Índice de La madre de Máximo GorkiCapítulo décimocuarto - Segunda ParteCapítulo décimosexto - Segunda ParteBiblioteca Virtual Antorcha

LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO XV


Al amanecer ya estaba la madre en el coche de posta, dando tumbos por el camino que habían encharcado las lluvias de otoño. Soplaba un viento húmedo, volaban las salpicaduras del barro, y el postillón, sentado en el pescante del carricoche, medio vuelto hacia ella, se lamentaba con nostálgica y gangosa voz:

- Yo le dije a mi hermano: vamos a repartir los bienes. Y empezamos a repartirlos ...

De repente, fustigó al caballo de la izquierda, gritando con rabia:

- ¡Arre! ¡Vivo! ¡La bruja que te ha parido...!

Los cebados cuervos de otoño saltaban graves por los desnudos campos labrados; el viento les embestía con frío silbido. Ellos presentaban el costado a las ráfagas, que les erizaban las plumas y les hacían vacilar; entonces, cediendo a su empuje, se echaban a volar con perezoso aleteo para ir a posarse en otro sitio.

- Pues bien, me engañó en el reparto. Cuando quise darme cuenta, ya no había nada que hacer -continuó el postillón.

La madre escuchaba sus palabras como a través de un sueño; su memoria iba desplegando ante ella los numerosos acontecimientos vividos en los últimos años y, al recordarlos, se veía a sí misma por todas partes. Antes, la vida era creada en algún sitio lejano, sin saberse por quién ni para qué, mientras que ahora muchas cosas se hacían ante sus ojos, con ayuda suya. Ello provocaba en su interior un sentimiento confuso, mezcla de desconfianza y contento de sí misma, de perplejidad y de melancolía silenciosa ...

En derredor, todo se balanceaba, con lento movimiento; flotaban en el cielo nubes grises, adelantándose pesadamente las unas a las otras; a ambos lados del camino surgían por un instante árboles mojados, balanceando sus desnudas copas; en torno, se extendían los campos, aparecían y desaparecían las lomas ...

La voz gangosa del postillón, el tintineo de los cascabeles, el húmedo silbido y el susurro del viento se fundían en un arroyo sinuoso y palpitante, que fluía sobre los campos con fuerza uniforme ...

- El rico hasta en el paraíso se encuentra estrecho ..., ¡eso es lo que pasa! Empezó él a apretar, es amigo de las autoridades ... -continuaba el auriga, balanceándose en el pescante.

Cuando llegaron a la estación de posta, desenganchó las caballerías y dijo a la madre en tono desesperanzado:

- ¡Ya podías darme cinco kopeks, para echar un trago!

Ella se los dio, y él, sacudiendo la moneda en la palma de la mano, con el mismo tono comunicó a la madre:

- Tres para vodka y dos para pan ...

Después de mediodía, rendida y aterida de frío, llegó la madre al poblado de Nikólskoie, entró en la posada de la estación de posta, pidió té, sentóse junto a una ventana y puso debajo del banco su pesada maleta. Desde la ventana se veía una placita cubierta de la amarilla alfombra de la hierba pisoteada y el ayuntamiento del distrito, una casa de color gris oscuro con el tejado un poco hundido. En su terracilla estaba sentado un mujik calvo, de luenga barba, en mangas de camisa y fumando en pipa. Por la hierba correteaba un cerdo. Sacudiendo mohíno las orejas, escarbaba en la tierra con el hocico y meneaba la cabeza.

Flotaban las nubes en masas oscuras, amontonándose unas sobre otras. Todo estaba en silencio, sombrío y tedioso, como si la vida se hubiese escondido en alguna parte y estuviese allí agazapada.

De pronto, entró a galope en la plaza el sargento de policía, detuvo su caballo rojizo junto a la escalera del ayuntamiento y, agitando en el aire la nagaika, gritó al mujik. Sus voces vibraban en los cristales de la ventana, pero no se entendían las palabras. Se levantó el mujik y señaló con el brazo a lo lejos; echó pie a tierra el sargento, se tambaleó sobre sus piernas y arrojó las bridas al mujik; apoyándose en el pasamanos, subió pesadamente la escalera de la terracilla y desapareció tras la puerta de la casa.

De nuevo todo quedó en silencio. Por dos veces, el caballo golpeó con un casco la tierra blanda. En la habitación donde estaba la madre entró una chiquilla de mirada cariñosa, carita redonda y corta trenza rubia en la nuca. Mordiéndose los labios, llevaba en las manos tensas una bandeja grande, de abollados bordes, llena de loza, y saludaba inclinando con frecuencia la cabeza.

- ¡Buenos días, guapita! -dijo cariñosamente la madre.

- ¡Buenos días!

Mientras iba colocando sobre la mesa platos y tazas, la chiquilla anunció de pronto, con animación:

- Acaban de pescar a un bandido, ¡ahora le traen!

- ¿Qué clase de bandido?

- No sé ...

- ¿Y qué ha hecho?

- ¡No lo sé! -replicó la chiquilla-. ¡Sólo he oído que le han pescado! El guarda del ayuntamiento ha salido corriendo en busca del comisario de policía.

La madre miró por la ventana. En la plaza aparecieron algunos mujiks. Unos caminaban lentos, reposados; otros, apresuradamente, abrochándose sobre la marcha las zamarras. Detuviéronse junto a la escalera del ayuntamiento; todos miraron hacia la izquierda. La chiquilla echó también una ojeada a la calle y salió de la habitación, dando un ruidoso portazo. La madre se estremeció y empujó más dentro la maleta que había puesto debajo del banco; después de echarse el mantón por la cabeza, se dirigió apresuradamente hacia la puerta, conteniendo un incomprensible deseo, que se había apoderado de repente de ella, de ir más deprisa, de echar a correr ...

Cuando salió a la terracilla, un frío cortante le dio en los ojos y el pecho, le faltó el aliento y le flaquearon las piernas: por el centro de la plaza venía Ribin, con las manos atadas a la espalda, entre dos alguaciles, que golpeaban la tierra acompasadamente con unos palos; junto a la escalera del ayuntamiento había multitud de personas, que esperaban en silencio.

La madre miraba aturdida sin poder apartar los ojos de allí. Ribin decía algo, ella oía su voz, pero las palabras se perdían, sin dejar eco, en el vacío tembloroso y oscuro de su corazón.

Volvió la madre en sí, recobrando el aliento. Junto a la terracilla estaba un mujik, de rubia y poblada barba, que la miraba fijamente con sus ojos azules. Tosió ella y, restregándose la garganta con manos debilitadas por el terror, preguntó con esfuerzo:

- ¿Qué pasa?

- ¡Mírelo! -contestó el mujik y se volvió de espaldas. Acercóse otro mujik y se puso a su lado.

Los alguaciles se detuvieron ante la multitud que, rápidamente, aumentaba cada vez más, pero permanecía en silencio; de pronto, la voz de Ribin se alzó profunda y recia sobre el gentío:

- ¡Cristianos! ¿Habéis oído hablar de unos papeles escritos que dicen la verdad sobre nuestra vida de campesinos? Pues yo ahora estoy sufriendo por esos papeles ... ¡Yo fui quien los repartió entre el pueblo!

La gente se apiñó en tomo a Ribin. Su voz resonaba acompasada, tranquila. Y ello serenó un poco a la madre.

- ¿Oyes? -preguntó en voz baja al mujik de ojos azules, su vecino, dándole con el codo. Aquél, sin contestar, alzó la cabeza y volvió a mirar a la madre a la cara. El otro mujik, más joven que el primero, con barba oscura y rala, de rostro enjuto, cuajado de pecas, la miró también. Después ambos se apartaron de la terracilla.

¡Tienen miedo!, pensó la madre involuntariamente.

Su atención se hizo más aguda. Desde lo alto de la terracilla veía con claridad la cara ennegrecida y tumefacta de Mijaíl Ivánovich, distinguía el brillo ardiente de sus ojos, sintió deseos de que él también la viera, y, empinándose, alargó el cuello hacia él.

La gente le contemplaba ceñuda, con desconfianza, en silencio. Sólo en las últimas filas de la multitud se oía el sofocado rumor de las conversaciones.

- ¡Campesinos! -dijo Ribin con voz llena y tensa-. Creed en esos papeles. Yo, ahora, tal vez vaya a morir por ellos; me han apaleado, me han atormentado, querían obligarme por la tortura a decir de dónde los sacaba; volverán a golpearme ... ¡lo soportaré todo! Porque en esos papeles se encuentra la verdad, y esta verdad debe ser para nosotros más preciada que el pan, ¡eso es!

- ¿Por qué lo dirá? -exclamó en voz baja uno de los mujiks, cerca de la terracilla. El de los ojos azules contestó con lentitud:

- Ahora ya le da igual: no muere uno dos veces, y una, es inevitable ...

La gente permanecía callada, mirando sombría, de reojo, como si sobre todos gravitase algo invisible, pero de un peso agobiador. En la terracilla del ayuntamiento apareció el sargento y, tambaleándose, mugió con voz ebria:

- ¿Quién es el que habla?

De pronto se lanzó por la escalera dando tumbos, cogió a Ribin del pelo y, zarandeándole, gritó:

- ¿Eres tú el que habla, hijo de perra, eres tú?

La multitud se agitó con bronco rumor. La madre, presa de una angustia impotente, bajó la cabeza. Y de nuevo resonó la voz de Ribin:

- ¡Mirad, buena gente...!

- ¡A callar! -y el sargento le dio un golpe en la oreja. Ribin vaciló moviendo los hombros.

- ¡Os atan las manos y os atormentan como quieren...!

- ¡Alguaciles! ¡Conducidle! ¡Dispersaos! -saltando delante de Ribin como un perro de presa ante un trozo de carne, el sargento le asestaba puñetazos en el rostro, en el pecho, en el vientre.

- ¡No le pegues! -gritó alguien entre la multitud.

- ¿Por qué le pegas? -preguntó otro.

- ¡Vamos! -dijo el mujik de los ojos azules, haciendo una señal con la cabeza. Y ambos, sin apresurarse, se dirigieron hacia el ayuntamiento. La madre los siguió con una mirada bondadosa. Suspiró aliviada cuando el sargento volvió a subir pesadamente a la terracilla, y, desde allí, amenazando con el puño, aulló frenético:

- ¡Traedle aquí, digo...!

- ¡No! -se oyó una fuerte voz entre la multitud. La madre comprendió que quien hablaba era el mujik de los ojos azules-. ¡No lo permitáis, muchachos! Si se lo llevan ahí dentro, le matarán a golpes, y luego, ¡dirán que hemos sido nosotros! ¡No lo permitáis!

- ¡Campesinos! -gritó Ribin-. ¿No estáis viendo cómo vivís? ¿No comprendéis que os roban, que os engañan, que os chupan la sangre? Todo se basa en vosotros, sois la mayor fuerza en la tierra. ¿Y cuáles son vuestros derechos? Uno solo: ¡reventar de hambre...!

De pronto, los mujiks empezaron a gritar, interrumpiéndose unos a otros.

- ¡Dice la verdad!

- ¡Que llamen al comisario de policia! ¿Dónde está el comisario...?

- El sargento ha ido a buscarle ...

- ¡Está borracho...!

- No es cosa nuestra reunir a las autoridades ...

Aumentaba el griterío, elevándose cada vez más.

- ¡Habla! No dejaremos que te peguen ...

- ¡Desatadle las manos...!

- ¡Cuidado, no vaya a ser peor!

- ¡Me duelen las manos! -dijo Ribin, dominando el clamor con su voz sonora e igual-. ¡No me escaparé, mujiks! No me escondo de mi verdad, porque vive dentro de mí ...

Algunos se apartaron graves de la multitud en diferentes direcciones, hablando a media voz y meneando la cabeza. Pero cada vez se acercaba corriendo más gente, mal vestida, puesta la ropa de cualquier manera, llena de excitacion. Bullían en derredor de Ribin como espuma negra, y él permanecía en pie entre ellos, igual que una ermita en medio de un bosque; alzando las manos por encima de la cabeza y agitándolas en el aire, gritaba a la multitud:

- ¡Gracias, buena gente, gracias! ¡Nosotros mismos debemos desatamos las manos unos a otros! ¡Así es! ¿Quién nos va a ayudar, si no lo hacemos nosotros mismos?

Se limpió la barba y volvió a alzar la mano, toda ensangrentada.

- ¡Ya veis mi sangre! ¡Corre por la verdad!

Descendió la madre de la terracilla, pero desde abajo no veía a Mijaíl, aprisionado entre la gente, y de nuevo subió las escaleras. Sentía ardor en el pecho, y un júbilo impreciso palpitaba en él.

- ¡Campesinos! Buscad esos papeles, leedlos, no creáis a las autoridades ni a los popes cuando dicen que son ateas y rebeldes las gentes que nos traen la verdad. La verdad anda en secreto por la tierra y busca asilo en el corazón del pueblo. Para las autoridades viene a ser como el cuchillo o el fuego; no la pueden aceptar; ¡les corta, les quema! La verdad es vuestra mejor amiga, pero para las autoridades ... ¡es una enemiga jurada! ¡Por eso se oculta...!

De nuevo surgieron entre la multitud algunas exclamaciones.

- ¡Oid cristianos!

- ¡Ay!, hermano, te vas a perder ...

- ¿Quién te entregó?

- ¡El pope! -contestó uno de los alguaciles.

Restallaron rotundos los ternos de dos mujiks.

- ¡Cuidado, muchachos! -se oyó un grito de prevención.

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