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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO X
Se presentaron casi al mes de la noche de alarma.
Estaban reunidos Nikolái Vesovschikov, Andréi y Pável, hablando de su periódico. Era ya tarde, casi medianoche. La madre se había ya acostado, iba adormeciéndose y, entre sueños, oía el hablar quedo, preocupado, de los muchachos. De pronto, Andréi, andando con precaución, atravesó la cocina y cerró sin ruido la puerta tras sí. En el zaguán resonó el cubo al caer. Abrióse de par en par la puerta y el jojol entró en la cocina diciendo con voz sofocada:
- Se oye ruido de espuelas.
La madre saltó de la cama, cogió con manos temblorosas el vestido, pero en el umbral de la habitación apareció Pável y le dijo tranquilo:
- Quédese acostada. Usted no se encuentra bien.
Oyéronse en el zaguán cautelosos murmullos. Pável se acercó a la puerta y, empujándola con la mano, preguntó:
- ¿Quién anda ahí?
Con extraña rapidez, se introdujo en la casa una figura alta y gris, y tras ella otra; dos gendarmes rechazaron a Pável y colocáronse a ambos lados de él; resonó una voz recia y burlona:
- ¿No somos los que esperabais, eh?
El que así hablaba era un oficial alto, delgado, con negro y ralo bigote. Junto al lecho de la madre apareció Fediakin, el policía del arrabal. Llevándose una mano a la visera de la gorra, señaló con la otra la cara de la mujer y, torva la mirada, dijo:
- ¡Esta es la madre, usía! -y extendiendo hacia Pável el brazo, con brusco ademán, añadió:
- ¡Y ahí está él en persona!
- ¿Pável Vlásov? -preguntó el oficial entornando los ojos, y cuando Pável asintió con la cabeza, prosiguió, retorciéndose el bigote:
- Tengo que registrarte la casa. ¡Levántate, vieja! ¿Quién hay ahí? -y luego de echar una ojeada al cuarto, se dirigió bruscamente hacia la puerta.
- ¿Sus apellidos? -resonó su voz.
Del zaguán entraron dos testigos: el viejo fundidor Tveriakov y su inquilino, el fogonero Ribin, hombretón reposado y moreno. Éste exclamó con voz pastosa y recia:
- ¡Buenas noches, Nílovna!
La madre estaba vistiéndose y, para darse ánimos, decía bajito:
- Pero, ¿qué es eso? ¡Venir de noche! ¡Sacar a la gente de la cama ... sin más ni más!
La habitación estaba llena, y sin que se supiese la causa, había un fuerte olor a betún. Dos gendarmes y Riskin, el comisario de policía del arrabal, iban sacando los libros del estante, haciendo resonar el suelo con sus pisadas, y los amontonaban sobre la mesa, ante el oficial. Otros dos golpeaban la pared y miraban debajo de las sillas; uno de ellos se encaramó trabajosamente al horno. El jojol y Nikolái Vesovschikov permanecían en un rincón, apretados el uno contra el otro. El rostro de Nikolái, picado de viruelas, estaba cubierto de manchas rojas, y sus ojillos grises no podían apartarse del oficial. El jojol se estiraba las guías del bigote, y cuando la madre entró en el cuarto, le hizo con la cabeza una señal cariñosa, sonriéndole. Ella, tratando de dominar su miedo, avanzaba, no de costado, como tenía por costumbre, sino sacando el pecho, lo que daba a su figura un empaque gracioso y afectado. Pisaba fuerte y sus cejas temblaban.
El oficial iba tomando rápidamente los libros con la punta de sus dedos, blancos y afilados, los hojeaba, los sacudía y con hábil ademán echábalos a un lado. A veces, un libro caía al suelo con leve susurro. Todos callaban; tan sólo se percibían los fatigosos resoplidos de los gendarmes y el tintineo de las espuelas; de cuando en cuando, una voz preguntaba queda:
- ¿Has mirado ahí?
La madre estaba en pie al lado de Pável, junto a la pared, cruzados los brazos sobre el pecho, como él, y miraba también al oficial. Le temblaban las rodillas y una neblina seca le velaba la vista.
De pronto, la voz tajante de Nikolái rasgó el silencio:
- ¿Qué necesidad hay de tirar los libros al suelo?
Se estremeció la madre. Tveriakov agachó la cabeza como si le hubieran dado un golpe en la nuca, Ribin soltó un graznido y quedóse mirando atentamente a Nikolái.
El oficial entornó los ojos y, durante un segundo, los tuvo clavados en el rostro inmóvil, picado de viruelas. Después, sus dedos empezaron a hojear aún más de prisa las páginas de los libros. A veces, abría mucho sus grandes ojos grises, como si sufriera un dolor insoportable y fuese a desahogar, en un grito terrible, toda su impotente rabia contra el dolor aquel.
- ¡Soldado! -volvió a decir Vesovschikov-. Recoge esos libros ...
Volviéronse los gendarmes hacia él; luego, miraron al oficial. Éste alzó otra vez la cabeza, y abarcando de una ojeada escrutadora la maciza figura de Nikolái, ordenó con voz gangosa, lenta:
- ¡Ea, recogedlos...!
Agachóse un gendarme, y sin dejar de examinar a Vesovschikov con el rabillo del ojo, empezó a recoger del suelo los desencuadernados libros.
- Mejor haría Nikolái en callarse -susurró la madre a Pável.
Éste se encogió de hombros. El jojol bajó la cabeza.
- ¿Quién es el que lee aquí la Biblia?
- ¡Yo! -afirmó Pável.
- ¿Y de quién son todos estos libros?
- ¡Míos! -contestó Pável.
- ¡Bien! -dijo el oficial, apoyándose en el respaldo de la silla.
Apretóse la mano, haciendo crujir los huesos de sus finos dedos, estiró las piernas bajo la mesa, se atusó el bigote y preguntó a Vesovschikov:
- ¿Eres tú Andréi Najodka?
- ¡Yo soy! -contestó Nikolái dando un paso al frente. El jojol extendió el brazo, le agarró por el hombro y le hizo retroceder.
- ¡Se equivoca! ¡Yo soy Andréi...!
Levantó el oficial la mano y, amenazando a Vesovschikov con el dedo meñique, le dijo:
- ¡Ándate con ojo conmigo! -y se puso a hurgar en sus papeles.
Desde la calle, la noche de luna clara miraba con ojos indiferentes por la ventana. Alguien andaba lentamente fuera; sus pasos hacían crujir la nieve.
- Tú, Najodka, ¿has estado ya sumariado por delito político? -preguntó el oficial.
- Sí, en Rostov y en Sarátov ... Sólo que allí los gendarmes me hablaban de usted.
Guiñó el oficial su ojo derecho, se lo restregó y, mostrando sus dientes menudos, prosiguió:
- ¿Y no conoce usted, Najodka, precisamente usted, a los canallas que reparten en la fábrica proclamas subversivas?
El jojol empezó a balancearse sobre las piernas; sonriendo abiertamente iba a decir algo, cuando la voz irritada de Vesovschikov resonó de nuevo:
- Es la primera vez que nosotros vemos canallas ...
Siguió un silencio; todos permanecieron callados un segundo.
La cicatriz de la madre tornóse blanca y la ceja derecha se le alzó.
La barba negra de Ribin empezó a temblar de un modo extraño; bajando los ojos, se puso a rascársela despacio.
- ¡Sacad de aquí a este bestia! -dijo el oficial.
Dos gendarmes agarraron a Nikolái de los brazos y le arrastraron hasta la cocina. Allí, afianzando fuertemente los pies en el suelo, consiguió detenerse y gritó:
- ¡Esperad a que me ponga el abrigo!
El policía volvió del patio y dijo:
- No hay nada; hemos mirado por todas partes.
- ¡Por supuesto! -exclamó el oficial sonriendo-. Tenemos ante nosotros a un hombre experimentado ...
Oía la madre aquella voz débil, temblorosa, quebrada, y miraba con espanto al rostro amarillento del oficial, adivinando en él un enemigo despiadado con un corazón lleno de desprecio señoritil por la gente.
Había visto pocos hombres así y casi se le había olvidado que existían.
« ¡He aquí a quiénes inquietamos!, pensó.
- Usted, señor Andréi Onísimovich Najodka, hijo bastardo, ¡queda detenido!
- ¿Por qué? -inquirió el jojol con tranquilidad.
- ¡Eso se lo diré después! -respondió el oficial con malévola cortesía. Y dirigiéndose a Vlásova, le preguntó:
- ¿Sabes leer y escribir?
- ¡No! -repuso Pável.
- ¡No te pregunto a ti! -dijo severo el oficial, y volvió a dirigirse a ella:
- ¡Contesta, vieja!
Involuntariamente, a impulsos de un sentimiento de odio al hombre aquel, la madre se irguió de pronto, temblorosa, como si se hubiera sumergido en agua helada; su cicatriz tomó un color purpúreo y la ceja se le bajó.
- ¡No grite! -dijo alargando el brazo hacia el oficial-. Usted es aún joven y no sabe lo que es sufrir ...
- ¡Cálmese, madre! -la interrumpió Pável.
- ¡Espera, Pável! -exclamó la madre, acercándose a la mesa impetuosamente-. ¿Por qué prendéis a la gente?
- ¡Eso no le importa a usted! ¡A callar! -gritó el oficial levantándose-. ¡Que traigan al detenido Vesovschikov! -y se puso a leer un papel, levantándolo a la altura del rostro.
Trajeron a Nikolái.
- ¡Quítate el gorro! -gritó el oficial interrumpiendo la lectura.
Ribin se acercó a Vlásova y, empujándola con el hombro, le dijo bajito:
- No te acalores, madre ...
- ¿Cómo me voy a quitar el gorro si me están sujetando las manos? -preguntó Nikólái, ahogando con su voz la lectura del acta.
El oficial tiró el papel sobre la mesa.
- ¡A firmar!
La madre vio cómo firmaban el acta. Se iba extinguiendo su arrebato, el corazón desfallecía, unas lágrimas de impotencia y agravio asomaron a sus ojos. Durante sus veinte años de vida conyugal, había llorado lágrimas como aquéllas, pero en los últimos tiempos casi tenía olvidado su acre sabor. Miróla el oficial, torció despectivo el gesto y le advirtió:
- Llora usted antes de tiempo, señora. ¡Ahorre lágrimas, que no le quedarán bastantes para lo sucesivo...!
Exasperada de nuevo, la madre le contestó:
- Las madres tienen lágrimas bastantes para todo, ¡para todo! Si tiene usted madre, ella, de seguro, ¡lo sabrá!
Metió con premura el oficial los papeles en una cartera nueva, de reluciente cierre.
- De frente ... ¡marchen! -ordenó.
- Hasta la vista, Andréi. Hasta la vista, Nikolái -dijo Pável con afecto, en voz baja, estrechando la mano a sus camaradas.
- Eso es, ¡hasta la vista! -repitió riendo el oficial.
Vesovschikov resopló jadeante. Tenía el gordo cuello congestionado y sus ojos fulguraban de enconada rabia. El jojol, iluminado el rostro por una sonrisa, movió la cabeza y dijo algo a la madre; ella le hizo la señal de la cruz y profirió:
- Dios reconoce a los justos ...
Por fin, el tropel de hombres con capote gris hundióse en el zaguán y, tintineando las espuelas, desapareció. Ribin fue el último en salir; envolvió a Pável en una atenta mirada de sus ojos oscuros y le dijo pensativo:
- Bueno, ¡adiós!
Ribin llevóse la mano a la boca, carraspeó y, despacioso, salió al zaguán.
Con las manos en la espalda, Pável empezó a pasear lentamente por la habitación, entre los montones de libros y de ropa blanca tirados por el suelo, y dijo sombrío:
- ¿Ves cómo se hacen estas cosas...?
La madre, mirando perpleja la revuelta habitación, susurró angustiada:
- ¿Por qué estuvo Nikolái grosero con él?
- Tendría miedo -dijo Pável en voz queda.
- Vinieron, los agarraron, se los llevaron ... -musitó la madre, abriendo los brazos.
Su hijo había quedado en casa; su corazón empezó a latir más tranquilo, mientras el pensamiento permanecía inmóvil ante un hecho que no alcanzaba a concebir.
- Ese hombre amarillo se burla, amenaza ...
- ¡Bueno, madrecita! -dijo de pronto Pável con decisión-. Anda, vamos a recoger todo esto.
La había llamado madrecita y de tú como solía hacer cuando era más entrañable. Acercósele ella, le miró a la cara y preguntó muy quedo:
- ¿Te ofendieron?
- ¡Sí! -replicó él-. ¡Es muy duro! Hubiera preferido ir con ellos ...
Le pareció que el hijo tenía lágrimas en los ojos, y deseando aliviarle en su dolor, vagamente presentido por ella, suspiró y dijo:
- ¡Espera! ¡Ya te llevarán a ti también...!
- ¡Me llevarán! -repuso él.
Tras un instante de silencio, la madre observó con tristeza:
- ¡Qué rudo eres, Pável! ¡Ya podías tranquilizarme alguna vez! Pero no, digo cosas terribles, y tú me contestas cosas más terribles aún.
La miró él, acercóse y le dijo en voz baja:
- ¡No me sale, madre!
- Tendrás que acostumbrarte. Suspiró ella y, luego de un silencio, prosiguió, conteniendo un estremecimiento de espanto:
- ¿Y será posible que atormenten a la gente? ¿Que desgarren el cuerpo, que rompan los huesos? Cuando pienso en esto, Pável, querido mío, ¡me da horror!
- Rompen el alma ... Eso duele más: el que desgarren el alma con manos sucias ...
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