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CANTO XVII

Explicación (Se entabla un encarnizado combate entre aqueos y troyanos para apoderarse de las arenas y el cadáver de Patroclo. Por fin, Menelao y Meriones, protegidos por los dos Ayante, cargan a sus espaldas con el cadáver de Patroclo y se lo llevan al campamento).

Principalía de Menelao.

No dejó de advertir el Atrida Menelao, caro a Ares, que Patroclo había sucumbido en la lid a manos de los troyanos; y, armado de luciente bronce, se abrió camino por los combatientes delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver para defenderlo. Como la vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrillo mugiendo tiernamente, porque antes ignoraba lo que era el parto, de semejante manera bullía el rubio Menelao cerca de Patroclo. Y colocándose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, se aprestaba a matar a quien se le opusiera. Tampoco Euforbo, el hábil lancero hijo de Pántoo, se descuidó al ver en el suelo al eximio Patroclo, sino que se detuvo a su lado y dijo a Menelao, caro a Ares:

¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Retírate, suelta el cadáver y desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea, ninguno de los troyanos ni de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo antes que yo lo hiciera. Déjame alcanzar inmensa gloria entre los troyanos. No sea que, hiriéndote, te quite la dulce vida.

Respondióle muy indignado el rubio Menelao:

¡Padre Zeus! No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la pantera, ni el león, ni el dañino jabalí que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su fuerza se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Pántoo. Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó, después de injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos, y no creo que haya podido volverse con sus pies para regocijar a su esposa y a sus venerandos padres. Del mismo modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te pongas delante, pues el necio sólo conoce el mal cuando ya está hecho.

Así habló, sin persuadir a Euforbo, que contestó diciendo:

Menelao, alumno de Zeus, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que canto te jactas. Dejaste viuda a su mujer en el reciente tálamo; causaste a nuestros padres llanto y dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si, llevándome tu cabeza y tus armas, las pusiera en las manos de Pántoo y de la divina Frontis. Pero no se diferirá mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y quién el vencido.

Dicho esto, dio un bote en el escudo liso del Atrida, pero no pudo romper el bronce, porque la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. El Atrida Menelao acometió, a su vez, con la pica, orando al padre Zeus, y, al ir Euforbo a retroceder, se la clavó en la parte inferior de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el delicado cuello. Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de oro y plata. Cual frondoso olivo que, plantado por el Labrador en un lugar solitario donde abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de blancas flores; y, viniendo de repente el huracán, te arranca de la tierra y te tiende en el suelo; así el Atrida Menelao dio muerte a Euforbo, hijo de Pántoo y hábil lancero, y en seguida comenzó a quitarle la armadura.

Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo la mejor vaca, le rompe la cerviz con Los fuertes dientes, y, despedazándola, traga la sangre y todas las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su alrededor, pero de lejos, sin atreverse a ir contra la fiera porque el pálido temor los domina, de la misma manera ninguno tuvo bastante ánimo en su pecho para salir al encuentro del glorioso Menelao. Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas del Pantoida, si no te hubiese impedido Febo Apolo; el cual, tomando la figura de Mentes, caudillo de los cícones, suscitó contra aquél a Héctor, igual al veloz Ares, con estas aladas palabras:

¡Héctor! Tú corres ahora tras lo que no es posible alcanzar: los corceles del aguerrido Eácida. Difícil es que ninguno ni de los hombres ni de los dioses los sujete y sea por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal. Y en tanto, Menelao, belicoso hijo de Atreo, que defiende el cadáver de Patroclo, ha muerto a uno de los más esforzados troyanos, a Euforbo Pantoida, acabando con el impetuoso valor de este caudillo.

El dios, habiendo hablado así, volvió a la batalla. Héctor sintió profundo dolor en las negras entrañas, ojeó las hileras y vio en seguida al Atrida que despojaba de la espléndida armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida. Acto continuo, armado como se hallaba de luciente bronce y dando agudos gritos, abrióse paso por los combatientes delanteros cual si fuese una llama inextinguible encendida por Hefesto. No le pasó inadvertido al hijo de Atreo, que gimió al oír las voces, y a su magnánimo espíritu así le dijo:

¡Ay de mí! Si abandono estas magníficas armas y a Patrocio, que por vengarme yace aquí tendido, temo que se irritará cualquier dánao que lo presencie. Y si por vergüenza peleo con Héctor y Los troyanos, como ellos son muchos y yo estoy solo, quizás me cerquen; pues Héctor, el de tremolaiite casco, trae aquí a todos Los troyanos. Mas ¿por qué el corazón me hace pensar en tales cosas? Cuando, oponiéndose a la divinidad, el hombre lucha con un guerrero protegido por algún dios, pronto le sobreviene grave daño. Así, pues, ninguno de Los dánaos se irritará conmigo porque me vean ceder a Héctor, que combate amparado por las deidades. Pero, si a mis oídos llegara la voz de Ayante, valiente en la pelea, volvería aquí con él y sólo pensaríamos en luchar, aunque fuese contra un dios, para ver si lográbamos arrastrar el cadáver y entregarlo al Pelida Aquiles. Sería esto lo mejor para hacer llevaderos los presentes males.

Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegaron las huestes de los troyanos, acaudilladas por Héctor. Menelao dejó el cadáver y retrocedió, volviéndose de cuando en cuando. Como el melenudo león, a quien alejan del establo los canes y los hombres con gritos y venablos, siente que el corazón audaz se le encoge y abandona de mala gana el redil; de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio Menelao, quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los troyanos y buscó con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón. Pronto le distinguió a la izquierda de la batalla, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo les había infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y, poniéndose a su lado, le dijo estas palabras:

¡Ayante! Ven, amigo; apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás podamos llevar a Aquiles el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.

Así dijo; y conmovió el corazón del aguerrido Ayante, que atravesó al momento las primeras filas junto con el rubio Menelao. Héctor había despojado a Patroclo de las magníficas armas y se lo llevaba arrastrando, para separarle con el agudo bronce la cabeza de los hombros y entregar el cadáver a los perros de Troya. Pero acercósele Ayante con su escudo como una torre; y Héctor, retrocediendo, llegó al grupo de sus amigos, saltó al carro y entregó las magníficas armas a los troyanos para que las llevaran a la ciudad, donde habían de causarle inmensa gloria. Ayante cubrió con su gran escudo al Menecíada y se mantuvo firme. Como el león anda en torno de sus cachorros cuando llevándolos por el bosque le salen al encuentro los cazadores, y, haciendo gala de su fuerza, baja los párpados ocultando sus ojos, de aquel modo corría Ayante alrededor del héroe Patroclo. En la parte opuesta hallábase el Atrida Menelao, caro a Ares, en cuyo pecho el dolor iba creciendo.

Glauco, hijo de Hipóloco, caudillo de los licios, dirigió entonces la torva faz a Héctor, y le increpó con estas palabras:

¡Héctor, el de más hermosa figura, muy falto estás del valor que la guerra demanda! Inmerecida es tu buena fama, cuando solamente sabes huir. Piensa cómo en adelante defenderás la ciudad y sus habitantes, solo y sin más auxilio que los hombres nacidos en Ilio. Ninguno de los licios ha de pelear ya con los dánaos en favor de la ciudad, puesto que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra el enemigo. ¿Cómo, oh cruel, salvarás en la turba a un obscuro combatiente, si dejas que Sarpedón, huésped y amigo tuyo, llegue a ser presa y botín de los argivos? Mientras estuvo vivo, prestó grandes servicios a la ciudad y a ti mismo; y ahora no to atreves a apartar de su cadáver a los perros. Por esto, si los licios me obedecieren, volveríamos a nuestra patria, y la ruina más espantosa amenazaría a Troya. Mas, si ahora tuvieran los troyanos el valor audaz a intrépido que suelen mostrar los que por la patria sostienen contiendas y luchas con los enemigos, pronto arrastraríamos el cadáver de Patroclo hasta Ilio. Y en seguida que el cuerpo de éste fuera retirado del campo y conducido a la gran ciudad del rey Príamo, los argivos nos entregarían, para rescatarlo, las hermosas armas de Sarpedón, y también podríamos llevar a Ilio el cadáver del héroe; pues Patroclo fue escudero del argivo más valiente que hay en las naves, como asimismo lo son sus tropas, que combaten cuerpo a cuerpo. Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayante, ni resistir su mirada en la lucha, ni combatir con él, porque lo aventaja en fortaleza.

Mirándole con torva faz, respondió Héctor, el de tremolante casco:

¡Glauco! ¿Por qué, siendo cual eres, hablas con tanta soberbia? ¡Oh dioses! Te consideraba como el hombre de más seso de cuantos viven en la fértil Licia, y ahora he de reprenderte por lo que pensaste y dijiste al asegurar que no puedo sostener la acometida del ingente Ayante. Nunca me espantó la batalla, ni el ruido de los caballos; pero siempre el pensamiento de Zeus, que lleva la égida, es más eficaz que el de los hombres, y el dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir. Mas, ea, ven acá, amigo, ponte a mi lado, contempla mis hechos, y verás si seré cobarde en la batalla, como has dicho, aunque dure todo el día; o si haré que alguno de los dánaos, no obstante su ardimiento y valor, cese de defender el cadáver de Patroclo.

Cuando así hubo hablado, exhortó a los troyanos, dando grandes voces:

¡Troyanos, licios, dánaos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras visto las armas hermosas del eximio Aquiles, de que despojé al fuerte Patroclo después de matarlo.

Dichas estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, salió de la funesta lid, y, corriendo con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos a sus amigos que llevaban hacia la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso combate se detuvo y cambió de armadura: entregó la propia a los belicosos troyanos, para que la dejaran en la sacra Ilio, y vistió las armas divinas del Pelida Aquiles, que los dioses celestiales dieron a Peleo, y éste, ya anciano, cedió a su hijo, quien no había de usarlas tanto tiempo que llegara a la vejez llevándolas todavía.

Cuando Zeus, que amontona las nubes, vio que Héctor, apartándose, vestía las armas del divino Pelida, moviendo la cabeza, habló consigo mismo y dijo:

¡Ah, mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las armas divinas de un hombre valentísimo a quien todos temen. Has muerto a su amigo, tan bueno como fuerte, y le has quitado ignominiosamente la armadura de la cabeza y de los hombros. Mas todavía dejaré que alcances una gran victoria como compensación de que Andrómaca no recibirá de tus manos, volviendo tú del combate, las magníficas armas del Pelión.

Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento. La armadura de Aquiles le vino bien a Héctor, apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus miembros se vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces, enderezó sus pasos a los aliados ilustres y se les presentó con las resplandecientes armas del magnánimo Pelión. Y acercándose a cada uno para animarlos con sus palabras, a Mestles, Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo, Disénor, Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo, los instigó con estas aladas palabras:

¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido por el deseo ni por la necesidad de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de vuestras ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las esposas y a los tiernos infantes de los troyanos. Con este pensamiento abrumo a mi pueblo y le exijo dones y víveres para excitar vuestro valor. Ahora cada uno haga frente y embista al enemigo, ya muera, ya se salve, que tales son los lances de la guerra. Al que arrastre el cadáver de Patrocio hasta las filas de los troyanos, domadores de caballos, y haga ceder a Ayante, le daré la mitad de los despojos, reservándome la otra mitad, y su gloria será tan grande como la mía.

Así dijo. Todos arremetieron con las picas levantadas y cargaron sobre los dánaos, pues tenían grandes esperanzas de arrancar el cuerpo de Patroclo de las manos de Ayante Telamoníada. ¡Insensatos! Sobre el mismo cadáver, Ayante hizo perecer a muchos de ellos. Y este héroe dijo entonces a Menelao, valiente en la pelea:

¡Oh amigo, oh Menelao, alumno de Zeus! Ya no espero que salgamos con vida de esta batalla. Ni temo tanto por el cadáver de Patroclo, que pronto saciará en Troya a los perros y aves de rapiña, cuanto por tu cabeza y por la mía; pues el nublado de la guerra, Héctor, todo lo cubre, y a nosotros nos espera una muerte cruel. Ea, llama a los más valientes dánaos, por si alguno to oye.

Así dijo. Menelao, valiente en la pelea, no desobedeció; y, alzando recio la voz, dijo a los dánaos:

¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos, los que bebéis en la tienda de los Atridas Agamenón y Menelao el vino que el pueblo paga, mandáis las tropas y os viene de Zeus el honor y la gloria! Me es difícil ver a cada uno de los caudillos. ¡Tan grande es el combate que aquí se ha empeñado! Pero acercaos vosotros, indignándoos en vuestro corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos.

Así dijo. Oyóle en seguida el veloz Ayante de Oileo, y acudió antes que nadie, corriendo a través del campo. Siguiéronle Idomeneo y su escudero Meriones, igual al homicida Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir los nombres de cuantos aqueos fueron llegando para reanimar la pelea?

Los troyanos acometieron apiñados, con Héctor a su frente. Como en la desembocadura de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan bramando contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en torno; con una gritería tan grande marchaban los troyanos. Mientras tanto, los aqueos permanecían firmes alrededor del cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y defendiéndose con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de espesa niebla sus relucientes cascos, porque nunca había aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue servidor del Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera llegar a ser juguete de los perros troyanos. Por esto el dios incitaba a los compañeros a que lo defendieran.

En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos, desamparando al muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos troyanos no consiguieron matar con sus lanzas a ningún aqueo, como deseaban, empezaron a arrastrar el cadáver. Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los hizo volver Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los dánaos, después del eximio Pelión. Atravesó el héroe las primeras Filas, y parecido por su bravura al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando vueltas por los matorrales, a los perros y a los florecientes mancebos, de la misma manera el esclarecido Ayante, hijo del ilustre Telamón, acometió y dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en torno de Patroclo con el decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar gloria.

Hipótoo, hijo preclaro del pelasgo Leto, había atado una correa a un tobillo de Patroclo, alrededor de los tendones; y arrastraba el cadáver por el pie, a través del reñido combate, para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió una desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarlo. Pues el hijo de Telamón, acometiéndole por entre la turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el casco, guarnecido de un penacho de crines de caballo, se quebró al recibir el golpe de la gran lanza manejada por la robusta mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo largo del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus manos al suelo el pie del magnánimo Patroclo, y cayó de pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así no pudo pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante. A su vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a Ayante, pero éste, al notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a Esquedio, hijo del magnánimo ífito y el más valiente de los focios, que tenía su casa en la célebre Panopeo y reinaba sobre muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la clavícula y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron.

Ayante hirió en medio del vientre al aguerrido Forcis, hijo de Fénope, que defendía el cadáver de Hipótoo; y el bronce rompió la cavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, cogió el suelo con las manos. Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces, retiraron los cadáveres de Forcis y de Hipótoo, y quitaron de sus hombros las respectivas armaduras.

Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía; y los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la voluntad de Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a Eneas, tomando la figura del heraldo Perifante Epítida, que había envejecido ejerciendo de pregonero en la casa del padre del héroe y sabía dar saludables consejos. Así transfigurado, habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:

¡Eneas! ¿De qué modo podríais salvar la excelsa Ilio, hasta si un dios se opusiera? Como he visto hacerlo a otros varones que confiaban en su fuerza y vigor, en su bravura y en la muchedumbre de tropas formadas por un pueblo intrépido. Mas, al presente, Zeus desea que la victoria quede por vosotros y no por los dánaos; y vosotros huís temblando, sin combatir.

Así dijo. Eneas, como viera delante de sí a Apolo, el que hiere de lejos, le reconoció, y a grandes voces dijo a Héctor:

¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus aliados! Es una vergüenza que entremos en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por nuestra cobardía. Una deidad ha venido a decirme que Zeus, el árbitro supremo, será aún nuestro auxiliar en la batalla. Marchemos, pues, en derechura a los dánaos, para que no se lleven tranquilamente a las naves el cadáver de Patroclo.

Así habló; y, saltando mucho más allá de los combatientes delanteros, se detuvo. Los troyanos volvieron la cara y afrontaron a los aqueos. Entonces Eneas dio una lanzada a Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes. Al verlo derribado en tierra, compadecióse Licomedes, caro a Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó la reluciente lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Hipásida, pastor de hombres, y le dejó sin vigor las rodillas: este guerrero procedía de la fértil Peonia, y era, después de Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Vioto caer el belicoso Asteropeo, y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a pelear con los dánaos. Mas no le fue posible; pues cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos y calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que ninguno retrocediese, abandonando el cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás aqueos, sino que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo encargaba el ingente Ayante. La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos de otros, muchos troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no peleaban sin derramar sangre, aunque perecían en mucho menor número porque cuidaban siempre de defenderse recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel muerte.

Así combatían, con el ardor del fuego. No hubieras dicho que aún subsistiesen el sol y luna, pues hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que peleaban alrededor del cadáver del Menecíada. Los restantes troyanos y aqueos, de hermosas grebas, libres de la obscuridad, luchaban al cielo sereno: los vivos rayos del sol herían el campo, sin que apareciera ninguna nube sobre la tierra ni en las montañas, y ellos combatían y descansaban alternativamente, hallándose a gran distancia unos de otros y procurando librarse de los dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y en tanto, los del centro padecían muchos males a causa de la niebla y del combate, y los más valientes estaban dañados por el cruel bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y Antíloco, ignoraban aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo aún, luchaba con los troyanos en la primera fila. Ambos, aunque estaban en la cuenta de que sus compañeros eran muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás; que así se lo había ordenado Néstor, cuando desde las negras naves los envió a la batalla.

Todo el día sostuvieron la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos tenían las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y los ojos, cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Como un hombre da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta de grasa, y ellos, cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos sale la humedad, penetra la grasa y la piel queda perfectamente extendida por todos lados, de la misma manera tiraban aquéllos del cadáver acá y acullá, en un reducido espacio, y tenían grandes esperanzas de arrastrarlo los troyanos hacia Ilio, y los aqueos a las cóncavas naves. Un tumulto feroz se producía alrededor del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros, ni Atenea por airada que estuviera, habrían hallado nada que baldonar, si lo hubiesen presenciado: tan funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el cadáver de Patroclo. El divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la pelea se había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya. No se figuraba que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas volvería vivo; porque tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con él mismo. Así se lo había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole separadamente de los demás, le revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le anunció la gran desgracia que acababa de ocurrir: la muerte del compañero a quien más amaba.

Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, se acometían continuamente alrededor del cadáver; y unos a otros se mataban. Y hubo quien entre los aqueos, de broncíneas corazas, habló de esta manera:

¡Oh amigos! No sería para nosotros acción gloriosa la de volver a las cóncavas naves. Antes la negra tierra se nos trague a todos; que preferible fuera, si hemos de permitir a los troyanos, domadores de caballos, que arrastren el cadáver a la ciudad y alcancen gloria.

Y a su vez alguno de los magnánimos troyanos así decía:

¡Oh amigos! Aunque la parca haya dispuesto que sucumbamos todos junto a ese hombre, nadie abandone la batalla.

Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros. Seguía el combate, y el férreo estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo éter.

Los corceles de Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles permanecían aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus párpados caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.

Al verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y, hablando consigo mismo, dijo:

¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será llevado por vosotros en el labrado carro; no lo permitiré. ¿Por ventura no es bastante que se haya apoderado de las armas y se gloríe de esta manera? Daré fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu, para que llevéis salvo a Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a los troyanos, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y la sagrada obscuridad sobrevenga.

Así diciendo, infundió gran vigor a los caballos: sacudieron éstos el polvo de las crines y arrastraron velozmente el ligero carro hacia los troyanos y los aqueos. Automedonte, aunque afligido por la suerte de su compañero, quería combatir desde el carro, y con los corceles se echaba sobre los enemigos como el buitre sobre los ánsares; y con la misma facilidad huía del tumulto de los troyanos, que arremetía a la gran turba de ellos para seguirles el alcance. Pero no mataba hombres cuando se lanzaba a perseguir, porque, estando solo en el sagrado asiento, no le era posible acometer con la lanza y sujetar al mismo tiempo los veloces caballos. Viole al fin su compañero Alcimedonte, hijo de Laerces Hemónida; y, poniéndose detrás del carro, dijo a Automedonte:

¡Automedonte! ¿Qué dios te ha sugerido tan inútil propósito dentro del pecho y te ha privado de tu buen juicio? ¿Por qué, estando solo, combates con los troyanos en la primera fila? Tu compañero recibió la muerte, y Héctor se vanagloria de cubrir sus hombros con las armas del Eácida.

Respondióle Automedonte, hijo de Diores:

¡Alcimedonte! ¿Cuál otro aqueo podría sujetar o aguijar estos caballos inmortales mejor que tú, si no fuera Patroclo, consejero igual a los dioses, mientras estuvo vivo? Pero ya la muerte y la parca lo alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas, y yo bajaré del carro para combatir.

Así dijo. Alcimedonte, subiendo en seguida al veloz carro, empuñó el látigo y las riendas, y Automedonte saltó a tierra. Advirtiólo el esclarecido Héctor; y al momento dijo a Eneas, que a su lado estaba:

¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas corazas! Advierto que los corceles del Eácida, ligero de pies, aparecen nuevamente en la lid guiados por aurigas débiles. Y creo que me apoderaría de los mismos, si tú quisieras ayudarme; pues, arremetiendo nosotros a los aurigas, éstos no se atreverán a resistir ni a pelear frente a frente.

Así dijo; y el valeroso hijo de Anquises no dejó de obedecerle. Ambos pasaron adelante, protegiendo sus hombros con sólidos escudos de pieles secas de buey, cubiertas con gruesa capa de bronce. Siguiéronles Cromio y el deiforme Areto, que tenían grandes esperanzas de matar a los aurigas y llevarse los corceles de erguido cuello. ¡Insensatos! No sin derramar sangre habían de escapar de Automedonte. Éste, orando al padre Zeus, llenó de fuerza y vigor las negras entrañas; y en seguida dijo a Alcimedonte, su fiel compañero:

¡Alcimedonte! No tengas los caballos lejos de mí; sino tan cerca, que sienta su resuello sobre mi espalda. Creo que Héctor Priámida no calmará su ardor hasta que suba al carro de Aquiles y gobierne los corceles de hermosas crines, después de darnos muerte a nosotros y desbaratar las filas de los guerreros argivos; o él mismo sucumba, peleando con los combatientes delanteros.

Así habiendo hablado, llamó a los dos Ayantes y a Menelao:

¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Menelao! Dejad a los más fuertes el cuidado de rodear al muerto y defenderlo, rechazando las haces enemigas; y venid a librarnos del día cruel a nosotros que aún vivimos, pues se dirigen a esta parte, corriendo por el luctuoso combate, Héctor y Eneas, que son los más valientes de los troyanos. En la mano de los dioses está lo que haya de ocurrir. Yo arrojaré mi lanza, y Zeus se cuidará del resto.

Dijo; y, blandiendo la ingente lanza, acertó a dar en el escudo liso de Areto, que no logró detener a aquélla: atravesólo la punta de bronce, y rasgando el cinturón se clavó en el empeine del guerrero. Como un joven hiere con afilada segur a un buey montaraz por detrás de las astas, le corta el nervio y el animal da un salto y cae, de esta manera el troyano saltó y cayó boca arriba y la lanza aguda, vibrando aún en sus entrañas, dejóle sin vigor los miembros. Héctor arrojó la reluciente lanza contra Automedonte, pero éste, como la viera venir, evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la fornida lanza se clavó en el suelo detrás de él, y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Y se atacaron de cerca con las espadas, si no les hubiesen obligado a separarse los dos Ayantes; los cuales, enardecidos, abriéronse paso por la turba y acudieron a las voces de su amigo. Temiéronlos Héctor, Eneas y el deiforme Cromio, y, retrocediendo, dejaron a Areto, que yacía en el suelo con el corazón traspasado. Automedonte, igual al veloz Ares, despojóle de las armas y, gloriándose, pronunció estas palabras:

El pesar de mi corazón por la muerte del Menecíada se ha aliviado un poco; aunque le es inferior el varón a quien he dado muerte.

Así diciendo, tomó y puso en el carro los sangrientos despojos; y en seguida subió al mismo, con los pies y las manos ensangrentados como el león que ha devorado un toro.

De nuevo se trabó una pelea encarnizada, funesta, luctuosa, en torno de Patroclo. Excitó la lid a Atenea, que vino del cielo, enviada a socorrer a los dánaos por el largovidente Zeus, cuya mente había cambiado. De la suerte que Zeus tiende en el cielo el purpúreo arco iris, como señal de una guerra o de un invierno tan frío que obliga a suspender las labores del campo y entristece a los rebaños, de este modo la diosa, envuelta en purpúrea nube, penetró por las tropas aqueas y animó a cada guerrero. Primero enderezó sus pasos hacia el fuerte Menelao, hijo de Atreo, que se hallaba cerca; y, tomando la figura y voz infatigable de Fénix, le exhortó diciendo:

Sería para ti, oh Menelao, motivo de vergüenza y de oprobio que los veloces perros despedazaran cerca del muro de Troya el cadáver de quien fue compañero fiel del ilustre Aquiles. ¡Combate denodadamente y anima a todo el ejército!

Respondióle Menelao, valiente en la pelea:

¡Padre Fénix, anciano respetable! Ojalá Atenea me infundiese vigor y me librase del ímpetu de los tiros. Yo quisiera ponerme al lado de Patroclo y defenderlo, porque su muerte conmovió mucho mi corazón; pero Héctor tiene la terrible fuerza de una llama, y no cesa de matar con el bronce, protegido por Zeus, que le da gloria.

Así dijo. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, holgándose de que aquél la invocara la primera entre todas las deidades, le vigorizó los hombros y las rodillas, a infundió en su pecho la audacia de la mosca, la cual, aunque sea ahuyentada repetidas veces, vuelve a picar porque la sangre humana le es agradable; de una audacia semejante llenó la diosa las negras entrañas del héroe. Encaminóse Menelao hacia el cadáver de Patroclo y despidió la reluciente lanza. Hallábase entre los troyanos Podes, hijo de Eetión, rico y valiente, a quien Héctor honraba mucho en la ciudad porque era su compañero querido en los festines; a éste, que ya emprendía la fuga, atravesólo el rubio Menelao con la broncínea lanza que se clavó en el ceñidor, y el troyano cayó con estrépito. Al punto, el Atrida Menelao arrastró el cadáver desde los troyanos adonde se hallaban sus amigos.

Apolo incitó a Héctor, poniéndose a su lado después de tomar la figura de Fénope Asíada; éste tenía la casa en Abides, y era para el héroe el más querido de sus huéspedes. Así transfigurado, dijo Apolo, el que hiere de lejos:

¡Héctor! ¿Cuál otro aqueo te temerá, cuando huyes temeroso ante Menelao, que siempre fue guerrero débil y ahora él solo ha levantado y se lleva fuera del alcance de los troyanos el cadáver de tu fiel amigo a quien mató, del que peleaba con denuedo entre los combatientes delanteros, de Podes, hijo de Eetión?

Así dijo, y negra nube de pesar envolvió a Héctor, que en seguida atravesó las primeras filas, cubierto de reluciente bronce. Entonces el Cronida tomó la esplendorosa égida floqueada, cubrió de nubes el Ida, relampagueó y tronó fuertemente, agitó la égida, y dio la victoria a los troyanos, poniendo en fuga a los aqueos.

El primero que huyó fue Penéleo, el beocio, por haber recibido, vuelto siempre de cara a los troyanos, una herida leve en el hombro; y Polidamante, acercándose a él, le arrojó la lanza, que desgarró la piel y llegó hasta el hueso. Héctor, a su vez, hirió en la muñeca y dejó fuera de combate a Leito, hijo del magnánimo Alectrión; el cual huyó espantado y mirando en torno suyo, porque ya no esperaba que con la lanza en la mano pudiese combatir con los troyanos. Contra Héctor, que perseguía a Leito, arrojó Idomeneo su lanza y le dio un bote en el peto de la coraza, junto a la tetilla; pero rompióse aquélla en la unión del asta con el hierro; y los troyanos gritaron. Héctor despidió su lama contra Idomeneo Deucálida, que iba en un carro; y por poco no acertó a herirlo; pero el bronce se clavó en Cérano, escudero y auriga de Meriones, a quien acompañaba desde que partieron de la bien construida Licto. Idomeneo salió aquel día de las corvas naves al campo, como infante; y hubiera procurado a los troyanos un gran triunfo, si no hubiese llegado Cérano guiando los veloces corceles: éste fue su salvador, porque le libró del día cruel al perder la vida a manos de Héctor, matador de hombres. A Cérano, pues, hirióle Héctor debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo saltar los dientes y atravesó la lengua. El guerrero cayó del carro, y dejó que las riendas vinieran al suelo. Meriones, inclinándose, recogiólas, y dijo a Idomeneo:

Aquija con el látigo los caballos hasta que llegues a las veleras naves; pues ya tú mismo conoces que no serán los aqueos quienes alcancen la victoria.

Así habló; a Idomeneo fustigó los corceles de hermosas crines, guiándolos hacia las cóncavas naves, porque el temor había entrado en su corazón.

No les pasó inadvertido al magnánimo Ayante y a Menelao que Zeus otorgaba a los troyanos la inconstante victoria. Y el gran Ayante Telamonio fue el primero en decir:

¡Oh dioses! Ya hasta el más simple conocería que el padre Zeus favorece a los troyanos. Los tiros de todos ellos, sea cobarde o valiente el que dispara, no yerran el blanco, porque Zeus los encamina; mientras que los nuestros caen al suelo sin dañar a nadie. Ea, pensemos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y volvernos, para regocijar a nuestros amigos; los cuales deben de afligirse mirando hacia acá, y sin duda piensan que ya no podemos resistir la fuerza y las invictas manes de Héctor, matador de hombres, y pronto tendremos que caer en las negras naves. Ojalá algún amigo avisara rápidamente al Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha muerto su compañero amado. Pero no puedo distinguir entre los aqueos a nadie capaz de hacerlo, cubiertos como están por densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Zeus! ¡Libra de la espesa niebla a los aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que así te place!

Así dijo; y el padre, compadecido de verle derramar lágrimas, disipó en el acto la obscuridad y apartó la niebla. Brilló el sol y toda la batalla quedó alumbrada. Y entonces dijo Ayante a Menelao, valiente en la pelea:

Mira ahora, Menelao, alumno de Zeus, si ves a Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, vivo aún; y envíale para que vaya corriendo a decir al belicoso Aquiles que ha muerto su compañero más amado.

Así dijo; y Menelao, valiente en la pelea, obedeció y se fue, como se aleja del establo un león después de irritar a los canes y a los hombres que, vigilando toda la noche, no le han dejado comer los pingües bueyes, el animal, ávido de carne, acomete, pero nada consigue porque audaces manos le arrojan muchos venablos y teas encendidas que le hacen temer, aunque está enfurecido; y al despuntar la aurora se va con el corazón atligido: de tan mala gana, Menelao, valiente en la pelea, se apartaba de Patroclo, porque sentía gran temor de que los aqueos, vencidos por el fuerte miedo, lo dejaran y fuera presa de los enemigos. Y se lo recomendó mucho a Meriones y a los Ayantes, diciéndoles:

¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Meriones! Acordaos ahora de la mansedumbre del mísero Patroclo, el cual supo ser amable con todos mientras gozó de vida. Pero ya la muerte y la parca le alcanzaron.

Dicho esto, el rubio Menelao partió mirando a todas partes como el águila (el ave, según dicen, de vista más perspicaz entre cuantas vuelan por el cielo), a la cual, aun estando en las alturas, no le pasa inadvertida una liebre de pies ligeros echada debajo de un arbusto frondoso, y se abalanza a ella y en un instante la coge y le quita la vida; del mismo modo, oh Menelao, alumno de Zeus, tus brillantes ojos dirigíanse a todos lados, por la turba numerosa de los compañeros, para ver si podrías hallar vivo al hijo de Néstor. Pronto le distinguió a la izquierda del combate, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear. Y deteniéndose a su lado, hablóle así el rubio Menelao:

¡Ea, ven acá, Antíloco, alumno de Zeus, y sabrás una infausta nueva que ojalá no debiera darte! Creo que tú mismo conocerás, con sólo tender la vista, que un dios nos manda la derrota a los dánaos y que la victoria es de los troyanos. Ha muerto el más valiente aqueo, Patroclo, y los dánaos le echan muy de menos. Corre hacia las naves aqueas y anúncialo a Aquiles; por si, dándose prisa en venir, puede llevar a su bajel el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.

Así dijo. Estremecióse Antíloco al oírle, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas no por esto descuidó de cumplir la orden de Menelao: entregó las armas a Laódoco, el eximio compañero que a su lado regía los solípedos caballos, y echó a correr.

Llevado por sus pies fuera del combate, fuese llorando a dar al Pelida Aquiles la triste noticia. Y a ti, oh Menelao, alumno de Zeus, no te aconsejó el ánimo que te quedaras allí para socorrer a los fatigados compañeros de Antíloco, aunque los pilios echaban muy de menos a su jefe. Envióles, pues, el divino Trasimedes; y volviendo a la carrera hacia el cadáver del héroe Patroclo, se detuvo junto a los Ayantes, y en seguida les dijo:

Ya he enviado a aquél a las veleras naves, para que se presente a Aquiles, el de los pies ligeros; pero no creo que Aquiles venga en seguida, por más airado que esté con el divino Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los troyanos. Pensemos nosotros mismos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y librarnos, en la lucha con los troyanos, de la muerte y la parca.

Respondióle el gran Ayante Telamonio:

Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos prontamente, levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que tenemos igual ánimo, llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo combate, os seguiremos, peleando a vuestra espalda con los troyanos y el divino Héctor.

Así dijo. Aquéllos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército troyano al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los troyanos como los perros que, adelantándose a los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí herido; así como éstos corren detrás del jabalí y anhelan despedazarlo, pero, cuando el animal, fiado en su fuerza, se vuelve, retroceden y espantados se dispersan; del mismo modo los troyanos seguían en tropel y herían a los aqueos con las espadas y lanzas de doble filo; pero, cuando los Ayantes volvieron la cara y se detuvieron, a todos se les mudó el color del semblante y ninguno osó adelantarse para disputarles el cadáver.

De tal manera ambos caudillos llevaban presurosos el cadáver desde la batalla hacia las cóncavas naves. Tras ellos suscitóse feroz combate: como el fuego que prende en una ciudad, se levanta de pronto y resplandece, y las casas se arruinan entre grandes llamas que el viento, enfurecido, mueve; de igual suerte, un horrísono tumulto de caballos y guerreros acompañaba a los que se iban retirando. Así como mulos vigorosos sacan del monte y arrastran por áspero camino una viga o un gran tronco destinado a mástil de navío, y apresuran el paso, pero su ánimo está abatido por el cansancio y el sudor: de la misma manera ambos caudillos transportaban animosamente el cadáver. Detrás de ellos, los Ayantes contenían a los troyanos como el valladar selvoso extendido por gran parte de la llanura refrena las corrientes perjudiciales de los ríos de curso arrebatado, les hace torcer el camino y les señala el cauce por donde todos han de correr, y jamás los ríos pueden romperlo con la fuerza de sus aguas; de semejante modo, los Ayantes apartaban a los troyanos que les seguían peleando, especialmente Eneas Anquisíada y el preclaro Héctor. Como vuela una bandada de estorninos o grajos, dando horribles chillidos, cuando ven al gavilán que trae la muerte a los pajarillos, así entonces los aqueos, perseguidos por Eneas y Héctor, corrían chillando horriblemente y se olvidaban de combatir. Muchas armas hermosas de los dánaos fugitivos cayeron en el foso o en sus orillas, y la batalla continuaba sin intermisión alguna.


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