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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO I
En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos.
Chapoteaba el barro bajo los pies, resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor.
Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de máquinas.
Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho.
Los días de fiesta dormían hasta eso de las diez de la mañana; luego, la gente seria y casada se ponía la ropa dominguera y se marchaba a misa, regañando a los mozos que encontraba a su paso, por su indiferencia en punto a religión. Volvían de la iglesia a casa, comían unas empanadas y acostábanse de nuevo a dormir, hasta el atardecer. La fatiga acumulada durante largos años les quitaba el apetito, y, para comer, bebían mucho, excitándose el estómago con el fuego abrasador de la vodka.
A la caída de la tarde, paseaban sin prisa por las calles; los que tenían chanclos se los ponían, incluso cuando el suelo estaba seco, y los poseedores de un paraguas lo sacaban, aunque luciese el sol.
Cuando se encontraban unos con otros, hablaban de la fábrica, de las máquinas, maldecían de los contramaestres. Todas sus palabras, todos sus pensamientos estaban vinculados al trabajo. La razón, torpe e impotente, sólo lanzaba aislados chispazos, débiles resplandores de un instante en la monótona uniformidad del día.
Una vez en casa, reñían con sus mujeres, pegándoles a menudo, con todas sus fuerzas. Los mozos se quedaban en las tabernas u organizaban francachelas en casa de uno o de otro, tocaban el acordeón, cantaban canciones soeces y obscenas, bailaban, soltaban palabrotas groseras y bebían. Agotados por el trabajo, se embriagaban con facilidad, y en todos los pechos se iba alzando una irritación morbosa, incomprensible, que buscaba desahogo. Y aferrándose a cualquier oportunidad para dar suelta a este sentimiento inquieto, se lanzaban, por nimiedades, unos contra otros, como bestias enfurecidas. Surgían sangrientas peleas, que a veces terminaban con heridas graves o llegaban al homicidio.
El sentimiento de animosidad en acecho dominaba en las relaciones mutuas entre las gentes, tan inveterado como la fatiga incurable de los músculos. Las gentes nacían con esa enfermedad del alma, herencia de los padres, que como negra sombra les acompañaba hasta la tumba, incitándoles a cometer, en el transcurso de su vida, acciones repugnantes por su inútil crueldad.
Los días de fiesta los jóvenes volvían a casa a altas horas de la noche, con las ropas destrozadas, llenos de barro y polvo, con la cara partida, jactándose perversamente de los golpes asestados a los camaradas, ofendidos, coléricos o llorando de despecho, ebrios y lastimosos, infelices y repugnantes. A veces los padres llevaban a casa a sus hijos. Se los encontraban tumbados en la calle, al pie de una valla o en la taberna, borrachos, sin conocimiento. Terribles insultos y puñetazos llovían entonces sobre los fláccidos cuerpos de los hijos, desmadejados por la vodka; luego los acostaban, con más o menos cuidado, para despertarlos por la mañana en cuanto el rugido irritado de la sirena hendía el aire, como un turbio torrente, llamando al trabajo.
Aunque insultaban y pegaban duramente a sus hijos, las borracheras y riñas de los jóvenes parecíanles a los viejos cosa completamente natural; ellos también, en sus mocedades, habían bebido y se habían peleado, y también sus padres les pegaban. La vida siempre había sido así: fluía regular y lenta como un río de turbias aguas, durante años y años, sin que se supiese hacia dónde iba, y toda ella estaba vinculada a las arraigadas y viejas costumbres de pensar y hacer siempre lo mismo, día tras día. Y nadie tenía el deseo de intentar cambiarla.
De cuando en cuando, aparecían en el arrabal gentes venidas de fuera. Al principio, llamaban la atención, sólo por ser desconocidos; después, despertaban un ligero interés superficial por sus relatos sobre los lugares en donde habían trabajado; más tarde, desaparecía la novedad, se acostumbraban a ellos y pasaban ya inadvertidas. Por lo que contaban, se echaba de ver que en todas partes la vida del obrero era la misma. Y puesto que era igual, ¿a qué hablar de ella?
Había, sin embargo, algunos que decían cosas nunca oídas aún en el arrabal. Nadie discutía con ellos, pero sus palabras extrañas eran escuchadas con desconfianza. Aquellas palabras suscitaban en unos irritación ciega; en otros, una confusa inquietud o una vaga sombra de esperanza en algo poco claro, y los hombres empezaban a beber aún más para desechar aquella alarma innecesaria, molesta.
Si observaban en el forastero algún rasgo desacostumbrado, los moradores del arrabal no lo olvidaban y le tenían a distancia durante mucho tiempo, tratándole con instintivo recelo. Era como si temiesen que aquel hombre distinto a ellos pudiera introducir en su existencia algo capaz de perturbar su curso tristemente normal, penoso, pero tranquilo. La gente estaba acostumbrada a que la vida oprimiera siempre con la misma fuerza, y, sin esperar ningún cambio favorable, consideraba que toda mudanza sólo podía dar lugar a una opresión mayor. Se apartaban en silencio de los hombres que decían algo nuevo. Entonces, éstos desaparecían, se marchaban a alguna otra parte, y el que se quedaba en la fábrica vivía aislado si no sabía fundirse en un todo con la masa uniforme de los pobladores del arrabal. Y después de vivir así una cincuentena de años, el hombre moría.
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