Presentación de Omar CortésQuinta parteSéptima parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




SEXTA PARTE

CAPÍTULO I

A mediados de mayo, el príncipe Andrés fue a ver al conde Elias Andreievitch Rostov, que ostentaba el cargo de mariscal de la nobleza del distrito, para tratar de la tutela de Riazán.

Ya habia comenzado la temporada del calor primaveral. El bosque era enteramente verde; el calor y el polvo eran tales que al ver el agua sentía uno deseos de sumergirse en ella.

El príncipe Andrés, triste y preocupado por lo que tenía que pedir al mariscal de la nobleza referente a su asunto, avanzaba con el carruaje por el camino del jardín hacia la casa de los Rostov en Otradnoie. A la derecha oía, a través de los árboles, alegres gritos femeninos. Pronto descubrió un grupo de muchachas que corrían cortando oblicuamente el camino.

Una jovencilla muy delgada, extraordinariamente delgada, de cabellos y ojos negros y vestido de algodón amarillento, con un pañuelo blanco en la cabeza, bajo el cual asomaba un mechón de cabellos, corría a escasa distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero, al advertir la presencia del forastero, se puso a reír y, sin mirarle, volvió hacia atrás.

De repente, el príncipe Andrés se sintió inquieto, no sabía por qué.

El conde Elias Andreievitch vivía en Otradnoie en 1809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la provincia, asistiendo a las cacerías, a los teatros, a los banquetes, a los conciertos.

Durante aquel día de aburrimiento, los amos viejos y los invitados respetables, de los que la casa del conde estaba llena a causa de la festividad que se acercaba, se ocuparon del principe Andrés; pero Bolkonsky, que a menudo había mirado a Natacha que reía de alguna cosa y se divertía en el grupo de los jóvenes, se preguntaba sin cesar: ¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?

Por la noche, cuando se encontró solo en aquel lugar nuevo para él, tardó mucho en dormirse.

El príncipe Andrés se levantó y se acercó a la ventana para abrirla. Al girar los postigos, la luna, como si hubiese estado esperando aquel momento, se precipitó dentro de la habitación y la inundó.

El príncipe abrió la ventana de par en par. La noche era fresca, inmóvil y clara. El principe Andrés se apoyó en la ventana. Sus ojos se detuvieron en el cielo.

La habitación del príncipe Andrés estaba situada en el primer piso. La habitación de encima estaba también ocupada, y los que la ocupaban tampoco dormían. Oyó, por allá arriba, voces de mujer.

— Una vez más —dijo una voz femenina que el príncipe Andrés reconoció enseguida.

— Pero, ¿cuándo dormirás? —contestó otra voz.

— No dormiré, no podría dormir ahora. ¿Qué quieres que haga? vaya, no te hagas del rogar; solamente una vez más.

Las voces femeninas cantaron una frase musical que era el final de un fragmento de música.

— ¡Ah, y qué hermoso es! ¡Vaya, vamos a dormir, se ha terminado!

— Duerme, yo no podría! —repitió la primera voz, que se acercaba a la ventana.

La mujer, evidentemente, se había apoyado en el alféizar, pues se percibía el crujido de los vestidos e incluso la respiración.

El príncipe Andrés también tenía miedo de moverse y de traicionar su involuntaria indiscreción.

— ¡Sonia, Sonia! —exclamó de nuevo la primera voz—. ¡Vaya, quién es capaz de dormir! Mira qué maravilla. ¡Oh, qué maravilloso! ¡Sonia, despierta! —dijo casi llorando—. Nunca había visto una noche tan deliciosa como ésta.

Sonia contestó algo sin entusiasmo.

— ¡Ven aquí; mira qué luna! ¡Oh, es maravillosa! ¡Vamos, mujer, ven, créeme! Ven aquí. Me pondría agachada sobre la punta de los pies, me abrazaría las rodillas, muy apretadas, muy apretadas, y me pondría a volar, así ...

— ¡Vaya, basta, que te puedes caer!

Se percibía el rumor de una lucha y la voz disgustada de Sonia.

— ¡Ya es más de la una!

— ¡Todo me lo estropeas!

De nuevo quedó todo sumergido en el silencio. El príncipe Andrés sabía que ella estaba todavía en la ventana. De vez en cuando oía un pequeño movimiento, a veces un suspiro.

— ¡Ah, Dios mío. Dios mío! ¿Qué debe ser eso? —exclamó de golpe—. ¡Vamos a dormir! —Y la muchacha cerró la ventana.

¿Qué le importa mi existencia? —pensaba el príncipe Andrés mientras escuchaba la conversación, esperando, sin saber por qué, a que hablasen de él—. ¡Y ella otra vez. Parece hecho aldrede!

Inopinadamente, en su alma se alzó un tumulto tan inesperado de pensamientos, de juventud y de esperanza, en contradicción con toda su vida, que no atinó a explicarse su estado y se durmió enseguida.

Al día siguiente, después de saludar al conde, el principe Andrés partió sin esperar a las señoras.

Capítulo II

El joven Speransky se encontraba en pleno apogeo de su brillante carrera política, en el periodo álgido de sus reformas en el verano de 1809. El emperador había resultado herido en una pierna y pasó tres semanas en San Petersburgo, donde cada día recibía casi exclusivamente a Speransky. Por aquella época, además de los dos decretos célebres que conmovían a toda la sociedad, el de la abolición de los grados de la corte y el de los exámenes para los títulos de asesor de colegio y de consejeros privados, se preparaba también una constitución que había de cambiar la organización de la justicia, de la administración y de las finanzas rusas, desde el consejo del Imperio hasta el consejo comunal.

Mientras tanto, Speransky les sustituía a todos en las cuestiones civiles, y Araktcheiev en los asuntos militares. El príncipe Andrés, poco tiempo después de su llegada, se presentó como chambelán a la salida de la corte. El emperador le vio dos veces sin honrarle con una sola palabra. El príncipe Andrés, igual que antes, creía serle simpático al emperador; pensaba que su cara y su persona le eran agradables.

En la mirada que le dirigió Alejandro encontró más confirmadas que nunca sus suposiciones. Los cortesanos le explicaron que la mala voluntad del emperador provenía de cuando en 1805 se había retirado del servicio.

Expuso su proyecto a un viejo feldmariscal, amigo de su padre. El feldmariscal le concedió una hora y le recibió muy amablemente, prometiéndole que informaría al emperador.

Unos cuantos días después, le fue ordenado al príncipe Andrés presentarse al conde Araktcheiev en el Ministerio de la Guerra.

A las nueve de la mañana del día fijado, el príncipe Andrés se encontraba en la sala de visita del conde Araktcheiev.

El príncipe no le conocía personalmente, no le había visto nunca; pero todo lo que sabía de él le inspiraba poco respeto hacia aquel hombre.

El príncipe Andrés, durante el tiempo de su servicio como ayudante de campo, había visto muchas salas de espera de altas personalidades. Conocía los diferentes caracteres de aquellos salones. El príncipe Andrés oyó el chascarrillo de Sila Andreievitch (juego de palabras puesto que sila es un vocablo ruso que significa fuerza) y las palabras el tío te arreglará, que se referían al conde Araktcheiev. Un general, personaje muy importante, visiblemente molestado por la larga espera, estaba sentado con las piernas cruzadas y sonreía con desdén.

Pero tan pronto se abrió la puerta, todas las caras expresaron súbitamente un mismo sentimiento; el miedo. El príncipe Andrés pidió al funcionario que le anunciase de nuevo; pero el funcionario, con aire solapado, le contestó que ya le llegaría el turno.

Después de despachar algunas personas que el ayudante de campo acompañaba, fue introducido en el despacho del ministro un oficial cuyo aire encogido y humilde sorprendió al príncipe Andrés. La audiencia con aquel oficial duró mucho rato. Súbitamente, detrás de aquella puerta temible se oyó murmurar en voz áspera. El oficial, pálido, con los labios temblorosos, salió y atravesó la sala con las manos en la cabeza.

Entonces, le tocó el turno al príncipe Andrés, y el oficial que le acompañaba le murmuró: A la derecha, cerca de la ventana.

El príncipe Andrés entró en un gabinete de trabajo, sin lujo, pero limpio y ordenado. Cerca de la puerta advirtió a un hombre de unos cuarenta años, alto, corto de cuerpo, la cabeza alargada, con profundas arrugas, cejas fruncidas sobre unos ojos de un gris verdoso, vidriados y una nariz caída, roja. Araktcheiev volvió la cabeza sin mirarle.

— ¿Qué solicita usted? —dijo.

— No solicito nada, Excelencia —dijo amablemente el príncipe Andrés.

Los ojos de Araktchkeiev se volvieron hacia él.

— Siéntese, pues —dijo Arakteheiev—. ¿Es usted el príncipe Bolkonsky?

— No pido nada, pero el emperador se ha dignado enviar a Su Excelencia la memoria que he presentado ...

— He leído su proyecto, querido —le interrumpió Araktcheiev.

Pronunció dulcemente el primer vocablo tan sólo; después, sin mirar a su interlocutor, y recobró de nuevo su acento cada vez más desdeñoso.

— ¿Propone usted nuevas leyes militares? Hay muchas leyes y no hay nadie para ejecutar las antiguas. Ahora todo el mundo escribe Leyes; escribir es más fácil que ejecutar.

— He venido por voluntad del emperador a saber el curso que Su Excelencia piensa dar a mi memoria —dijo cortésmente el príncipe Andrés.

— Ya he manifestado mi opinión sobre el proyecto de usted y lo he enviado al Comité. Yo no lo apruebo —dijo Araktcheiev levantándose y tomando un papel de encima del escritorio—. ¡Tome!

Tendió el papel al príncipe Andrés.

En el papel, escrito de través en lápiz y sin mayúsculas, sin ortografía, sin puntuación, estaba escrito: No es serio. Compuesto cual imitación escrita del código militar francés, se aparta sin necesidad del código militar vigente.

— ¿A qué comité ha sido mandado el proyecto? —preguntó el príncipe Andrés.

— Al comité del Código Militar, y yo he presentado a Su Nobleza como miembro, aunque sin remuneración ...

El príncipe Andrés sonrió.

— Yo no la he pedido ...

— Miembros sin remuneración —repitió Araktcheiev—. ¡He tenido un gran honor! ¡Eh, tú, avisa! ¿A quién le toca? —gritó, saludando al príncipe Andrés.

Capítulo III

Mientras esperaba en San Petersburgo, el príncipe Andrés renovó antiguas amistades. Sobre todo aquellas que pudiesen serle útiles de un modo u otro. Entretanto, también esperaba la notificación oficial de miembro del Comité.

En San Peterburgo experimentaban un sentimiento semejante al que sintió la víspera de la batalla, cuando una curiosidad inquieta le atormentaba y le empujaba a las altas esferas donde se preparaba el porvenir del cual dependía la suerte de millones de personas. Por la cólera de los viejos, por la curiosidad de los profanos, por la reserva de los que estaban al corriente, por la prisa, el aire preocupado de todo el mundo, por el número incalculable de Comités, de Comisiones que cada día descubría, comprendía que entonces, en 1809, se preparaba en San Petersburgo una enorme batalla civil, cuyo general en jefe era un personaje desconocido para él, misterioso y a quien todas las apariencias mostraban como genial: Speransky. La obra de las reformas que conocían vagamente, y su principal animador, Speransky, comenzaban a interesarle tan apasionadamente, que pronto la revisión del código militar pasó a segundo término en sus preocupaciones.

Al día siguiente de su visita al conde Araktcheiev, el príncipe Andrés fue a casa del conde Kutchubey. Le explicó su entrevista con Sila Andreievitch. Kutchubey nombraba así a Andreievitch con la misma burla vaga que el príncipe había observado en la sala de espera del ministro de la Guerra.

— Querido, en esta cuestión no hará usted nada sin Miguel Mikhailovitch. Él lo hace todo. Ya, le diré ... Me prometió que vendría esta noche ...

— Pero, ¿qué tiene que ver Speransky con el código militar? —preguntó el príncipe Andrés.

Kutchubey inclinó la cabeza sonriendo; parecía como si se maravillara de la ingenuidad de Bolkonsky.

— Hemos hablado de usted con él en estos últimos días, a propósito de sus campesinos emancipados ... —prosiguió Kutchubey.

— ¡Ah! ¿Es usted, príncipe, quien ha emancipado a los campesinos? —dijo un anciano de los tiempos de Catalina volviéndose con desdén hacia Bolkonsky.

— La hacienda era pequeña y no daba nada —contestó Bolkonsky, intentando excusar su acción para no irritar al viejo.

— Usted teme que se adelanten —dijo el viejo con los ojos fijos en Kutchebey—. Lo que no comprendo es una cosa —prosiguió—. ¿Quién trabajará la tierra si se les da la libertad? No cuesta mucho escribir nuevas leyes, pero gobernar es algo más dificil. Así, ahora, yo me pregunto, conde, ¿quién será el jefe de la administración ahora que todo el mundo tiene que pasar por unos exámenes?

— Los que se examinen, me parece —replicó Kutchubey cruzando las piernas y dirigiendo una mirada a su alrededor.

— Así, pues, en casa sirve un tal Prianichnikov, un buen hombre, que vale tanto oro como pesa; tiene sesenta años y ¿tendrá que examinarse también?

— Sí, es difícil, claro, porque hay muy poca instrucción, pero ...

El conde Kutchubey no terminó; se levantó, cogió del brazo al príncipe Andrés y fue a recibir a un hombre de unos cuarenta años, alto, rubio, calvo, con la frente despejada y con la cara larga de una blancura extraordinaria.

El príncipe Andrés le reconoció enseguida y sintió temblar alguna cosa en su alma, tal como sucede en los momentos graves de la vida. ¿Era respeto, envidia, inquietud en la espera? No lo sabía. Era Speransky secretario de Estado, confidente del emperador, compañero suyo en Erfurt, donde había visto y hablado más de una vez con Napoleón.

Speransky no examinaba a una persona después de otra con los ojos, como se acostumbra hacer involuntariamente cuando un hombre entra en una gran reunión, ni se precipitaba a hablar. Hablaba en voz baja, seguro de ser escuchado y sólo miraba a su interlocutor.

El príncipe Andrés seguía con una atención particular cada palabra, cada movimiento de Speransky.

Speransky expresó a Kutchubey el pesar que le había causado el no haber podido llegar más temprano; se había detenido en palacio.

— Estoy encantado de conocerle; he oído hablar de usted como ha oído todo el mundo -dijo.

Kutchubey hizo algunas alusiones a la acogida dispensada por Araktcheiev a Bolkonsky, y Speransky sonrió más abiertamente.

— El presidente de la comisión de Códigos Militares, señor Magnitsky, es un buen amigo mío —dijo acentuando cada sílaba, y, si usted lo desea, puedo ponerle en relación con él. Espero que en él encontrará usted toda la simpatía y el deseo de llegar hasta donde sea de razón.

Enseguida se formó un grupo alrededor de Speransky, y el viejo que había hablado de su dependiente Prianichnikov, dirigió también algunas palabras a Speransky.

El príncipe Andrés, sin intervenir en la conversación, observaba todos los movimientos de Speransky.

Después de hablar un momento en el grupo general, Speransky se levantó, se acercó al principe Andrés y le llevó al otro extremo de la sala. Se veía que consideraba necesario ocuparse de Bolkonsky.

— No he podido hablarle a usted en medio de la conversación animada que aquel respetable anciano ha entablado conmigo, príncipe —le dijo con una sonrisa discreta, como si con ella quisiera significar que él y el príncipe Andrés comprendían la nulidad de aquellas personas con las cuales acababa de conversar.

Esta actitud lisonjeó al príncipe Andrés.

— Hacía mucho tiempo que le conocía a usted, en primer término, por la cuestión de los campesinos. Es nuestro primer ejemplo y es de desear que sea secundado por otros muchos; y después, porque es usted de aquellos que no se sienten ofendidos por el nuevo decreto sobre los grados, que tantos comentarios provoca y que tanto da que hablar.

— Sí —dijo el príncipe Andrés; mi padre no ha querido que me aprovechase de estos derechos. He comenzado a servir desde abajo.

— Su padre, un hombre de otros tiempos, es evidentemente superior a nuestros contemporáneos, que tanto murmuran por esta disposición que simplemente establece la justicia natural.

— No obstante, a mí me parece que hay algo de positivo en estas críticas —dijo el príncipe Andrés, procurando combatir la influencia de Speransky, que comenzaba ya a sentir: quería contradecirle.

El príncipe Andrés, que ordinariamente hablaba francés, y lo hablaba bien, sentía que se expresaba con dificultad hablando con Speransky. Estaba preocupado en observar la persona del ilustre hombre de Estado.

— Son motivos de ambición personal, quizá —dijo lentamente Speransky.

— Y también algo por el Estado.

— ¿Qué quiere usted decir? —preguntó Speransky bajando los ojos lentamente.

— Soy admirador de Montesquieu, y su idea de que el principio de las monarquías es el honor, me parece incontestable. Ciertos derechos y privilegios de la nobleza son, según mi opinión, medios para sostener este sentimiento.

La sonrisa desapareció del pálido rostro de Speransky y su fisonomía, ganó mucho con ello. La idea del príncipe Andrés le pareció curiosa, seguramente.

— Si enfoca la cuestión desde este punto de vista ... —comenzó, pronunciando el francés con dificultad y hablando más lentamente que en ruso, pero siempre con una calma absoluta.

Luego dijo que el honor no puede ser sostenido por privilegios nocivos a la marcha del servicio; que el honor puede tener dos significados: o una concepción negativa: la abstención de una mala acción, o la fuente de aquella ambición que aspira a obtener las aprobaciones y las recompensas debidas a tal abstención.

— No lo discuto, pero no se puede negar que los servicios de la corte no hayan conseguido el mismo fin —dijo el príncipe Andrés—. Cada cortesano se cree obligado a sostener dignamente su situación.

— Pero usted no ha querido aprovecharse de ella, príncipe —dijo Speransky mostrando con su sonrisa que deseaba acabar con un cumplido una discusión incómoda para su interlocutor—. Si el miércoles me hace usted el honor de venir a mi casa —añadió-, como ya habré hablado con Magnitsky, le podré comunicar algo interesante, y siempre será para mí un placer hablar con usted de varios asuntos.

Cerró los ojos, saludó y, a la francesa, sin decir adiós, procurando pasar desapercibido, salió del salón.

Capítulo IV

El principe Andrés sentía, sin que supiera cómo, y al principio de su estancia en San Petersburgo, que las ideas que elaborara en su vida solitaria quedaban completamente eclipsadas.

Por la noche, al volver a su casa, anotaba en un carnet las cuatro o cinco visitas o entrevistas obligatorias a horas fijas. El mecanismo de la vida, la disposición del dia por llegar a tiempo a todas partes, le robaba la mayor parte de la energía, e íncluso de su existencia.

El miércoles siguiente, Speransky recibió a Bolkonsky a solas en su casa, habló con él detenidamente, e igual que en la primera conversación en casa de Kutchubey, le produjo una gran impresión.

En la larga conversación del miércoles por la noche, Speransky le repitió varias veces: Nosotros, los que nos interesamos por todo aquello que sobresale del nivel ordinario, de la rutina ... o, con una sonrisa: Pero nosotros queremos que los lobos sean saciados y las ovejas salvadas ... o: Ellos no pueden comprenderlo ... y siempre con una expresión que quería decir: Nosotros, usted y yo, sabemos qué son ellos y qué somos nosotros

Esta primera larga conversación con Speransky no hizo más que incrementar el sentimiento que había experimentado la primera vez de hablar con él. Veía a un hombre razonable, a un pensador profundo, a un gran espíritu, encumbrado en el poder por obra de su propia energía, que utilizaba exclusivamente para el bien de Rusia.

En la exposición de Speransky todo parecía tan sencillo, tan claro, que el príncipe Andrés, a pesar de su deseo de contradecirle, cada vez acababa de acuerdo con él.

En aquella velada que Bolkonsky pasó en su casa, hablando del Comité de Codificación de las leyes, Speransky le contó con ironía que la Comisión de Leyes hacía ciento cincuenta años que existía, que costaba millones y que no había hecho nada, y que Rosenkampf no había hecho más que pegar etiquetas a cada uno de los artículos de la legislación comparada, siendo éste el único fruto de los fabulosos gastos.

— ¡Ahí tiene usted por qué el Estado ha gastado millones! —le dijo—. Nosotros queremos dar un nuevo poder jurídico al Senado y no tenemos leyes. He aqui por qué es un pecado que hombres como usted no quieran servir actualmente.

El príncipe Andrés objetó que para eso eran necesarios conocimientos jurídicos que él no poseía.

— ¡Pero si nadie los tiene! ... ¿Qué quiere usted hacer, pues? ... Es un círculo vicioso del cual debemos esforzarnos en salir.

Al cabo de una semana era nombrado miembro de la Comisión del Código Militar, lo que no esperaba ni remotamente ningún miembro de la Sección de la Comisión codificadora.

A petición de Speransky, se encargó de la primera parte de las leyes civiles que se estaban elaborando, y con el código de Napoleón y el de Justiniano a la vista, redactó el capítulo de derecho de gentes.

Capítulo V

Pedro, al volver a San Petersburgo dos años antes, sin advertirlo por supuesto, se encontraba en la cumbre, en el pináculo de la masonería, ya de regreso de su viaje por sus tierras.

Organizaba logias, reclutaba adeptos y se ocupaba de la unión de las diversas logias. Daba dinero para la construcción de templos, y atendía, en todo cuanto le era posible, a las suscripciones para las cuales la mayoría de los miembros se mostraban avaros e informales.

Con sus recursos personales sostenía totalmente la casa de los pobres que la Orden había construido en San Petersburgo.

En aquellos tiempos, su vida se deslizaba igual que antes entre las mismas diversiones y las mismas orgías. Le agradaba comer y beber bien, y aunque lo encontraba inmoral y humillante, no podía abstenerse de participar en los placeres del celibato.

A Pedro le era difícil no considerar sino como a hermanos a todos los miembros de la logia que encontraba en sociedad, así el príncipe B... como Juan Vasilievitch D..., que eran dos nulidades sin carácter. Debajo de los delantales y los signos masónicos, veía el uniforme y las condecoraciones que todos buscaban.

En el segundo grupo, Pedro situaba, junto a sí mismo, a los hermanos que, como él, buscaban, vacilaban y que sin haber encontrado todavía en la masonería el camino recto y llano, esperaban descubrirlo algún día.

En el tercero clasificaba a los hermanos —eran la mayoría— que no veían en la masonería sino una fuerza exterior, unas costumbres, y tenían mucho puntillo en el cumplímiento de los ritos, sin preocuparse de su sentido ni de su simbolismo. Villarsky era uno de éstos, y también lo era el gran maestre de la logia principal.

Finalmente, en el cuarto, ponía a una gran cantidad de adeptos, reclutados sobre todo entre los recién ingresados. Eran hombres que no creían en nada, no deseaban nada, sólo entraban en la masonería para acercarse a los hermanos jóvenes, ricos, poderosos en las relaciones o la celebridad, de los que había gran cantidad en la logia.

Pedro comenzó a disgustarse de su actividad.

En el verano de 1809, Pedro regresó a San Petersburgo. Por la correspondencia entre los masones rusos y los del extranjero se sabía que Bezukhov había sabido conquistarse por el mundo la confianza de muchas personas situadas en puestos eminentes, que había intervenido en muchas iniciaciones, que había sido exaltado a los grados más altos y que había hecho mucho para el bien común de la obra de la masonería. Todos los masones de San Petersburgo iban a verle, todos le adulaban, todos pensaban que ocultaba y preparaba alguna empresa.

La solemne sesión de la logia de segundo grado, donde Pedro había prometido comunicar a los hermanos de San Petersburgo lo que les debía transmitir de parte de las jerarquías superiores de la Orden, estaba fijada. No faltó a ella ningún miembro. Después de las ceremonias ordinarias, Pedro se levantó y comenzó su discurso:

— Queridos hermanos —se detuvo, sofocado, con el discurso escrito en la mano-, no basta observar nuestros misterios en la calma de la logia: es preciso obrar, actuar. Nos hemos dormido y es necesario actuar.

Luego cogió las cuartillas y comenzó a leer:

Para esparcir la verdad y hacer triunfar la virtud hemos de purificar a los hombres de prejuicios, elaborar reglas de acuerdo con el espíritu de los tiempos, tomar a nuestro cargo la educación de la juventud, unirnos con lazos indisolubles con los hombres más inteligentes, vencer con decisión, aunque también con prudencia, a la superstición, la desconfianza y la tontería, formar entre los hombres afectos a nosotros un núcleo de personas ligadas por la unidad de fin y que tengan el poder y la fuerza.

Para alcanzar este fin es preciso hacer más poderosa a la virtud; es preciso que el hombre honesto encuentre en el mundo la recompensa eterna de sus virtudes. Pero muchas instituciones políticas actuales son un obstáculo a estos grandes anhelos ... ¿Qué debemos hacer ante semejante estado de cosas? ¿Amparar revoluciones, cambiarlo todo, emplear la fuerza con la fuerza? No, estamos muy alejados de ello. Toda reforma realizada por la fuerza es censurable, pues no corregirá el mal, porque los hombres continuarán siendo lo que son y porque la razón no necesita la violencia.

Cuando todo estaba sumergido en las tinieblas, bastaba la sola predicación, la novedad de la verdad le confería una fuerza particular, pero ahora necesitamos medios de mayor eficacia: ahora es necesario que el hombre, guiado por sus propios sentimientos, encuentre en las virtudes su atractivo sensual. No es posible destruir las pasiones, es necesario tan sólo probar de encauzarlas hacia un fin noble. Por eso es preciso que todo el mundo pueda satisfacer sus pasiones dentro del límite de la virtud, y que nuestra Orden le proporcione los medios para ello.

Este discurso produjo, no solamente una fuerte impresión, sino hasta cierta emoción a la logia. Algunos hermanos, que veían en el discurso peligrosas tendencias hacia el iluminismo, lo acogieron con una frialdad que sorprendió a Pedro.

Al final de la sesión, el gran maestre, con hostilidad e ironia, hizo observar su ardor a Pedro y le dijo que no era su amor a la virtud lo que realmente le guiaba, sino que la clemencia de la discusión le transportaba. Pedro no contestó y preguntó secamente si su proposición era aceptada. Ante la respuesta negativa, Pedro, sin aguardar las formalidades del ritual, salió de la logia y marchó a su casa.

Capítulo VI

Setenta y dos horas habían transcurrido desde su discurso, y a partir de aquel momento, Pedro se sentía invadido por la tristeza. Una tristeza y una melancolía que había temido siempre, que continuaba temiendo.

A la sazón le llegó una carta de su mujer con el ruego de que la recibiese: le manifestó la su ardiente deseo de volver a verlo y de consagrarle para en adelante su existencia; le advertia, para terminar, de su próximo regreso a San Petersburgo, después de una estancia en el extranjero.

Poco después, uno de los hermanos a quien menos en estima tenía, forzó su puerta y, haciendo recaer la conversación sobre su vida conyugal, le dio a entender, en forma de consejo paterno, que el rigor de que daba muestras para con su mujer era injusto: negando el perdón a la que se arrepentía, contravenía una de las reglas primordiales de su Orden.

Al mismo tiempo, su suegra, la mujer del príncipe Basilio, le hizo conocer su deseo de que fuese a verla: le suplicaba que le concediese unos pocos instantes, porque tenía que hablar con él de un asunto importantísimo. Pedro se dio cuenta de que se conjuraba para reconciliarlo con su mujer, y su estado moral era tal, que no le preocupó la cosa en absoluto.

Sin contestar a su mujer ni a su suegra, se trasladó un atardecer a Moscú, con el fin de insultar a Ossip Alexeievitch. Días después anotaba en su diario:

San Petersburgo, 23 de noviembre.

Vuelvo a vivir con mi mujer. Mi suegra ha venido a mi casa llorando y me ha dicho que Elena estaba allí, que me rogaba que la escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la hacía sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabía que si consentía en recibirla no tendría fuerzas para negarme a lo que me pedía. En esta duda no sabía a quién dirigirme, a quién pedir consejo. Si mi amigo estuviese aquí, él me guiaría. Me he encerrado en casa, he recordado mis conversaciones con él, y de todo ello he sacado la conclusión de que no debía negarme a la demanda, que he de tender la mano caritativa a los demás y con mayor razón a una persona tan ligada a mí, y que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la perdono, que mi unión con ella tenga tan sólo un fin espiritual. Así lo he decidido y he escrito a Ossip Alexeievitch; mi mujer me ha pedido que olvide todo lo pasado, que le perdone sus faltas, y yo le he dicho que no tenía que perdonarle nada. Estaba contento de poderle decir esto, porque no sabe ella el esfuerzo que me ha costado volverla a ver. Me he quedado en la casa grande, en la habitación de arriba, y he experimentado el sentimiento venturoso de la renovación.

Capítulo VII

Nada había cambiado en aquellos años para Rostov. Sus asuntos no se habían normalizado, ni mucho menos, y continuaba su servicio en un oscuro regimiento, con muy poco dinero, y a pesar de sus propósitos en contra, la vida en Otradnoie era tal, y, sobre todo, Mitenka administraba tan bien, que las deudas aumentaban cada año. La única fuente de recursos que se le ofrecía al viejo conde era el servicio, y fue a San Petersburgo a solicitar un puesto y al mismo tiempo, como decía él, para divertir a sus hijas una vez más. Al cabo de un tiempo de la llegada de los Rostov a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera y le fue concedida.

En San Petersburgo, los Rostov eran hospitalarios igual que en Moscú, y en su comedor se reunían las personas más diversas: vecinos del campo, viejos propietarios sin fortuna con sus hijos, la señorita de honor Peronskaia, Pedro Bezukhov y el hijo del jefe de correos del distrito, que hacía el servicio en San Petersburgo. Entre los hombres, Boris, Pedro, a quien el conde había encontrado por la calle y lo había conducido a su casa, y Berg, que se pasaba los días enteros en casa de los Rostov y dedicaba a Vera las atención: que sólo es dable encontrar en un pretendiente, enseguida se hicieron asiduos a la casa.

En 1809 era capitán de la guardia, condecorado, y ocupaba un puesto particularmente ventajoso en San Petersburgo.

Cuatro años antes, en un teatro de Moscú, se había encontrado con un amigo alemán y Berg, mostrándole a Vera Rostov, le había dicho: Aquella será mi mujer. Y desde aquel momento decidió casarse con ella.

Ahora, en San Petersburgo, al comparar la situación de los Rostov con la suya, habia creído llegado el momento y había hecho la petición.

La proposición de Berg fue acogida de buenas a primeras con una sorpresa halagüeña para él. Encontraban algo extraño que el hijo oscuro de un gentilhombre livonio pidiese la mano de la condesa Rostov, pero la cualidad dominante del carácter de Berg era un egoísmo tan inocente y apacible, que los Rostov, a pesar suyo, pensaron que seguramente la cosa no estaría mal, ya que él mismo estaba tan convencido.

Dieron el consentimiento.

Pasada la primera impresión de extrañeza causada en la familia por la petición de Berg, tal como es costumbre en semejantes casos, se exteriorizó un estado de fiesta y alegría.

El conde era el que estaba más confuso. Es probable que no hubiese podido explicar la causa de su desazón, que provenía de sus preocupaciones financieras. Ignoraba absolutamente cuánto debía y lo que podía dar en dote a Vera.

Berg hacía ya un mes que estaba prometido; no faltaba más que una semana para la boda y el conde todavía no había decidido la cuestión de la dote ni había hablado de ella a su esposa. Entró aquel día en el despacho del conde y le preguntó sin rodeos cuál era la cantidad en que pensaba dotar a la condesa Vera. El conde quedó tan confuso ante esta pregunta, tanto tiempo esperada, que, sin reflexionar, contestó lo primero que le vino a la mente.

— Me gusta que te preocupes ... Me gusta ... Quedarás contento.

Y dándole a Berg unos golpecitos en la espalda, se levantó, deseoso de acabar la conversación. Pero Berg, sonriendo con amabilidad, declaró que no veía claro lo que darían a Vera y, por lo menos, quería conocer por adelantado la parte que se le destinaba; de otra forma, se vería obligado a retirarse.

— Porque, juzgue usted mismo, conde, si me permitiese casarme sin saber con qué he de mantener a mi mujer, me portaría verdaderamente mal ...

La conversación terminó tan pronto como el conde, para ser magnánimo y no tener que aguantar una nueva demanda, dijo que daría una orden de pago de ochenta mil rublos.

Berg sonrió amablemente, besó con respeto el hombro del conde y dijo que quedaba muy reconocido, pero que no podía emprender la nueva vida si no contaba con treinta mil rublos en efectivo.

— Por lo menos, déme veinte mil, conde —añadió—, y que la orden de pago sea solamente de sesenta mil.

— Sí, sí, está bien —replicó vivamente el conde—. Pero, permíteme amigo; te daré veinte mil y la orden de pago será de ochenta mil. Y ahora, dame un abrazo.

Capítulo VIII

Recordaba perfectamente que había contado con los dedos aquellos años, frente a Boris, al cual había besado. Doce, ahora eran dieciséis los que Natacha tenía en el correr del año 1809. Desde entonces, y también lo recordaba, no le había vuelto a ver ni una sola vez.

Ante Sonia y su madre, cuando hablaba de Boris decía con aplomo, como sí se tratase de una cosa decidida, que todo aquello eran chiquilladas de las que no había ni que hablar. Pero en el fondo de su alma se preguntaba si su compromiso con Boris era una broma o una palabra formal.

Desde que Boris, en 1805, se había marchado de Moscú para incorporarse, no había vuelto a ver a los Rostov. Había venido a Moscú muchas veces, había pasado no muy lejos de Otradnoie, pero no había ido a verles una sola vez.

Natacha pensaba a veces que él no quería verla, y sus suposiciones se confirmaban por el tono triste que tomaban los mayores para excusarse.

— Hoy en día la gente no se acuerda ya de los amigos —decía la condesa cuando se hablaba de Boris.

Ana Mikhailovna, que por aquellos tiempos no frecuentaba tanto a los Rostov, se mostraba particularmente digna, y cada vez hablaba con mayor entusiasmo y reconocimiento de las cualidades de su hijo y de su brillante carrera. Cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Boris fue a hacerles una visita.

Fue a su casa sin emoción ninguna. El recuerdo de Natacha era el recuerdo más poético de su vida, pero también esta vez se presentaba con la intención decidida de hacer sentir realmente a Natacha y a sus padres que sus relaciones infantiles con ella no podían constituir una obligación ni para uno ni para la otra. Tan pronto supo la llegada, ruborizada, Natacha se dirigió al salón casi corriendo, iluminada por una sonrisa algo más que tierna.

Boris recordaba aquella Natacha de falda corta, de ojos negros y brillantes, con una risa sonora e infantil, que él había conocido cuatro años atrás, y esta fue la razón por la cual cuando vio a Natacha tan cambiada, se quedó turbado y su rostro expresó una admiración entusiasta. Esta expresión halagó a Natacha.

— ¿Es que no conoces a tu traviesa amiguita? —dijo la condesa.

Boris besó la mano de Natacha y expresó su admiración por el cambio que había dado.

— ¡Qué bonita te has hecho!

Claro, replicaron los ojos sonrientes de Natacha.

— Y mi papaíto, ¿ha envejecido? —preguntó.

Natacha tomó asiento, sin mezclarse en la conversación de Boris y la condesa, y observó en silencio hasta los mínimos detalles de su prometido de infancia.

Boris sentía su tierna mirada obstinada, y de cuando en cuando la miraba. Después de la primera visita, Boris se dijo que Natacha tenía para él los mismos atractivos que antes, pero que no debía abandonarse a este sentimiento, porque casarse con ella sin dote sería estropear su carrera.

Capítulo IX

Igual que siempre, como había hecho día a día, aquella noche también, mientras la condesa rezaba en su dormitorio, la puerta crujió y Natacha entró a todo correr, se quitó las zapatillas mientras que la condesa permanecía de rodillas sobre la alfombra.

La condesa se volvió y frunció las cejas. Terminaba la oración: Si este lecho debiese ser mí tumba. Su recogimiento piadoso había quedado interrumpido. Natacha, sonrojada, animada al advertir a su madre en oración, se detuvo instantáneamente, se agachó sobre la punta de los pies, e involuntariamente mostró su lengua amenazándose a sí misma. Viendo que su madre continuaba rezando, de puntillas, a largos pasos silenciosos, corrió hacia la cama, se sacó las babuchas y de un salto se encaramó, se sumergió entre los almohadones, se volvió de cara a la pared y se instaló dentro la cama.

— Mamá, ¿se puede hablar? Sí —dijo Natacha—. Sólo una vez, sólo una y basta— y, abrazándola, la besó en el cuello.

En el trato con su madre, Natacha mostraba una rudeza exterior de maneras, pero era muy delicada y muy lista, y siempre que abrazaba a su madre, lo hacía con tal gracia que no le causaba el menor daño, ni la molestaba, ni la enojaba.

— ¡Bueno! ¿Qué hay de nuevo hoy? —dijo la madre recostándose sobre las almohadas y esperando, mientras Natacha, encogiéndose por dos veces, se estiraba a su lado, con las manos fuera de las sábanas y la actitud muy seria.

Aquellas visitas nocturnas que Natacha hacía a la condesa antes de que el conde volviese del círculo, eran uno de los mayores placeres de la madre y la hija.

— Bueno, ¿qué hay de nuevo? También yo tengo que hablarte.

Natacha tapó la boca de su madre con la mano.

— Es de Boris ... Ya lo sé —dijo seriamente—. Por eso he venido. No me digas nada, ya lo sé. No, no; dímelo. Dime, mamá, ¿verdad que es simpático?

— Natacha, tienes ya dieciséis años; a tu edad yo estaba ya casada. Dices que Boris es simpático. Es cierto, es agradable y le quiero como a un hijo; pero, ¿qué quieres? ¿Qué piensas? Le has vuelto los sesos.

Natacha escuchaba y pensaba.

- ¿Y qué más? —dijo.

— Le has hecho perder la cabeza, ¿por qué? ¿Qué le quieres? Ya sabes que no puedes con él.

— ¿Por qué? —preguntó Natacha sin cambiar de posición.

— Porque es joven, pobre, sin parientes ... ¡Porque tú misma no le quieres!

— ¿Cómo lo sabes?

— ¡Porque lo sé! ... Y eso no está bien, chiquilla.

— ¿Y si yo le quisiera? —preguntó Natacha.

— ¡Basta ya de tonterias!

— ¿Y si yo le quiero?

— Te digo que hablo seriamente.

Natacha no la dejó terminar.

— Dime, pues, mamá, ¿por qué callas? Habla —dijo mirando a su madre, que la contemplaba con mirada tierna y que parecía olvidarse de todo lo que quería decir.

- Eso no está bien, hija mía. No todo el mundo comprende vuestra amistad de infancia, y esta intimidad podría perjudicarte a los ojos de ciertas personas que vienen por casa. Sobre todo cuando todo eso no conduce a nada. Quizá habría encontrado ya un buen partido y ahora pierde la cabeza, se vuelve loco ...

— ¿Se vuelve loco? —repitió Natacha.

— Yo te diré lo que me pasó a mí misma ... Yo tenía un primo.

— Ya lo sé, Cirilo Matveevitch. ¡Pero si es un viejo!

— Pues no siempre lo fue. Pero ya verás; no conviene que venga tan a menudo ...

— ¿Y por qué, si él quiere venir?

— Porque yo sé que de todo esto no va a resultar nada.

— ¿Y cómo lo sabes? No, mamá, no le digas nada. En conjunto todo son tonterías -dijo Natacha con el tono de la persona a quien alguien quiere quitarle a la persona amada-. ¡Vaya! No me casaré con él, pero que venga ... A él y a mí nos gusta mucho. -Natacha miraba a su madre sonriendo—. Casarse, no; pero eso, sí —repitió.

— ¿Qué quieres decir con eso, sí?

— Pues así ... Bah, no es absolutamente necesario casarse, pero eso sí.

— Eso sí, eso sí —repitió la condesa, sacudiendo el cuerpo y echándose a reír con su risa grasa y bonachona.

— ¡No te rías, basta, basta! —gritó Natacha—. Sacudes toda la cama. Eres mi propio retrato ... Basta, aguarda ...

Cogió las manos de la condesa, le besó el dedo meñique de una mano —junio — y continuó besando la otra mano —julio, agosto ...

— Mamá, ¿está muy enamorado? ¿Qué te parece? ¿Lo estaban tanto de ti? ¡Es encantador, encantador! ... Pero no acaba de gustarme. Es estrecho como el reloj del comedor. ¡No me entiendes? Estrecho quiere decir gris claro ...

— ¿Qué locuras estás diciendo? —exclamó la condesa.

Natacha prosiguió:

— ¿No me comprendes? Nikolenka sí me comprendería ... Bezukhov es azul, azul oscuro mezclado de encarnado, y es macizo ...

— ¿También coqueteas con él? —preguntó riendo la condesa.

— No ... He sabido que es masón. Está bien, azul oscuro mezclado con un poco de encarnado; no sé cómo explicarme ...

— ¡Condesa! ¿No duermes todavía? —preguntó la voz del conde desde el otro lado de la puerta.

Natacha saltó de la cama con los pies descalzos, cogió las babuchas y huyó hacia su habitación. Tardó mucho en dormirse.

Al día siguiente, la condesa invitó a Boris a charlar un rato con ella, y después de esta conversación cesó de frecuentar la casa de los Rostov.

Capítulo X

El baile se celebró en casa de un gran señor, de los tiempos de Catalina, y se esperaba al emperador y al cuerpo diplomático. Era el treinta y uno de diciembre, víspera del año nuevo de 1810.

La casa del prócer, muy conocida, situada en el muelle inglés, resplandecía de miles de luces. Cerca del arco de entrada, adamascado de rojo y brillantemente iluminado, montaban la guardia policías y gendarmes. El jefe de la policía en persona estaba en el portal con una docena de oficiales. Los coches llegaban uno tras otro con lacayos con librea roja o morada y plumas en los sombreros. Hombres de uniforme, con condecoraciones y cintas, salían de los carruajes. Las damas, vestidas de raso y armiño, pisaban deliciosamente los estribos, y silenciosas y apresuradas pasaban por la alfombra del portal.

A cada carruaje que llegaba, alzábase entre la multitud un rumor y los hombres se descubrían ...

— ¿El emperador? ... No ... El ministro ..., el gran duque, el embajador. ¿No ves las plumas? ... —decían entre la gente.

Junto con los Rostov, asistía al baile María Ignatievna Peronskaia, flaca y amarillenta dama de la antigua corte, que, como amiga y pariente de la condesa, introducía y guiaba a los provincianos Rostov en la alta sociedad petersburguesa.

Los Rostov debían pasar a recogerla hacia las diez cerca del jardín de Táurida, y a las diez y cinco minutos las muchachas todavía no estaban vestidas.

Era la primera vez que Natacha concurría a un gran baile y había pasado el día en la agitación nerviosa de los preparativos.

Continuaba sentada ante el espejo, con un peinador sobre sus delgados hombros. Sonia, ya del todo vestida, estaba en medio de la habitación, ciñéndose hasta hacerse daño y ajustándose el último lazo, que crujía al paso de la aguja.

— ¡No es eso! ¡No es eso, Sonia! —dijo Natacha volviendo la cabeza, recogiéndose los cabellos que la camarera no tuvo tiempo de soltar—. El lazo no está bien, ven aqui, Sonia se le acercó y se sentó. Natacha le ajustó el lazo de otra manera.

— Señorita, permitidme, así no puedo hacer nada! —dijo la doncella, que tenía cogidos los cabellos de Natacha.

— ¡Ah, Dios mío, espera! ¿Ves, Sonia? ... Así ...

— ¿Todavía no estáis? —preguntó la condesa—. Van a dar las diez.

— Enseguida, enseguida. ¿Y tú, mamá, ya estás lista?

— Sólo falta ponerme la toca.

— No te la pongas sin mí. Tú no podrías.

— ¡Pero sí son ya las diez! ...

Debían de estar en el baile a las diez y media. Natacha todavía tenía que acabar de vestirse y acudir al jardín de Táurida.

Cuando estuvo peinada y vestida con sus enaguas cortas debajo del camisón de su madre y luciendo sus zapatos de baile, sonrió al ver a Sonia y la inspeccionó.

A las diez y cuarto se metieron en el coche y marcharon. Pero todavía tenían que dar la vuelta por el jardín de Táurida.

La señorita Peronskaia elogió los vestidos de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la Peronskaia, y con todas las precauciones por los peinados y las ropas, a las once se instalaron en el carruaje y partieron.

Capítulo XI

En toda la mañana, Natacha no había dejado de pensar en lo que vería. Ahora, al sentir su rostro el aire frío, en el interior del carruaje, se le representaban en su mente los salones, la música, las flores, la danza, y el emperador, en aquella fiesta a la que asistía.

Lo que la esperaba era tan bello, que no podía llegar a creerlo, de tan poco como se avenía con la impresión de frío, de empequeñecimiento, de oscuridad que daba el coche. Solamente comprendió todo lo que la aguardaba cuando, al pisar la alfombra roja de la entrada, atravesó el vestíbulo, se quitó el abrigo, y al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las flores, la escalinata iluminada. Los espejos de la escalinata reflejaban las damas con vestidos blancos, azules, rosas, con diamantes y perlas en los brazos y los cuellos desnudos.

Natacha ojeó, afanosa, los espejos y no pudo distinguirse de las demás. Todo se confundía en una brillante procesión.

El señor de la casa seguía con la mirada a Natacha y preguntó al conde cuál era su hija.

— Encantadora —dijo besándole la punta de los dedos.

En el salón de baile los invitados se apretujaban cerca de la puerta de entrada en espera del emperador. Natacha comprendía y oía que algunas voces hablaban de ella y que la miraban. Comprendía que agradaba a los que la observaban, y este detalle la tranquilizó un poco.

La señorita Peronskaia designaba a la condesa las personas más importantes del baile:

— Aquel es el embajador de Holanda, ¿lo ve, usted?, caballero de pelo grisáceo ...

Y designó a u n viejo enclenque de cabellera plateada, rizada, y rodeado de damas a las que hacía reír.

— Mire usted, la reina de San Petersburgo, la condesa Bezukhov —dijo luego, mostrando a Elena, que entraba.

— ¡Qué bella es! No tiene nada que envidiarle a María Antonovna. Mirad, los jóvenes y los viejos no se apartan de su lado. Es bella y espiritual ... Dicen que el gran duque está locamente enamorado de ella. ¿Y ve usted aquellas dos? Aunque no sean tan hermosas, son más cortejadas todavía —y señalaba a una dama con su hija, fea, que atravesaban la sala.

— Es una millonada —dijo la señorita Peronskaia—. Mire usted cuántos pretendientes.

— Aquí tiene usted al hermano de la condesa Bezukhov, Anatolio Kuraguin.

Y le mostró un arrogante caballero de la guardia que pasaba ante ellas, mirando por sobre la cabeza de las dos señoras.

— Es buen mozo, ¿verdad? Le casan con aquella millonaria. Vuestro primo Dubretzkoy también la corteja ... Se habla de millones. Sí, sí, es el mismo, el embajador francés —añadió, contestando a la condesa, que, señalando a Caulaincourt, le preguntaba quién era. Mirad parece un emperador. A pesar de todo, los franceses son muy agradables, muy agradables. No hay nadie como ellos para estar en sociedad ... ¡Ah, es ella! ¡No, vaya, no hay que decirlo, es la más guapa de todas, nuestra María Antonovna! ¡Con qué sencillez va vestida! Y en cuanto a aquel gordo de los lentes —acabó diciendo la señorita Peronskaia, designando a Bezukhov—, ponedle junto a su mujer. ¡Qué hombre más grotesco!

Pedro discurría por entre la multitud saludando a diestro y siniestro como si circulase entre la muchedumbre de los mercados. Parecía estar buscando a alguien.

Natacha descubrió con satisfacción el rostro conocido de Pedro, aquel hombre grotesco, como le decía la señorita Peronskaia.

Antes de llegar donde estaban, Pedro se detuvo con un invitado moreno, no muy alto, de facciones muy agradables, que ostentaba un uniforme blanco y estaba apoyado en una ventana hablando con un señor condecorado con cruces y pasadores. Natacha reconoció enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonsky, el cual le pareció mu y rejuvenecido, alegre y mejorado.

— Otro conocido, Bolkonsky. ¿Lo ves, mamá? —dijo Natacha, señalando al príncipe Andrés—. ¿Recuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.

— ¿También le conoce usted? —preguntó la señorita Peronskaia—. ¡Le detesto! Ahora hace hablar mucho de él. ¡Un orgulloso insoportable! Es como su padre. Ahora está muy ligado con Speransky; escriben no sé qué proyectos. ¡Mire usted cómo habla con las señoras! Ellas le hablan y él les vuelve la cara. ¡Ya le arreglaría yo si me lo hiciese a mi!

Capítulo XII

El emperador había entrado; la dueña de la casa iba detrás de él, la multitud de invitados retrocedía y avanzaba a su paso, a los sones de la música que ahora tocaba en su honor. El emperador avanzaba saludando rápidamente a derecha e izquierda, como si quisiese deshacerse cuanto antes de este primer momento del ceremonial. La música interpretaba una polonesa, muy en boga entonces:Alejandro, Elisabeth, nos cautivan, etc.

El emperador entró en el salón. La multitud se apretujaba en las puertas y algunas personas con cara de circunstancias iban y venían rápidamente. De nuevo la multitud se apartó hacia las puertas del salón en que el soberano hablaba con una señora de la casa. Una joven, de aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les rogaba que se echasen un poco más hacia atrás.

Todo el mundo se apartaba, y el emperador, sonriente, dio la mano a la señora de la casa y, marchando fuera de compás, atravesó la puerta del salón.

Detrás seguía el dueño de la casa con la señora María Antonovna Naryschkin; luego los embajadores, los ministros, los generales, que la señorita Peronskaia iba nombrando sin interrupción.

La polonesa, que hacía rato que se oía, comenzaba a resonar tristemente, como un recuerdo, al oído de Natacha. Tenía ganas de llorar. La señorita Peronskaia se alejó del grupo. El conde estaba al otro extremo de la sala. La condesa, Sonia y ella estaban solas como en un bosque, ni interesantes, ni útiles a nadie entre aquella multitu d extraña. El príncipe Andrés pasó ante ellas con una dama. Evidentemente, no las reconocía. El galante Anatolio, sonriente, hablaba a la dama que acompañaba dándole el brazo, y miró a Natacha de la misma manera que se mira una pared.

Boris, por dos veces pasó ante ellas y cada vez se volvió. Berg y su mujer, que no bailaban, se les acercaron. Aquella reunión de familia allá en el baile, como si no existiese otro sitio para una conversación doméstica, chocó a Natacha. No oía ni miraba a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Finalmente, el emperador se detuvo cerca de la última pareja. La música calló. El ayudante de campo, con aire preocupado, corrió hacia donde estaban los Rostov y les rogó que se hiciesen hacia atrás, a pesar de que estaban ya rozando la pared. La orquesta entonó un vals de ritmo lento y enardecedor.

El emperador, con una sonrisa, miró la sala. Transcurrió un momento y nadie se movió. El ayudante de campo se dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar. Natacha les miraba; estaba a punto de llorar por no poder bailar aquella primera vuelta del vals.

El príncipe Andrés, con su uniforme blanco de coronel de caballería, con medías de seda y zapatos bajos, animado y alegre, estaba en primera fila del círculo, cerca de los Rostov. Pero no escuchaba lo que Virchow le decía y miraba ora al emperador, ora a los caballeros que se disponían a bailar, y no se decidía a entrar en el círculo.

El príncipe Andrés observaba aquellos bailadores y bailadoras que el emperador intimidaba y que se morían de ganas de ser invitados. Pedro se acercó al príncipe Andrés y le cogió la mano.

— ¿Todavía no bailas? Aquí tengo una protegida mía, la pequeña de los Rostov; invítala, si te place —dijo.

— ¿Dónde está? —preguntó Bolkonsky—. Perdone —dijo al barón—, ya acabaremos esta conversación en otro lugar. Estamos en el baile y hay que bailar.

Avanzó en la dirección que Pedro le indicaba. La cara desesperada, palpitante de Natacha saltó a los ojos del príncipe Andrés. Adivinó lo que pensaba y comprendió que aquel era su primer gran baile. Recordó la conversación de la ventana y con la expresión irás alegre se acercó a la condesa Rostov.

— Permítame que le presente a mí hija —dijo la condesa ruborizándose.

— Ya tuve el gusto de serle presentado, si lo recuerda usted, condesa —dijo el príncipe Andrés con una sonrisa cortés y profunda que estaba totalmente en contradicción con lo que había dicho la señorita Peronskaia, respecto a la grosería del príncipe.

Luego se acercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de haberla invitado a bailar. Le propuso una vuelta de vals.

El príncipe Andrés era uno de los más diestros bailarines de su tiempo. Natacha bailaba admirablemente; hubiérase dicho que sus pies calzados de gala no tocaban al suelo; y la cara le resplandecía de entusiasmo y felicidad.

Al príncipe Andrés le gustaba el baile, y bailando olvidaba enseguida las conversaciones políticas e intelectuales con las que todo el mundo le emprendía.

Capítulo XIII

Natacha, contenta, feliz, trasladaba a Sonia a sus excesivos solicitantes. Primero bailó con el príncipe Andrés, al que siguió un ayudante de campo, y luego casi todos los jóvenes del salón. Bailó toda la noche sin parar. No advirtió que el emperador hablaba durante mucho rato con el embajador francés, que conversaba con tal o cual dama con una atención particular, que el príncipe tal hacía o decía tal cosa, que Elena tenía gran éxito y que tal persona la honraba con una atención especial. No veía ni al emperador. No se dio cuenta de que había salido sino porque el baile se animó todavía más. El príncipe Andrés bailó con Natacha un cotillón muy alegre que precedió a la cena.

El príncipe le recordó cómo se encontraron por primera vez en el sendero de Otradnoie, cuánto le había costado dormirse aquella noche de luna, y cómo, sin querer, la habia oído. Este recuerdo ruborizó a Natacha, que intentó justificarse, como si hubiese algo de malo en aquel estado en que el príncipe Andrés la había sorprendido involuntariamente.

Cuando Natacha era invitada a bailar y se alzaba alegre y daba vueltas por la sala, el príncipe Andrés admiraba ante todo su gracia ingenua. A medio cotillón, Natacha, al terminar una figura, volvió a su sitio, presa todavía de gran agitación.

Otro bailador la volvió a invitar. Estaba cansada y visiblemente quería rehusar, pero de repente puso alegremente la mano sobre la espalda de su pareja y sonrió al príncipe Andrés.

- Estaría muy contenta de descansar y quedarme con usted; estoy fatigada, pero, ya ve usted, vienen a buscarme y soy feliz; estoy satisfecha y os quiero a todos, y usted y yo lo comprendemos. Y su sonrisa decía todavía muchas más cosas.

Al terminar el cotillón, el viejo conde se acercó a los bailadores. Invitó al príncipe Andrés a hacerle una visita y preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no contestó sólo tuvo una sonrisa, que parecía que regañando dijese:

¿Cómo es posible que lo dudes?

— ¡Estoy contenta como jamás lo había estado en mi vida! —dijo.

En aquel baile, Pedro se sintió por primera vez herido por la situación que ocupaba su mujer en las altas esferas. Estaba abatido. Una larga arruga le surcaba la frente, y de pie, cerca de una ventana, miraba a través de los lentes sin ver a nadie.

Natacha pasó ante él para ir a cenar. La cara sombría y desventurada de Pedro la impresionó. Se detuvo ante él; habría querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.

— Es hermoso, conde; ¿no cree usted? —dijo.

Pedro sonrió, distraído; era seguro que no comprendía en absoluto lo que le decían.

— ¡Sí; estoy muy contento! —murmuró.

¿Cómo puede sentirse descontento un hombre tan bueno como Bezukhov?, pensó Natacha. A sus ojos, todos los que estaban allí eran buenos, gentiles, amables, se amaban los unos a los otros.

Capítulo XIV

Al día siguiente, el príncipe recordó el baile de la noche anterior, pero sus pensamientos no le absorbieron mucho tiempo. Sí, el baile fue verdaderamente brillante ... Aquella pequeña Rostov es un encanto; tiene una gracia, un algo de petersburgués, que la distingue.

Esto es todo lo que pensó del baile, y después de tomar el té se puso a trabajar. Pero, fuese fatiga o insomnio —hacia mal día para trabajar y el príncipe Andrés no podía hacer nada—, se pasó el rato criticando su trabajo, lo cual le sucedía a menudo, y tuvo una alegría cuando le fue anunciada una visita.

El visitante era Bitsky miembro de muchas comisiones, que frecuentaba todos los salones de San Petersburgo. Era un apasionado admirador de las nueva ideas y de Speransky y, además, un atareado propagador de noticias por la ciudad.

Llegó a la casa del príncipe con aire preocupado y enseguida comenzó a hablar.

Con entusiasmo y sin perder tiempo, narró los detalles de la sesión del Consejo del Imperio celebrada por la mañana bajo la presidencia del emperador.

— El emperador ha dicho claramente que el Consejo y el Senado son dos órdenes del Estado. Ha dicho también que el Gobierno debe tener por base no los abusos sino principios firmes, y que las finanzas deben ser reforzadas —explicó Bitsky, acentuando ciertas palabras y abriendo mucho los ojos—. Sí; el acontecimiento de hoy marca una era; la era más importante de nuestra historia.

El príncipe Andrés escuchaba el relato de la sesión de apertura del Consejo del Imperio, que con tanta importancia había esperado, y a la cual había atribuido tanta importancia, y se sorprendía de que, precisamente ahora, cuando este hecho se realizaba, no solamente no le produjera emoción alguna, sino que incluso le pareciera insignificante.

A la hora fijada para la comida, el príncipe Andrés entró en el pequeño hotel que Speransky tenía cerca del jardín de Táurida. En el comedor, que se distinguía por una meticulosa pulcritud que recordaba la de los conventos, el príncipe Andrés, que llegaba con algún retraso a las cinco, encontró reunidos a los amigos íntimos de Speransky. No había allí señoras a excepción de la hija de la casa, de rostro alargado, muy parecido al de su padre, y su institutriz. Los invitados eran Gervais, Magnitsky y Stolipin.

En la antecámara, el príncipe Andrés oyó murmullo de voces y una carcajada clara, sonora.

Entró en el comedor. Todos los invitados estaban reunidos en dos ventanas cercanas a la mesa auxiliar, cargada de entremeses. Speransky, en frac gris, con una condecoración, chaleco blanco —el mismo que llevaba seguramente en aquella primera sesión del Consejo—, la cara alegre, estaba de pie cerca de la mesa. Los invitados le rodeaban.

Magnitsky, dirigiéndose a Miguel Mikhailovitch, contaba una anécdota. Speransky le escuchaba y reía por adelantado de lo que diría. Cuando entró el príncipe Andrés, las palabras de Magnitsky eran de nuevo ahogadas por las risas.

Speransky, sin dejar de reír, tendió su mano blanca y suave a Bolkonsky.

— ¡Encantado de verle, príncipe! —le dijo.

— Un momento ... —objetó a Magnitsky, interrumpiéndolo. Hoy ofrezco una comida íntima a unos amigos; así es que, ni palabra de negocios. El príncipe Andrés escuchaba la risa de Speransky con la sorpresa y la tristeza de la decepción, y le miraba.

Evidentemente, después del trabajo, a Speransky le gustaba divertirse y pasar el rato con unos cuantos amigos, y todos los invitados, comprendiendo su deseo, procuraban distraerle y divertirse. Pero aquel torneo parecía pesado y aburría al príncipe Andrés. El sonido estridente de la voz de Speransky le hería desagradablemente, y su incesante risa le molesaba por su tono de falsete. El principe Andrés no reía y temía ser un estorbo en la reunión.

Pero nadie notó la disonancia de su humor. Todo el mundo parecía muy alegre.

Después de comer, la hija de Speransky y la institutriz se levantaron. Speransky acarició a su hija y la besó. Al príncipe Andrés este gesto le pareció artificial.

Antes de levantarse de la mesa, Speransky tapó la botella de vino y dijo: En nuestros días el buen vino va muy escaso. Luego la dio al criado y se puso en pie. Todos se levantaron y hablando ruidosamente pasaron al salón. Un criado dio a Speransky dos despachos llegados por el correo. Los cogió y pasó a su gabinete. Tan pronto hubo salido decayó la alegría general y los visitantes, mucho más sosegados, se pusieron a hablar a media voz.

— ¡Bueno, ahora la declamación! —dijo Speransky, saliendo del despacho—. Es un artista —exclamó, dirigiéndose al príncipe Andrés.

Inmediatamente Magnitsky adoptó una actitud, y se puso a declamar unos versos humorísticos franceses que había escrito sobre ciertos personajes de San Petersburgo. Fue interrumpido repetidas veces por los aplausos del auditorio.

Al terminar la declamación, el príncipe Andrés se acercó a Speransky para despedirse.

— ¿A dónde va usted tan temprano? —le preguntó.

— Me comprometí a asistir a una velada ...

Hubo un silencio. El príncipe miró desde muy cerca aquellos ojos vidriosos que no se dejaban penetrar y se encontró ridículo por haber esperado nada de Speransky y de toda su actividad. Se preguntó cómo era posible que le hubiese dado importancia alguna. Aquella risa mesurada, falsa, no cesaba de resonar en sus oídos mucho rato después de haber salido de la casa de Speransky.

Capítulo XV

Al día siguiente del baile, el príncipe Andrés fue de visita a casa de algunas personas con las que le unían diversos lazos, y luego se encaminó a casa de los Rostov, con los cuales había reanudado sus relaciones.

Además de cumplir una regla de cortesía que le obligaba a visitarles, quería ver en el marco de su casa a aquella chiquilla original, animada, que le había dejado un recuerdo tan agradable.

Natacha fue de los primeros en salir a recibirle. Llevaba un vestido azul que para el gusto del príncipe Andrés le sentaba todavía mucho mejor que aquel del baile. Ella y toda la familia recibieron al príncipe Andrés como a un amigo antiguo, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a la que en otra ocasión el príncipe Andrés había juzgado tan severamente, ahora le parecía formada por buena gente, muy sencilla y amable.

El príncipe Andrés sentía en Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente extraño para él, colmado de ignoradas alegrías, de aquel mundo extraño que ya le había excitado en el sendero de Otradnoie y en la ventana en aquella noche de luna. Ahora en este mundo no encontraba ya nada desconocido.

Después de la cena, Natacha, porque el príncipe Andrés se lo había pedido, fue al piano y se puso a cantar.

El príncipe Andrés se marchó muy tarde de casa de los Rostov. Se acostó maquinalmente, pero pronto advirtió que estaba desvelado. Encendió la bujía y se sentó en la cama; volvió a acostarse y no le molestó encontrarse, despierto.

Capítulo XVI

Exactamente lo mismo que las llevaba el emperador Alejandro: patillas relucientes, llenas de pomada y empolvadas, se presentó aquella mañana en casa de Pedro el coronel Adolfo de Berg, al que conocía, como a casi todo Moscú.

— Hace un momento estaba en casa de la condesa, su esposa, y he tenido la desgracia de ver rehusada mi demanda. Espero que con usted seré más afortunado —dijo sonriendo.

— ¿Qué desea usted, coronel?

— Le participo, conde, que estoy definitivamente instalado en el nuevo domicilio -dijo convencido de que una noticia así debía de ser necesariamente agradable—, y desearia dar una pequeña fiesta, una velada para mis amistades y las de mi esposa. Me he permitido solicitar de la condesa y de usted mismo que quieran ustedes hacerme el honor de venir a mi casa a tomar una taza de té y a cenar.

Sólo la condesa Elena Vasílievna, juzgando la sociedad de Berg indigna de ella, podía tener corazón para rehusarla. Berg explicó claramente por qué razón deseaba reunir en su casa una sociedad reducida, aunque selecta, y por qué esto le agradaría, y por qué le dolía el dinero disipado en el juego y otras cosas por el estilo, pero que, en cambio, por la buena compañía estaba dispuesto a hacer todos los sacrificios. Pedro no podía rehusar la invitación y, en efecto, prometió su asistencia.

— Algo temprano, conde. ¿Qué le parece a las ocho menos cuarto? Haremos una partida. Tendremos con nosotros al general, que me distingue mucho. Cenaremos, conde. ¿De acuerdo?

Contra su costumbre de llegar tarde a todas partes, Pedro, aquella noche, en lugar de a las ocho menos cuarto, llegó cinco minutos antes a la casa de Berg.

Berg y su mujer estaban sentados en el despacho nuevo, ordenado, claro, decorado con figuras, cuadros y muebles nuevos. Berg, de uniforme, estaba sentado cerca de su mujer y le explicaba que era necesario tener por amigos a gente superior, porque sólo así da gusto tener amistades.

— Siempre puede uno aprender algo, preguntar ... Mira, fíjate tú cómo he vivido desde el primer grado —Berg no contaba su vida por años, sino por ascensos—. Mis compañeros todavía no son nada y yo estoy en situación de mandar un regimiento; tengo la suerte de ser tu marido. —Se levantó, besó la mano de Vera, y de paso arregló la alfombra que se habia arrugado—. ¿Cómo me las he arreglado para obtener todo esto? Principalmente por mi tacto en escoger las amistades. Aunque hay que reconocer que además hay que ser honesto y puntual.

Berg sonrió con la convicción de la superioridad sobre una débil mujer y calló pensando que su gentil esposa era una mujer de talento y que, no obstante, no podía comprender lo que constituye la superioridad de un hombre, ein Mann zu sein.

Berg se levantó y, abrazando prudentemente a su mujer para no arrugarle los encajes que él había pagado muy caros, la besó en los labios.

- Una cosa tan sólo deseo: que los hijos no vengan demasiado pronto —dijo por una inconsciente asociación de ideas.

— Sí —replicó Vera—. Yo tampoco lo deseo. Hay que vivir para el mundo.

— La princesa Yusupov llevaba una exactamente igual —dijo Berg indicando con una sonrisa bondadosa y satisfecha el cuello de encajes de Vera.

En aquel momento fue anunciado el conde Bezukhov. El matrimonio cambió una sonrisa de satisfacción, y cada uno se atribuyó el honor de aquella visita.

— Solamente, hazme un favor, te lo ruego —dijo Vera—; cuando hable con los invitados, no me interrumpas, pues sé muy bien lo que hay que hacer y de qué hay que hablarle a cada uno.

Berg volvió a sonreír, y replicó:

— No siempre; para los hombres es conveniente, a veces, una conversación masculina.

Pedro fue recibido en la sala nueva, donde era imposible sentarse en parte alguna sin estropear la simetría y el orden.

Pedro estropeó la simetría al coger una silla, y enseguida Berg y Vera dieron por comenzada la velada, interrumpiéndose mutuamente para ocuparse del invitado.

Vera, que se había metido en la cabeza que a Pedro había que hablarle de la embajada francesa, inició la conversación. Berg, que había pensado que era necesario una conversación masculina, interrumpió a su mujer y planteó la cuestión de la guerra en Austria, involuntariamente pasó a consideraciones personales.

Al poco rato llegó Boris, el antiguo compañero de Berg. Mantenía un cierto aire de superioridad respecto de Vera y de Berg. Después de Boris llegó una dama con un coronel tras ella, el general en persona; enseguida, Rostov; y la velada fue indiscutiblemente igual a las demás. Berg y Vera no podían disimular una sonrisa dichosa al ver aquel movimiento en el salón, aquel murmullo de conversaciones simultáneas, aquel crujir de faldas, aquellos saludos ...

Capítulo XVII

Pedro estaba sentado junto a Natacha. No decía nada pero se sentía admirado del cambio operado en la muchacha. Reflexionaba mientras que, como invitado de honor, esperaba jugar al bostón con el conde, el general y el coronel.

Natacha mostrábase taciturna, y no solamente no estaba tan hermosa como en el baile sino que incluso hubiera parecido fea si no hubiese sido por aquella actitud dulce e indiferente a todo. ¿Qué le pasa?, pensó Pedro mirándola. Natacha se sentó a la mesa del té, al lado de su hermana, y sin apresurarse contestó algo a Boris que estaba sentado cerca de ella. Pedro, que jugaba a la vuelta y con gran contento de su compañero hacía cinco bazas; oyó el ruido de los pasos de alguien que entraba en la sala, y rumor de saludos, y miro recogiendo las cartas: ¿Qué ha pasado?, se dijo cada vez más sorprendido.

El principe Andrés estaba ante Natacha con una expresión entemecida y le decía algo. Ella avanzaba la cabeza, tenía las mejillas encendidas, se esforzaba en contener la respiración y le miraba. El vivo resplandor del fuego interior, extinguido desde hacía algún tiempo, volvío a iluminarla. Toda ella se transformaba. De fea volvía a ser tan hermosa como en el baile.

El príncipe Andrés se acercó a Pedro, que observó una expresión de renovada juventud en el rostro de su amigo.

— ¿Qué le parece a usted? —decía Vera con una fina sonrisa—. Usted, príncipe, que es tan penetrante y con una ojeada comprende el carácter de las personas, ¿qué opinión le merece Natacha? ¿Puede ser constante en sus afectos, puede, como otras mujeres —Vera lo decía por ella—, amar a un hombre y serle fiel, lo cual creo yo es el verdadero amor. ¿Qué piensa usted de ello, principe?

— Conozco muy poco a su hermana para contestar a una pregunta tan delicada —replicó el príncipe Andrés con una sonrisa solapada, con la cual quería disimular su malestar—. Por mi parte, creo que cuanto menos gusta la mujer, más fiel es.

Y miró a Pedro, que en aquel momento se les acercaba.

— Sí, es verdad, príncipe —prosiguió Vera, de la manera como en general les gusta hacerlo a las gentes limitadas que suponen haber encontrado y conocer a fondo las partícularidades de nuestra época y que las cualidades de la gente cambian con el tiempo—, hoy en día las muchachas tienen tanta libertad que el placer de ser cortejadas a menudo les ahoga el verdadero sentimiento. Y Natacha, hay que confesarlo, es muy sensible.

Esta nueva alusión a Natacha hizo fruncir de nuevo las cejas al príncipe Andrés. Quízo levantarse, pero Vera prosiguió con una sonrisa más fina todavía:

- Yo creo que nadie ha sido más cortejada que ella, pero hasta ahora nadie la ha interesado seriamente. Ya sabe usted, conde —dijo a Pedro—, que incluso nuestro simpático primo estaba, entre nosotros ya podemos decirlo, muy entusiasmado ...

El príncipe Andrés compuso una cara hosca y callada.

- ¿Es usted amigo de Boris? —le dijo Vera.

— Sí, le conozco ...

— ¿Acaso le ha hablado de su amor por Natacha?

— ¡Ah! ¿Existía un amor de infancia? —preguntó súbitamente el príncipe Andrés, poniéndose colorado.

— Sí, ya sabe usted lo que pasa, son primos y esta intimidad conduce a veces al amor; primos, peligrosos vecinos, dice el adagio; ¿no es cierto?

— ¡Oh, claro! —exclamó el príncipe Andrés. Y súbitamente, con una animación desacostumbrada, comenzó a bromear con Pedro sobre este tema, diciéndole cuánto cuidado debería tener con su prima cincuentenaria de Moscú, cuando en mitad de esta conversación divertida se levantó y, cogiendo a Pedro del brazo, se lo llevó aparte.

— ¿Qué hay? —preguntó sorprendido, al ver la rara animación de su amigo y la mirada que al ponerse en pie había dirigido a Natacha.

- Necesito ... tengo que hablar contigo —dijo el príncipe—. Yo ... en fin ... ya te lo diré luego.

El principe Andrés se acercó después a Natacha con un extraño fulgor en los ojos y se sentó a su lado. Pedro vio que el príncipe Andrés le preguntaba algo y que ella contestaba y enrojecía.

En aquel momento, Berg se acercó a Pedro y le rogó insistentemente que interviniese en la discusión entre el general y el coronel sobre los asuntos de España.

Capítulo XVIII

Al dia siguiente, el príncipe Andrés, invitado por el conde Elias, se personó en la casa de los Rostov, donde pasó todo el día. Todos sabían cuál era su interés, y el príncipe, poco amigo del disimulo, tampoco ocultaba lo que sentía por Natacha.

No solamente en el alma de Natacha, espantada, pero feliz, entusiasmada, sino en toda la casa, se sentía el temor de algo importante que debía realizarse. La condesa, con los ojos tristes, pensativos y severos, miraba al príncipe Andrés mientras hablaba con Natacha, y tímidamente, por disimular, comenzaba una conversación cada vez que él se volvía hacia ella. Sonia tenía miedo de dejar a Natacha y temía estorbar cuando se hallaba entre los dos. Natacha empalidecía de miedo, tímida, cuando por un momento se quedaba sola con él. El príncipe se sorprendía de su timidez. Comprendía que tenía que decirle algo; pero no sabía decidirse a hacerlo.

Cuando por la noche el príncipe se marchó, la condesa comprendió a Natacha y le preguntó en voz baja:

—¿Y qué?

— Mamá, por Dios, ahora no me preguntes nada. No debemos hablar de eso.

Pero, por la noche, Natacha, emocionada, atemorizada y con la mirada inmóvil, estuvo largo rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba las atenciones de que él la había hecho objeto, como le decía que tenía el proyecto de marcharse al extranjero, o le preguntaba dónde pasaría ella el verano, o le hablaba inopinadamente de Boris.

— Pero nunca sentí nada semejante —dijo Natacha—. Ante él me siento extraña, tengo miedo. ¿Qué quiere decir eso? Eh, mamá, ¿es que duermes?

— No, hija mía. También yo tengo miedo —repuso la condesa—. Anda, vete a dormir.

— Lo mismo da ... Tampoco dormiría. ¡Qué tontería es el dormir! ¡Mamá, nunca, nunca había sentido una cosa semejante! —repitió, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que se descubría—. ¡Quién me lo iba a decir! ...

A Natacha le parecía que se había enamorado del príncipe Andrés desde que le vio en Otradnoie.

— ¿Qué te ha dicho? ¿Qué son aquellos versos, eh ...? —dijo pensativa la madre, refiriéndose a unas poesías que el príncipe Andrés había escrito en el álbum de Natacha.

— Mamá, ¿verdad que no es ningún mal el que sea viudo?

— Basta, Natacha. Reza. Los casamientos se hacen en el cielo.

— ¡Pero, madrecita mía, si supieses cómo le amo, qué contenta estoy! —exclamó Natacha llorando de emoción y felicidad, y abrazando a su madre.

A aquella hora, el príncipe Andrés estaba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y de la intención que tenía de casarse con ella.

Aquel día, en casa de la condesa Elena había reunión. Entre los invitados hallábanse el embajador francés, el gran duque, que de un tiempo a esta parte se había hecho asiduo concurrente de la casa, y muchas otras grandes damas y personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba atónitos a cuantos le veían, por su aspecto concentrado distraído y sombrío.

A medianoche, después de abandonar los salones de la condesa, se retiró a sus aposentos del piso superior, encerrándose en una estancia baja de techo ennegrecida por el humo. Se puso una vieja bata y se sentó a la mesa para copiar unas notas, cuando alguien entró: era el príncipe Andrés.

— ¡Ah! ¿Eres tú? Pues aquí me tienes —dijo Pedro mostrando la libreta, con aquella actitud de huir de las miserias de la vida con que los desgraciados contemplan el trabajo que hacen.

El príncipe Andrés, con la cara radiante, entusiasta, transformado, se detuvo ante Pedro, y sin advertir su aspecto triste, le sonrió con el egoísmo de la felicidad.

— Bueno, amigo mío —dijo— . Ayer quería hablarte y hoy he venido para eso. En mi vida había sentido semejante cosa. Estoy enamorado, amigo mío.

Pedro suspiró pesadamente y abandonó su pesado cuerpo en el diván, al lado del príncipe.

— De Natacha Rostov, ¿verdad?

— Sí, sí, claro, —¿de quién, si no de ella? Nunca lo hubiera creído, pero es más fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero por nada del mundo cambiaría este sufrimiento. Antes no vivía. Es ahora cuando vivo, pero no puedo vivir sin ella. Mas, ¿puede amarme? Soy muy viejo para ella ... Pero, ¿qué? ¿No me dices nada?

— ¿Yo? ¿Yo? ¿Qué debo decirte yo? —dijo Pedro súbitamente. Se levantó y se puso a pasear por la habitación—. Hacía ya mucho tiempo que me lo figuraba ... —prosiguió—. Esa muchacha es un tesoro, tan ... Es una rareza ... Amigo, hazme el favor no reflexiones más sobre ello, no dudes y cásate, cásate, cásate. Estoy seguro de que no habrá en el mundo hombre más feliz que tú.

— Pero, ¿y ella?

— Ella te ama.

— No digas tonterías —dijo sonriendo el príncipe Andrés y mirando a Pedro a la cara.

— Ella te ama ... ¡Lo sé! —gritó Pedro.

— No, escucha —dijo el príncipe Andrés reteniéndolo por la mano—. ¿Sabes en qué situación me encuentro? Tengo necesidad de decírselo a alguien.

— Pues bien, habla. Estoy muy contento.

Y, en efecto, la cara de Pedro cambiaba, las arrugas se desvanecían y con el aspecto alegre escuchaba al príncipe Andrés.

— Si alguien me hubiera dicho que yo podía enamorarme de esta manera, no le hubiese creído. Eso no se asemeja en nada a lo que sentía antes. Para mí el mundo está dividido en dos trozos: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; luego, todo aquello que no es ella; la tristeza, la oscuridad, el confinamiento —dijo el príncipe Andrés.

— ¡La oscuridad, las tinieblas!—repitió Pedro—. Sí, lo comprendo.

— Yo no puedo dejar de amar la luz. No es culpa mía, y soy muy feliz. ¿Me comprendes? Ya sé que compartes mi alegría.

— Sí, sí —afirmó Pedro, clavando en su amigo unos ojos enternecidos y tristes.

Y cuanto más brillante le parecía la suerte del príncipe Andrés, más tétrica le parecía la suya.

Capítulo XIX

No obstante, a pesar de su amor por la muchacha, necesitaba hacer algo importante. Quería el príncipe Andrés el consentimiento de su padre para la boda, por lo que al día siguiente tomó rumbo a Lisia Gori.

El viejo escuchó el relato de su hijo con aparente calma y disimulada hostilidad. No podía comprender por qué quería cambiar de vida, e introducir algo nuevo, cuando su vida se había acabado. Que me dejen vivir como quiera el resto de vida que me queda, y que después hagan lo que quieran, se decía el viejo. Entretanto empleó con su hijo la diplomacia de que hacía uso en los casos importantes. Comenzó a discutir la cosa en un tono completamente tranquilo.

En primer término, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo lugar, el príncipe Andrés no era un jovencito y estaba delicado (el viejo insistía particularmente en esto) y ella era muy joven, y en tercer lugar, ¡existía un hijo que dolía tener que confiar a una esposa joven!

— Y, finalmente —dijo el viejo con ironía—, te pido que esperes un año a casarte. Vete al extranjero, cuídate; busca, como es tu intención, un profesor alemán para el príncipe Nicolás, y luego, si el amor, la pasión, si tu ceguera por esa muchacha es todavía tan grande, cásate. Ésta es mí última palabra. ¿Lo has comprendido? La última —acabó el príncipe en un tono que demostraba que nada podía hacer cambiar su determinación.

El príncipe Andrés vio claramente que su padre esperaba que su amor o el de su prometida no resistirían la prueba de un año de ausencia o que entonces él ya habría muerto, y resolvió acatar la voluntad de su padre, pedir la mano de Natacha y fijar la boda para dentro de un año.

Tres semanas después de la última reunión en casa de los Rostov, el príncipe Andrés regresó a San Petersburgo.

Al día siguiente de explicarse con su madre, Natacha esperó a Bolkonsky durante todo el dia, pero el príncipe no se presentó; y el día siguiente, y el otro, y el otro, sucedió lo mismo. Pedro tampoco iba, y Natacha, que no ignoraba la marcha del príncipe Andrés, no podía explicarse su ausencia.

Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir a ninguna parte y vagaba de una a otra estancia como una sombra, ociosa y desolada. Por la noche, a escondidas de todos, lloraba y no iba a la habitación de su madre.

Un día entró en la habitación de su madre para decirle algo, y súbitamente rompio a llorar. Las lágrimas le caían como a una criatura humillada que ni ella misma sabe porqué la han castigado.

La condesa la apaciguó. Natacha, que primero escuchaba las palabras de su madre, de repente la interrumpió:

— Basta, mamá. ¡No pienso ni quiero pensar! Bueno: venía y ha dejado de venir ... —La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar, pero se contuvo y prosiguió tranquilamente—: No quiero casarme. Me da miedo. Ahora ya estoy tranquila.

Al día siguiente de esta conversación, Natacha se puso un vestido viejo que le gustaba mucho porque se sentía más libre con él, y reanudó su vida ordinaria de la cual se habia apartado desde el día del baile. Después de tomar el té, fue al salón, en el que le agradaba estar por la resonancia que tenía, y se puso a repasar la lección de solfeo.

La puerta del vestíbulo se abrió; alguien preguntó si estaban en casa los señores. Se oyeron pasos. Natacha se miró en el espejo, pero no se vio. Oyó voces en la antesala. Cuando distinguió las voces se volvió completamente pálida. Era él. Escuchaba, segura, a pesar de que apenas lograba oír la voz a través de las puertas cerradas.

Pálida, asustada, corrió hacia la sala.

— ¡Mamá, Bolkonsky ha venido! ¡Mamá, es terrible, es insoportable! ¡Yo no quiero ... sufrir! ¿Qué tengo que hacer?

Antes de que la condesa tuviese tiempo de contestar, el príncipe Andrés estaba en la sala con el semblante demudado.

Al advertir a Natacha, se le iluminó el rostro. Besó la mano a la condesa y a Natacha, y se sentó en el canapé.

— Hacía ya tiempo que no había tenido el gusto ... —comenzó la condesa, pero el príncipe la interrumpió respondiendo a la pregunta, deseoso de explicarse.

— No he venido porque he pasado todos estos días en casa de mi padre. Tenía que hablarle de una cuestión muy importante. He llegado esta noche —dijo, dirigiendo una mirada a Natacha—. Quisiera hablarle, condesa —añadió, después de un breve silencio

La condesa suspiró penosamente y bajó los ojos.

— Estoy a su disposición —dijo.

Natacha comprendia que debía retirarse, pero no sabía hacerlo. Sentía un nudo en la garganta, y atrevidamente miró al príncipe Andrés con los ojos espantados. Él la miró otra vez y aquella mirada la convenció de que no se engañaba. Sí ... enseguida, ahora mismo, su suerte se decidiría.

— Ve, Natacha, ya te llamaré —murmuró la condesa.

Natacha miró al príncipe Andrés y a su madre con ojos de espanto, suplicantes, y salió.

— Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija —dijo el príncipe.

La cara de la condesa se encendió y no contestó nada.

— Su proposición ... —comenzó lentamente la condesa. El príncipe callaba y la miraba—. Su proposición —prosiguió— nos es muy agradable y ... la acepto, y estoy por ella muy contenta. Y mi marido ... espero ... pero, es ella misma quien debe decidirlo ...

— Cuando me dé usted su consentimiento se lo preguntaré ... ¿Me lo permite usted? —dijo el príncipe Andrés.

— Sí ... —dijo la condesa.

Ella le tendió la mano y con un sentimiento mezcla de ternura y de miedo puso sus labios en la frente del príncipe Andrés.

— Estoy segura de que mi marido dará su consentimiento —dijo la condesa—, pero, ¿y su padre de usted?

— Mi padre, a quien he comunicado mis intenciones, pone por condición absoluta para consentir en que espere un año a casarme, y eso es lo que quería decirle a usted.

— Claro que Natacha es muy joven todavía, pero una espera tan larga ...

— Es preciso —dijo él suspirando.

— Ahora la haré venir —dijo la condesa, y salió del salón—. Señor, Dios mío, tened piedad de mí —repetía la condesa mientras iba a buscar a su hija.

Sonia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio.

Se había sentado en el lecho. Muy pálida, con los ojos secos, miraba el icono y, santiguándose rápidamente, murmuraba algo. Al ver a su madre, saltó de la cama y corrió hacia ella.

- ¿Qué, mamá? ¿Qué?

— Anda, ve con él. Me ha pedido tu mano —dijo la condesa fríamente ... o por lo menos así se lo pareció a Natacha—. Ve, ve —repitió con tristeza y suspirando penosamente detrás de su hija, que corría.

Natacha no se acordó de que entraba en el salón. Desde la puerta le vio y se detuvo.

¿Este extraño desde ahora lo es todo para mí? —se preguntó. Enseguida se contestó—: Sí, todo. ¡Desde ahora le quiero más que a todo el mundo!

El príncipe Andrés se le acercó bajando los ojos.

— La amo desde el primer día en que la vi. ¿Puedo esperar?

La miró. La expresión grave y apasionada de su rostro la impresionaba. Ella se le acercó y él se detuvo. Le cogió la mano y se la besó.

— ¿Me ama?

— Sí, sí —dijo Natacha, como si fuera para ella una gran contrariedad tener que confesarlo.

Suspiró profundamente, luego aceleró los suspiros y sollozó.

— ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

— ¡Oh, soy tan feliz! —replicó ella sonriendo a través de las lágrimas.

El príncipe se inclinó hacia ella, reflexionó un segundo, como si se interrogase, y la abrazó. Luego le cogió las manos y la miró fijamente a los ojos, pero no encontró en su alma su antiguo amor hacia ella.

— ¿Le ha dicho su madre que debemos esperar un año? —dijo el príncipe Andrés sin dejar de mirarla a los ojos.

— No —contestó en voz alta, sin saber lo que él le había preguntado.

— Perdóneme —dijo el príncipe Andrés, es usted tan joven y yo he vivido tanto ya ... Temo por usted; todavía no se conoce usted a sí misma ...

Natacha escuchaba atentamente, procurando ahondar en el sentido de aquellas palabras, pero no comprendió nada.

— Por mucho que me duela esta espera de un año que retrasa la hora de mi felicidad —prosiguió el príncipe Andrés, durante este tiempo podrá usted analizar sus propios sentimientos. Dentro de un año le pediré que quiera hacer mi felicidad, pero es usted libre mientras ... Nuestros esponsales quedarán entre nosotros, y si se convence usted que ama o sí amase a otro ...

— ¿Por qué dice usted eso? —le interrumpió Natacha—. Ya sabe usted que le amo desde el día que vino a Otradnoie —pronunció, firmemente convencida de que decía la verdad.

— Con un año podrá usted conocerse a sí misma.

- Un año ... —exclamó súbitamente Natacha, que hasta entonces no había comprendido que la boda no se realizaría hasta dentro de un año—. ¿Por qué un año? ¿Por qué?

El príncipe Andrés le explicó la causa. Natacha no le escuchaba.

— Pero, ¿no hay más remedio? —le preguntó.

El príncipe Andrés no contestó, pero su cara expresaba la imposibilidad de modificar esta decisión.

— ¡Es terrible! ¡No! ¡Es espantoso! —comenzó a repetir de repente Natacha, echándose a llorar—. Me moriré si tenemos que esperar un año.

Miró la cara de su prometido y le pareció ver en ella una expresión de lástima y extrañeza.

— No, no; haré cuanto sea preciso —dijo de pronto enjugando sus lágrimas—. ¡Estoy tan contenta!

El padre y la madre entraron en el salón y bendijeron a los enamorados.

Capítulo XX

A su regreso, en casa de los Rostov, el príncipe Andrés se deshacía en explicaciones, no deseaba que se hiciera público su compromiso con Natacha, y como era el causante del retraso de la boda, añadió que si en el transcurso de aquel año, ella deseaba otra cosa, devolvería la palabra.

— Dentro de seis meses, si ella no me quiere, tendrá el derecho de retirar su palabra.

Ni que decir tiene que ni los padres de Natacha ni ella misma querían oír hablar de eso, pero el príncipe insistió. Cada día iba a casa de los Rostov, pero no se comportaba con Natacha como un novio. Él la trataba de usted y le besaba la mano. Después de la petición, entre el príncipe Andrés y Natacha se establecieron unas relaciones muy diferentes de las que tenían antes, simplemente amistosas.

En la casa reinaba aquella languidez poética y silenciosa que acompaña siempre la presencia de los novios. A menudo, sentados en el salón, todos callaban, o a veces se levantaban y ellos se quedaban solos, y también guardaban silencio. Hablaban muy poco de la vida futura. El príncipe Andrés sentia miedo y vergüenza de hablar de ella, y Natacha comenzó a hablar del hijo del príncipe. Éste enrojeció, cosa que ahora le sucedía muy a menudo y que complacía mucho a Natacha, y dijo que su hijo no viviría con ellos.

— ¿Por qué? —preguntó Natacha, extrañada.

— No puedo sacarlo del lado de su abuelo, y, además ...

— ¡Cómo le querría! —dijo Natacha, adivinándole el pensamiento. Pero ya veo, usted no quiere que tenga motivo alguno para acusarle a usted y a mí.

El conde se acercaba a veces al príncipe Andrés, le abrazaba, y a menudo le pedía consejo sobre la educación de Petia o la carrera de Nicolás. La condesa suspiraba al mirarle. Sonia siempre temía ser un estorbo y buscaba pretextos para dejarlos solos, hasta cuando no era necesario.

La víspera de su partida de San Petersburgo, el príncipe Andrés se llevó a Pedro, que desde el baile no había vuelto a poner los pies en casa de Rostov. Pedro parecía trastornado y confuso. Habló con la madre. Natacha se sentó con Sonia cerca de la mesa de ajedrez e invitó al principe Andrés. El se acercó.

— ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Bezukhov? ¿Son ustedes muy amigos? -preguntó el príncipe.

— Sí, es una buena persona, pero un poco rara.

Y como siempre que hablaba de Pedro, Natacha comenzó a contar anécdotas de sus distracciones, algunas de las cuales eran inventadas.

— Ya sabe usted que no le he confiado nuestro secreto —dijo el príncipe—. Yo le conozco desde pequeño, tiene un corazón de oro. Quisiera pedirle, Natacha ... Me marcho y sólo Dios sabe lo que puede pasar. Podría usted dejar de am ... Bueno, ya sé que no debemos hablar de eso, pero una cosa tan sólo: pase lo que pase, cuando yo no esté aquí ...

— Pero, ¿qué puede pasar?

— Cualquier desgracia que sobreviniera, le pido que se dirija a él para consejo y ayuda. Es el hombre más distraído del mundo, pero tiene un corazón de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni incluso el mismo príncipe Andrés podían prever el efecto que produciría en Natacha la separación de su prometido. Envejecida y emocionada, con los ojos secos, recorrió aquel día la casa, ocupándose de las cosas más insignificantes, como si no comprendiese lo que la esperaba. No lloró, ni siquiera en el momento en que, al decirle adiós, el príncipe le besó la mano por última vez.

— ¡No se vaya usted! —le dijo con una voz que le hizo pensar si realmente tenía que quedarse, y que luego recordó durante largo tiempo.

Cuando se hubo marchado, tampoco lloró, pero durante algunos días no se movió de su habitación, no interesándose por nada y repitiendo de cuando en cuando:

— ¡Ah! ¿Por qué se ha marchado?

Transcurridas dos semanas de la partida, con gran sorpresa de todos, se rehizo de la depresión moral, volvió a ser como antes, pero su personalidad interior había cambiado, semejante a las criaturas que después de una larga enfermedad se levantan con otra fisonomía.

Capítulo XXI

La carta que recibió la princesa María, de su hermano el príncipe Andrés, la sorprendió. En ella le anunciaba su compromiso con Natacha. El príncipe Andrés se encontraba en Suiza. Era mediados de verano. Toda aquella carta respiraba un amoroso entusiasmo por su prometida y tierna y confiada amistad hacia su hermana. Escribía que nunca había amado como entonces y que sólo ahora comprendía la vida. Pedía a su hermana que le perdonase si en Lisia Gori no le había dicho nada de esta cuestión, aunque ya había hablado de ella con su padre. No se lo había dicho para evitar que quisiese ella interceder para decidir a su padre a favor de la boda.

Después de muchas vacilaciones, de largos titubeos y de rezar mucho, la princesa María transmitió la carta a su padre.

Al día siguiente, el viejo príncipe le dijo tranquilamente:

— Escríbele que espere a que me muera ... No será muy largo. Pronto dejaré de estorbarle ... ¡Cásate, cásate, hijo mío ...! ¡Gente inteligente! ¡Ya lo creo! ¡Y ricos! ¡Sí, una excelente madrastra para Nicolás, y yo me casaré con la señorita Bourrienne! ¡Ah, ah! ¡Asi tampoco él estará sin madrastra! Pero no quiero mujeres en casa. Que se case, pero yo a mi casa. Quizá también tú querrás marcharte con él ... ¡Que Dios te ampare! ¡Ah, los buenos tiempos, los buenos tiempos, los buenos tiempos ...!

A los antiguos pretextos de burla se añadió otro nuevo: la conversación sobre madrastras y las amabilidades por la señorita Bourrienne.

— ¿Por qué no habría de casarme yo también? —decía a su hija— . ¡Haría una bella princesa!

Y, en efecto, la princesa María comenzó a observar con extrañeza que su padre cada día se hacía más íntimo de la francesa. La princesa María escribió al príncipe Andrés la forma en que su padre había acogido la carta, pero procuró consolar a su hermano dando esperanzas de reconciliación con su proyecto de matrimonio.

Nicolás y su educación, Andrés y la religión eran el consuelo y la alegría de la princesa.
Presentación de Omar CortésQuinta parteSéptima parteBiblioteca Virtual Antorcha