Índice de La madre de Máximo Gorki | Capítulo vigésimo octavo - Segunda Parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LA MADRE
Máximo Gorki
Segunda parte
CAPÍTULO XXIX
En la calle, el aire seco y glacial envolvía el cuerpo, penetraba en la garganta, cosquilleaba en la nariz y cortaba momentáneamente la respiración. Se detuvo la madre y miró en derredor: cerca de ella, en la esquina de la calle, estaba parado un cochero con un gorro felpudo; lejos, caminaba un hombre encorvado, escondida la cabeza entre los hombros, y delante de él, dando saltos y frotándose las orejas, corría un soldado.
Habrán mandado al soldadito a la tienda, a comprar algo, pensó la madre y siguió su camino, escuchando complacida el sonoro y juvenil crujido de la nieve bajo sus pies. Llegó pronto a la estación, el tren no estaba aún formado, pero en la sala de espera de tercera clase, sucia y ennegrecida por el humo, había ya mucha gente; el frío tenía confinados en ella a los obreros ferroviarios; los cocheros, gente mal trajeada y sin hogar, habíanse metido allí para entrar en calor. Había asimismo pasajeros, algunos campesinos, un grueso comerciante con un abrigo de piel de castor, un sacerdote con su hija, picada de viruelas, cinco o seis soldados y algunas personas de la clase media que se movían de un lado para otro. Fumaban, conversaban, tomaban té o bebían vodka. Junto a la cantina alguien reía a carcajadas y nubes de humo flotaban sobre las cabezas. Rechinaba la puerta al abrirse y temblaban resonantes sus cristales cuando la cerraban con estrépito. Un fuerte olor a tabaco y a pescado salado irritaba la nariz.
La madre se sentó junto a la puerta, muy a la vista, y esperó. Cada vez que se abría la puerta, una ráfaga de aire frío caía sobre ella; la sensación le era grata, y lo respiraba a pleno pulmón. Iba entrando gente cargada con bultos; como llevaban puesta mucha ropa, se atascaban torpemente en la puerta, blasfemaban, tiraban al suelo o a un banco la carga, se sacudían la seca escarcha del cuello del abrigo y de las mangas y se limpiaban, refunfuñando, las barbas y los bigotes.
Entró un joven, con una maleta amarilla, dirigió una rápida mirada en derredor y se fue derecho a la madre.
- ¿A Moscú? -preguntó en voz baja.
- Sí. A casa de Tania.
- ¡Tenga!
Colocó la maleta en el banco, al lado de ella, sacó rápidamente un pitillo, lo encendió y, después de saludar alzando ligeramente el gorro, salió por otra puerta, sin decir más. La madre acarició el cuero frío de la maleta, se acodó sobre ella y, satisfecha, se puso a examinar a la gente. Poco después se levantó y fue a sentarse en otro banco más próximo a la salida al andén. Llevaba la maleta con facilidad, pues no era grande; iba con la cabeza alta, observando las caras que pasaban fugaces ante ella.
Un joven con gabán corto, hundida la cabeza en el levantado cuello del abrigo, tropezó con ella y se apartó rápido, sin decir palabra, llevándose la mano a la cara. Le pareció ver en él algo conocido, se volvió y apercibióse de que un ojo brillante la miraba por encima del cuello del abrigo. Aquella fija mirada la traspasó, haciendo que le temblara la mano con que sostenía la maleta, como si la carga se hubiera hecho, repentinamente, más pesada.
¿Dónde le habré visto yo?, pensó para alejar la inquietud desagradable y confusa que sentía en el pecho, procurando no determinar con otras palabras aquel presentimiento que de un modo suave, pero imperioso, le oprimía fríamente el corazón. Aquella sensación iba en aumento y le subía por la garganta, llenándole la boca de un amargor seco. Le acometió un deseo irresistible de volverse y mirar otra vez, y al hacerlo, vio que el hombre seguía en el mismo lugar, apoyándose ya en un pie, ya en el otro, como si quisiera algo y no se decidiese. Tenía metida la mano derecha por entre los abrochados botones de su gabán y la otra en el bolsillo, lo que hacía que el hombro derecho pareciese más alto que el izquierdo ...
Ella, sin apresurarse, se acercó a un banco, sentóse cuidadosamente, despacio, como temiendo desgarrar algo dentro de sí. Su memoria, despierta por un agudo presentimiento de desgracia, le había puesto delante, por dos veces, a aquel hombre: una en el campo, fuera de la ciudad, después de la fuga de Ribin, y otra en la audiencia. Allí, junto a él, estaba el policía a quien ella había dado indicaciones falsas acerca del camino que tomara Ribin. ¡La habían conocido, la vigilaban, no cabía duda!
¿Habré caído?, se preguntó, e inmediatamente repuso, estremeciéndose:
Puede que todavía, no ... En seguida, sobreponiéndose, se dijo con severidad:
¡He caído!
Miró en torno suyo y no vio nada sospechoso. Una tras otra, las ideas, como chispas, se iban encendiendo y apagando en su cerebro.
¿Dejar la maleta? ¿Escapar?
Pero al instante brilló más intensa otra chispa:
¿Arrojar así la palabra de mi hijo? En tales manos...
Apretó la maleta contra su cuerpo.
¿Y si me fuera con ella...? ¿Si echara a correr...?
Aquellos pensamientos no le parecían suyos, era como si alguien se los fuese metiendo a la fuerza en la cabeza. Y la abrasaban; sus quemaduras le producían punzadas en el cerebro, le flagelaban el corazón como hilos incandescentes. Y causándole dolor, la ultrajaban, la apartaban de sí misma, de Pável y de todo lo que había crecido juntamente en su corazón.
Sentía que una fuerza hostil la oprimía obstinada, agobiaba sus hombros y su pecho, la envilecía, sumiéndola en un espanto mortal. Latíanle con fuerza las sienes y un cálido ahogo le subió hasta la raíz de los cabellos.
Entonces, con un esfuerzo vigoroso del corazón, que la hizo estremecerse toda, apagó dentro de sí todos aquellos fueguecillos débiles, cobardes, astutos, diciéndose imperiosa:
¡Avergüénzate!
Al instante sintióse mejor y, ya recuperada por completo, añadió:
¡No cubras de vergüenza a tu hijo! Nadie tiene miedo.
Sus ojos tropezaron con una mirada triste y abatida. Luego, pasó por su memoria la imagen de Ribin. Aquellos instantes de duda parecían haber reafirmado en ella todo. Su corazón latía más tranquilo.
¿Qué va a suceder ahora?, se preguntaba mirando en derredor.
El de la secreta había llamado a un guarda de la estación y le hablaba en voz baja, señalándola con la vista. El guarda le miró y se apartó de él unos pasos. Otro guarda se acercó, prestó oído y frunció el entrecejo. Era un viejo robusto, de pelo canoso, sin afeitar. Hizo una seña con la cabeza al de la secreta y se dirigió hacia el banco donde estaba sentada la madre; el de la secreta desapareció con rapidez.
El viejo avanzaba sin apresurarse, escrutando atentamente, con irritados ojos, el rostro de la madre. Ella se movió a un extremo del banco.
Con tal de que no me peguen...
Se paró ante ella, permaneció callado unos instantes y le preguntó con acritud:
- ¿Qué miras?
- Nada.
- ¡Buena ladrona estás hecha! Ya eres una vieja ... ¡y te dedicas a estas cosas!
Le pareció que aquellas palabras le cruzaban el rostro, como bofetadas. Coléricas, roncas, le hacían tanto daño como si le desgarrasen las mejillas y le sacaran los ojos ...
- ¿Yo? ¿Ladrona yo? ¡Mientes! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y cuanto la rodeaba empezó a dar vueltas en el torbellino de su indignación, embriagándole el corazón con la amargura de la ofensa.
Tiró con energía de la maleta y ésta se abrió.
- ¡Mirad, mirad todos! -exclamó levantándose y agitando por encima de su cabeza un paquete de proclamas. A través del zumbido de sus oídos, percibía los comentarios de la gente que acudía con premura, de todos lados.
- ¿Qué ocurre?
- Ese de la secreta ...
- ¿Qué pasa?
- Dicen que ha robado ...
- ¡Y tan respetable como parece! ¡Vaya! ¡Vaya!
- ¡Yo no soy una ladrona! -decía la madre a toda voz, tranquilizada un poco por la presencia de los curiosos que la rodeaban en apretado círculo.
- Ayer condenaron a unos presos políticos, entre ellos estaba mi hijo, Vlásov, que pronunció un discurso; ¡aquí lo tenéis! Yo iba a llevarlo a la gente para que lo leyera y pensase acerca de la verdad ...
Alguien tiró cuidadosamente de los papeles que tenía entre las manos, y ella los agitó en el aire y se los arrojó a la multitud.
- ¡Eso también te va a costar caro...! -auguró una voz temerosa.
La madre veía que cogían los papeles; se los escondían en el seno, en los bolsillos, y aquello le hizo recobrar por completo el ánimo. Más tranquila y fuerte, toda en tensión, sintiendo que nacía en ella un sentimiento de orgullo, que empezaba a arder de nuevo su gozo, antes sofocado, hablaba y tomaba de la maleta paquetes de papeles, lanzándolos a derecha e izquierda a las manos ávidas y prontas.
- ¿Sabéis por qué han condenado a mi hijo y a todos los que estaban con él? Os lo voy a decir. Creed a mi corazón de madre, a mis canas. Ayer condenaron a unos hombres porque llevaban a todos la verdad. Ayer me enteré yo de que esta verdad ... Nadie puede discutir ni luchar contra ella ¡nadie...!
La multitud guardaba silencio y aumentaba, haciéndose cada vez más compacta, rodeando a la madre con un anillo de cuerpos vivientes.
- La miseria, el hambre y las enfermedades, ¡ esto es lo que reporta a las gentes su trabajo! Todo está contra nosotros; durante toda la vida, día tras día, nos reventamos a trabajar, pasamos hambre y frío, siempre en el lodo, engañados, mientras que otros se atracan y divierten con el fruto de nuestro trabajo; como pelTos a su cadena, estamos atados a la ignorancia: no sabemos nada y, llenos de espanto, ¡lo tememos todo! ¡Nuestra vida es una noche, una noche oscura!
- ¡Así es! -respondieron sordamente algunas voces.
- ¡Tapadle la boca!
Detrás de la multitud vio la madre al de la secreta con dos gendarmes, y se apresuró a distribuir los últimos paquetes, pero cuando su mano llegaba a la maleta, sintió el contacto de otra mano.
- ¡Cogedlos! ¡Tomadlos! -dijo inclinándose.
- ¡Disolveos! -gritaron los gendarmes, dando empujones. La gente se echaba atrás de mala gana; apretujaban a los gendarmes con su masa, les cerraban el paso, tal vez involuntariamente. Les atraía de manera imperiosa aquella mujer de cabellos blancos, ojos honrados y rostro bondadoso, y, los que la vida había dispersado, separándolos unos de otros, fundíanse ahora en un todo, caldeados por el fuego de aquellas palabras, que quizá estuviesen buscando desde hacía tiempo y esperaran con ansia muchos corazones heridos por las injusticias de la vida. Las personas situadas más cerca de la madre guardaban silencio; ella veía sus ojos atentos, ansiosos, y percibía en el rostro su cálido aliento.
- ¡Escapa, vieja!
- ¡Ahora la agarrarán...!
- ¡Qué valiente!
- ¡Fuera! ¡Disolveos! -se oían los gritos de los gendarmes, cada vez más cerca. Delante de la madre, la gente se balanceaba y se agarraban unos a otros.
Parecíale a ella que todos estaban dispuestos a comprenderla, a creerla, y quería decirles sin pérdida de tiempo todo cuanto sabía, todos aquellos pensamientos cuya fuerza había sentido ella. Fluían con facilidad de lo profundo de su corazón y se trenzaban en una canción armoniosa, pero ella percibía con pena que no le bastaba la voz, que se le ponía ronca, temblorosa, que se le quebraba.
- ¡La palabra de mi hijo es la palabra pura de un obrero, de un alma incorruptible! Conoced, por su valentía, ¡lo que no se vende!
Unos ojos juveniles miraban a su rostro con entusiasmo y espanto.
La golpearon en el pecho, se tambaleó ella y sentóse en el banco.
Sobre las cabezas de la multitud aparecían y desaparecían las manos de los gendarmes, se aferraban a los cuellos, a los hombros, echaban a un lado los cuerpos, arrancaban los gorros, lanzándolos lejos ... Todo lo veía negro, todo se tambaleaba ante los ojos de la madre; pero, sobreponiéndose a su cansancio, gritaba aún con la poca voz que le quedaba:
- ¡Pueblo, une todas tus energías en una sola fuerza!
Un gendarme la agarró por el cuello de la chaqueta con su manaza roja y la empezó a zarandear.
- ¡Calla!
Su cabeza chocó contra la pared; por un instante, el humo acre del terror le envolvió el corazón, pero éste se inflamó de nuevo, disipando el humo.
- ¡Vamos! -gritó el gendarme.
- ¡No temáis a nada! ¡No hay martirio más amargo que lo que respiráis durante toda vuestra vida...!
- ¡A callar, he dicho! -el gendarme, cogiéndola de un brazo, la zarandeó.
Su compañero la agarró por el otro y, a grandes zancadas, se la llevaron.
- ¡... Que cada día os devora el corazón y os seca las entrañas!
El de la secreta se acercó a ella corriendo, blandió el puño ante su rostro y gritó con voz chillona:
- ¡Silencio, canalla!
Se le agrandaron los ojos a la madre, le centellearon ... tembláronle las mandíbulas. Afianzando los pies en las resbaladizas baldosas del suelo, gritó:
- ¡Al alma resucitada no la matarán!
- ¡Perra!
El de la secreta echó un poco hacia atrás el brazo y le dio una bofetada.
- ¡Te está bien empleado, vieja bruja! -se oyó una voz.
Algo negro y rojo cegó por un momento a la madre, y el regusto salado de la sangre le llenó la boca.
Una explosión de gritos, alentadora y clara, la reanimó.
- ¡No le pegues!
- ¡Muchachos!
- ¡Canalla!
- ¡Zúmbale a ese tipo!
- ¡No podréis anegar la razón en sangre!
La empujaban por el cuello, por la espalda, la golpeaban en los hombros, en la cabeza; todo le daba vueltas, giraba en oscuro torbellino de gritos, de silbidos, de alaridos; algo espeso, ensordecedor, se le metió por los oídos y le llenó la garganta, ahogándola; el piso parecía hundirse bajo sus pies, se tambaleaba, se le doblaban las piernas, temblóle el cuerpo a causa del dolor candente de los golpes, se le había vuelto pesado y vacilaba sin fuerzas; pero sus ojos no estaban apagados, y veía a otros muchos que brillaban con el fuego vivo y la audacia tan conocidos por ella, tan queridos de su corazón.
La empujaron contra una puerta. Logró desasir un brazo y se aferró al marco.
- ¡No apagarán la verdad ni con mares de sangre...!
La golpearon en la mano.
- ¡No hacéis más que aumentar la ira, insensatos! ¡Caerá sobre vuestras cabezas!
Un gendarme le hincó los dedos en el cuello y le apretó la garganta.
Ella lanzó un grito ronco.
- Desgraciados ...
Alguien le respondió con un fuerte sollozo.
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