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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO XIV
El día pasó lentamente; le siguió una noche de insomnio, y el siguiente día transcurrió con mayor lentitud aún. Ella esperaba a alguien, pero nadie apareció por la casa. Cayó la tarde y llegó la noche.
Suspiraba susurrante, deslizándose por la pared, una lluvia fría y ululaba el viento en la chimenea; bajo el entarimado se movía algo, haciendo ruido. Caía el agua del tejado, y el triste golpeteo de las gotas al caer se fundía, de un modo extraño, con el tictac del reloj. Parecía que toda la casa vacilaba levemente, y que en tomo todo estaba de más, que languidecía de añoranza ...
Llamaron quedo en los cristales; una, dos veces ... La madre estaba acostumbrada a la llamada aquella, y ya no le asustaba; pero ahora una alegre punzada en el corazón la hizo estremecerse. Una vaga esperanza la impulsó a levantarse con rapidez. Echándose un pañolón sobre los hombros, fue a abrir la puerta ...
Entró Samóilov y, tras él, otro hombre que escondía la cara en el cuello levantado del abrigo y llevaba el gorro calado hasta las cejas.
- ¿La hemos despertado? -le preguntó Samóilov sin saludarla.
Contra su costumbre, tenía aspecto preocupado y mohíno.
- ¡No dormía! -contestó y, en silencio, clavó en ellos la mirada expectante.
El compañero de Samóilov, con respiración fatigosa y silbante, quitóse el gorro, tendió a la madre su mano ancha, de cortos dedos, y le dijo en tono amistoso, como un viejo amigo:
- ¡Buenas noches, madrecita! ¿No me ha conocido?
- ¡Ah!, ¿es usted? -exclamó Vlásova, alegrándose de pronto por algo impreciso-. ¿Egor Ivánovich?
- ¡El mismo! -contestó el hombre inclinando su cabeza, de largos cabellos, como la de un sacristán. Una sonrisa de bondad le iluminaba la cara redonda y sus ojuelos grises miraban a la madre con expresión acariciadora y franca. Parecía un samovar: panzudo, bajito, cuello grueso y cortos brazos. Le brillaba el rostro radiante, bufaba ruidosamente, y en su pecho, de continuo, gorgoteaba algo, con ronco silbar ...
- Pasen al cuarto, ¡en seguida me visto! -les propuso la madre.
- Venimos a tratar de un asunto con usted -dijo Samóilov preocupado, mirándola de reojo.
Egor Ivánovich entró en la habitación y desde allí empezó a hablar.
- Hoy por la mañana, madrecita querida, ha salido de la cárcel Nikolái Ivánovich, a quien usted conoce ...
- Pero, ¿es que estaba allí? -preguntó la madre.
- Llevaba dos meses y once días. Ha visto al jojol y a Pável, que le mandan saludos; además, su hijo le pide que no pase cuidado por él, pues en el camino que eligió, la cárcel sirve siempre de lugar de descanso; así lo han decidido nuestras autoridades, celosas de nuestro bienestar ... Y ahora, madrecita, vamos al asunto. ¿Sabe usted a cuánta gente detuvieron aquí ayer?
- ¡No! Pero, ¿es que han detenido a alguien, además de a Pável? -exclamó la madre.
- ¡Él hace el número cuarenta y nueve! -la interrumpió Egor Ivánovich con calma-. Y es de esperar que las autoridades prendan todavía a una docena más. A este señor, entre otros ...
- Sí, a mí también -confirmó Samóilov sombrío.
Vlásova, aliviada, sintió que le era más fácil respirar.
No está solo allá, pasó fugaz por su mente.
Cuando se hubo vestido, entró en el cuarto y sonrió animosa a su huésped.
- Seguramente, no les tendrán mucho tiempo, si han detenido a tantos ...
- ¡Cierto! -asintió Egor Ivánovich-. Y si nos las ingeniamos para aguarles la fiesta, se quedarán con dos palmos de narices. Se trata de lo siguiente: si nosotros, ahora, dejamos de propagar nuestros folletos en la fábrica, los gendarmes se agarrarán a este hecho lamentable, y lo achacarán a Pável y a los camaradas que se encuentran con él, recluidos en la cárcel ...
- ¿Cómo? ¿Por qué? -exclamó alarmada la madre.
- Pues muy sencillo -dijo suavemente Egor Ivánovich-. A veces, hasta los gendarmes razonan con exactitud. Piense usted: cuando Pável estaba libre, había folletos y hojas; no está él, ¡y se acabaron los folletos y las hojas! Luego él era quien los difundía, ¿no es eso? Y entonces empezarán a comérselos a todos; a los gendarmes les gusta hacer picadillo a la gente, de modo que no quede de ella más que menudencias ...
- ¡Comprendo, comprendo! -dijo tristemente la madre-. ¡Ay, Señor! ¿Qué vamos a hacer ahora?
De la cocina llegó la voz de Samóilov:
- Han pescado a casi todos, ¡el diablo se los lleve...! Ahora tenemos que seguir trabajando como antes, no sólo por la causa, sino para salvar a los camaradas.
- ¡Y no hay nadie para trabajar! -añadió Egor sonriendo-. Tenemos folletos excelentes, yo mismo los he hecho ... Pero lo que no sé es cómo introducidos en la fábrica.
- Ahora registran a todos al entrar -dijo Samóilov.
La madre presentía que algo querían de ella, y preguntó con viveza:
- Bueno, entonces, ¿qué? ¿Qué hacemos?
Samóilov se detuvo en el umbral de la puerta y dijo:
- Usted, Pelagueia Nílovna, conoce a la vendedora Kórsunova ...
- Sí, ¿y qué?
- Hable con ella, ¿no querrá meterlos?
- ¡Oh, no! Es una charlatana, ¡no! Así sabrán que es a través de mí como salen de esta casa, ¡no, no!
Y de pronto le vino a la mente una idea súbita, y dijo en voz queda:
- ¡Dénmelos a mí, dénmelos! Yo lo arreglaré. ¡Yo misma encontraré una salida! Le pediré a María que me tome de ayudanta. ¡Si necesito ganarme el pan, debo trabajar! ¡Yo también llevaré la comida a los obreros! ¡Me pondré a trabajar!
Apretándose las manos contra el pecho, se apresuró a afmnar que todo lo haría bien, sin ser notada, y concluyó exclamando triunfante:
- Ya verán que, aunque Pável no está, su mano llega incluso desde la cárcel, ¡ya verán!
Los tres estaban animados. Egor, frotándose vigorosamente las manos, dijo sonriente:
- ¡Bravo, madrecita! ¡Si usted supiera lo magnífico que es esto! ¡Verdaderamente admirable!
- Si lo consigue, ¡me encontraré en la cárcel tan a gusto como en un butacón! -afirmó Samóilov, frotándose también las manos.
- ¡Es usted una maravilla! -gritó Egor con ronca voz.
La madre sonrió. Para ella estaba claro: si las hojas aparecían en la fábrica, los jefes comprenderían que no era su hijo el que las distribuía, y sintiéndose capaz de llevar a cabo aquella empresa, estremecióse de gozo.
- Cuando vaya a visitar a Pável -dijo Egor-, dígale cuán buena es su madre ...
- ¡Le veré antes! -prometió riendo Samóilov.
- ¡Dígale que haré todo lo que sea necesario! ¡Que él lo sepa!
- ¿Y si no le meten en la cárcel? -preguntó Egor, señalando a Samóilov.
- Entonces, ¡qué le vamos a hacer!
Ambos soltaron la carcajada. Y ella, comprendiendo su pifia, empezó también a reír bajito y turbada, con un poco de picardía.
- Cuando una mira por los suyos, ¡no ve bien lo de los extraños! -dijo bajando los ojos.
- ¡Es muy natural! -exclamó Egor-. Y en cuanto a Pável, no se inquiete, ni se ponga triste. Saldrá de la cárcel mejor aún que entró en ella. Allí se descansa, se estudia, lo que nosotros no tenemos tiempo de hacer cuando nos encontramos en libertad. Yo he estado tres veces preso, y cada uno de mis encierros, aunque no gran gusto, me ha reportado, indudablemente, provecho para la inteligencia y para el corazón.
- Respira usted con dificultad -dijo ella mirándole afectuosa al rostro sencillo.
- Para ello, ¡hay razones especiales! -respondió él levantando un dedo-. Bueno, entonces, ¿queda decidido, madrecita? Mañana le traeremos los materiales y de nuevo empezará a girar la sierra que desgarra las tinieblas seculares. ¡Viva la palabra libre! y ¡viva el corazón de la madre! Entretanto, ¡hasta la vista!
- ¡Hasta la vista! -dijo Samóilov apretando con fuerza la mano de la madre-. Yo, a mi madre, ni siquiera le puedo mentar nada de esto, ¡nada!
- ¡Todos acabarán por comprender! -contestó Vlásova deseando decirle algo agradable.
Cuando se hubieron marchado, cerró la puerta, hincóse de rodillas en medio de la habitación y, arrullada por la lluvia, comenzó a rezar.
Rezaba sin palabras, con un solo pensamiento, puesto en las gentes que Pável había introducido en su vida. Era como si pasasen entre ella y los iconos; pasaban todos, sencillos, extrañadamente cerca los unos de los otros, extrañadamente solos.
Por la mañana temprano fue a ver a María Kórsunova. La vendedora, llena de grasa y alborotadora como siempre, la acogió con simpatía compasiva.
- ¿Estás triste? -le preguntó, dando con su mano grasienta unas palmadas en el hombro de la madre-. ¡No te apures! Que lo han prendido y se lo han llevado, ¡vaya una pena! En ello no hay nada malo. Antes, metían en la cárcel por robar; ahora, empiezan a meter por decir las verdades. Puede que Pável soltase alguna inconveniencia, pero sacó la cara por todos, y todos le comprenden, ¡estáte tranquila! No todos lo dicen, pero todos saben quiénes son los buenos. Yo quería haber ido a tu casa; pero, ya estás viendo, no tengo tiempo. No hago más que guisar y vender, y me moriré hecha una mendiga. Los queridos pueden más que yo, ¡malditos sean! Tragan y tragan como cucarachas devorando un pan. En cuanto juntas una docena de rublos, aparece alguno de esos herejes, saca la lengua, ¡y se los zampa! ¡Valiente negocio ser mujer! ¡Malo es el puesto que tenemos en la tierra! Vivir una sola, es trabajoso; acompañada, ¡fastidioso!
- ¡Pues yo venía a pedirte que me tomaras de ayudanta! -respondió Vlásova, interrumpiendo su charlatanería.
- ¿Cómo es eso? -preguntó María, y después de escuchar a la amiga, asintió con la cabeza.
- ¡Puedo hacerlo! ¿Recuerdas que, algunas veces, tú me escondías cuando mi marido me andaba buscando? Pues ahora yo te esconderé de la miseria ... Todos deben ayudarte, porque tu hijo va a su perdición por una causa que es de todos. Es un buen muchacho. Todo el mundo lo dice, como un solo hombre, y no hay nadie que no le compadezca. Yo digo que estas detenciones no traerán nada bueno a los jefes de la fábrica; tú fíjate, ¿qué es lo que ocurre allí? ¡Malas cosas se oyen, querida! Los jefes piensan: puesto que hemos mordido al hombre en el talón, ¡no irá muy lejos! Y resulta que si pegan a diez, ¡se enfurruña un centenar!
La conversación dio por resultado que, al día siguiente, a la hora de la comida, estuviese Vlásova en la fábrica con dos ollas llenas de un guiso hecho por María. Ésta se fue a vender al mercado.
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