Índice de La lección del maestro de Henry JamesApartado cuatroApartado seisBiblioteca Virtual Antorcha

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- Oh, por favor, quiero que se quede un poco -dijo Henry St. George a las once, la noche en que cenó con el cabeza de la profesión. El grupo -desde luego ninguno de ellos de la profesión- había sido numeroso y estaba despidiéndose; nuestro joven, después de dar las buenas noches a su anfitriona, había extendido la mano en ademán de despedida al dueño de casa. Además de producir en el último la protesta que he citado, este movimiento provocó otra palabra sin precio sobre la ocasión de mantener una charla, de ir a la habitación de St. George y de tenerlo todo por decir, todavía. Paul Overt era todo deleite ante esta amabilidad; no obstante mencionó en tono débil y jocoso el simple hecho de que había prometido ir a otro lugar que se encontraba a considerable distancia.

- Pues va a romper su promesa, eso es todo. ¡Vaya un embustero! -añadió St. George en un tono que confirmó la cómoda sensación de nuestro joven.

- Desde luego que la romperé ..., pero era una promesa auténtica.

- ¿Se refiere a Miss Fancourt? ¿La está siguiendo? -preguntó su amigo.

Contestó con una pregunta.

- ¿Es que ella va?

- ¡Vil impostor! -prosiguió su irónico anfitrión-. Lo he tratado generosamente en lo que a esa joven respecta: no haré más concesiones. Espere tres minutos ..., en seguida estoy con usted. -Se dedicó a despedir a sus invitados, acompañó a las damas con vestidos de cola a la puerta. Era una noche calurosa, las ventanas estaban abiertas, el sonido de los rápidos coches y la llamada de los serenos penetraba en la casa. El ambiente había resplandecido no poco; una sensación de cosas festivas flotaba en el aire cargado: no sólo la influencia de esa fiesta en particular, sino también la insinuación del apremio del placer extendido que en las noches veraniegas de Londres llena tantos alegres barrios de la complicada ciudad. El salón de Mrs. St. George se vació gradualmente; Paul se encontró a solas con su anfitriona, a quien explicó el motivo de su espera.

- Ah, sí, una conversación intelectual, profesional -dijo con malicia-, ¿no cree que se echa de menos en esta época del año? Pobre Henry, ¡me alegro tanto!

El joven miró un momento por la ventana, a los simones solicitados que llegaban dando tumbos, las suaves berlinas que se alejaban. Cuando se volvió, Mrs. St. George había desaparecido; la voz de su marido ascendió hacia él desde abajo; se reía y hablaba, en el pórtico, con alguna señora que aguardaba su coche. Paul tomó solitaria posesión, durante unos minutos, de las cálidas habitaciones abandonadas, donde la luz tamizada y colorida de las lámparas era suave, los asientos habían sido movidos en todas direcciones y perduraba el aroma de las flores. Eran salas grandes, eran hermosas, contenían objetos de valor; todo en ese cuadro hablaba de una buena casa. Al cabo de cinco minutos, entró un criado con la petición del Maestro de que bajara a reunirse con él; de modo que descendió por la escalera, siguiendo a su guía por un largo pasillo hasta un apartamento retirado de la parte de atrás de la vivienda, para los requerimientos especiales, según se dijo, de un ocupado hombre de letras.

St. George estaba en mangas de camisa en medio de una habitación grande y alta, una habitación sin ventanas, pero con una amplia claraboya en la parte de arriba, como la de una sala de exposiciones. Estaba amueblada como una biblioteca, y las apretadas estanterías se levantaban hasta el techo, una superficie de un tono incomparable producido por lomos confusamente dorados, interrumpidos por grabados y dibujos antiguos colgados aquí y allá. En el extremo más alejado de la puerta de entrada había una mesa alta, de gran extensión, sobre la que la persona que la usara podría escribir sólo en la postura erguida de un empleado de oficina; y extendida desde la entrada hasta esa estructura, había una banda ancha y lisa de tela roja, tan recta como el sendero de un jardín y casi tan larga, donde Paul en seguida contempló mentalmente el ir y venir del Maestro durante horas fastidiosas, horas, es decir, de admirable composición. El criado le dio una prenda, una vieja chaqueta con esa caída que da la experiencia, que había sacado de un armario de la pared, y se retiró después con la prenda que se había quitado. Paul Overt recibió la chaqueta de buen grado; era una chaqueta para hablar, prometía confidencias -ya que visiblemente había recibido tantas- y tenía trágicos codos literarios.

- Somos prácticos ..., ¡somos prácticos! -dijo St. George cuando vio que su visitante pasaba revista al lugar-. ¿No es una buena jaula para dar vueltas? La inventó mi esposa y me encierra aquí todas las mañanas.

Nuestro joven respiró -a manera de tributo- con cierta opresión.

-¿No echa de menos una ventana ..., un lugar por donde mirar?

- Al principio muchísimo; pero ella lo calculó perfectamente. Ahorra tiempo, me ha ahorrado muchos meses en estos diez años. Aquí estoy, ante los ojos del día (desde luego en Londres, con frecuencia, son ojos borrosos), amurallado en mi profesión. No puedo escapar, por eso el cuarto ofrece una buena lección de concentración. He aprendido la lección de concentración. He aprendido la lección, creo; mire ese montón de pruebas y admítalo. -Señaló un grueso rollo de papeles, sobre una de las mesas, que no había sido desatado.

- ¿Va a sacar otra ...? -preguntó Paul, en un tono cuyas afectuosas deficiencias no reconoció hasta que su compañero rompió a reír y entonces sólo a duras penas.

- ¡Embustero, embustero! -St. George parecía disfrutar acariciándolo, por así decirlo, con ese oprobio-. ¿Cree que no sé lo que piensa de ellas? -preguntó, de pie, con las manos en los bolsillos y con una nueva clase de sonrisa. Era como si fuera a permitir que su joven devoto lo viese ahora por completo.

- ¡Le doy mi palabra de que en este caso sabe más que yo! -se aventuró a responder Overt, revelando parte del tormento de no ser capaz de estimarlo abiertamente ni de renunciar a él de manera clara.

- Mi querido amigo -dijo el cada vez más interesado Maestro-, no se imagine que hablo específicamente de mis libros; no son un tema decente, il ne manquerait plus que ça. ¡No soy tan malo como pueda usted sospechar! De mí, sí, un poco, si lo desea; aunque no era para eso para lo que lo he traído aquí. Quiero pedirle algo ..., muy especialmente; aprecio esta oportunidad. Así que siéntese. Somos prácticos, pero hay un sofá, ¿ve?, ella ha mimado mis pobres huesos hasta ahora. Como todos los buenos administradores y ordenancistas, sabe cuándo es prudente relajarse, -Paul se hundió en la esquina de un hondo sofá de cuero, pero su amigo permaneció de pie en actitud explicativa-. Si no le importa, en esta habitación, ésta es mi costumbre, De la puerta a la mesa y de la mesa a la puerta. Eso me remueve suavemente la imaginación; y ¿no ve lo bien que está que no haya una ventana para que vuele? El eterno estar de pie cuando escribo (me paro en ese escritorio y lo apunto, cuando viene algo, y continuamos así) era bastante agotador al principio, pero lo adoptamos con vistas a lo duradero; se está mejor, ¡si las piernas no desfallecen!, y se puede mantener durante más años. ¡Somos prácticos, somos prácticos! -repitió St. George, yendo hacia la mesa y tomando mecánicamente el rollo de pruebas. Pero al arrancar la envoltura, cambió su foco de atención para volver a nuestro héroe. Durante un momento se perdió examinando las hojas de su nuevo libro, mientras los ojos del hombre más joven volvían a vagar por la habitación.

Señor, ¡qué cosas tan buenas haría yo, si tuviera un lugar tan encantador para hacerlas, reflexionó Paul. El mundo exterior, el mundo de accidente y fealdad, se hallaba de esta manera logradamente excluido, y dentro del rico cuadrado protector, bajo el cielo protector, las figuras oníricas, la compañía solicitada podían sostener su particular deleite. Era una fervorosa previsión de Overt, más que una observación basada en hechos reales, para la que las ocasiones habían sido demasiado escasas, el que el Maestro, contemplado así más de cerca, tendría la cualidad, el don encantador de brillar, sorprendentemente, en el trato personal y en momentos de expectación interrumpida o incluso tal vez atenuada. Una feliz relación con él sería algo que discurriera a saltos, no en etapas fáciles de seguir.

- ¿Los lee ..., de verdad? ~preguntó dejando las pruebas cuando Paul le preguntó si la obra sería publicada pronto. Y cuando el joven contestó Oh, sí, siempre, su regocijo fue causado de nuevo por algo que captó en su manera de decir eso-. Uno va a ver a su abuela el día de su cumpleaños, y muy bien está, especialmente porque no durará siempre. Ha perdido todas sus facultades y sus sentidos; ni ve, ni oye, ni habla; pero todas las devociones de costumbre y hábitos bondadosos son respetables. ¡Sólo que usted es fuerte si en realidad los lee! Yo no podría, mi querido amigo. Usted es fuerte, lo sé; y eso es precisamente parte de lo que quiero decirle. Usted es muy fuerte, en verdad. He estado examinando sus otras cosas ..., me han interesado enormemente. Alguien debería haber hablado antes de ellas ..., alguien a quien pudiera creer. Pero, ¿a quién puede uno creer? Es maravilloso verlo en el buen camino ..., es un trabajo decentísimo. Pero veamos, ¿pretende usted seguir así? , eso es lo que quiero preguntarle.

- ¿Que si pretendo hacer más? -preguntó Paul, mirando desde el sofá a su erguido inquisidor y sintiéndose, en parte, como un feliz colegial cuando el maestro está alegre y, en parte, como algún peregrino de antaño que pudiera haber consultado a un oráculo famoso en toda la Tierra. El desempeño mismo de St. George había sido débil, pero como consejero sería infalible.

- ¿Más ...?, ¿más? El número no importa; una más sería suficiente si en realidad supusiera un paso más ..., un latido del mismo esfuerzo. Lo que quiero ~ decir es ¿va a buscar de corazón algún tipo de perfección decente?

- ¡Ah, decencia, ah, perfección ...! -suspiró sinceramente el joven-. El otro domingo hablé de ellas con Miss Fancourt.

Esto produjo una risa de peculiar acrimonia por parte del Maestro.

- Sí, hablarán de ellas tanto como guste. Pero poco harán para ayudarlo a uno a conseguirlas. No hay obligación alguna, desde luego; es sólo que usted me parece capaz -continuó-. Usted debe tenerlo todo pensado. No puedo creer que no tenga un plan. Ésa es la sensación que me da, y es tan poco corriente que lo excita a uno de verdad ..., lo hace a usted notable. Si no tiene ningún plan, si no se propone seguir así, desde luego está en su derecho; a nadie le incumbe, nadie puede forzarlo, y no más de dos o tres personas notarán que usted no sigue el camino recto. Los demás, todos los demás, cada bendita alma en Inglaterra, pensarán que lo sigue ..., pensarán que está manteniéndolo: ¡palabra de honor! Yo seré uno de los dos o tres que lo sepan mejor. Pero la cuestión está en si puede usted hacerlo por dos o tres. ¿Es ésta la sustancia de la que está hecho?

La pregunta encerró a su invitado durante un minuto como entre brazos palpitantes.

- Podría hacerlo por uno, si ese uno fuera usted.

- No diga eso; no lo merezco; me abrasa -protesto con unos ojos repentinamente graves y encendidos-. Ese uno es por supuesto uno mismo, la conciencia de uno, la idea de uno, la singularidad de la meta de uno. Yo pienso en ese espíritu puro al igual que un hombre piensa en la mujer que en alguna hora aborrecida de su juventud ha amado y abandonado. Ella lo persigue con ojos llenos de reproche, vive por siempre ante él. Como artista, ¿sabe usted?, me he casado por dinero -Paul lo miró de hito en hito e incluso se sonrojó un poco, confundido con esta confesión; ante lo que su huésped, observando el gesto de su cara, soltó una risita y prosiguió-: Usted no sigue mi metáfora. No estoy hablando de mi querida esposa, que tenía una pequeña fortuna, la cual, sin embargo, no fue mi soborno. Me enamoré de ella, como muchos otros han hecho. Me refiero a la musa mercenaria a quien llevé al altar de la literatura. Muchacho, no meta la nariz en ese yugo. ¡Ese horrible rocín le arruinará la vida!

Nuestro héroe lo observó, sorprendido y profundamente conmovido.

- ¿No ha sido usted feliz?

- ¿Feliz? Es una especie de infierno.

- Hay cosas que me gustaría preguntarle -dijo Paul tras una pausa.

- Pregúnteme cualquier cosa en el mundo. Me abriré por completo para salvarlo.

- ¿Para salvarme? -dijo con voz temblorosa.

- Para que no ceje ..., para que persista. Como le dije la otra noche en Summersoft, que mi ejemplo le resulte vivo.

- Pero si sus libros no son tan malos -dijo Paul entre risas y sintiendo que si alguna vez algún hombre había respirado el aire del arte ...

- ¿Tan malos como qué?

- Su talento es tan grande que se halla en todo lo que hace, tanto en lo que es menos bueno como en lo que es mejor. Tiene usted unos cuarenta volúmenes que lo demuestran ..., cuarenta volúmenes de vida maravillosa, de observación poco común, de capacidad magnífica.

- Soy muy listo, naturalmente que sé eso -pero era algo, en suma, a lo que este autor no daba importancia-. Señor, ¡qué porquería serían si no lo hubiera sido! Soy un hábil charlatán -prosiguió-. He sido capaz de hacer que se tragaran mi sistema. Pero ¿sabe lo que es? Es carton-pierre.

- ¿Carton-pierre? -Paul quedó impresionado y boquiabierto.

- ¡Lincrusta-Walton! (Papel grueso, tratado con aceite de lino, estampado de dibujos decorativos, que se usa para cubrir cielorrasos y paredes).

- No diga cosas así ..., ¡me hace sangrar! -protestó el joven-. Yo lo veo en un hogar bello y afortunado, viviendo con bienestar y honor.

- ¿Lo llama honor? -su anfitrión increpó con una entonación que a menudo vuelve a él-. A eso es a lo que quiero que se dedique usted. Me refiero a lo auténtico. Esto es oropel.

- ¿Oropel? -exclamó Paul mientras sus ojos vagaban, en una trayectoria natural del momento, por la lujosa habitación.

- Ah, hoy en día lo hacen tan bien ..., ¡es maravillosamente engañoso!

Nuestro amigo se estremeció de interés y aún más, quizá, de pena. Sin embargo, no temía aparentar condescendencia cuando aún podía sentir envidia.

- ¿Es engañoso que lo encuentre viviendo con todas las señales de la felicidad doméstica, bendecido con una esposa perfecta y devota, con unos hijos a quienes no he tenido aún el placer de conocer, pero que deben ser unos jóvenes encantadores por lo que conozco de sus padres?

St. George sonrió por la franqueza de su pregunta.

- Todo es excelente, mi querido amigo, que el cielo me impida negarlo. He hecho una gran cantidad de dinero; mi esposa ha sabido cómo cuidarlo, cómo emplearlo sin malgastar, apartar una buena cantidad, hacerlo fructificar. Tengo un pan en el armario; de hecho lo tengo todo menos lo grande.

- ¿Lo grande? -Paul siguió haciendo de eco.

- La sensación de haber hecho lo mejor ..., la sensación que es la verdadera vida del artista y cuya ausencia supone su muerte, de haber extraído de su instrumento intelectual la música más hermosa que la naturaleza había escondido en él, de haberla tocado como debe tocarse. O bien lo hace o bien no lo hace y, si no lo hace, no merece la pena que se hable de él. Por tanto, precisamente, los que realmente saben no hablan de él. Puede que él aún oiga una gran cháchara, pero lo que más oye es el incorruptible silencio de la Fama. Yo la he sobornado, se podría decir, en mi momento ..., pero ¿cuál es mi momento? No se imagine ni por un minuto -prosiguió el Maestro- que soy tan sinvergüenza como para haberlo traído aquí abajo para abusar o para quejarme de mi esposa ante usted. Es una mujer de cualidades distinguidas, a quien estoy inmensamente obligado; de modo que, si me hace el favor, no diremos nada de ella. Mis chicos, mis hijos son todos varones, son rectos y fuertes, gracias a Dios y no hay pobreza de crecimiento a su alrededor, no hay penuria de necesidades. Recibo periódicamente el más satisfactorio testimonio de Harrow, de Oxford, de Sandhurst, ¡oh, hemos hecho lo mejor por ellos!, de su eminencia como organismos que viven, consumen y prosperan.

- Debe ser maravilloso sentir que el hijo de las propias carnes está en Sandhurst -comentó Paul con entusiasmo.

- Lo es ..., es encantador. ¡Yo soy un patriota!

El joven, en ese momento, se vio en la obligación de pagar el más grande de los tributos de preguntas.

- Entonces, ¿qué quiso decir usted la otra noche en Summersoft, al declarar que los hijos son una maldición?

- Mi querido joven, ¿de qué base partimos? -y St. George se dejó caer en el sofá a corta distancia de él. Sentado ligeramente de lado, apoyó la espalda en el brazo del sofá con las manos cruzadas detrás de la cabeza-. ¿De suponer que cierta perfección es posible e incluso deseable, no es así? Pues todo lo que digo es que los hijos de uno interfieren en la perfección. Interfiere la esposa. Interfiere el matrimonio.

- ¿Cree que el artista no debería casarse?

- Lo hace corriendo un riesgo, lo hace a sus expensas.

- ¿Ni siquiera cuando su esposa comprende su trabajo?

- Nunca comprenden ..., ¡no pueden! Las mujeres no conciben tales cosas.

- Pero no hay duda de que en ocasiones son ellas mismas quienes trabajan -objetó Paul.

- Sí, y muy mal. Oh, claro, a menudo creen que entienden, creen que comprenden. Entonces es cuando son más peligrosas. Creen que uno va a hacer mucho y que obtendrá mucho dinero. Su gran nobleza y virtud, su conciencia ejemplar como hembras británicas está en mantenerlo a uno ahí. Mi esposa lleva todos los tratos con mis editores y lo ha hecho durante veinte años. Lo hace consumadamente bien, por eso vivo con tanto desahogo. ¿No es uno el padre de sus inocentes criaturas y va uno a privarlas de su sustento natural? La otra noche me preguntaba usted si no son un incentivo inmenso. Claro que lo son, ¡no hay duda de eso!

Paul lo consideró: para unos ojos que nunca habían estado tan abiertos, había tanto que observar ...

- En cuanto a mí, me da la impresión de que necesito incentivos.

- Ah, entonces n´en parlons plus! -sonrió magnánimamente su compañero.

- Usted es un incentivo, lo mantengo -prosiguió el joven-. Usted no me afecta de la manera en que al parecer le gustaría afectarme. Lo que veo es su gran éxito ..., ¡la pompa de los Jardines de Ennismore!

- ¿Éxito? -los ojos de St. George tenían una luz fina y fría-. ¿Llama usted éxito a que se hable de uno como hablaría usted de mí si estuviera aquí sentado con otro artista, un joven inteligente y sincero como usted? Llama éxito a hacer que se sonroje, ¡cómo se sonrojaría! , si algún crítico extranjero (un tipo, claro está, que supiera de lo que está hablando y que le hubiera demostrado que lo sabía, como les gusta demostrarlo a los críticos extranjeros) le dijera: Seguro que en su país a ése lo consideran el más perfecto. ¿Es éxito servir de ocasión para que un joven inglés tenga que tartamudear como usted tendría que hacerlo en un momento así por la pobre Inglaterra? No, no; el éxito es haber hecho que la gente baile a otro son. ¡Inténtelo!

Paul continuaba resplandeciendo, todo gravedad.

- Que intente ¿qué?

- Intente hacer un trabajo realmente bueno.

- ¡El cielo sabe que quiero hacerlo!

- Pero no se puede hacer sin sacrificios, no lo crea ni por un momento -dijo el Maestro-. Yo no hice ninguno. Lo tuve todo. En otras palabras, lo he perdido todo.

- Ha tenido la vida normal humana, masculina, intensa y completa, con todas las responsabilidades y deberes, cargas, penas y alegrías, todas las iniciaciones y complicaciones sociales y domésticas. Deben ser inmensamente sugestivas, inmensamente divertidas -adujo Paul con ansia.

- ¿Divertidas?

- Para un hombre fuerte ..., sí.

- Me proporcionaron un sinfín de temas, si a eso se refiere; pero al mismo tiempo me quitaron el poder de usarlos. Traté un millar de cosas, pero ¿cuál de ellas se convirtió en oro? El artista sólo maneja eso ..., no sabe nada de un metal más bajo. He vivido una vida mundana, con mi mujer y mi progenie; la torpe, convencional, cara, materializada, vulgarizada, brutalizada vida de Londres. Tenemos todo lo bello, incluso un coche; somos perfectos filisteos y gente eminente, hospitalaria y próspera. Pero, mi querido amigo, no intente hacerse el tonto y fingir que no sabe lo que no tenemos. Es más grande que todo lo demás. Entre artistas ..., ¡vamos! -concluyó el Maestro-. ¡Usted sabe tan bien como que está ahí sentado que se metería una bala en el cerebro si hubiera escrito mis libros!

A su oyente le pareció que la formidable conversación prometida en Summersoft había tenido lugar, y con una prontitud, una plenitud, con la que su joven imaginación apenas había contado. Esa impresión lo agitó considerablemente y palpitó con la emoción de sondeos tan profundos y confidencias tan extrañas. Palpitó en verdad con el conflicto de sus sentimientos ..., perplejidad, reconocimiento y alarma, goce, protesta y asentimiento, todo entremezclado con ternura (y una especie de vergüenza en la participación) hacia las llagas y cardenales expuestos por un ser tan exquisito, y con la percepción del secreto trágico que albergaba bajo sus ropas. La idea de que la suya, la de Paul Overt, se hubiera convertido en la ocasión de tal acto de humildad lo hizo sonrojarse y quedar sin aliento, al mismo tiempo que su conciencia se hallaba en cierto sentido demasiado viva para no tragar -y no saborear intensamente- cada una de las dosis de revelación ofrecidas. Su singular fortuna había hecho que soplara sobre las profundas aguas y que éstas se agitaran y rompieran en olas de extraña elocuencia. Pero ¿cómo no iba a revelar la apasionada contradicción de la última extravagancia de su huésped, cómo no iba a enumerarle las partes de su obra que amaba, las cosas espléndidas que había encontrado en ella, fuera del alcance de cualquier otro escritor del momento? St. George escuchó durante un rato cortésmente; a continuación dijo, posando la mano sobre la de su visitante:

- Todo eso está muy bien; y si no tiene la idea de hacer algo mejor, no hay razón para que no posea tantas cosas buenas como yo: el mismo número de apéndices humanos y materiales, el mismo número de hijos o hijas, una mujer con el mismo número de vestidos, una casa con el mismo número de criados, un establo con el mismo número de caballos, un corazón con el mismo número de dolores -el Maestro se levantó cuando hubo hablado así, quedó en pie un momento, junto al sofá, mirando a su agitado pupilo-. ¿Está usted en posesión de alguna propiedad? -se le ocurrió preguntar.

- Nada de lo que merezca la pena hablar.

- Ah, entonces no hay razón para que no obtenga unos ingresos considerables ..., si comienza con buen pie. Estúdieme a mí para ello, estúdieme bien. Es posible que de verdad tenga caballos.

Paul no habló durante unos minutos. Miró delante de sí, consideró muchas cosas. Su amigo se había alejado y había agarrado un paquete de cartas de la mesa donde yacía el rollo de pruebas.

- ¿Cuál era el libro que Mrs. St. George le hizo quemar, el que no le gustaba? -sacó a relucir nuestro joven.

- El libro que me hizo quemar ..., ¿cómo sabía usted eso? -el Maestro levantó los ojos de las cartas sin la convulsión facial que el pupilo había temido.

- La oí hablar de él en Summersoft.

- Ah, sí ..., está orgullosa de ello. No sé ..., era bastante bueno.

- ¿De qué trataba?

- Vamos a ver -y pareció hacer un esfuerzo para recordar-. Ah, sí ..., era sobre mí mismo. -Paul emitió un gemido irreprimible por la pérdida de una producción así, y el hombre de más edad prosiguió-: Pero debería escribirlo usted ..., usted debería hacerme -y suspendió el movimiento inquieto que lo había invadido; su sonrisa delicada era un resplandor generoso-. Ahí tiene un tema, muchacho: ¡con materia interminable!

Paul estaba en silencio de nuevo, pero todo era un tormento.

- ¿Es que no hay mujeres que comprendan de verdad ..., que puedan participar en el sacrificio?

- ¿Cómo pueden participar? Ellas mismas constituyen el sacrificio. Son el ídolo, el altar y la llama.

- ¿Es que no hay ni una que vea más allá? -continuó Paul.

Durante un momento St. George no dio respuesta alguna; tras lo cual, después de romper las cartas, volvió al tema, lleno de ironía.

- Por supuesto que sé a quién se refiere. Pero ni siquiera Miss Fancourt.

- Creí que la admiraba muchísimo.

- Es imposible admirarla más. ¿Está enamorado de ella? -preguntó St. George.

- Sí -dijo Paul Overt poco después.

- Entonces renuncie.

Paul lo miró fijamente.

- ¿Que renuncie a mi amor?

- No, por Dios. A su idea -y como nuestro héroe no cesaba de mirarlo fijamente, añadió-: Ésa de la que habló con ella. La idea de una perfección decente.

- Ella contribuiría ..., ¡ella contribuiría! -gritó el joven.

- Durante un año, más o menos, el primer año, sí. Después sería como una piedra atada al cuello.

Paul se sorprendió con franqueza.

- Pero si tiene pasión por lo auténtico, por el buen trabajo ..., por todo lo que a usted y a mí más nos importa.

- A usted y a mí, ¡qué encantador, querido amigo! -rió su interlocutor-. La tiene de verdad, pero tendría una pasión aún mayor por sus hijos ..., y muy justa también. Insistiría en que todo fuera cómodo, conveniente, propicio para ellos. Eso no es lo que le incumbe al artista.

- El artista ..., ¡el artista! ¿Es que no es un hombre en cualquier caso?

St. George hizo una mueca sublime.

- Me inclino a creer que no. Usted sabe tan bien como yo lo que tiene que hacer: la concentración, el perfeccionamiento, la independencia por los que debe afanarse desde el momento en que comienza a desear que su trabajo sea realmente decente. Ah, joven amigo, la relación del artista con las mujeres, y en especial con la que más íntimamente lo preocupa, se halla a merced del maldito hecho de que, mientras él puede lógicamente tener un solo valor, ellas tienen unos cincuenta. Eso es lo que las hace tan superiores -añadió St. George divertido-. Imagínese a un artista cambiando de valores como quien cambia de camisa o los platos de una cena. Hacerlo, hacerlo y hacerlo divino, es lo único en lo que ha de pensar. ¿Lo he conseguido o no? es su única pregunta. Y no ¿Lo he conseguido en la medida en que lo permita la atención adecuada de mi querida familia? No tiene nada que ver con lo relativo, sólo con lo absoluto; y una querida familia puede representar una docena de relatividades.

- ¿Entonces no le permite tener las pasiones y afectos comunes de loS hombres? -preguntó Paul.

- ¿Acaso no tiene una pasión, un afecto que abarca todos los demás? Además, que tenga todas las pasiones que desee ..., mientras conserve su independencia. Debe ser capaz de ser pobre.

Paul se levantó lentamente.

- En ese caso, ¿por qué me aconsejó que le hiciera la corte?

St. George le puso la mano en el hombro.

- ¡Porque sería una excelente esposa! Y entonces aún no había leído su novela.

El joven esbozó una sonrisa forzada.

- ¡Ojalá me hubiera dejado en paz!

- No sabía que eso no era bueno para usted -respondió su anfitrión.

- Qué posición tan falsa, qué condena la del artista, ser un mero monje privado de sus derechos que puede producir su efecto sólo renunciando a la felicidad personal. ¡Qué acusación al arte! -continuó Paul con voz temblorosa.

- ¿No se imaginará usted por casualidad que estoy defendiendo el arte? Acusación ..., ¡exactamente! Afortunada la sociedad en que no ha hecho su aparición, pues desde el momento en que llega los consume el dolor, experimentan una corrupción incurable en el pecho. ¡Naturalmente que el artista está en una posición falsa!, pero creí que eso lo dábamos por descontado. Perdóneme -continuó St. George-: ¡Ginistrella es la causante!

Paul se quedó mirando al suelo. La torre de la iglesia vecina dio la una en medio de la quietud.

- ¿Cree usted que llegaría a mirarme? -expuso a su amigo por fin.

- ¿Miss Fancourt ..., como pretendiente? ¿Por qué no había de creerlo? Por eso he intentado favorecerlo, he tenido una o dos pequeñas ocasiones de mejorar su oportunidad.

- Perdone que le pregunte, pero ¿se refiere a haberse mantenido apartado? -dijo Paul con sonrojo.

- Soy un idiota, mi sitio no está ahí -declaró St. George gravemente.

- Yo no soy nada aún, no tengo fortuna; y debe haber tantos otros -prosiguió su compañero.

El Maestro consideró esto seriamente, pero le dio poca importancia.

- Usted es un caballero y un hombre de genio. Creo que podría conseguir algo.

- Pero si debo renunciar a eso ..., al genio ...

- Mucha gente, ¿sabe?, cree que yo he conservado el mío -sonrió St. George maravillosamente.

- ¡Usted es un genio para desconcertar! -declaró Paul, mas tomándole la mano agradecido, como para atenuar su juicio.

- Pobre muchacho, ¡cómo lo preocupo! Pero inténtelo, inténtelo de todos modos, creo que sus posibilidades son buenas y que ganará un gran premio.

Paul retuvo firmemente la mano del otro un minuto; miró esa cara profunda y extraña.

- No, soy un artista, ¡no puedo evitarlo!

- ¡Demuéstrelo entonces! -exclamó suplicante St. George-. Permítame que vea antes de morir lo que más quiero, lo que más anhelo: una vida en la que la pasión, la nuestra, es realmente intensa. ¡Si puede usted ser especial no abandone! ¡Piense en lo que es, en lo que significa, en cómo perdura!

Se habían dirigido hacia la puerta y St. George había cerrado las dos manos sobre las de su compañero. Aquí se detuvieron de nuevo y nuestro héroe respiró hondamente.

- ¡Quiero vivir!

- ¿En qué sentido?

- En el más grande.

- Entonces persista, no ceje.

- ¿Con su comprensión ..., su ayuda?

- Cuente con ello, usted será una gran figura para mí. Cuente con mi más elevado aprecio, con mi devoción. Me sentiré muy contento, si es que eso tiene algún valor para usted -tras lo cual, como Paul aún parecía vacilar, su anfitrión añadió-: ¿Recuerda lo que me dijo en Summersoft?

- ¡Alguna chifladura, sin duda!

- Haré cualquier cosa que usted me diga. Dijo eso.

- ¿Y me obliga a mantenerlo?

- Ah, ¿qué soy yo? -suspiró expresivamente el Maestro.

- Señor, ¡qué cosas tendré que hacer! -casi gimió Paul al partir.

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