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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO XIX
Tres veces había solicitado ya permiso para ver a Pável, y las tres había recibido una negativa amable del general de gendarmes, viejo de pelo blanco, mejillas cárdenas y nariz grande.
- Dentro de una semana, buena mujer, ¡no antes! Dentro de una semanita, veremos a ver; pero ahora es imposible ...
Orondo, cebado, recordaba a una ciruela madura, un tanto pasada, cubierta ya de pelusillas de moho. Se hurgaba sin cesar los dientecillos blancos con un mondadientes puntiagudo; los ojillos, redondos y verdosos, sonreían con cariño; su voz tenía un tono cortés, amistoso.
- ¡Es muy cortés! -decía la madre, pensativa, al jojol-. Siempre está sonriendo ...
- Sí, sí -decía el jojol-. Son afables, sonríen. Les dicen: Ahí tienen un hombre inteligente y honrado que nos es peligroso, ¡ahórquenlo! Sonríen y le cuelgan, y después vuelven a sonreír ...
- Al que vino a registrar aquí se le puede conocer más fácilmente -prosiguió la madre-. Se ve en seguida que es un perro ...
- Ninguno de ellos es hombre, sino martillo para aturdir al pueblo. Son instrumentos. Con ellos nos moldean para que seamos más manejables. Ellos mismos han sido ya adaptados por completo a la mano que nos dirige, y pueden hacer todo cuanto se les manda sin reflexionar ni preguntar por qué.
Al fin concedieron a la madre el permiso, y el domingo, cuando fue a ver al hijo, se sentó modestamente en un rincón del locutorio de la cárcel. En la pieza angosta, sucia y baja de techo, había otros visitantes. No debía ser la primera vez que se encontraban allí, ya que se conocían unos a otros; entre ellos se entabló una conversación lenta, en voz baja, pegajosa como una telaraña.
- ¿Han oído? -decía una mujer gorda, de cara marchita, que tenía un maletín sobre las rodillas-. Hoy por la mañana, en la misa de alba, el maestro de capilla de la catedral por poco no le arranca una oreja a un monaguillo.
Un individuo de edad madura, con uniforme de militar retirado, tosió ruidosamente y replicó:
- ¡Los monaguillos son unos granujas!
Un hombre bajito, calvo, corto de piernas y largo de brazos, de mandíbula prominente, recorría la habitación a zancadas, como si tuviera mucho que hacer. Sin pararse, decía con voz cascada e inquieta:
- La vida se va poniendo más cara, y por eso los hombres se van volviendo más malos. La carne de vaca, de segunda clase, cuesta catorce kopeks la libra, y el pan está otra vez a dos y medio ...
De cuando en cuando entraban presos, grises, todos iguales, calzados con botazas de cuero. Cuando penetraban en la habitación semioscura, empezaban a parpadear. A uno le resonaban los grillos en los pies.
Todo resultaba extrañamente tranquilo y de una desagradable sencillez. Parecía que todos estaban acostumbrados a aquello, desde hacía mucho, y que se resignaban con su situación; unos estaban sentados con toda tranquilidad, otros vigilaban perezosamente y algunos llegaban con puntualidad y cansancio a visitar a los presos. Temblaba de impaciencia el corazón de la madre, miraba perpleja a cuanto la rodeaba y llenábase de asombro ante aquella penosa simplicidad.
Junto a Vlásova estaba sentada una viejecilla de rostro arrugado y juveniles ojos. Prestaba oídos a la conversación alargando su delgado cuello y miraba a la cara de todos con una expresión extrañamente arrogante.
- ¿A quién tiene aquí? -le preguntó Vlásova en voz queda.
- A mi hijo. Es estudiante -repuso la vieja en voz alta y con rapidez-. ¿Y usted?
- También a mi hijo. Es obrero.
- - Vlásov.
- No le he oído nombrar. ¿Lleva mucho tiempo aquí?
- Más de seis semanas ...
- ¡Pues el mío va ya para los diez meses! -dijo la vieja, y en su voz Vlásova percibió algo extraño, parecido al orgullo.
- Sí, sí -dijo apresuradamente el vejete calvo-. La paciencia se agota ... Todos se enfadan, todos gritan, todo va subiendo de precio y, por consiguiente, las personas bajan de valor. No se oyen voces conciliadoras.
- ¡Absolutamente exacto! -dijo el militar-. ¡Qué escándalo! Hace falta que se alce una voz fuerte y ordene de una vez: ¡A callar! Eso es lo que hace falta. Una voz fuerte ...
La conversación se hizo general y más animada. Cada cual se apresuraba a exponer su opinión sobre la vida; pero todos hablaban a media voz, y en todos percibía la madre algo ajeno a ella. En su casa se hablaba de otra manera, más comprensible, más sencilla y en voz más alta.
Un carcelero gordo, con una barba cuadrada y pelirroja, voceó su apellido, la miró de pies a cabeza y, cojeando, salió, diciéndole:
- Sígueme ...
Ella echó a andar y hubiera querido darle un empujón en la espalda para que fuera más de prisa. En un cuartito vio a Pável que, sonriendo, le tendía la mano. La madre agarró aquella mano, se rió parpadeando y, sin encontrar palabras, pronunció quedo:
- Buenos días ... Buenos días ...
- Tranquilízate, madre -dijo Pável, estrechándole la mano.
- No te preocupes.
- ¡Madre! -llamó el carcelero resoplando-. Sepárense, para que haya distancia entre los dos ...
Y bostezó ruidosamente.
Pável le preguntó por su salud, por su casa ... Ella esperaba otras preguntas; las buscaba en sus ojos, pero no las encontraba. Estaba tranquilo como siempre, aunque un poco más pálido, y sus ojos parecían más grandes.
- ¡Sáshenka te manda saludos! -dijo ella.
Temblaron los párpados de Pável, se le du1cificó el rostro y sonrió.
Un amargor agudo atenazó el corazón de la madre.
- ¿Te dejarán salir pronto? -prosiguió, irritada, con tono de agravio-. ¿Por qué te prendieron?" Pues los folletos esos han vuelto a aparecer ...
Los ojos de Pável brillaron de alegría.
- ¿Otra vez? -preguntó con premura.
- ¡Está prohibido hablar de esas cosas! -declaró el carcelero con voz cansina-. Solamente se puede tratar de asuntos familiares ...
- ¿Acaso no son éstos asuntos de familia? -replicó la madre.
- Bueno, yo no lo sé. Lo único que sé es que está prohibido -insistió indiferente el carcelero.
- Habla de asuntos familiares, madre -dijo Pável-. ¿Qué haces?
Ella, sintiendo una especie de juvenil ardor, contestó:
- Llevo a la fábrica toda clase de cosas ...
Detúvose y, sonriendo, continuó:
- Sopa, gachas, todos los guisos de María, y otros alimentos ...
Pável comprendió. Le empezó a temblar la cara de la contenida risa, echóse el pelo hacia atrás y, cariñoso, con una voz que ella no le había oído nunca, dijo:
- ¡Está bien que hayas encontrado ocupación, que no te aburras!
- Cuando empezaron a aparecer de nuevo esas hojas, ¡a mí también me registraron! -le comunicó ella, no sin jactancia.
- ¿Otra vez con lo mismo? -exclamó el carcelero enfadado-. ¡Ya he dicho que está prohibido! Se priva de libertad a un hombre para que no se entere de nada, y tú, ¡ a lo tuyo! Hay que comprender que lo que está prohibido, está prohibido.
- ¡Bueno, déjalo, madre! -repuso Pável-. Matvéi Ivánovich es un buen hombre y no hay que enfadarle. Nos llevamos muy bien. Hoy, por casualidad, presencia las entrevistas; ordinariamente eso es cosa del subdirector.
- ¡Se acabó la visita! -declaró el carcelero mirando el reloj.
- ¡Bueno, gracias, madre! -dijo Pável-. Gracias, madre querida. No pases cuidado. Pronto me pondrán en libertad ...
Él la abrazó con fuerza y la besó, y ella, dichosa y conmovida, se echó a llorar.
- ¡Sepárense! -exclamó el carcelero, y mientras acompañaba a la madre, iba murmurando:
- No llores, ¡le soltarán! Soltarán a todos ... Ya no hay dónde meterlos ...
Ya en casa, dilatados los labios en una sonrisa y arqueando las cejas animada, le dijo al jojol:
- Le he hablado con habilidad. ¡Lo ha comprendido!
Y suspiró con tristeza.
- ¡Lo ha comprendido! Si no, no me habría acariciado como lo hizo ... ¡Nunca me había acariciado así!
- ¡Cómo son ustedes! -rió el jojol-. Todo el mundo busca algo, pero las madres siempre buscan las caricias ...
- Si supieras, Andriusha ... ¡Qué gente aquella! -exclamó ella de pronto, con asombro-. ¡Qué acostumbrados están ya! Les quitaron los hijos, los metieron en la cárcel, y como si nada. Van, se sientan, esperan, hablan unos con otros. ¿Qué te parece? Y si la gente instruida se acostumbra así, ¿qué decir entonces del pueblo trabajador...?
- Eso es comprensible -repuso el jojol, con su sonrisa de siempre-. La ley, de todas maneras, es más blanda para ellos que para nosotros, y ellos la necesitan más que nosotros. Por eso, cuando la ley les golpea en la frente, fruncen el ceño, pero no demasiado. El palo de uno mismo pega con más suavidad ...
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