responso por la lluvia, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
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Responso por la lluvia

Los limpiadores no dejan de funcionar y te cuesta trabajo concentrar la atención en el paisaje lluvioso, que casi tiene que adivinarse a través del cristal opacado por el vaho.

Todo el día ha estado lloviendo y la lluvia siempre ha tenido la curiosa gracia de ponerte de mal humor.

Marieta no ha dejado de hablar durante todo el camino. Desde que salieron de Cuernavaca has tenido que soportar su constante parloteo. Encendiste la radio pero no fue suficiente para atacar aquella marabunta de palabras emitidas en el tono chillón de la voz de tu mujer.

De vez en vez la observas con el rabillo del ojo, descuidando la carretera, y te viene a la memoria la imagen de las piernas de Graciela, embobinadas en esas medias color verde perico que te provocan verdaderos accesos de hilaridad.

La figura de Marieta te resulta grotesca, algo así como una papa rellena de ostiones. No puedes imaginar como, en alguna época, pudo producirte una pasión que, literariamente, consideraste como irrefrenable.

Los limpiadores siguen funcionando y las luces de los autos que corren en dirección contraria te molestan la visibilidad, ya de por sí reducida por la lluvia y el opacarse del cristal.

Sigues pensando en Graciela, en los ojos de Graciela, los senos de Graciela; en Graciela riendo, en Graciela riendo, en Graciela fumando, en Graciela haciendo el amor ...

Hacer el amor, sí, el amor hay que hacerlo, se nos da como una masa informe a la que hay que configurar con nuestros actos, con nuestras palabras, con nuestros silencios - ¡sobre todo con los silencios! -, hay que ir labrándolo, acuñándolo, moldeándolo, dándole forma, existencia, trascendencia.

El amar no puede ser ese cúmulo de actos mecánicos, rituales, sino espontaneidad, búsqueda, encuentro, pérdida, reencuentro, sueño y realidad compartidas. Amar es aceptar y tu y Marieta hace ya muchos años que simplemente se soportan, que se han convertido en pegote uno del otro, una vulgar suma de elementos sin complementarse jamás; juntos por costumbre, por ley, por imagen social - y te preguntas si realmente alguna vez existió una aceptación entre ustedes -.

Aparecen a la distancia, como brotando de la tierra al contacto del agua, las luces de la ciudad de México, desplegadas a lo largo de todo el valle, semejando una monstruosa colonia de luciérnagas.

Y Marieta sigue hablando, para ella es casi una competencia deportiva. Es capaz de hablar y hablar durante horas, sin importarle averiguar si le prestan o no atención.

Graciela es tan diferente, piensas, le molesta terriblemente el sospechar siquiera que no está siendo escuchada.

Aumentas el volumen de la radio y te abandonas a ese paisaje húmedo que los limpiadores apenas te dejan adivinar.

Marieta se acomoda en el asiento y reduce el volumen, sin importarle el evidente gesto de fastidio que deliberadamente exageras.

Los limpiadores ya han comenzado a marearte, te gustaría detener el auto, pero eso seria tanto como concederle a tu mujer unos minutos extras para que continúe exhalando su inacabable estupidez.

Y Graciela sigue ahí, en el movimiento intermitente de los limpiadores, con sus medias verde perico y su risa franca. Nunca ha mencionado siquiera que llegues a separarte de Marieta, porque sabe que no lo harás, y sólo desea el tiempo que quieras dedicarle; se te da por entero y te sientes culpable al no poder corresponder de la misma manera. Pero están los niños y está tu carrera, tu impecable carrera diplomática, tu limpísimo expediente.

Las luces de la caseta te producen una indefinible sensación de alivio. Ha comenzado a dejar de llover pero no detienes los limpiadores, que han atrapado la imagen de Graciela, y es quizá por esto, cuando pagas y el empleado te entrega el comprobante, que eres capaz de sonreír por primera vez en todo el viaje.


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