Índice de La madre de Máximo Gorki | Capítulo vigésimo noveno - Primera Parte | Capítulo segundo - Segunda Parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LA MADRE
Máximo Gorki
Segunda parte
CAPÍTULO I
Pasó el resto del día en una abigarrada niebla de recuerdos, en un cansancio penoso que oprimía cuerpo y alma. Como una mancha gris, ante los ojos de la madre danzaba el oficialete, brillaba el rostro bronceado de Pável, sonreían los ojos de Andréi ...
Iba y venía por la habitación, se sentaba a la ventana, miraba a la calle, volvía a andar, alzaba la ceja, se estremecía, miraba en derredor y buscaba algo; sin objeto alguno. Bebía agua sin poder mitigar su sed ni extinguir en su pecho un fuego abrasador de angustia y agravio. El día había sido cortado de un tajo; en su comienzo tenía contenido, pero ahora todo se había vaciado de él; ante ella se extendía un vacío desolador y palpitaba una pregunta de perplejidad:
¿Qué hacer ahora?
Llegó Kórsunova. Manoteó, gritó, lloró y arrebatóse de entusiasmo; dio unas patadas en el suelo, propuso y prometió algo, amenazó a alguien ... Pero nada de aquello conmovió a la madre.
- ¡Ah! -oyó que exclamaba la voz chillona de María-. A pesar de todo, le han llegado a lo vivo a la gente. La fábrica se ha levantado, ¡se ha puesto en pie toda entera!
- Sí, sí -decía quedo la madre, asintiendo con la cabeza, mientras sus ojos miraban fijamente a todo aquello que ya pertenecía al pasado, que se le había ido con Andréi y Pável. No podía llorar; tenía el corazón oprimido, seco como los labios, y en toda la boca sentía también sequedad. Las manos le temblaban y, en la espalda, un leve escalofrío le estremecía la piel.
Por la noche llegaron los gendarmes. Los recibió sin asombro ni temor. Entraron en la casa con estrépito, y había en ellos una especie de alegría y satisfacción. El oficial de rostro amarillento dijo enseñando los dientes:
- Qué, ¿cómo le va? Es la tercera vez que nos encontramos, ¿no es cierto?
Ella guardó silencio, pasándose por los labios su lengua reseca. El oficial habló mucho, en tono aleccionador. Ella notó que se recreaba hablando, pero sus palabras no le llegaban, ni le causaban molestia. Solamente cuando dijo:
- Tú misma tienes la culpa, mujer, por no haber sabido inculcar en tu hijo el temor a Dios y el respeto al zar ...
Ella, en pie junto a la puerta y sin mirarle, contestó con voz sorda:
- Sí, los hijos serán nuestros jueces. Nos juzgarán, con razón, por haberlos abandonado en un camino semejante.
- ¿Qué? -gritó el oficial-. ¡Más alto!
- Digo que los hijos serán nuestros jueces -repitió suspirando.
Entonces, él comenzó a perorar, de prisa y enfadado, pero sus palabras fluían sin llegar a la madre.
Como testigo había sido llamada María Kórsunova. Estaba en pie junto a la madre, pero no la miraba, y cuando el oficial se dirigía a ella con alguna pregunta, se inclinaba apresurada, haciéndole una profunda reverencia, y contestaba con monótona voz:
- ¡No lo sé, usía! Yo soy una mujer ignorante, me ocupo de vender, y como soy tan tonta, no sé nada...
- Bueno, ¡calla! -ordenó el oficial, moviendo el bigote. Ella se inclinó y, sin que él lo notara, le hizo la higa y susurró:
- ¡Anda, chúpate ésa!
Le ordenaron que registrara a Vlásova. María parpadeó, clavó sus ojos en el oficial y dijo asustada:
- Usía, ¡yo no sé hacer eso!
Él dio una patada, irritado, y vociferó. María bajó los ojos y rogó a la madre en voz baja:
- ¡Qué le vamos a hacer! Desabróchate, Pelagueia Nílovna ...
María, con la cara inyectada en sangre, la registró y palpó el vestido, murmurando:
- ¡Qué perros! ¿Eh?
- ¿Qué estás hablando ahí? -gritó con rudeza el oficial, mirando al rincón donde se llevaba a cabo la operación.
- ¡De cosas de mujeres, usía! -murmuró María asustada.
Cuando ordenó a la madre que firmara el acta, ella, con mano torpe y letras de imprenta, de trazos gruesos y brillantes, escribió en el papel:
Pelagueia Vlásova, viuda de un obrero.
- ¿Qué has puesto aquí? ¿Por qué has escrito esto? -gritó el oficial, haciendo una mueca de repugnancia; luego, soltó una risotada y agrego: ¡Salvajes ...
Se fueron. La madre, en pie junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, estuvo largo rato mirando hacia delante, sin parpadear, sin ver nada; tenía muy alzadas las cejas, apretados los labios, y contraía las mandíbulas con tal fuerza, que pronto sintió dolor en los dientes. En la lámpara se había agotado el petróleo, y la llama iba apagándose con leve chisporroteo. Ella sopló la mecha y se quedó a oscuras. Una nube negra de angustiosa inconsciencia le llenó el pecho, dificultando los latidos de su corazón. Permaneció así mucho tiempo, se le cansaron las piernas y los ojos. Oyó que María se paraba bajo la ventana y con voz de ebria le gritaba:
- ¡Pelagueia! ¿Estás dormida? ¡Duerme, pobre mártir, duerme!
La madre se echó vestida en la cama, y al instante, como si hubiera caído en un hondo abismo, quedó profundamente dormida.
Vio en sueños el altozano de arena amarilla que clareaba más allá del pantano, en el camino a la ciudad. Al borde del talud que descendía hasta la sima de donde se sacaba la arena, estaba Pável y, con la voz de Andréi, cantaba sonora, dulcemente:
Arriba los pobres del mundo ...
Pasó Pelagueia junto al montículo, por el camino, y poniéndose la mano en la frente, miró al hijo. Sobre el fondo azul del cielo destacábase, neta y perfilada su figura. Ella sentía vergüenza de acercarse a él, porque se encontraba encinta. Y en sus brazos llevaba también un niño.
Siguió adelante. En el campo, unos chiquillos jugaban a la pelota; había muchos y la pelota era roja. El niño tendió el cuerpo hacia ellos y empezó a llorar a gritos. La madre le dio el pecho y volvió sobre sus pasos, pero en el montículo había ya soldados que enfilaban contra ella sus bayonetas. Echó a correr de prisa hacia una iglesia que se alzaba en medio del campo, blanca, etérea, como hecha de nubes, y de inconmensurable altura. Allí estaban enterrando a alguien; el féretro era grande, negro, estaba herméticamente cerrado. Pero el sacerdote y el diácono andaban por la iglesia con albas casullas y cantaban:
Cristo resucitó de entre los muertos ...
El diácono agitó el incensario y le hizo una inclinación de cabeza, sonriendo. Tenía el cabello rojizo y el rostro jovial, como Samóilov. De arriba, de la cúpula, caían unos rayos de sol, anchos como toallas. En ambos coros cantaban suavemente unos niños:
Cristo resucitó de entre los muertos ...
- ¡Agarradlos! -gritó de pronto el sacerdote, parándose en el centro de la iglesia. Había desaparecido su casulla, y en su faz le habían surgido unos bigotes canosos y toscos.
Todos huyeron, hasta el diácono, que tiró el incensario a un lado y se llevó las manos a la cabeza, como hacía el jojol.
La madre dejó caer el niño al suelo entre los pies de la gente, que se apartaba mirando temerosa a aquel cuerpecillo desnudo; ella, de rodillas, gritaba:
-
Cristo resucitó de entre los muertos ...
-cantaba el jojol sonriendo y con las manos a la espalda.
Ella se inclinó, tomó al niño y le puso en un carro cargado de tablas, junto al cual caminaba lentamente Nikolái, que se reía a carcajadas y decía:
- Me han dado una tarea dura ...
En la calle había barro, a las ventanas de las casas se asomaba gente que silbaba, gritaba, agitaba los brazos. El día estaba claro, el sol brillaba con fuerza y no había sombra en parte alguna.
- ¡Cante, madrecita! -decía el jojol-. ¡Así es la vida!
Y él cantaba, dominando con su voz todos los ruidos. La madre le seguía; de pronto tropezó y cayó al instante en un abismo sin fondo, que aullaba amenazador a su encuentro ...
Se despertó temblando toda. Era como si una mano pesada y áspera le hubiera cogido el corazón y se lo apretara suavemente, en juego cruel.
Rugía insistente la sirena, dando la señal de entrada al trabajo; ella calculó que era la segunda llamada. En la habitación, los libros estaban tirados en desorden, todo estaba revuelto, trastornado, lleno de huellas de pisadas el suelo.
Se levantó y, sin lavarse ni rezar sus oraciones, se puso a arreglar el cuarto. En la cocina, apareció ante sus ojos un palo con un trozo de percalina roja; lo cogió con hostilidad, sintió deseos de echarlo debajo del horno, pero, suspirando, desprendió de él el trozo de bandera, dobló cuidadosamente el retazo de tela roja y se lo guardó en el bolsillo; rompió el palo con la rodilla y lo echó al hogar. Después, fregó con agua fría las ventanas y el suelo, preparó el samovar y se vistió. Sentóse junto a la ventana de la cocina y ante ella volvió a surgir la interrogante de la víspera:
¿Qué hacer ahora?
Recordando que aún no había rezado, se puso en pie ante las imágenes y, al cabo de unos instantes, se sentó de nuevo. Tenía vacío el corazón.
Reinaba un silencio extraño; era como si la gente, que tanto había gritado el día anterior en la calle, se hubiera recogido en sus casas y meditase, sin despegar los labios, sobre la extraordinaria jornada.
De repente le vino a la memoria una escena que presenciara cierta vez en los días de su juventud. En el viejo parque de los señores de Zausáilov había un gran estanque, cubierto con profusión de nenúfares.
Un día gris de otoño, al pasar ella junto al estanque, vio en su centro una barca. El estanque estaba sombrío, manso, y la barca parecía pegada a las negras aguas, tristemente omadas de amarillas hojas ... Una melancolía profunda y un pesar misterioso envolvía a aquella barca sin remos y sin remero, solitaria e inmóvil en el agua opaca, entre las muertas hojas. La madre permaneció mucho tiempo a la orilla del estanque, preguntándose quién y para qué habría empujado la barca tan lejos. Aquel mismo día, por la noche, se supo que la mujer del administrador de los Zausáilov se había ahogado en el estanque; era una mujer pequeñita, de rápido andar y negros cabellos, siempre revueltos.
La madre se pasó la mano por el rostro; su pensamiento estremecido empezó a bogar por las impresiones de la víspera. Sumida en ellas, estuvo mucho tiempo sentada, fijos los ojos en la taza de té, ya frío; en su alma surgía el deseo de ver a alguna persona inteligente y sencilla, y preguntarle acerca de muchas cosas.
Y como en satisfacción de aquel deseo, después de mediodía apareció Nikolái Ivánovich. Pero, al verle, sobrecogida de pronto por la inquietud, sin contestar a su saludo, le dijo en voz queda:
- ¡Ay, padrecito! ¡Qué mal ha hecho usted en venir! ¡Es una imprudencia! Si le ven, le prenderán ...
Luego de estrecharle la mano con fuerza, Nikolái Ivánovich se ajustó las gafas, e inclinando su rostro cerca del de ella, le explicó rápidamente, en voz baja:
- Yo, sabe usted, convine con Pável y Andréi que si los detenían, vendría al día siguiente para trasladarla a la ciudad -dijo con cariño y preocupación-. ¿Han venido a hacerle un registro?
- Sí, Vinieron. Registraron por todas partes, y a mí me cachearon. ¡Esa gente no tiene ni conciencia, ni pudor! -replicó ella.
- ¿Para qué lo necesitan? -contestó Nikolái, encogiéndose de hombros, y empezó a explicarle por qué debía irse a vivir a la ciudad.
Ella, escuchando su voz amistosa y solícita, le miraba con pálida sonrisa y, sin comprender sus razones, se asombraba de la confianza, llena de cariño, que sentía hacia el hombre aquel.
- Si Pável lo quiere -repuso-, y no le estorbo a usted ...
Él la interrumpió.
- No pase cuidado por eso. Vivo solo; de tarde en tarde viene mi hermana.
- Pero yo quiero ganarme el pan que me coma -pensó ella en voz alta.
- Si usted quiere, ¡ya le encontraremos quehacer! -dijo Nikolái.
Para ella, la idea del quehacer estaba ya indisolublemente unida al trabajo del hijo, de Andréi y sus camaradas. Se acercó a Nikolái y, mirándole a los ojos, le preguntó:
- ¿Se encontrará?
- Mi casa es pequeña, de soltero ...
- Yo no me refiero a los quehaceres de la casa -repuso ella en voz queda. Y suspiró con tristeza, sintiéndose molesta de que no la hubiese comprendido. Él, sonriendo con sus ojos miopes, dijo pensativo:
- ¿Y si en una entrevista con Pável intentara usted enterarse de las señas de aquellos campesinos que pedían el periódico...?
- ¡Yo las sé! -exclamó ella con alegría~. Los encontraré y haré todo como usted me diga. ¿Quién va a pensar que llevo folletos prohibidos? A la fábrica los llevaba, ¡bendito sea el Señor!
Le entró de prontó el deseo de marchar a alguna parte, por esos caminos, frente a los bosques y aldeas, con un zurrón al hombro y un báculo en la mano.
- Encárgueme a mí de ese asunto, ¡se lo suplico, querido! -le pidió ella-. Iré a donde haga falta. Por todas las provincias, encontraré todos los caminos. Andaré invierno y verano, hasta la misma tumba. ¿Acaso el peregrinar es para mí mal destino?
Se entristeció al verse mentalmente sin hogar, peregrinando y pidiendo limosna, en nombre de Cristo, de puerta en puerta, por las isbas aldeanas.
Nikolái le tomó la mano con cuidado y sela acarició con la suya, tibia como siempre. Después, mirando el reloj, dijo:
- De todo eso, ¡ya hablaremos más tarde!
- ¡Querido! -exclamó ella-. Los hijos son los pedazos más entrañables de nuestro corazón; ellos sacrifican su vida y su libertad, perecen, sin tener piedad de sí mismos, y si ellos lo hacen, ¿qué debo hacer yo, siendo madre?
El rostro de Nikolái se puso pálido; mirándola con atención y cariño, le dijo quedo:
- ¿Sabe usted?, es la primera vez que oigo tales palabras ...
- ¿Y qué puedo decir yo? -repuso ella, moviendo tristemente la cabeza y dejando caer los brazos con impotencia-. Si tuviera palabras para explicar lo que siente mi corazón de madre ...
Se puso en pie, impulsada por la fuerza que se iba alzando en su pecho y embriagaba su cabeza con el ardiente ímpetu de las palabras airadas.
- Muchos llorarían ... incluso los malos, hasta los que no tienen conciencia ...
Nikolái se levantó también y miró de nuevo el reloj.
- De modo que ... ¿queda decidido? ¿Se vendrá usted a la ciudad, a mi casa?
Ella, sin decir palabra, asintió con la cabeza.
- ¿Cuándo?
- ¡Lo antes posible! -rogó él, y añadió dulcemente:
- Voy a estar intranquilo por usted, ¡de veras!
Le miró asombrada: ¿qué interés podía sentir por ella? Gacha la cabeza, sonriendo con turbación, estaba en pie ante ella, encorvado, miope, con una sencilla chaqueta negra, y todo lo que llevaba parecía de otro ...
- ¿Tiene usted dinero? -preguntó él, bajando los ojos.
- ¡No!
Sacó con viveza un portamonedas del bolsillo, lo abrió y se lo tendió diciendo:
- Tome, haga el favor.
La madre sonrió sin querer y, moviendo la cabeza, observó:
- ¡Todo ocurre de otra manera! ¡Hasta el dinero no tiene valor! Las gentes pierden por él su alma, y vosotros ... ¡no le dais importancia! Es como si lo llevarais para favorecer a las personas ...
Nikolái rió con dulzura.
- ¡El dinero es una cosa terriblemente desagradable e incómoda! Siempre es tan molesto recibirlo como darlo ...
Tomó la mano de la madre, estrechósela con fuerza y le rogó una vez más:
- Entonces, ¡lo antes posible!
Y como de costumbre, se marchó en silencio.
Después de acompañarle hasta la puerta, pensó la mujer:
Tan bueno, y no me ha dicho ni una palabra de consuelo. Y no pudo comprender si aquello era para ella agradable o si solamente le producía asombro.
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