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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO V
Un día de fiesta, entre semana, Pável, ya a punto de salir a la calle, dijo a su madre:
- El sábado vendrá gente de la ciudad a verme.
- ¿De la ciudad? -repitió la madre, y de pronto empezó a sollozar.
- ¿Cómo es eso, madre? -exclamó Pável disgustado.
Ella, enjugándose las lágrimas con el delantal, contestó suspirando:
- No sé, porque sí ...
- ¿Tienes miedo?
- ¡Tengo miedo! -confesó ella.
Pável se inclinó sobre su rostro y dijo en tono irritado, como el padre:
- ¡Ese miedo es la perdición de todos nosotros! Y los que nos mandan se aprovechan de nuestro miedo para atemorizamos aún más.
La madre prorrumpió con angustia:
- ¡No te enfades! ¿Cómo no voy a tener miedo? Me he pasado la vida entera temiendo ... Tengo llena de temor el alma.
Él, en voz baja y más dulcemente, dijo:
- ¡Perdóname, madre! ¡No puede ser de otro modo!
Y salió.
Tres días pasó ella temblando; el corazón se le paraba cada vez que pensaba en los seres extraños, terribles, que vendrían a casa. Eran los que habían enseñado a su hijo el camino que iba siguiendo ...
El sábado por la tarde, Pável volvió de la fábrica, se lavó, cambióse de traje y se fue, diciéndole a la madre, sin mirarla:
- Si vienen, diles que vuelvo en seguida. Y no tengas miedo, por favor ...
Ella se dejó caer sin fuerzas sobre un banco. El hijo la miró, fruncido el ceño, y le propuso:
- ¿No sería mejor ... que te fueses a alguna parte?
Se sintió ofendida. Denegando con la cabeza, dijo:
- No. ¿Por qué?
Finalizaba noviembre. Durante el día, una nieve fina y seca había ido cayendo sobre la tierra helada, y ahora se la oía crujir bajo las pisadas del hijo, que se alejaba. Espesas tinieblas pegábanse inmóviles a los cristales de la ventana, acechando hostiles. La madre, apoyadas las manos en el banco, permanecía sentada, mirando a la puerta, esperando ...
Le parecía que en la oscuridad, desde todas partes, seres silenciosos, malos, de rara vestimenta, se dirigían a la casa; avanzaban sigilosos, encorvados, mirando con recelo a ambos lados. Alguno andaba ya en torno a la casa, palpando la pared.
Se oyó un silbido. Serpenteaba en el silencio, como un fino chorrillo de agua, melodioso y triste; vagaba soñador en las tinieblas de la noche, buscaba algo, se aproximaba ... De repente, desapareció bajo la ventana, como si se hubiera incrustado en la madera de la pared.
Resonaron pasos en el zaguán; la madre estremecióse y, arqueando tensamente las cejas, se puso en pie.
Abrieron la puerta. Primero apareció en la habitación una cabeza tocada con un gorro de piel, peludo y grande; luego, un largo cuerpo encorvado se introdujo despacio, irguióse, alzó calmoso el brazo derecho y, suspirando ruidosamente, dijo con voz pastosa y pectoral:
- ¡Buenas noches!
La madre se inclinó ante él, en silencio.
- ¿Y Pável, no está en casa?
Quitóse el hombre con lentitud su chaqueton de pieles, levantó un pie, sacudió con el gorro la nieve que cubría la bota alta, hizo lo propio con la otra bota, tiró el gorro a un rincón y entró en el cuarto oscilando sobre las largas piernas. Se acercó a una silla, la examinó, como para cerciorarse de su solidez, sentóse al fin y bostezó tapándose la boca con la mano.
Su cabeza era de una redondez perfecta; tenía cortado el pelo al rape, rasuradas las mejillas y unos largos bigotes de guías caídas.
Después de observar detenidamente la habitación con sus ojazos saltones y grisáceos, cruzó las piernas y preguntó, balanceándose en la silla:
- Qué, ¿esta casucha es de ustedes o alquilada?
- Alquilada -repuso la madre, sentada frente al recién llegado.
- ¡Es bastante mala! -indicó él.
- Pável vendrá en seguida, espérele usted -rogó la madre con voz queda.
- Pues eso estoy haciendo -contestó tranquilamente el hombre largo.
Su calma, su voz suave, la sencillez de su rostro, devolvieron los ánimos a la madre. Mirábala él francamente, con benevolencia; en la hondura de sus ojos transparentes brillaba una alegre chispa, y en toda su figura, angulosa y encorvada sobre las largas piernas, había un algo gracioso, que predisponía a su favor.
Llevaba camisa azul y pantalón negro, cuyos bajos estaban remetidos en las botas. Ella sintió deseos de preguntarle quién era, de dónde venía, si conocía de mucho tiempo a su hijo; pero él, de pronto, echándose muy hacia atrás con la silla, le preguntó:
- ¿Quién le partió la frente, madrecita?
Lo preguntó con voz cariñosa y una sonrisa clara en los ojos, pero la pregunta ofendió a la mujer. Apretó los labios y, tras un instante de silencio, inquirió con frialdad cortés:
- Y eso, ¿a usted qué le importa, padrecito?
Inclinóse hacia ella con todo el cuerpo.
- Bueno, ¡no se enfade usted! Se lo he preguntado porque mi madre adoptiva tenía también rota la cabeza, exactamente igual que usted. Su cónyuge, un zapatero, se lo hizo al golpearla con una horma. Él era zapatero y ella lavandera. Me había adoptado ya cuando, en alguna parte, tropezó, para desgracia suya, con aquel borracho. ¡Le pegaba como no quiera usted saber! A mí se me abrían las carnes de espanto ...
Sintióse desarmada la madre ante aquella franqueza y pensó que tal vez Pável se enojase con ella por su áspera respuesta a aquel estrafalario. Y sonriendo con aire de culpabilidad, contestó:
- No me enfado, pero me preguntó usted así ... tan de repente. Es un regalo de mi maridito, ¡que en gloria esté! ¿No es usted tártaro? (Alusión por medio de la cual se consideraba a un inoportuno visitante como tártaro).
Estiró el hombre las piernas y se sonrió con una sonrisa tan ancha, que las orejas parecieron írsele hasta la nuca. Luego, dijo con gravedad:
- Todavía no.
- Su habla no parece rusa -explicó la madre, sonriendo a su vez al comprender la broma.
- ¡Mi lengua es mejor que la rusa! -exclamó alegre el visitante, moviendo la cabeza-. Soy jojol (Nombre dado a los ukranianos), de la ciudad de Kániev.
- ¿Y hace mucho que está aquí?
- Viví en la ciudad cerca de un año, y hará cosa de un mes me vine a esta fábrica. Aquí he encontrado buena gente: su hijo y otros. Y pienso quedarme -dijo tirándose de las guías del bigote.
La madre le iba encontrando agradable, y deseosa de pagarle con algo aquellas buenas palabras acerca de su hijo, le propuso:
- ¿No querría usted tomar té?
- ¿Cómo? ¿Voy a tomarlo yo solo? -respondió él encogiéndose de hombros-. Cuando estemos todos reunidos, nos hará usted los honores ...
Él le recordó sus miedos.
¡Si todos fueran así!, deseaba la madre con ardor.
Volvieron a resonar pasos en el zaguán, la puerta se abrió con rapidez y la madre se levantó de nuevo. Pero, con gran asombro suyo, quien entró en la cocina fue una muchacha de mediana estatura, con rostro de campesina y gruesa trenza de claros cabellos. Preguntó quedamente:
- ¿No llego tarde?
- ¡Nada de eso! -contestó el jojol, mirando desde la habitación-. ¿Ha venido a pie?
- ¡Naturalmente! ¿Es usted la madre de Pável Mijáilovich? ¡Buenas noches! Yo me llamo Natasha ...
- ¿Y cuál es su patronímico? -preguntó la madre.
- Vasílievna. ¿Y usted cómo se llama?
- Pelagueia Nílovna.
- Ea, ya estamos presentadas ...
- Sí -dijo la madre, tras un leve suspiro, y miró sonriente a la muchacha.
El jojol la ayudó a quitarse el abrigo y le preguntó:
- ¿Hace frío?
- En el campo, ¡mucho! Sopla un viento ...
Su voz era pastosa y clara, la boca pequeña y de labios gordezuelos, y toda ella, redondita y lozana. Después de quitarse el abrigo, se frotó enérgicamente las coloradas mejillas con las manecitas, rojas de frío, mientras entraba presurosa en la habitación, golpeando sonoramente el suelo con los tacones de sus botitas.
¡Va sin chanclos!, pasó fugaz por la cabeza de la madre.
- Sí -dijo la muchacha arrastrando la palabra y estremeciéndose. Estoy helada ... ¡Uf, qué frío!
- Voy a preparar en seguida el samovar -dijo la madre, y se fue rápidamente a la cocina-. Ahora mismo.
Le parecía conocer desde hacía mucho tiempo a aquella muchacha y que la quería con un cariño bueno, compasivo, de madre.
Sonriendo, escuchaba la conversación entablada en el cuarto.
- ¿Por qué está triste, Najodka? -preguntó la muchacha.
- Qué sé yo ... -contestó el jojol sin alzar la voz-. La viuda tiene ojos de bondad y a mí se me ocurrió pensar que tal vez los de mi madre sean lo mismo. Pienso con frecuencia en ella, y siempre me parece que debe estar viva.
- ¿No decía que había muerto ...?
- Aquélla, la adoptiva, murió; pero yo me refiero a mi verdadera madre ... Me la figuro pidiendo limosna en alguna parte de Kíev, bebiendo vodka y, ya ebria, abofeteada por los gendarmes.
¡Ay, pobrecillo!, pensó la madre suspirando.
Natasha comenzó a hablar con ardor, rápidamente, en voz baja.
Luego volvió a oírse la voz sonora del jojol:
- ¡Bah!, usted es joven todavía, camarada, ¡ha comido poca cebolla! Parir es difícil, pero enseñar el bien a los hombres es más difícil todavía ...
¡Hay que ver!, exclamó para sí la madre, y hubiera querido decir al jojol algo cariñoso. Pero la puerta se abrió pausadamente y dio paso a Nikolái Vesovschikov, hijo de Danilo, viejo ladrón, famoso en todo el arrabal por lo insociable que era. Siempre se apartaba huraño de la gente, que se mofaba de él. La madre le preguntó con asombro:
- ¿Qué quieres, Nikolái?
Se enjugó él con la ancha palma de la mano la cara de grandes pómulos, picada de viruelas, y, sin saludar, preguntó con voz sorda:
- ¿Está Pável en casa?
- No.
Echó una ojeada al cuarto y entró diciendo:
- Buenas noches, camaradas ...
¿Éste?, pensó la madre con hostilidad, y llenóse de asombro al ver que Natasha le tendía la mano con expresión alegre y cordial.
Llegaron después otros dos muchachos, casi niños aún. La madre conocía a uno de ellos: era Fedor, sobrino de Sisov, viejo obrero de la fábrica; tenía facciones agudas, frente muy despejada y pelo rizado. El otro, bien peinado y de aspecto sencillo, era para ella desconocido, pero tampoco infundía temor. Por fin volvió Pável en compañía de dos camaradas jóvenes; ella los reconoció: ambos trabajaban en la fábrica.
El hijo le dijo cariñosamente:
- ¿Has puesto el samovar? ¡Gracias!
- ¿Quieres que vaya por vodka? -propuso ella sin saber cómo expresarle su gratitud por algo que aún no comprendía.
- No, está de más -contestó Pável, sonriéndole afectuoso.
De pronto se le ocurrió pensar que su hijo había exagerado adrede los peligros de la reunión, para gastarle una broma.
- ¿Y esta es la gente peligrosa? -le preguntó bajito.
- ¡Esta misma! -contestó Pável, pasando a la habitación.
- ¡Qué bromista eres...! -exclamó cariñosa la madre siguiéndole con la mirada, y pensó para sus adentros: ¡Aún es una criatura!
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