Índice de La lección del maestro de Henry JamesApartado dosApartado cuatroBiblioteca Virtual Antorcha

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El salón de fumadores de Summersoft estaba a escala del resto del lugar; alto, claro, confortable y decorado con unas tallas y molduras de tal refinamiento, que más parecía un cenador para que las señoras se sentaran a trabajar con sus lanas desvaídas, que un parlamento de señores fumando fuertes puros. Los caballeros se reunieron ahí en número considerable el domingo por la noche, congregándose principalmente en un extremo, delante de una de las bellas y frescas chimeneas de mármol blanco, cuyo friso se hallaba adornado con un pequeño y exquisito tema italiano. Había otra en la pared de enfrente y, gracias a la suavidad de la noche de verano, ninguna de las dos estaba encendida; pero el núcleo de aglutinamiento lo proporcionaba una mesa en el rincón de la chimenea, cubierta de botellas, frascos y vasos. Paul Overt era un fumador infiel; fumaba cigarrillos por razones que nada tenían que ver con el tabaco. Esto era precisamente lo que sucedía en la ocasión de la que hablo; su motivo era la ilusión de una pequeña charla directa con Henry St. George. La tremenda comunión sobre la que el gran hombre le había hecho concebir esperanzas unas horas antes aún no había tenido lugar, y esto lo entristecía en forma considerable, puesto que al día siguiente el grupo tomaría direcciones distintas inmediatamente después del desayuno. Había sufrido la decepción, sin embargo, de descubrir que al parecer el autor de Shadowmere no estaba dispuesto a prolongar su vigilia. No se hallaba entre los caballeros reunidos cuando entró Paul, ni era ninguno de los que aparecieron, con vistosos atuendos, durante los diez minutos siguientes. El joven esperó un poco preguntándose si habría ido sólo a ponerse algo extraordinario; esto explicaría su retraso y al mismo tiempo contribuiría en mayor medida a la impresión que Overt tenía de su tendencia a cumplir con lo superficial y preestablecido. Pero no llegaba, debía de haber estado poniéndose algo más extraordinario de lo que era probable. Nuestro héroe se rindió, sintiéndose un poco lastimado, un poco herido, por la pérdida de veinte codiciadas palabras. No estaba enfadado, pero exhalaba el humo en suspiros, con la sensación de haberse visto quizá privado de algo poco común. Empezó a moverse lentamente por la habitación con su pesar, mirando los antiguos grabados de las paredes. Estando en tal actitud sintió al poco una mano en el hombro y una voz amistosa en el oído.

- Ah, muy bien. Esperaba poder encontrarlo. He bajado a propósito -St. George no se había cambiado de ropa y ofrecía una cara magnífica, la más solemne, a la que nuestro joven respondió todo halagado. Explicó que era sólo por el Maestro -la idea de una pequeña charla- por lo que se había quedado, y que, al no encontrarlo, había estado a punto de irse a la cama.

- Pues verá, yo no fumo, mi esposa no me deja -dijo St. George buscando un sitio para sentarse-. Me hace muy bien, muy bien. Vayamos a ese sofá.

- ¿Quiere decir que fumar le hace bien?

- No, no, que no me deje. Es una gran cosa tener un mujer que esté tan segura de todo aquello de lo que uno puede prescindir. Uno podría no descubrirlo nunca. No me permite que toque un cigarrillo -tomaron posesión de un sofá que se hallaba a cierta distancia del grupo de fumadores y St. George prosiguió-: ¿Tiene usted?

- ¿Un cigarrillo?

- No, por Dios, esposa.

- No; y sin embargo renunciaría a mi cigarrillo por una.

- Renunciaría a mucho más que eso -respondió St. George-. Pero obtendría mucho a cambio. Hay bastante que decir en favor de las esposas -añadió doblando los brazos y cruzando las extendidas piernas. Rechazó el tabaco por completo y esperó sin ofrecer fuego. Su acompañante dejó de fumar; impresionado por su cortesía; y después de todo se hallaban fuera del alcance del humo, su sofá estaba en una esquina apartada. Habría sido una equivocación, continuó St. George, una gran equivocación el haberse separado sin una pequeña conversación.

- Porque lo sé todo de usted -dijo--. Sé que es usted muy notable. Ha escrito un libro muy distinguido.

- ¿Y cómo lo sabe? -preguntó Paul.

- Pero querido amigo, está en el aire, está en los periódicos, está en todas partes -St. George hablaba con la familiaridad perentoria de un colega, con un tono que a su vecino le pareció el susurro mismo de los lauros-. Usted está en boca de todos los hombres y, lo que es mejor, de todas las mujeres. He estado leyendo su libro en estos días.

- ¿En estos días? Esta tarde no lo había leído usted -dijo Overt.

- ¿Cómo lo sabe?

- Creo que tendría que saber cómo lo sé -rió el joven.

- Supongo que se lo habrá dicho Miss Fancourt.

- La verdad es que no ..., más bien me indujo a creer que lo había leído.

- Sí, eso sí es lo que ella haría. ¿No cree que despide un fulgor rosado sobre la vida? Pero usted no la creyó, ¿no es eso? -preguntó St. George.

- No, no cuando usted se nos acercó allí.

- ¿Fingí? ¿Fingí mal? -pero sin esperar la respuesta, St. George continuó-: Siempre debiera creer a una muchacha como ésa ..., siempre, siempre. A algunas mujeres se las debe tomar con concesiones y reservas; pero a ella hay que tomarla tal y como es.

- Me gusta mucho -dijo Paul Overt.

Su tono tenía algo que excitó en su compañero la sensación momentánea de lo absurdo; quizás fuese el aire de deliberación que flotaba en este juicio. St. George estalló en carcajadas para responder.

- Eso es lo mejor que puede hacer con ella. ¡Es una joven poco común! No obstante, a decir verdad, confieso que esta tarde no lo había leído.

- ¿Ve usted cuánta razón tenía en ese caso particular para no creer a Miss Fancourt?

- ¿Razón? ¿Cómo puedo estar de acuerdo cuando por eso perdí crédito?

- ¿Desea pasar exactamente por ser tal como ella lo representa? Entonces no tiene nada que temer -dijo Paul.

- Ah, mi querido joven, no hable de pasar ... ¡cuando se trata de alguien como yo! Yo me estoy pasando, ni más ni menos. ¡Ella puede emplear su joven imaginación (¿no cree que es magnífica?) para algo mejor que para representar de la manera que sea a un animal tan cansado y agotado! -el Maestro habló con una repentina tristeza que produjo una protesta por parte de Paul; pero antes de que la protesta pudiera ser formulada prosiguió, volviendo a la apreciable novela de este último--: No tenía ni idea de que fuera tan bueno ..., se oyen tantas cosas. Pero usted es sorprendentemente bueno.

- Voy a ser sorprendentemente mejor -se atrevió a responder Overt.

- Ya lo veo, y eso es lo que me atrae. No veo tantas otras cosas -cuando se mira en derredor- que vayan a ser sorprendentemente mejores. Van a ser constantemente peores ..., la mayoría. Resulta tanto más fácil ser peor ..., el cielo sabe que yo me encontré con eso. No me produce gran satisfacción lo que se comenta por todas partes, ¿sabe? Pero usted tiene que ser mejor ..., tiene que continuar de verdad. Yo no lo hice, desde luego. Es muy difícil, es lo maldito de todo este asunto, continuar. Pero veo que usted será capaz de hacerlo. Será una gran desgracia si no es así.

- Es muy interesante oírlo hablar de sí mismo; pero no sé qué quiere decir con sus alusiones de haber empeorado -observó Paul Overt con una hipocresía perdonable. Su compañero le gustaba tanto que el hecho de cierta declinación de su talento o de su cuidado dejó de ser algo vívido para él, en ese momento.

- No diga eso, no diga eso -respondió St. George con gravedad apoyando la cabeza en el respaldo del sofá y posando los ojos en el techo-. Sabe perfectamente a lo que me refiero. No he leído ni veinte páginas de su libro sin ver que no puede evitarlo.

- Me hace muy desgraciado -suspiró Paul con éxtasis.

- Me alegro por eso, porque puede servirle de una especie de aviso. Bastante ofensivo debe ser, especialmente para una mente joven y fresca, llena de fe, el espectáculo de un hombre destinado a mejores cosas, hundido en semejante deshonra a mi edad. - St. George, en la misma actitud contemplativa, hablaba suave, pero deliberadamente, y sin emoción perceptible. En verdad su tono sugería una lucidez impersonal casi cruel, cruel consigo mismo, e indujo a su joven amigo a que posara una mano argumentadora en su brazo. Pero prosiguió mientras sus ojos parecían seguir las gracias del techo del siglo XVIII-: Míreme bien, tómese a pecho mi lección ..., porque es una lección. Que le reporte algo bueno, estremézcase al menos con la lamentable impresión que ha recibido, y que esto lo ayude a mantenerse derecho en el futuro. No se convierta en la vejez en lo que yo me he convertido en la mía, ¡la ilustración deplorable y deprimente de la adoración de dioses falsos!

- ¿A qué se refiere cuando habla de su vejez? -preguntó el joven.

- Esto me ha hecho viejo. Pero me gusta su juventud.

Paul no respondió nada. Permanecieron en silencio un minuto. Los otros seguían hablando de la mayoría gubernamental. Y a continuación:

- ¿A qué se refiere cuando habla de dioses falsos? -preguntó.

Su compañero no encontró dificultad alguna en decir:

- Los ídolos del mercado; el dinero y el lujo y el mundo; colocar a los hijos y vestir a la mujer; todo lo que lo lleva a uno por el camino corto y fácil. ¡Ah, las vilezas que le hacen cometer a uno!

- Pero cualquiera tiene el derecho de querer colocar a los hijos.

- A uno no le incumbe tener hijos -declaró St. George plácidamente-. Quiero decir, desde luego, si se quiere hacer algo bueno.

- Pero ¿no sirven de inspiración, de incentivo?

- De incentivo para la perdición, artísticamente hablando.

- Toca temas muy profundos, temas que me gustaría discutir con usted -dijo Paul-. Me gustaría que me hablara interminablemente de sí mismo. ¡Esto es un festín para mí!

- Naturalmente que lo es, joven cruel. Pero para demostrarle que aún no soy incapaz, degradado como estoy, de profesar un acto de fe, ataré mi vanidad a la estaca y la quemaré hasta convertirla en cenizas. Tiene que venir a verme, tiene que venir a vernos -sustituyó rápidamente el Maestro-. Mrs. St. George es encantadora; no sé si ha tenido la oportunidad de hablar con ella. Estará contenta de verlo; le gustan las grandes celebridades, ya sean incipientes o consagradas. Tiene que venir a cenar; mi esposa le escribirá. ¿Dónde se lo puede localizar?

- Ésta es mi modesta dirección -y Overt sacó una agenda y extrajo una tarjeta de visita. Pensándolo mejor, sin embargo, la retuvo, comentando que no daría a su amigo la molestia de ocuparse de eso, sino que iría a verlo en seguida en Londres, y la dejaría a la puerta si no lograba obtener acceso.

- Probablemente no lo logrará; mi mujer siempre está fuera, y cuando no está fuera está agotada por haber salido. Tiene que venir a cenar, aunque eso tampoco le hará mucho bien, pues mi mujer se empeña en preparar grandes comidas -St. George siguió considerándolo, pero a continuación dijo-: Tiene que venir a vernos al campo, eso es lo mejor; tenemos mucho sitio, y no está mal.

- ¿Tiene usted una casa en el campo? -preguntó Paul con envidia.

- ¡No como ésta! Pero tenemos una especie de lugar al que vamos, a una hora de Euston. Ésa es una de las razones.

- ¿Una de las razones?

- Por las que mis libros son tan malos.

- ¡Dígame todas las demás! -rió Paul anhelante.

Su amigo no respondió directamente a esto, sino que dijo con brusquedad:

- ¿Por qué antes no lo había visto nunca a usted?

El tono de la pregunta fue particularmente halagador para nuestro héroe, a quien le pareció que implicaba que el gran hombre percibía ahora que, durante años, se había perdido algo.

- En parte, supongo, porque no ha habido ninguna razón especial para que me viera. No he vivido en el mundo, en su mundo. He pasado muchos años fuera de Inglaterra, en diferentes lugares del extranjero.

- Pues no lo vuelva a hacer, por favor. Debe hacer Inglaterra, tiene tanto ...

- ¿Quiere decir que he de escribir sobre ella? -y Paul hizo sonar la nota del candor interesado de un niño.

- Claro que sí. Y estupendamente bien, si no le parece mal. Eso disminuye un poco mi estima por lo suyo ... que sucede en el extranjero. ¡Al diablo con el extranjero! Quédese aquí y haga cosas aquí ..., haga temas que puedan medirse.

- Haré lo que usted me diga -replicó Overt, profundamente cortés-. Pero perdóneme si digo que no entiendo cómo ha estado leyendo el libro -añadió-. Lo he tenido ante mí toda la tarde, primero en ese largo paseo, luego con el té en el césped, hasta que fuimos a vestirnos para la cena, y toda la noche en la cena y en este lugar.

St. George volvió la cara con una sonrisa.

- Le dediqué tan sólo un cuarto de hora.

- Un cuarto de hora es inmenso, pero no comprendo dónde lo metió. En el salón, después de cenar, no estaba leyendo, estaba hablando con Miss Fancourt.

- Es lo mismo, porque hablábamos de Ginistrella. Me la describió, me prestó su ejemplar.

- ¿Se lo prestó?

- Viaja con él.

- Es increíble -Paul se ruborizó.

- Para usted es glorioso, pero a mí también me vino muy bien. Cuando las señoras fueron a acostarse, tuvo la amabilidad de ofrecerse a hacerme llegar el libro. Su doncella me lo trajo al vestíbulo y me fui con él a mi habitación. No tenía intención de venir aquí, lo hago muy rara vez. Pero no me duermo temprano, siempre tengo que leer una o dos horas. Me senté con su novela ahí mismo, sin cambiarme, sin quitarme nada más que la chaqueta. Creo que eso es señal de que mi curiosidad había sido poderosamente despertada. Leí durante un cuarto de hora, como le digo, e incluso en un cuarto de hora quedé enormemente impresionado.

- El principio no es muy bueno, ¡es el conjunto! -dijo Overt que había escuchado esta exposición con interés extremo-. ¿Y dejó el libro y vino a verme? -preguntó.

- Así es como me ha impresionado. Me dije, veo que es sólo obra suya, y él está aquí, por cierto, y el día ha llegado a su fin y no he cruzado veinte palabras con él. Se me ocurrió que quizá estuviera en el salón de fumadores y que no sería demasiado tarde para reparar mi omisión. Quería ser atento con usted, así que me puse la chaqueta y bajé. Volveré a leer su libro cuando suba.

Nuestro amigo echó una mirada a su alrededor desde su sitio; estaba conmovido como nunca lo había estado por semejante manifestación a su favor.

- Realmente es usted el más amable de los hombres. Cela s'est passé comme ça? ¡Y yo he estado aquí con usted todo este tiempo y no lo he sospechado ni se lo he agradecido!

- Agradézcaselo a Miss Fancourt, fue ella quien hizo que me emocionara. Me ha hecho sentir que había leído su novela.

- ¡Es un ángel del cielo! -declaró Paul.

- Realmente lo es. Nunca he visto a nadie como ella. Su interés por la literatura es conmovedor, algo bastante propio de ella; todo se lo toma muy seriamente. Siente las artes y quiere sentirlas más. Para los que las practican es casi humillante su curiosidad, su comprensión, su buena fe. ¿Cómo puede ser cualquier cosa tan hermosa como ella la supone?

- Es un organismo poco común -suspiró el joven.

- El más rico que he visto, una inteligencia artística realmente de primer orden. ¡Y presentada de tal forma! --exclamó St. George.

- A uno le gustaría describir a una muchacha así -continuó Paul.

- Ah, ahí está ..., ¡no hay nada como la vida! -dijo su compañero-. Cuando uno se siente acabado, exprimido y agotado y cree que el costal está vacío, todavía se siente atracción, emociones y estremecimientos, la idea brota, del seno de lo real, y demuestra que siempre hay algo que hacer. Pero yo no lo haré, ¡ella no es para mí!

- ¡Qué es eso de que no es para usted!

- Todo se ha terminado; es para usted, si quiere.

- ¡Mucho peor! -dijo Paul-. Ella no es para un deslucido hombrecillo de letras; es para el mundo, el rico y prometedor mundo de sobornos y recompensas. Y el mundo se apoderará de ella y se la llevará consigo.

- Lo intentará ..., pero es un caso en el que puede haber lucha. Valdría la pena luchar, para un hombre que lo tuviera dentro, con juventud y talento de su parte.

Estas palabras resonaron no poco en la conciencia de Paul Overt, lo mantuvieron brevemente en silencio.

- Es una maravilla que ella haya seguido siendo como es; dándose de tal manera ..., con tanto que dar.

- ¿Quiere decir que haya seguido siendo tan ingenua ..., tan natural? Ah, por eso no se preocupa, da porque rebosa. Tiene sus propios sentimientos, sus pautas; no se acuerda siempre de que debe ser orgullosa. Y además no lleva aquí el tiempo suficiente para haberse estropeado; adoptó una o dos modas, pero sólo las divertidas. Es una provinciana ..., una provinciana con genio -continuó St. George-; incluso sus patinazos son encantadores, sus equivocaciones interesantes. Ha regresado de Asia con todo tipo de curiosidades suscitadas y apetitos sin saciar. Ella es en sí misma de primera categoría y se malgasta en la segunda. Es la vida misma y se toma un interés poco común por las imitaciones. Confunde todas las cosas, pero no hay ninguna respecto a la que no perciba algo. Ve las cosas en perspectiva, como desde la cima del Himalaya, y aumenta todo lo que toca. Sobre todo exagera ... para consigo misma, me refiero. ¡Nos exagera a usted y a mí!

Nada había en esa descripción que pudiera aplacar la inquietud que en nuestro amigo había causado semejante esbozo de un hermoso tema. Le parecía que mostraba el arte de la admirada mano de St. George, y se perdió contemplando la visión -que se cernía ante él- de la figura de una mujer que debiera ser parte del esplendor de una novela. Pero al cabo de un momento se había convertido en humo, y del humo -la última bocanada de un gran puro- surgió la voz del General Fancourt, que había dejado a los otros y había venido y se había colocado delante de los caballeros del sofá.

- Supongo que cuando ustedes, los colegas, se ponen a hablar se quedan levantados la mitad de la noche.

- ¿La mitad de la noche? Jamais de la vie! Yo sigo una higiene -y St. George se puso en pie.

- Comprendo, usted es planta de invernadero -rió el General-. Así es como produce sus flores.

- Yo produzco las mías entre las diez y la una de la mañana, ¡florezco con una regularidad! -continuó St. George.

-¡Y con un esplendor! -añadió el cortés General, mientras Paul advertía qué poco le importaba al autor de Shadowmere, como se dijo a sí mismo, que se lo tratara como a un célebre narrador. El joven se propuso que él nunca se acostumbraría a eso; siempre lo haría sentirse incómodo -por la sospecha de que la gente pensara que tenía que hacerlo- y querría evitarlo. Evidentemente, su gran colega se había curtido y endurecido, se había provisto de una capa externa. El grupo de hombres había terminado los puros y recogido sus palmatorias; pero antes de que salieran todos, Lord Watermouth invitó al par de huéspedes que había estado tan absorto a que tomaran algo. Resultó que los dos rehusaron, ante lo cual dijo el General Fancourt:

- ¿En eso consiste su higiene? ¿No riegan las flores?

- ¡Debería ahogarlas! -replicó St. George; pero, al abandonar la habitación aún junto a su amigo, dijo caprichosamente al oído del joven, en tono bajo-: Mi mujer no me deja.

- ¡Pues me alegro de no ser uno de ustedes! --concluyó sonoramente el General.

La cercanía entre Summersoft y Londres tenía una consecuencia, decepcionante para una persona que hubiese saboreado de antemano la sociabilidad de un vagón de ferrocarril: la mayor parte del grupo, tras el desayuno, volvía a la ciudad en coche, usando sus propios vehículos que habían venido a recogerlos, mientras sus criados regresaban en tren con el equipaje. Tres o cuatro jóvenes, entre los que se encontraba Paul Overt, aprovecharon el servicio público; pero permanecieron en el pórtico de la casa viendo cómo emprendían la marcha los demás. Miss Fancourt subió con su padre una victoria, después de haber dado la mano a nuestro héroe y de haber dicho, sonriendo de la manera más franca del mundo:

- Tengo que verlo más. Mrs. St. George es tan amable: ha prometido invitarnos a cenar a los dos juntos.

Esta dama y su marido ocuparon su lugar en una berlina perfectamente equipada -ella precisaba un coche cerrado- y mientras nuestra joven agitaba el sombrero en respuesta a sus saludos y gestos ceremoniosos pensó que, considerados juntos, constituían una imagen honorable del éxito, de las recompensas materiales y del crédito social de la literatura. Cosas así no daban la plena medida, pero no obstante se sintió un poco orgulloso de la literatura.

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