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LA MADRE
Máximo Gorki
Segunda parte
CAPÍTULO III
Por la tarde, volvió Nikolái. Comieron, y, de sobremesa, Sofía contó riendo cómo había encontrado y escondido al evadirlo del destierro; habló de su miedo a los agentes de la policía secreta, que le hacía ver espías en todas las personas, y del gracioso comportamiento del fugitivo aquel. En su tono había algo que recordaba a la madre la jactancia del obrero que, habiendo hecho bien un trabajo difícil, se siente satisfecho.
Ahora llevaba un vestido ligero y amplio de color gris plomo. Con él parecía más alta, sus ojos más oscuros y sus movimientos eran ya más reposados.
- Tienes que ocuparte de otro asunto, Sofía -dijo Nikolái después de comer-. Ya sabes que tratamos de editar un periódico para el campo, pero, a consecuencia de las últimas detenciones, hemos perdido el contacto con la gente de allá. Sólo Pelagueia Nílovna puede indicarnos cómo encontrar al hombre que se encargará de la distribución del periódico. Vete con ella allí. Es necesario que os marchéis cuanto antes.
- Bueno -dijo Sofía, dando una chupada al cigarrillo-. ¿Iremos, Pelagueia Nílovna?
- ¿Por qué no? Iremos. ¿Esta lejos?
- A unas ochenta verstas ...
- ¡Magnífico...
- ! Y ahora voy a tocar el piano. Usted, Pelagueia Nílovna, ¿puede soportar un poquito de música?
- Ustedes no me pregunten ... ¡háganse cuenta de que no estoy aquí! -dijo la madre, sentándose en un rincón del diván. Veía que, al parecer, el hermano y la hermana no reparaban en ella; pero, al propio tiempo, resultaba que, incitada insensiblemente por ambos, mezclábase de continuo, sin querer, en su conversación.
- Escucha, Nikolái, esto es de Grieg. Lo he traído hoy ... Cierra las ventanas.
Abrió el papel y empezó a pulsar suavemente las teclas con la mano izquierda.
Jugosas y densas, comenzaron a cantar las cuerdas. Con hondo suspiro, afluyó a ellas otra'nota, pletórica de sonoridad. De los dedos de la mano derecha, tintineando luminosos, alzaron el vuelo, como una bandada de atemorizados pajarillos, los gritos de las cuerdas, de una nitidez extraña, y se estremecieron aleteando, como asustadas avecicas, sobre el fondo oscuro de las notas bajas.
Al principio, a la madre no la conmovieron aquellos sonidos, en cuyo fluir no percibía más que un ruidoso caos. Su oído no podía captar la melodía en el complejo palpitar del torrente de notas. Medio dormida, miraba a Nikolái, sentado sobre sus piernas dobladas en el otro rincón del amplio diván; contemplaba el severo perfil de Sofía, su cabeza cubierta de una abundante mata de cabellos dorados. Un rayo de sol iluminó suavemente la cabeza y el hombro de Sofía, se detuvo después en el teclado y tembló bajo sus dedos, acariciándolos. La melodía llenaba la estancia e iba despertando el corazón de la madre, sin que ella se diera cuenta.
Y sin saber por qué, de la oscura sima de su pasado se alzó ante ella una humillación, olvidada desde hacía mucho, que resucitaba ahora con amarga diafanidad.
Una vez, su marido volvió a altas horas de la noche completamente borracho, la agarró de un brazo, la tiró de la cama al suelo y, dándole una patada en un costado, le dijo:
- ¡Largo de aquí, canalla, ya estoy harto de ti!
Ella, para resguardarse de sus golpes, tomó rápidamente en brazos al hijo, entonces de dos años, y, de rodillas, se protegía con el cuerpecillo, como con un escudo. El niño, llorando, se retorcía entre sus brazos asustado, desnudito y tibio.
- ¡Largo! -rugía Mijaíl.
Se puso en pie de un salto y se lanzó a la cocina, se echó sobre los hombros una blusa, envolvió al niño en una toquilla y, sin proferir palabra, sin gritos ni quejas, descalza, en camisa, con la blusa como único abrigo, salió a la calle. Era en mayo, la noche estaba fresca y el polvo de la calle se adhería, frío, a sus pies, metiéndose entre sus dedos.
El niño lloraba y se retorcía. Ella se descubrió el seno y apretó al hijo contra su cuerpo; oprimida por el miedo, anduvo y anduvo por la calle, meciendo dulcemente al niño:
- ¡Ea, ea, ea, eh...! ¡Ea, ea, ea, eh...!
Empezaba ya a amanecer. Tenía miedo y vergüenza de que alguien saliera a la calle y la viera medio desnuda. Se fue a la orilla del pantano y se sentó en la tierra, al pie de unos pobos temblones. Y así estuvo mucho tiempo, envuelta por la noche, mirando inmóvil a las tinieblas, muy abiertos los ojos y cantando temerosa para mecer al niño dormido ya su propio corazón agraviado ...
- ¡Ea, ea, ea, eh...! ¡Ea, ea, ea, eh...!
En uno de aquellos minutos pasados allí, sobre su cabeza voló y alejóse rápido un pájaro negro y silencioso, que la despertó y la hizo levantarse. Temblando de frío, volvió a casa, en busca del horror de los golpes de costumbre y de nuevas ofensas ...
Un sonoro acorde, indiferente y frío, suspiró por última vez y dejó de vibrar.
Sofía se volvió y preguntó a su hermano, sin alzar la voz:
- ¿Te ha gustado?
- ¡Mucho! -contestó él, estremeciéndose, como si le despertasen. Mucho ...
En el pecho de la madre cantaba y temblaba el eco de los recuerdos.
Y en algún sitio, al lado, un poco aparte, iba germinando un pensamiento:
Ahí tienes, hay gente que vive tranquila en buena armonía. No regañan, no beben vodka, no discuten por el pedazo de pan ... como ocurre entre las gentes de vida ignorante, oscura ...
Sofía fumaba un cigarrillo. Fumaba mucho, casi sin interrupción.
- Este era el fragmento favorito del pobre Kostia -dijo aspirando rápidamente el humo, y de nuevo arrancó al piano un acorde triste-. Cuánto me gustaba tocar para él. ¡Qué delicado era! Tan sensible a todo, tan pletórico de todo ...
Debe estar recordando al marido -observó la madre al instante. Y sonríe ...
- ¡Cuánta felicidad me proporcionó aquel hombre ...! -continuó Sofía en voz baja, acompañando sus pensamientos con tenues sonidos de las cuerdas-. ¡Cómo sabía vivir...!
- ¡Sí! -dijo Nikolái, tirándose de la barbita-. ¡Era un alma cantarina...!
Sofía tiró el cigarrillo empezado y, volviéndose hacia la madre, le preguntó:
- ¿No le molesta este ruido?
La madre le contestó con una pena que no podía contener:
- No me pregunte usted, yo no comprendo nada. Estoy sentada, escucho, pienso en mí ...
- No; ¡tiene usted que comprender! -dijo Sofía-. Una mujer no puede dejar de comprender la música; sobre todo, cuando está triste ...
Golpeó el teclado con brío y resonó un fuerte grito, como si alguien hubiese tenido una noticia terrible que le golpease el corazón, arrancándole aquel desgarrador sonido. Trémulas de espanto, se alzaron voces juveniles, huyendo presurosas y desconcertadas. Y de nuevo volvió a gritar la voz potente y colérica, apagando todos los ruidos.
Debía haber ocurrido una desgracia, pero una desgracia de las que, en la vida, no provocan lamentos, sino cólera. Después apareció alguien, fuerte, afable, y comenzó a entonar una canción bella y sencilla, persuadiendo, llamando a que fueran en pos de él.
El corazón de la madre estaba henchido del deseo de decir a aquellas gentes algo bueno. Embriagada por la música, sonreía sintiéndose capaz de hacer algo grato y necesario para ambos hermanos.
Buscó con los ojos: ¿qué hacer?, y se fue despacito a la cocina, a preparar el samovar. Pero aquel deseo no se le extinguía y, al servir el té, decía con sonrisa de cortedad, como si acariciase su corazón con palabras de tibia ternura, que repartía por igual entre los dos y ella:
- Nosotros, la gente ignorante, oscura, lo sentimos todo, pero nos es difícil explicarlo. Nos da vergüenza de eso: de que comprendemos y no podemos decirlo. Y, a menudo, de la misma vergüenza, nos irritamos contra nuestros pensamientos. La vida nos golpea, nos pincha por todos lados; quisiéramos descansar, pero los pensamientos nos lo impiden.
Nikolái la escuchaba limpiando los cristales de las gafas. Sofía la miraba con sus enormes ojos muy abiertos y olvidándose de dar chupadas al cigarrillo, que ya se iba apagando. Estaba sentada al piano, un poco de espaldas a él, y, de cuando en cuando, rozaba suavemente el teclado con los finos dedos de su mano derecha. Los acordes se fundían cautelosos con el habla de la madre, que se apresuraba a revestir sus sentimientos de palabras sinceras y sencillas.
- Yo ahora puedo hablar algo de mí y de la gente, porque he empezado a comprender y puedo comparar. Antes vivía sin tener con qué comparar. En nuestro medio todos viven lo mismo. Mientras que ahora veo cómo viven otros, recuerdo cómo vivía yo ... ¡y es amargo, duro!
Bajando la voz continuó:
- Puede que yo diga alguna inconveniencia, y que no haga falta hablar de esto, porque ustedes todo lo saben ...
Las lágrimas temblaban en su voz y, mirándoles con una sonrisa en los ojos, prosiguió:
- Pero quisiera abrir mi corazón ante ustedes, ¡para que vieran cuánto bien y felicidad les deseo!
- ¡Lo vemos! -dijo Nikolái en voz baja.
No podía la madre saciar su deseo, y de nuevo empezó a hablarles de lo que para ella era nuevo y, a su parecer, de una inapreciable importancia. Comenzó a referirles su vida de agravios y pacientes sufrimientos; hablaba sin rencor, con una sonrisa de compasión en los labios; iba desenrollando la cinta gris de sus días penosos, enumerando los golpes de su marido, y ella misma se asombraba de la futilidad de los motivos que servían de pretexto para los golpes aquellos y se admiraba de su incapacidad para evitarlos ...
La escuchaban en silencio, abrumados por el profundo contenido de aquella sencilla historia de un ser humano, considerado como una bestia, que durante mucho tiempo, resignadamente, se había sentido tal y como le consideraban. Parecía que miles de vidas hablaban por boca de la madre; todo era habitual y corriente en su vida, pero del mismo modo corriente y ordinario vivían innumerables personas en la tierra, y por ello la historia de Vlásova adquiría significación de símbolo. Nikolái, de codos sobre la mesa, apoyada la cabeza en las palmas de las manos, inmóvil, la miraba a través de sus gafas, con los ojos entornados, tensos. Sofía, recostada en el respaldo de la silla, se estremecía a veces y denegaba con la cabeza. Ya no fumaba; su rostro parecía más delgado y pálido.
- Una vez me consideré desgraciada; me parecía que mi vida no era más que un delirio -empezó a decir Sofía en voz queda, bajando la cabeza-. Aquello fue en el destierro, en una pequeña ciudad, donde no tenía nada que hacer y nadie en quien pensar, como no fuera en mí misma. Como estaba ociosa, empecé a echar la cuenta de todas mis desgracias y a sopesarlas: había reñido con mi padre, a quien quería mucho; me habían expulsado del gimnasio y ofendido; la cárcel, la traición de un camarada a quien tenía afecto, la detención de mi marido; de nuevo la cárcel y el destierro, la muerte del esposo ... Y me pareció entonces que yo era la criatura más desgraciada de la tierra. Pero todas mis desdichas y diez veces más, no valen ni un mes de su vida, Pelagueia Nílovna ... Esa tortura diaria durante años y años ... ¿De dónde saca la gente fuerzas para sufrir?
- ¡Se acostumbra! -contestó Vlásova suspirando.
- ¡Y yo que creía conocer la vida...! -dijo Nikolái pensativo-. Pero cuando habla de ella, no un libro, ni mis impresiones aisladas, sino la vida misma, ¡ es espantoso! Y son espantosas las menudencias, es espantoso lo insignificante, los minutos, de los que van formándose los años ...
La conversación fluía abarcando la vida oscura, por todos lados.
Sumíase la madre en sus recuerdos, e iba sacando de las sombras del pasado las humillaciones de cada día, componiendo el sombrío cuadro de mudo horror en que se ahogara su juventud. Por fin, dijo:
- ¡Huy, les estoy aturdiendo con mi charla, ya es hora de que ustedes descansen! No es posible contarlo todo ...
Los hermanos se despidieron de ella en silencio. Le pareció que Nikolái se inclinaba más que de costumbre y que le estrechaba la mano con mayor fuerza. Sofía la acompañó hasta su cuarto y, deteniéndose en la puerta, le dijo en voz baja:
- ¡Que descanse! ¡Buenas noches!
Su voz irradiaba un cálido afecto y sus ojos grises acariciaban dulcemente el rostro de la madre.
Ella tomó la mano de Sofía y, estrechándola entre las suyas, contestó:
- ¡Gracias!
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