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Los sonidos apagados
El rugir del motor de la motocicleta acalla cualquier otro sonido; cuando se detiene frente a la cafetería las miradas se clavan en el reluciente vehículo. Ahora todos le miran a él que, con paso firme y seguro, atraviesa el local hasta llegar a una mesa, en el fondo, donde ella le mira absorta, sumergida en aquella visión casi mágica ...
¡Levántate Jacinto, ya son las siete!
Las enérgicas y encallecidas manos de tu madre te zarandean, y su voz, cada vez más fuerte, va aclarándose en tu aún adormilado cerebro. Abres los ojos, ella sonríe y sale de la habitación.
Te desperezas, a tiendas alcanzas los anteojos que descansaron, como todas las noches, sobre el buró.
Tienes que vestirte y desayunar antes de ir al colegio.
Al colegio, donde podrás verla y, con un poco de suerte, hablarle.
No te acabaste la leche Jacinto, te estás poniendo muy flaco.
Es que ya no me cabe mamá.
En fin, qué le vamos a hacer. ¡Ándale apúrate que ya son siete y media!
El sol ya caliente; en esta época del año sale muy temprano. Caminas hasta la esquina, donde tomas el camión todos los días. Mientras cuentas los cincuenta centavos del pasaje repasas mentalmente su nombre: Susana, y te parece escuchar su voz, aguda y un poco afectada.
Jacinto, no seas malo, préstame tus apuntes de geografía, ¿sí?
Y sientes su mirada cuando, nervioso, buscas en la carpeta los apuntes.
Ya en el camión encuentras a otros muchachos que, como tú, van al colegio; conoces de vista a la mayoría, algunos te saludan.
Quiubo.
Quibo.
Hay asiento en la parte de atrás y acomodas como puedes tu cuerpo.
Mamá, ¿por qué ese muchacho tiene una bola en la espalda?
Es un jorobadito, y no señales con el dedo que es falta de educación.
Abres el libro de historia e intentas repasar lo que se vio en la clase pasada, sin poder apartar la imagen de Susana, con su pelo castaño cayendo sobre los hombros, los labios fruncidos y la mirada en blanco, intentando resolver algún problema en la clase de matemáticas.
Bajas del transporte y antes de entrar en el edificio de manchada y amarillenta fachada uno de tus compañeros te aborda.
Oye, cuídate del Bizcocho, es novio de Susana y dijo que si te volvía a ver hablando con ella te iba a partir la madre.
Es novio de Susana; la idea te impide concentrarte en las lecciones y disimuladamente, como siempre, la observas a ella, tres filas a tu derecha, - las medias blancas, el uniforme guinda -.
Es novio de Susana; y te ves a ti mismo, todas las tardes, siguiéndola, buscándola con la mirada y con el deseo. Y todas las tardes se vuelven una, una sola, en la que puedas ir a su lado, sin hablar, sólo mirándola y encontrando en sus ojos la promesa de la posible entrega - una tarde que será todas las tardes -.
A la hora del recreo te refugias, como todos los días, en el rincón del limonero, hasta donde ella llega a buscarte.
Aquí están los apuntes Jacinto, gracias.
¿Les ... entendiste?
Seguro, los haces muy bien, ¿no juegas voli?
¿Yo? No, gracias.
Okey, nos vemos.
Y la miras alejarse, corriendo, ligera, vital. Durante el resto del recreo sigues ensimismado sus movimientos, sus piernas, sus caderas, su sonrisa.
Cuando suena la chicharra, indicando la hora de salir, recoges tus cosas y a la salida buscas cruzarte con ella.
¡Hasta mañana Jacinto!
Y se aleja a lo largo de tu mirada.
Tomas el camino de todos los días, pero te arrepientes y decides regresar a pie, por entre las calles solitarias donde nadie repara en tu presencia.
El jalón es brusco, te obliga a soltar los libros que se desparraman por el suelo; la voz gruesa, altanera, es tan violenta como el jalón.
¡Para que no andes buscándole la cara a Susana!
Y el puño se estrella en el rostro haciendo rodar los anteojos; la rodilla golpea el vientre derribándote y haciendo que te retuerzas de dolor.
¡Y la próxima te va a ir peor, pinche feto!
Con la boca abierta inhalas aire con desesperación hasta que puedes ponerte de pie. Buscas los anteojos, que afortunadamente salieron ilesos, y los libros que quedaron regados en el suelo.
Ya de pie te limpias con la mano la sangre de la boca, lloras y la sangre, revuelta con las lágrimas, te mancha la camisa.
Mientras arrastras el cuerpo rumbo a tu casa, piensas en la regañada que te dará tu padre, por andar peleándote como rebelde, y tu madre, por no tener consideración, y comprendes que en los ojos de Susana nunca encontrarás lo que deseas, por eso sólo anhelarás que se haga de noche para ir a la cama, cerrar los ojos y hacer funcionar el motor de la motocicleta cuyo rugir acallará cualquier otro sonido.
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