sin nombre conocido, de Agustin Cortes, Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes, Antorcha
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Sin nombre conocido.

Para Iceberg y Haifa

Siempre que el payaso terminaba se quedaba ahí, quietecito, sentado sobre sus patas y con el hociquito como sonriendo. Lo recuerdas ahora, cuando la vieja calle se te viene encima cargada de memoria. Llevaba un sombrerito con forma de cucurucho que el hombre, quién sabe cómo, le enjaretaba entre las orejas, y uno como chalequito de chaquira verde que le hacía parecer más chiquito de lo que en realidad era. Sus ojillos café espuma se fijaban en cada uno de los curiosos y como que atraían su atención porque comenzaban a caer monedas en el sombrero del payaso. En realidad era un perro cirquero sin raza definida, sin títulos ni pedigrí, que podía haber saltado intempestivamente de cualquier callejón del barrio pero al que, sin lugar a dudas, jamás hubieras confundido con otro. Ahora mismo te estás descubriendo otra vez ahí, observándolo cuando el payaso se ponía a tocar lastimeramente su organillo y él, levantándose ágilmente sobre sus patas, pretendía seguir aquel ritmo desmayado acompañándolo con unos aullidos que a ti te producían un extraño cosquilleo en el estómago.

Has vuelto después de muchos años, cuando ya muchas cosas se han ido quedando en el camino, cuando ya el cuerpo de aquel niño se perdió en la dureza de este adulto que ahora mira una calle vieja y sola recordando aquellos días en que aún era dado esperar.

Nunca supiste el nombre del payaso, parecía ser alguien de edad imposible, pues de los recargados afeites sólo resaltaban un par de ojos huecos, gastados por el sol y por el tanto mirar, así como ahora los tuyos, tan distintos a los de él que parecían contener todo lo alegre del mundo. Esos ojos con los que quisieras llenar esa calle cansada que se abre ante ti como vieja ramera, harta de soportar el paso de tantos y tantos que le han ido robando su auténtica traza.

Sabes que ya no lo verás, sentado sobre sus patas y mirando a los curiosos con sus ojos café espuma, porque también él desapareció un día y ya nunca volvió, porque alguien te contó que un auto lo había atropellado y que su chalequito de chaquira verde se había vuelto rojo sucio. Y un día tu también desapareciste, pero a ti nadie te atropelló, simplemente te dejaste llevar por esa marejada que es la vida, soñando con todo lo que ibas a encontrar fuera de esa calle y de esa infancia que decías te acorralaba, pero fueron tus más años los que terminaron por acorralarte, años que se presentaron cuando, muy lejos de ahí, lo volviste a ver y supiste que no había muerto atropellado sino que, como a ti, la soledad lo había estrellado contra sí mismo. El chaleco estaba desteñido, el cucurucho aporreado y ya trabajosamente apenas podía levantarse para seguir la melodía del organillo. Sus suaves sueños de perro se le habían ido quebrando, como los tuyos.

No sabes si volver a caminar sobre esa calle para ver si algo de tu esperanza infantil se te quedó olvidada o si la sombra de aquel niño aún se puede distinguir en las paredes. Prefieres quedarte frente a ella, dejarla como está sin reventarle los recuerdos, sin atosigarla con tu sombra de ahora, desvaída, triste. Cierras los ojos, los aprietas fuertemente y lo vuelves a encontrar, como entonces, sentado sobre sus patas y con el hociquito como si sonriera y supones que para él debió ser como ahora es para ti, porque nunca le conociste hembra y sólo lo recuerdas siguiendo dócilmente al payaso, y entonces te levantas sobre tus patas y comienzas a seguir la lánguida melodía del organillo para ver si así, siquiera por ser perro, alguien puede sentir un poco de ternura y compartir contigo el calor de una sonrisa.


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