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LA MADRE
Máximo Gorki
Primera parte
CAPÍTULO IX
En el arrabal corría el rumor de que los socialistas repartían hojas escritas con tinta azul. En aquellas hojas se hablaba con mordacidad del régimen existente en la fábrica, de las huelgas de los obreros de Petersburgo y de Rusia meridional; se exhortaba a los obreros a unirse, a luchar en defensa de sus intereses.
Las personas de cierta edad, que ganaban en la fábrica un buen jornal, maldecían:
- ¡Perturbadores! ¡Habría que darles en los morros por ocuparse de estas cosas!
Y llevaban las hojas a la jefatura. Los jóvenes leían con entusiasmo las proclamas:
- ¡Dicen la verdad!
La mayoría, aplanados por el trabajo, indiferentes a todo, se desentendían del asunto con indolencia:
- ¡No ocurrirá nada! ¿Acaso es posible?
Sin embargo, las hojas inquietaban a todos, y si durante la semana no aparecían, decíanse unos a otros:
- Por lo visto, han dejado de publicarlas ...
Pero cuando, llegado el lunes, reaparecían, los obreros volvían a agitarse sordamente.
En la taberna y en la fábrica advertíase la presencia de gentes nuevas, desconocidas para todos. Preguntaban, observaban, husmeaban, y en seguida llamaban la atención general: unos, por su cautela sospechosa; otros, por su excesiva importunidad.
La madre comprendía que aquel alboroto era fruto del trabajo de su hijo; veía cómo la gente se arremolinaba en torno suyo, y el temor por su suerte se fundía con el orgullo de tener un hijo así.
Una tarde, María Kórsunova llamó desde la calle en los cristales, y cuando la madre hubo abierto la ventana, cuchicheó ruidosa:
- ¡Ten cuidado, Pelagueia! ¡Ya se les acabó el juego a tus pichones! Esta noche van a registrar tu casa, la de Masin y la de Vesovschikov ...
Los gruesos labios de María chasqueaban rápidos uno con otro; su carnosa nariz daba resoplidos, guiñaba los ojos bizcándolos a derecha e izquierda, como si acechara a alguien en la calle.
- Y yo, nada sé y nada te he dicho; ni siquiera te he visto hoy. ¿Entiendes?
Y desapareció.
La madre, después de cerrar la ventana, dejóse caer lentamente en una silla. Pero la conciencia del peligro que amenazaba al hijo la impulsó a levantarse de súbito; se puso el abrigo apresuradamente, y aunque no hacía mucho frío, se envolvió bien la cabeza en un chal y echó a correr a casa de Fedia Masin, que se encontraba enfermo y no iba al trabajo. Cuando llegó, Fedia estaba sentado junto a la ventana, leyendo un libro y meciendo con la mano izquierda la derecha, cuyo tieso pulgar se mantenía apartado de los otros dedos. Al saber la novedad, saltó de la silla; su cara tornóse pálida.
- ¡Vaya, ya llegó...! -dijo balbuciente.
- ¿Qué debemos hacer? -preguntó Vlásova limpiándose con mano trémula el sudor del rostro.
- ¡Espere, no tenga miedo! -replicó Fedia pasándose la mano sana por los ensortijados cabellos.
- ¡Pero si usted mismo lo tiene! -exclamó ella.
- ¿Yo? -sus mejillas se encendieron y repuso sonriendo turbado:
- Sí, es verdad, ¡demonio...! Hay que decírselo a Pável. Voy a enviarle a alguien. Vuélvase usted a casa, ¡no se preocupe! ¡No nos pegarán!
Una vez en casa, la madre hizo un montón con todos los libros, y apretándolos contra su pecho, estuvo largo rato recorriendo toda la casa, mirando al horno, debajo de él y hasta en la barrica del agua. Se imaginaba que Pável dejaría el trabajo y volvería inmediatamente, pero no venía ... Por último, vencida por el cansancio, se sentó en el banco de la cocina, puso los libros bajo sus faldas y, temiendo levantarse, permaneció así hasta que llegaron de la fábrica Pável y el jojol.
- ¿Lo sabéis? -exclamó sin moverse.
- Lo sabemos -contestó Pável sonriendo-. ¿Tienes miedo?
- Sí, mucho, mucho miedo ...
- ¡No hay que tener miedo! -dijo el jojol-. Eso no sirve para nada.
- ¡Ni siquiera ha preparado el samovar! -observó Pável.
Se puso la madre en pie, y, mostrando los libros, explicó con aire de culpa:
- Mira, he estado ocupada con ellos todo el tiempo ...
Su hijo y el jojol rompieron a reír, lo que la tranquilizó. Pável eligió algunos libros y salió al patio a esconderlos, y el jojol se puso a encender el samovar diciendo:
- Esto no tiene nada de terrible, madrecita, pero vergüenza da que la gente se dedique a semejantes tonterías. Vienen unos hombres hechos y derechos, con el sable al costado y espuelas en los tacones y escarban en todas partes. Miran debajo de la cama, debajo del horno; si hay bodega, se meten en ella, suben al desván ... Allí les caen las telarañas en la jeta y empiezan a bufar. Están aburridos, avergonzados; por eso aparentan maldad y se enfadan con las personas. Su trabajo es inmundo, ¡y ellos lo comprenden! Una vez, me revolvieron toda la casa, no encontraron nada y se fueron avergonzados; otra vez, me llevaron con ellos. Luego, me metieron en la cárcel, donde pasé unos cuatro meses. Estás allí un día tras otro, te llaman, te llevan por la calle con soldados, te hacen unas cuantas preguntas ... Es gente torpe, dicen cosas absurdas; luego, mandan a los soldados que te conduzcan otra vez a la cárcel. Y así le hacen a uno ir y venir; ¡tienen que justificar su salario! Después le dejan a uno en libertad, ¡ y se acabó!
- ¡Qué manera de hablar tiene usted siempre, Andriusha! -exclamó la madre.
Arrodillado ante el samovar, resoplaba en el tubo con toda su fuerza; pero en aquel momento levantó la cara, roja del esfuerzo, y, estirándose las guías del bigote con ambas manos, preguntó:
- ¿Cómo hablo?
- Como si nadie le hubiera ofendido nunca ...
Levantóse, movió la cabeza y repuso sonriendo:
- ¿Hay en el mundo algún alma que no haya sido ofendida? A mí me han ultrajado tanto, que estoy cansado de ofenderme. ¿Qué vas a hacer si la gente no puede proceder de otro modo? Las ofensas entorpecen el trabajo; si se detiene uno ante ellas, se pierde el tiempo en balde. ¡Así es la vida! Yo, antes, a veces me enfadaba con la gente, pero lo pensé mejor y vi que no valía la pena. Cada cual teme el golpe del vecino y trata de alumbrar la bofetada el primero. ¡La vida es así, madrecita mía!
Sus palabras fluían tranquilas, apartando la inquietud de la espera del registro. Sus ojos saltones sonreían luminosos, claros, y todo él, aunque desgalichado, era ágil, flexible.
La madre suspiró y dijo con afecto:
- ¡Que Dios le haga feliz, Andriusha!
El jojol volvió de una zancada junto al samovar, se puso de nuevo en cuclillas y munnuró en voz baja:
- Si me dan la felicidad, no la rechazaré, pero no pienso pedirla.
Pável volvió del patio y afirmó con seguridad:
- No encontrarán nada -y empezó a lavarse.
Luego, secándose bien las manos con fuerza, dijo:
- Si se le nota que tiene miedo, madre, pensarán: En esta casa hay algo, puesto que ella tiembla. Usted ya lo comprende, no queremos nada malo; la verdad está de nuestra parte, y toda la vida trabajaremos por ella: ¡esa es toda nuestra culpa! ¿De qué tener miedo?
- Yo, Pável, tendré valor -prometió ella. Y en seguida exclamó con angustia:
- ¡Ya podían venir cuanto antes!
Pero no llegaron aquella noche, y a la mañana siguiente previendo la posibilidad de que bromearan con su miedo, la madre fue la primera en hacerlo:
- ¡Vaya, me asusté antes de tiempo!
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