Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimocuarto - Primera ParteCapítulo décimosexto - Primera ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Primera parte

CAPÍTULO XV


Los obreros repararon en seguida en la nueva vendedora. Algunos se le acercaban y le decían amistosamente:

- ¿Ya le ha salido quehacer, Nílovna?

Y la consolaban, asegurándole que Pável estaría pronto libre; otros le inquietaban el apenado corazón con palabras de condolencia, y otros denostaban con rabia al director y a los gendarmes, encontrando en su pecho un eco sincero. Hubo también quien la miró con placer malévolo, y el listero Isái Górbov le dijo entre dientes:

- Si yo fuera gobernador, ¡ahorcaría a tu hijo! ¡Para que no levantase de cascos a la gente!

Aquellas malignas palabras de amenaza la envolvieron en un frío mortal. Nada replicó a Isái; limitóse a mirarle a la cara, pequeña, cubierta de pecas, dio un suspiro y bajó los ojos.

En la fábrica reinaba agitación. Los obreros se reunían en pequeños grupos y hablaban sin alzar la voz; los capataces, preocupados, rondaban por todas partes; de cuando en cuando resonaban insultos y excitadas risas.

Dos policías pasaron frente a ella, conduciendo a Samóilov, que llevaba una mano metida en el bolsillo y se alisaba con la otra sus rojizos cabellos. Les seguía un centenar de obreros, llenando a los guardias de burlas e lmproperios ...

- ¿Vas de paseo, Grisha? -gritó alguien.

- ¡Honor a nuestro hermano! -le apoyó otro-. Nos ponen escolta los ...

Y lanzó un insulto rotundo.

- ¡Por lo visto, ya no es buen negocio pescar a los ladrones! -exclamó con fuerza y coraje un obrero tuerto y alto-. ¡Empiezan a arramblar con la gente honrada!

- ¡Y si por lo menos lo hiciesen de noche! -asintió otro, entre la multitud-. Pero no, de día, sin vergüenza alguna. ¡Canallas!

Los policías marchaban presurosos, sombríos, esforzándose en no ver nada, como si no oyeran los insultos con que les acompañaban. Les salieron al paso tres obreros llevando una gran barra de hierro y, amenazándoles con ella, les gritaron:

- ¡Andaos con ojo, pescadores!

Al pasar junto a Vlásova, Samóilov movió la cabeza sonriendo y le dijo:

- ¡Me cazaron!

Guardó ella silencio e inclinóse profundamente ante él: la conmovían aquellos jóvenes honrados, serenos, que iban a la cárcel con la sonrisa en los labios; y sintió alzarse en su alma un compasivo amor de madre hacia ellos.

De vuelta de la fábrica, estuvo hasta el anochecer en casa de María, ayudándola en su trabajo y oyendo su continuo parloteo, y, ya tarde, regresó a su casa, que encontró vacía, sin calor, inhóspita. Anduvo mucho tiempo yendo y viniendo de un lado para otro, metiéndose en todos los rincones, sin encontrar sosiego en parte alguna ni saber qué hacer. Estaba inquieta al ver que pronto sería noche cerrada y que Egor Ivánovich no traía la literatura que le había prometido.

Fuera, pesados, grisáceos, caían los copos de nieve otoñal. Se adherían suavemente a los cristales, resbalaban sin ruido y se derretían dejando unas huellas húmedas. La madre pensaba en su hijo ...

Llamaron a la puerta con cautela; la madre fue presurosa a abrir, descorrió el cerrojo y entró Sáshenka. Hacía mucho que la madre no la había visto, y ahora, lo primero que le chocó fue la gordura anormal de la muchacha.

- ¡Buenas noches! -le dijo, contenta de que hubiera llegado una persona y de no pasar el resto de la noche en la soledad.

- Hace mucho tiempo que no la veía. ¿Ha estado usted fuera?

- No, he estado en la cárcel -contestó la muchacha sonriendo-. Con Nikolái Ivánovich, ¿le recuerda?

- ¡Cómo no le voy a recordar! -exclamó la madre-. Egor Ivánovich me dijo ayer que le habían soltado, pero de usted, yo no sabía ... Nadie me había dicho que estuviera usted allá ...

- ¿A qué hablar de eso? Mientras llega Egor Ivánovich, ¡tengo que cambiarme de ropa! -dijo la muchacha echando una mirada a su alrededor.

- Está usted toda empapada ...

- Traigo las hojas y los folletos ...

- ¡Démelos, démelos! -le pidió la madre con premura.

La muchacha se desabrochó rápidamente el abrigo, se sacudió y, con leve susurro, como las hojas de un árbol, empezaron a caer, esparciéndose por el suelo, fajos de papeles. La madre, mientras los recogía, dijo riendo:

- ¡Y yo, que al verla tan gorda, pensé que se había casado y esperaba un hijo! ¡Oh, cuántos ha traído! ¿Y ha venido usted a pie?

- -repuso Sáshenka, de nuevo tan esbelta y delgada como antes. La madre observó que tenía las mejillas hundidas y circundados de oscuras ojeras los ojos inmensos.

- ¡Acaban de ponerla en libertad, debería usted descansar, y en vez de eso...! -dijo la madre, suspirando y moviendo la cabeza.

- ¡Es necesario! -respondió la muchacha, estremeciéndose-. Dígame, ¿cómo está Pável Mijáilovich? ¿Bien...? ¿No se emocionó mucho?

Al preguntárselo, Sáshenka no miraba a la madre; inclinada la cabeza, se arreglaba el pelo y sus dedos temblaban.

- ¡Ni pizca! -contestó la madre-. Él no acostumbra a mostrar sus sentimientos.

- Tiene buena salud ¿verdad? -prosiguió la joven en voz baja.

- ¡Nunca ha estado enfermo! -contestó la madre-. Tiembla usted toda. Le voy a dar té con confitura de frambuesa.

- ¡No estaría mal eso! Pero, ¿vale la pena que usted se moleste? Ya es tarde. Déjeme que lo prepare yo misma ...

- ¿Con lo cansada que está? -replicó la madre en tono de reproche, mientras se ponía a preparar el samovar. La siguió Sáshenka a la cocina, se sentó en el banco y, llevándose las manos a la nuca, continuó:

- La cárcel, a pesar de todo, debilita. ¡Maldita ociosidad! ¡No hay nada tan martirizador! Sabes lo mucho que hay que trabajar, y estás enjaulada, como una fiera ...

- ¿Quién les recompensará a ustedes por todos sus sufrimientos? -preguntó la madre.

Y, luego de un suspiro, se contestó a sí misma:

- ¡Nadie más que Dios! ¿Usted, probablemente, tampoco creerá en él?

- ¡No! -repuso concisa la muchacha, denegando con la cabeza.

- ¡Pues no la creo! -declaró la madre, excitándose de pronto. Y limpiándose con el delantal las manos tiznadas de carbón, siguió diciendo con convicción profunda:

- Vosotros mismos no comprendéis vuestra fe. ¿Cómo se puede vivir una vida así, sin creer en Dios?

En el zaguán resonaron fuertes pasos y una voz empezó a refunfuñar, estremeciendo a la madre. La muchacha se puso en pie de un salto y, muy quedo, le dijo a la madre con premura:

- ¡No abra! Si son los gendarmes, ¡usted a mí no me conoce! Me equivoqué de casa, entré en la suya casualmente, me desmayé, usted me desnudo y encontró los libros, ¿comprende?

- ¡Querida mía! ¿Y por qué? -preguntó la madre conmovida.

- ¡Espere! -dijo Sáshenka prestando oído-. Me parece que es Egor ...

Era él, en efecto, empapado y jadeante de cansancio.

- ¡Ah! ¡El samovarcito! -exclamó-. ¡Esto es lo mejor que hay en el mundo, madrecita! ¿Está ya usted aquí, Sáshenka?

Y llenando la pequeña cocina con el ronco sonido de su voz, quitóse lentamente el pesado abrigo y continuó, sin tomar aliento:

- Madrecita, ¡esta joven es arisca para con las autoridades! La insultó un carcelero y ella le hizo saber que se dejaría morir de hambre si no le presentaba sus excusas; se pasó ocho días sin probar bocado y por esta causa estuvo a punto de largarse al otro mundo. ¡Vaya una barriguita que tengo!, ¿eh? No está mal, ¿verdad?

Charlando y sujetándose con sus cortas manos el vientre deforme, entró en la habitación, cerró la puerta y prosiguió hablando.

- ¿De veras que estuvo sin comer ocho días? -preguntó la madre asombrada.

- Fue necesario, ¡para que me pidiera perdón! -contestó la muchacha, estremecidos los hombros de frío. Aquella calma y tenacidad austeras suscitaron en el alma de la madre algo parecido a un reproche.

¡Vaya, vaya!, pensó y volvió a preguntarle:

- ¿Y si se hubiera usted muerto?

- ¡Qué le íbamos a hacer! -replicó en voz baja la muchacha-. Él, a pesar de todo, acabó por disculparse. Las personas no deben perdonar las ofensas.

- -repuso lentamente la madre-. Y a nosotras, las mujeres, toda la vida nos están ultrajando ...

- ¡Ya he descargado! -declaró Egor abriendo la puerta-. ¿Está ya listo el samovar? Déjeme, yo lo llevaré ...

Lo tomó y lo trajo a la habitación, diciendo:

- Mi propio padrecito se bebía al día, por lo menos, unos veinte vasos de té; por eso vivió en la tierra, pacíficamente y sin enfermar, setenta y tres años. Pesaba ocho puds y era sacristán en el pueblo de Voskresénskoie ...

- ¿Es usted hijo del padre Iván? -preguntó sorprendida la madre.

- Precisamente. ¿Y cómo lo sabe?

- Porque yo soy también de Voskresénskoie.

- ¿Somos paisanos? ¿De qué familia es usted?

- De la de Sereguin. ¡Sus vecinos!

- ¿Es usted la hija de Nil, el cojo? Su padre me es conocido, pues más de una vez me tiró de las orejas ...

Estaban en pie uno frente al otro y, asaeteándose mutuamente a preguntas, se reían. Mirábalos sonriendo Sáshenka, mientras echaba el té en el agua hervida. El ruido de la vajilla hizo volver a la madre a la realidad.

- ¡Ay, dispense, se me había ido el santo al cielo, charlando! Pero es tan agradable encontrar a un paisano ...

- ¡A mí es a quien tiene que dispensarme por disponer como dueña! Pero son ya las once, y tengo que ir lejos ...

- ¿Adónde tiene que ir? ¿A la ciudad? -preguntó la madre con asombro.

- ¡Sí!

- ¿Qué dice usted? Está oscuro, hace mucha humedad y usted está cansada. ¡Pase usted la noche aquí! Egor Ivánovich se acostará en la cocina y nosotras dos ahí ...

- No, tengo que irme -contestó sencillamente la muchacha.

- Sí, paisana, es necesario que esta señorita desaparezca. Aquí la conocen, ¡y no estaría bien que la viesen mañana en la calle! -apoyó Egor.

- ¿Cómo? ¿Y se va a ir sola?

- ¡Pues claro! -dijo Egor sonriendo.

La muchacha se sirvió té, tomó un pedazo de pan de centeno, le echó un poco de sal y empezó a comer, mirando pensativa a la madre.

- ¿Cómo son ustedes capaces de marcharse? Usted, y Natasha también ... ¡Yo no iría, me daría miedo! -dijo Vlásova.

- ¡A ella también le da miedo! -hizo notar Egor.

- ¿Le da a usted miedo, Sáshenka?

- ¡Naturalmente! -contestó la muchacha.

La madre le echó una mirada; luego, sus ojos se volvieron hacia Egor, y exclamó bajito:

- ¡Qué severos son ustedes...!

Cuando hubo terminado de beberse el té, Sáshenka estrechó en silencio la mano de Egor y salió a la cocina, seguida de la madre, que iba a acompañarla hasta la puerta. En la cocina, Sáshenka le dijo:

- Cuando vea a Pável Mijáilovich, ¡salúdele de parte mía! ¡Hágame el favor!

Ya con la mano en el picaporte, se volvió de pronto y preguntó en voz baja:

- ¿Puedo darle a usted un beso?

La madre la abrazó sin decir palabra y la besó con cariño.

- ¡Gracias! -dijo quedo la muchacha y, agachando la cabeza, salió a la calle.

Cuando hubo vuelto a la habitación, la madre miró con ansia a través de la ventana. En las tinieblas caían pesadamente los húmedos copos de nieve.

- ¿Se acuerda usted de los Prósorov? -le preguntó Egor.

Sentado, con las piernas separadas, soplaba ruidosamente en el vaso de té. Su rostro estaba rojo, sudoroso, satisfecho.

- Me acuerdo, me acuerdo -repuso la madre pensativa, acercándose de lado a la mesa. Se sentó, y mirando a Egor con tristes ojos, dijo lentamente:

- ¡Ay, ay! ¡Pobre Sáshenka! ¿Cómo va a llegar hasta allí?

- ¡Se va a cansar! -convino Egor-. La cárcel la ha debilitado mucho, antes era más fuerte ... Además, se crió entre mimos ... Me parece que ya tiene los pulmones tocados ...

- ¿Quién es ella? -inquirió en voz baja la madre.

- Es hija de un terrateniente. El padre es un bribón de siete suelas, como ella misma dice. ¿Sabe usted, madrecita, que quieren casarse?

- ¿Quiénes?

- Ella y Pável. Pero no lo logran nunca ... ¡Cuando él está en libertad, ella está en la cárcel, y al revés!

- No lo sabía -contestó la madre, luego de permanecer callada unos instantes-. Pável no habla nunca de sí mismo ...

Ahora le daba más lástima de la joven, y mirando con involuntario reproche a su huésped, le dijo:

- ¡Debería usted haberla acompañado...!

- No podía hacerlo -contestó tranquilamente Egor-. Tengo un montón de asuntos que resolver aquí, y desde por la mañana hasta la noche, habré de estar dándole a los talones, anda que te anda. Ocupación no muy grata, con el asma que padezco ...

- Es una buena muchacha -dijo la madre vagamente, pensando en lo que Egor acababa de comunicarle. Le dolía enterarse de aquello por una persona extraña, en vez de por su hijo. Apretó fuertemente los labios y sus cejas descendieron sobre los ojos.

- ¡Buena! -dijo Egor asintiendo con la cabeza-. Ya veo que le da lástima ... ¡Hace mal! Si empieza a compadecerse de todos nosotros, los rebeldes, no va usted a tener corazón bastante ... A decir verdad, todos llevamos una vida nada fácil. No hace mucho, volvió del destierro un compañero mío. Cuando pasó por Nijni-Nóvgorod, su mujer y su hijito le esperaban en Smolensk, y cuando él llegó allí, ya estaban ambos en la cárcel de Moscú. Ahora le ha tocado a la mujer el turno de marchar a Siberia. Yo también tuve mujer, excelente persona; cinco años de esta vida la llevaron a la sepultura ...

Apuró de un trago el vaso de té y continuó hablando. Enumeró sus años y sus meses de prisión y de destierro; refirió diversas desgracias, los apaleamientos en la cárcel, el hambre en Siberia ... La madre le miraba, le oía y se asombraba de lo sencilla y tranquilamente que hablaba de todo aquel vivir lleno de sufrimientos, de persecuciones, de ultrajes ...

- Bueno, ¡hablemos de nuestro asunto!

Su voz cambió y su rostro se puso más serio. Empezó a preguntarle cómo pensaba introducir en la fábrica los folletos, y la madre quedó asombrada de la precisión con que conocía todos los detalles.

Una vez que hubieron terminado con aquello, comenzaron de nuevo a recordar la aldea en que nacieran. Él bromeaba y ella vagaba soñadora por su pasado, que le parecía extrañamente igual a un pantano, monótono, sembrado de montículos, cubierto de finos pobos que temblaban medrosos, de abetos de poca altura y de abedules blancos, perdidos entre los altozanos. Los abedules crecían despacio, y después de permanecer erguidos durante unos cinco a seis años sobre aquel terreno insalubre y movedizo, se derrumbaban y se pudrían. Ella contemplaba aquel cuadro y sentía una insufrible lástima hacia algo impreciso. Ante ella se alzaba la figura de la muchacha de acusadas facciones y expresión obstinada. Iba caminando entre copos de húmeda nieve, cansada, sola. Y el hijo estaba en la cárcel. Quizá no durmiese aún, tal vez pensara ... Pero no pensaría en ella, en su madre, porque tenía otro ser más querido aún. Como un nubarrón abigarrado e informe, iban cerniéndose sobre ella pensamientos angustiosos, y el corazón se le oprimía con fuerza ...

- ¡Está usted cansada, madrecita! ¡Ea, vamos a dormir! -dijo Egor sonriendo.

Se despidio de él y pasó a la cocina andando de costado, con cautela, llevando en el corazón un sentimiento amargo, lacérante.

Al otro día, por la mañana, mientras tomaban el té, Egor le preguntó:

- ¿Y si le echan el guante y le preguntan de dónde sacó esos libros heréticos?, ¿qué contestará?

- Les diré: ¡Eso no les importa a ustedes! -repuso la madre.

- Pero ellos no se conformarán con su respuesta, ¡de ninguna manera! -replicó Egor-. Están profundamente convencidos de que precisamente eso es lo que les importa. Y la someterán a prolongados interrogatorios.

- ¡Y no diré nada!

- ¡Pues la meterán en la cárcel!

- Bueno, ¿y qué? Gracias a Dios, ¡al menos serviré para eso! -dijo ella suspirando-. ¿A quién hago falta yo? A nadie. Dicen que no dan tormento ...

- ¡Hum! -exclamó Egor, mirándola atentamente-. Atormentarla, no la atormentarán, pero la gente buena debe cuidarse ...

- Con vosotros no se aprende eso -contestó la madre sonriendo.

Guardó silencio Egor y se puso a pasear por la habitación; luego, se acercó a la madre y le dijo:

- ¡Es duro, paisana! Me doy cuenta de lo muy duro que es para usted.

- Para todos es duro -contestó ella, con un ademán de indiferencia-. Únicamente para los que entienden, puede que sea más llevadero ... Pero yo también voy comprendiendo lo que quieren las personas buenas.

- Pues si lo comprende, madrecita, ¡es usted necesaria para todas ellas! -afirmó Egor con seriedad.

Ella le miró y sonrióse en silencio.

Al mediodía, activa y serena, se metió en el seno los folletos; lo hizo con tanta soltura y habilidad, que Egor chasqueó la lengua satisfecho y declaró:

- Sehr gut!, como dice el buen alemán cuando se bebe un cubo de cerveza. A usted, madrecita, no la ha cambiado la literatura. Sigue siendo una buena mujer, ya entrada en años, gruesa y de elevada estatura. ¡Que los innumerables dioses bendigan su iniciación...!

A la media hora, tranquila y segura, encorvada por el peso de su carga, estaba a la puerta de la fábrica. Dos vigilantes, irritados por las mofas de los obreros, cacheaban groseramente a todos los que entraban en el patio, cambiando insultos con ellos. Un poco aparte, estaban plantados un policía y un hombre de piernas delgadas, cara roja y ojos de azogue. La madre, cambiándose de un hombro a otro el balancín con las ollas, observaba a aquel hombre con el rabillo del ojo, adivinando en él a uno de la secreta.

Un mozo alto, de rizosos cabellos y gorro echado hacia el cogote, gritaba a los vigilantes que le registraban:

- ¡Malditos, buscad en la cabeza y no en los bolsillos!

Uno de los vigilantes contestó:

- Tú en la cabeza no tienes más que piojos ...

- ¡Pues hala, a buscarlos! ¡Eso es lo que os corresponde a vosotros! -replicó el obrero.

El de la secreta echóle una rápida mirada y escupió con desprecio.

- A mí deberían dejarme pasar -rogó la madre-. Ya ven que voy cargada, ¡se me dobla la espalda!

- ¡Entra, entra! -gritó enfadado el vigilante-. También ésta se mete a razonar ...

La madre llegó a su puesto, dejó en el suelo sus ollas de sopa y, limpiándose el sudor del rostro, miró en derredor.

Inmediatamente se le acercaron los hermanos Gúsev, cerrajeros; el mayor, Vasili, frunciendo las cejas, preguntó en voz alta:

- ¿Tienes empanadas?

- Mañana las traeré -contestó ella.

Era la contraseña convenida. El rostro de los hermanos se iluminó.

Incapaz de dominarse, Iván prorrumpió:

- ¡Muy bien! ¡Imponente...!

Vasili se puso en cuclillas mirando a la olla de sopa, y al instante, un fajo de hojas de papel fue a caerle entre pecho y camisa.

- Iván -dijo en voz alta-, ¿a qué ir a casa? Vamos a comer aquí -y se .metió rápidamente en la caña de la bota las hojas y folletos-. Hay que proteger a la vendedora nueva ...

- ¡Es verdad! -asintió Iván y se echó a reír.

La madre gritaba de tiempo en tiempo, mirando con precaución en derredor:

- ¡Sopa! ¡Fideos calentitos!

Y sin ser notada, iba sacando los folletos, paquete tras paquete, y los iba dejando caer en las manos de los Gúsev. Cada vez que los folletos se deslizaban de sus dedos, ante ella se encendía una mancha amarilla, como la llama de un fósforo en una habitación oscura: la cara del oficial de gendarmes; y ella, mentalmente, con un sentimiento de inquina, le decía:

¡Toma, padrecito!

Al sacar nuevos paquetes, añadía con fruición:

¡Toma, trágatelo...!

Venían los obreros con las escudillas en la mano, y cuando ya estaban cerca, Iván Gúsev estallaba en sonoras carcajadas, y Vlásova, tranquilamente, interrumpía el reparto y echaba sopa de coles y de fideos, mientras los hermanos Gúsev bromeaban refiriéndose a ella:

- ¡Tiene soltura la Nílovna!

- ¡La necesidad obliga a uno hasta a cazar ratones! -dijo con hosquedad un fogonero-. Se llevaron al que le ganaba el pan. ¡Canallas! ¡Vengan tres kopeks de fideos! ¡No hay que apurarse, madre! Todo se arreglará.

- ¡Gracias por sus buenas palabras! -dijo la madre sonriéndole.

Él, apartándose, refunfuñó:

- ¡Qué pueden valer mis buenas palabras...!

Vlásova voceó:

- ¡Sopa calentita, fideos, sopa!

Y pensaba en cómo contaría al hijo su primera prueba, y ante ella surgía de continuo el rostro amarillo del oficial, maligno, perplejo. Los negros bigotes se le movían desconcertados, y bajo el labio superior, contraído en mueca de cólera, brillaba el marfil de sus dientes apretados. En el pecho de la madre el gozo cantaba como un pájaro, las cejas le temblaban a la mujer con picardía, y ella continuaba cumpliendo hábilmente su misión, diciendo para sus adentros:

¡Toma, trágate otro más...!

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