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LA MADRE
Máximo Gorki
Segunda parte
CAPÍTULO VI
Llegaron los alquitraneros, satisfechos de que hubiera terminado la jornada de trabajo.
Despertada por sus voces, la madre salió de la choza bostezando, sonriente.
- Vosotros trabajando, y yo, ¡durmiendo, como una señora! -dijo, mirando a todos con ojos cariñosos.
- ¡A ti se te perdona! -replicó Ribin. Estaba más tranquilo; el cansancio había hecho desaparecer el exceso de agitación.
- Ignat -dijo-, preocúpate del té. Nos ocupamos de estos quehaceres por turno. Hoy le toca a Ignat damos de comer y de beber.
- De buena gana traspasaría a otro mi turno -observó Ignat, y empezó a recoger virutas y ramitas para encender la hoguera, prestando atención a lo que hablaban.
- A todos nos interesan los huéspedes -replicó Efim, sentándose junto a Sofía.
- Te voy a ayudar, Ignat -dijo quedamente Yákov, saliendo de la choza. Trajo una hogaza y empezó a cortar rebanadas y a distribuirlas por la mesa.
- ¡Escuchad! -exclamó Efim sin alzar la voz-. Tose ...
Ribin prestó oído y dijo, asintiendo con la cabeza:
- Sí, ya viene ... y dirigiéndose a Sofía, explicó:
- Ahora vendrá un testigo. Yo lo llevaría por las ciudades, lo expondría en las plazas, para que el pueblo le oyera ... Siempre dice lo mismo, pero a todos les hace falta oído ...
El silencio y la oscuridad se iban haciendo más densos; sonaban más dulcemente las voces. Sofía y la madre observaban a los mujiks; todos ellos se movían lentamente, con pesadez, con una especie de precaución extraña, y también observaban a las mujeres.
Del bosque salió al calvero un hombre alto, encorvado, que andaba despacio, apoyándose con fuerza en un palo; se oía su respiración silbante.
- ¡Aquí me tenéis! -dijo, y empezó a toser.
Venía envuelto en un abrigo raído que le llegaba hasta los talones; bajo el sombrero, redondo y arrugado, le asomaban colgantes unos mechones de pelo ralo, amarillento y lacio. Una barbita rubia clara cubría su cara huesuda y amarilla; tenía la boca entreabierta; los ojos, muy hundidos bajo la frente, brillaban febriles en sus oscuras cuencas.
Cuando Ribin se lo hubo presentado a Sofía, el recién llegado le preguntó:
- He oído decir que han traído libros, ¿es cierto?
- Sí, los he traído yo.
- Gracias ... ¡en nombre del pueblo...! Él no puede aún comprender la verdad ... pero yo, que la he comprendido ... se las doy por él.
Respiraba con rapidez, tragándose el aire a pequeños sorbos, breves y ávidos. Hablaba con voz entrecortada. Los dedos huesudos de sus manos sin fuerza recorrían el pecho tratando de abrocharse los botones del abrigo.
- Para usted es perjudicial el andar por el bosque tan tarde. Hay una humedad sofocante -observó Sofía.
- Para mí, ya no hay nada saludable -contestó jadeando-. Sólo la muerte puede ser beneficiosa ...
Daba pena oírle, y toda su figura inspiraba una gran compasión, esa compasión que reconoce su impotencia y despierta una pena sombría.
Se sentó en un tonel, doblando las piernas con tanta precaución como si temiera que se le fuesen a romper; se limpió la sudorosa frente. Sus pelos estaban secos, sin vida.
Chisporroteó la hoguera, y de pronto todo se estremeció en derredor, balanceándose; las chamuscadas sombras se lanzaban medrosas al bosque, mientras aparecía y desaparecía sobre el fuego el rostro redondo de Ignat, de abultadas mejillas. Apagóse la hoguera. Empezó a oler a humo, y de nuevo el silencio y las tinieblas se abatieron compactas sobre el calvero, prestando atención y oído a las palabras del enfermo.
- Pero aún puedo ser útil al pueblo, como testigo de un crimen ... Mírenme ... Tengo veintiocho años, ¡y me estoy ya muriendo! Hace diez años me cargaba hasta doce puds de peso, ¡y como si nada! Con esta salud, pensaba yo, llegaré hasta los setenta, sin un traspié. He vivido diez y ya no puedo vivir más. Los patronos me han robado, me han arrebatado cuarenta años de vida, ¡cuarenta años!
De nuevo se encendió el fuego, pero ya con más fuerza y mayor resplandor. Volvieron las sombras a lanzarse al bosque, para refluir hacia las llamas, y temblaron en torno a la hoguera en silenciosa y hostil danza. Crepitaban y gemían las húmedas ramas. Rumoreaba susurrante el follaje de los árboles, agitado por una onda de aire cálido. Alegres y vivaces, jugueteaban las lenguas de fuego, abrazándose unas a otras; se elevaban, gualdas y rojas, chisporroteando en torno; una hoja ardiente levantó el vuelo, mientras las estrellas sonreían en el cielo a las chispas, llamándolas hacia sí ...
- Esta no es mi canción. La cantan miles de personas, sin comprender que su vida desdichada es una lección saludable para el pueblo. ¡Cuántos inválidos, martirizados por el trabajo, mueren de hambre, en silencio...! -empezó a toser, combándose, temblando.
Yákov puso sobre la mesa un cubo de kvas (Bebida elaborada a base de la fermentación del pan de centeno) y, echando al lado un manojo de cebollas, dijo al enfermo:
- Ven, Saveli, te he traído leche ...
Saveli denegó con la cabeza, pero Yákov le tomó del brazo, le levantó y le llevó a la mesa.
- ¡Oiga! -dijo Sofía a Ribin en voz baja y tono de reproche-. ¿Por qué le han dicho que viniera? Puede morirse de un momento a otro.
- ¡Puede ocurrir! -dijo Ribin-. Mientras tanto, que hable. Sacrificó su vida para las naderías; que aguante aún un poco para los hombres. ¡No importa!
- ¡Parece como si se deleitara usted con algo! -exclamó Sofía.
Ribin la miró y repuso sombrío:
- Los señores son los que se deleitan con Cristo gimiendo en la cruz; pero nosotros sacamos del hombre enseñanzas, y quisiéramos que ustedes sacaran también alguna ...
La madre, asustada, levantó la ceja y le dijo:
- ¡Bueno, basta ya...!
Sentado a la mesa, el enfermo empezó a hablar de nuevo:
- Aniquilan a la gente con el trabajo. ¿Y para qué? Roban la vida al hombre, ¿y para qué?, me digo. Yo, en la fábrica de Nefédov, perdí mi vida, y nuestro patrón le regaló a una cantante una jofaina de oro para lavarse, ¡y hasta un bacín de oro! En aquel bacín estaba mi fuerza, mi vida. A eso fue a parar. Aquel hombre me mató con el trabajo para alegrar a su amante con mi sangre: ¡le compró un bacín de oro con mi sangre!
- ¡El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios! -replicó Efim sonriendo-. Y así es como le malgastan ...
- ¡Y no hay que callarlo! -exclamó Ribin, golpeando la mesa con la palma de la mano.
- ¡No hay que tolerarlo! -añadió en voz baja Yákov. Ignat sonrió.
La madre observó que los tres muchachos escuchaban con atención insaciable de almas hambrientas, y cada vez que Ribin hablaba, le miraban a la cara con ojos escrutadores ... Las palabras de Saveli provocaban en sus rostros unas sonrisas extrañas, aceradas. No se percibía que tuviesen compasión del enfermo.
La madre, inclinándose hacia Sofía, le preguntó bajito:
- ¿Será verdad lo que cuenta?
Sofía le contestó en voz alta:
- Sí, ¡es verdad! Hablaron de ello los periódicos; eso ocurrió en Moscú ...
- ¡Y el hombre aquel no tuvo ningún castigo! -dijo Ribin sordamente-. Habría que haberse castigado; llevado ante el pueblo, descuartizado y echar su carne infame a los perros. Grandes castigos habrá cuando el pueblo se levante. Hará derramar mucha sangre para lavar sus ofensas. Esta sangre es suya, ha sido extraída de sus venas, y le pertenece.
- ¡Hace frío! -dijo el enfermo.
Yákov le ayudó a ponerse en pie y le acercó al fuego.
La hoguera ardía resplandeciente; sombras informes temblaban a su alrededor, observando sorprendidas el alegre juego de las llamas. Saveli se sentó en un tronco y tendió al calor del fuego las manos secas, transparentes. Ribin señaló hacia él con la cabeza y dijo a Sofía:
- ¡Esto es más fuerte que un libro! Cuando una máquina arranca un brazo a un obrero o le mata, se explica diciendo que él mismo ha tenido la culpa. Pero cuando le chupan la sangre a un hombre y le echan a un lado como carroña, no se explica con nada. Yo comprendo cualquier homicidio, sea el que sea, pero las torturas por broma no las comprendo. ¿Para qué torturan al pueblo, para qué nos atormentan a todos? Por broma, por divertirse, para vivir en la tierra más alegremente, para poder comprarlo todo con sangre: a la cantante, caballos, cuchillos de plata, vajillas de oro, y juguetes caros a los niños. Tú trabaja, trabaja más, mientras yo junto dinero para regalar, con tu trabajo, un bacín de oro a la querida.
La madre escuchaba, miraba, y una vez más, ante ella, en la sombra, aparecía y desaparecía extendiéndose, como una franja luminosa, el camino de Pável y de todos los que con él iban.
Terminada la cena, se distribuyeron en torno a la hoguera; ante ellos, devorando rápidamente la leña, ardía el fuego; detrás, las tinieblas envolvían cielo y bosque. El enfermo, muy abiertos los ojos, miraba a las llamas, tosía sin cesar, todo él estremecido por un temblor; era como si los restos de su vida se arrancasen apresuradamente de su pecho, presurosos de abandonar aquel cuerpo agotado por la dolencia. Los reflejos de las llamas danzaban en su rostro sin animar la muerta piel. Únicamente los ojos del enfermo ardían con mortecina luz.
- ¿No estarías mejor en la choza, eh? -le preguntó Yákov, inclinándose hacia él.
- ¿Para qué? -contestó con esfuerzo-. Seguiré aquí sentado, ¡ya no me queda mucho de estar con los hombres...!
Paseó la mirada en derredor, guardó silencio unos instantes y prosiguió, sonriendo con pálida sonrisa:
- Me siento bien entre vosotros. Os miro y pienso: quizá éstos venguen a los despojados, al pueblo, muerto por la codicia ...
Como nadie le contestara, pronto empezó a dormitar, con la cabeza colgante, sin fuerza, sobre el pecho. Ribin le miró y dijo en voz baja:
- Viene a vernos, se sienta y nos cuenta siempre lo mismo: esa vejación hecha al hombre. En ella está toda su alma, es como si con eso le hubieran arrancado los ojos y ya no viera nada más.
- ¿Y qué más se necesita? -dijo la madre pensativa-. Si existen miles de seres humanos que, día a día, se matan trabajando para que el amo pueda tirar el dinero en bagatelas, ¿qué más quieres...?
- ¡Aburre escucharle! -dijo en voz baja Ignat-. Con una vez que se oiga esto, no se olvida, ¡y él siempre está con lo mismo!
- Es que, para él, ¡todo está en esa historia, toda su vida; compréndelo! -dijo Ribin sombrío-. Decenas de veces la he oído yo, y sin embargo, alguna vez que otra llego a dudar. Hay horas buenas en que no quieres creer en la villanía del hombre, en su locura ... horas en las que se siente tanta lástima del rico como del pobre ... porque el rico también se equivoca de camino. A uno le ciega el hambre, al otro el oro. Y piensas: ¡Ay, hombres!, ¡ay, hermanos! ¡Sacudías, reflexionad honradamente, sin piedad de vosotros mismos, reflexionad!
El enfermo se balanceó, abrió los ojos y tendióse en la tierra. Yákov se levantó sin hacer ruido, entró en la choza, trajo una pelliza, cubrió con ella a Saveli y volvió a sentarse junto a Sofía.
El rostro rubicundo del fuego sonreía provocativo, iluminando las oscuras figuras que le rodeaban, y las voces de los hombres mezclábanse soñadoras con el tenue crepitar de la leña y el susurro de las llamas.
Sofía hablaba de la lucha internacional de los pueblos para adquirir el derecho a la vida, de los antiguos combates de los campesinos de Alemania, de las desdichas de los irlandeses, de las grandes hazañas de los obreros franceses en sus frecuentes luchas por la libertad ... En el bosque revestido por el terciopelo de la noche, en el reducido calvero limitado por los árboles, bajo la bóveda del cielo oscuro, ante el fuego, en un círculo de sombras admiradas y hostiles, iban resucitando los acontecimientos que pusieran en conmoción al mundo de los ahítos y de los ávidos; los pueblos de la tierra desfilaban, unos tras otros, manando sangre, extenuados por las luchas; eran recordados los nombres de los héroes de la libertad y de la verdad.
La voz algo opaca de la mujer sonaba dulcemente. Como si hubiera salido del pasado, iba despertando esperanzas, inspirando seguridad, y ellos escuchaban en silencio aquel relato sobre sus hermanos en espíritu.
Miraban al rostro de la mujer, pálido, delgado; ante ellos se iluminaba, con claridad cada vez mayor, la sagrada causa de todos los pueblos del mundo, la interminable lucha por la libertad. El hombre veía sus anhelos y pensamientos en la lejanía del pasado, cubierto por una oscura y sangrienta cortina, entre otros pueblos, desconocidos para él; y en su interior, con la inteligencia y el corazón, se incorporaba al mundo, veía en él a amigos que hacía tiempo, unidos por los mismos pensamientos, habían resuelto con firmeza lograr en la tierra la verdad, habían santificado su resolución con innumerables sufrimientos y derramado ríos de su propia sangre para conseguir el triunfo de una vida nueva, luminosa y alegre. Surgía y se desarrollaba el sentimiento de un parentesco espiritual con todos, nacía un nuevo corazón en la tierra, lleno del ardiente afán de comprenderlo todo y de unirlo todo en sí.
- Día vendrá en que los trabajadores de todo el mundo levanten la cabeza y digan con firmeza: ¡Basta! ¡No queremos más esta vida! -sonaba con convicción la voz de Sofía-. Y entonces se derrumbará el poder ficticio de los que sólo son fuertes por su avidez, la tierra se hundirá bajo sus pies, no tendrán dónde apoyarse ...
- ¡Así será! -dijo Ribin, inclinando la cabeza-. Cuando no se escatiman las fuerzas, ¡puede conseguirse todo!
La madre, muy alzada la ceja, con una sonrisa de jubiloso asombro, quieta en el rostro, escuchaba. Veía que todo lo brusco, lo sonoro, lo ampuloso, cuanto le pareciera superfluo en Sofía, había desaparecido, habíase hundido en el torrente, igual y abrasador, de sus palabras. Le agradaba el silencio de la noche, los juegos de las llamas, el rostro de Sofía y, sobre todo, la grave atención de los mujiks. Permanecían inmóviles, esforzándose en no turbar el fluir tranquilo del relato, temiendo romper el hilo luminoso que los unía al mundo. Tan sólo de cuando en cuando alguno de ellos echaba con precaución un leño al fuego, y cuando de la hoguera se alzaba un enjambre de chispas y humo, lo apartaban de las mujeres, agitando la mano en el aire.
Una vez, Yákov se levantó y rogó en voz baja:
- Espere a que vuelva ...
Fue corriendo a la choza, trajo de allí ropa de abrigo y, ayudado por Ignat, cubrió en silencio las piernas y los hombros de las mujeres. De nuevo habló Sofía, describiendo el día de la victoria, inculcando a los hombres la fe en sus propias fuerzas, despertando en ellos la conciencia de la comunidad con todos los que entregaban su vida al trabajo sin fruto, estéril, para las estúpidas diversiones de los ahítos. Las palabras no emocionaban a Nílovna, pero aquel sentimiento grande, despertado por el relato de Sofía y que abrazaba a todos, llenaba también su pecho de gratitud, de una muda oración por aquellas gentes que, arrostrando todos los peligros, iban hacia los aprisionados con las cadenas del trabajo, llevándoles los dones de la razón honrada, el presente del amor a la verdad.
¡Ayúdalos Señor!, pensó la madre, cerrando lbs ojos.
Al amanecer, Sofía, fatigada, guardó silencio y, sonriendo, miró a las caras pensativas, iluminadas, que la rodeaban.
- ¡Es hora de que nos marchemos! -dijo la madre.
- ¡Es verdad! -repuso Sofía, con cansancio.
Uno de los muchachos suspiró ruidosamente.
- ¡Lástima que se marchen! -dijo Ribin con una dulzura desacostumbrada en la voz-. ¡Qué bien habla usted! ¡Es algo grande hermanar a los hombres! Cuando se sabe que hay millones de personas que quieren lo que uno mismo desea, el corazón se vuelve mejor, y en la bondad ... ¡hay una gran fuerza!
- Tú vas hacia ellos con buen corazón, ¡y ellos te reciben con el aguijón! -dijo en voz baja Efim, sonriendo y poniéndose en pie con presteza-. Tienen que marcharse, tío Mijaíl, antes de que nadie las vea. Repartiremos los libros, y cuando las autoridades se pongan a indagar de dónde han salido, alguien recordará que una vez llegaron unas peregrinas ...
- Bueno, madre, ¡gracias por el trabajo que te has impuesto! -dijo Ribin, interrumpiendo a Efim-. Cuando te miro, no dejo de pensar en Pável. ¡Has hecho bien en seguir por este camino!
Dulcificado, sonrió con ancha y bondadosa sonrisa. Hacía fresco, y sin embargo, estaba en mangas de camisa, con el cuello desabrochado y todo el pecho al desnudo. La madre contempló su figura maciza y le aconsejó con cariño:
- Deberías echarte algo encima, ¡hace frío!
- Por dentro estoy ardiendo -replicó él.
Los tres jóvenes, plantados junto a la hoguera, conversaban en voz baja; a sus pies, cubierto con pellizas, yacía el enfermo. Palidecía el cielo, iban desvaneciéndose las sombras y temblaban las hojas de los árboles, esperando al sol.
- Bueno, entonces, ¡adiós! -dijo Ribin, estrechando la mano a Sofía-. ¿Cómo la puedo encontrar en la ciudad?
- Tienes que buscarme a mí -repuso la madre.
Los jóvenes, en apretado grupo, se acercaron lentamente a Sofía y le estrecharon la mano en silencio, con afectuosa torpeza. En cada uno de ellos se percibía claramente una oculta satisfacción, agradecida y cordial, que debía turbarles por su novedad. Sonriendo con los ojos secos por la noche de insomnio, miraban callados al rostro de Sofía, apoyándose ya en un pie, ya en el otro.
- ¿No quieren beber un poco de leche antes de ponerse en camino? -preguntó Yákov.
- ¿Queda todavía? -preguntó Efim.
Ignat, pasándose turbado la mano por el pelo, declaró:
- No, se me ha derramado ... y los tres sonrieron.
Hablaban de la leche, pero la madre percibía que estaban pensando en otra cosa y que, sin palabras, les deseaban toda clase de venturas.
Aquello conmovió visiblemente a Sofía, llenándola también de turbación, de una pudorosa modestia que sólo le permitió decir, en voz baja:
- ¡Gracias, camaradas!
Se miraron unos a otros, como si aquellas palabras les hubieran hecho vacilar suavemente.
El enfermo tuvo un acceso de tos bronca. En el fuego se apagaron las brasas.
- ¡Adiós! -dijeron a media voz los mujiks, y la triste palabra fue acompañando a las mujeres durante largo rato.
Ellas, sin apresurarse, se adentraron por una senda del bosque, envueltas en la penumbra anterior a la amanecida; la madre, andando detrás de Sofía, dijo:
- ¡Qué bien ha resultado todo esto! ¡Tan bien como si hubiera sido un sueño! ¡Ay, querida mía, la gente quiere conocer la verdad! Resulta parecido a lo que ocurre en la iglesia, en el alba de un día de gran fiesta ... Aún no ha llegado el sacerdote, todo está silencioso y oscuro, el templo infunde aún miedo, pero ya va llenándose de gente ... comienzan a encender las velas ante la imagen, empiezan a alumbrar y van expulsando poco a poco la oscuridad, iluminando la casa de Dios.
- ¡Así es! -contestó Sofía alegremente-. Sólo que, aquí, la casa de Dios es toda la tierra.
- ¡Toda la tierra! -repitió la madre, moviendo pensativa la cabeza-. Ha resultado tan bien, que hasta cuesta trabajo creerlo ... Y usted, querida mía, ha hablado bien, ¡muy bien! ¡Y yo que me temía que usted no les iba a gustar...!
Sofía, después de unos instantes de silencio, repuso en voz baja y sin alegría:
- Con ellos se vuelve una más sencilla ...
Caminaban hablando de Ribin, del enfermo, de los muchachos, que, silenciosos, habían escuchado con tanta atención y expresado con tanta torpeza, pero de modo elocuente, sus sentimientos de agradecida amistad, prodigando a las mujeres pequeños cuidados. Salieron al campo. El sol se alzaba a su encuentro. Invisible aún, había desplegado en el cielo un transparente abanico de rayos rosáceos, y en la hierba centelleaban las gotas de rocío en multicolores chispas de gozo y alegría primaverales. Despertábanse los pájaros, animando el amanecer con sus alegres trinos. Graznando diligentes, moviendo pesadamente las alas, volaban unos cuervos gordos; en algún sitio silbaba inquieta una oropéndola. Abríanse las lejanías, borrando de sus altozanos la sombras nocturnas, para acoger al sol.
- A veces, una persona habla y habla, y no la comprendes hasta que no logra decirte alguna palabra sencilla, y de pronto, esta palabra ¡lo aclara todo! -contaba la madre pensativa-. Así ocurre con ese enfermo. Yo le oía, yo misma sé cómo les sacan el jugo a los obreros en la fábrica y en todas partes. Pero está una acostumbrada a eso desde pequeña y no impresiona mucho. Y él, de repente, nos ha contado algo tan humillante, tan infame ... ¡Dios mío! ¿Será posible que los hombres entreguen toda su vida al trabajo para que un patrón se permita semejantes escarnios? ¡Eso no tiene justificación!
El pensamiento de la madre se detuvo en aquel caso que, con su torpe y canallesco brillo, iluminaba ante ella numerosos sucesos del mismo tipo, conocidos en algún tiempo y después olvidados.
- Por lo que se ve, ¡están ya hartos de todo y sienten náuseas! Conocía yo a un jefe de zemstvo que obligaba a los mujiks a inclinarse ante su caballo cuando iba por el pueblo con él, y al que no se inclinaba le mandaba encarcelar. ¿Para qué necesitaba hacer aquello? No es posible comprenderlo, ¡no es posible!
Sofía entonó a media voz una canción, animosa como la mañana ...
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