diván, con un gesto invitó a Pedro a sentarse a su lado.
— Es usted desgraciado, señor —prosiguió—. Es usted joven, yo soy viejo. Quisiera ayudarle hasta donde mis fuerzas me lo permitan.
— ¡Ah, sí! —dijo Pedro con fingida sonrisa—. Se lo agradezco mucho ... ¿De dónde viene usted?
La cara del viajero no era precisamente afable. Era fría y severa, y, no obstante, la palabra y el rostro de aquel hombre ejercían sobre él una atracción irresistible.
— Si por cualquier motivo mi conversación le fuese a usted desagradable, diga francamente, señor.
— No, de ningún modo; al contrario, estoy encantado de haberle conocido —dijo Pedro.
— ¿Me permite usted que le pregunte ... es usted masón?
— Sí, pertenezco a la hermandad de masones libres —dijo el viajero mirando a Pedro con mayor atención—. Y en su nombre y en el mío propio le tiendo a usted una mano fraternal.
- Temo hallarme muy lejos de la comprensión ¿Cómo se lo diré ... ? Temo que mis ideas sobre la creación y el mundo sean tan opuestas a las suyas que no nos sea posible entendernos —dijo Pedro sonriendo.
— Conozco la manera de pensar de usted —dijo el anciano—. Lo que cree usted resultado de la labor de su pensamiento es la manera de ver de la mayoría de los hombres, el producto invariable de la pereza, el orgullo y la ignorancia. Perdóneme usted, pero si la conociera no le hablaría de ella. Su manera de pensar es un error.
— Lo mismo podría suponer yo ... Podría creer que quien se equivoca es usted —repuso Pedro sonriendo ligeramente.
— Nunca me atreveré a afirmar que poseo la verdad —dijo el anciano, que cuanto más se daba a conocer, mayor admiración despertaba en Pedro por la firmeza y precisión de sus palabras. Un individuo no puede descubrir la verdad como no sea piedra por piedra, con ayuda de los demás y a través de mil generaciones. Desde el viejo Adán hasta nosotros está edificando el templo digno del Altísimo —dijo el francmasón cerrando los ojos.
— He de confesarle que no creo ... en Dios —dijo Pedro con algún esfuerzo, obedeciendo a la necesidad de manifestar su verdadera manera de pensar.
El francmasón le observó atentamente y sonrió como podría hacerlo un poderoso acaudalado que tuviese entre sus manos a un pobre que le dijese que no posee los cien rublos que le faltan para ser feliz.
— Sí, usted no lo conoce, señor. No puede usted conocerle, es desgraciado porque lo conoce.
— Sí, soy desgraciado, pero ¿qué le voy a hacer?
— No lo conoce y por esto es usted desgraciado. No lo conoce, pero él está aquí. Está en mí, en mis palabras, está en usted y hasta en las palabras sacrilegas que acaba usted de pronunciar —dijo el viejo con voz grave.
Guardó silencio y suspiró haciendo un visible esfuerzo por calmarse.
— Si no existiese —prosiguió suavemente— no hablaríamos de Él. ¿De qué, de quién estamos hablando? ¿A quién ha negado usted? —preguntó de pronto con severidad y vehemencia—. ¿Quién lo habría inventado si no existiese? ¿Cómo se le ha ocurrido la idea de que existiese un ser tan incomprensible? ¿Por qué razón usted y todo el mundo supone que existe un ser tan incomprensible, un ser omnipotente, eterno e infinito en todas sus cualidades?
Se detuvo y quedó silencioso durante largo rato. Pedro no quería romper aquel silencio.
— Existe, pero es sumamente difícil comprender —prosiguió diciendo el viejo.
No miraba al rostro de Pedro, sino delante suyo, mientras hojeaba el libro con manos sarmentosas que la emoción interior agitaba.
— Si usted pusiera en duda la existencia de un hombre, cuando yo se lo trajese a su casa, le cogería de la mano y se lo mostraría. Pero,
¿cómo es posible que yo, un simple mortal, pueda mostrar toda su omnipotencia, toda su eternidad, toda beatitud a quien es ciego o cierra los ojos para no verle, para no comprenderle, para no ver ni comprender su propia cobardía y su propia abyección? —Hizo una breve pausa—. ¿Quién es usted? ¿Qué es usted? Se cree usted sabio porque ha podido pronunciar palabras sacrilegas —dijo con
una sonrisa sombría y desdeñosa—, pero es usted más ignorante y más insensato que un chiquillo que jugando con las piezas de un reloj hábilmente fabricado osara decir, porque no comprende su utilidad, que no cree en el hombre que lo ha hecho. Es difícil comprenderle ... Desde hace muchos siglos, desde Adán hasta nosotros, se trabaja para comprender, y estamos muy lejos todavía de haberlo logrado. Pero en esta misma incomprensión vemos nuestra debilidad y su grandeza.
Pedro miraba fijamente el rostro del anciano. El corazón le latía y escuchaba sin interrumpirle, sin interrogarle, creyendo con toda su alma lo que aquel extraño le decía.
— No es precisamente con la inteligencia con lo que se le comprende. Es la vida quien le descubre —dijo el anciano.
— No lo comprendo —dijo Pedro con temor, sintiendo que la duda le asaltaba por la vaguedad y la debilidad del razonamiento de su interlocutor—. No comprendo por qué razón la inteligencia humana es incapaz de llegar a este conocimiento.
El viejo sonrió con su sonrisa apacible y paternal.
— La mayor sabiduría de la vida, la verdad, es como el líquido más puro del cual querríamos saturarnos —dijo—. ¿Puedo recoger este líquido en un vaso sucio de lodo y juzgar luego su pureza? Sólo por la purificación interior de mí mismo puedo destilar con relativa pureza el rocío que absorbo.
— ¡Sí, si, eso es! —repuso Pedro con alegría.
— La sabiduría superior no se basa en la razón ni en las ciencias externas: la física, la historia, la química, etc., en que se dividen las ciencias. La sabiduría superior es una ciencia. Es la ciencia universal, la ciencia que explica toda la creación del mundo y el lugar que en ella ocupa el hombre. Para recibir en sí mismo esta ciencia es preciso purificar y renovar en nuestro interior nuestro propio espíritu, y para eso antes de hacer algo es preciso creer y perfeccionarse. Pero para conseguir este fin es por lo que fue introducida en nuestra alma la luz divina que nosotros calificamos de conciencia.
— Sí, sí confirmó Pedro.
— Con los ojos de su espíritu examine usted su interior y pregúntese si está contento de sí mismo. ¿Qué ha logrado usted dejándose guiar únicamente por su inteligencia? ¿Que es usted? Es joven, rico, inteligente, instruido, ¿qué es lo que ha hecho de todos estos bienes que le han sido otorgados? ¿Está usted satisfecho de si mismo y de su vida?
— No, aborrezco mi vida —contestó Pedro, taciturno.
— La aborrece usted. Cámbiela, pues. Purifíquese y a medida que vaya purificándose alcanzará la sabiduría. Examine su vida. ¿Cómo la ha pasado? En orgías, en la depravación. Lo ha recibido todo de la sociedad y no le ha devuelto nada. Ha recibido una fortuna. ¿Qué ha hecho de ella? ¿Qué ha hecho por los demás? ¿Ha pensado nunca en los miles de seres que son esclavos suyos? ¿Les ha ayudado física y moralmente? No. Se ha aprovechado usted de su trabajo para llevar una vida de excesos. Esto es lo que ha hecho usted. ¿Ha escogido una ocasión para ser útil a alguien? No. Ha pasado su vida en la ociosidad. Luego se ha casado, y contraído la responsabilidad de guiar a una mujer joven. ¿Y qué a hecho usted? No la ha ayudado a encontrar la senda de la verdad y la ha lanzado al abismo de la mentira y, de la desventura. Un hombre le ha ofendido y le ha dado la muerte. ¡Y dice usted que no creer en Dios y que aborrece su vida! ¡No es extraño!
Calló el anciano después de haber dicho estas palabras, y como si estuviese fatigadisimo por su largo discurso, se dejó caer de nuevo en el respaldo del diván y llamó a su criado
— ¿Cómo están los caballos? —preguntó sin mirar a Pedro.
— Ya están aquí —contestó el criado—. ¿No quiere usted descansar un poco, señor!
— No. Di que enganchen.
Con sus viejas y expertas manos, el viajero, después de haber arreglado sus maletas se abrochó el abrigo de pieles. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió hacia Bezukhov, y en tono indiferente, cortés, le dijo:
— ¿Y a dónde se dirige usted ahora, señor?
— ¿Yo? A San Petersburgo —contestó Pedro con voz vacilante—. Se lo agradezco mucho. Estoy de acuerdo con todo cuanto usted ha dicho, pero no crea que sea un malvado. Le aseguro a usted que de buen grado quisiera ser como le gustaría que fuese, pero nunca encontraré quien me ayude ... Por otra parte la culpa es mía ... Ayúdeme, diríjame y tal vez ...
Pedro no podía hablar. Respiró con fuerza y se volvió.
El viejo permaneció silencioso durante un buen rato. Era evidente que reflexionaba.
— La ayuda viene únicamente de Dios —dijo—, pero la que nuestra orden pueda dar se la dará, señor. Vaya usted a San Petersburgo y dele esto al conde de Villarsky.
Sacó su cartera y escribió unas palabras en un papel grande que dobló con cuatro pliegues.
— Permítame usted que le dé un consejo. Cuando llegue a la capital, consagre usted los primeros días al recogimiento, al examen de conciencia, y no vuelva usted más a las viejas costumbres. Le deseo un buen viaje, y éxito ... —dijo observando que su criado acababa de entrar en la habitación.
El viajero era Ossip Alexeievitch Basdeiev, según Pedro pudo saber por el libro del regístro del dueño de la posta. Basdeiev era uno de los masones y martinistas más significados en tiempos de Novikow.
Capítulo III
La lectura del libro de Tomás A. Kempis le distraía, le fascinaba a su vez. El hecho real es que no se dejó ver de nadie desde su llegada a San Petersburgo, ni tampoco lo comunicó a sus innumerables amistades. Sentía por el libro un placer hasta entonces desconocido, de creer en la posibilidad de conseguir la perfección, de creer en la posibilidad de aquel amor fraternal y activo entre los hombres que Ossip Alexeievitch le había revelado. Al cabo de una semana de su llegada, el joven conde polaco Villarsky, a quien Pedro conocía de vista por haberle encontrado en la sociedad de San Petersburgo, entró una tarde en su gabinete.
— Vengo a visitarle con un encargo y una proposición, conde ... —dijo sin sentarse. Una persona de elevada graduación en nuestra orden ha solicitado que fuese usted recibido en ella antes del término ordinario y me ha propuesto que sea yo quien salga como fiador de usted. Considero la voluntad de esa persona como algo sagrado para mi. ¿Desea usted que sea yo su padrino en la fraternidad de los masones libres?
— Si, lo deseo —respondió Pedro.
Villarsky inclinó la cabeza.
— Tengo que hacerle otra pregunta todavía, conde, a la cual le ruego conteste usted con toda franqueza, no en calidad de futuro masón, sino como caballero. ¿Ha abdicado usted de sus antiguas convicciones? ¿Cree usted en Dios?
Pedro se quedó pensativo.
— Sí ... sí, creo en Dios —repuso.
— En este caso ... —comenzó Villarsky.
Pedro le interrumpió.
— Sí creo en Dios —repitió.
— En este caso podemos marchamos; tengo mi coche a la disposición del usted —dijo Villarsky.
Durante el trayecto, Villarsky guardó silencio. A las preguntas de Pedro sobre lo que habría de contestar, Villarsky se limitó a decir que otros hermanos más autorizados que él le examinarían y que lo único que debía hacer era contestar la verdad.
Cuando hubieron atravesado el portal de la gran casa donde estaba instalada la logia, y después de subir por una oscura escalera, entraron en una salita de espera, no iluminada, donde se quitaron los abrigos sin que ningún criado viniese a ayudarles. De allí pasaron a otra sala. Un hombre vestido de extraño modo apareció en la puerta. Villarsky fue a su
encuentro, le habló en voz baja, en francés, y se acercó a un armario donde había unos vestidos que Pedro no habia visto nunca. Villarsky cogió un pañuelo del armario, vendó los ojos a Pedro, y al anudar sus extremos con poca habilidad, enredó en el nudo un mechón de cabellos. Enseguida se acercó a Pedro, le abrazó, y cogiéndole de la mano le condujo a otro sitio.
Cuando hubieron dado diez pasos, Villarsky se detuvo.
— Si está usted firmemente decidido a entrar en nuestra orden —le dijo— debe usted soportar con valor todo cuanto le suceda, sea lo que fuere.
Pedro contestó con un movimiento afirmativo de la cabeza. Cuando oiga usted llamar a esta puerta, quítese la venda —añadió Villarsky—. Le deseo valor y éxito.
Y estrechándole la mano, salió.
Al quedarse solo, Pedro continuó sonriendo con la misma mueca.
Vigorosos golpes resonaron en la puerta. Pedro se quitó el pañuelo de los ojos y miró a su alrededor. La estancia estaba completamente a oscuras. Únicamente en un lugar determinado un candil iluminaba una cosa blanca. Pedro se acercó y vio que el candil estaba encima de una mesa negra sobre la cual había un libro abierto.
Eran los Evangelios. Aquella cosa blanca que iluminaba el candil era un cráneo humano con sus agujeros y sus dientes. Después de leer las primeras palabras del Evangelio: Al principio fue el Verbo y el Verbo era Dios ... Pedro dio la vuelta a la mesa y descubrió una gran caja plana y abierta. Era un ataúd lleno de huesos. No se sentía sorprendido de lo
que veía.
La puerta se abrió y entró alguien.
A la débil luz del candil, a la que Pedro se había ya acostumbrado, vio entrar a un hombre de mediana estatura. El hombre, al pasar de la oscuridad a la luz, se detuvo, pero enseguida, con paso vacilante, se acercó a la mesa y apoyó en ella sus manos pequeñas cubiertas con guantes de piel.
— ¿Por qu é ha venido usted? —preguntó a Pedro el hombre que acababa de entrar, volviéndose hacia donde suponía que estaba Pedro—. ¿Por qué usted, que no cree en la verdad de la luz y ve la luz, viene aquí? ¿Qué quiere usted de nosotros? ¿La prudencia, la virtud, la luz?
Desde que la puerta se habia abierto y había entrado aquel hombre, Pedro experimentaba un sentimiento de temor y veneración, semejante al que uno siente cuando de niño se acerca a tomar la sagrada comunión.
Al acercarse al que le interrogaba, identificó a uno de sus conocidos, Smolianinov, y le molestó encontrar en aquel hombre a una de sus amistades.
— Si ... yo ... quiero la renovación —contestó Pedro con esfuerzo.
— Bien —dijo Smolianinov, que continuaba con voz serena—.
¿Tiene usted alguna idea de los medios con los cuales nuestra orden le ayudará a conseguir este fin?
— Espero ... la guia ... la ayuda ... en la renovación —dijo Pedro con un temblor en la voz y un esfuerzo en las palabras que provenían de la emoción y la falta de costumbre de hablar en ruso de temas abstractos.
— ¿Ha buscado en la religión los medios para alcanzar este fin?
— No. La creía falsa y no la seguía —repuso Pedro en voz baja.
El otro no le oyó y tuvo que pedirle que repitiera lo que habia dicho.
— Era ateo —contestó Pedro.
El instructor tosió, cruzó sus manos sobre el pecho y repuso:
— Se le revelará la finalidad principal de nuestra orden, y si este fin concuerda con el suyo, podrá usted entrar con provecho en nuestra hermandad. El fin esencial, que es tambien la base de nuestra orden, que ninguna fuerza humana podrá perturbar, es la conservación y transmisión a la posteridad de cierto misterio importante ... el cual nos viene de los tiempos
más antiguos e incluso de los primeros hombres. De este misterio depende el destino del género humano. Pero es de tal especie que nadie puede conocerlo y sacar provecho de él si no está preparado para ello por medio de una larga y perseverante purificación de sí mismo. Es por esto que pocos hombres pueden confiar encontrarle enseguida. Por esta razón tenemos un segundo fin, que consiste en preparar a nuestros adeptos a la posibilidad de corregir su corazón, de purificar e iluminar su razón con los medios que nos ha revelado la herencia de los hombres que trabajaron en la investigación de este misterio, y, en consecuencia hacerles aptos para recibirlos. Purificando y corrigiendo a nuestros adeptos, procuramos y este es el tercer objetivo, corregir a toda la humanidad dándole por medio de nuestros hermanos el ejemplo de la piedad y de la virtud. De esta manera procuramos luchar con todas nuestras fuerzas contra el mal que domina al mundo. Reflexione y volveré.
Salió de la habitación.
Luchar contra el mal que domina el mundo ..., se repitió Pedro. Toda su actividad futura se le aparecía dentro de esta esfera. Se imaginaba a aquellos hombres iguales a lo que era él dos semanas antes, y mentalmente les dirigía un discurso.
Transcurrida media hora, el instructor volvió para preguntar al recipiendario las siete virtudes, correspondientes a las siete gradas del templo de Salomón, que cada adepto debía cultivar en su espíritu. Estas virtudes eran: primera, la modestia, conservación del secreto de la orden; segunda, la obediencia a los superiores de la orden; tercera, las buenas costumbres; cuarta, el amor a la humanidad; quinta el valor; sexta, la generosidad, y séptima, el amor a la muerte.
— Reflexionando a menudo sobre la muerte —le dijo el instructor— trate usted de conseguir que deje de parecerle la terrible enemiga, ya que, por el contrario, debe usted ver en ella, a una amiga que libertará a su alma que ha sufrido esforzándose en la virtud, de esta vida de miseria, y le conducirá a un lugar de recompensa y reposo — y volvió a salir.
Más tarde, volvió el instructor. Preguntó a Pedro si mantenía su decisión de someterse a todo cuanto le fuera exigido.
- Estoy dispuesto a todo.
— Todavía tengo que decirle que nuestra orden enseña su doctrina, no con palabras, sino con otros procedimientos que quizás obren con mayor energía que las explicaciones verbales en un auténtico recipiendario de la sabiduría y la virtud. Este templo, por la decoración que usted ve si su corazón es sincero, le hablará mejor que las palabras.
Escuchaba en silencio al instructor y comprendía que las pruebas iban a dar comienzo.
— Si está usted decidido debo proceder a la iniciación —dijo el instructor acercándosele—. En señal de generosidad, entrégueme todos los objetos preciosos que tenga.
— No traigo nada —dijo Pedro— suponiendo que le pedía todo cuanto poseía.
— Lo que lleve usted encima; el reloj, el dinero, los anillos ...
Pedro, apresurándose, sacó la bolsa, el reloj y hubo de forcejear un momento para quitarse el anillo del grueso dedo en que lo llevaba.
Cuando hubo terminado, el instructor le dijo:
— En señal de obediencia, desnúdese.
Pedro se quitó el frac, el chaleco y, obedeciendo a la indicación del nstructor, la bota izquierda. El instructor le abrió la camisa sobre el lado izquierdo del pecho, luego se agachó, le arremangó la pierna izquierda del pantalón hasta encima de la rodilla. Pedro se disponia a descalzarse la bota derecha y arremangarse el pantalón para ahorrar este trabajo al instructor, pero éste le dijo que no era necesario y le dio una zapatilla para el pie izquierdo.
Una sonrisa infantil de encogimiento, de duda, de mofa de sí mismo, apareció, muy a pesar suyo, en el rostro de Pedro. Estaba ante el instructor, con los brazos caídos, esperando nuevas órdenes.
— En señal de sinceridad le pido que me revele su principal debilidad —le dijo.
— ¿Mi debilidad? ¡Tenía tantas! —replicó Pedro.
— La debilidad que más que ninguna otra le hace dudar en el camino de la virtud -dijo el masón.
Pedro calló y reflexionó:
— Las mujeres —dijo, por fin, con voz casi imperceptible.
El instructor quedó inmóvil y tardó un rato en hablar. Finalmente, se acercó a Pedro, cogió el pañuelo que estaba sobre la mesa y volvió a vendarle los ojos.
— Por última vez le digo: concentre usted toda la atención en su interior, coordine sus sentimientos y busque la felicidad, no en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera de nosotros, sino en nosotros mismos.
Hacía tiempo que Pedro no había experimentado el chorro vivificador de beatitud que en aquel momento inundaba su alma de alegría y de ternura.
Capítulo IV
La voz que le preguntaba la reconocía, no como la del instructor, sino la de su padrino Villarsky, y Pedro contestó a todas las preguntas que se le hicieron con un Sí, sí, estoy de
acuerdo. Se dio cuenta entonces que no habían tardado mucho en ir a buscarle a aquella oscura habitación.
Y con una sonrisa clara, infantil, descubierto su ancho pecho, con paso desigual y vacilante, un pie calzado y el otro metido en una zapatilla, avanzó mientras Villarsky apoyaba en su pecho la punta de una espada. De la habitación le condujeron por un corredor, haciéndole marchar hacia adelante y hacia atrás, hasta que llegaron a la puerta de la logia. Villarsky tosió y le contestaron con el golpe de mallete masónico. La puerta se abrió. Pedro llevaba todavía los ojos vendados. Una voz le hizo numerosas preguntas: ¿Quién era? ¿Cuándo había nacido?, etc. En seguida le condujeron a otro sitio sin quitarle la venda de los ojos, y mientras andaban, le explicaban alegorías sobre la dificultad de su viaje, sobre la amistad santa, sobre el eterno Arquitecto del Universo y sobre el valor con que debía soportar los trabajos y los peligros. Durante el trayecto, Pedro observó que tan pronto le decían el que busca como el que sufre o el que pregunta, y cada vez llamaban de diferente manera con el mallete o producían ruido con las espadas.
Luego le cogieron la mano derecha, ordenándole que se pusiese la izquierda sobre el pecho y que pronunciase el juramento de fidelidad a la orden repitiendo las palabras del texto que otro leía. Inmediatamente apagaron las bujías y encendieron alcohol, lo cual adivinó Pedro por el olor, y le advirtieron que vería una pequeña luz.
Descubriéronle los ojos. Pedro divisó, como en un sueño, la pálida llama del alcohol y unas cuantas personas con un delantal como el del instructor que le apuntaban unas espadas al pecho.
Pedro se recobró paulatinamente y observó la estancia donde se encontraba y las personas que allí había. Alrededor de una mesa larga recubierta de negro estaban sentados doce hombres que llevaban puestos los vestidos que él había visto en el armario. Pedro conocía a algunos de ellos, pertenecientes a la alta sociedad petersburguesa. El puesto de presidente lo ocupaba un joven desconocido que llevaba en el cuello una extraña cruz.
Pedro, con los ojos atemorizados, miopes, miraba a su alrededor sin obedecer. De repente, le asaltó la duda: ¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? ¿No se reirán de mí? ¿No llegará un día en que me avergonzaré de esto que estoy haciendo?
Aquel estado de vacilación duró poco. Pedro miraba los rostros inexpresivos de los hombres que le rodeaban.
Recordó todo lo que acababa de pasar y comprendió que era imposible detenerse a mitad del camino. Horrorizado de su duda, se prosternó a la entrada del templo.
Permaneció allí hasta que le ordenaron que se levantase.
Se produjo un silencio embarazoso.
Uno de los hermanos rompió aquel silencio, y acompañando a Pedro hasta el tapiz empezó a leer en un cuaderno la explicación de todas las figuras dibujadas en la alfombra, la luna, el nivel, la paleta, la piedra cúbica sin pulir, tres ventanas, etc. La ceremonia era larga y Pedro, a causa de la satisfacción, de las emociones y el trastorno, no podía comprender lo que le leían. Recogió tan sólo las últimas palabras de los estatutos que
fueron las únicas que se grabaron en su mente.
Cuando terminó su plática y abrazó a Pedro, le dio un beso. Pedro, con lágrimas en los ojos, miraba a su alrededor sin saber qué contestar a las felicitaciones de los conocidos que le rodeaban.
El gran maestre dio un golpe con el mallete. Todos tomaron asiento en sus puestos respectivos y uno de ellos leyó el sermón sobre la necesidad de la humillación.
El gran maestre propuso cumplir el último rito, y el alto oficial que desempeñaba el cargo de tesorero dio la vuelta a la asamblea.
Capítulo V
Pedro se esforzaba en comprender lo que simbolizaba el recuadro que tenía ante sus ojos, uno de sus lados representaba a Dios, el segundo el mundo moral, el tercero el mundo
fisico, el cuarto a los dos mundos mezclados, y no lo conseguía. A intervalos, abandonaba el libro y recuadro, y dando rienda suelta a su imaginación, elaboraba un nuevo plan de vida.
Se deleitaba en estas ensoñaciones, cuando de pronto, apareció en su habitación el príncipe Basilio.
- Amigo mío, pero, ¿qué has hecho en Moscú? ¿Por qué te has peleado con Elena? ¡Estás equivocado! —dijo el príncipe Basilio al entrar en la habitación—. Yo lo sé todo y sé que Elena es tan inocente como Cristo ante los judíos.
Pedro quería contestar, pero el otro le interrumpió:
— ¿Y por qué no me lo decías todo a mi, como a un amigo? Yo lo sé todo. Lo comprendo todo. Te has portado como un hombre que considera en mucho su honor, quizá con excesiva rapidez, pero dejemos esto a un lado. Piensa tan sólo una cosa, piensa en qué situación la colocáis ante los ojos de la gente y hasta de la Corte —añadió arrastrando las palabras—. Ella vive en Moscú, tú vives aquí. Hazte cargo, amigo mío. Ha sido un error, una confusión, y creo que tú mismo lo reconoces. Escribe enseguida una carta y ella vendrá;
todo quedará explicado, y si no lo haces te advierto que serás tú el más perjudicado.
El príncipe Basilio miró a Pedro con ojos autoritarios.
— Sé de buena tinta que la emperatriz se interesa mucho por esta cuestión. Ya sabes que siempre ha distinguido a Elena con su benevolencia.
Pedro intentó hablar varias veces, pero por una parte el príncipe Basilio no le dejó, y por la otra, él temía empezar a hablar en un tono de negativa absoluta y de completo desacuerdo, tal como estaba firmemente decidido a contestar a su suegro.
— Bueno —dijo, en tono complaciente, el príncipe Basilio—. Dime que sí, que le escribirás, y todos daremos gracias al cielo y lo celebraremos matando el becerro más gordo.
Aún no había acabado el príncipe Basilio de pronunciar estas palabras, cuando Pedro, con la cara furiosa, que en aquellos momentos recordaba la de su padre, contestó, sin mirar a su interlocutor:
— Príncipe, yo no le he dicho a usted que viniera a mi casa. ¡Haga usted el favor de marcharse! —Le abrió la puerta—. Salga usted repitió, sorprendido de sí mismo y contento por la expresión confusa y atemorizada que aparecía en la cara del príncipe Basilio.
— Pero, ¿qué tienes? ¿Es que no te encuentras bien?
— ¡Márchese, le digo! —repitió de nuevo Pedro, con voz temblorosa.
El príncipe tuvo que marcharse, sin obtener explicación.
Una semana después, Pedro, una vez se hubo despedido de sus nuevos amigos los masones y de haberles regalado una cantidad considerable de dinero, marchó a sus tierras.
Los nuevos hermanos dieron cartas a Pedro para los francmasones de Kiev y de Odesa prometiendo escribirle y guiarle en su nueva actividad.
Capítulo VI
Pedro era el culpable de todo. La ruptura con su mujer, a pesar de que se echó tierra al asunto del duelo entre él y Dolokhov, corria de boca en boca por todo Moscú; ni él ni los
padrinos fueron molestados. Pedro, que había sido mirado con indulgencia mientras sólo fue hijo natural y que había sido halagado y mimado mientras fue el mejor partido del Imperio, había bajado mucho en la opinión de la sociedad, porque después de su boda las muchachas y las madres no podían ya contar con él, y sobre todo porque él desdeñaba la opinión pública. Se le atribuía toda la culpa de lo que le había pasado. Se le calificaba de celoso, de insensato, de propenso a las explosiones de furor igual que su padre, y cuando Elena, después de la partida de Pedro, volvió a San Petersburgo, fue recibida por sus
amistades, no ya tan sólo con simpatía, sino con señales de evidente respeto por su desgracia.
El príncipe Basilio expresaba su opinión con la mayor franqueza cuando hablaban de Pedro; se encogía de hombros y poniéndose un dedo en la frente, decía:
— No está bien de la cabeza.
— Ya lo había dicho yo —decía Ana Pavlovna—. Yo había dicho antes que nadie que era un loco corrompido por las ideas depravadas de este siglo; lo decía cuando todos estábamos encantados de él, cuando acababa de llegar del extranjero. Una noche en mi casa, ¿lo recordáis?, tomó los aires de un Murat. ¿En qué ha ido a parar todo aquello? A mi no me pareció bien aquella boda y predije ya todo lo que ha pasado.
Ana Pavlovna, igual que en otros tiempos, daba veladas como sólo ella sabía organizar, en las cuales, según sus mismas palabras, se reunía lo más selecto de la buena sociedad, la flor más fina de la esencia intelectual de San Petersburgo.
La persona que Ana Pavlovna presentó a sus invitados era Boris Dubretzkoy, que acababa de llegar del ejército de Prusia en calidad de correo y era ayudante de campo de un personaje de gran importancia.
En el momento en que Boris, destinado a desempeñar el papel de figura central de recepción, entró en el salón, todos los invitados estaban ya allí, y la conversación, conducida por Ana Pavlovna, versaba sobre nuestras relaciones diplomáticas con Austria y la esperanza de aliarnos con ella.
Gracias a los cuidados de Ana Mikbailovna, a sus gustos personales y a las cualidades de su carácter reservado, Boris, en el breve tiempo de su carrera militar, había conseguido alcanzar una situación ventajosa en el servicio. Era ayudante de campo de un personaje de importancia, tenía una misión importante en Prusia y acababa de llegar en calidad de correo. Le agradaba San Petersburgo y aborrecía Moscú. El recuerdo de la casa de los Rostov y del amor infantil de Natacha le resultaba desagradable, y desde que había marchado al ejército no había vuelto una sola vez a casa de los Rostov.
Se sentó en el puesto que le fue designado cerca de la hermosa Elena, y se dispuso a escuchar la conversación general.
— Viena considera las bases del tratado propuesto tan fuera de razón que ni por medio de una serie de éxitos brillantes podrían hacerse viables, y dudo que pudiéramos proporcionárselos. Son las palabras austríacas del gabinete de Viena —decía el encargado de negocios danés.
— Es la duda lo que es halagador —opinó el hombre de talento, con una ligera sonrisa.
— Es conveniente hacer distinciones entre el gabinete de Viena y el emperador de Austria. El emperador de Austria no pudo pensar jamás semejante cosa. Quien ha dicho eso es tal vez el gabinete —repuso Mortemart.
- Eh, querido conde —intervino Ana Pavlovna—. Uropa —no se sabe por qué pronunciaba Uropa cual si fuese una delicadeza particular de la lengua francesa que tan sólo ella podía permitirse hablando con un francés—, Uropa no será jamás nuestra aliada sincera.
Luego, con objeto de introducir a Boris en la conversación, Ana la hizo girar sobre la firmeza y el valor del rey de Prusia.
Boris escuchaba atentamente mientras esperaba su turno. Pero al mismo tiempo, de vez en cuando, aprovechaba la ocasión para dirigir una mirada a su vecina, la hermosa Elena, que, con una sonrisa, había encontrado la mirada del joven y apuesto ayudante de campo.
Cuando hubo terminado, Elena se le dirigió con su sonrisa habitual.
— Es preciso que venga usted a verme.
Elena pronunció estas palabras en un tono como si hubiera querido significarse que, por consideraciones que él no podía adivinar, la visita era absolutamente necesaria.
— El martes, de ocho a nueve ... Será un gran placer para mí.
Boris prometió obedecer a su deseo y quiso seguir hablando con ella, pero Ana Pavlovna le llamó con el pretexto de que su tía quería decirle algo.
— ¡Ya conoce usted a su marido! —dijo Ana Pavlovna, entornando los ojos y señalando con un gesto desolado a Elena—. ¡Es una mujer tan desgraciada y tan encantadora! No hable de él en su presencia. Hágame el favor, no le hable de él. Le causa mucha pena.
Capítulo VII
En el grupo central, Hipólito dirigía el tema de la conversación, cuando Boris y Ana Pavlovna se les unieron.
Echándose hacía adelante en su silla, decía:
— El rey de Prusia ... —inmediatamente se echó a reír. Todos le miraron—. ¿El rey de Prusia? —repitió, tranquilo y sereno, acomodándose en su silla.
Ana Pavlovna esperó un poco, pero como parecía que decididamente Hipólito no queria decir nada más, se puso a explicar cómo aquel condenado Bonaparte había cogido en Potsdam la espada de Federico el Grande.
— Es la espada de Federico el Grande que yo ...
Hipólito la interrumpió:
— El rey de Prusia ...
Pero como todos le miraban, se excusó y calló.
Ana Pavlovna puso mala cara. Mortemart, el amigo de Hipólito, se le dirigió resueltamente.
— Veamos, ¿qué ocurre con el rey de Prusia?
Hipólito sonrió, como si se avergonzase de su risa.
— No, no es nada, tan sólo quería decir ...
Tenía la intención de repetir la broma que había escucbado en Viena y que durante toda la noche había intentado colocar.
— Quería decir solamente que hacemos mal en hacer la guerra por el rey de Prusia.
Boris, mientras esperaba cómo sería recibida aquella broma sonrió prudentemente, de tal forma, que igual podía tomarse aquella sonrisa como una burla que como una aprobación. Todos se echaron a reír.
— Esto no está bien ... Es espiritual, pero es injusto. No hacemos la guerra por el rey a Prusia, sino por principios. ¡Ah, y qué malo es este príncipe Hipólito! —dijo Ana Pavlovna, amenazándole con el dedo.
Durante toda la noche, la conversación no languideció un solo momento y versó principalmente sobre noticias políticas. A última hora se animó extraordinariamente cuando se tocó el tema de las recompensas concedidas por el emperador.
— N. N. el año último obtuvo la tabaquera con el retrato ... ¿Por qué, pues, S. S. no podía obtener la misma recompensa? —Permítanme ustedes: una tabaquera con el retrato del emperador es una recompensa, pero no es una distinción. Es más bien una atención —opinó el diplomático.
— Pues hay antecedentes ... Puedo citarle el caso de Schwarzenberg.
— No puede ser —objetó otro.
— ¿Qué apuesta usted? Gran Cordón ya es otra cosa ...
Cuando todos se levantaron para marcharse, Elena, que había hablado poco durante toda la noche, volvió a dirigirse a Boris, reiterándole la petición y la orden importante de ir a su casa el martes.
— Es preciso —dijo sonriendo y mirando a Ana Pavlovna.
Ana Pavlovna confirmó el deseo de Elena con aquella sonrisa triste con que acompañaba sus palabras cuando hablaba de su alta protectora.
El martes por la noche, al llegar al magnífico salón de Elena, Boris no recibió ninguna explicación clara de la necesidad de su visita.
Habia allí otras personas. La condesa habló muy poco con él y sólo cuando al despedirse le besó la mano —en una ausencia rara y completamente inesperada de su sonrisa, murmuró.
— Venga usted mañana ... a cenar. Es preciso que venga ... Le espero a usted.
Durante su permanencia en San Petersburgo, Boris se convirtió en el íntimo de la casa de la condesa Bezukhov.
Capítulo VIII
Bonaparte, el enemigo del género humano, era maldecido por todos. La guerra se encendía y el frente se acercaba rápidamente a la frontera rusa. Las noticias que llegaban a los
pueblos desde el teatro de la guerra eran diversas, y como siempre falsas y contradictorias.
La vida del príncipe, Bolkonsky, la del príncipe Andrés y la de la princesa Maria había cambiado mucho desde 1805.
En 1806, el viejo principe había sido nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias formadas en toda Rusia. Esta nueva actividad que se abría ante él le excitaba, le daba fuerzas. Viajaba constantemente por las tres provincias que le habían sido confiadas, llevaba su cometido basta la pedantería, se mostraba severo hasta la crueldad con sus
subordinados y quería conocer los más ínfimos detalles de todo.
La princesa María había cesado de tomar lecciones de matemáticas con su padre, y sólo cuando él estaba en casa, por la mañana iba a su despacho acompañada de la nodriza del pequeño Nicolás, como le llamaba su abuelo.
La señorita Bourrienne parecía querer también apasionadamente al pequeño, y muy a menudo la princesa María, violentándose, cedía a su amiga el placer de besar al angelito, como llamaba a su sobrino, y entretenerle.
Poco tiempo después del regreso del principe Andrés, el viejo principe cedió a su hijo la propiedad de Bogutcbarovo, la gran hacienda situada a cuarenta verstas de Lisia Gori. Ya sea por los penosos recuerdos que Lisia Gori le despertaba, ya sea que el príncipe Andrés no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, o quizás también porque necesitaba la soledad, aprovechó la donación haciendo construir una casa en Boharovo,
donde pasaba la mayor parte del tiempo.
El día 26 de febrero de 1807, el viejo principe partió en viaje de inspección. El prínpe Andrés, como hacía siempre en ausencia de su padre, se quedó en Lisia Gori. Hacía cuatro días que el pequeño Nicolás estaba enfermo. Los cocheros que habían conducido al príncipe a la ciudad, trajeron algunos pliegos y cartas para el príncipe Andrés.
El criado que traía las cartas no encontró al príncipe Andrés en su despacho y se dirigió a las habitaciones de la princesa, pero tampoco estaba allí. Alguien le dijo que el principe Andrés se encontraba en las habitaciones del pequeño.
— Con permiso de Vuestra Excelencia, Petruchka ha llegado con el correo —dijo una de las criadas, dirigiéndose al príncipe Andrés, que estaba sentado en una silla baja y que con el ceño fruncido y temblorosa mano, echaba unas gotas de un frasco en un vaso medio lleno de agua.
— ¿Qué hay? —preguntó en tono irritado.
Las manos le temblaron y dejó caer demasiadas gotas en el vaso. Tiró al suelo el contenido del recipiente y pidió otro vaso. La criada se lo trajo.
En la habitación había una camita de niño, dos arcas, dos sillas, una mesa, una mesita de criatura y la silla en que estaba sentado el príncipe Andrés.
— Es mejor esperar —dijo a su hermano la princesa María, que estaba junto a la cuna— Luego ...
— Haz el favor. No digas tonterías. Siempre esperas y he aquí lo que has esperado ... dijo colérico el principe Andrés, con el deseo evidente de herir a su hermana.
— Créeme, es mejor no despertarlo. Duerme —repuso la princesa con voz suplicante.
El príncipe Andrés se levantó y se acercó a la cama andando de puntillas, con el vaso en la mano.
— No sé ... ¿Despertarle? —dijo con tono indeciso.
— Como quieras .... pero ... Me parece ..., es decir como quieras —dijo la princesa María, que parecía atemorizada y vergonzosa de haber impuesto su parecer.
Advirtió a su hermano que la doncella le llamaba en voz baja.
— Petruchka ha llegado con unos papeles del padre de usted —murmuraba la criada.
El príncipe Andrés salió.
— ¡Que se vayan al diablo! —dijo.
Y después de haber escuchado las órdenes verbales de su padre y de coger el pliego que le dirigía, volvió a la habitación del pequeño.
— ¿Qué hay, cómo está? —preguntó.
— Igual ... Espera, por favor ... Karl Ivanitch dice siempre que el sueño es el mejor remedio —murmuró la princesa con un suspiro.
El príncipe Andrés se acercó al niño y lo tocó. Ardía.
Cogió el vaso con las gotas y volvió junto al lecho.
— ¡Andrés, no seas asi! —dijo la princesa María.
Pero él, con ira y no sin sufrir, frunció las cejas, y con el vaso en la mano se inclino sobre el pequeño.
— ¡Hay que dárselos! —dijo—. Te digo que se lo des.
La princesa María se encogió de hombros, pero, dócilmente, cogió el vaso y llamando a la criada se dispuso a dar la medicina al pequeño.
El principe Andrés suspiró y abrió la otra carta. Era de escritura muy fina, que llenaba dos hojas. Era de Bibilin. La volvió a doblar sin leerla y volvió a leer la de su padre, que terminaba con estas palabras: ¡Ve, pues inmediatamente a Korchevo y cumple mis órdenes! ... No, perdona, no iré mientras el pequeño no haya sanado completamente, pensó
acercándose a la puerta y dando una ojeada a la habitación del niño.
La princesa María no se apartaba del lecho y mecía suavemente al pequeño.
Capítulo IX
Agregado diplomático en el cuartel general del ejército, Bibilin, aunque se expresaba en francés, pintaba la campaña con un atrevimiento netamente ruso, y aún se juzgaba burlonamente a sí mismo.
Bibilin escribía que su discreción diplomática le atormentaba y que estaba muy contento de tener en la persona del príncipe Andrés un corresponsal amigo ante el cual podia verter toda la bilis contenida por lo que pasaba en el ejército.
El príncipe, al comienzo, había pasado ligeramente la mirada sobre aquellas lineas pero en seguida, a pesar suyo, lo que leía comenzó a interesarle, aunque sabía muy bien hasta qué punto podía creer a Bilibin. Al llegar al final, estrujó la carta y la tiró.
De repente, le pareció oír, a través de la puerta, un ruido. Le entró miedo, temía que le hubiese pasado algo extraño al dueño mientras leía la carta. De puntillas se acercó a la puerta de la habitación y la entreabrió.
En el momento de entrar vio que la criada, en actitud temerosa, le ocultaba algo y que la princesa María no estaba al lado de la cama.
— Andrés —oyó en un débil susurro de la princesa María.
Aturdido, se acercó a la cuna pensando que la encontraría vacía, y que la criada habría escondido al niño muerto. Corrió las cortinas y durante largo rato sus ojos, espantados y distraídos, no supieron encontrar a la criatura. Por último, le descubrió. El pequeño, encarnado, con los brazos separados, estaba tendido de través en la cama, con la cabeza bajo la
almohada, dormido, moviendo los labios y respirando con regularidad.
Oyó un crujido junto a él y una sombra apareció bajo las cortinas de la cuna. No se volvió y siguió mirando la cara del niño, y escuchando su respiración. La sombra era de la princesa María, que se había acercado a la cama sin hacer ruido, había levantado la cortina y la había dejado caer sobre su espalda.
El príncipe Andrés, sin volverse, la reconoció, y le tendió la mano. Ella se la estrecho.
— Está sudando —dijo el principe Andrés.
— Había entrado para decírtelo.
El pequeño apenas se movía. Dormía sonriente, arrebujándose contra la almohada. El principe Andrés fue el primero en apartarse de la cuna, enmarañándose los cabellos al rozar las cortinas.
— Si ... Esto es todo lo que me queda —murmuró con un suspiro.
Capítulo X
Con un memorándum, con notas, con escritos sobre sus fincas, pensando en las innovaciones, pensando en todo lo que deseaba realizar en sus fincas, marchó hacia la provincia de Kiev. Esto
lo llevaba a cabo Pedro poco tiempo después de su entrada en la fraternidad de los masones.
Al llegar a Kiev, Pedro llamó a su despacho principal a todos sus administradores y les explicó sus intenciones y sus propósitos. Les dijo que serían tomadas disposiciones para la emancipación general de los campesinos, que las mujeres y los niños no debían trabajar, que era necesario ayudar a los aldeanos, que los castigos serían en lo sucesivo verbales en vez de corporales y que debían construirse hospitales, escuelas y asilos en la propiedad.
Algunos de los administradores, entre los cuales había muchos que no sabían leer ni escribir, le escuchaban horrorizados, y lo único que dedujeron de aquel discurso fue que el joven conde no estaba satisfecho ni de su cometido ni de sus depredaciones.
El administrador general expresó una gran simpatía por las ideas de Pedro, pero hizo notar que, además de estas reformas, era necesario, en general, ocuparse de los negocios, que se encontraban en muy mal estado. A pesar de la inmensa fortuna del conde Bezukhov, desde que Pedro recibía quinientos rublos de renta, según decían, se sentía mucho menos rico que en tiempos del extinto conde, que le daba diez mil rublos al año.
Pedro trabajaba cada día con su administrador, pero comprendía que su trabajo no hacia avanzar un solo paso sus asuntos. Por su parte, el administrador pintaba la situación con los colores más negros y demostraba a Pedro la necesidad de pagar las deudas y de emprender nuevos trabajos con los campesinos, en lo cual Pedro no transigía.
En lugar de la nueva vida que Pedro esperaba llevar, continuaba la misma de antes, aunque en otra dirección. De los tres fines de la masonería, Pedro reconocía que sólo había cumplido el que prescribe a cada adepto ser modelo de vida moral y, de las siete virtudes, dos le fallaban completamente: las buenas costumbres y el amor a la muerte.
En la primavera de 1807, Pedro decidió volver a San Petersburgo. En el trayecto tenia la intención de recorrer todos sus dominios y hacerse cargo personalmente de lo que había hecho en cumplimiento de sus órdenes y de la situación en que se encontraba de momento toda aquella gente, a la que quería hacer feliz.
El administrador general, que consideraba todas las reformas del joven conde como una locura perjudicial para Pedro, para él mismo y para los campesinos, había hecho ciertas concesiones.
La primavera en el sur, el viaje sosegado, rápido, en una carretela vienesa y la soledad de la carretera, le producían a Pedro un alegre bienestar. Las propiedades que no conocía todavia eran todas muy pintorescas. Por todas partes el pueblo se le presentaba agradecido y contento por los beneficios que había recibido. Por todas partes salían los campesinos a su encuentro y aunque todo aquello le confundía, en el fondo de su alma se sentía feliz.
Por todas partes, en los libros de los administradores, Pedro vio que los trabajos habían sido reducidos y que delegaciones de campesinos con sus trajes de las fiestas salían a aclamarle.
Pedro ignoraba que allí donde le daban el pan y la sal o donde construían un altar dedicado a los santos Pedro y Pablo, era un pueblo comercial que celebraba la feria en las fiestas de san Pedro y san Pablo, que el altar hacía ya años que lo habían comenzado los ricos del pueblo, los mismos que se le habían presentado, y que las nueve décimas partes de la población sufrían la peor miseria.
Ignoraba que desde que por orden suya habían cesado de mandar a las mujeres madres con sus pequeños a los trabajos pesados, aquellas mismas mujeres se quedaban en casa para hacer trabajos todavía más duros. Ignoraba que el sacerdote que había salido a recibirle con la cruz, oprimía a los campesinos con exigencias, que sus alumnos lloraban al llevarles a la escuela y que los padres debían pagar una buena suma de dinero para rescatarles.
Capítulo XI
Dos años hacia que no había visto al príncipe Andrés y súbitamente Pedro sintió la perentoria necesidad de ir a visitarle, por lo que inmediatamente después de su visita al sur, se
puso en camino.
Bogutcharovo estaba emplazado en un país no muy atractivo, lleno, cubierto de campos y bosques de pinos y abedules cortados y por cortar. La casa de los propietarios se encontraba al final del pueblo, dispuesto en línea recta, a ambos lados de la carretera, detrás de un estanque de nueva construcción, lleno, cuyos bordes no estaban todavía cubiertos de hierba, situados en medio de un bosque nuevo, en el que se alzaban unos grandes y gruesos abetos. A las palabras: ¿Dónde vive el príncipe?, los criados mostrabanle un pequeño pabellón recién construido al lado del estanque. El viejo preceptor del principe Andrés, Antonio, ayudó a Pedro a bajar del coche, le informó que el príncipe estaba en casa y le acompañó a la sala de espera, reducida y limpia.
Pedro se quedó muy sorprendido al ver la modestia de la casa, muy aseada, eso sí, pero contrastando con el opulento ambiente en que había visto por última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró decidido en el saloncito, que olía fuertemente a pino; queriendo pasar más hacia dentro, pero Antonio, de puntillas, se le adelantó y llamó a la puerta.
— Bueno. ¿Qué hay? —preguntó una voz agria y desagradable.
— Un a visita —contestó Antonio.
— Que espere.
Se oyó el ruido producido por una silla. Pedro se acercó a la puerta rápidamente y se encontró cara a cara con el príncipe Andrés, que, envejecido, salió frunciendo el ceño. Pedro le abrazó, se quitó los lentes, le besó en las mejillas y se quedó mirándolo.
— ¡Eres tú! ¡No te esperaba! Estoy muy contento —dijo el príncipe Andrés.
Pedro, admirado, no abría la boca y no apartaba los ojos de su amigo.
En aquella entrevista, después de una larga separación, la conversación, como suele suceder, tardó en generalizarse. Se preguntaron y se contestaron brevemente sobre cosas que exigían, como ellos sabían muy bien, una prolongada deliberación.
No puedo decirte cuánto he vivido en estos últimos tiempos. Ni yo mismo me reconozco.
— Sí, hemos cambiado mucho, mucho —dijo el príncipe Andrés.
— Así es ... ¿Y cuáles son tus planes?—, preguntó Pedro tras de una pausa.
— ¿Mis planes ... ? ¿Mis planes ... ? —repitió irónicamente el príncipe Andrés, como si se admirase de aquella pregunta—. Ya lo ves, edifico. El año próximo quiero estar bien instalado.
Pedro miró fijamente y en silencio la cara del príncipe Andrés.
— No ... quiero decir ...—añadió.
El príncipe le interrumpió.
— ¿Por qué hablar de mí ... ? Cuéntame tu viaje, todo lo que has hecho allá en tus tierras.
Pedro se puso a relatarle todo cuanto había hecho, procurando disimular lo mejor que pedia su participación en el mejoramiento que había promovido.
Muchas veces el principe Andrés adivinó sus palabras antes de que él las pronunciara, como si todo lo que Pedro había hecbo fuese algo muy conocido anteriormente, y no solamente escuchaba sin interés, sino que incluso parecia como si se avergonzase de lo que Pedro le decía.
Pedro se sentía cohibido, molesto ante su amigo. Calló.
— He aquí, amigo mío —dijo el príncipe Andrés, también visiblemente embarazado ante su huésped—. Estoy aquí como en campaña. He venido a dar una ojeada solamente. Hoy me voy a casa de mi hermana. Ven conmigo, te la presentaré, aunque me parece que ya la conoces ...
Hablaba de la misma manera que lo había hecho con una visita con la cual nada tuviese de común.
- Marcharemos después de comer. ¿Quieres ver la hacienda entretanto?
Salieron y pasearon hasta la hora de comer, hablando de las noticias políticas y las amistades comunes, como personas que poco de común tenían entre sí.
— Esto no tiene interés. Vamos a comer y después marcharemos.
Durante la comida, se habló de la boda de Pedro.
— Quedé muy sorprendido, cuando me lo dijeron —observó el príncipe Andrés.
Pedro se ruborizó, como siempre que se hablaba de su boda, y dijo, vacilando:
— Un día te contaré cómo fue todo eso. Pero todo ha terminado, ¿sabes? Ha terminado para siempre.
— ¿Para siempre? —exclamó el Principe Andrés—. No hay nada que sea para siempre.
— ¿Y no sabes cómo ha terminado todo eso? ¿No has oído hablar del desafío?
— ¡Ah! ¿Hasta por eso has pasado?
— Lo único que debo agradecer a Dios es no haber matado a aquel hombre —dijo Pedro.
— ¿Por qué? Matar a un perro loco es incluso una buena acción.
— No, matar a un hombre no está bien. Es injusto.
— ¿Por qué injusto? —repitió el príncipe Andrés—. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni injusto. Los hombres andan perdidos, y así seguirán siempre, sobre todo cuando se pongan a considerar lo que es justo o injusto.
— Lo injusto es lo que es perjudicial para un semejante —dijo Pedro, viendo con placer que por primera vez, desde su llegada, el príncipe Andrés se animaba y comenzaba a hablar de lo que le había llevado al estado en que se encontraba.
— ¿Y cómo se conoce lo que es perjudicial y dañino para un hombre? —preguntó.
— ¿El daño? Todos sabemos lo que entendemos por mal —dijo Pedro.
— Sí, todos lo conocemos, pero el mal que conozco por mí mismo no puedo hacerlo a ningún otro hombre —dijo el príncipe Andrés, enardeciéndose visiblemente y deseoso de expresar a Pedro sus nuevas ideas sobre las cosas. Hablaban en francés— . En la vida conozco tan sólo dos males verdaderos: el remordimiento y la enfermedad. No existe otro bien que la ausencia de estos males. He aquí toda mi sabiduría por el momento.
— ¿Y el amor hacía los demás? ¿Y el sacrificio? —comenzó a decir Pedro—. No puedo admitir tu parecer. Vivir tan sólo para no hacer daño, para no arrepentirse es poco. Yo he vivido así, he vivido exclusivamente para mí y he malogrado mi vida. Ahora es cuando vivo, por lo menos, cuando procuro vivir para los demás, y es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no estoy de acuerdo contigo, y tú mismo no piensas como dices.
El príncipe Andrés miró a Pedro en silencio y sonrió con ironía.
— Ahora verás a mi hermana, la princesa María. Con ella estarás de acuerdo. Quiza tengas razón —prosiguió, después de una pausa—, pero cada cual vive a su manera. Tú has vivido para ti y dices que estuviste a punto de estropear tu vida; dices que no has conocido la felicidad hasta el momento en que has empezado a vivir para los demás. Pues yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria ... ¿qué es la gloria ...? Amaba a los demás, deseaba hacer algo por ellos. Así he vivido para mis semejantes y no sólo he estado a punto de estropear mi vida, sino que la he estropeado completamente, pero desde que sólo vivo para mí me siento más tranquilo.
— ¿Cómo es posible vivir para uno mismo? —preguntó Pedro, enardeciéndose— ¿Y el hijo? ¿Y la hermana? ¿Y el padre?
— Todo eso es como decir yo mismo. Eso no es lo que entendemos por los demás. El amor al prójimo, como lo llamáis tú y mi hermana María, es la fuente principal del error del mal. Nuestros semejantes son los campesinos de Kiev a quien tú quieres hacer el bien.
Miró a Pedro con una sonrisa irónica y provocativa.
— Estás bromeando —dijo Pedro enardeciéndose cada vez más—. ¿Qué mal, que error puede haber en lo que he deseado? He hecho poco bien, pero siento el deseo de hacerlo y esto ya es algo. ¿Qué mal puede haber en unos hombres desgraciados, nuestros campesinos, hombres igual que nosotros, que viven y mueren sin otra concepción de Dios y de la verdad que los ritos y las oraciones insensatas que les enseñan, que la fe consoladora en la vida futura, en las recompensas, en los consuelos, que mueren sin asistencia cuando tan fácil es socorrerles materialmente, y que tengan unos hospitales y unos asilos
para la vejez. ¿No es un bien sensible e indiscutible proporcionar un descanso a los campesinos, a sus mujeres y a sus hijos, que no reposan ni de día ni de noche? Sé que es poco pero he hecho algo, y no sólo no hay nada que pueda disuadirme de que he obrado bien sino que nada me disuadirá de que tú piensas como yo. Lo esencial, estoy convencido de ello, es que el placer de hacer el bien es la única dicha de la vida.
— Desde luego, si la cuestión se plantea de esta manera. Así es diferente —dijo el príncipe Andrés—. Yo construyo una casa y planto un jardín y tú edificas hospitales, las dos cosas pueden servir de entretenimiento. Pero, ¿qué es exactamente el bien? Deja que lo juzgue quien todo lo sabe, y no nosotros.
— Bueno, ¿quieres discutir? ¡Adelante!, pues.
Se levantaron de la mesa y se sentaron bajo la galería que hacía las veces de balcón.
— Vaya, discutamos —comenzó el príncipe Andrés—. Hablas de las escuelas y de la enseñanza; es decir, quieres sacar a los pobres —e indicó un mujik que se quitó el gorro al pasar ante ellos— del estado bestial en que se encuentran y darles unas necesidades morales. A mi modo de ver, la única felicidad posible es la del animal, y tú les quieres privar de ella. Yo les envidio y tú quieres convertirles en seres semejantes a mí, pero sin darles
recursos. Además, tú dices que deseas facilitarles el trabajo, y sospecho que el trabajo fisico es una necesidad para ellos, la condición misma de su existencia, como el pensamiento lo es para ti y para mí. Yo me acuesto a las tres de la madrugada, se me ocurren algunas ideas y ya no puedo dormir, me revuelco, no duermo hasta la mañana, porque pienso y no puedo dejar de pensar, igual que ellos no pueden dejar de labrar ni de segar, pues si no lo hiciesen irían a la taberna y se pondrían enfermos.
El principe Andrés expresaba estas líneas con tal claridad y precisión que se veía duramente que había reflexionado sobre ellas muchas veces y hablaba con el entusiasmo de quien ha pasado mucho tiempo sin expresarlas.
— ¡Oh, es terrible, terrible! —dijo Pedro—. No comprendo cómo es posible vivir con estas ideas. También yo he pasado momentos así, no hace mucho tiempo, cuando vivía en Moscú; pero caí en un estado de abatimiento tal que aquello ya no era vivir. Lo encontraba todo feo y malo, y yo me consideraba peor que cualquier otra cosa. No comía, iba desaseado ... Pues bien, ¿cómo es que tú ...?
— ¿Y por qué no deberíamos cuidarnos y asearnos? Eso no estaría bien. Al contrario, es preciso hacerse la vida tan agradable como sea posible. Si vivo, no es mía la culpa, así es que he de procurar vivir lo mejor que pueda hasta la muerte, sin mortificar a nadie.
— Pero, ¿qué o quién te impulsa hacia estas ideas? Quieres quedarte sentado sin comprender nada ...
— ¡Oh, la vida no nos deja tranquilos! Ya me contentaría con no hacer nada, pero por un lado la nobleza del país me ha hecho el honor de elegirme jefe y me ha costado mucho deshacerme de este cargo. No podían creer que yo careciese de esa llaneza bonachona y minuciosa que hace falta para tales menesteres. Después he tenido que construir esta casa para tener un rincón donde poder estar tranquilo. Ahora es la milicia territorial.
— ¿Por qué no sirves en el ejército?
— Después de lo de Austerlitz, no, gracias —respondió el príncipe Andrés con actitud sombria—. Prometí no servir en el ejército activo y no serviré, e incluso si Bonaparte estuviese aquí, en Smolensko y amenazase Lisia Gori, no entraría en el ejército ruso. Ahora reclutan la milicia y, como mi padre es el jefe de la tercera región, la otra manera de eludir el servicio es ayudarle.
— Asi, pues, ¿sirves?
— Sí, sirvo.
Calló un momento.
— Pero, ¿por qué sirves, pues?
— Ya verás. Mi padre es uno de los hombres más notables de nuestro tiempo, pero se va haciendo viejo. No es que sea malo, pero tiene un genio demasiado vivo. El hábito del poder ilimitado le hace terrible, sobre todo abora, con las facultades de jefe de la milicia que el emperador le ha conferido. Hace dos semanas, si llego a retrasarme un par de horas, hace ahorcar a un funcionario en Yuknovo. Sirvo porque, excepto yo, nadie tiene influencia cerca de mi padre y a veces le evito un remordimiento para toda la vida.
— ¡Ah! ... ¿Lo ves?
— Sí, pero esto no es como tú crees —prosiguió el príncipe Andrés—. Yo no le deseaba ningún mal ni ningún bien a ese picaro funcionario que había roto las botas de los milicianos y hasta me hubiera gustado que le ahorcasen, pero me compadecí de mi padre, es decir, de mí mismo.
El principe Andrés se enardecía.
— Bueno, vaya. Tú quieres redimir a los campesinos, bien está, pero no por ti, porque supongo que no has matado a nadie a latigazos ni has deportado a ninguno a la Siberia y menos todavía por ellos. Y hasta te diría que, si se les azota y si se les manda a Siberia, no es un mal para ellos. En la Siberia llevan una vida bestial. Las heridas de la carne se
cicatrizan y son tan felices como antes. Eso es necesario para los hombres que mueren moralmente, que se arrepienten, pero que ahogan el arrepentimiento y se envilecen por el hecho de tener la posibilidad de castigar justa e injustamente. A éstos les compadezco, y es por ello que quisiera emancipar a los demás. Tú quizá no has conocido a ninguno, pero yo he visto hombres de buenos sentimientos, educados en la tradición del poder ilimitado que los que los años han vuelto más crueles y groseros, y lo saben y no pueden contenerse y cada día son más desgraciados.
El príncipe Andrés dijo esto con tal convicción que Pedro, a pesar suyo, pensó que aquellas ideas estaban inspiradas en su padre. No le contestó.
Capítulo XII
El príncipe Andrés, mientras eran conducidos a Lisia Gori, instalados en la carretera, iba enseñando a Pedro los campos, y le hablaba de los perfeccionamientos que había instaurado en los cultivos. También le miraba de vez en cuando, lleno de buen humor.
Pedro, preocupado, contestaba tan sólo con monosílabos y parecía sumergido en sus pensamientos.
— ¡No! ¿Por qué piensas asi? No debes tener esas ideas —dijo levantando la cabeza con la actitud de un buey que se apresta a embestir.
— ¿Sobre qué? —preguntó Bolkonsky, sorprendido.
— Sobre la vida, sobre el destino del hombre. Eso no es posible. Yo también he pensado como tú, pero he sido salvado. ¿Sabes por quién? Por la masonería. No, no te rías. La masonería no es ninguna secta religiosa de ritos, tal como creía; es la expresión única, perfecta, de los lados eternos de la humanidad.
Y contó al príncipe Andrés la masonería tal como él la entendía. Decía que la masonería es la doctrina de la igualdad, de la fraternidad, del amor.
Habían llegado junto al río, que a causa de su crecida era preciso atravesar en barco, y mientras arreglaban el coche y los caballos, lo vadearon.
El príncipe Andrés, apoyando sus codos en la banda, miraba en silencio las aguas que relucían bajo el sol poniente.
— Y bien, ¿en qué estás pensando? ¿Por qué callas? —preguntó Pedro.
— ¿En qué pienso? Te escucho. Todo eso está muy bien; tú dices: entra en nuestra fraternidad y te enseñaremos el fin de la vida, el destino del hombre y las leyes que gobiernan el mundo. Pero, ¿por qué lo sabes todo? ¿Por qué yo no sé ver lo que tú ves? Tú ves en la tierra el reino del bien, de la verdad, y yo no lo veo ...
Pedro le interrumpió:
— ¿Crees en la vida futura?
— ¿La vida futura? —repitió el príncipe Andrés.
Pedro no le dejó tiempo de contestar.
— ¿Dices que en la tierra no ves el reino del bien y de la verdad? Yo tampoco lo veo y es imposible verlo si apreciamos nuestra vida como único fin. En la tierra, precisamente en esta tierra, no existe la verdad. Pero en el mundo, en el conjunto del mundo.
existe el reino de la verdad. En este momento somos los hijos de la tierra y eternamente, hijos del mundo. ¿Acaso no siento en mi alma que formo parte de este conjunto, de este conjunto enorme y armonioso? ¿Es que no siento que en esta innumerable cantidad de seres, en los cuales se manifiesta la divinidad, soy un anillo, un peldaño más entre los seres inferiores y los superiores? Si veo claramente que esta escala va desde la planta al hombre,
es porque he de suponer que termina en mí y no va más lejos?
— Si, es la doctrina de Herder —dijo el príncipe Andrés. Pero no es esta doctrina la que me convencerá. La vida y la muerte, eso si que me atrae. El hecbo de ver que una criatura amada, unida a ti, con la cual has sido culpable y esperas justificarte, sufre, de repente, y se
lamenta y deja de existir ... ¿Por qué? Es imposible que no exista una respuesta. Yo creo que debe haber una ... He aquí lo que me convence, lo que me ha convencido ...
- Sí, si, pero, ¿no es igual que lo que digo yo? —objetó Pedro.
— No. Yo digo que no son las razones lo que convence de la necesidad de una vida futura, sino este hecbo: ¡Cuando uno va por el mundo con alguien, cogidos de la mano, y de pronto ese alguien aparece allí, en la nada, tú te detienes ante el abismo y miras ... Y yo he mirado ...
— ¿Así, pues, sabes que allí existe, que allí hay alguien? Allí es la vida futura y ese alguien es Dios.
El principe Andrés no contestó. La carretela y los caballos hacía rato que habían bordeado el río y estaban dispuestos para proseguir la marcha.
— Si existe Dios y la vida futura, existen pues, la virtud y la verdad, y la felicidad suprema del hombre consiste en aspirar a ellas. Es necesario vivir, creer que no vivimos
èticamente, como ahora, en una reducida extensión de tierra, sino que vivimos y viviremos eternamente allí, en el Todo.
El príncipe Andrés, de pie, apoyado en la banda, escuchaba a Pedro y, con la mirada fija, contemplaba los reflejos del sol en el agua azul.
Pedro calló.
El príncipe suspiró, y con la mirada resplandeciente, infantil, dulce, miró la cara de Pedro, encendida por el entusiasmo, siempre tímido ante su amigo, al que juzgaba tan superior a él.
— Sí, si fuese así ... —dijo-. Pero, vámonos ...
Al salir de la barca miró el cielo que Pedro le mostraba y por primera vez, después de Austerlitz, vio el mismo cielo alto, infinito, que había visto cuando estaba tendido en el campo de batalla. Algo dormido durante mucho tiempo, algo superior que había en él, despertó
súbitamente, alegre y juvenil, en su alma.
Capítulo XIII
Apenas llegaron, apenas se detuvo el carruaje en la puerta de la mansión, con una sonrisa burlona el príncipe Andrés hizo observar a Pedro el revuelo, el alboroto que se formaba a la entrada de la casa. Una vieja encorvada, con un saco a la espalda, y un hombre demacrado, vestido de negro y con una larga cabellera, cruzaron por la puerta cochera al advertir el carmaje que se detenía. Dos mujeres se apresuraron a reírse y los cuatro se volvieron
bada el coche, asustados, y desaparecieron por la escalera de servicio.
— Son los siervos de Dios que María acoge —dijo el principe Andrés—. Han creído
que era mi padre. Es la única cosa en que mi hermana no le obedece. El ordena que se les
eche y ella les da acogida.
— ¿Quiénes son esos siervos de Dios? —preguntó Pedro.
El príncipe Andrés no tuvo tiempo de contarle. Los criados salían a su paso y le
pedían noticias del viejo príncipe. ¿Dónde estaba y cuándo volvería? El viejo príncipe
estaba todavía en la ciudad y no tardaría en llegar.
El príncipe Andrés condujo a Pedro a una habitación muy confortable y enseguida
entró a ver al pequeño.
— Vamos a ver a mi hermana —dijo cuando volvió—. Todavía no la he visto. Ahora
está con los peregrinos. Ya verás tú, estará toda avergonzada y podrás ver a esos hombres
de Dios. Te aseguro que es curioso.
— ¿Quiénes son los siervos de Dios? —interrogó nuevamente Pedro.
— Ven ... Ya lo verás.
La princesa María, efectivamente, se turbó y quedó muy confusa cuando Pedro y
Andrés entraron en su habitación, donde ardía una lámpara ante los iconos. Al lado de la
princesa María se sentaban un muchacho de larga nariz y una vieja enjuta de expresión
dulce e infantil.
— ¿Por qué no me has hecho avisar? —exclamó la princesa—. Muchas gracias por la
visita. Estoy contenta de que haya venido —dijo a Pedro cuando éste le besó la mano.
Le había conocido de niño, y ahora su amistad con Andrés, la desgracia con su esposa
y, sobre todo, su cara buena e ingenua, la impresionaron favorablemente.
Después de cambiar las primeras frases de saludo, se sentaron.
- Pero, mujer, si todavía tendrías que agradecerme el que explique a Pedro tu amistad
con ese muchacho —dijo el príncipe Andrés.
— ¿De veras? —exclamó Pedro con una seriedad que la princesa agradeció mucho,
examinando a través de los lentes la cara de Ivanutchka, el cual, comprendiendo que hablaban de él, les miraba con aire desconfiado.
— ¿Ha ido a Kiev? —preguntó el príncipe Andrés a la vieja.
— Fui por Navidad, padrecito. Por Navidad tuve la dicha de comulgar en el altar de
las Santas Reliquias.
— ¿Ivanutchka iba contigo?
— No, yo voy sola. En Yoknovo nos hemos encontrado con Pelagueriutchka —dijo,
Ivanutchka, en voz baja.
Pelagueriutchka interrumpió a su compañero. Quería contar lo que había visto.
— En Koliatzin, padrecito, ha habido un gran milagro.
— ¿Qué? ¿Más reliquias? —preguntó el príncipe Andrés.
— ¡Déjala, Andrés! —dijo la princesa María—. No lo cuentes, Pelagueriutchka.
— ¿Cómo? ¿Por qué, madrecita? ¿Por qué no tenemos que contarlo? Yo le quiero. Es
muy bueno. Es el protector que Dios me envía. Me dio diez rublos, me acuerdo muy bien.
Cuando fui a Kiev, Kirutchka, que es un pobre idiota, un verdadero hombre de Dios, que
va siempre descalzo, lo mismo en verano que en invierno, me dijo: ¿Por qué no vas a
donde yo te dije? Ve a Koliatzin, donde hay una imagen milagrosa. Ha aparecido la Virgen
Madre. Me despido de los santos y allá voy ...
Todos callaban. Solamente hablaba la peregrina, con voz monótona, respirando ruidosamente
por la nariz.
— Llego, y la gente me dice: Ha habido un gran milagro. El santo Sudor manaba de
la mejilla de la Santa Madre Virgen.
— ¡Bien, bien! Ya lo contarás luego —exclamó la
princesa María, ruborizada.
— ¿Me permitís que le haga una pregunta? —dijo Pedro—. ¿Y lo has visto tú misma?
— ¿Cómo, padrecito? ¡Pues claro que lo he visto yo misma! El brillo reluce en la cara
como el resplandor en el cielo y el Sudor cae gota a gota de la mejilla de la Santa Virgen ...
— ¡Pero eso es una impostura! —exclamó ingenuamente Pedro, que escuchaba a la
peregrina con gran atención.
— ¡Oh, padrecito! ¿Qué dices? —exclamó, asustada, Pelagueriutchka, volviéndose
hacia la princesa en demanda de auxilio.
— ¿Así engañáis a la gente? —insistió Pedro.
— ¡Señor Jesucristo! —murmuró la peregrina haciendo la señal de la cruz—. No digas eso,
padrecito. Un general que no tenia temor de Dios dijo un día: Los monjes mienten,
y se quedó ciego en aquel mismo instante. En sueños vio a la Virgen de la Piecherska
que se le acercaba y le decía: Cree en mí, yo te curaré. Esto es la verdad. Lo he visto yo
con mis propios ojos. Le llevaron a la Virgen. El general se le acerca, cae de rodillas y le
dice: Curadme y os daré todo lo que el zar me ha concedido. Lo vi yo misma. Salió una
estrella como clavada en la imagen. ¡Y he aquí que el general empieza a recobrar la vista!
Es un pecado hablar de esa manera, y Dios podría castigaros —concluyó la vieja dirigiéndose a Pedro en tono doctrinal.
— ¿Y cómo entró la estrella en la imagen?, preguntó Pedro.
— Tal vez habían ascendido a la Virgen al general —dijo sonriendo el príncipe Andrés.
Pelagueriutchka palideció y batió palmas.
— Padre, padrecito, eso es un pecado. ¡Tienes un hijo! —Había comenzado a hablar muy sofocada, pero ahora estaba pálida—. ¿Qué has dicho? ¡Que Dios te perdone! —se persignó-
¡Perdonadle, Señor! Madrecita, ¿lo has oído? —dijo, dirigiéndose a la princesa María.
Se levantó y casi sollozando comenzó a arreglar su saco. Estaba visiblemente horrorizada y avergonzada de haber recibido favores de una casa en la que podían decirse tales
cosas, y lamentaba tener que renunciar a ellos en lo sucesivo.
— Pero, ¿qué gusto encontráis en ello? ¿Por qué habéis venido aquí? —murmuró la
princesa María.
— No, Pelagueriutchka, lo he dicho en broma —dijo Pedro—. Princesa, le juro a usted
que no quería ofenderla. Lo dije sin mala intención. No haga usted caso —insistió,
mirando tímidamente, intentando reparar la falta—. Ha sido culpa mía, lo reconozco.
Ella ha querido contar lo que sabía y yo lo he tomado en broma.
Pelagueriutchka se detuvo con desconfianza, pero en el rostro de Pedro había reflejada
una tal sinceridad y arrepentimiento y el príncipe Andrés miraba con tanta timidez a
Pedro y a ella, que poco a poco la vieja se calmó.
Capítulo XIV
La vieja habló y habló; habló de la peregrinación, del padre Amfiloco, de su vida santa, de
los monjes que encontrara en su última peregrinación a Kiev, de todo cuanto aconteció
antes y después de que le dejaran las llaves de los subterráneos donde se guardaban las
santas reliquias. Indudablemente, la vieja se había tranquilizado.
Pedro la escuchaba atenta y seriamente. El príncipe Andrés salió de la estancia. La
princesa María le siguió y acompañó a Pedro a la sala y dejó a los peregrinos que tomasen
solos el té.
— Es usted muy bueno —le dijo la princesa.
— ¡Oh!, en buena fe que no quise ofenderla. Comprendo muy bien esos sentimientos
y los aprecio en lo que valen.
La princesa María le miró maliciosamente y sonrió con ternura.
— Hace mucho tiempo que le conozco a usted y le quiero como a un hermano -dijo ella—. ¿Cómo ha encontrado usted a Andrés? —preguntó con vivacidad, sin dar
tiempo de contestar a sus palabras amistosas—. Este invierno está mejor de salud, pero
por la primavera volvió a abrírsela la herida y el médico le aconsejó que debía ir a cuidarsela al extranjero. Moralmente, me da mucho miedo. No puede hacer lo que nosotras las
mujeres. No tiene carácter para sufrir y llorar su congoja. No sabe desahogarse. Hoy està
alegre y animado, pero es la presencia de usted lo que le ha avivado. Casi nunca está asì.
¡Si pudiésemos convencerle que marchase al extranjero! Necesita actividad, y esta vida
regular, sosegada, le pierde. Los demás no lo advierten, pero yo sí me doy cuenta de ello.
A las diez los criados corrieron hacia la puerta al oír los cascabeles del coche del viejo
príncipe. El príncipe Andrés y Pedro acudieron también al portal.
— ¿Quién es? —preguntó el viejo príncipe al bajar del carruaje y advertir la presencia
de Pedro—. ¡Ah, me alegro mucho! ¡Dame un abrazo! —dijo al reconocerle.
El viejo príncipe estaba de buen humor e hizo una excelente acogida a Pedro.
Antes de cenar, el príncipe Andrés volvió al despacho de su padre y le encontró endecido discutiendo con Pedro.
— Saca la sangre de las venas, inyéctate agua y entonces se habrán acabado las garras. ¡Habladurías de mujeres! —dijo golpeando amistosamente la espalda de Pedro.
Luego se acercó a la mesa donde el príncipe Andrés, que evidentemente no querìa mezclarse en la conversación, hojeaba los papeles que su padre había traído de la ciudad.
— El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha proporcionado ni la mitad de
los hombres. Ha venido a verme y quería invitarme a comer. ¡Buena comida he tenido!
Toma, mira esto ... ¡Bueno, querido! —continuó el príncipe Nicolás Andreievitch, dirigièndose a su hijo, mientras golpeaba amistosamente la espalda de Pedro—. Tu amigo es un
excelente muchacho. ¡Me gusta mucho! ¡Me agrada! Hay personas que hablan muy juiciosamente, pero uno no siente interés alguno en escucharles; él dice tonterías y me enardece a
mi, que soy un viejo. Vaya, dejadme, dejadme, tal vez baje a cenar con vosotros. Volvemos a discutir. Trata bien a mi tonta, la princesa María —gritó a Pedro desde la puerta.
En Lisia Gori, Pedro no apreció hasta aquellos momentos toda la fuerza y todo el
encanto de su amistad con el príncipe Andrés.
Capítulo XV
Corría el mes de abril, las tropas se enardecían ante la noticia de la inminente llegada del
emperador. Rostov no había podido asistir a la revista pasada por el soberano en Barteinstein, porque el regimiento de Pavlograd vivaqueaba en las avanzadas, lejos, más allá de
Bartenstein. Denisov y Rostov ocupaban una barraca cubierta de ramas y musgo que los
soldados habían construido.
Durante el mes de abril, Rostov estaba de servicio. A las ocho de la mañana, al entrar
en la barraca después de una noche sin dormir, ordenó que le trajesen unas cuantas brasadas
se mudó la ropa interior empapada de lluvia, rezó, tomó el té, se calentó, arregló sus
enseres a un extremo de la mesa y, con la cara encendida y en mangas de camisa se teñó
con las manos debajo de la cabeza.
Detrás de la barraca se oyeron los gritos violentos de Denisov, que evidentemente
estaba en el colmo de su furor.
Rostov se acercó a la ventana para ver con quién hablaba y vio al sargento Toptchenko.
— ¡Te he dicho que no les dejes comer esta raíz! —gritaba Denisov—. Yo mismo he
visto a alguien que se la llevaba.
— Yo he dado las órdenes. Excelencia, pero ellos no quieren obedecerlas —contestó
el sargento.
Rostov volvió a echarse, pensando con alegría: ¡Bueno, que digan lo que quieran, yo he
hecho ya mi trabajo y voy a dormir! ¡Es admirable lo bien que se está!
Detrás de la barraca se oyeron de nuevo los gritos más lejanos de Denisov y del
comandante:
— ¡A caballo la segunda compañía! ...
¿A dónde irán?, pensó Rostov.
Transcurridos cinco minutos, entró Denisov en la barraca, se encaramó en la cama
las botas sucias, fumó una pipa, lo revolvió todo, cogió el látigo y el sable y se dispuso
a salir de la barraca. A la pregunta que le dirigió Rostov para saber adónde iba, le contestó
vvagamente y con mal humor que salía para resolver cierto asunto.
— ¡Qué Dios y el emperador me juzguen! —dijo saliendo afuera.
Rostov oyó desde la barraca las pisadas de muchos caballos en el fango. Rostov no se
preocupaba adónde habría ido Denisov. Cuando se hubo calentado, se durmió y no salió de
la barraca hasta la tarde.
Denisov todavía no había vuelto. A mitad del juego, los oficiales divisaron unas carretas
que se acercaban a donde estaban. Unos quince húsares, montados en escuálidos caballos les seguìan.
Las carretas, guiadas por húsares, se acercaban a la compañía y un enjambre de húsares las rodeaban.
— ¡Vaya, Denisov que estaba tan triste ya estará satisfecho! ¡Las provisiones están aquì!
—dijo Rostov.
— ¡Es verdad! —replicaron los oficiales—. Los soldados estarán contentos.
Denisov seguía algo apartado, hablando con dos oficiales de infantería. Rostov salió a
su encuentro.
— Ya le he prevenido, capitán —objetó un oficial bajo de estatura, enjuto, visiblemente enojado.
— Y yo ya le he dicho que no le devolveré nada —replicó Denisov.
— ¡Usted responde de ello, capitán! ¡Esto es bandolerismo! ¡Quitar los convoyes a las propias tropas! Nuestra gente hace más de dos días que no come.
— Y la nuestra hace dos semanas que está en ayunas —contestó Denisov.
— Esto es bandolerismo, señor, y usted responderá de ello —repitió el oficial de in infanterìa,
levantando la voz.
— Pero, vamos a ver, ¿qué quiere? —gritó Denisov, acalorándose—. Soy yo y no
usted quien responde de ello, y no murmuren mucho por ahí, de lo contrario, no respondo
lo que pudiera pasar. ¡March ...! —gritó a los oficiales.
— ¡Bien! Eso es robar y yo les enseñaré ... —gritó el pequeño oficial sin intimidarse y
moverse.
— ¡Id al diablo! ¡Marcha ... y de prisa!
Y Denisov dirigió el caballo hacia el oficial.
— ¡Bueno! ¡Bueno! —exclamó el oficial en tono de amenaza, y, girando su caballo
alejó al trote.
— ¡Huye de prisa! ¡Huye de prisa, que te persiguen! —le gritó Denisov.
Esto era la peor injuria que un oficial de caballería pudiese dirigir a la infanteria.
Denisov se acercó a Rostov riendo a grandes carcajadas.
— Lo he quitado a la infantería, les he cogido el convoy a la fuerza —dijo—. ¡Los
hombres no tenían que morirse de hambre! Los carros que se acercaban iban destinados a
los regimientos de infantería, pero informado por Labrutchka que el convoy iba sin escolta, Denisov, con sus húsares, se había apoderado de él por la violencia.
Al día siguiente, el comandante del regimiento hizo llamar a Denisov y le dijo, poniéndose las manos con los dedos abiertos ante los ojos:
— Yo no he visto nada, ni nada sé de este negocio; para mí no ha pasado nada, le
aconsejo a usted que vaya al Estado Mayor, allá abajo, a la dirección de Abastecimientos
y lo arregle y si es posible firme un recibo de todo, de otra forma se cargaría en la cuenta
del regimiento de infantería. De ello podría derivarse una cuestión que tendría un final
desagradable.
Denisov marchó directamente al Estado Mayor, con el sincero deseo de seguir el
consejo del comandante. Por la tarde volvió a la barraca en tal estado, que Rostov nunca había visto a su amigo de aquella manera. Denisov no podía hablar; se ahogaba. Cuando
Rostov le preguntó qué tenia, con voz ronca y débil, no hizo sino proferir invectivas y
amenazas incomprensibles ...
Inquieto por el estado de Denisov, Rostov le aconsejó que se desnudara, bebiese
y mandase a buscar al médico.
— ¡Juzgarme a mí por bandidaje! ¡Oh, dame más agua! Que me juzguen, pero lo
mataré a latigazos y lo diré al emperador. Dame hielo —añadió.
El médico del regimiento declaró que era necesaria una sangría. Un plato de sal
negruzca salió del brazo de Denisov, y hasta aquel momento no estuvo en condiciones de
poder explicar lo que había pasado.
Le vendaron y le metieron en la cama.
A la mañana siguiente, se despertó tranquilo y alegre. Pero, al mediodía, el ayudante
de campo del regimiento entró en la barraca con continente contrariado, y excusándose,
entregó un pliego al mayor Denisov de parte del comandante del regimiento. Se le hacian
preguntas referentes a la cuestión anterior.
El ayudante expresó que el asunto tomaba un mal cariz, que se había nombrado una
comisión investigadora y que, dada la severidad que actualmente se ejercía sobre la rapiña
y la indisciplina, en el caso más afortunado, el asunto podría acabar con la degradación.
Cada día llegaban papeles con preguntas para el Consejo de Guerra; y el primero de
mayo, Denisov recibió la orden de hacer entrega a un oficial superior del mando del escuadrón y de presentarse al Estado Mayor de la división para explicarse sobre los hechos
de los cuales era culpable acerca de la Comisaría de Abastecimientos.
Capítulo XVI
Un armisticio siguió a la batalla de Friedland, en el mes de junio, en la cual no participó el
regimiento de Pavlograd. Rostov, apenado y nervioso por la ausencia de su amigo Denosov, que había sido herido en una reciente acción, aprovechó el armisticio, solicitó un permiso, y deseoso de saber cómo le iba su herida, salió hacia el hospital donde Denisov
continuaba internado.
El hospital estaba emplazado en una aldea prusiana saqueada por dos veces por las
tropas rusas y francesas, en una casa de piedra, con las ventanas cerradas y la verja del
corral casi derruida.
Tan pronto Rostov llegó a la puerta de la casa, fue atacado por el hedor a podredumbre
y a hospital. Por la escalera encontró a un médico militar ruso, con el cigarro en los
labios.
— Yo no puedo partirme en cuatro pedazos —decía el médico— . Ven esta noche a
casa de Makar Alexeievitch y allí estaré.
El enfermero le preguntó todavía algo más.
— ¡Haz lo que te parezca! Es igual.
El médico advirtió a Rostov, que subía la escalera:
— ¿Qué le trae por aquí, Excelencia? —preguntó—. ¿A qué viene usted? Si una bala
no le ha tocado, ¿quiere que sea el tifus? Aquí, querido padrecito, es la casa de los apestados.
— ¿Por qué? —preguntó Rostov.
— El tifus. Quien entra aquí es hombre muerto. Tan sólo nosotros dos, yo y Makeiev,
el enfermero, pasamos por aquí.
Rostov le explicó que deseaba ver al mayor de húsares Denisov, que estaba allí.
— ¿Denisov? No sé; no sé nada de eso. Considere usted que tengo tres hospitales para
mi solo ... Más de cuatrocientos enfermos. Tenemos que agradecer todavía a las caritativas
damas prusianas que nos mandan café y compresas; si no, estaríamos perdidos. Cuatrocientos
y no cesan de mandarme más todavía. ¿No son cuatrocientos? —preguntó al enfermero.
— El mayor Denisov —repitió Rostov— fue herido en Moloten.
— Me parece que ha muerto. ¿Verdad, Makeiev? —preguntó el médico con tono indiferente.
El enfermero no confirmó las palabras del doctor.
— Veamos, ¿es alto, rubio? —dijo el médico.
Rostov describió la persona de Denisov.
— ¡Había uno, había uno que era asi! —exclamó alegremente el médico—. Probablemente ha muerto. No obstante, me informarán en las listas. ¿No las llevas contigo, Makeiev?
— Están en casa de Makar Alexeievitch —dijo el enfermero—. Pero vaya usted mismo a la sala de los oficiales, si quiere, y allí lo verá —añadió, dirigiéndose a Rostov.
— Eh, querido, es mejor que no vaya usted o por lo menos procure no quedarse en ella -dijo el médico.
Pero Rostov saludó al doctor y pidió al enfermero que le acompañase.
— ¡Tenga usted cuidado! ¡No me dé luego la culpa a mi —gritó el doctor desde la escalera.
Rostov penetró en el pasillo acompañado por el enfermero. El hedor a hospital era tan
fuerte en aquel lugar, que Rostov se tapó la nariz y tuvo que detenerse a cobrar fuerzas antes de seguir adelante.
Rostov dio una ojeada a través de la puerta y vio que los enfermos y los heridos
estaban tumbados en el suelo sobre la paja y los capotes.
— ¿Puedo pasar a verlos? —preguntó Rostov.
- ¿Ver qué? —dijo el enfermero.
Precisamente porque el enfermero no parecía muy dispuesto a permitírselo, Rostov,
decidido, entró en la sala. El hedor al cual se había ya acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, más concentrado. Era evidente que provenía de allí.
En una babitación alargada, vivamente iluminada por el sol que penetraba por dos grandes
ventanas, los enfermos y los heridos estaban tendidos en dos hileras, dejando en medio
un pasillo. La mayoría estaban sin conocimiento y no prestaron atención alguna a los que
entraban. Se detuvo y miró en silencio a su alrededor. No se esperaba aquel espectáculo. Ante
él había un enfermo tendido en medio del paso. Debía de ser un cosaco, pues llevaba
cabellos cortados en círculo. Estaba tendido de espaldas, con las piernas y los brazos abiertos.
Tenía la cara encendida, los ojos en blanco y las venas de los pies y de las manos, todas
rojas, tensas como cuerdas. Con la cabeza dio un golpe en el suelo, pronunció alguna
palabra con voz ronca y empezó a repetirla. Rostov aguzò el oído y comprendió lo que
decìa.
— Beber ... Beber ...
Rostov miró a su alrededor para ver si podía volver al enfermo a su vasija y darle un
vaso de agua.
— ¿Quién cuida aquí de los enfermos? —preguntó al enfermero.
En aquel momento un soldado de intendencia que estaba de servicio en el hospital
salió de la habitación contigua y con paso cansino se acercó a Rostov.
— ¡Salud, Excelencia! —gritó, clavando sus ojos en Rostov, pensando que era el jefe
del hospital.
— Arréglale y dale agua —dijo Rostov indicando al cosaco.
— Obedezco, Excelencia —dijo gravemente el soldado, girando los ojos y cuadràndose
todavía más de lo que ya lo estaba, pero sin moverse de su sitio.
— No, aquí no es posible hacer nada —murmuró Rostov, bajando los ojos.
Iba a salir cuando percibió en la parte derecha de la sala una mirada muy severa. En un
rincón, un viejo soldado sentado sobre una capa, con el rostro amarillo, cadavérico, sin
rasurar, le miraba fijamente con los ojos lánguidos. A su lado, otro herido le decía algo
indicándole a Rostov.
Rostov comprendió que el viejo quería hablar. Se le acercó y vio que sólo tenía una
pierna doblada y la otra la tenía cortada por encima de la rodilla.
— Parece que esté —dijo al enfermero.
— No sé cuántas veces lo hemos pedido. Excelencia ... Está muerto desde esta mañana.
Nosotros somos hombres y no reos ... —dijo el viejo soldado con un temblor en la barbilla.
— Haré que vengan en seguida. Ya lo sacarán —dijo el enfermero.
— Vámonos, vámonos —exclamó vivamente Rostov.
Capítulo XVII
Había lechos por doquier, también enfermos por doquier, heridos tendidos en el suelo, en las capas, sobre las mantas, en los pasillos, y olía a podredumbre. Esto fue lo primero que notó Rostov al entrar en el departamento de oficiales acompañado por el enfermero.
El primero que vio Rostov fue un hombrecillo flaco, de apacible aspecto, con gorra ropa de hospital, que paseaba por la primera sala fumando su pipa. Rostov, al fijar en él su mirada procuró recordar dónde lo había visto.
— Ya ve usted dónde ha querido Dios que volviéramos a encontramos —dijo el hombrecillo—. ¡Tutchin! ¡Tutchin! ¿Me recuerda usted?
¡Estuvo usted bajo mi mando en Schömgraven! Me han quitado un pedazo. Mire usted —exclamó sonriendo, y mostrando la manga vacía de su capote—. ¿Busca usted a Vasili Dmitritch Denisov? Es compañero mío ... Está aquí, aquí.
Y Tutchin le acompañó a la otra sala, donde resonaban risas y algunas voces.
Pero, ¿cómo es posible que puedan no ya reír, sino siquiera vivir aquí?, pensó Rostov, sintiendo la pestilencia a cadáver de que estaba impregnado el hospital.
Denisov dormía en un lecho con la cabeza oculta bajo las sábanas, a pesar de que eran ya las once de la mañana.
— ¡Ah, Rostov! ¡Buenos días! ¿Qué tal? —gritó, igual que si estuviera en el regimiento.
Sin embargo, observó con tristeza que tras de aquella vivacidad habitual se escondía un sentimiento nuevo, ruin, disimulado por la expresión de la cara, de la entonación y de la palabra.
Su herida, aunque ligera, no estaba curada del todo, a pesar de que hacía seis semanas había sido herido; tenia la cara hinchada y pálida como todos los hospitalizados.
Cuando Rostov le preguntó cómo estaba el asunto, sacó de debajo de la almohada un papel que había recibido de la Comisaría y el borrador de la respuesta.
Los compañeros de hospital de Denisov que rodeaban a Rostov —alguien del mundo libre-, se alejaron poco a poco cuando Denisov comenzó a leer. En mitad de la lectura un no interrumpió a Denisov.
— Yo creo —dijo dirigiéndose a Rostov— que es mejor simplemente pedir gracia al emperador. Dicen que habrá muchas recompensas, y probablemente se recompensará ...
— ¡Yo, pedir al emperador! —pronunció Denisov con una voz a la que quería dar enérgica firmeza y calor, pero que vibraba de irritación—. ¿Por qué? Si yo fuese un bandido, pediría perdón, pero ¡que se me juzgue porque señalo claramente quiénes son los ladrones ...! Que me juzguen, no me da miedo nadie. He servido lealmente al zar y a la patria y no he robado nada. ¡Degradarme a mí! ... Escucha lo que les escribo: Si hubiese robado al gobierno ...
— Está muy bien escrito, hay que reconocerlo —objetó Tutchin—, pero no se trata de eso, Vasili Dmitritch. —Se dirigió a Rostov—. Es preciso someterse, y Vasili Dmitritch no quiere hacerlo. El auditor ha dicho que la cosa se presenta muy mal.
— ¡Bueno! ¡Pues a mí me da lo mismo! —exclamó Denisov.
— El auditor ha redactado la réplica y debe usted firmarla y mandársela . —Tutchin designó a Rostov—. El debe de tener algún protector en el Estado Mayor. No se le podía presentar a usted mejor ocasión.
— ¡He dicho que no me rebajaría! —interrumpió Denisov, y prosiguió la lectura del documento.
Cuando terminó la lectura del quisquilloso documento, que duró más de una hora, Rostov no dijo nada, y, entristecido, pasó el resto de la jornada con los compañeros de hospital de Denisov, que se agrupaban a su alrededor.
Rostov, a la caída de la tarde, se dispuso a marchar y preguntó a Denisov si tenía que hacerle algún encargo.
— Sí, aguarda —dijo Denisov.
Mirando a los oficiales, sacó los papeles de debajo de la almohada, se acercó a la ventana donde estaba el tintero y se puso a escribir.
- ¡Claro que no me matarán a latigazos! —dijo alejándose de la ventana y entregando a Rostov un gran pliego cerrado.
Era la súplica dirigida al emperador, redactada por el auditor, y en la cual Denisov, sin mencionar en absoluto las faltas del incidente, pedía simplemente perdón.
— Entrega esto a quien corresponda. Ya veo que ...
No terminó la frase, y sonrió con una sonrisa dolorosa y forzada.
Capítulo XVIII
El día 13 de junio los dos emperadores se entrevistaron en Tilsitt, y de regreso al regimiento, Rostov, luego de explicar al comandante el estado de Denisov, marchó hacia allí con
una carta de súplica para el emperador.
Boris Dubretzkoy había pedido al personaje importante, al cual estaba recomendado formar parte de la escolta que debía ir a Tilsitt.
— Quisiera ver al gran hombre —dijo refiriéndose a Napoleón, a quien, como todo el mundo, hasta entonces había designado con el nombre de Bonaparte.
— ¿Se refiere usted a Bonaparte? —dijo sonriendo el general.
Boris Dubretzkoy miró interrogativamente al general, y en seguida comprendió; le tendía una celada amistosa.
— Príncipe, me refiero al emperador Napoleón —contestó.
El general, amablemente, le golpeó el hombro.
— Usted irá lejos —le dijo.
Y se lo llevó con él.
Boris fue de las pocas personas que asistieron a la entrevista de los dos emperadores sobre el Niemen. Vio las tiendas blasonadas, el paso de Napoleón a la otra orilla, la guardia francesa, el rostro pensativo del emperador Alejandro mientras esperaba silencioso la llegada de Napoleón en la hostería de la orilla del Niemen. Vio a los dos emperadores sentarse en las barcas y cómo Napoleón, que fue el primero en desembarcar, se acercaba con rápidos pasos hacia Alejandro, le tendía la mano y desaparecía con él en el
pabellón.
En el momento en que el emperador penetró en la tienda, consultó el reloj, y no olvidó hacerlo de nuevo cuando Alejandro salió de ella. La entrevista duró una hora y cincuenta y tres minutos.
Boris vivía con otro ayudante de campo, el conde polaco Gelinsky. Gelinsky, educado en París, era rico, apreciaba grandemente a los franceses, y casi cada día, en Tilsitt, los oficiales franceses de la guardia del Estado Mayor General venían a comer con él y Boris.
El día 24, el conde Gelinsky ofreció una cena a sus amigos franceses. El huésped de honor era el ayudante de campo de Napoleón. Varios oficiales de la guardia francesa, y un jovencillo, hijo de una vieja familia aristocrática, paje de Napoleón, le acompañaban.
Aquel mismo dia, Rostov, aprovechando la oscuridad para no ser reconocido, llegó vestido de paisano, a Tilsitt, al alojamiento de Gelinsky y de Boris.
Para Rostov, como para todas las tropas de línea, de las cuales formaba parte, aquel cambio a favor de Napoleón y de los franceses todavía no se había producido.
Al advertir a un oficial francés que estaba en la puerta, el sentimiento bélico, hostil, que sentía siempre a la vista del enemigo, le exaltó de repente. Se detuvo ante la puerta, y en ruso preguntó si vivía allí Dubretzkoy.
Boris, al oír una voz forastera en la antecámara, salió a ver quién era, y su cara, al momento, expresó el despecho.
- ¡Ah, eres tú! Estoy contento, muy contento de verte —dijo, no obstante, sonriendo y acercándosela.
Sin embargo, Rostov había observado aquel primer movimiento.
- ¡Me parece que estorbo! No hubiese venido, pero cierto asunto ... —dijo con marcada frialdad.
— No, lo que me sorprende es que hayas podido dejar el regimiento. ¡Un momento tan sólo. Voy enseguida —contestó a una voz que le llamaba.
— Ya veo que estorbo —repitió Rostov.
La expresión de despecho se había desvanecido ya del rostro de Boris. Los ojos de Boris miraban a Rostov con tranquilidad y firmeza.
— Vaya, no digas eso ... ¿Por qué tienes que estorbar? —dijo Boris.
Ya en la sala donde estaba preparada la cena, le presentó a los invitados y explicó que no era un paisano, sino un oficial de húsares, antiguo amigo suyo.
— El conde Gelinsky, el conde N. N., el capitán S. S. —dijo, presentando a los invitados.
Rostov, con el entrecejo fruncido, miró a los franceses, saludó sin muchos cumplidos y calló.
Se veía bien claro que Gelinsky aceptaba con disgusto a aquel ruso en la reunión; no dijo nada a Rostov. Boris hacía como que no advertía la molestia que causaba el recién llegado, y con la misma calma agradable y con aquel mismo velo que al ver a Rostov se había puesto en los ojos, procuró la conversación. Uno de los franceses, con la habitual cortesia de su país, se dirigió a Rostov, que callaba obstinadamente, y le dijo que segúramente habia venido a Tilsitt para ver al emperador.
— No, he venido para resolver un asunto —contestó secamente Rostov.
Rostov se había puesto de mal humor desde que había visto ensombrecerse la cara de Boris, y, como les ocurre siempre a los hombres malhumorados, le pareció que todos le miraban con actitud hostil y que estorbaba a todo el mundo. Se levantó y se acercó a Boris.
— Ya veo que estoy estorbando ... Vamos a hablar de mi caso y marcharé en seguida.
— No, de ninguna manera —repuso Boris—, Si estás cansado, pasa a mi habitación y descansa un poco.
— Sí, realmente ...
Entraron en el pequeño dormitorio de Boris. Rostov, sin sentarse, poseído de irritación, como si Boris tuviese la culpa, comenzó a explicar el caso de Denisov y le preguntó si podía y quería intervenir en su favor cerca del emperador por mediación de su general y transmitirle una súplica.
Cuando estuvieron solos, Rostov se dio cuenta por primera vez de que se sentía cohibido al mirar cara a cara a los ojos de Boris.
— He oído hablar de cuestiones de esta clase y sé que el emperador es muy severo en semejantes casos. Me parece que seria mejor no hacer llegar el asunto hasta Su Majestad, Para mí lo mejor seria dirigirse al comandante del cuerpo ... Pero, en principio, me parece ...
— ¡Di claro que no quieres hacer nada! —gritó Rostov sin mirar a Boris.
— Al contrario —contestó éste—; haré todo lo que pueda; solamente advertía ...
Capítulo XIX
Al llegar, Rostov se dio cuenta de que lo hacía en el momento menos oportuno. Tampoco, por ir vestido de paisano, podía presentarse al general, y por lo demás también se encontraba allí sin permiso de sus superiores, y a Boris, aunque hubiese querido, le hubiera sido imposible hacer nada al día siguiente de la llegada de Rostov. Aquel día, el 27 de junio, habían sido firmados los preliminares de la paz; los emperadores habían cambiado condecoraciones entre ellos; Alejandro había recibido la Legión de Honor; Napoleón, la Cruz de San Andrés de primer grado, y aquel era el día fijado para el banquete que el batallón de la guardia francesa ofrecía al batallón de Preobrajensky. Los emperadores debían asistir a él.
Rostov se sentía incomodado con Boris, y tan enojado estaba, que cuando, después de haber cenado, Boris entró en el dormitorio, simuló que dormía, y a la mañana siguiente, a primera hora, salió de la casa y desapareció.
Con levita y sombrero hongo, Rostov se entretuvo en la ciudad, examinando a los franceses y sus uniformes y mirando las calles y las casas donde estaban alojados los emperadores.
De pronto, Rostov, con una decisión que ni él mismo sospechaba, palpóse la carta en el bolsillo y se dirigió decididamente a la casa que ocupaba el emperador. Y pasó por entre los curiosos, que le miraban plantados frente a la casa del soberano.
Del amplio portalón arrancaba una escalera ancha y recta. A mano derecha habla una puerta cerrada. Bajo la escalera, otra puerta comunicaba con la planta baja.
— ¿Qué desea usted? —le preguntó alguien.
— Entregar una carta, una solicitud a Su Majestad —dijo Nicolás, con voz tembloresa.
— ¿Una solicitud? Eso al oficial de servicio, si hace usted el favor —le contestaron indicándole la puerta de abajo—. Pero ahora no es hora de despacho.
Al oír aquella voz indiferente, Rostov se estremeció por lo que hacía. La idea de ver al emperador de un momento a otro era para él tan seductora y tan terrible al mismo tiempo, que estuvo tentado de huir, pero el oficial de guardia, que salía a su encuentro, abrió la puerta de servicio y Rostov pasó por ella. Un hombre grueso, no muy alto, de unos treinta años, con pantalón blanco, botas altas y mangas de camisa (una camisa de batista que
evidentemente acababa de ponerse), entró en la habitación. Un criado le abrochaba unos tirantes nuevos, de seda, que Rostov miró sin saber por qué.
Aquel hombre hablaba con alguien que se encontraba en la habitación contigua.
— Bien hecha y hermosa como un diablo —decía.
Al advertir a Rostov, le miró con mala cara.
— ¿Qué quiere usted? ¿Una solicitud?
— ¿Quién es? —preguntó una voz desde la otra estancia.
— Otro solicitante —dijo el hombre de los tirantes.
— Dígale usted que vuelva más tarde. Saldrá en seguida y no podemos entretenernos.
— Después ... Después ... Mañana ... ahora es demasiado tarde ...
Rostov dio media vuelta para marcharse, pero el hombre de los tirantes le detuvo.
— ¿De parte de quién es? ¿Quién es usted?
— De parte del mayor Denisov —contestó Rostov.
— ¿Qué es usted? ¿Oficial?
— El teniente conde Rostov.
— ¡Qué audacia! Presente usted la solicitud por vía jerárquica. Márchese.
Y se puso el uniforme que el criado le presentaba.
Rostov salió de nuevo al vestíbulo de la escalera y vio que en el portal había numerosos oficiales y generales con uniforme de gala, por delante de los cuales debía pasar.
Maldiciendo su osadía, temblando al pensar que a cada instante podía encontrarse con el emperador, avergonzarse y ser arrestado, comprendió toda la improcedencia de su acción y doliéndose de ella, con la vista baja, se deslizó hacia fuera, a través del brillante séquito, cuando una voz conocida le llamó y una mano le detuvo.
- Usted, querido! ... ¿Qué hace usted por aquí vestido de paisano?
Era el general de caballería, el antiguo jefe de división de Rostov, que en aquella campaña había merecido el favor particular del emperador.
Rostov, atemorizado, comenzó a justificarse, pero al ver la cara jovial y agradable del general, se retiró hacia un extremo y le contó el caso, pidiéndole que se interesara por Denisov, al cual también conocía. El general, después de escucharle, inclinó la cabeza preocupado.
- ¡Es una lástima! ¡Lo siento por ese valiente! Déme usted la carta.
Rostov acababa de entregarle la carta y explicarle la historia de Denisov, cuando unos pasos rápidos con un tintineo de espuelas resonaron en la escalera, y el general, alejándose de él, se dirigió al portal.
Rostov, olvidando el peligro de que le reconocieran, junto a algunos menestrales curiosos se acercó hasta el portal, y de nuevo, después de dos años, volvi ó a ver aquella cara que adoraba. El emperador, con uniforme del regimiento Preobrajensky, pantalón y botas altas y una estrella que Rostov no conocía (la Legión de Honor), salió del portal, con la gorra bajo del brazo y poniéndose los guantes, se detuvo y miró, y aquella mirada derramaba luz a su alrededor.
Todo el séquito se apartó y Rostov vio que el general hablaba largamente de alguna cosa con el emperador. El emperador le contestó algunas palabras y dio un paso para acercarse a su caballo. De nuevo las personas del séquito y la gente de la calle se agruparon a su alrededor. El emperador se detuvo al lado del caballo, y, con una mano en la silla, se dirigió al general de caballería, y le dijo en voz alta, para que todo el mundo lo oyera:
— No puedo, general, y no puedo porque la ley es más fuerte que yo.
Capítulo XX
A la derecha de la plaza a la cual se dirigió el emperador, se encontraba el batallón de Preobrajensky. A la izquierda, frente a frente, las fuerzas francesas con sus altos morriones
de piel, con sus uniformes rojos.
Mientras el emperador se acercaba al flanco del batallón que presentaba armas, por el flanco izquierdo corría una multitud de jinetes, a la cabeza del cual Rostov reconoció a Napoleón. No podía ser otro. Iba a galope, con sombrero bajo, la condecoración de San Andrés atravesada en el pecho y el uniforme azul abierto sobre un chaleco blanco. Montaba un caballo árabe gris moteado, de maravillosa raza, con silla azul bordada de oro. Al acercarse a Alejandro se quitó el sombrero, y por aquel movimiento, el ojo experto de
Rostov descubrió que Napoleón montaba mal y que no se mantenía muy firme en la silla.
El batallón gritaba: ¡Hurra! y ¡Viva el emperador! Napoleón dijo algo a Alejandro, los dos emperadores desmontaron y se estrecharon las manos. Una sonrisa falsa, desagradable, apareció en la cara de Napoleón. Alejandro, con expresión amistosa, le decía algo.
Alejandro y Napoleón, con la larga fila del séquito, se acercaron al flanco derecho del batallón de Preobrajensky, marchando en línea recta hacia la multitud que les miraba.
Inopinadamente, la gente se encontró tan cerca de los emperadores, que Rostov, que estaba en primera fila, tuvo miedo de ser reconocido.
— Sire, pido vuestro permiso para dar la Legión de Honor al más valeroso de vuestros soldados ... —dijo la voz seca, precisa, que pronunciaba netamente cada palabra.
El pequeño Napoleón hablaba así mirando a Alejandro fijamente.
Alejandro sonrió amablemente inclinando la cabeza.
— Al que más valerosamente se haya portado en esta última guerra —añadió Napoleón, escandiendo cada sílaba con una calma y una seguridad que indignaban a Rostov, mirando las filas de soldados rusos formados ante él, que seguían presentando armas y contemplaban inmóviles el semblante del emperador.
— ¿Me permitirá Vuestra Majestad consultarlo con el coronel? —preguntó Alejandro, y dio algunos pasos hacia el príncipe Kozlovsky, comandante del batallón.
Bonaparte desenguantó su blanca y pequeña mano, y como el guante se desgarro al sacarlo, lo arrojó. El ayudante de campo, que estaba detrás de él, se destacó prestamente y lo recogió.
— ¿A quién se puede dar? —preguntó en voz baja y en ruso el emperador Alejandro a Kozlovsky.
— A quien ordene Vuestra Majestad.
El emperador, descontento de la respuesta, frunció las cejas, se volvió y dijo:
— Es preciso contestarle algo.
Kozlovsky, con aire resuelto, miró las filas, y aquella mirada llegó a Rostov. ¡Que no seré yo!, pensó Rostov.
— ¡Lazarev! —gritó el coronel componiendo un rostro severo.
El soldado Lazarev, que estaba en la primera fila, avanzó con bizarría.
— ¿A dónde vas? ¡Espérate aquí! —murmuraron varias voces a Lazarev, que no sabia hacia dónde debía ir.
Lazarev se detuvo, miró atemorizado al coronel y toda la cara le tembló, como suele suceder a los soldados cuando, solos, se les hace salir de las filas.
Napoleón volvió la cabeza, hizo un movimiento con su pequeña mano carnosa, como si quisiera algo. Las personas de su séquito adivinaron enseguida lo que quería; se removieron, murmuraron en voz baja, mientras se pasaban algo, y el paje, aquel mismo que Rostov había visto en casa de Boris, corrió hacia Napoleón, se inclinó respetuosamente ante la mano extendida y sin hacerse esperar puso en ella la condecoración del lazo rojo.
Napoleón, sin mirar quién se la daba, cerró los dedos. La condecoración quedó prendida en ellos.
Solicitas manos, rusas y francesas, cogiendo vivamente la cruz, la clavaron en el uniforme. Lazarev miraba sombrío a aquel hombre bajito de blancas manos que le había hecho algo y continuó presentando armas, inmóvil. Después volvió a mirar los ojos de Alejandro; parecía preguntarle: ¿Tendré que quedarme plantado aquí para siempre? ¿Me ordenaréis que me retire? Pero no le ordenaron nada. Y permaneció durante mucho rato inmóvil en la misma posición.
Los emperadores montaron a caballo y partieron.
Los compañeros de Rostov, como la mayoría del ejército, estaban descontentos de la paz concertada después de Friedland. Decían que si hubiesen resistido un poco más, Napoleón hubiese perdido, pues su ejército no tenía pan ni cartuchos.
De repente, al oír que un oficial decía que era engorroso mirar a los franceses. Rostov se puso a gritar sin razón alguna, con un calor tan injustificado, que sorprendió en gran manera a todos los oficiales que le oían.
— ¿Qué sabe usted si hubiese sido mejor? —la cara se le encendía—. ¿Quién es usted para juzgar los actos del emperador? ¿Qué derecho tiene a discutir? ¡Nosotros no podemos comprender ni el fin ni los actos del emperador!
— ¡Pero si yo no he dicho una sola palabra del emperador! —dijo justificándose el oficial, que no podía explicarse aquella salida más que por la embriaguez de Rostov.
Pero Rostov no le escuchaba.
— ¡Nosotros no somos diplomáticos; somos soldados y nada más! —continuó—. ¿Que nos ordenan morir? ¡Pues a morir! Si castigan a alguien es que ha faltado; nosotros no debemos juzgarle. Si al emperador le place reconocer a Bonaparte como emperador y aliarse con él, es que así debe convenir. ¡Si nos metemos en todo y todo lo discutimos, no quedará nada sagrado! ¡Llegaremos a decir que no hay Dios, que no hay nada! —voceaba
Rostov fuera de sus cabales, según el parecer de mis interlocutores, pero muy lógicamente según el hilo de sus pensamientos—. ¡Nuestra tarea es cumplir nuestro deber y no pensar! -concluyó.
— Y beber —dijo un oficial que no entendía razones.
— ¡Eso, y beber! —confirmó Nicolás—. ¡Eh, tú! ¡Otra botella ...!
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Presentación de Omar Cortés Cuarta parte Sexta parte Biblioteca Virtual Antorcha