Índice de Arsenio Lupín, caballero ladrón de Maurice LeblancAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

EL SIETE DE CORAZONES

Primera parte

Se plantea una pregunta y esta me ha sido hecha a menudo.

¿Cómo conocí yo a Arsenio Lupin?

Nadie duda de que yo le conozco. Los detalles que he acumulado sobre este hombre desconciertan; los hechos irrefutables que yo expongo, las pruebas nuevas que aporto, la interpretación que doy a ciertos actos de los cuales solo habían sido vistas las manifestaciones exteriores sin penetrar en las razones secretas ni en el mecanismo invisible ..., todo eso prueba perfectamente, si no una intimidad que la propia existencia de Arsenio Lupin haría imposible, sí, cuando menos, unas relaciones amistosas y las consiguientes confidencias.

Pero ¿cómo lo conocí yo? ¿De dónde procede el favor de ser su historiador? ¿Por qué he de ser yo y no otro?

La respuesta es fácil: la casualidad únicamente ha presidido una elección en la cual mis méritos no cuentan para nada. Es la casualidad que me ha puesto sobre ese camino. Es por casualidad que yo he estado mezclado a una de sus más extrañas y de sus más misteriosas aventuras, y es por casualidad, en suma, que yo fui actor en un drama del que él fue el maravilloso director; drama oscuro y complejo, erizado de tales peripecias, que experimento un cierto embarazo en el momento de emprender el relato.

El primer acto se produjo en el curso de aquella famosa noche del 22 al 23 de junio, de la cual tanto se ha hablado. Y, por mi parte, digámoslo de una vez, atribuyo la conducta bastante anormal que yo observé en esa ocasión al estado de espíritu muy especial en que me encontraba al regresar a mi casa. Habíamos cenado entre amigos en un restaurante de la Cascada, y durante toda la noche, mientras fumábamos y la orquesta de zínganos tocaba valses melancólicos, nosotros no habíamos hablado más que de crímenes y de robos y de intrigas espantosas y tenebrosas. Y todo eso constituye una mala preparación para conciliar el sueño.

Los Saint-Martin se marcharon en automóvil; Juan Daspry -aquel encantador y despreocupado Daspry que seis meses después se haría matar de manera tan trágica en la frontera de Marruecosy yo regresamos a pie bajo la noche oscura y cálida. Cuando llegamos ante el pequeño hotel que yo habitaba desde hacía un año en Neully, en el bulevar Maillot, él me dijo:

- Tú no sientes nunca miedo?

- ¡Qué ocurrencia!

- ¡Caramba! Esta residencia está tan aislada ..., nada de vecinos ... Solo terrenos vacíos ... En verdad, yo no soy un cobarde; pero, sin embargo ...

- ¡Caray! Qué alegre estás.

- ¡Oh! Yo digo eso como pudiera decir otra cosa. Los Saint-Martin me han impresionado con sus historias de bandidos.

Después de estrecharme la mano se alejó. Saqué la llave y abrí la puerta de la casa.

Vaya -me dije-. Antonia ha olvidado dejarme encendida una lámpara.

Y de pronto recordé: Antonia estaba ausente, pues yo le había dado permiso para salir.

Inmediatamente, las sombras y el silencio me resultaron ingratos. Subí hasta mi dormitorio a tientas, lo más rápido posible, y en seguida, al contrario de lo que acostumbraba hacer, di vuelta a la llave por dentro y eché el cerrojo.

La llama de la lámpara me devolvió mi sangre fría. Sin embargo, tuve la precaución de sacar mi revólver de su funda; era un revólver grande, de largo alcance, y lo coloqué al lado de mi cama. Esta precaución acabó de tranquilizarme.

Me acosté y, como de ordinario, para dormir tomé de encima de la mesilla de noche el libro que siempre tenía sobre ella.

Quedé sorprendido. En lugar del cortapapeles con que yo había dejado marcadas las páginas la víspera, se encontraba un sobre sellado con cinco marcas de lacre rojo. Lo tomé vivamente. Llevaba como dirección mi nombre y apellidos, acompañados de esta indicación:

Urgente.

¡Una carta! ¡Una carta a mi nombre! ¿Quién podía haberla puesto en ese lugar? Un poco nervioso desgarré el sobre y leí:

A partir del momento en que usted haya abierto esta carta, ocurra lo que ocurra, oiga lo que oiga, no se mueva, no haga ningún ademán, no lance ningún grito. Si no, está usted perdido.

Pero tampoco soy un cobarde, y como cualquier otro sé hacerle frente al peligro real o sonreír a los peligros quiméricos que se apoderan de nuestra imaginación. Mas, repito, me encontraba en un estado de espíritu anormal y por ello más fácilmente impresionable y con los nervios a flor de piel. Y además, ¿no había en todo eso algo de desconcertante y de inexplicable que hubiera sobrecogido al alma más intrépida?

Mis dedos apretaban febrilmente el papel y mis ojos releían sin cesar las palabras amenazadoras ... No haga ningún ademán ..., no lance ningún grito ...; si no, está usted perdido... Vaya, pensé yo, se trata de alguna broma, de una farsa estúpida.

Estuve a punto de echarme a reír y hasta sentí deseos de reírme en voz alta. ¿Qué me lo impedía? ¿Qué temor impreciso me comprimía la garganta?

Cuando menos apagaría la lámpara. Pero no pude soplar la llama. Ni un ademán, o usted está perdido, decía la nota.

Pero ¿por qué luchar contra esa clase de autosugestiones, más imperiosas a menudo que los hechos más precisos? No tenía más que cerrar los ojos. Cerré los ojos.

En el mismo instante, un ruido ligero rompió el silencio y luego se oyeron crujidos. Y todo ello provenía, según me pareció, de una sala grande inmediata, donde yo tenía instalado mi gabinete de trabajo y del cual estaba separado por la antecámara.

La proximidad de un peligro real me sobreexcitó y tuve la sensación de que iba a levantarme, echar mano al revólver y precipitarme en la sala. Pero no me levanté: frente a mí una de las cortinas de la ventana se había movido.

Ya no cabían dudas. ¡Se movía aún! Y vi -lo vi claramente- que había entre las cortinas de la ventana, en ese espacio demasiado estrecho, una figura humana cuyo volumen impedía que la tela cayera vertical.

Y aquel ser me estaba viendo también, estaba seguro de que me veía a través de las mallas muy amplias de la tela. Y entonces lo comprendí todo. Mientras los demás se llevaban el botín, su misión consistía en mantenerme quieto. ¿Qué haría? ¿Levantarme? ¿Coger el revólver? Imposible ... El se hallaba allí y al menor ademán, al menor grito, yo estaba perdido ...

Un violento golpe sacudió la casa, seguido de otros pequeños golpes dados de dos en dos o tres en tres, semejantes a los de un martillo que cae sobre puntas y que rebota. O, cuando menos, eso era lo que yo me imaginaba en la confusión que dominaba mi cerebro. Otros ruidos se entrecruzaron con aquellos en un verdadero tumulto, probándome que los intrusos no se preocupaban en absoluto y operaban con toda seguridad.

Y tenía razón: yo no me movía en modo alguno. ¿Era cobardía? No, más bien una anulación, una impotencia total para mover uno solo de mis miembros. Era igualmente prudencia, porque, a fin de cuentas, ¿para qué luchar? Detrás de aquel hombre había otros diez que acudirían a su llamada. ¿Iba yo a arriesgar mi vida para salvar unos pocos tapices y objetos de valor?

Y ese suplicio duró toda la noche. Suplicio intolerable, angustia terrible. El ruido había acabado, pero yo no cesaba de esperar que volviese a empezar de nuevo. ¡Y aquel hombre! ¡El hombre que me vigilaba con el arma en la mano! Mi mirada espantada no se apartaba de él. Y mi corazón latía apresuradamente y el sudor brotaba de mi frente y de todo mi cuerpo.

Y de pronto, un bienestar inexplicable me invadió: el carro de un lechero cuyo rodar me era bien conocido pasó por la calle y con ello sentí la impresión de que el alba se deslizaba entre las cerradas persianas y que la luz del día exterior se mezclaba ya a las sombras.

Y el día penetró en mi dormitorio. Y pasaron otros carros. Y todos los fantasmas de la noche se desvanecieron.

Entonces saqué un brazo fuera de la cama, lentamente, solapadamente; frente a mí nada se movió. Clavé mis ojos en el pliegue de la cortina, en el lugar exacto donde era preciso apuntar, tomé cuenta exacta de los movimientos que yo debía ejecutar, y rápidamente, empuñando mi revólver, tiré.

Salté fuera de la cama con un grito de liberación y corrí a la cortina. La tela estaba perforada y el vidrio agujereado. En cuanto al hombre, no había podido alcanzarle ... por la sencilla razón de que allí no había nadie.

¡Nadie! Y así había sido toda la noche. Yo había permanecido hipnotizado por un pliegue de la cortina. Y durante todo ese tiempo los malhechores ... Rabiosamente, con un impulso que nada hubiera podido detener, di vuelta a la llave en la cerradura, abrí la puerta, crucé la antecámara, abrí la otra puerta y me precipité en la sala.

La estupefacción me dejó clavado sobre el suelo, anhelante, aturdido, más sorprendido todavía de lo que había quedado al comprobar la ausencia del individuo: nada había desaparecido. Todas las cosas que yo suponía robadas: muebles, tapices, terciopelos y sedas antiguos, todas esas cosas estaban en sus respectivos lugares.

Era un espectáculo incomprensible. No creía lo que veía. Pero ¿y aquel estrépito, aquellos ruidos como de mudanza? Recorrí la estancia, inspeccioné las paredes, hice un inventario de todos aquellos objetos que yo conocía perfectamente. ¡Nada faltaba! Y lo que me desconcertaba más es que tampoco revelaba que por allí hubieran pasado malhechores; ningún indicio, ni una silla fuera de su sitio, ninguna huella.

Vamos, vamos -me dije, cogiéndome la cabeza entre las manos-. Pero, sin embargo, yo no estoy loco. Yo oí bien los ruidos ...

Pulgada a pulgada, siguiendo los procedimientos de investigación más minuciosos, examiné la sala. Todo fue en vano. O más bien ..., ¿podía yo acaso considerar aquello como un descubrimiento? Sobre una pequeña alfombra persa, tirada en el suelo, recogí una carta, un naipe de juego. Era un siete de corazones, semejante a todos los sietes de corazones de los juegos de cartas francesas, pero que llamó mi atención por un detalle bastante curioso. La punta extrema de cada una de las siete marcas rojas en forma de corazón estaba perforada, tenía un agujero ..., la forma de agujero redondo y regular que hubiera podido practicarse con la punta de un punzón.

Eso era todo. Un naipe y una carta encontrada dentro de un libro. Y fuera de eso, nada. ¿Acaso era bastante para afirmar que yo no había sido juguete de un sueño?

Durante todo el día proseguí mis investigaciones en el salón. Era una estancia grande y en desproporción con la pequeñez del hotel y cuya ornamentación atestiguaba el extraño gusto de quien la había concebido. El piso era de mosaico compuesto de piedrecitas multicolores, formando anchos dibujos simétricos. Y ese mismo mosaico cubría las paredes, dispuesto en paneles: alegorías de Pompeya, composiciones bizantinas, frescos de la Edad Media. Un Baco cabalgaba sobre un tonel. Un emperador coronado de oro y con la barba florida tenía una espada en la mano derecha.

En lo alto, un poco a la manera de un taller de artista, se abría la única y amplia ventana. Esta ventana, que estaba siempre abierta durante la noche, es probable que constituía el punto por donde los hombres habían pasado con ayuda de una escala. Pero tampoco en esto tenía ninguna certidumbre. Los montantes de la escalera hubieran debido dejar huellas sobre el suelo del patio: pero allí no había ninguna. La hierba del terreno vacío que rodeaba el hotel debiera de estar pisada de fresco, pero no lo estaba tampoco.

Confieso que no se me ocurrió en absoluto el acudir a la Policía, dado que los hechos que yo hubiera necesitado exponer resultaban inconsistentes y absurdos. Se hubieran burlado de mí. Pero dos días después era mi día de crónica en el Gil Blas, donde yo escribía entonces. Obsesionado por mi aventura, la conté del principio al fin.

El artículo no pasó inadvertido, pero comprendí que nadie lo tomaba en serio en forma alguna y que era considerado más bien como una fantasía que como una historia real. Los Saint-Martin se mofaron de mí. No obstante, Daspry, que no carecía de cierta competencia en estas materias, vino a verme, hizo que le explicase el asunto y lo estudió ..., sin conseguir mayor éxito, por lo demás.

Pero una de las mañanas siguientes sonó el timbre de la puerta del jardín, y Antonia vino a comunicarme que había un señor que deseaba hablarme. No había querido dar su nombre. Le rogué que subiera.

Era un hombre de unos cuarenta años, muy moreno, de rostro enérgico y cuyas ropas limpias, pero muy usadas, revelaban una preocupación por la elegancia que contrastaba con sus maneras más bien vulgares.

Sin preámbulo alguno me dijo, con voz rasgada y con un acento que me confirmaba la situación social del individuo:

- Señor, encontrándome de viaje y estando en un café, cayó bajo mis ojos el Gil Blas. Leí su artículo. Me ha interesado ... mucho.

- Se lo agradezco.

- Y he venido ...

- ¡Ah!

- Si, para hablar con usted. ¿Todos los hechos que usted ha contado son exactos?

- Absolutamente exactos.

- ¿No hay ni uno solo que no sea invención de usted?

- Ni uno solo.

- En ese caso, quizá yo tenga informes que proproporcionarle.

- Le escucho a usted.

- No.

- ¿Cómo no?

- Antes de hablar es preciso que yo compruebe si son exactos.

- ¿Y para comprobarlos?

- Es preciso que yo permanezca solo en esta estancia.

Le miré con sorpresa.

- No comprendo muy bien ...

- Es una idea que se me ha ocurrido al leer su artículo. Ciertos detalles establecen una coincidencia verdaderamente extraordinaria con otra aventura que la casualidad me ha revelado. Y si me he equivocado, es preferible que yo guarde silencio. Y el único medio de saberlo es que yo me quede solo ...

¿Qué se ocultaba bajo semejante propuesta? Más tarde he recordado que, al formularla, el hombre tenía un aire inquieto, una expresión de carácter ansioso. Pero, por el momento, aunque un tanto sorprendido, yo no encontraba nada de particularmente anormal en su exigencia. Y, además, aquella curiosidad me estimulaba.

Respondí:

- Sea. ¿Cuánto tiempo necesita usted?

- ¡Oh! Tres minutos ..., no más. De aquí a tres minutos iré a reunirme con usted.

Salí de la estancia. Una vez abajo, saqué mi reloj. Pasó un minuto. Dos minutos ... ¿Por qué me sentía oprimido? ¿Por qué aquellos instantes me parecieron más solemnes que otros?

Dos minutos y medio ... Dos minutos y tres cuartos ... Y, de pronto, sonó un disparo.

En unas zancadas subí los peldaños y entré. Lancé un grito de horror.

En medio de la sala yacía aquel hombre inmóvil y tendido sobre el costado izquierdo. La sangre manaba de su cabeza mezclada con trozos de cerebro. Cerca de su mano, un revólver aún humeante.

Le agitó una postrera convulsión, y eso fue todo.

Pero más aún que aquel espectáculo espantoso hubo algo que me sorprendió; algo que hizo que yo no gritara seguidamente pidiendo auxilio y que, en lugar de ello, me echara de rodillas para ver si el hombre respiraba aún. A dos pasos de él, caído en el suelo, había un siete de corazones.

Lo recogí. Las siete extremidades de las siete marcas rojas estaban también agujereadas ...

Media hora después llegó el comisario de Policía de Neuilly, y luego, el médico forense, y en seguida el jefe de Seguridad, señor Dudouis. Yo me había guardado mucho de tocar el cadáver. Nada podía falsear las primeras comprobaciones.

Aquellas fueron breves, tanto más cuanto que en un principio nada se descubrió, o muy poca cosa. En los bolsillos del muerto no había documento alguno, en sus ropas ningún nombre o marca, y en su ropa interior ninguna inicial. En suma, ni un solo indicio capaz de revelar su identidad. Y en la sala reinaba el mismo orden que antes. Los muebles no habían sido movidos de sus lugares y todos los objetos continuaban en su misma posición. Y, sin embargo, aquel hombre no había venido a mi casa con la intención de matarse porque él juzgara que mi domicilio le convenía mejor que cualquier otro para su suicidio. Era preciso que hubiera un motivo que le hubiese decidido a ese acto desesperado y que ese motivo por sí mismo resultara de un hecho nuevo, comprobado por él en el curso de los tres minutos que había pasado solo.

¿Qué hecho era ese? ¿Qué había visto él? ¿Qué le había sorprendido? ¿Qué secreto espantoso había penetrado él? No estaba permitido hacer suposición alguna.

Pero, en el último instante, se produjo un incidente que nos pareció de un interés extraordinario. En el momento en que dos agentes se agachaban para levantar el cadáver y llevarlo sobre una camilla, se dieron cuenta que la mano derecha, hasta entonces cerrada y crispada, se había distendido y que de ella caía una tarjeta de visita toda arrugada.

Esa tarjeta decía:

Jorge Andermatt, calle de Berry, 37.

¿Qué significaba esto? Jorge Andermatt era un importante banquero de París, fundador y presidente de esa fábrica de metales que ha dado tamaño impulso a las industrias metálicas de Francia. Vivía en grande, poseía berlina inglesa, automóvil y una cuadra de caballos de carrera. Sus fiestas eran muy concurridas y se comentaba la elegancia y la belleza en ellas desplegadas por la señora de Andermatt.

- ¿Sería ese el nombre del muerto? -murmuré yo.

El jefe de Seguridad se inclinó sobre el cadáver y dijo:

- Este no es él. El señor Andermatt es un hombre pálido y con los cabellos un poco grisáceos.

- ¿Y entonces esta tarjeta?

- ¿Tiene usted teléfono, señor?

- Sí, está en el vestíbulo. Si tiene la bondad de acompañarme ...

Buscó en la guía telefónica y pidió el número 415-21.

- ¿Está en casa el señor Andermatt? Haga el favor de decirle que el señor Dudouis le ruega que venga a toda prisa al número ciento dos del bulevar Maillot. Es urgente.

Veinte minutos después, el señor Andermatt bajaba de su automóvil. Le fueron expuestas las razones que hacían necesaria su intervención. Y luego fue llevado ante el cadáver.

Experimentó un segundo de emoción que contrajo su rostro, y en voz baja, cual si hablase contra su voluntad, dijo:

- Es Esteban Varin.

- ¿Le conocía usted? ...

- No ..., quiero decir sí ..., pero solamente de vista. Su hermano ...

- ¿Tiene un hermano?

- Sí; Alfredo Varin ... Su hermano vino en cierta época a pedirme ... no sé a propósito de qué ...

- ¿En dónde vive?

- Los dos hermanos vivían juntos ..., en la calle Provence, creo yo.

- ¿Y usted no sospecha qué razones llevaron a este hombre a suicidarse?

- No.

- Sin embargo, esta tarjeta que tenía en la mano ... Es la tarjeta de usted con su dirección.

- No comprendo nada. Esto no es más que una casualidad, que la instrucción del sumario nos explicará.

Una casualidad, en todo caso muy curiosa, pensaba yo, y comprendí que todos experimentábamos la misma impresión.

Y esa impresión volví a observarla en los periódicos del día siguiente, así como en todos aquellos de mis amigos con quienes hablé de mi aventura. En medio de los misterios que la complicaban, después del doble descubrimiento tan desconcertante de aquel siete de corazones siete veces agujereado, después de los dos acontecimientos, tan enigmático el uno como el otro, de que mi casa había sido teatro, aquella tarjeta de visita parecía, al fin, prometer un poco de luz. Por ella se llegaría a la verdad.

Pero, contrariamente a todas las previsiones, el señor Andermatt no proporcionó ninguna indicación.

- Yo he dicho todo lo que sabía -repetía él-. ¿Qué más quieren? Yo soy el primero en sentirme estupefacto por el hecho de que esa tarjeta haya sido encontrada allí, y, como todo el mundo, espero que ese punto quede aclarado.

Pero no fue aclarado. La investigación estableció que los hermanos Varin, suizos de origen, habían llevado bajo distintos nombres una vida muy agitada; frecuentaban las casas de juego y mantenían relaciones con toda una banda de extranjeros, de los cuales se ocupaba ya la Policía y que se había dispersado después de una serie de robos en los cuales su participación no fue comprobada más tarde. En el número 24 de la calle Provence, donde los hermanos Varin habían, en efecto, vivido seis años antes, ignoraban qué se había hecho de ellos.

Confieso que, por mi parte, este asunto me parecía tan embrollado, que no creía en absoluto en la posibilidad de una solución y ya me esforzaba en no esperarla más. Pero, por el contrario, Juan Daspry, a quien yo vi muy a menudo en esa época, se apasionaba por el suceso cada día más.

Fue él quien me señaló este eco publicado en un periódico extranjero y que toda la Prensa reproducía y comentaba:

Se va a proceder, en presencia del emperador y en un lugar que se mantendrá en secreto hasta el último minuto, a las primeras pruebas de un submarino que deberá revolucionar las condiciones de la guerra naval. Una indiscreción nos ha revelado el nombre del submarino: se llama el Siete de Corazones.

¿El Siete de Corazones? ¿Era esta una coincidencia fortuita? ¿O bien debería pensarse en una relación entre ese submarino y los incidentes de que hemos hablado? Pero ¿una relación de qué naturaleza? Lo que aquí ocurría no podía en modo alguno ligarse a lo que pasaba allá.

- ¿Qué sabes tú? -me decía Daspry-. Los efectos más dispares provienen a menudo de una causa única.

Dos días después nos llegó otra noticia que decía:

Se afirma que los planos del Siete de Corazones, el submarino cuyas pruebas van a realizarse inmediatamente, han sido ejecutados por ingenieros franceses. Esos ingenieros, habiendo solicitado en vano la ayuda de sus compatriotas, se dice que se dirigieron luego, sin mayor éxito, al Almirantazgo inglés. Damos estas noticias con la mayor reserva.

No me atrevo a insistir sobre unos hechos de naturaleza tan delicada y que, como se recordará, provocaron una emoción tan considerable. No obstante, puesto que todo peligro de complicación ha sido eliminado ya, preciso hablar del artículo publicado por el Echo de France, que entonces causó tanto ruido y que arrojó sobre el asunto del Siete de Corazones, cual se le llamaba, alguna claridad ..., aunque confusa.

He aquí el artículo, tal como apareció bajo la firma de Salvador:

El asunto del Siete de Corazones.
Se levanta una punta del velo
.

Seremos breves. Hace diez años, un joven ingeniero de minas, Luis Lacombe, deseoso de consagrar su tiempo y su fortuna a los estudios que realizaba, presentó su dimisión y alquiló, en el número 102 del bulevar Maillot, un pequeño hotel que un conde italiano había hecho construir y decorar recientemente. Por intermedio de dos individuos, los hermanos Varin, de Lausana, uno de los cuales le ayudaba en sus experimentos como preparador y el otro le buscaba socios, entró en relaciones con el señor Jorge Andermatt, quien acababa de fundar las Fábricas de Metales.
Después de varias entrevistas, consiguió interesarle en un proyecto de submarino en el cual trabajaba, y quedó entendido que, una vez puesto a punto el invento, el señor Andermatt utilizaría su influencia para conseguir del Ministerio de Marina una serie de pruebas.
Durante dos años, Luis Lacombe frecuentó asiduamente el hotel de Andermatt y le presentó al banquero los perfeccionamientos que aportaba a su proyecto, hasta el día en que ya considerándose satisfecho él mismo de su trabajo, pues había encontrado la fórmula definitiva que buscaba, le rogó a Andermatt que se pusiera en campaña.
Ese día, Luis Lacombe cenó en casa de los Andermatt. Salió de la casa a eso de las once y media de la noche. Y desde entonces nunca más volvió a ser visto.
Leyendo los periódicos de la época se vería que la familia de aquel joven avisó a la Policía, y que esta temió por el joven y realizó una investigación. Pero no se llegó a ningún resultado, y, en general, quedó admitido que Luis Lacombe, que tenía fama de muchacho original y fantástico, había salido de viaje sin avisar a nadie.
Aceptemos esa hipótesis ... inverosímil. Pero se plantea una pregunta de importancia capital para nuestro país: ¿qué se hizo de los planos del submarino? ¿Se los llevó consigo Luis Lacombe? ¿Fueron destruidos?
De la investigación muy seria a que nosotros nos hemos entregado, resulta que esos planos existen. Los hermanos Varin los tuvieron en su poder. ¿Cómo? Nosotros no hemos podido todavía comprobar eso, lo mismo que tampoco sabemos por qué no trataron más pronto de venderlos. ¿Acaso temían que se les preguntara cómo los tenían ellos en su poder? En todo caso, ese temor no ha persistido y con toda certidumbre podemos afirmar esto: los planos de Luis Lacombe son ahora propiedad de una potencia extranjera y estamos en condiciones de publicar la correspondencia cambiada a este propósito entre los hermanos Varin y el representante de esa potencia. En la actualidad, el Siete de Corazones imaginado por Luis Lacombe es llevado a la realidad por nuestros vecinos.
¿La realidad responderá a las previsiones optimistas de aquellos que han estado mezclados a esta traición? Nosotros tenemos, para esperar lo contrario, razones de que el acontecimiento, y bien quisiéramos creerlo así, no engañará a nadie.

Y una posdata añadía:

Ultima hora.

Esperábamos con toda razón. Nuestras informaciones particulares nos permiten anunciar que las pruebas del Siete de Corazones no han sido satisfactorias. Es probable que en los planos entregados por los hermanos Varin faltaba el último documento presentado por Luis Lacombe al señor Andermatt la noche de su desaparición, documento indispensable para la comprensión total del proyecto, especie de resumen en el que se encuentran las conclusiones definitivas, los cálculos y las medidas contenidas en los otros papeles. Sin ese documento, los planos son imperfectos, lo mismo que sin los planos dicho documento resulta inútil.
Por consiguiente, es todavía tiempo de proceder y de volver a entrar en posesión de lo que nos pertenece. Para esta misión, muy difícil, contamos mucho con la ayuda del señor Andermatt. Tendrá como un deber el explicar la conducta inexplicable que ha observado desde un principio. Deberá decir no solamente por qué no ha contado lo que sabía en el momento del suicidio de Esteban Varin, sino también por qué no ha revelado nunca la desaparición de los papeles de que él tenía conocimiento. Deberá decir por qué desde hace seis años mandaba vigilar a los hermanos Varin por agentes a sueldo.
Esperamos de él no palabras, sino actos. Si no ...

La amenaza era brutal. Pero ¿en qué consistía? ¿Qué medio de intimación poseía Salvador, autor ... anónimo del artículo sobre el señor Andermatt?

Una nube de reporteros asedió al banquero y diez entrevistas con él expresaron el desdén con el cual él había respondido a aquel emplazamiento. Visto lo cual, el Echo de France respondió con tres líneas:

Que el señor Andermatt lo quiera o no, él es desde ahora nuestro colaborador en la obra que nosotros emprendemos.

El día que apareció esta réplica, Daspry y yo cenamos juntos. Por la noche, con los periódicos colocados sobre mi mesa, discutimos el asunto y lo examinamos bajo todos los aspectos con esa irritación que se experimentaría teniendo que caminar indefinidamente en las sombras y tropezar siempre con los mismos obstáculos.

Y de pronto, sin que mi sirviente me hubiera avisado, sin que el timbre de la puerta hubiera sonado, la puerta se abrió y entró una dama cubierta con un espeso velo.

Me levanté al instante y avancé hacia ella. Entonces me dijo:

- ¿Es usted, señor, quien vive aquí?

- Sí, señora; pero debo confesarle ...

- La puerta de la verja que da al bulevar no estaba cerrada -explicó.

- Pero ¿y la puerta del vestíbulo?

Ella no respondió, y yo pensé que seguramente había dado la vuelta por la escalera de servicio. ¿Acaso conocía, entonces, el camino?

Hubo un silencio un tanto embarazoso. Ella miró a Daspry. Aun contra mi voluntad y conforme hubiera hecho en un salón, se lo presenté. Luego le rogué que se sentara y que me explicase el objeto de su visita.

Se levantó el velo y vi que era morena, de rostro regular y, si no muy bella, cuando menos poseedora de un encanto infinito que provenía sobre todo de sus ojos, unos ojos graves y dolorosos.

Dijo sencillamente:

- Soy la señora Andermatt.

- ¡La señora Andermatt! -repetí yo cada vez más sorprendido.

Un nuevo silencio, y luego ella prosiguió con voz serena y un aire completamente tranquilo:

- Vengo por razón de ese asunto ... que usted sabe. He pensado que yo podría quizá obtener de usted algunos informes ...

- ¡Dios mío, señora! Yo no sé más que lo que dicen los periódicos. Tenga la bondad de precisar en qué puedo serle útil.

- Yo no lo sé ... Yo no lo sé ...

Solo entonces tuve la intuición de que su calma era ficticia y que, bajo aquel aire de entera seguridad, se ocultaba una gran turbación. Y nos callamos, sintiéndonos tan incómodo el uno como la otra.

Pero Daspry, que no había cesado de observar, se acercó y le dijo:

- ¿Quiere usted, señora, permitirme el hacerle algunas preguntas?

- Sí, sí -exclamó ella-; yo le contestaré.

- ¿Usted contestará ..., sean cuales sean esas preguntas?

- Cualesquiera que sean las preguntas.

El reflexionó, y luego dijo:

- ¿Conocía usted a Luis Lacombe?

- Sí, lo conocía por mi marido.

- ¿Cuándo lo vio usted por última vez?

- La noche que él cenó en nuestra casa.

- Y esa noche, ¿nada le dio a usted que pensar que le vería por última vez ..., que no le vería ya más?

- No. El había hecho alusión a un viaje a Rusia, pero de una forma tan vaga ...

- Entonces, ¿contaba usted con volver a verle?

- Sí, dos días después para cenar.

- ¿Y cómo se explica usted esa desaparición?

- Yo no me la explico.

- ¿Y el señor Andermatt?

- Lo ignoro ...

- Sin embargo ...

- No me interrogue sobre eso.

- El artículo del Echo de France parece decir ...

- Lo que parece decir es que los hermanos Varin no son ajenos a esa desaparición.

- ¿Es esa su opinión?

- .

- ¿En qué se apoya su convencimiento?

- Cuando se despidió de nosotros, Luis Lacombe llevaba consigo una cartera de documentos que contenía todos los papeles relativos a su proyecto. Dos días después se celebró una entrevista entre mi marido y uno de los hermanos Varin, el que vive, en el curso de la cual mi marido adquirió pruebas de que esos papeles estaban en poder de los dos hermanos.

- ¿Y él no los denunció?

- No.

- ¿Por qué?

- Porque en la referida cartera se encontraba otra cosa, además de los papeles de Luis Lacombe.

- ¿Qué cosa?

Ella dudó, estuvo luego a punto de responder, pero finalmente guardó silencio. Daspry continuó:

- He ahí entonces la causa por la cual su marido, sin avisar a la Policía, hacía vigilar a los dos hermanos. Esperaba a la vez recuperar los papeles y esa cosa ... comprometedora gracias a la cual los dos hermanos ejercían sobre él una especie de chantaje.

- Sobre él y sobre mí.

- ¡Ah! ¿Sobre usted también?

- Sobre mí principalmente.

Ella pronunció esas palabras con voz sorda.

Daspry la observaba, dio unos pasos y, volviéndose hacia ella, dijo:

- ¿Usted le había escrito a Luis Lacombe?

- Es verdad ..., mi marido estaba en relaciones ...

- Aparte las cartas oficiales, ¿no le escribió usted a Lacombe ... otras cartas? Perdone mi insistencia, pero es indispensable que yo sepa toda la verdad. ¿Le escribió usted otras cartas?

Toda ruborosa, ella murmuró:

- .

- ¿Y son esas las cartas que poseían los hermanos Varin?

- .

- ¿El señor Andermatt lo sabe, por consiguiente?

- El no las ha visto, pero Alfredo Varin le reveló la existencia de ellas, amenazándole con publicarlas si mi marido procedía contra ellos. Mi marido tiene miedo ..., y retrocedió ante el escándalo.

- Pero él puso todos los medios para arrancarles esas cartas.

- Sí, puso todos los medios ...; cuando menos yo lo supongo así, pues a partir de esa última entrevista con Alfredo Varin y después de algunas palabras muy violentas, de las cuales me dio cuenta, no volvió a haber entre mi marido y yo ninguna confianza. Vivimos como dos extraños.

- En ese caso, si usted nada tiene que perder, ¿qué teme?

- Por muy indiferente que yo haya pasado a ser para él, yo soy la mujer que él ha amado, la que él pudiera todavía amar ... ¡Oh!, de eso yo estoy segura -murmuró ella con voz ardiente-; él me hubiera todavía amado si no se hubiera apoderado de esas malditas cartas ...

- ¡Cómo! ¿Acaso logró ...? Pero los dos hermanos, sin embargo, desconfiaban.

- Sí, e incluso alardeaban, al parecer, de tener un escondrijo seguro.

- ¿Entonces?

- Yo tengo motivos para creer que mi marido ha descubierto ese escondrijo.

- ¡Ah! ¡Vamos! ¿Y dónde se encontraba ese escondrijo?

- Aquí.

Yo me estremecí.

- ¿Aquí?

- Sí, y yo lo había sospechado siempre. Luis Lacombe, hombre muy ingenioso, mecánico apasionado, se divertía en sus horas perdidas en hacer cajas de seguridad y cerraduras. Los hermanos Varin debieron de sorprenderle y, en consecuencia, utilizaron uno de sus escondrijos para ocultar allí las cartas ..., y otras cosas también, sin duda.

- Pero ellos no vivían aquí -exclamé yo.

- Hasta que usted llegó a esta casa hace cuatro meses, aquella estuvo desocupada. Por tanto, es probable que ellos venían aquí, y además pensaron que la presencia de usted no les molestaría en absoluto el día que necesitaran retirar todos sus papeles. Pero no contaban con mi marido, que la noche del veintidós al veintitrés de junio forzó la caja de seguridad y se apoderó de ... lo que él buscaba, y dejó su tarjeta para demostrarle bien a los dos hermanos que ya no tenía por qué temerles más y que los papeles se habían cambiado. Dos días más tarde, advertido por el artículo del Gil Blas, Esteban Varin se presentó en casa de usted a toda prisa, se quedó solo en la sala, encontró la caja vacía y se suicidó.

Después de un momento, Daspry preguntó:

- Eso es una simple suposición, ¿no es así? ¿El señor Andermatt no le dijo nada a usted?

- No.

- ¿Su actitud con respecto a usted no ha cambiado? ¿No le ha parecido a usted más sombrío, más preocupado?

- No.

- ¿Y usted cree que sería así si él hubiera encontrado las cartas? Para mí, él no las tiene. Para mí, no es él quien ha entrado aquí.

- Pero ¿quién, entonces?

- El personaje misterioso que maneja este asunto, que tiene todos los hilos de él y que lo dirige hacia un objetivo que nosotros no hacemos sino entrever a través de tantas complicaciones; ese personaje misterioso, cuya acción visible y todopoderosa se siente desde la primera hora. Es él y sus amigos quienes han entrado en este hotel el veintidós de junio; es él quien ha descubierto el escondrijo; es él quien ha dejado la tarjeta del señor Andermatt; es él quien tiene en su poder la correspondencia y las pruebas de la traición de los hermanos Varin.

- ¿Y quién es él? -interrumpí yo, no sin impaciencia.

- El corresponsal del Echo de France, ¡caramba! Ese Salvador. ¿No es eso de una evidencia cegadora? ¿No da en su artículo detalles que solamente puede conocer el hombre que ha penetrado los secretos de los dos hermanos?

- En ese caso -balbució la señora Andermatt con miedo-, él tiene igualmente mis cartas y es él a su vez quien amenaza a mi marido. ¿Qué hacer, Dios mío?

- Escribirle -manifestó decididamente Daspry-; confiarse a él sin reservas; contarle todo lo que usted sabe y todo cuanto pueda usted averiguar.

- ¡Qué dice usted!

- El interés de usted es el mismo que el suyo. Está fuera de duda que él actúa contra el hermano sobreviviente. No es contra el señor Andermatt que busca armas, sino contra Alfredo Varin. Ayúdele usted.

- ¿Y cómo?

- ¿Su marido tiene ese documento que completa y permite utilizar los planos de Luis Lacombe?

- .

- Avise usted a Salvador de ello. Y si fuera preciso, trate de conseguirle ese documento. En una palabra, póngase en comunicación con él. ¿Qué arriesga usted?

El consejo era audaz, incluso peligroso a primera vista; pero la señora Andermatt no tenía elección. En efecto, cual decía Daspry, ¿qué arriesgaba ella? Si el desconocido era un enemigo, esta gestión no agravaría la situación. Si era un extraño que perseguía un objetivo particular, no atribuiría a aquellas cartas más que una importancia secundaria.

Fuese como fuese, se trataba de una idea, y la señora Andermatt, en su desconcierto, se sintió demasiado feliz de seguirla. Nos dio las gracias más efusivas y prometió tenernos al corriente de lo que sucediese.

A los dos días, en efecto, nos envió este recado que había recibido en respuesta:

Las cartas no se encontraban allí, pero yo las obtendré, esté tranquila. Yo velo por todo.
-S

Tomé el papel. Era la misma escritura de la nota que había sido introducida en mi libro de lectura nocturna la noche del 22 de junio.

Daspry tenía, por tanto, razón. Salvador era el gran organizador de este asunto.

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