Índice de La madre de Máximo Gorki | Capítulo cuarto - Segunda Parte | Capítulo sexto - Segunda Parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LA MADRE
Máximo Gorki
Segunda parte
CAPÍTULO V
Al tercer día, cuando llegaron al pueblo, la madre preguntó a un mujik que trabajaba en el campo dónde se encontraba la fábrica de alquitrán, y en seguida bajaron por un abrupto sendero del bosque -las raíces de los arboles yacían sobre la tierra, como escalones-, para salir a un calvero circular, no muy extenso, todo cubierto de virutas y carbones, inundado de alquitrán.
- ¡Bueno, ya hemos llegado! -dijo la madre, mirando en torno con inquietud.
Junto a una choza, hecha de tronquillos y ramaje, sentados a una mesa construida con tres tablas sin cepillar puestas sobre estacas hincadas en tierra, estaban comiendo Ribin, todo negro, con la camisa abierta por el pecho, Efim y otros dos muchachos. Ribin fue el primero que las distinguió y protegiéndose los ojos con la palma de la mano, esperó en silencio.
- ¡Buenos días, hermano Mijaíl! -gritó la madre desde lejos.
Él se levantó y vino calmoso a su encuentro; al reconocerla, se detuvo y, sonriendo, se acarició la barba con su negra mano.
- ¡Vamos en peregrinación! -dijo la madre al llegar hasta él-. Y he pensado: Voy a acercarme a visitar al hermano. Esta es mi amiga, se llama Anna.
Orgullosa de su ingenio, miró con el rabillo del ojo a Sofía, que permanecía seria y severa.
- ¡Buenos días! -repuso Ribin sonriendo sombrío; le estrechó la mano con recia sacudida, hizo una inclinación de cabeza a Sofía y continuó-: No mientas, esto no es la ciudad, no se necesitan engaños. Todos son de los nuestros ...
Efim, sentado a la mesa, examinaba con mirada penetrante a las peregrinas y cuchicheaba algo con sus compañeros. Cuando las mujeres se aproximaron, se puso en pie y saludó inclinando la cabeza, sin decir palabra; sus camaradas permanecieron impasibles, como si no hubiesen reparado en las visitantes.
- ¡Vivimos aquí como monjes! -prosiguió Ribin, dando a Vlásova unos golpecitos en el hombro-. Nadie viene a vernos, el patrón no está en el pueblo, a su mujer se la han llevado al hospital, y yo soy ahora algo así como el encargado. Siéntense a la mesa. ¿Querrán comer, verdad? Efim, tráeles leche.
Sin apresurarse, Efim entró en la choza; las peregrinas se desembarazaron de sus zurrones; uno de los muchachos, alto y delgado, se puso en pie para ayudarlas; otro, de mediana estatura, fornido y desgreñado, las miraba pensativo, de codos sobre el tablero, rascándose la cabeza y tarareando en voz baja una canción.
El aroma pesado del alquitrán mezclábase con el sofocante olor de las hojas podridas y mareaba la cabeza.
- Éste se llama Yákov -dijo Ribin, señalando al más alto de los jóvenes- y éste, Ignat. Bueno, ¿y tu hijo?
- En la cárcel -contestó la madre, suspirando.
- ¿Otra vez en la cárcel? -exclamó Ribin-. Se conoce que le ha gustado ...
Ignat dejó de cantar, Yákov tomó el báculo de manos de la madre y dijo:
- ¡Siéntate!
- ¿Y usted? ¿Por qué está en pie? ¡Siéntese! -dijo Ribin, invitando a Sofía. Ésta, sin decir palabra, se sentó en un tronco, examinando atentamente a Ribin.
- ¿Cuándo le atraparon? -preguntó Ribin, sentándose frente a la madre, y moviendo la cabeza, añadió-: ¡No tienes suerte, Nílovna!
- ¡Qué le vamos a hacer! -dijo ella.
- ¿Qué? ¿Te vas acostumbrando?
- No me acostumbro, pero veo que, sin esto, ¡no es posible!
- ¡Así es! -dijo Ribin-. Bueno, cuenta ...
Efim trajo un puchero con leche, tomó de la mesa una taza, la enjuagó y, después de llenarla de leche, se la acercó a Sofía, escuchando atentamente lo que contaba la madre. Se movía y hacía todo silenciosamente, con precaución. Cuando la madre hubo terminado su breve relato, todos guardaron silencio por un instante, sin mirarse unos a otros. Ignat, sentado a la mesa, hacía con la uña unos dibujos en el tablero; Efim estaba en pie, detrás de Ribin, acodado sobre su hombro; y ákov, apoyada la espalda contra el tronco de un árbol, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y baja la cabeza. Sofía, mirando de reojo, examinaba a los mujiks ...
- Vaya, vaya ... -dijo Ribin, despacio y sombrío-. De modo que, así, ¡abiertamente...!
- Si entre nosotros hubiera organizado un desfile de ese tipo -dijo Efim, sonriendo ceñudo-, los mujiks le habrían matado a golpes.
- ¡Le habrían molido! -confirmo Ignat, asintiendo con la cabeza. Desde luego, yo me iré a la fábrica, allí es mejor ...
- ¿Dices que juzgarán a Pável? -preguntó Ribin-. ¿Y qué pena le impondrán? ¿No has oído nada?
- Presidio o deportación perpetua a Siberia -contestó quedo la madre.
Los tres muchachos la miraron a un tiempo; Ribin bajó la cabeza y le preguntó lentamente:
- Y cuando se metió en eso, ¿sabía lo que le aguardaba?
- ¡Lo sabía! -repuso Sofía con voz fuerte.
Callaron todos, inmóviles, como helados por un mIsmo pensamiento frío.
- ¡Así es! -continuó Ribin, con expresión severa y grave-. Yo también creo que lo sabía. Es un hombre serio; antes de dar un salto, mide bien la distancia. ¿Os dais cuenta, muchachos? Sabía que podrían darle un bayonetazo o llevarle a presidio, y, sin embargo, tiró por ese lado. Si se le hubiera atravesado en el camino su propia madre, habría pasado por encima de ella. ¿Verdad que habría pasado por encima de ti, Nílovna?
- ¡Sí! -respondió la madre, estremeciéndose, y luego de echar una mirada en torno, suspiró con pena. Sofía le acarició la mano, en silencio, frunciendo el ceño y clavó los ojos en Ribin.
- ¡Ese sí que es un hombre! -dijo Ribin en voz baja, y miró a todos con sus oscuros ojos. Y los seis volvieron a guardar silencio.
Unos finos rayos de sol colgaban en el aire como cintas de oro. En alguna parte, graznaba tenaz un cuervo. Miraba la madre en derredor, turbada por los recuerdos del Primero de Mayo, por la añoranza del hijo y de Andréi. En el reducido claro del bosque yacían unos toneles de alquitrán vacíos y troncos erizados de raíces. Robles y abedules rodeaban el claro en apretado cerco, avanzando insensiblemente sobre él desde todos lados, y envueltos en silencio, inmóviles, derramaban sobre la tierra sus sombras oscuras y cálidas.
De pronto, Yákov se separó del árbol, dio unos pasos, se detuvo y, sacudiendo la cabeza, preguntó en voz alta, secamente:
- ¿Y contra gente como ésa nos van a mandar a luchar, a Efim y a mi?
- Pues, ¿contra quién te pensabas? -replicó Ribin sombrío-. A nosotros nos estrangulan con nuestras propias manos. ¡En eso está el truco!
- ¡A pesar de todo iré a ser soldado! -declaró Efim en voz baja, con obstinación.
- ¿Quién te lo impide? -exclamó Ignat-. ¡Vete!
Y fijando de pronto los ojos en Efim, dijo sonriendo:
- Sólo que, cuando me tires a mí, apunta bien a la cabeza y no me dejes inútil ... ¡Mátame de una vez...!
- ¡Estoy harto de oírlo! -repuso bruscamente Efim.
- ¡Esperad, muchachos! -prosiguió Ribin, mirándolos y alzando lentamente una mano-. ¡Aquí tenéis a esta mujer! -dijo señalando a la madre-. Su hijo, probablemente, está perdido esta vez ...
- ¿Por qué dices eso? -preguntó la madre en voz baja y con angustia.
- Porque es necesario -contestó él, sombrío-. Es necesario que tu pelo no se vuelva blanco en vano. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso la han matado con esto? ¿Has traído libros, Nílovna?
La madre le miró, y luego de un breve silencio, repuso:
- Los he traído ...
- ¡Bien! -dijo Ribin, dando una palmada en la mesa-. Lo adiviné en cuanto te vi. ¿A qué ibas a venir, sino a eso? ¿Lo veis? Han arrancado al hijo de las filas y su puesto lo ha ocupado la madre.
Y amenazando siniestro con la mano, lanzó un soez juramento.
La madre se asustó de aquel grito, le miró y diose cuenta de que la cara de Mijaíl había cambiado mucho; había adelgazado, la barba le había crecido desigual y, a través de ella, se percibían los pómulos salientes. Finas venillas rojas surcaban las azuladas córneas de los ojos, como si no hubiera dormido hacía mucho. Tenía la nariz más cartilaginosa y ganchuda, como la de un ave de rapiña. El cuello de su camisa desabrochada, que en tiempos fuera roja y ahora estaba empapada de alquitrán, dejaba al descubierto las descarnadas clavículas y la espesa pelambrera de su pecho. Y en toda su figura había algo que le hacía más sombrío y fúnebre. El brillo seco de sus ojos congestionados le iluminaba el rostro moreno con el fuego de la cólera. Sofía, pálida, permanecía en silencio, sin apartar su mirada de los mujiks. Ignat, entornando los ojos, movía la cabeza; Y ákov, de nuevo en pie junto a la choza, arrancaba enfadado, con sus negros dedos, la corteza de los tronquillos. A espaldas de la madre, Efim paseaba despacio, a lo largo de la mesa.
- Hace poco -continuó Ribin- me llamó el jefe del distrito y me dijo: Tú, canalla, ¿qué le dijiste al cura? ¿Por qué soy yo un canalla? Me gano el pan, doblando el espinazo, y a nadie hago daño; ¡eso es!, le contesté. Se puso a aullar, me dio un puñetazo en la boca ... estuve detenido tres días. ¿Le habláis así al pueblo? ¿Así? ¡No esperes clemencia, demonio! Si no yo, otro vengará el ultraje; si no es contigo, con tus hijos ... ¡Acuérdate! Habéis arado con garras de hierro el pecho del pueblo, habéis sembrado el odio en él. ¡No esperéis compasión, demonios! Eso es.
Todo él estaba lleno de una ira desbordante, y había en su voz trémolos que asustaban a la madre.
- ¿Y qué le había dicho yo al pope? -continuó, algo más calmado-. Después de una asamblea de todo el pueblo, él estaba sentado en la calle con los mujiks, contándoles que los hombres son como un rebaño y que necesitan siempre un pastor. Y yo dije en broma: Si nombraran a la raposa jefe del bosque, habría muchas plumas, ¡pero no quedarían pájaros! Me miró de reojo y empezó a decir que el pueblo tiene que aguantar y rezarle a Dios para que le dé fuerzas y pueda tener paciencia. Y yo le respondí que el pueblo reza mucho; pero, por lo visto, Dios no tiene tiempo para escucharle. ¡Eso es! Entonces insistió en preguntarme qué oraciones rezaba yo. Yo le dije que, durante toda mi vida, una sola, como todo el pueblo: ¡Señor, enséñame a cargar ladrillos para los señores, a comer piedras, a escupir tizones! No me dejó terminar. ¿Usted es una señora de la nobleza? -preguntó bruscamente Ribin a Sofía, interrumpiendo el relato.
- ¿Por qué he de serio? -preguntó ella, estremeciéndose ante la inesperada pregunta.
- ¿Por qué? -sonrió Ribin-. Porque ese fue su sino, nacer noble. Eso es. ¿Piensa usted que con un pañuelito de percal puede esconder de las gentes su pecado de nobleza? Reconocemos a los popes, aunque se vistan con tela de saco. Usted acaba de poner el codo en la mesa mojada y se ha estremecido, y ha hecho una mueca. Su espalda es demasiado derecha para ser de obrera ...
La madre, temiendo que ofendiera a Sofía con su tono brusco, sus palabras y su ironía pesada, terció con severa vivacidad:
- Es mi amiga, Mijaíl Ivánich; es una buena mujer, y ha encanecido sirviendo a la causa. Tú no seas ...
Ribin suspiró con pesadumbre.
- ¿Es que he dicho algo insultante?
Sofía, mirándole, le preguntó con sequedad:
- ¿Qué quería usted decirme?
- ¿Yo? ¡Ah, sí! Verá usted, ha llegado aquí hace poco un hombre, que es primo carnal de Yákov, y que está enfermo, tísico. ¿Le puedo llamar?
- ¿Por qué no? -repuso Sofía-. Llámele.
Ribin la miró, entornó los ojos y, bajando la voz, dijo:
- Efim, deberías ir a su casa y decide que se viniera por aquí, al anochecer. ¡Eso es!
Efim se puso la gorra y, en silencio, sin mirar a nadie, se internó despacio en el bosque.
Ribin movió la cabeza, señalándole, y dijo con voz sorda:
- ¡Sufre! Pronto tendrá que ser soldado. Él, y también Yákov. Éste dice llanamente: no puedo; el otro tampoco puede, pero quiere ir ... Se piensa que es posible agitar a los soldados. Yo opino que no hay manera de atravesar un muro con la cabeza ... Ahí los tenéis: les ponen un fusil en las manos y ... ¡a cargar! Sí ... ¡sufre! Ignat le hurga en el corazón, ¡pero es en vano!
- ¡No es en vano! -replicó Ignat sombrío, sin mirar a Ribin-. Allí lo transformarán y disparará tan bien como los demás ...
- ¡Es poco probable! -replicó Ribin pensativo-. Pero, desde luego, mejor sería evitarlo. Rusia es grande. ¿Dónde iban a encontrarle? Podría conseguir un pasaporte y andar por esas aldeas ...
- ¡Eso mismo haré yo! -observó Ignat, dándose con un palo unos golpecitos en la pierna-. Ya que ha decidido uno ir en contra, hay que ir directamente.
Cesó la conversación. Abejas y avispas revoloteaban diligentes, matizando el silencio con sus zumbidos. Gorjeaban los pájaros; y allá, en la lejanía, oíanse canciones vagando por los campos. Tras un instante de silencio, Ribin dijo:
- Bueno, nosotros tenemos que trabajar ... Ustedes querrán descansar. Ahí, en la cabaña, hay unos petates. Recoge unas brazadas de hojas secas, Yákov ... Y tú, madre, dame los libros ...
Sofía y la madre se pusieron a desatar los zurrones. Ribin se inclinó sobre ellos y dijo satisfecho:
- ¡No habéis traído pocos! ¡Vaya, vaya! ¿Hace mucho que está metida en estos asuntos? -preguntó dirigiéndose a Sofía-. ¿Y cómo se llama?
- Anna Ivánovna -contestó ella-. Llevo doce años ... ¿Por qué?
- Por nada. Y habrá estado en la cárcel, ¿verdad?
- Sí.
- Ya ves -dijo la madre en tono de reproche, sin alzar la voz-, y tú has dicho groserías delante de ella ...
Ribin guardó silencio: luego, tomando en sus manos un paquete de libros, dijo, mostrando los dientes:
- ¡Usted no se ofenda conmigo! Un mujik y un señor son como el alquitrán y el agua; no pueden estar juntos, no se mezclan.
- Yo no soy señora, ¡soy una persona! -replicó Sofía, sonriendo dulcemente.
- ¡Bien puede ser! -contestó Ribin-. Dicen que el perro fue antes lobo. Voy a esconder esto.
Ignat y Yákov se acercaron a él con las manos tendidas.
- ¡Danos a nosotros! -dijo Ignat.
- ¿Son todos iguales? -preguntó Ribin a Sofía.
- Son distintos. Hay también un periódico ...
- ¡Oh!
Los tres se apresuraron a entrar en la choza.
- ¡Es todo fuego el mujik! -susurró la madre, siguiéndoles con pensativa mirada.
- Sí -asintió Sofía en voz baja-. Nunca había visto una cara como la suya, ¡es como la de un mártir! Vamos allá, quisiera echarles una ojeada ...
- No se enfade usted con él, porque sea brusco ... -rogó quedamente la madre.
Sofía sonrió.
- ¡Qué buena es usted, Nílovna...!
Cuando estuvieron a la puerta de la choza, Ignat levantó la cabeza, les lanzó una mirada rápida y, hundiendo los dedos en sus cabellos rizosos, se inclinó sobre el periódico que tenía sobre las rodillas. Ribin, en pie, había atrapado en el papel un rayo de sol que penetraba en la choza a través de una grieta del techo y, corriendo el periódico bajo el luminoso haz, leía moviendo los labios. Yákov, de rodillas. apoyado el pecho en el borde del petate, también leía.
La madre fue a un rincón de la choza y se sentó allí; Sofía, rodeándole los hombros con el brazo, observaba en silencio.
- ¡Tío Mijaíl, aquí se meten con nosotros, con los mujiks! -dijo Yákov a media voz, sin volverse. Ribin se volvió hacia él, le miró y repuso sonriendo:
- ¡Eso es del cariño!
Ignat aspiró aire, levantó la cabeza y, cerrando los ojos, murmuró:
- Aquí dice: El campesino ha dejado de ser persona; desde luego, ya no lo es. Y una sombra de agravio se deslizó por su rostro sencillo y franco.
- Anda, ven acá, métete en mi pellejo, muévete en él, y ya veré yo quién eres, sabihondo.
- Yo me voy a acostar -dijo bajito la madre a Sofía-. A pesar de todo, estoy algo cansada y este olor me marea. ¿Y usted?
- Yo no tengo gana.
La madre echóse en un petate y se adormeció. Sofía, sentada a su lado, observaba a los lectores, y cuando una avispa o una abeja revoloteaba junto a la cara de la madre, la espantaba con solicitud. La madre, con los ojos entreabiertos, lo advertía, y los cuidados de Sofía le eran gratos.
Ribin se acercó y preguntó con destemplado susurro:
- ¿Duerme?
- ¡Sí!
Calló un instante, miró con fijeza a la cara de la madre, dio un suspiro y dijo en voz baja:
- Puede que sea la primera mujer que ha seguido el camino de su hijo, ¡la primera!
- No la molestemos, vámonos de aquí -propuso Sofía.
- Sí, nosotros tenemos que ir a trabajar. Me gustaría conversar un rato, pero ya ... ¡hasta la noche! ¡Vamos, muchachos!
Se fueron los tres, dejando a Sofía junto a la choza. La madre pensó:
Bueno ¡gracias a Dios! Se han hecho amigos ... y se durmió apaciblemente, respirando el aroma dulzón del bosque y del alquitrán.
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