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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO XXVI
Corrían raudos los días, uno tras otro, impidiéndole a la madre pensar en el Primero de Mayo. Sólo por las noches, cuando, rendida por el ajetreo ruidoso de la jornada, metíase en la cama, se le oprimía el corazón suavemente:
¡Ojalá pase pronto ...!
Al amanecer rugía la sirena de la fábrica, Pável y Andréi bebían el té a toda prisa, tomaban un bocado y se marchaban dejando a la madre una multitud de pequeños encargos. Y durante todo el día, ella se revolvía como una ardilla enjaulada; hacía la comida, preparaba una especie de gelatina color lila para imprimir las proclamas y cola para pegarlas, venían algunas personas, le entregaban esquelas para Pável y desaparecían, dejándola contagiada de su excitación.
Casi todas las noches eran pegadas en las vallas hojas llamando a los obreros a festejar el Primero de Mayo; aparecían incluso en las puertas de la jefatura de policía, y se encontraban a diario en la fábrica. Por las mañanas, la policía iba recorriendo el arrabal y, blasfemando, arrancaba de las vallas aquellos papeles color lila; pero a la hora de comer, de nuevo revoloteaban las hojas por las calles, para ir a caer a los pies de los transeúntes.
Enviaban agentes de la ciudad, los cuales, apostados en las esquinas, escudriñaban con la mirada a los obreros que, alegres y animados, salían de la fábrica para comer o volvían a ella. A todos les gustaba ver a la policía impotente, y hasta los obreros de más edad se decían unos a otros, riendo:
- ¡Hay que ver lo que hacen! ¿Eh?
Por doquier se formaban grupitos de gente que discutía con calor el inquietante llamamiento. La vida hervía; en aquella primavera, se había vuelto más interesante para todos y a todos les traía algo nuevo; a unos, un motivo más de irritación que les hacía maldecir, con rabia, de los sediciosos; a otros, una alarma imprecisa y una vaga esperanza, y a otros, a los menos, el agudo goce de saber que constituían una fuerza capaz de despertar a todos.
Pável y Andréi casi no dormían por las noches, se presentaban en casa momentos antes de tocar la sirena; ambos venían cansados, roncos, pálidos. La madre sabía que organizaban reuniones en el bosque, junto al pantano; tenía noticia de que en tomo al arrabal patrullaban destacamentos de policía montada; que los agentes de la secreta deslizábanse por todas partes, atrapando y cacheando a los obreros cuando iban solos, disolviendo los grupos; a veces, practicaban algunas detenciones.
Comprendiendo que también podrían detener cualquier noche a su hijo y a Andréi, casi lo deseaba; parecíale que sería mejor para ellos.
En torno al asesinato del listero se había hecho un silencio extraño.
Durante dos días la policía local estuvo interrogando a unas diez personas acerca del asunto; luego, dejó de interesarse por el mismo.
María Kórsunova, en una conversación con la madre, le había dicho, reflejando en sus palabras la opinión de la policía, con la que tenía relaciones amistosas, igual que con todo el mundo:
- ¿Cómo se va a encontrar al culpable? Aquella mañana puede que vieran a Isái cien personas; de ellas, noventa, si no más, le habrían abofeteado con gusto. Llevaba siete años haciéndoles trastadas a todos ...
El jojol cambiaba de aspecto a ojos vista. Tenía demacrado el rostro, abultados los párpados, que le caían sobre los ojos saltones, cerrándoselos a medias. Dos finas arrugas partían de su nariz para ir a terminar en las comisuras de los labios. Hablaba ya menos de las cosas y asuntos de la vida corriente, pero, cada vez con mayor frecuencia, se enardecía arrebatado por un entusiasmo que embriagaba también a todos sus oyentes; hablaba del futuro, de la fiesta, luminosa y magnífica, del triunfo de la libertad y la razón.
Cuando el asunto de la muerte de Isái se sumió por completo en el olvido, dijo una vez, sonriendo, en tono desdeñoso y triste:
- Nuestros enemigos no sólo no aprecian al pueblo; tampoco tienen en estima a quienes azuzan, como perros, contra nosotros. No les da lástima de su fiel Judas, sino de sus monedas de plata ...
- ¡Basta ya de eso, Andréi! -dijo Pável con firmeza.
La madre añadió quedamente:
- Tropezaron con un tronco podrido, ¡y se deshizo en polvo!
- Es justo, ¡pero no consuela! -replicó el jojol con aire sombrío.
Solía decir con frecuencia aquellas palabras, que adquirían en sus labios un sentido especial, amargo y cáustico, que lo abarcaba todo ... y al fin llegó el día aquel: el Primero de Mayo.
Rugió la sirena, exigente y autoritaria, igual que siempre. La madre, que no había podido pegar ojo en toda la noche, se tiró de la cama, encendió el samovar, preparado desde la víspera, y se disponía ya a llamar, como de costumbre, a la puerta del hijo y de Andréi, cuando reflexionó, hizo un gesto de desaliento, sentóse junto a la ventana y apoyó la mejilla en la mano, como si le doliesen las muelas.
Por el cielo, de un azul pálido, bogaban con rapidez bandadas de ligeras nubecillas rosáceas y blancas, semejando grandes pájaros que volaran asustados por el sonoro rugido del vapor. La madre miraba a las nubes y prestaba atención a sí misma. Tenía la cabeza pesada, los ojos hinchados y secos por el desvelo de la noche. En su pecho reinaba una calma extraña, su corazón latía acompasado y pensó en las cosas de la vida diaria ...
He puesto demasiado temprano el samovar, ¡el agua ya está hirviendo! ¡Que duerman hoy un poco más! Están rendidos los dos ... Un rayo de sol matinal atravesó la ventana, jugueteando alegremente; ella le ofreció la mano, y cuando, luminoso, se le posó en los dedos, lo acarició suavemente con la otra mano con sonrisa pensativa y cariñosa. Luego, se levantó, quitó el tubo al samovar, procurando no hacer ruido, se lavó y se puso a rezar, santiguándose con fervor y moviendo los labios en silencio. Tenía iluminado el rostro, y su ceja derecha unas veces se alzaba lentamente; otras, descendía de pronto ...
La segunda llamada de la sirena vibró con menos fuerza, sin tanta seguridad, con un temblor en el sonido empañado y espeso. A la madre le pareció que rugía más tiempo que de ordinario.
En la habitación se oyó la voz recia y clara del jojol:
- ¡Pável! ¿Oyes?
Uno de ellos golpeó el suelo con los pies descalzos y bostezó con fruición ...
- ¡El samovar está listo! -gritó la madre.
- ¡Ya nos estamos levantando! -contestó Pável alegremente.
- Sale el sol -dijo el jojol-. Se van las nubes. ¡Hoy están de más!
Y entró en la cocina, desgreñado, entumecido aún por el sueño, pero alegre.
- ¡Buenos días, madrecita! ¿Qué tal ha dormido?
La madre se acercó a él y le dijo en voz baja:
- ¡Andréi, hijo, ve a su lado!
- ¡Naturalmente! -murmuró él-. Mientras estemos juntos, iremos a todas partes el uno al lado del otro, ¡sépalo usted!
- ¿Qué estáis cuchicheando ahí? -preguntó Pável.
- Nada, Pável.
- Me está diciendo que me lave bien, porque las muchachas nos van a mirar -contestó el jojol, saliendo al zaguán a lavarse.
- ¡Levántate, arriba, pueblo trabajador! -tarareó Pável.
El día se iba haciendo cada vez más claro y disipábanse las nubes al empuje del viento. La madre preparaba la mesa para tomar el té y movía la cabeza, pensando en lo raro que era todo aquello:
Los dos bromean, se ríen esta mañana, y al mediodía, ¡quién sabe lo que les esperará!
Y ella misma, sin saber por qué, sentíase tranquila, casi alegre.
Estuvieron bebiendo el té largo rato, tratando de acortar la espera.
Pável, como de ordinario, removía con la cucharilla, lenta y minuciosamente, el azúcar del vaso, espolvoreó con cuidado un poco de sal en el pan, en un cantero, su trozo preferido, El jojol movía los pies debajo de la mesa, nunca podía ponerlos, de una vez, de una manera cómoda, y mirando cómo se deslizaba por el techo y la pared un rayo de sol, reflejado por su vaso, dijo:
- Cuando yo era un chiquillo de unos diez años, me entraron ganas de apresar el sol en un vaso. Cogí el vaso, me acerqué furtivamente a la pared y, ¡zas!, lo estampé contra ella. Me hice un corte en la mano y me pegaron. Después, salí al patio y vi el sol que se reflejaba en un charco, y empecé a chapotear en él con los pies. Me salpiqué todo de barro y me volvieron a pegar ... ¿Qué hacer? Empecé a gritarle al sol: ¡No me duele, diablo pelirrojo, no me duele! Y le sacaba la lengua. Eso me consolaba.
- ¿Por qué te parecía pelirrojo? -le preguntó Pável riéndose.
- Porque enfrente de nuestra casa vivía un herrero de cara rubicunda y barba pelirroja. Era un buen hombre, alegre, y a mí se me figuraba que el sol se le parecía.
La madre perdió la paciencia y dijo:
- ¡Mejor sería que hablarais de cómo vais a ir!
- Cuando se habla de lo que ya está resuelto, no se hace más que embarullar las cosas -le repuso el jojol con dulzura-. En caso de que nos detengan a todos, madrecita, vendrá Nikolái Ivánovich y le dirá lo que hay que hacer.
- ¡Bueno! -dijo la madre suspirando.
- ¡Deberíamos salir a la calle! -dijo Pável soñador.
- No, por ahora, ¡mejor será estarse en casa! -replicó Andréi-. ¿Para qué hacerse ver de la policía? ¡Ya te conocen bastante bien!
Acudió Fedia Masin, radiante, con unas manchas rojas en las mejillas. Lleno de emoción y de gozo, hizo más llevadera la espera.
- ¡Ya ha empezado! -anunció-. La gente se mueve. Salen a la calle, dispuestos a todo. A las puertas de la fábrica están constantemente Vesovschikov, Vasia Gúsev y Samóilov, pronunciando discursos. Muchos obreros se han vuelto a sus casas. ¡Vamos, ya es hora! ¡Ya han dado las diez!
- ¡Yo me voy! -dijo Pável con decisión.
- Ya veréis -prometió Fedia-, después del almuerzo, ¡se levantará toda la fábrica!
Y salió corriendo.
- Arde como un cirio al viento -musitó la madre, viéndole marchar; levantóse y entró en la cocina, donde empezó a ponerse el abrigo.
- ¿Adónde va, madrecita?
- Con vosotros -contestó ella.
Andréi, tirándose de las guías del bigote, echó una ojeada a Pável. Éste, con rápido ademán, se alisó los cabellos y fue hacia ella.
- Madre, yo no te diré nada ... Y tú, ¡no me digas nada tampoco! ¿De acuerdo?
- De acuerdo, de acuerdo. ¡Sea como queréis! -balbuceó ella.
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