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LA MADRE

Máximo Gorki

Segunda parte

CAPÍTULO VIII


Natasha entró a trabajar de maestra en una fábrica de tejidos de la comarca, y la madre empezó a llevarle libros prohibidos, proclamas, periódicos ...

Ello constituía su ocupación más importante. Varias veces al mes, vestida de religiosa, de vendedora de encajes y tejidos hechos a mano, de pequeñoburguesa acomodada o de peregrina errante, iba por los pueblos de la provincia, a pie o en tren, con un zurrón a la espalda o una maleta en la mano. En los vagones y en los barcos, en los hoteles o en las posadas se comportaba con tranquilidad y sencillez, era la primera en dirigir la palabra a los desconocidos y llamaba irresistiblemente la atención por su hablar cariñoso, su carácter sociable y sus decididos modales de persona experimentada que ha visto mucho mundo.

Le gustaba hablar con la gente, le agradaba escuchar sus relatos sobre la vida, sus quejas y sus dudas. El corazón se le inundaba de gozo cada vez que advertía en una persona ese agudo descontento, que, protestando contra los embates del destino, busca afanosamente respuesta a las preguntas que han surgido en la mente. Ante ella se desplegaba, cada vez más abigarrado y amplio, el cuadro de la vida humana, de la vida agitada e inquieta en lucha por la hartura. Por todas partes se veía con claridad la tendencia, groseramente desnuda y cínicamente descarada, de engañar al hombre, de despojarle, de extraer de él el mayor provecho posible en beneficio propio, de chuparle la sangre. Veía tambien que en la tierra había de todo en abundancia, mientras el pueblo estaba necesitado y vivía semihambriento, rodeado de innumerables riquezas. En las ciudades se alzaban templos abarrotados de oro y plata, que no eran necesarios a Dios, mientras en los atrios tiritaban los mendigos, esperando en vano que alguien depositara una monedita de cobre en su mano. Aquello lo había visto también antes: opulentas iglesias, casullas sacerdotales bordadas en oro, los tugurios de la gente pobre y sus ignominiosos harapos; pero entonces le había parecido natural, mientras que ahora lo consideraba como inadmisible e insultante para los pobres, para quienes la iglesia, bien lo sabía ella, estaba más cerca y era más necesaria que para los ricos.

Por los cuadros que representaban a Cristo y por los relatos acerca de él, ella sabía que era amigo de los pobres, que se vestía con sencillez y, sin embargo, en las iglesias adonde acudían los menesterosos en busca de consuelo, le veía aprisionado entre el insolente oro y sedas que susurraban con desdeñoso frufrú a la vista de la miseria, e involuntariamente, las palabras de Ribin le venían a la memoria:

¡Nos han engañado hasta con Dios!

Insensiblemente empezó a rezar menos, pero a pensar más en Cristo y en la gente que, sin recordar su nombre y al parecer sin conocerle, vivía en su opinión, según su evangelio, y que, como él, consideraba la tierra reino de los pobres y deseaba dividir entre los hombres, por partes iguales, todas las riquezas del mundo. Reflexionaba mucho sobre todo ello, y en su alma iba desarrollándose ese pensamiento, profundizándose y abarcando cuanto ella veía y oía, hasta crecer y tomar la figura luminosa de una oración que derramaba por igual su resplandor sobre el mundo oscuro, sobre la vida toda y sobre todos los hombres. Le parecía que Cristo mismo, al que ella siempre había amado con impreciso amor -con un sentimiento complejo en el que el temor se mezclaba estrechamente con la esperanza y la ternura con el dolor-, estaba ahora más cerca de ella y era ya otro, más elevado y visible, de faz más radiante e iluminada, como si en realidad hubiera resucitado para la vida, purificado y reanimado por la ardiente sangre que los hombres vertieran con generosidad en su nombre, sin invocar, pudorosamente, al desdichado amigo del género humano. De sus viajes, siempre volvía a casa de Nikolái contenta y entusiasmada por lo que había visto Y oído en el camino, animosa y satisfecha del trabajo realizado.

- ¡Qué bien está eso de ir por todas partes y ver tantas cosas! solía decir por las tardes a Nikolái-. Comprende una cómo se va formando la vida. Empujan al pueblo, lo echan a un lado de la vida, y él, ofendido, pulula por allá; pero, quieras que no, piensa: ¿por qué esto? ¿Por qué me arrojan fuera? ¿Por qué hay tanto de todo y yo estoy hambriento? ¡Cuánta inteligencia por todas partes, mientras que yo soy ignorante y torpe! ¿Y dónde está él, el Dios misericordioso ante quien no hay ni ricos ni pobres, de quien son todos hijos queridos de su corazón? Poco a poco el pueblo se va rebelando contra su existencia; siente que la mentira le ahogará, si él no piensa en sí mismo.

Y cada vez con mayor frecuencia, sentía la necesidad imperiosa de hablar, con sus palabras, a la gente acerca de las injusticias de la vida; y en ocasiones, le era difícil sofocar el deseo ...

Cuando Nikolái la sorprendía mirando estampas, sonriendo, le contaba siempre algo maravilloso. Asombrada por la audacia de los objetivos del hombre, preguntaba a Nikolái con incredulidad.

- Pero, ¿es posible eso?

Y él, tenazmente, con inquebrantable convicción en la verdad de sus predicciones, mirándola a través de las gafas con sus bondadosos ojos, le iba refiriendo cuentos sobre el futuro.

- Los anhelos del hombre no tienen medida, sus fuerzas son inagotables; mas, a pesar de todo, en lo que atañe al espíritu, el mundo se enriquece muy lentamente, porque cada cual, deseando liberarse de su dependencia, se ve obligado a amontonar dinero en vez de conocimientos. Pero cuando los hombres maten la codicia, cuando se liberen de la prisión del trabajo forzado ...

Ella raramente alcanzaba el sentido de sus palabras, pero la serena fe que las animaba le era cada vez más asequible.

- En la tierra son pocos, demasiado pocos, los hombres libres; ¡esa es la desgracia! -decía él.

Aquello lo comprendía; ella conocía gente que habíase liberado de la codicia y de la maldad, y si hubiese más gentes de aquéllas, la faz negra y terrible de la vida se tornaría más acogedora y sencilla, más buena y luminosa.

- El hombre, sin quererlo, ¡tiene que ser cruel! -decía Nikolái tristemente.

La madre asentía con la cabeza y recordaba las palabras del jojol.
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