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HAMLET
Cuarto Acto
PRIMERA ESCENA
Un salón en el castillo.
Entran el Rey, la Reina, Rosencrantz y Guildenstern.
REY.- Esos suspiros, esos profundos sollozos, tienen alguna causa. Debes decírmela, para que yo los entienda ... ¿Dónde está tu hijo?
REINA.- Déjenos solos un momento. (Salen Rosencrantz y Guildenstern). ¡Ah, mi señor, lo que he visto esta noche!
REY.- ¿Qué viste, Gertrudis? ... ¿Qué hace Hamlet?
REINA.- Está furioso como el mar y el viento cuando ambos contienden sobre quién es más fuerte. Fuera de sus cabales, al escuchar un ruido detrás de las cortinas, sacó su espada gritando: ¡una rata, una rata! Y en este frenesí mató al buen anciano que estaba escondido.
REY.- ¡Oh, terrible acción! Lo mismo hubiera hecho conmigo si hubiera estado allí. Su libertad está llena de amenazas para todos; para ti misma, para mí, para cualquiera. ¡Ah! ¿Cómo disculparemos esta sangrienta acción? Nos la imputarán a nosotros, porque nuestra autoridad debería haber reprimido a ese joven loco, poniéndolo en un lugar donde a nadie pudiera ofender. Pero es tanto el amor que le tenemos, que no entendimos lo que era más conveniente; sino que, como el que padece una enfermedad vergonzosa, por no divulgarla, deja que le vaya devorando la sustancia vital ... ¿Y a dónde ha ido?
REINA.- A retirar el cuerpo de quien mató ... Y enmedio de su locura llora por lo que ha hecho ... Así el oro manifiesta su pureza, aunque esté mezclado con metales corrientes.
REY.- ¡Oh, Gertrudis, vámonos! Y apenas toque el Sol la cima de las montañas, haré que se embarque y se vaya. Y en cuanto a esta vil acción, debemos emplear toda nuestra autoridad y habilidad para disculparla. ¡Eh, Guildenstern!
Entran Rosencrantz y Guildenstern.
REY.- Amigos, vayan los dos con alguna gente que los ayude. Hamlet, en su locura, ha matado a Polonio y lo ha sacado arrastrando del aposento de su madre. Búsquenlo, háblenle amablemente, y lleven el cadáver a la capilla. Se los ruego; dense prisa. (Salen Rosencrantz y Guildenstern). Vamos, Gertrudis, llamaré a nuestros más prudentes amigos, para darles cuenta de esta imprevista desgracia y de lo que pienso hacer. Quizás de esta manera la calumnia, cuyo rumor ocupa el diámetro del mundo, y dirige sus venenosos disparos con la misma certeza que el cañón hacia su blanco, pueda errar el golpe, dejando nuestro nombre a salvo, y herir sólo al viento insensible. ¡Oh! Vámonos de aquí. Mi alma está llena de confusión y espanto. (Salen).
SEGUNDA ESCENA
Otro salón en el castillo.
Entra Hamlet.
HAMLET.- Colocado ya en lugar seguro.
ROSENCRANTZ y GUILDENSTERN. (Adentro).- ¡Hamlet! ¡Señor Hamlet!
HAMLET.- ¿Pero qué ruido es ese? ¿Quién llama a Hamlet? ¡Oh! Ya están aquí.
Entran Rosencrantz y Guildenstern.
ROSENCRANTZ.- Mi señor, ¿qué ha hecho con el cadáver?
HAMLET.- Ya está entre el polvo, del cual es pariente.
ROSENCRANTZ.- Díganos en dónde está, para que lo hagamos llevar a la capilla.
HAMLET.- No lo creo.
ROSENCRANTZ.- ¿Creer qué?
HAMLET.- Que yo pueda guardar su secreto y les revele el mío. Además, al ser cuestionado por un entrometido ... ¿qué debe responder el hijo de un rey?
ROSENCRANTZ.- ¿Me toma por un entrometido, mi señor?
HAMLET.- Sí, señor, que como una esponja, absorbe del Rey sus favores y autoridad. Pero tales personas sirven mejor al Rey cuando su carrera finaliza. Él los conserva, como un mono, en un rincón de su boca ..., y el primero que entró es el último que se traga. Cuando el Rey necesita lo que tú le hayas absorbido, sólo te toma, te exprime, y vuelves a quedar seco.
ROSENCRANTZ.- No lo comprendo, mi señor.
HAMLET.- Me alegro de eso. Un diálogo agudo se duerme en los oídos tontos.
ROSENCRANTZ.- Mi señor, debe decimos dónde está el cuerpo, y venir con nosotros para ver al Rey.
HAMLET.- El cuerpo está con el Rey; pero el Rey no está con el cuerpo. El Rey es una cosa ...
GUILDENSTERN.- ¿Una cosa, mi señor?
HAMLET.- Una cosa que no vale nada ... Llévenme a él. (Salen).
TERCERA ESCENA
Otro salón en el castillo.
Entra el REY, con sirvientes.
REY.- Le he enviado llamar y a buscar el cadáver. ¡Qué peligroso es que este hombre ande con la mente extraviada! Pero no es posible tampoco ejercer sobre él la fuerza de la ley. Es muy querido de la fanática multitud, que no se guía por su razón, sino por sus ojos, y que en tales casos considera el castigo del delincuente, pero nunca el delito. Para mantener la tranquilidad, esta repentina ausencia de Hamlet debe parecer como algo meditado y resuelto de antemano. Los males desesperados empeoran o se alivian con desesperados remedios.
REY.- ¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?
ROSENCRANTZ.- No hemos podido conseguir que nos diga adónde ha llevado el cadáver, mi señor.
REY.- ¿Pero dónde está él?
ROSENCRANTZ.- Afuera, mi señor, esperando sus órdenes.
REY.- Traíganlo ante mí.
ROSENCRANTZ.- ¡Eh, Guildenstern!, que venga el príncipe.
Entran Hamlet y Guildenstern.
REY.- Y bien, Hamlet, ¿dónde está Polonio?
HAMLET.- Ha ido a cenar.
REY.- ¿A cenar? ¿Adónde?
HAMLET.- No adonde él coma, sino adonde él es comido. Una cierta congregación de políticos gusanos está sobre él. El gusano es el único emperador de todos los comedores. Nosotros hacemos engordar a los demás animales para engordarnos, y nosotros engordamos para los gusanos. El rey gordo y el mendigo flaco son sólo dos platos diferentes, pero para una misma mesa. En eso terminamos.
REY.- ¡Ay, ay!
HAMLET.- Un hombre puede pescar con el gusano que ha comido a un rey, y comerse después el pescado que se alimentó de aquel gusano.
REY.- ¿Qué quieres decir con esto?
HAMLET.- Nada, sólo mostrar cómo un rey puede pasar fácilmente a las tripas de un mendigo.
REY.- ¿Dónde está Polonio?
HAMLET.- En el Cielo. Envíe a alguien para verlo, y si su comisionado no lo encuentra allá, búsquelo usted mismo en otra parte. Pero si no lo encuentra durante este mes, podrá olerlo cuando suba las escaleras de la galería.
REY. (A los sirvientes).- Vayan a buscarlo allá.
HAMLET.- Él permanecerá allí hasta que lleguen. (Salen los sirvientes).
REY.- Hamlet, este suceso exige que atiendas a tu seguridad, la cual me interesa tanto como lo demuestra el dolor que me causa lo que has hecho. Debo enviarte fuera de aquí con toda diligencia. Así que prepárate. La embarcación está dispuesta, el viento es favorable, los compañeros aguardan, y todo está listo para ir a Inglaterra.
HAMLET.- ¿A Inglaterra?
REY.- Sí, Hamlet.
HAMLET.- Muy bien.
REY.- Así debe parecerte, si has comprendido nuestros propósitos.
HAMLET.- Veo un querubín que los ve. Pero, vamos a Inglaterra. ¡Adiós, querida madre!
REY.- ¿Y tu padre, que te ama, Hamlet?
HAMLET.- Madre mía. Padre y madre son marido y mujer, marido y mujer son una misma carne; entonces, madre mía ... Vamos hacia Inglaterra. (Sale).
REY.- Síganlo de cerca. Cuiden que se embarque rápidamente. Quiero verlo fuera de aquí esta noche. Vayan. Cuanto es necesario a esta empresa está hecho y sellado. Se los ruego, dense prisa. (Salen Rosencrantz y Guildenstern). Y tú, Inglaterra, si en algo estimas mi afecto, de cuya importancia mi gran poder te avisa, pues aún tus heridas lucen recientes, después que por la espada de Dinamarca y por tu libre temor me pagas tributos, no dilates la ejecución de mi suprema voluntad, que por cartas escritas para tal efecto, te pido la inmediata muerte de Hamlet. Hazlo, Inglaterra. Porque él provocó la fiebre de mi sangre y tú debes curarme. Hasta que sepa que esto ha sido realizado, se restablecerán en mí la tranquilidad y la alegría. (Sale).
CUARTA ESCENA
Una región fronteriza de Dinamarca.
Entran Fortimbras, un Capitán y soldados, marchando.
FORTIMBRÁS.- Ve, capitán, saluda en mi nombre al Rey danés. Dile que, en virtud de su licencia, Fortimbrás pide el paso libre por su reino, según lo ha prometido. Ya conoces el lugar de nuestra reunión. Si quiere Su Majestad comunicarse conmigo, hazle saber que puedo ir personalmente para expresarle mi respeto.
CAPITÁN.- Así lo haré, mi señor.
FORTIMBRÁS.- Y ustedes, caminen con paso rápido. (Salen Fortimbras y los soldados).
Entran Hamlet, Rosencrantz, Guildenstern, un Capitán y soldados.
HAMLET.- Buen señor, ¿de dónde son estas tropas?
CAPITÁN.- Son de Noruega, señor.
HAMLET.- Le ruego que me diga, ¿contra quién se dirigen?
CAPITÁN.- Contra una parte de Polonia.
HAMLET.- ¿Quién las manda, señor?
CAPITÁN.- Fortimbrás, sobrino del anciano Rey de Noruega.
HAMLET.- ¿Se dirigen contra las ciudades importantes de Polonia o hacia alguna de sus fronteras?
CAPITÁN.- Para decirle la verdad exactamente, venimos por una porción de tierra, de la cual, excepto el honor, ninguna otra utilidad puede esperarse. Si me la dieran arrendada por cinco ducados, no la tomaría, ni pienso que produzca mayor interés al de Noruega o al de Polonia, aunque la subastaran.
HAMLET.- ¡Vaya! Entonces el Rey de Polonia nunca la defenderá.
CAPITÁN.- Sí, ha puesto ya en ella tropas que la protejan.
HAMLET.- ¡Dos mil almas y veinte mil ducados no importarán un comino! Éste es el absceso de tanta paz y riqueza, que revienta interiormente, sin mostrar al exterior alguna causa por la cual el hombre muere ... Le agradezco humildemente la cortesía, señor.
CAPITÁN.- Que Dios lo acompañe, señor. (Salen el Capitán y los soldados).
ROSENCRANTZ.- ¿Quiere proseguir el camino, mi señor?
HAMLET.- Luego los alcanzaré. Adelántense un poco. (Salen todos, menos Hamlet). Todas las circunstancias me ayudan y alientan mi retardada venganza. ¿Qué es un hombre si funda su mayor felicidad y emplea todo su tiempo sólo en dormir y alimentarse? Es un animal, y no más. Seguramente aquel que nos formó dotados de tan extenso conocimiento, mirando el pasado y el futuro, no nos dio esta capacidad y razón divina, para que estuviera en nosotros sin usarla. Sea brutal negligencia, o algún tímido escrúpulo al pensar tan insistentemente sobre el asunto -pensamiento que dividido, tiene sólo una parte de sabiduría y tres partes de cobardía- ... Yo no sé para qué vivo diciendo estas cosas que debo hacer, puesto que tengo una causa, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas partes hallo ejemplos grandes que me estimulan. Uno de ellos es ese fuerte y numeroso ejército, dirigido por un joven príncipe, cuyo espíritu, impelido por una ambición generosa, desprecia la incertidumbre de los sucesos y expone su existencia frágil y mortal a los golpes de la fortuna, a la muerte y al peligro implícito; y todo por un huevo de gallina. El ser grande no consiste en actuar sólo cuando existe un gran motivo, sino en saber hallar una razón posible de contienda, aunque sea pequeña la causa, cuando se trata de adquirir honor. ¿Cómo quedo yo entonces, con un padre muerto, una madre envilecida, excitada mi razón y mi sangre, y dejando todo adormecido; mientras, para vergüenza mía, veo la inminente muerte de veinte mil hombres, que por un capricho para obtener gloria, van hacia sus tumbas como si fueran a sus lechos, peleando por una causa que la multitud es incapaz de comprender, la cual no es suficiente para justificar tantas muertes? ¡Oh!, desde hace tiempo, mis pensamientos son sangrientos, o no valen nada. (Sale).
QUINTA ESCENA
Elsinor. Un salón en el castillo.
Entran la Reina, Horacio, y un Caballero.
REINA.- No hablaré con ella.
CABALLERO.- Ella insiste en verla. Está loca, es verdad, pero eso mismo debe provocar compasión.
REINA.- ¿Y qué pretende?
CABALLERO.- Habla mucho de su padre; dice escuchar que el mundo está lleno de engaños; solloza y se golpea el pecho airada; patea el suelo con desprecio; dice cosas sin sentido. Su conversación es vana, pero la misma extravagancia de ella hace que quienes la escuchen, examinen el objeto de sus palabras y les den un significado, según la idea de cada uno. Y al observar sus miradas, sus movimientos de cabeza y sus gestos, efectivamente llegan a pensar que puede haber en ella algún asomo de razón. Pero no es cierto, sino que se halla en el estado más deplorable.
HORACIO.- Sería bueno hablar con ella, porque puede formar peligrosas conjeturas en aquellas mentes siniestras.
REINA.- Déjenla entrar. (Sale el Caballero). (Aparte). Para mi alma enferma, el más frívolo suceso es como un verdadero pecado; cada acontecimiento parece anunciar algún grave desastre. Tan lleno de desconfianza está el culpable, que el temor de ser descubierto hace que él mismo se descubra.
Entra el Caballero, con Ofelia.
OFELIA.- ¿Dónde está la hermosa Reina de Dinamarca?
REINA.- ¿Cómo estás, Ofelia?
OFELIA. (Canta). - ¿Cómo debo distinguir tu verdadero amor
del amor de otro?
Por su sombrero con plumas erizadas
y sus sandalias adornadas.
REINA.- ¡Ay, querida mía! ¿Qué nos dice esta canción?
OFELIA.- ¿Decirles? Nada ... Atienda ésta, se lo ruego. (Canta). Él está muerto y se ha ido, señora,
él está muerto y se ha ido;
Tiene en su cabeza un verde césped,
y en sus plantas una piedra.
¡Oh, oh!
REINA.- No, pero, Ofelia ...
OFELIA.- Escuche, se lo suplico. (Canta). Blanca su mortaja como la nieve de las montañas ...
Entra el Rey.
REINA.- ¡Ay! Mira esto, mi señor.
OFELIA. (Canta).- Adornado con bellas flores,
regadas con llanto de verdadero amor,
hacia la tumba fue llevado.
REY.- ¿Cómo estás, graciosa señorita?
OFELIA.- Bien. Dios se lo pague ... Dicen que la lechuza fue hija de un panadero (Referencia a una leyenda británica según la cual, la burla de un panadero a un Jesucristo camufleado de pordiosero conllevó a que el panadero terminase convertido en lechuza. Nota de Chantal López y Omar Cortés). Señor, sabemos lo que somos ahora, pero no lo que podemos ser ... Que Dios esté en su mesa.
REY.- Se refiere a su padre.
OFELIA.- Se lo ruego, no diga nada de esto; pero cuando le pregunten lo que significa, dígales así: (Canta)
Mañana que es día de San Valentín,
todo en la mañana estará dispuesto,
y yo seré la doncella que irá a tu ventana,
para ser toda tuya, Valentín.
Entonces él se levantará y se vestirá,
y abrirá la puerta de su alcoba,
para que entre la dulce doncella
a perder para siempre su castidad.
REY.- Querida Ofelia ...
OFELIA.- Efectivamente, sin una blasfemia, terminaré: (Canta)
Por Jesús y por la Virgen
¡Ay, y también por vergüenza!
El mancebo lo hará, si ellos vienen acá;
y por el cielo que ellos la culpa tendrán.
Ella dijo: Antes de mi desgracia causar,
me prometiste que conmigo te ibas a casar.
Él responde:
Por el Sol naciente, que lo hubiera hecho,
y tú no hubieras venido a mi lecho.
REY.- ¿Cuánto tiempo ha estado así?
OFELIA.- Creo que todo estará bien. Debemos ser pacientes. Pero no puedo hacer otra cosa que llorar, al pensar que lo colocaron en la tierra fría. Mi hermano lo sabrá. Y yo les agradezco sus buenos consejos. ¡Que venga mi coche! Buenas noches, señoras; buenas noches, bellas señoras; buenas noches, buenas noches. (Sale).
REY. (A Horacio).- Síguela de cerca. Haz que la cuiden; te lo ruego. (Sale Horacio). ¡Oh! Esto es el efecto de un profundo dolor; todo nace de la muerte de su padre. ¡Oh, Gertrudis, Gertrudis! Cuando los males llegan, no vienen separados como espías, sino reunidos en batallones. Primero, su padre muerto; después, tu hijo se ha ido, habiendo dado él justo motivo a su destierro; el pueblo alterado en tumulto, con malsanas ideas y murmuraciones sobre la muerte del buen Polonio, cuyo entierro oculto ha sido una gran imprudencia de nuestra parte. La pobre Ofelia, fuera de sí, trastornada su razón, sin la cual somos objetos, o meros animales. Por último, y tan importante como todo lo anterior, su hermano ha llegado de Francia en secreto, y asombrado por los sucesos, se oculta entre sombras; sin que falten lenguas maldicientes que infecten sus oídos con pestilentes pláticas sobre la muerte de su padre. Ni en tales conversaciones, a falta de noticias seguras, dejaremos de ser acusados de boca en boca. ¡Oh, mi querida Gertrudis! Esto, como una máquina para matar, me da muchas muertes a la vez. (Se oye ruido adentro).
REINA.- ¡Ay! ¿Qué ruido es éste?
REY.- ¿Dónde están mis guardias? Que cuiden en la puerta.
Entra otro Caballero.
REY.- ¿Qué sucede?
CABALLERO.- Protéjase, mi señor. El océano, sobrepasando su nivel, no traga las llanuras con ímpetu más arrollador que el del joven Laertes, quien fuertemente armado, arremete contra nuestras tropas. La multitud lo llama señor; y como si el mundo comenzara apenas, olvidan a la antigüedad y desconocen las costumbres -que son el apoyo y la ratificación de cada palabra-. Y gritan: ¡Nosotros lo elegimos! ¡Laertes debe ser Rey! Los sombreros arrojados al aire, las manos y las lenguas le aplauden, llegando a las nubes el clamor: ¡Laertes debe ser Rey, Laertes será el Rey!
REINA.- ¡Qué alegremente siguen ladrando sobre el falso rastro! ¡Oh, seguramente no son verdaderos perros daneses! (Se oye ruido adentro).
REY.- ¡Han roto las puertas!
Entra Laertes armado y seguido de daneses.
LAERTES.- ¿Dónde está el Rey? ... Señores, quédense todos afuera.
DANESES.- No, entremos.
LAERTES.- Les ruego que me dejen.
DANESES.- Bien, lo haremos. (Se retiran).
LAERTES.- Se los agradezco. Vigilen en la puerta ... Y tú, indigno Rey, entrégame a mi padre.
REINA.- Cálmate, buen Laertes.
LAERTES.- Si una sola gota de mi sangre se calmara, me proclamaría hijo bastardo; tildaría de cornudo a mi padre e imprimiría sobre la frente limpia y casta de mi madre la nota infame de prostituta.
REY.- ¿Cuál es la causa de que tu rebelión sea tan atrevida, Laertes? ... Déjalo, Gertrudis; no temas por mi persona. Existe una fuerza divina que defiende al Rey; la traición sólo puede afectar algunos designios de su voluntad. Dime, Laertes, ¿por qué estás tan ofuscado? ... Déjalo, Gertrudis ... Habla, hombre.
LAERTES.- ¿Dónde está mi padre?
REY.- Muerto.
REINA.- Pero no por él.
REY.- Déjalo preguntar lo que quiera.
LAERTES.- ¿Cómo murió? No me engañen. ¡Váyase al infierno la lealtad! ¡Llévese el más negro demonio los juramentos de vasallaje! ¡Sepúltense la conciencia y la salvación en el abismo más profundo! Desafío a la condenación. Y pase lo que pase, me mantengo en el mismo punto, pues éste y el otro mundo me son indiferentes. Sólo aspiro a vengar completamente a mi padre.
REY.- ¿Y quién te lo puede impedir?
LAERTES.- Ni todo el mundo; sólo mi voluntad. Y en cuanto a los medios, sabré economizar los tan bien, que un pequeño esfuerzo provocará grandes efectos.
REY.- Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte de tu amado padre, ¿acaso está escrito en tu venganza que atropelles sin distinción amigos y enemigos; culpados e inocentes?
LAERTES.- No, sólo a sus enemigos.
REY.- ¿Quieres conocerlos, entonces?
LAERTES.- A sus buenos amigos los recibiré con los brazos abiertos y, semejante al pelícano amoroso, los alimentaré, si es necesario, con mi sangre.
REY.- ¡Vaya! Ahora has hablado como buen hijo y como un verdadero caballero. Porque yo no tengo culpa en la muerte de tu padre y estoy muy acongojado por eso. Esta verdad se mostrará tan clara a tu razón, como a tus ojos la luz del día.
DANESES. (Adentro).- Déjenla entrar.
LAERTES.- ¿Qué sucede? ¿Qué ruido es ese?
Entra Ofelia.
LAERTES.- ¡Oh, calor, seca mi cerebro! ¡Lágrimas cáusticas, quemen la potencia y la sensibilidad de mis ojos! Juro por los cielos que esa demencia tuya será pagada con tal exceso, que el peso del castigo inclinará la balanza. ¡Oh, rosa de mayo! ¡Amable doncella! ¡Querida hermana! ¡Dulce Ofelia! ¡Oh, cielos! ¿Es posible que el entendimiento de una tierna joven sea tan frágil como la vida de un anciano? La naturaleza del amor es pura, y esta pureza exhala la parte más preciosa de su esencia sobre el objeto amado.
OFELIA. (Canta).- Lo llevaron en su ataúd con el rostro descubierto;
y sobre su tumba llovieron muchas lágrimas ... Adiós, mi pichón.
LAERTES.- Si hubieras pensado persuadirme de mi venganza, no podría detenerme al verte así.
OFELIA.- Debes cantar: Abajito está; llámalo que abajito está. ¡Oh, qué a propósito viene el estribillo! El falso mayordomo fue el que robó a la hermana de su amo.
LAERTES.- Esto no tiene nada que ver con el asunto.
OFELIA.- Aquí traigo romero, que es bueno para recordar. Te lo ruego, amor, acuérdate. Y aquí hay trinitarias para los pensamientos.
LAERTES.- Aun en su locura tiene pensamientos y recuerdos tristes.
OFELIA.- Aquí hay hinojo para ti, y aguileñas. Hay hierbasanta para ti, y algo para mí. Podemos llamarla hierba de gracia, o del domingo. Debes portarla con distinción ... Ésta es una margarita. Quisiera darte algunas violetas; pero todas se marchitaron cuando murió mi padre. Dicen que tuvo un buen fin ... (Canta). Porque un lindo y tierno petirrojo es toda mi alegria.
LAERTES.- Pensamientos melancólicos, aflicción, pasiones terribles, los horrores del infierno mismo; ella transforma todo en dulzura y belleza.
OFELIA. (Canta).- ¿Y no regresará?
¿Y no regresará?
No, no, él murió ya;
va hacia su lecho de muerte
y nunca más volverá.
Su barba era tan blanca como la nieve,
y era rubio su escaso cabello.
Se ha ido, se ha ido,
y nosotros sufrimos gran pesar.
Que Dios se apiade de su alma. Y también ruego a Dios por todas las almas cristianas. Que Dios quede con ustedes. (Sale).
LAERTES.- ¡Oh Dios! ¿Ves esto?
REY.- Laertes, debo compartir tu dolor; no me niegues ese derecho. Hablemos aparte. Elige entre los más prudentes de tus amigos para que escuchen y juzguen nuestra conversación. Si directa o indirectamente ellos me encuentran culpable, te entregaré mi reino, mi corona, mi vida, y todo lo que puedo llamar mío, como satisfacción. Pero si no, deberé contar con tu paciencia, y juntos buscaremos la manera de aliviar tu dolor.
LAERTES.- Que así sea. El modo en que murió; su oscuro funeral -sin ningún trofeo; sin espada ni escudo sobre su cadáver; sin los debidos honores; sin decorosa pompa-, todo clama desde el Cielo hasta la Tierra, para escuchar una respuesta.
REY.- Tú la obtendrás. Y la gran hacha caerá sobre el culpable. Te lo ruego, ven conmigo. (Salen).
SEXTA ESCENA
Otro salón en el castillo.
Entran Horacio y un Sirviente.
HORACIO.- ¿Quiénes son los que quieren hablar conmigo?
SIRVIENTE.- Unos marineros, señor. Dicen tener cartas para usted.
HORACIO.- Déjalos entrar. (Sale el Sirviente). No sé de qué parte del mundo pueda recibir saludos, como no sean del príncipe Hamlet.
Entran dos Marineros.
1er. MARINERO.- Dios lo bendiga, señor.
HORACIO.- Y a ustedes también.
1er. MARINERO.- Así lo hará si es su voluntad. Hay una carta para usted, señor. De parte del embajador que se embarcó para Inglaterra ..., si su nombre es Horacio, como nos han dicho.
HORACIO. (Lee la carta).- Horacio, luego que hayas leído la carta, manda a estos hombres con el Rey. Tienen cartas para él. Apenas llevábamos dos días de navegación, cuando un barco pirata muy bien armado nos dio caza. Viendo la lentitud de nuestro velero, nos vimos precisados a apelar al valor. Llegamos al abordaje, y salté hacia la embarcación enemiga. En ese momento las naves se separaron, y quedando solo, me hicieron su prisionero. Los piratas se han portado conmigo como ladrones agradecidos; pero sabían lo que hacían, y se los he pagado muy bien. Haz que el Rey reciba las cartas que le envio, y tú ven a verme con tanta rapidez como si huyeras de la muerte. Tengo palabras para decirte al oido, que te dejarán sorprendido; aunque todas ellas no serán suficientes para expresar la importancia del caso. Estos buenos hombres te conducirán hasta donde yo estoy. Rosencrantz y Guildenstern siguieron su camino hacia Inglaterra. Tengo mucho que decirte acerca de ellos. Adiós.
Quien te estima sinceramente,
Hamlet.
Vamos. Les diré lo que deben hacer para presentar esas cartas e inmediatamente después, me llevarán adonde está la persona que les encargó traerlas. (Salen).
SÉPTIMA ESCENA
Otro salón en el castillo.
Entran el Rey y Laertes.
REY.- Ahora tu conciencia debe aprobar mi desahogo y darme el lugar de un amigo en tu corazón; después que has oído y comprobado que quien mató a tu noble padre, conspiraba contra mi vida.
LAERTES.- Claramente se manifiesta. Pero dígame: ¿Por qué no procede contra estos malignos actos, tan criminales y tan funestos; por su propia seguridad; por prudencia y por todas las consecuencias; que deberían motivarlo para reprimirlos?
REY.- ¡Oh! Por dos razones especiales, que tal vez juzgues débiles, pero para mí han sido muy poderosas. Una es que la Reina, su madre vive casi pendiente de sus miradas; y al mismo tiempo -sea desgracia o felicidad mía- ella está tan unida a mi vida y a mi alma, que así como los astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, yo no podría moverme sin la voluntad de ella. La otra razón por la que no puedo proceder públicamente, es el gran cariño que le tiene el pueblo; el cual, como las fuentes cuyas aguas convierten los troncos en piedras, bañan con su afecto las faltas del príncipe, convirtiendo en gracias todos sus errores. Es por eso que mis flechas tan fuertemente disparadas contra un huracán, podrían regresar hacia mi arco, sin tocar el punto al que fueron lanzadas.
LAERTES.- Y a causa de eso yo pierdo a mi noble padre, y hallo a una hermana en la más deplorable situación, cuyo valor, si volviera a ser como antes, permanecería victorioso sobre lo más sublime de su siglo, por todas sus cualidades. Pero ya llegará el tiempo de mi venganza.
REY.- Eso no debe interrumpir tus sueños. No debes pensar que yo esté formado de materia tan insensible y dura que me deje tirar de la barba y lo tome a fiesta. Pronto te informaré de lo demás. Yo amaba a tu padre, y me amo a mí mismo. Y por eso espero darte a conocer la ...
Entra un Mensajero, con cartas.
REY.- ¿Qué sucede? ¿Qué noticias traes?
MENSAJERO.- Traigo unas cartas, mi señor, del príncipe Hamlet. Ésta es para su Majestad; y ésta para la Reina.
REY.- ¿De Hamlet? ¿Quién las trajo?
MENSAJERO.- Dicen que unos marineros; yo no los vi. A mí me las dio Claudio. Él las recibió de quien las trajo.
REY.- Laertes, puedes oír lo que dicen ... Déjenos solos. (Sale el Mensajero). (Leyendo la carta).- Alto y poderoso señor, le hago saber que estoy desnudo en su reino. Mañana le pediré permiso para mirar sus reales ojos; y entonces, mediante su perdón, le diré la causa de mi extraño y repentino retorno.
Hamlet.
¿Qué significa esto? ¿Habrán regresado los otros también? O hay alguna equivocación. ¿O quizá todo es falso?
LAERTES.- ¿Reconoce la letra?
REY.- Sí, es la escritura de Hamlet. Desnudo ... y aquí en una posdata dice: solo. ¿Puedes decirme qué es esto?
LAERTES.- No lo entiendo, mi señor, pero déjelo venir. Ya siento encender la furia en mi corazón para poder vivir y decirle a la cara: Por esto morirás.
REY.- Si es así, Laertes ... ¿O acaso existe otra manera? ... ¿Quieres dirigirte por mí?
LAERTES.- Sí, mi señor, mientras no trates de inclinarme a la paz.
REY.- A tu propia paz. Si él retorna ahora disgustado de su viaje y rehusa comenzarlo de nuevo, yo lo ocuparé en una nueva empresa que medito, en la cual perecerá sin duda. Y su muerte no provocará la más leve sospecha; su madre misma absolverá el hecho, juzgándolo un accidente.
LAERTES.- Mi señor, seguiré sus ideas, y mucho más si dispone que yo sea el instrumento que las realice.
REY.- Todo resulta perfecto. Desde que te fuiste se ha hablado mucho de ti delante de Hamlet, por una habilidad en la que, según dicen, eres brillante. Las demás que tienes no causaron tanto su envidia como esta sola, que en mi opinión, carece de valor.
LAERTES.- ¿Qué habilidad es esa, mi señor?
REY.- Un adorno en la capa de la juventud, pero muy necesario también; puesto que son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como de la edad madura las ropas y pieles que visten por abrigo y decencia. Hace dos meses que estuvo aquí un caballero de Normandía ... Yo conozco a los franceses muy bien, he militado contra ellos, y son por cierto admirables jinetes; pero el galán de quien hablo tenía mucha habilidad en esto. Parecía haber nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan admirables movimientos como si él y su valiente animal formaran un solo cuerpo. Tanto rebasó mis pensamientos, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar, fueron pocas comparadas con las que él hizo.
LAERTES.- ¿Era un normando?
REY.- Sí, un normando.
LAERTES.- Ese es Lamord, sin duda.
REY.- El mismo.
LAERTES.- Lo conozco bien. Y efectivamente, es la joya más preciada de su nación.
REY.- Él habló de ti, y dio muy buenas referencias acerca de tu habilidad y ejercicio en la esgrima, y especialmente de tu estocada; además dijo que sería un espectáculo admirable si alguien pudiera competir contigo. Aunque, según aseguró, los espadachines de su nación carecían de agilidad para las estocadas y los quites cuanto tú esgrimías con ellos. Este informe provocó la envidia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en desear y solicitar tu pronto regreso para que compitas con él. Ahora, fuera de esto ...
LAERTES.- ¿Qué quiere decir con, fuera de esto, mi señor?
REY.- Laertes, ¿amaste a tu padre, o eres como las figuras de un cuadro que aparecen tristes, pero que no tienen un corazón?
LAERTES.- ¿Por qué pregunta esto?
REY.- No porque piense que no amabas a tu padre, sino porque sé que el amor está sujeto al tiempo, y que el tiempo disminuye su ardor y sus destellos, según me lo hace ver la experiencia de los sucesos. En medio de la llama del amor vive una mecha o pabilo que la destruye al fin; y nada permanece en un mismo grado de bondad por siempre, pues la misma salud, degenerando en enfermedad, perece por su propio exceso. Cuanto nos proponemos hacer debería ejecutarse cuando quisiéramos; pero este quisiéramos cambia y la voluntad se debilita y entorpece, según las lenguas, las manos y las circunstancias que se atraviesen; y entonces este debería es como un excesivo suspiro que causa daño en vez de aliviar ... Pero toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet regresa. ¿Qué acciones emprenderías para mostrarte con actos más que con palabras como un digno hijo de tu padre?
LAERTES.- Le cortaría la garganta aun dentro de una iglesia.
REY.- Es verdad que ningún lugar debe servir a un asesino como asilo. Y una justa venganza no puede tener arreglos. Pero, buen Laertes, te diré lo que harás. Permanece dentro de tu casa. Cuando llegue Hamlet, sabrá que tú has venido. Yo le haré acompañar por algunos que, alabando tu destreza, den un doble brillo a la fama que te dio el francés. Finalmente, se encontrarán y se harán apuestas en favor de uno y otro. El estando confiado y generoso, incapaz de toda malicia, no revisará los floretes; así que fácilmente, o con una poca de sutileza, podrás elegir una espada sin botón, y en un lance de la contienda desquitarás la muerte de tu padre.
LAERTES.- Así lo haré, y para ese propósito envenenaré mi espada. Compré a un brujo cierto ungüento; tan mortal que, con sólo untar un cuchillo con él, dondequiera que hiera introduce la muerte, sin que haya cataplasma eficaz que pueda evitarla, por más que se componga de todas las hierbas medicinales que crecen bajo la Luna. Untaré la punta de mi espada con este veneno para que, si lo toco ligeramente, pueda matarlo.
REY.- Reflexionemos más sobre esto ... Pensemos en la ocasión y los medios convenientes para nuestro engaño; porque si esto falla, y se descubren nuestros malignos planes, valiera más no haberlos emprendido. Por lo tanto, este proyecto debe tener otro que lo respalde, capaz de asegurar el golpe si por el primero no se consige. Espera ... Déjame ver. Haremos una apuesta formal sobre tu habilidad y ... ¡Sí, lo tengo! Cuando con la agitación se sientan acalorados y sedientos, harás tus movimientos más violentos; entonces él pedirá de beber, y yo le tendré preparada una copa. Así que, sólo al probarla, aunque haya podido escapar de tu espada, nuestro próposito se habrá realizado. (Se oye ruido adentro). Pero, espera ... ¿Qué ruido es ese?
Entra la Reina.
REY.- ¿Qué sucede ahora, hermosa Reina?
REINA.- Una desgracia va siempre pisando sobre los talones de otra, siguiéndola rápidamente. Laertes, tu hermana se ahogó.
LAERTES.- ¿Ahogada? ¡Oh! ¿En dónde?
REINA.- Donde hay un sauce que crece a las orillas del arroyo, reflejando en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allá se dirigió, fantásticamente coronada de flores silvestres, violetas, margaritas y grandes flores púrpuras a las que los indecentes labradores les dan un grosero nombre, y las modestas doncellas las llaman dedos de muerto (Se refiere a las orquideas. Nota de Chantal López y Omar Cortés). En cuanto llegó, se quitó la corona y quería colgarla de las pendientes ramas, cuando se tronchó un envidioso brote, y ella cayó al torrente fatal con todo y sus rústicos adornos. Sus ropas, huecas y extendidas, la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, en tanto iba cantando pedazos de canciones antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible mantenerse así por mucho tiempo, porque sus vestiduras, pesadas por el agua que absorbían, sumergieron a la infeliz, silenciando su melodioso canto con la muerte.
LAERTES.- ¡Ay! Entonces se ahogó.
REINA.- Sí, se ahogó, se ahogó.
LAERTES.- Pobre Ofelia, tenías demasiada agua, para aumentarla de este modo con mis lágrimas. Pero aunque es nuestra forma natural de lamentarnos, luego que este llanto se vierta, nada quedará en mí de femenil. Adiós, mi señor. Mis palabras de fuego arderían en llamas si no fueran apagadas por este imprudente llanto. (Sale).
REY.- Sigámoslo, Gertrudis. Me costó mucho trabajo calmar su furia. Ahora temo que esto lo irrite nuevamente. Es mejor seguirlo. (Salen).
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